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Tres golpes de timbal [Selección]

Daniel Moyano






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Los nacimientos



Intensidades

A más de cinco mil metros de altura, las mulas andinas trepan dejando señales rojas en la nieve, hechas con las gotas de sangre que se les escapan por la nariz. Mulitas tan livianas y ligeras que parecen nubes; pero dentro de esa aparente liviandad, el corazón les late tan fuerte que los jinetes pueden oír su golpeteo. También las palabras, en el refugio cordillerano donde escribo esta historia, suenan como latidos; y llegan a mí de la misma manera que el ruido del corazón de las mulas al preocupado oído del mulero.

Más arriba de este refugio, llamado Mirador de los vientos, el cielo es permanentemente azul. Las nubes están siempre allá abajo. Las he visto tiritar de frío y deshacerse en lluvias que no me alcanzan. Son algo así como la intensidad que aquí tiene la altura, la que desnuda las palabras y hace sangrar a las mulas. Debajo de ellas viven las aves de vuelo corto, que sólo conocen su reverso. En cambio para el cóndor, que las domina, y cuyo vuelo permite la expansión de la cordillera, casi no existen; son como el polvo de su camino.

El Mirador, integrado a la montaña, es circular, de techo abovedado, con un ventanal que da al abismo. Hay un hogar para el fuego, que alimento con raíces, especies de árboles disminuidos que para no helarse crecen bajo tierra. Cuando están vivas, asoman afuera apenas una pequeña forma que las conecta con la luz. El calor llega hasta el establo contiguo donde duerme la mula que me lleva y me trae. Mi mesa de trabajo está junto al ventanal. Sobre ella hay un candelabro, un tintero, un diccionario, la Gramática de don Antonio de Nebrija. En un arcón hay alimentos, tinta y hojas que amarillean por sus bordes. En la pared, una guitarra y las sombras de los objetos, incluyendo la mía, permanentemente proyectadas por las llamas del hogar.

El estudio de ese antiguo tratado del lenguaje me ha enseñado a querer a las palabras. Las escribo viéndolas florecer, tocadas por la intensidad o desnudez de la altura; las oigo sonar en el silencio virgen de la expansión. Y son música, como afirma el gramático. Cada vez que escribo una, siento el latido del objeto encerrado por los signos. Las oigo vivir. Las palabras sacan a las cosas del olvido y las ponen en el tiempo; sin ellas, desaparecerían. Los cóndores, por ejemplo, caerían en mitad de su vuelo. Por eso cada vez que escucho el aleteo con que estas grandes aves se lanzan al espacio, digo cuidadosamente «cóndor», de modo que suenen bien todas sus letras, para que la palabra, además de las alas, ayude a sostenerlo.

Los pájaros de abajo, cuando arrastrados por el viento traspasan sus límites y penetran en las grandes alturas, dejan de cantar; es decir, pierden sus palabras. Sin ellas, ya no son aves; se convierten en trapos sucios en el vendaval. Y es una pena verlos rodar en los caprichos del viento, caer entre las rocas donde los devoran las hambrientas hormigas de la montaña «Pájaro, pájaro», les grito viéndolos caer. Pero ya han dejado de serlo: la palabra ha huido de ellos. Y se entregan silenciosos, todavía vivos, al festín de las hormigas.

También están las estrellas, que eruptan escandalosamente. Aquí, más que brillar, cuelgan volumétricas, como frutas a punto de caer. Ponen un cerco a la infinitud, apropiándosela. Para ellas un cóndor o un hombre no son ni siquiera una sombra. Ante su desnudez, la vida y la muerte son simples acciones desesperadas. Estos monstruos lumínicos nos aíslan; nos dejan a solas con el crimen; nos dicen que nadie podrá ayudarnos si caemos. Cada noche, para olvidar o evitar su presencia y estos pensamientos, y sobre todo el miedo, toco la guitarra. Una pieza interminable, que yo mismo compongo, donde hablo de las nubes.

A mis espaldas está el mar, el formidable mar océano. Oculto por la cordillera, no lo veo. Pero puedo sentirlo. Tengo en mi cuerpo terminales nerviosas sensibles a sus pulsiones, que me conectan con él a pesar de las moles de piedra que nos separan. Los nervios de mi espalda son como ojos. En las noches sin viento, concentrándome, alcanzo a percibir su crispación y siento que mi piel se saliniza. Nombrarlo es un placer total. Su palabra es perfecta. Tal como digo cóndor mientras éste vuela, digo mar sintiendo que él sucede a mis espaldas. Esta presencia también forma parte de la intensidad que aquí tiene la altura, la misma que hace sangrar a las mulas y temblar a las palabras.

He venido aquí a poner en sonidos escritos y ordenados las historias recogidas por Fábulo Vega, astrónomo y titiritero, que son la memoria de Minas Altas, su pueblo y el mío. Él ha modelado y fijado en sus muñecos a cuantos vivieron y murieron, para salvarlos del olvido. A lo largo del tiempo, ha ido copiando el mundo. Aparte la historia que tengo que contar, observo en unos globos eólicos la dirección y fuerza de los vientos, que anoto diariamente en unas planillas con rayas convencionales. Cada mes las bajo a Minas Altas. Desde allí mis informes cruzan la cordillera a lomo de mula, llegan al mar y recorren los observatorios astronómicos del mundo ayudando a comprender el comportamiento del planeta en estos apartados rincones de su casi despoblado Sur.

No sé quién soy. Ignoro mi nombre. Fábulo, antes de enviarme aquí, me desmemorió. Seguramente valiéndose de artes hipnóticas. Lo único de mi vida anterior que puedo recordar con claridad es su mirada oscura. Él borró todo lo que había en mi memoria, abriéndole espacios para poner en ella la de su pueblo. Y me entregó a las palabras, que son mi única realidad, al menos aquí en este refugio.

Cuando salí de Minas Altas sólo recordaba la mirada profunda de Fábulo y su mandato. No tuve que buscar los senderos que me conducirían a mi destino: la mula ya los conocía. A mitad de camino hay un refugio de piedra, el punto más alto que frecuentan los arrieros. Allí se enrarece la vegetación y aparecen unas hormigas que caminan enfiladas en unas huellas hondas sobre la roca viva, hechas con sus pasos durante años que hay que contar por miles.

Quinientos metros más arriba apareció en la atmósfera una franja azul. Uno se excitaba ante el hecho nuevo de penetrar en un color. Al entrar en la azulosidad sentí disminuir mi peso, seguramente por efectos de la hipnosis. La mula y yo flotábamos en el color, que permitía ver, como si estuviesen muy cerca, los ojos grandes y húmedos de las vicuñas lejanas que nos observaban desde distintas cumbres.

Pasada la franja, sentí que no tenía orígenes conocidos. El tiempo estaba en mí sin punto de partida. Esto y el no saber quién era sucedió simultáneamente. Yo no tenía nombre, y dentro de mí se abría un gran espacio virgen, con un silencio que invitaba a ponerle sonidos. La libertad más pura apareció, o estaba ahí, como un hecho casi físico que me rozaba la piel. Solté la voz a ver cómo sonaba en esa libertad: se llevaba su timbre, flotando por encima de los valles; rebotando contra los ventisqueros, era mi nombre.

