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Trenes en el paisaje (1872-1901): Pérez Galdós, Ortega Munilla, Pardo Bazán, Pereda, Zola, Alas

José Manuel González Herrán


Universidade de Santiago de Compostela




A aquel pájaro cantor
lo espantó un ferrocarril
y su canto sin igual
no se pudo más oír...


(cantiga popular1)                


Como ha explicado Lily Litvak en El tiempo de los trenes, el ferrocarril, elemento primordial en el progreso económico, industrial y social de los pueblos, se convierte también en símbolo de ese mismo progreso, ampliamente utilizado por las artes y por la literatura del siglo XIX: la irrupción del tren -tanto en pinturas y grabados como en novelas y cuentos- constituye así una de las revoluciones más significativas en la concepción paisajística del pasado siglo.

En el tiempo de que dispongo me limitaré a presentarles algunos textos que muestran diferentes maneras de tratar ese motivo en relatos (sólo relatos en prosa: por eso soslayaré algunos poemas ferroviarios, como los de Campoamor o Curros Enríquez), del realismo español (Ortega Munilla, Pereda, Pérez Galdós, Pardo Bazán, Alas) y del naturalismo francés (Zola), fechados entre 1872 y 1901. Confío que de la consideración de esos textos podamos deducir alguna conclusión significativa, tanto en lo ideológico como en lo estético-literario.

Les ahorraré la introducción histórico-artística, acaso necesaria y sin duda interesante, acerca de cuándo y cómo comienzan los trenes a surcar nuestros paisajes -vivos o pintados-, así como de las reacciones ideológicas y estéticas que tal fenómeno despierta en los coetáneos, especialmente pintores y escritores, pero también intelectuales y políticos: el ya citado y hermoso libro de Litvak (con el que mi comunicación reconoce una no pequeña deuda) contiene abundantes noticias, testimonios y bibliografía al respecto. En todo caso y sin necesidad de mayores explicaciones, recordemos que la aparición y la pronta expansión del ferrocarril a partir de mediados del pasado siglo fue un hecho tan impresionante para sus contemporáneos, que inmediatamente pasó de la realidad a la representación artística, de manera que la humeante locomotora -pintada, grabada o fotografiada- se hizo frecuentísima en exposiciones, revistas o álbumes, y comenzó a correr por las páginas de los cuentos y novelas; casi siempre como elemento episódico, pero alguna vez como elemento fundamental de la historia.

También es sabido que, según ocurre siempre con toda innovación técnica, aquella sociedad se dividió fuertemente a la hora de valorar las consecuencias de tal invento, demoníaco para unos, venturoso para otros; la literatura de ficción también se hizo eco del debate, y así, en la narrativa decimonónica, el tren es más que un medio de transporte que lleva a los personajes de aquí para allá (como antaño hicieran caballos, carruajes o embarcaciones), para convertirse en un complejo metafórico, de inequívoco simbolismo. Generalmente, el autor se sirve de algún personaje (o de un narrador que asume sus puntos de vista) para expresar esa visión, positiva o negativa, de lo que el ferrocarril significa; y no es infrecuente que en tales juicios percibamos con nitidez la opinión del mismo autor (quien, si es decididamente contrario, hasta puede prescindir de subterfugios metafóricos para declarar esa su aversión).

Así, en «El espíritu moderno», uno de los artículos costumbristas recogidos por Pereda en sus Escenas montañesas, leemos: «allí donde el camino de hierro (...) ha penetrado, las costumbres clásicas montañesas no existen ya» (1864: 347-348). En Sotileza el narrador llama al ferrocarril «emblema del espíritu revolucionario y transformador de las modernas sociedades» (1888: 124); algo más sutil se muestra en otro momento de esa misma novela cuando imagina la locomotora «tendidas al aire sus largas, serpenteantes y blanquecinas guedejas, conduciendo en sus entrañas de fuego los gérmenes de una nueva vida, y barriendo al pasar los usos y costumbres que habían imperado aquí durante tantos, tantísimos años de un no interrumpido y patriarcal sosiego...» (1888: 206). Un par de años antes, en Pedro Sánchez, el narrador-protagonista (que tanto tiene del autor, según he explicado en mi edición [González Herrán 1990: 11-20]) lo había dicho mejor: «¡Y cuántos pueblos había en la provincia en igual estado de patriarcal inocencia que el mío entonces, y aún muchos años después!... hasta que, de repente, cual si fuera un reflujo de lejana tempestad, allanáronse los montes, alzáronse los barrancos, taladráronse las rocas y llegó el bufido de la locomotora a confundirse con el bramar de las olas al estrellarse en la antes desierta y ociosa playa...» (1883: 12). Notemos en los dos últimos ejemplos peredianos una idea que reiteradamente vamos a encontrar aquí: la locomotora arrasa en su avance (y subrayo la palabra para evocar el sentido histórico, no sólo físico, de tal movimiento) las formas de vida tradicionales; de ahí ese tópico tan decimonónico que hace del tren un emblema del progreso.

