Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

Travelling: mirada y delirio («Vertigo», 1958, Alfred Hitchcock)


José Luis Castro de Paz





Referirse hoy a Vertigo, uno de los films que más literatura crítica y analítica ha generado desde su realización en 1958 -a lo que hay que añadir la revitalización que supuso su reestreno en 1984 tras veinte años fuera de distribución- parece casi un tópico, o una osadía. Proliferan sin embargo, en todo el mundo y especialmente en el ámbito anglosajón, estudios que buscan el principio de su fascinación en posibles conexiones literarias o en leyendas míticas, siguiendo el camino que abriera en su día Guillermo Cabrera Infante1. Por otro lado, el análisis de los complejos mecanismos narrativos y de puesta en escena de uno de los más rigurosos ejercicios de escritura fílmica del final del clasicismo es objeto también de atención reiterada, contando en España con aportaciones notables2.

Como ha señalado González Requena, uno de los rasgos más característicamente manierista de la escritura hitchcockiana es la tematización de la mirada, que en el cine clásico operaba oculta entre los aconteceres del relato. En Vertigo, tal reflexión sobre la mirada es llevada al máximo en una de sus vías, «la que se ocupa de la lógica delirante de sus pasiones»3. Se tratará, aquí, de la plasmación fílmica de la mirada delirante, cuya fuerza dependerá sobremanera -de ello nos ocuparemos más adelante- de la formulación plástica que se nos ofrezca de esa mujer irreal, de ese Objeto de Deseo, de esa Imago Fascinante -ese brillo capaz de concentrar en él toda la luz, de suprimir en su favor todas las otras imágenes visibles4- sobre el que la enunciación movilizará uno de los más rigurosos entramados de planos subjetivos -de punto de vista de Scottie, el protagonista masculino- que el cine ha conocido.

Si esto es así, lógico será suponer que la enunciación volcará toda su sabiduría significante -y esta no es precisamente poca- a la hora de confrontar, por vez primera, esa mirada masculina con el que será, desde ese instante, el objeto único de su pulsión escópica. Se trata de un breve fragmento (1 minuto 35 segundos, a casi 13 minutos del inicio del film) del que, sin embargo, habrá de depender buena parte del desarrollo posterior del texto: la aparición de Madeleine Elster en el restaurante Ernie's, donde cena con su marido, y al que Scottie acude con el fin de conocerla y poder iniciar su investigación. No nos detendremos en el análisis pormenorizado de los 15 planos que componen el fragmento -que ya en otro lugar hemos intentado5-. Diremos, no obstante, que si bien la organización visual del film desde el punto de vista de Scottie se plantea ya desde la secuencia inaugural en los tejados, es a partir de este pasaje desde el cual el proceso de identificación de dicha mirada con el espectador que el film construye -y que alcanzará su clímax en la larga persecución que viene a continuación- queda indefectiblemente anudado.

Tras un plano exterior del restaurante -que permite relacionar su arquitectura con el «viejo y alegre» San Francisco del que Elster le había hablado en su despacho-, el plano 2 nos introduce en el interior de Ernie's. Sentado en la barra, la mirada de Scottie busca ansiosamente. Una panorámica hacia la izquierda y un travelling oblicuo de retroceso hacen que la cámara abandone a Scottie y encuadre, en plano de conjunto, el lujoso comedor -paredes tapizadas en rojo fuego, doradas lámparas de araña, figurantes vestidos de gala-; por un momento, un cuadro rodeado de flores se sitúa en el centro de la pantalla y parece un posible foco de atención -otro cuadro y otras flores serán destacados elementos simbólicos a lo largo del film- pero, de inmediato, la figura de espaldas de Madeleine aparece al fondo, por la izquierda del encuadre. Súbitamente disminuye el sonido diegético y comienza, acompañado del inicio del tema musical de Madeleine, un lento, ritualizado y sinuoso travelling -la primera aparición de la curva en el film- entre las mesas hasta que se observa con claridad la pose de la mujer: inmóvil, el hombro izquierdo ligeramente adelantado, su cabello rubio formando un elegante moño en espiral. La melodía de Herrmann, al coincidir su inicio exactamente con el del travelling, quedará así unida -y lo estará durante todo el film- a la propia visión de Scottie.