Toqué las crines de la mula, como de algas marinas, y miré hacia arriba. El sol, dibujado en el cielo por un pintor de paso, era un perfecto girasol maduro. Me palpé la cara, para reconocerme, recorriendo la nariz y los ojos, las sinuosidades acústicas de las orejas. Mi pelo parecía recién brotado. En ningún momento sentí la necesidad de saber quién era yo. Sentirse era más fuerte que saberse. La mula seguía su camino rozando ya las nubes más altas. Nunca había sido niño, ni adolescente, ni nada relacionado con la edad. Yo era sólo lo de adentro, puro. Dije las primeras palabras, nombrando lo que veía. Como el sol, parecían dibujadas, hechas a mano, y eran casi táctiles; como descubrir el color de los sabores, la suma de reposos que hay en un movimiento.

Al llegar al Mirador, la salida de Minas Altas estaba borrándose, tendiendo a no haber sucedido nunca. Salvo la mirada de Fábulo, dos puntos negros, yo era alguien sin conexión con nadie, como si me hubiera inventado a mí mismo en el camino. Sin parientes ni infancia, ni lugar de origen, me veía como reflejado en una pompa de jabón.

Al calor del fuego que encendí sentí mi plenitud. Cada músculo o vena, la curvatura de los huesos a la vez recónditos y próximos, cada latido impulsando la sangre que llena mis concavidades, tenían la vibración luminosa que se ve en los campos después de las lluvias. Mi cuerpo, acabado de nacer, estaba en el tiempo de la misma manera que el fuego en su color o la nieve en las cumbres.

El primer globo cólico que observé bailoteaba en el frío del anochecer. A la luz del fuego, desparramada por la bóveda, anoté en la planilla la intensidad y orientación del viento. Una rayita de las más finas según los modelos, con los quince grados de inclinación que corresponden a los vientos leves. Como un silencio musical. Durante el trazo, le di la importancia de una palabra.

Amanecí junto al fuego, brasas de raíces andinas como animales vivos. Mi memoria seguía sin orígenes. Yo era un medidor de vientos en el primer día de su existencia.

Limpio de mi memoria antigua y con los primeros vientos encerrados en las planillas, salí para Minas Altas. Las rayas que los representaban eran mi primer intento de escritura. Para los sabios que las leyeran al otro lado del mar, serían palabras. Sus atentos oídos podrían percibir en ellas el sonido de los vientos.

En la pendiente final que da acceso al pueblo hay un breve espacio entre dos cerros, que permite divisar durante unos instantes la extensión de los llanos violentos y el comienzo de las grandes Salinas, un mar afantasmado que de noche, al entrar en contacto con las constelaciones y la luna, vibra entre impulsos de mareas invisibles, donde los peces muertos en otras edades, convertidos en polvo de sal por los milenios, reproducen ante la luz lunar el brillo de sus escamas. Los efectos de la visión duran lo que en la boca el sabor de una fruta.

Minas Altas, con una sola calle de cuatro kilómetros, tiene la forma de una oruga amarilla que trepa curvándose en su centro. Cada eslabón de su cuerpo está separado del otro por un cerco de girasoles. Su calle, de tres metros de hondo, es a la vez río seco o espasmódico, a la espera de las crecientes anuales, que arrastran animales y troncos, restos de instalaciones de minas inglesas abandonadas hace un siglo, piedras de colores con que la gente construye o amplía sus viviendas. La cabeza de la oruga se empina hasta casi rozar las nubes bajas; desde allí en pendiente brusca desciende hasta su cola, perdiéndose en unos peñascales. La realidad que me mostraba era la de un sueño que se recuerda. Uno volvía a lo soñado, y lo soñado era real.

En cuanto entré en la calle se me aproximó un hombre, que intentó abrazarme. Sonrió cuando le esquivé el cuerpo. Me pidió las planillas, las miró con indiferencia, dijo palabras cuyo sentido no entendí. Me preguntó si me había olvidado de él; le dije que no lo conocía.

-Soy Ene Vega, un viejo amigo suyo. Vayamos ya mismo para arriba, Fábulo está un poco impaciente, esperándolo. Por si también se ha olvidado del pueblo, allá abajo vivimos los enlazadores; más o menos por el medio están los músicos, y en el alto los astrónomos muleros.

Cabalgaba apropiándose del espacio a medida que avanzaba. En cualquier punto de su desplazamiento, siempre estaba como acabado de hacer, reluciendo en la mañana limpia con su propia limpieza de vivir. Su espléndido sombrero, pese a su pequeñez ante las moles cordilleranas, tenía una dignidad de objeto que superaba sus alcances, seguramente porque era el lugar donde la figura de Ene Vega concluía.

En lo alto del borde de la calle-río se asomó una mujer, al lado de un girasol. Su hechura femenina, como una enorme burbuja que reflejaba el entorno conteniéndolo, se conectó inmediatamente con mi cuerpo en una especie de ensamblaje. La sentí estar en mí como había sentido al fuego estar en su color. Indisolubles.

-Soy la Céfira -dijo-. ¿No te acuerdas de mí?

-A la vuelta -dijo Ene Vega interrumpiendo mis impulsos de detenerme allí- podrá estar con ella todo la que quiera.

Más arriba, recostados contra las fachadas de piedra, aparecieron unos músicos. Arpas indias, charangos de caja, tubos de toda invención. Tocaban música para ayudar a subir; nuestras cabalgaduras parecían ahora más ligeras, como empujadas por un viento.

-Supongo que no se habrá olvidado de Fábulo -me dijo Ene como preguntando.

-Sé que existe -le respondí sintiendo que mi encuentro con el astrónomo titiritero ya había empezado, estaba presente como el mar a mis espaldas a través de la cordillera.

Estábamos ante la casa de Fábulo cuando oímos una explosión y vimos la nube de polvo, muy lejana, hacia el rumbo de las Salinas.

-Ahora están más cerca -dijo.

-Quiénes.

-Los asesinos. Cuando llegue aquí el camino que vienen abriendo con sus dinamitas, borrarán a Minas Altas, como hicieron con Lumbreras.

En la galería de la casa de Fábulo entró una mariposa. Llegó transparente, atravesada de sol, entró a contraluz volando ciega, se posó en la pared y cayó muerta. La muerte y la caída le quitaron toda verosimilitud a sus alas, convirtiéndola en un gusano carnoso.

-Nunca en la vida -dijo Ene- he visto este tipo de mariposas alcanzar Minas Altas. No pueden aguantar los vientos continuos que hay entre el pueblo y las Salinas. Escapan de la dinamita, pero las mata la altura.