Naturalmente, el símbolo tendrá una diferente lectura según las actitudes ante lo que tal progreso significa. Así lo ve un personaje tradicionalista del relato que Galdós escribiera en 1872 (cuyos materiales utilizó para la redacción de Gloria y que Alan Smith ha editado y titulado Rosalía): «Don Juan (...) estaba inflamado en terrible ira contra aquellas abominables máquinas y aquellos infernales coches (...) un instrumento atormentador (...) execrable dragón de estos tiempos, forjado por la actividad perturbadora de la civilización» (1983: 110-111). Notemos ese término, dragón: son frecuentes las imágenes que pintan la locomotora como un animal de aspecto monstruoso y de amenazadoras formas, fácilmente sugeridas por los elementos de su mecanismo: el único ojo de su linterna frontal, la negrura de su férrea coraza, el blanco penacho de su humareda, el fuego de sus calderas, los bufidos de sus chorros de vapor, el metálico estruendo de su maquinaria, el estridente grito de su silbato... Fácil es imaginar la reacción de quienes por primera vez se enfrentaban a tan infernal visión: así lo contaba Ortega Munilla en su novela El tren directo (1880):

«El primero que vio la locomotora fue Lucas Berruelo, que venía de visitar una de sus tierras. Trepidaba la arena del terraplén, y un atroz estremecimiento se extendía por el suelo. Era como si una manada de elefantes locos de terror galopasen hundiendo bajo sus disformes manazas la corteza terrestre. Cuando tras de una revuelta del camino, trazado entre la espesura de los matorrales, como una línea blanca de un plano, apareció la locomóvil, el caballo de Berrueco pegó un gran bote; como que fue milagro que no sacara al jinete de la silla. Cuatro jumentos que pacentaban allí cerca levantaron la fea cabeza, y mirando aquella columna de humo negro a trechos, blanco a veces y resonante de continuo, manifestaron el mayor susto, y huyeron dando rebuznos espantosos (...)

(...) De rato en rato pasaba a lo lejos, por la cueva de Doñana, la locomotora de ensayos, trayendo y llevando material con gran priesa, porque estaba cercano el día de la inauguración oficial de la línea de Beimiel. Iba resoplando, humeando, pateando, escupiendo bocanadas de humo rojizo por la chimenea y salivazos de blanco vapor por cada uno de sus costados alternativamente. Encendido el fazolete azul en su frontal, simulaba el ojo de cíclope miope que usase lente de flint glass como cualquier gentleman de Liverpool. Al respirar su aliento, sonaba ya como silbo de culebra ronca, ya como lamento de niño enfermo de crup, ya como estertor de tráquea metalizada y rígida.»


(Ortega Munilla 1885: 163 y 179).                


Algo semejante -aunque literariamente más conseguida- es la versión clariniana en «Tirso de Molina», cuento recogido en su último libro, El gallo de Sócrates (1901); la fantasía a que el subtítulo del relato alude es la de varios escritores clásicos (Fray Luis, Lope, Tirso, Quevedo, Calderón, Jovellanos), de regreso a la Tierra y caídos junto a un túnel en el puerto de Pajares en el momento en que pasa un tren; ello explica el tono irónico que tiene aquí la imaginería monstruosa, (ironía que no excluye una actitud vagamente antiprogresista y que no debe sorprendernos -por lo que al tren se refiere- si recordamos su tan conocido relato «¡Adiós, Cordera!», del que luego nos ocuparemos):

...y pasmó a todos un quejido terrible, intenso, que sonó lejos; un silbido ensordecedor y poderoso, de monstruo desconocido... Y de repente vieron a gran distancia un punto rojo de luz que se acercaba; y oyeron estrépito de cadenas y mil infernales choques de hierro contra hierro, bramidos horrísonos. Un monstruo inmenso, negro, que se les echaba encima para devorarlos, les hizo, con el terror, caer en tierra. Todos se pegaron, cuan largos eran, a la fría pared que sudaba una asquerosa humedad (...) y vieron pasar, como un relámpago, inmenso dragón negro, vomitando ascuas, rodeado de humo (...)