Señalemos de entrada que dicho travelling -y los diferentes encuadres resultantes del movimiento de la cámara- no se corresponden de forma ortodoxa con el campo de visión de Scottie y, en rigor, no forman parten de la tipología de planos subjetivos; no obstante, su función es esencialmente idéntica ya que «de hecho, posiciones de cámara no identificables directamente con la visión de tal o cual personaje, pueden jugar similar papel, con tal de que se inscriban en un contexto de legibilidad que permita la imputación de ese plano como designación de un sujeto que de una forma u otra, lo sustenta»6. Un complejo movimiento de cámara calificado, en sí mismo, como «uno de los más delirantes (...) de todo el cine de Hitchcock»7 y que encierra, veremos, una asombrosa productividad significante. Pero ¿por qué delirante? ¿Qué hace particularmente atractiva, extraña, fascinante, esa aproximación de la cámara?

Barthelemy Amengual, en un interesante y ya clásico artículo que relacionaba Vertigo con la leyenda medieval de Tristán e Iseo, había ya reparado en la originalidad de la resolución fílmica adoptada por Hitchcock para presentar a Madeleine y expresar, al mismo tiempo, el surgimiento de la pasión. Ese lento trayecto que la mirada de Scottie se impone -señalaba el autor francés- muestra el mágico momento en el que el deseo de llegar al fin lucha con el temor de ir demasiado rápido, con la angustia de perderse: es «la retracción deslumbrada marcada por el héroe delante de la fuerza de esa atracción, a la cual él cede ya»8. Dialéctica de lo cercano y lo lejano: la forma misma de la pasión.

Sorprende sobremanera, con todo, la solución de montaje adoptada a la hora de dar forma a esa mirada delirante. No es aquí el lugar de penetrar en un sistema de montaje tan rico e históricamente complejo como el que -valga la extrema simplificación- desarrolló el modelo clásico de Hollywood y que tan notablemente, desde posiciones teóricas diversas, analizaron David Bordwell o Vicente Sánchez Biosca9. Parece claro, sin embargo, que existen unas fórmulas más o menos codificadas a la hora de representar lo que mira un personaje inmóvil, que únicamente girase sus ojos o su cabeza. Aquí, la mirada de Scottie -sentado en la barra del bar- no se traduce, en el siguiente plano de la ecuación de dos de que se compone el esquema básico de la cámara subjetiva, en una lógica panorámica que nos permita compartirla -o en cualquier otra fórmula posible por medio de raccord-, sino en un travelling que, dejando los ojos atrás, se aproxima así, mentalmente, hacia esa pieza única, inalcanzable, objeto de las pasiones más enfermizas.


Vertigo

Francesco Casetti no deja de observar algo similar cuando analiza el papel que la secuencia inaugural de Él (1952, Luis Buñuel) -film con el que Vertigo tiene más de un punto de contacto, no sólo, aunque sobre todo, por tratarse de dos textos que analizan una mirada masculina fascinada ante su objeto de deseo, sino también en el sentido de subvertir desde dentro los mecanismos narrativos y de puesta en escena del modelo institucional en el que ambos está inmersos, y tratándose además de géneros tan sólidamente codificados- asignaba a su espectador ideal. En plena celebración del lavatorio de pies, durante los oficios católicos de Semana Santa, el plano 18 nos muestra al protagonista, Francisco, mirando, seguido del primer plano (subjetivo) del sacerdote besando los pies de uno de los niños -esquema básico ABAB-. De nuevo primer plano de Francisco (plano 20) que, girando la cabeza, se apresta a una nueva observación: un travelling (plano 21) a ras de suelo va mostrando los pies calzados de los fieles sentados en el primer banco del templo. Cuando ve unos elegantes zapatos femeninos de tacón, la cámara -la mirada- parece hacer caso omiso pero, de inmediato, retrocede sobre sus pasos -cambiando la dirección del aparato, ahora de derecha a izquierda- y, elevándose, termina por encuadrar el rostro de Gloria, la portadora de aquellos zapatos y aquellas piernas. La mirada del personaje ha sido atrapada y todo lo que ha de ocurrir con posterioridad hallará en ella su justificación primera. Casetti señala lo extraño del uso del travelling y la grúa en vez de la lógica panorámica, «casi aclarando -añade- que se trata de materializar un recorrido mental antes que una trayectoria completa». El movimiento de la cámara, también aquí vacilante y obstinado al tiempo, manifiesta, como en el film hitchcockiano, «la fatiga de una búsqueda y la voluntad de una posesión»10.