Un gorrión escondido junto al techo procuraba no mirar ni ser visto, en deformantes actitudes de murciélago. Sobre las rocas y en los aleros de las casas de los astrónomos había una multitud de pájaros aterrados. Algunos movían la cabeza, otros estaban como disecados. Eran aves del llano mirando por primera vez un paisaje desconocido. Huidas de sus sitios habituales, veían que por encima de las nubes, desde siempre el término de su mundo llanista, el espacio continuaba todavía.

Bordeando las últimas casas de Minas Altas ascendía una pareja de iguanas, y más atrás unas boas aterradas, sin sitio para esconderse. Un conjunto de animalitos que necesitan enterrarse para sobrevivir, escarbaban inútilmente la roca. Por las márgenes del río seco ascendían las especies zoológicas de abajo, miles de ojos en largas filas de luces vacilantes.

Con ritmo de comienzo de lluvia cayeron unos pájaros aislados. Sin truenos ni relámpagos, poco a poco fueron lluvia declarada. Nos refugiamos en la galería, a salvo de esos goterones llenos por dentro de una sangre muerta. Los oíamos caer sobre el techo de zinc como un granizo. Una mezcla de calandrias, tordos y pequeños colibríes escarchados, que huyendo del estruendo habían remontado vientos y alturas equivalentes al cruce de un océano.

Fábulo abrió las cortinas de la puerta, se asomó a la galería, miró la lluvia.

-Pasen, por favor -dijo el astrónomo mulero.

Mientras Ene Vega entraba en la casa, yo, sin poder ver otra cosa, lo hacía en la mirada de Fábulo. Una mirada oscura, a pesar de sus ojos claros, bajo el ala de su sombrero. Calle larga y honda, y como la de Minas Altas, en subida. Como por el interior del cuerpo de la orugas dentro de un tubo negro me iba remontando la mirada que me atraía hacia sus fondos desconocidos. El afuera, desaparecido, sólo existía en el goteo persistente del cántaro del agua, oído desde muy lejos, desde las curvas de las profundas galerías internas de Fábulo con sus paredes repletas de muñecos muertos o dormidos, recorridas por voces que percutían en mis oídos borrando el goteo del cántaro lejanísimo. Un túnel habitado por pergeños de trapo y de papel dotados de media vida, hablando y gesticulando como seres verdaderos, donde flotaban una novia de blanco, mulas de sueño, instrumentos musicales y cometas, la mirada errabunda de un enorme gallo blanco.

Desde sus ojos de reptil memorioso, Fábulo hacía reptar una luz hacia el fondo de mi memoria, a ver si verdaderamente estaba vacía, y apenas encontraba la forma de la Céfira y el girasol, un vuelo de cóndores y algunas palabras extrañas que encontré en la Gramática. Y lo que él veía dentro de mí, también lo estaba mirando yo, reflejado en su mirada oscura, que apagó con un ligero parpadeo.

-No ha podido reconocerme ni a mí ni a la Céfira; y apenas se acuerda de Minas Altas -sonó la voz de Ene Vega junto al retorno del goteo del cántaro.

-Todo lo que saben estos muñecos -me dijo Fábulo- pasará a su memoria, y de allí a las palabras fijas. Las escribirá allá arriba, a salvo de interrupciones y peligros. Bajará una vez al mes trayendo las planillas de los vientos, con lo que podrá ganar un dinerito si lo mandan, y cada vez que lo haga verá nuevas representaciones. Hasta que acabe el manuscrito, usted vivirá solamente para las palabras. Luego podrá seguir haciendo su vida normal, si nos dejan. Ha de saber que en el principio Minas Altas eran unas cuevas donde se escondían los primeros perseguidos. Eligieron este lugar por ser de difícil acceso. Huyeron y se enmontañaron aquí, a la espera de poder regresar al llano que hay más allá de las Salinas, donde están las sierras suaves y fértiles, con ríos tibios y animales mansos. Pero nunca consideraron que Minas Altas fuese pueblo, jamás trazaron una calle ni pensaron otra que no fuese el río seco, que viene a ser como la hondura de una cueva. Siempre creyeron que pertenecían al vergel de abajo y que allá volverían cuando sus vidas no estuviesen amenazadas. La gente, naciendo y muriendo, ha convertido esto en un lugar que podría ser definitivo; pero no pueden verlo así, por culpa de la esperanza que mantienen. Vea, los cóndores, en miles de generaciones, han olvidado los motivos que tuvieron para habitar cuevas que no alcanzan a ser nidos. Los minalteños también estamos en camino de olvidarlos. Ante el peligro de que Minas Altas desaparezca, he querido rescatar nuestra historia, como una forma de descondorarnos; recuperar un pasado que nos permita elegir un camino y prolongarnos en el tiempo, aquí o adonde haya que huir. Los que nos persiguen desde siempre saben que nuestra memoria vale mucho; por eso corren peligro mis muñecos y por eso usted los va a pasar a las palabras, que no pueden romperse. Y en un plazo perentorio, porque los asesinos están cerca, como esa lluvia de pájaros muertos lo demuestra.

Eligió unos títeres, desarrugó sus trajes, los desentumeció y entró en su tinglado de maderas y cortinas. Sonaba un siku mientras el telón se abría.

-Estos pequeños seres -dijo un muñeco amarillo-, que ahora mismo podrá ver en movimientos vivos, no son simples marionetas. Están habitados por las almas de vivos y de muertos. Ellos encierran la memoria amenazada de nuestro pueblo, que es simplemente la historia de una voz. Con estas funciones se despiden de su naturaleza de trapo y de madera para pasar a las palabras que viven en el papel, donde estarán a salvo del furor y la rapiña. Ahora, por favor, préstenos un poco su atención. La historia va a empezar.




El Sietemesino

El Sietemesino y sus hombres llegaron a Lumbreras al amanecer, la hora preferida por él para matar: en esa luz indecisa las muertes parecen de sombras o de sueños. El agua de la acequia regaba unas viñas a punto de brotar, en el cielo no había nubes ni vuelos de pájaros tempranos. Un enorme gallo blanco se paseaba buscando el momento de su canto. Durante el tiempo que duró la matanza, no más de media hora, un perro atado estuvo mezclando sus gemidos a los de los hombres que morían sin estruendos, el Sietemesino tenía predilección por las armas blancas. En la media luz del amanecer, los animales despiertos miraban la matanza sin comprender el hecho, salvo el perro gimiente. Las gallinas empezaban a picotear la tierra, y los cabritos recién nacidos no habían alcanzado a despertarse. Los hombres morían en silencio, sorprendidos en el momento de saltar de sus camas. Las mujeres tampoco hacían ruido: se habían quedado sin voz. Por los ojos que el espanto deformaba se veía que estaban gritando con todas sus fuerzas, pero sólo por dentro, porque las cuerdas vocales, paralizadas por el miedo, no dejaban pasar los impulsos. Y tragaban sus gritos. Hagan callar a ese perro, se oyó decir al Sietemesino, y ninguno de sus hombres le obedeció: nadie quería gastar su tiempo de cuchillo en detalles desdeñables. El gallo blanco le arrastró el ala a una gallina medio dormida, sin decidirse a pisarla, acaso distraído por los hombres que en la media luz se movían como sombras corriendo de una casa a otra. La gallina no se enteró de la actitud del gallo y siguió en su sitio, soñolienta, mientras la mujer que después fue a parir a Minas Altas sentía desprenderse de ella el cuerpo desnudo de su marido, que saltaba hacia afuera, al tiempo que su casa se rodeaba de cuchillos y el niñito que dormía en su cuna despertaba.