(...) Como inmenso gusano de luz, el monstruo tenía bajo la panza bastante claridad para que por ella se pudiera distinguir la extraña figura. Era un terrible unicornio, que por el cuerpo arrojaba chispas y una columna de humo.


(Alas 1973: 33-35).                


En este repaso de visiones monstruosas o apocalípticas del tren, me referiré a la que -si no me ciega la pasión de peredista- tengo por más conseguida muestra; en Nubes de estío (1891) encontramos aquella imagen espléndidamente desarrollada en rica alegoría; y téngase en cuenta, para mejor interpretar el sentido del texto, que el narrador asume aquí el punto de vista de uno de sus personajes, un provinciano deslumbrado por todo lo que venga de la Corte:

Don Roque sintió también unos pitidos muy lejanos, hacia el Oeste; luego, y más próximo, el son clamoroso de una bocina; después, por encima de una peña, vio unas guedejas flotantes de humo tan blanco como la nieve; y, por último, abocar a la llanura de aquel lado la faz monstruosa, negra como la pez y con un ojo solo hacia la frente, como los cíclopes de la fábula (...)

En esto, el monstruo se iba acercando, arrastrándose, arrastrándose, con un fragor sordo y profundo, como si, por donde se arrastraba, cayeran lluvias de peñascos en los abismos de la tierra; crecía por momentos el diámetro de su cabeza enorme, coronada de blancas y espesas crines; el ojo de la frente, dilatándose también, rechazaba en manojos los rayos del sol, que le herían de plano; y por la ancha hendidura de sus mandíbulas entreabiertas, asomaban las llamas de sus fauces incandescentes. Ya se oía el acompasado jadeo de su respiración de volcán, y el gotear incesante de sus espumarajos de fuego sobre la senda tapizada de empedernidas escorias (...) viéronse asomar racimos de cabezas por otros tantos agujeros de la panza del reptil; resonó bajo la alta techumbre de cristal el acompasado clan-clan de la plataforma, al pasar sobre ella los cien poderosos e invisibles pies; siguió el monstruo avanzando lenta, descuidada y majestuosamente, como si aquellos ámbitos resonantes fueran la caverna de su elección para descanso de sus fatigas; y sin dejar de deslizarse todavía (...) fueron abriéndose las portezuelas cuyos eran los agujeros por donde asomaban los racimos de cabezas, y con ello quedaron a la vista las entrañas del endriago, henchidas de gentes de todas cataduras, que empezaban a bullir y revolverse en sus celdillas, como los gusanos en el queso.


(Pereda 1891: 129-132)2.                


Por cierto que ese «tren en la estación» (en vez de «en el paisaje») me permite aludir a un aspecto no tan marginal como parece a nuestro propósito: las estaciones y su extraña poesía. Adelantándose a la recomendación de Émile Zola en 1877 («Nuestros artistas deben encontrar la poesía de las estaciones, como sus padres encontraron la de los bosques y los ríos»3), Galdós lo hacía en una notable página de su novela inédita de 1872; notemos también aquí el motivo del monstruo dormido, otra vez desde la perspectiva de ese personaje que ya conocemos como enemigo declarado del ferrocarril:

Partió el tren y su ruido hirió aún por mucho tiempo los oídos del desconsolado D. Juan en la soledad de la noche. Al fin dejaron de oírse las pisadas del gigante, que poco antes estremecían la tierra, y todo quedó en profundísimo silencio (...) La locomotora, en cuya forma hallamos semejanza con la de un cuadrúpedo, tal vez porque la vemos andar con el desembarazo y la rapidez de un ser zoológico, está quieta en el apartadero, como un monstruo dormido. Aún en estas horas, sentimos cierto temor al acercarnos a ella y nos parece que si nos ve delante se nos echa encima, aplastándonos con un ligero movimiento de su formidable musculatura. Al verla sin el farol rojo que llevaba en su frente, nos parece que está ciega o que ha bajado el párpado, velando la mirada que al mismo tiempo ve e ilumina: ni aun así le perdemos el respeto y es preciso mucha fuerza de voluntad para colocarse delante de ella.