Hitchcock recurrirá a este perverso uso del travelling en varias ocasiones a lo largo del film -en el museo, relacionando a la mujer del cuadro con la que lo mira; en el hotel, tras la primera cena de Scottie con Judy Barton -cuando ve en ella el material idóneo para re-construir a Madeleine- y sólo después de la descomposición del fantasma que él mismo ha creado -con el descubrimiento del engaño- los ojos volverán a su lugar (travelling hacia atrás en el flash-back del museo, cuando observa el collar), superando el delirio, pero matando al tiempo el deseo. Se trata, en fin -y el travelling que nos ocupa es una de las más bellas soluciones que la escritura hitchcockiana haya dado a este problema-, de hacer partícipe al espectador de sensaciones que únicamente la interiorización de lo que el personaje ve podría justificar. No es simplemente la representación de una mirada y su objeto, sino el resultado de un trabajo significante empeñado en transmitir la relación mental que un sujeto establece entre su mirada y lo que ve (el Deseo, en definitiva).

Centrémonos ahora, finalmente, en esa Imago Fascinante, hacia la cual se encaminaban, delirantes, los ojos del protagonista-enunciatario -y, por tanto, los del espectador-. Como señaló tan inteligentemente Eugenio Trías, la imagen de Madeleine constituirá el rostro del abismo al que se aferrará, obsesivamente, la visión de Scottie, «perdida para las 'ilusiones del día'»11. Ya los créditos, diseñados por Saul Bass, permiten establecer determinadas conexiones poéticas y metafóricas: es el rostro de la mujer -como apunta Martín Arias12- lo que, «transitoriamente tapa y oculta el fondo negro abismal». «La belleza es aquello que protege del abismo y que, paradójicamente, conduce a él, la pasión como aquello que apunta hacia la locura y la muerte, el amor como engaño y representación». Para ello, la escritura hitchcockiana recurrirá a una composición pictorizada de la imagen femenina que -además de sugerir premonitoriamente, sin duda, su carácter fraudulento- puede ponerse en relación con formulaciones estéticas del movimiento romántico. La misma música de Bernard Herrmann -de innegables raíces en el Tristán e Isolda wagneriano- basa su estructura obsesiva y anhelante en cualificadas segregaciones armónicas del romanticismo, tal como apuntó, en un magnífico estudio13, José Luis Téllez. Pero también pueden establecerse relaciones -y Juan Miguel Company y Sánchez Biosca así lo hicieron- entre el tipo de inscripción de Scottie ante el abismo pictórico que se muestra ante él y esa suerte de inclusión / exclusión del sujeto-espectador en la representación pictórica del romanticismo, «por medio de una lectura fantómica de los cuadros paisaje»14 modificando la posición que la escena clásica le asignaba. Si Vertigo tiene como tema mayor lo siniestro -o el abismo negro y aterrador que hay detrás de esa belleza fraudulenta-, camina hacia esa categoría estética partiendo de unas referencias pictóricas que no olvidan, en su formulación, la poética inglesa de lo sublime, tal como la definió Giulio Carlo Argan15.

Hitchcock consuma y lleva al límite, como señala Gilles Deleuze, la imagen-movimiento, porque su cine, aún ligado a la acción, se sitúa a las puertas de esa situación óptica y sonora pura que permitiría captar «algo intolerable, insoportable. No un hecho brutal en tanto que agresión nerviosa... (sino) algo excesivamente poderoso, o excesivamente injusto, pero a veces también excesivamente bello y que entonces desborda nuestra capacidad sensoriomotriz». Y no deja el autor de observar, al mismo tiempo, como ya el romanticismo inglés se proponía esa finalidad de captar lo insoportable, lo intolerable, «el imperio de la miseria, y con ello hacerse visionario, hacer de la visión pura un medio de conocimiento y acción»16. Cuando ese tipo de situaciones ópticas y sonoras puras no se prolonguen ni sean inducidas por una acción -con la irrupción, en fin, de las escrituras modernas- se cumplirá, recurriendo otra vez a las palabras de Deleuze, «el presentimiento de Hitchcock: una conciencia cámara que ya no se definiría por los movimientos que es capaz de seguir o de cumplir, sino por las relaciones mentales en las que es capaz de entrar»17.

Vertigo está ya más cerca, por todo ello, del vanguardismo moderno que del modelo clásico, al que, con todo, lo une todavía -y no es poco- el poder fascinante de una narración regida por la calculada enunciación hitchcockiana.





  Arriba
Indice