El Sietemesino y los suyos, en mitad de la matanza, habían engordado: redondos, hinchados por los objetos metidos entre sus ropas como si los hubiesen devorado, entre vellones de almohadas destripadas. Los que iban a morir veían acercarse a ellos unas bolas humanas deformadas, precedidas por un filo rapidísimo. Bajo la chaquetilla del Sietemesino, pese a las suavidades de un almohadón de plumas, un reloj despertador rozaba contra un mortero de bronce, donde unos anillos matrimoniales tintineaban. Hagan callar a ese perro, gritó antes de entrar en la casa de la mujer todavía húmeda por dentro de los jugos de su marido desprendido, la que después fue a Minas Altas a parir lejos del miedo un niño tan hermoso.

Una gallina que iba hacia la acequia seguida por sus pollitos se encrespó al oír los chillidos de uno que se le extraviaba. Tenía menos plumas que sus hermanos y el lomo picoteado. Iba y venía sin acertar la dirección que llevaban los demás, aunque los tenía a la vista. Se detenía de vez en cuando tratando de envolverse con las plumas escasas de sus alas, como si tuviese frío. El Sietemesino ya estaba dentro de la casa de la mujer, saqueando, cuando el pollito se incorporó al grupo y la gallina lo picoteó sobre lo picoteado hasta sacarle sangre.

Un soldado atravesaba diagonalmente el pueblo de Lumbreras haciendo sonar las pailas y sartenes que llevaba colgado y los tenedores y cucharas de plata que inflaban su camisa, destruyendo el silencio necesario a los sigilos. Por unos momentos el ruido de sartenes se sobrepuso a los gemidos del perro. Corría lentamente, por el peso que llevaba, y su correr demorado alargaba los espacios entre las viviendas, agrandaba el poblado y a la vez la matanza dándole más tiempo y más espacio a todo.

La mujer junto a la cuna de su niño ya despierto oyó que una de las cajitas de música gemelas que había en su casa sonaba por ahí como escondida. El Sietemesino se dio un golpe en la barriga; el sonido de la caja cesó permitiendo que ella pudiera oír sus pasos lentos, interrumpidos por el abrir y cerrar de puertas y cajones, que en esos momentos del amanecer crujían duplicando sus ruidos. La mujer vio entre huesos los ojos del Sietemesino hundidos en la cara de filos raquíticos, mientras al que cruzaba el pueblo en diagonal se le caía una cuchara, al tiempo que por su camisa hinchada asomaba el ruedo de un vestido de novia, y por el peso que llevaba encima y los bultos de adentro no podía agacharse a recogerla; todo lo cual demoraba más su desplazamiento y el romper definitivo de la luz del día. Ella estaba por gritar, pero no había voz capaz de atravesar con aire esa garganta cerrada por el miedo, mientras el hombre en diagonal recogía con mucho trabajo su cuchara, el lomo del pollito picoteado se amorataba en el frío a la orilla de la acequia, el Sietemesino vencía la hinchazón artificial y estirando su única mano libre se acercaba a la cuna sin oír ningún grito de la mujer ni llanto o voz de niño, apenas los del perro enloquecido, y otra vez ordenaba que lo hicieran callar y otra vez nadie obedecía; mientras el filo del cuchillo hacía lo suyo silenciosamente y el gallo blanco aparecía a contraluz por la puerta de la casa.

Tan silenciosa trabajó el arma blanca, que el hombre diagonal que acudió al oír gritar al Sietemesino no se hubiera dado cuenta de nada a no ser por el gallo, que picoteaba en el suelo la sangre que caía de la cuna. La cajita de música sonó en el interior del asesino después del sacrificio del niño distrayéndole la mente y el brazo justo en el momento en que la iba a matar también a ella. La mente le orientó la mano libre hacia un golpe en su barriga, que hizo cesar la música, mientras la mujer se desvanecía, y su hombre, afuera, no sentía las cuchilladas por tener el cuerpo recorrido todavía por el placer que ella acababa de darle, y sin dolor se arrastraba hacia la acequia.

Cuando el Sietemesino abandonó la casa, el viento hizo volar de su chaquetilla inflada una dispersión de plumas perturbando el aire. Caían como nevando sobre el hombre que acababa de ver comer al gallo blanco, que acercándose al de la cajita de música le decía que la muerte del niñito era innecesaria, y él le contestaba diciéndole que lo había hecho para probar el filo del cuchillo.

El sol se levantaba cuando se fueron. La gallina y sus pollitos bebían en la acequia. Los cabritos recién nacidos despertaron. El perro calló por fin y volvió a oírse claramente el rumor del agua regando las viñas por brotar. Cuando la luz alcanzaba el tramo final de su definición, el enorme gallo blanco salía de la casa y, aunque un poco a destiempo, encontraba finalmente el momento de su canto y con él anunciaba el nuevo día.

Unos meses después el Sietemesino entró en un largo insomnio. Cabalgando dentro de él atravesó las Salinas, trepó los cerros que conducen a Minas Altas y se encontró con los vigías.

No lo sé, no me acuerdo, respondió cuando le preguntaron quién era y adónde iba. Me han mandado matar a uno que en estos días nacerá allá arriba, y a eso vengo.

Sietemesino, le dijeron, en Lumbreras degollaste al hermano del que está por nacer en Minas Altas, y para que no lo repitas vamos a matarte.

A mí no me mata nadie, dijo sin salir de su insomnio. Corrió y se sintió caer en el precipicio más profundo. Las aves de la altura no se atrevieron con sus despojos. Los gusanos artesanos que se interesaron por él formaron con sus restos una especie de insecto que remontó los cerros y llegó a Minas Altas antes del nacimiento.




En vigilia de astrónomos

Una vieja tomó al niño empapado de sangre y con un trapo y agua tibia limpió su cuerpo recién hecho. La madre cerró los ojos, oyó las tijeras cortando el cordón umbilical y no volvió a abrirlos hasta estar segura de que ni un solo vestigio de sangre había quedado sobre la piel de su hijo.

Es hermoso el niñito y vivirá cien años, decían las mujeres trajinando con baldes y palanganas. La madre abrió los ojos y volvió a cerrarlos enseguida al descubrir que había todavía una gotita de sangre en la punta de una oreja. Allí, por favor, dijo señalando sin mirar. No es para tanto, comentó una de las mujeres, limpiando la mancha; esta es sangre de nacimientos, no de degüellos, dos cosas muy diferentes, aunque la sangre sea la misma. Escuche: el niño llora. ¿No está vivo entonces? Más limpio que una gota de agua, dijo la mujer alzando y orientando la criatura hacia su madre, que se había tapado la cabeza. Más hermoso que una nieve. Cuando el niño calló, oyeron que la mujer lloraba suavemente bajo la colcha y que la noche estaba serenísima.