(Pérez Galdós 1983: 108-109).                


Aludí antes a Zola; hora es ya de que aparezca aquí su anunciado nombre. La bête humaine (1890) -la epopeya del ferrocarril- nos proporciona un riquísimo muestrario de textos cuya confrontación con los españoles hasta ahora citados sería interesantísima; no puedo hacer aquí otra cosa que aludir a algunos aspectos especialmente sugestivos para tal comparación.

La más notable diferencia que encontramos obedece a la perspectiva -ideológica y argumental- con que en esta novela se presenta el motivo que nos ocupa: no sólo como algo que se vea pasar o llegar, sino como elemento básico de la historia, a la vez escenario, motor y actante del relato4. Por ello en la novela se emplean diferentes metáforas y símiles, según sea la perspectiva adoptada: a los ojos de quienes contemplan hostiles o amedrentados su paso, el tren aparece con la conocida imaginería monstruosa (máquina infernal, cíclope...) o con otras que remiten a fuerzas desbocadas de la naturaleza (relámpago, trueno, vendaval, huracán, tormenta...):

On entendit le train, un express, caché par une courbe, s'approcher avec un grondement qui grandissait. Il passa comme en un coup de foudre, ébranlant, menaçant d'emporter la maison basse, au milieu d'un vent de tempête (...)

Puis, il passa, dans le tonnerre de ses roues et la masse de ses wagons, d'une force invincible d'ouragan (...)

A ce moment, le train passait, dans sa violence d'orage, comme s'il eût tout balayé devant lui. La maison en trembla, enveloppée d'un coup de vent (...)

Un train, de nouveau, passa avec l'éclair de ses feux, s'abîma en coup de foudre qui gronde et s'éteint (...)

(...) il restait immobile, lorsque le tonnerre d'un train sortant des profondeurs de la terre, léger encore, grandissant de seconde en seconde, l'arrêta (...) Puis, dans le fracas qu'elle apportait, ce fut la machine qui en jaillit, avec l'éblouissement de son gros oeil rond, la lanterne d'avant, dont l'incendie troua la campagne (...) c'était une apparition en coup de foudre (...)

(...) le fanal blanc, à la base de la cheminée, luisait dans le jour, comme un oeil vivant de cyclope (...)

(...) au loin, avait paru une étoile, un oeil rond et flambant, qui grandissait (...) L'oeil devenait un brasier, une gueule de four dévorante. Aveuglée, elle avait sauté à gauche, sans savoir; et le train passait, comme un tonnerre, et ne la souffletant que de son vent de tempête.

(...) le train venait d'entrer dans le tunnel, l'effroyable grondement approchait, ébranlant la terre d'un souffle de tempête, tandis que l'étoile était devenue un oeil énorme, toujours grandissant, jaillissant comme de l'orbite des ténèbres (...) L'oeil se changeait en un brasier, en une gueule de four vomissant l'incendie, le souffle du monstre arrivait, humide et chaud déjà, dans ce roulement de tonnerre, de plus en plus assourdissant.


(Zola 1970: 574, 575, 577, 582, 583, 641, 677, 687).                


En cambio, para los que en ella trabajan, la locomotora es presentada con imágenes de inequívoca simpatía: así, en los primeros viajes, es como yegua joven, inexperta y rebelde, a quien hay que cuidar, estimular y domeñar5:

Sa nouvelle machine, la machine 608, toute neuve, dont il avait le pucelage, disait-il, et qu'il commençait à bien connaître, n'était pas commode, rétive, fantasque, ainsi que ces jeunes cavales qu'il faut dompter par l'usure, avant qu'elles se résignent au harnais (...)

Malgré l'étude qu'il faisait d'elle depuis des semaines, il n'était pas maître encore de la machine 608, trop neuve, dont les caprices, les écarts de jeunesse le surprenaient. Cette nuit-là, particulièrement, il la sentait rétive, fantasque, prête à s'emballer pour quelques morceaux de charbon de trop.