No debería llorar, dijo una tejedora, no debería hacerlo ahora que lo tiene enmontañado. Aquí, en el caso de que el día de mañana llegaran a buscarlo, quién podría reconocerlo. Él, después, podrá elegir ser un Vega o un Calderón, los únicos apellidos que tenemos aquí, y su nombre, como nunca habrá sido escrito, siempre estará borrado, escondiendo a su hijo. Mire, Calderones y Vegas llegaron aquí de la misma manera, a enmontañarse para ser personas, y ahí los tiene, sanos y vivos, sin que nadie les pregunte nada.

Es un primor de niño, porque hay que ver que no le falta nada. Los ojos están, mire cómo se acostumbran a la luz; sus orejitas son adornos; los pies para saltar a gusto y una boca que ya ríe, por donde entrará la fruta y saldrán sus palabras y sus cantos. Fíjese que él acaba en esos ojos, y si usted se los mira bien verá dentro de él, el corazón y demás vísceras podrá usted ver hasta el interior de sus pies en el fondo de su niño. Los soldados que vinieran a buscarlo, si vinieran, arrojados por los enlazadores caerían en los precipicios. Ha nacido, ha nacido, y usted tiene que olvidar esos galopes nocturnos, esos degüellos que sólo existen en los Llanos. Su niño tendrá aquí todos los padres que él quiera, y leche y fruta y miel a rodo. Y cuando todos sepan que ha nacido, la gente de las vecindades bajará de los cerros trayéndole zorzales de regalo. Y cuando crezca será un Calderón -concluyó una vieja que intentaba apropiárselo-, y Calderón artista para el lazo, sin mulas viajeras para irse lejos ni estrellas o cometas en la cabeza para irse más lejos todavía. Calderón o Vega da lo mismo, dijo la tejedora; lo importante es que está vivo y que la hoja donde debían apuntarlo allá en Lumbreras sigue en blanco. La madre se destapó, y sin mirar al niño todavía, devoró una fruta.

El día del parto los músicos se ofrecieron como vigías. Apostados en los extremos, vigilaron tendiendo sus oídos agudísimos, listos para dar la alarma con sus instrumentos más sonoros en caso de acercamiento de galopes asesinos. Los astrónomos velaron en las cumbres con los pies en el frío observando el cielo en busca de signos peligrosos. Todo estaba tranquilo y en su sitio. Apenas el rumor de un deshielo, que en realidad formaba parte del silencio.

Cerca del amanecer, cuando en la casa del recién nacido despatarradas en sus sillas dormían todas las viejas menos una, los astrónomos percibieron un ruido sin origen claro. Temiendo un peligro geológico subieron al peñón más alto y clavaron sus ojos en el estrellerío efervescente. Viendo que allí no había nada nuevo, que las estrellas fijas seguían en su sitio y las móviles se paseaban tranquilas por las calles de siempre, tendieron los oídos hacia el mar invisible y oyeron claramente el oleaje de siempre. No pasa nada allí tampoco, vayamos a dormir. Esto decían cuando un nuevo golpe de ruido sin origen reconocible alteró la vigilia. Volvieron a escrutar los espacios estelares, y el cielo seguía igual. Entonces el peligro puede estar debajo, este planeta es sorpresivo en sus violencias. Pegando los oídos a la tierra comprobaron que el granito dormía, inocente de terremotos y otras fiebres; no había por qué despertar a Minas Altas. Ningún animal próximo acusó el ruido. La más atenta de las vicuñas, entre sueños, no movió un solo pelo de sus orejas. Vayamos a dormir, todo sigue en su sitio. Fijaron todavía sus ojos, ya tranquilos, en sus relojes cósmicos, y vieron la hermosura de Canopus, la Cruz del Sur lista en su tensión para lanzar una flecha hacia el polo, Achernar congelándose a millones de kilómetros del peñón solitario.

Sin embargo, bajo un dedo de tierra, casi al pie de los astrónomos vigías, un insecto iniciaba una transformación, con un rumor tan leve que esta vez no pudieron percibirlo los vigías, camino de sus lechos. Rompió el último cascarón de su moldura insectil y encerrado en una nueva forma que lo regocijaba se rebulló en sus apetitos. Antes de que el nuevo día rompiese, inició un recorrido cuyo final hasta su propio instinto desconocía.

Se deslizó entre piedras filosas como si alguien lo condujera. Un trozo de mica se clavó en su cascarón acabado de brotar y le avisó: dolor. Agitó violentamente para alzarse unas alas que ya eran imaginarias. En su lugar había patas con ventosas, y asimiló el hecho como una vieja costumbre. Sintiendo pesos inútiles se sacudió y vio caer membranas secas, babas inservibles, que descubrieron los finísimos pelos donde, por todas partes, acababa su cuerpo. A mitad de camino entre un insecto y algo más acabado que él todavía no alcanzaba, sintió la tristeza de no ser una araña. Le faltaban patas y profundidades arácnidas que presentía pero no estaban a su alcance. Llevaba casi a rastras un abdomen vacío que, una vez saciado, ocuparía las tres cuartas partes de su cuerpo. Por algún conducto le entró un olor a sangre, y en ese momento descubrió la función de su trompa, por donde se amamantaría hasta llenar la bolsa de su estómago. Ante esas perspectivas impostergables, se dejó caer por la pendiente que acababa en la abertura de donde provenía el fuerte olor a sangre del recién nacido. El hambre ya era dolor, y con energías últimas llegó a la línea de luz que había entre el suelo y el extremo de la puerta, por donde se introdujo rozando apenas la madera.

El ruido de la respiración de las personas era terrible. Pero en medio de ese estruendo estaba aquel olor. Oyó latir de corazones y circulación de sangre, el grito agudo de los nervios, sintiendo todo aquello como suyo. En los ojos de la mujer despierta percibió los temblores de la luz que salía de la lámpara, vio que él mismo estaba en esa luz y con el primer miedo de su vida se refugió en la sombra de la cuna. En la mente entredormida de la mujer que mantenía los ojos abiertos, el rápido movimiento del bicho tuvo su presencia. Y no sabiendo si se trataba de algo cierto o de sueño, cubrió la cuna con un tul.

Protegiéndose de la luz entre las juntas de las piedras y luego en la sombra de la mujer que velaba, llegó al techo; fijando y desprendiendo sus ventosas se ubicó encima de la cuna y se dejó caer.

El olor a sangre y leche que había allí era más fuerte que las respiraciones insoportables. A través de la tela transparente vio los ojos del niño, líquidos e impenetrables, su boca entreabierta como una grieta en la que podría refugiarse en caso de peligro. No alcanzaba a ver el tul donde pisaba, un suelo invisible que recorrió en busca de una salida que le permitiera llegar hasta la piel cercana, cuyos poros sí podía ver plenamente, y en el fondo de ellos el maravilloso color de la sangre, en la que el niño se mojaba como flotando en ella.

La mujer entredormida vio en un parpadeo que una mancha oscura sobre el tul no era de sueño. El bicho vio un enorme trapo ceniciento que buscaba aplastarlo. Sus patas se plegaron y lo lanzaron en un salto hasta el suelo de ladrillos, donde, refugiándose en los desniveles, evitó pisadas asesinas.

Afuera, fue un alivio el cese de las respiraciones y latidos de los cuerpos. Conducido por el hambre, desapareció en el día naciente.

Desde afuera llegaba el ruido del deshielo. La madre vio por la ventana el paso rápido de un cóndor hacia abajo, en el primer día de vida de su hijo. Hay que ponerle un nombre, propuso a las ancianas. Yo tengo un regalo que ofrecerle, dijo una de ellas. Se trata de una letra muy hermosa. La M. Con el entierro de ayer, ha quedado libre. Como el finado era mi pariente, yo se la regalo. Aquí la mayor parte de la gente tiene nombre de letra. Sólo cuando el abecedario está colmado se recurre a los nombres, que son todos largos y feísimos. Eme Calderón o Eme Vega, fíjese que de cualquier manera suena bien. Me parece, dijo la madre, que se está despertando. Eme empezó a chillar y las viejas corrieron a calentar el agua para el baño.

Arrastrando la bolsa de su estómago, el bicho llegó al cementerio donde el Eme recién muerto iniciaba sus intercambios con la tierra. Atravesando capas húmedas encontró restos de sangre mezclada a los procesos vegetales y sació su hambre hasta dormirse.




Al otro lado del insomnio

Desde la grieta de una tabla del gallinero, el Sietemesino veía las robustas piernas del niño sonrosadas por el frío. De vez en cuando los dedos de la mano -unas puntas huesosas de filos descubiertos- pasaban cerca de él obligándolo a recoger su estómago colgante, que sobresalía un poco de la grieta, tirándolo hacia adentro para evitar que aquellos filos ciegos lo rozasen. Si esa mañana se hubiese alimentado, el abultamiento de su abdomen le habría impedido entrar en su refugio. Había visto al niño despanzurrar hormigas y escarabajos. Además de no temerle a nada, era cruel y fuerte, sostenido por unos grandes huesos que le permitían desplazarse con violencia sin peligro de deshacerse.

Había hecho del gallinero su habitáculo por permitirle la presencia diaria de la pequeña forma humana, objeto de su memoria y su apetito. Lo atraía la creciente monstruosidad del niño, su forma de correr y de tragar, aquella boca siempre entreabierta como grieta propicia, su piel porosa y transparente conteniendo aquellos jugos. Si lograba sorprenderlo dormido, como hacía con las gallinas para alimentarse, su monstruosidad creciente se detendría y caería como las aves, secas tras la succión, desde lo alto de los palos. Pero no tenía fuerza ni agilidad para huir de él si se despertaba.

Ahora el niño estaba dormido, con un brazo muy cerca de la grieta. Abandonó su madriguera y esperó. Como no se movía, trepó por uno de sus dedos y recorrió el brazo, observando la cara echada sobre un hombro, las profundidades de las fosas de la nariz, la boca bañada en sus salivas por donde resoplaba haciendo un ruido intolerable, los poros que daban acceso a la sangre, en la que el monstruo flotaba sin ahogarse. Desde el hombro se dirigió hacia una oreja evitando la prominencia de la mandíbula y la zona donde latía el corazón, de crispaciones insufribles. Al pasar sobre ella, la bolsa de su estómago se desplazó hacia abajo y allá se arrastró entre sus concavidades. El tirón que dio para retirarlo lo desvió hacia la maraña del cabello, donde cayó trastabillando y perdió la orientación.

Sus ventosas no hallaban superficie donde apoyarse, y resbalaba en vez de caminar. Entreabrir trabajosamente los cabellos para pisar en firme era un signo claro del peligro de caer en las demoras del tiempo, que para él eran infinitas y le recordaban el insomnio, espacios blancos difíciles de superar. Perdida la noción de sus actos, se olvidó del niño que estaba transitando, no sabía en qué punto del espacio se encontraba. Solamente tenía memoria para su grieta, a la que deseaba volver. Intentó trepar por esos hilos grasosos donde se enredaba, pero su hechura no se lo permitía y sus patas, inútiles, se movían en una oscuridad. Dar vueltas por la nuca creyendo que avanzaba, engañado por las curvas del cráneo, le llevó una interminable noche de su tiempo, donde su noción de sí mismo se perdía. El azar lo condujo a la altura mayor de la frente, donde por fin amanecía. Al ver una sombra proyectada en la mejilla se reconoció en ella y recuperó su identidad vacilante. Recordó los ojos del niño como dos hermosas grietas, y posándose sobre uno de ellos, sobrepasándolo con su vientre los buscó inútilmente. Asomado a un borde de la boca observó el interior rojo de esa cueva en cuyo fondo había un hueco por donde salían las tufaradas de la respiración. Visualizó la estructura del niño, la temible forma de sus pies ahora inertes. El ruido del corazón lo perturbaba desde un lugar lejano. Se refugió en una axila, donde descansó. Tenía casi el tamaño de su cuerpo, y el calor que despedía se parecía al de su madera en pleno sol. Resuelto a llevar a cabo allí mismo su labor, echó una mirada hacia afuera asegurándose de que nada perturbaría el abandono placentero de una succión profunda y prolongada. Ni voces ni presencias. En el centro del gallinero, un gallo que vio parpadear ligeramente proyectaba una sombra larga y quieta. Apenas necesitó una pequeña presión para clavar los aguijones, a manera de soportes, entre los que situó su trompa en erección, que succionaba ya estirando la piel, más suave que la de cualquier ave, hasta darle la forma de un pezón enrojecido.

Tardó uno de sus días en llegar al abrigo de la grieta arrastrando el estómago repleto. Allí esperó ver aparecer en el cuerpo bebido la rigidez de las gallinas secas. Pero el niño despertó y corrió hacia su casa. El golpe que dio en la puerta al salir del gallinero hizo temblar la tabla de su guarida. El bicho tiritaba con la tabla, y con las oscilaciones iba y venia el brillo de sus ojos en el fondo oscuro de la grieta.

El niño, superadas las fiebres producidas por la picadura, volvió muchas veces a jugar allí. Pero nunca más se quedó dormido. El bicho envejecía sin poder acercarse nuevamente a ese cuerpo que su insomnio necesitaba. Cuando el muchacho se paraba junto a la grieta, él ya no podía ver sus rodillas, crecidas allá arriba. Su cabeza estaba lejanísima, sería enorme, y sus manos terriblemente fuertes; se iba hacia arriba para siempre, mientras él envejecía en su cubil, en una inmovilidad que se interrumpía solamente cuando entraba en alguna gallina dormida. Se dejó caer de la grieta envuelto en el globo de su insomnio. Por la pendiente pedregosa, trepaba perdiendo partes de su cuerpo. Pasaba días y noches de las suyas y de las otras sin darse cuenta del tiempo por estar perdido en un momento único dentro de su espacio blanco. Con la luz de un nuevo día vio su sombra contra una roca y no pudo reconocerla.