(Zola 1970: 700 y 713).                


Avanzado ya el relato, cuando -en una de las secuencias que marcan su clímax- se produce el accidente en la nieve, las heridas y sufrimientos de la locomotora son los de un animal que se duele, pelea hasta la extenuación y queda malherido; luego arrastrará sus lesiones en una dura convalecencia, hasta que, en el accidente definitivo, asistimos a su dramática agonía: con las palpitantes entrañas a la vista, derramados sus fluidos internos, jadeante el aliento de su vapor y salpicando el suelo como manchas de sangre las brasas de su caldera6:

Elle parût débordée, vaincue. Mais, d'un dernier coup de reins, elle se délivra, avança de trente mètres encore. C'était la fin, la secousse de l'agonie (...) la Lison s'arrêta définitivement, expirante, dans le grand froid. Son souffle s'éteignit, elle était immobile, et morte.

(...) Déjà, il avait constaté, en examinant avec soin la Lison, qu'elle était blessée là (...) Elle fut longue à s'ébranler, comme une personne meurtrie par une chute, qui ne retrouve plus ses membres. Enfin, avec un souffle pénible, elle démarra (...) C'était dans cette neige qu'elle devait avoir pris ça, un coup au coeur, un froid de mort, ainsi que ces femmes jeunes, solidement bâties, qui s'en vont de la poitrine, pour être rentrées une soir de bal, sous une pluie glacée (...)

La Lison, renversée sur les reins, le ventre ouvert, perdait sa vapeur, par les robinets arrachés, les tuyaux crevés, en des souffles qui grondaient, pareils à des râles furieux de géante. Une haleine blanche en sortait, inépuisable, roulant d'épais tourbillons au ras du sol; pendant que, du foyer, les braises tombées, rouges comme le sang même de ses entrailles, ajoutaient leurs fumées noires (...) les roues en l'air, semblable à une cavale monstrueuse, décousue par quelque formidable coup de corne, la Lison montrait ses bielles tordues, ses cylindres cassés, ses tiroirs et leurs excentriques écrasés, toute une affreuse plaie baillant au plein air, par où l'âme continuait de sortir, avec un fracas d'enragé désespoir.

(...) La pauvre Lison n'en avait plus que pour quelques minutes. Elle se refroidissait, les braises de son foyer tombaient en cendre, le souffle qui s'était échappé si violemment de ses flancs ouverts, s'achevait en une petite plainte d'enfant qui pleure. Souillée de terre et de bave, elle toujours si luisante, vautrée sur le dos, dans une mare noire de charbon, elle avait la fin tragique d'une bête de luxe qu'un accident foudroie en pleine rue. Un instant, on avait pu voir, par ses entrailles crevées, fonctionner ses organes, les pistons battre comme des coeurs jumeaux, la vapeur circuler dans ses tiroirs comme le sang de ses veines; mais, pareilles à des bras convulsifs, les bielles n'avaient plus que des tressaillements, les révoltes dernières de la vie; et son âme s'en allait avec la force qui la faisait vivante, cette haleine immense dont elle ne parvenait pas à se vider toute. La géante éventrée s'apaisa encore, s'endormit peu à peu d'un sommeil très doux, finit par se taire. Elle était morte. Et le tas de fer, d'acier et de cuivre, qu'elle laissait là, ce colosse broyé, avec son tronc fendu, ses membres épars, ses organes meurtris, mis au plein jour, prenait l'affreuse tristesse d'un cadavre humain, énorme, de tout un monde qui avait vécu et d'où la vie venait d'être arrachée, dans la douleur.


(Zola 1970: 641-642; 647-648; 681; 684).                