Casi sobre la cima del peñón de los astrónomos encontró una araña dormida y admiró su forma. Un hermoso ejemplar, del tamaño de un pollito, armoniosa y velluda. La chupó morosamente hasta secarla. Hasta dormirse, por fin.

Despertó en la cima, desde la que era posible sentir la presencia del mar, y se vio como flotando en una luz. No le pesaba el estómago, ni lo arrastraba. Su cuerpo estaba en una simetría perfecta Movió las dos filas de patas, vio que temblaba en un tejido lechoso. Y se descubrió, por dentro y fuera, una bellísima, una interminable araña venenosa.




Limitación de los espejos

Al salir de la casa de Fábulo, Ene Vega me dijo que mientras él preparaba las provisiones para un nuevo mes allá arriba podría charlar un rato con la Céfira, «así de paso se distrae de ese bicho asqueroso».

-Céfira -gritó cuando llegamos a la altura de su casa-, te presto diez minutos a tu novio.

Apareció junto al girasol, como dibujándose poco a poco entre las líneas carbónicas de su pelo retinto.

-Te voy a pasar unos espejos -dijo- para que nos comuniquemos en días despejados. Te enviaré mis señales y esperaré las tuyas. Tampoco yo sé cómo se hace para hablar con luces, pero podemos aprenderlo juntos.

El manojo de espejeos empezó a bajar por la pendiente de piedras y de troncos, atado en la punta de un hilo que ella iba soltando como si su propio cuerpo fuese la madeja. Estiré las manos a la espera de que se pusiesen a mi alcance. Más hilo, le dije al ver que el manojo se encajaba en unas raíces y la cuerda se enredaba en las espinas. Abría los brazos en arcos amplios sacando hebras y más hebras que acortaran las distancias; unas se acercaban a mí, otras se enredaban en su cabello o salían por las mangas de la blusa, la envolvían, mientras nos mirábamos a través de las formas aéreas que iban formando los hilos en busca de mis dedos. Cuando llegaron, tiré procurando desenredarlos sin rozar con violencia las partes que afectaban a la Céfira, porque cada uno de mis dedos, a través de los hilos, coincidía con algo de su cuerpo. Por fin el manojo se desencajó, ascendió girando sobre sí mismo, desparramando luces trituradas. Ene Vega, que se acercaba, se detuvo en un recodo a la espera de que saliésemos de esa situación, con limpio movimiento lo vi bajarse el ala del sombrero. El manojo, tras un giro, se descolgó por el hilo libre y fue a caer en mis manos.

Ene Vega no se asomó ni dijo una palabra hasta que lo llamamos. Me acompañó hasta la salida, donde me recordó los cuidados del camino. Regresé entre sueños, desenredando hebras y cabellos retintos. Llegué aquí de noche, me quedé dormido junto al fuego.

Al día siguiente recibí su primera carta. En la ladera de enfrente aparecieron sus palabras de luces dirigidas. Allá abajo, ella por momentos tapaba enteramente el expedito negándome la luz; luego de una espera calculada, me la daba toda de golpe intentando encandilarme. Cuando la abandonaba en un punto fijo de la arena, como esperándome, yo tomaba mis espejos y le daba mis respuestas.

El fuego, en el límite de su arder, zumba esta noche como un viento, sin poder calentar plenamente el frío milenario de estas piedras. Se rompe en sus llamas, las puntas muertas de sus lenguas acaban en un tizne que se pierde en el granito helado. Por dentro y fuera el Mirador está rodeado de frío, que ordena todos sus espacios, se apropia del conjunto, donde el fuego del pequeño hogar viene a ser su corazón; allí el frío guarda su pizca de tibieza necesaria. Junto al hogar hago mi doble narración. Por un lado tengo que estar atento a los giros del viento, por otro al recuerdo gestual de los muñecos de Fábulo y ponerlos en estas hojas que a su modo son planillas, con palabras también convencionales como las rayitas de marcar vientos, o las luces de la Céfira.

Aparte de esto, vivo. En mi memoria limpia no sólo entran las historias que me cuenta Fábulo sino las que yo mismo vivo aquí arriba, que también necesitan atención, y alimentan la necesidad de vivir. Yo mismo soy como una historia de Fábulo, un personaje que se cuenta.

El ventanal, a estas horas de lo oscuro, es mitad un cristal transparente, mitad un espejo. En éste, muy borroso, puedo ver mi imagen sacudida por las llamas, como si me moviera afuera tiritando de frío; por el cristal, el continente de todo esto: espacio y silencio. Durante el día, el Mirador tiene un sentido arquitectónico, modifica a la roca, existe por sus relaciones y contrastes con el entorno. Por la noche lo pierde; en vez de estar sostenido por la montaña, es como si se desprendiese de ella igual que un globo y flotara en el espacio. Mi mesa, estos papeles, el fuego, este refugio y yo dentro de él con el espacio del tiempo y la memoria, flotamos en las grandes alturas, sobre los precipicios imposibles de ver por la oscuridad y la distancia, y nos convertimos en un peso de estrellas. Para evitar estas fugas peligrosas miro el cerro de enfrente, que es el lugar de mis deseos más vivos, donde se reflejan los mensajes de la Céfira. Sus signos de luces respaldan a los que uno pone en el papel, y resulta divertido imaginar un lenguaje donde se mezclan palabras de luces y de tintas.

Con la práctica y perfeccionamiento del sistema, he logrado llegar con mis señales hasta el girasol donde nos conocimos. Con ayudas luminosas de ella, la luz de mis espejos entró también por la ventana de su cuarto alumbrando los retratos de Vegas y Calderones que cuelgan en las paredes penumbrosas. Ella entró a veces con sus luces en el interior del Mirador, a pesar de la torpeza de mis indicaciones, que por no saber orientarlas a tiempo dejaron que se perdieran en las hondonadas, que pasaran frente a mi ventana sin poder reflejarse en ningún cuerpo y se perdieran en la luz. Cuántas de esas palabras andarán ahora de cumbre en cumbre, o en el fondo de los abismos, o, sobrepasada la cordillera, viajando por el mar.




Discurso del astrónomo mulero

Fábulo, fuera de su teatro, era torpe en sus movimientos. Hablaba como si le molestaran las manos, paseándose nervioso, en trayectos breves, como su muñeco anunciador cuando no le salían las palabras.