Sin llegar a tanto, también en algunos de los textos españoles encontramos muestras de esas imágenes animalizadoras. En la citada novela galdosiana veíamos cómo para un personaje el tren era invención monstruosa e infernal; en cambio, el narrador describe el esforzado discurrir de la benéfica bestia en términos casi épicos, que no ocultan su admiración por ese instrumento del progreso:

El tren subía la cuesta de Orduña, aquella áspera pendiente que los vizcaínos le obligan a echarse a pechos como si quisieran poner a prueba su paciencia. Si éstos son tenaces, aquél lo es más, y va por el camino que le señalan, despreciando los obstáculos y peligros, trepando como las cabras y revolviéndose como una culebra al través de las mil irregularidades del camino. La máquina camina jadeante y sudorosa, escupiendo sus pequeños torbellinos de humo y respirando con el trabajoso aliento de un pulmón asmático. Siguen los coches paso a paso, rechinando al describir las curvas y haciendo crujir la armazón de sus ejes y frenos, como músculos de hierro que forcejean en fatigoso esfuerzo.


(Pérez Galdós 1983: 98).                


Años más tarde, en Fortunata y Jacinta (1887), de nuevo utiliza como símil un animal doméstico: «El tren se lanzaba por aquel campo triste, como inmenso lebrel, olfateando la vía y ladrando a la noche tarda» (Pérez Galdós, 1979: 180). Otra de las comparaciones utilizadas en el citado texto de Rosalía (obvia por la similitud de aspecto y movimiento, a medio camino entre lo doméstico y lo monstruoso) -el reptil-, la encontramos también en Un viaje de novios, de Pardo Bazán: «Ya oscilaba la férrea culebra (...) la escamosa sierpe del tren revelose a lo lejos por una mancha oscura (...) el tren, con pérfida lentitud de reptil, comenzaba a resbalar suavemente por los raíles...». (Pardo Bazán 1881: 26-27)7.

Pero volvamos a Zola: en su novela, la metaforización que hace de la locomotora un ser vivo no se limita a la animalización: en este relato sobre la bestia humana, el tren llega a ser un ser humano8. Ya en las páginas iniciales, las máquinas en la estación se afanan como obreras hacendosas, se impacientan esperando la salida, se engalanan para el paseo, se saludan y dialogan al encontrarse...9:

(...) la machine de manoeuvre (...) il l'entendait seulement demander la voie, à légers coups de sifflet pressés, en personne que l'impatience gagne. Un ordre fut crié, elle répondit par un coup bref qu'elle avait compris.

(...) les petites machines de manoeuvre allaient et venaient sans repos; et on les entendait à peine s'activer, comme des ménagères vives et prudents (...) elle frôla une machine venue seule du dépôt, en promeneuse solitaire, avec ses cuivres et ses aciers luisants, fraîche et gaillarde pour le voyage.


(Zola 1970: 554-555; 564).                


La humanización alcanza su más intenso grado en la relación -amorosa, casi sexual- que el protagonista establece con su locomotora, la Lison, a la que cuida y mima, a quien tolera (si no fomenta) sus golosos caprichos10, y cuyo amor no tiene inconveniente en compartir con el otro maquinista, manteniendo lo que el propio narrador denomina «un vrai ménage à trois»:

Et, c'était vrai, il l'aimait d'amour, sa machine, depuis quatre ans qu'il la conduisait. Il en avait mené d'autres, des dociles et de rétives, des courageuses et des fainéantes; il n'ignorait point que chacune avait son caractère, que beaucoup ne valaient pas grand-chose, comme on dit des femmes de chair et d'os; de sorte que, s'il l'aimait celle-là, c'était en vérité qu'elle avait des qualités rares de brave femme. Elle était douce, obéissante (...) Et il n'avait qu'un reproche à lui adresser, un trop grand besoin de graissage: les cylindres surtout dévoraient des quantités de graisse déraisonnables, une faim continue, une vraie débauche. Vainement, il avait tâché de la modérer. Mais elle s'essoufflait aussitôt, il faillait ça a son tempérament. Il s'était résigné à lui tolérer cette passion gloutonne, de même qu'on ferme les yeux sur une vice, chez les personnes qui sont, d'autre part, pétries de qualités; et il se contentait de dire, avec son chauffeur, en manière de plaisanterie, qu'elle avait, à l'exemple des belles femmes, le besoin d'être graissée trop souvent.

(...) Eux deux et la machine, ils faisaient un vrai ménage à trois, sans jamais une dispute.


(Zola 1970: 620-621).                


Sin desdeñar otras razones de índole más profunda (cfr. Possot 1983: 108-109), tal metaforización humanizadora obedece a la connotación positiva que para el escritor francés tiene el ferrocarril; como dice Baroli (1963: 246 y 258), «la machine qui tourne et le train qui avance signifient pour Zola la force de la vie et la fécondité de l'activité humaine (...) le train est le symbole d'un progrès bon en soi: il manifeste la puissance indéfinie qu'a l'humanité d'aller toujours plus loin».

Pero hay también una importante dimensión social en el ferrocarril; el narrador (adoptando el pensamiento de un personaje que intenta entender qué es el tren) lo explica mediante un curioso símil: «C'était comme un grand corps, un être géant couché en travers de la terre, la tête à Paris, les vertèbres tout le long de la ligne, les membres s'élargissant avec les embranchements, les pieds et les mains au Havre et dans les autres villes d'arrivée» (Zola 1970: 578)11; me parece que esa alegoría manifiesta una sugestiva formulación de las posibilidades vertebradoras que los sectores más progresistas de aquella sociedad supieron ver en los caminos de hierro. Algo muy alejado, por cierto, de los dictámenes cuasi apocalípticos que circulaban entre los tradicionalistas españoles, a tenor de testimonios como los abundantes y significativos que aduce Vicente Garmendia en La ideología carlista (1985: 240-245).

Por ello sorprenderá -a quien desconozca su compleja personalidad- que alguien tan poco sospechoso de tradicionalismo como Leopoldo Alas haya escrito uno de los alegatos más bellos contra el ferrocarril (aunque no sólo contra él) en «¡Adiós, Cordera!», cuento recogido en El Señor y lo demás, son cuentos (1893); cerraremos nuestro repaso con ese texto tan conocido, acaso el que mejor podría representar la actitud ambigua -entre hostil y favorable- que ciertos intelectuales sintieron ante el avance de las locomotoras: con ellas vendría el progreso, pero acaso el mundo que traían no fuese mejor que el que se llevaban.

Aquella paz sólo se había turbado en los días de prueba de la inauguración del ferrocarril. La primera vez que la Cordera vio pasar el tren, se volvió loca (...) y el terror duró muchos días, más o menos violento, cada vez que la máquina asomaba por la trinchera vecina. Poco a poco se fue acostumbrando al estrépito inofensivo. Cuando llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba, una catástrofe que amenazaba sin dar, redujo sus precauciones a ponerse en pie y mirar de frente, con la cabeza erguida, al formidable monstruo; más adelante no hacía más que mirarle, sin levantarse, con antipatía y desconfianza; acabó por no mirar al tren siquiera.

En Pinín y Rosa la novedad del ferrocarril produjo impresiones más agradables y persistentes. Si al principio era una alegría loca, algo mezclada de miedo supersticioso, una excitación nerviosa, que les hacía prorrumpir en gritos, gestos, pantomimas descabelladas, después fue un recreo pacífico, suave, renovado varias veces al día. Tardó mucho en gastarse aquella emoción de contemplar la marcha vertiginosa, acompañada del viento, de la gran culebra de hierro, que llevaba dentro de sí tanto ruido y tantas castas de gentes desconocidas, extrañas.

(...)

Y una tarde triste de octubre, Rosa, en el prao Somonte sola, esperaba el paso del tren correo de Gijón, que le llevaba a sus únicos amores, su hermano. Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren en la trinchera, pasó como un relámpago (...) Con qué odio miraba Rosa la vía manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!, bien hacía la Cordera en no acercarse. Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo.


(Alas 1893: 50-51, 65 y 67).                


Como conclusión provisional me parece que, sin desdeñar algunos hallazgos valiosos, no hay en los escritores españoles que trataron este motivo la riqueza ideológica y estética que alcanzó Zola en su novela de 1890; como ha explicado bien el citado Baroli, «la locomotive sera donc, au centre de La Bête humaine, la source de la poésie et de l'émotion (..) Zola est le premier à nous donner du train une image d'ensemble, à la fois concrète et ordonnée; il souligne, d'autre part, la poésie que s'en dégage, sans fausser sa description, en mettant simplement l'accent, à certains moments, sur la grandeur épique que n'avaient pas aperçu ceux qui avaient observé le train avec une tête trop froide ou n'ayant d'attention que pour les détails précis et les impressions momentanées». (Baroli 1963: 246 y 264).12





 
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