Por las dudas que puedan presentársele durante la redacción del manuscrito -me dijo al acabar su representación-, debidas a la naturaleza de las historias que verá y escribirá, le voy a decir algo:

He recorrido estas regiones desde el mar a la selva, atravesando las montañas más altas del mundo; he observado a los animales con la misma atención que a las estrellas, vislumbrando la armonía desconocida que los une. El hombre no vive con arreglo a esas verdades puras, porque sufre de un mal sueño. Anda como sonámbulo y la entorpece con pasos extraviados, perdido en una pesadilla que es el sostén del crimen.

En mis andanzas he visto poblaciones que desaparecieron por cansancio o por olvido, o por haber perdido la contabilidad de los años, o por no saber el qué ni el para qué. Ciudades casi enterradas que ya estaban así cuando llegaron los españoles. ¿Qué se hicieron los que las poblaron? De su memoria sólo quedan formas de barro, o hechuras de piedra donde estamparon su inocencia: un dios de la lluvia resquebrajándose en la peor de las sequías.

El poder es una ilusión monstruosa que interrumpe las relaciones naturales entre las estrellas que venimos observando en nuestros ratos de astrónomos, y los animales y las plantas con quienes convivimos en nuestros largos días de muleros. Los que lo tienen, imponen esa ilusión matando, de otra manera no podrían conservarlo. En cada uno de ellos hay un Sietemesino como el que acaba de ver. Con sus matanzas van postergando un tiempo de alegría. Se apropian de las palabras para escribir una historia mentirosa, con hechos que por eludir la sustancia del hombre son ficticios, especie de siembra destinada a la supervivencia de un oficio repugnante a la conciencia de la vida. A esas ficciones nosotros oponemos las palabras que usted está usando, para mantenernos en el tiempo hasta que encontremos una instancia de descubrimiento de algo nuevo. A la mentira lujuriosa oponemos una pequeña vida verdadera. Vamos a contar nuestra propia historia, donde la voz de un hombre o un vestido de novia que se lleva el viento valen más que las llamadas hazañas de los fuertes. O una canción, que es el lenguaje incontaminado que usamos en estos pueblos perseguidos para comunicarnos sin peligro. Vamos a dibujar Minas Altas tal como es, de la misma manera que dibujamos las constelaciones, que cambian con el tiempo, para conocimiento de los que vendrán. La matanza de Lumbreras nos reveló que éramos algo. La canción del gallo blanco, que surgió de esa matanza, y todo lo que con ella se relacione, para nosotros vale tanto como las leyes de Kepler. Por eso será el motivo central de nuestra historia. Ella es nuestra verdadera cara, de allí que la persigan convirtiéndola en un objeto de la violencia.

Por si también lo ha olvidado, sepa que está acabando un siglo terrible. Hay hombres y armas que pueden destruirlo todo, mientras aquí tratamos de reconstruir con palabras un pueblo olvidado que ni siquiera está en los mapas, vive saltando de un lugar a otro por la cordillera para poder sobrevivir. Minas Altas es apenas un puñado de tierra, pero también pertenece a este planeta. Y vamos a rescatar sus pequeñas cosas de terrón, porque son nuestra verdad.

Cuando esos asesinos acaben de abrirse paso con sus explosiones, es posible que estén contados los días de muchos de nosotros. No sabemos cómo nos mirarán desde su pesadilla. Es necesario que para entonces todos, hasta la última hormiga de Minas Altas, estemos en palabras salvadoras.

El tiempo que ellos han tardado en apropiarse del mundo nos ha permitido una demora que ha hecho posible hallazgos más vitales, que nos permitirán subsistir en la libertad. En el fin de la ilusión del poder, a ellos los espera la tristeza, donde desaparecerán. La mecánica del mundo es para la alegría. Ellos nunca podrán modificar esa mecánica, ni con las manos ni con el pensamiento.

Con su actitud, nos han convertido, en vez de protagonistas, en intrusos de este tranquilo planeta de animales silenciosos, entre los que actuamos como usurpadores.

Fíjese -y esto es sólo una sospecha de astrónomo mezclada con ilusiones de mulero-, no podemos captar la congruencia universal debido a que solamente vemos una cara del universo, del mismo modo que sólo vemos una de la luna, por cuestiones giratorias. Si pudiéramos imaginar por lo menos la otra cara de esa armazón celeste, desaparecería el crimen y entenderíamos a fondo la vida, la persistencia de esos astros que a usted le dan tanto miedo. A lo mejor estamos apenas en el comienzo de nuestro tiempo de hombres y sólo nos falte recorrer un tramo más de la distancia para que, en un punto de ese giro, empiece otra. Era en armonía con todo lo viviente y no viviente, sin comernos los unos a los otros como los peces. Los asesinos desaparecerán por puras evidencias astronómicas.

Quería hacerle conocer estas cuestiones, delicadas y graves, porque son las que usted va a manipular con sus palabras. Perdóneme si me puse solemne. Me cuesta mucho hablar sin muñecos en las manos.






Arriba- 7 -

Tres golpes de timbal



Giracéfiras

A mí también, dijo la Céfira asegurándose de que la traba de la puerta estaba puesta, claro que a mí también me gustaría que lo hiciéramos entre los girasoles; pero está un poco frío y además podrían vernos. Abriendo esa ventana los tendremos casi adentro, hay un macizo junto a los vidrios y además entrará el sol. Es una lástima, dije viendo su perfil atravesar la habitación, que los mejores girasoles estén sobre la pared del sur, donde no hay ventana. Ella giró privándome del placer de su costado más hermoso y abarcándome con el frente concentrado de su cuerpo recién aparecido me dijo, desde el centro penumbroso de la habitación me dijo bueno, entonces vamos a traer los girasoles adentro.

Esquivó los paraguas abiertos que usaba para contener las goteras del techo, amalgamando uno de sus perfiles con otras franjas o estaciones de su hechura que mi vista era incapaz de retener más allá de su movimiento, mezclándose toda ella en una blancura giratoria. El espacio entre los dos paraguas invertidos, de cuyos mangos colgaba nuestra ropa, volvió a quedar en sombras tras el rápido paso de su cuerpo.

Yo quería que lo hiciéramos entre los girasoles, es un capricho, dije desde el rincón donde me quedaba para escamotearle, por vergüenza inevitable, el crecimiento violento de mi cuerpo; y no vamos a sacrificarnos para eso, ni me voy a vestir para salir a cortarlos. Miren qué tonto, dijo estirándose para alcanzar una repisa absurdamente alta, miren qué tonto si piensa que vamos a cortar los girasoles antes de que maduren, decía estirada creando máximas tensiones en sus músculos, endurecidos por la distancia entre el suelo y la repisa, mezclando en su artefacto viviente la arquitectura del puente de Jotazeta y la desnudez desconocida de Emebé. Necesito tu ayuda, dijo enteramente desplegada, en su máxima extensión la estatura de la Céfira. Tu ayuda, terminó de decir alcanzando el estante.

Con una mano en alto apoyada en la repisa y la otra ofreciéndome un abanico de pequeños espejos, igualando tensiones entre el frente y los perfiles, su cuerpo, independientemente de los ojos, veía acercarse el mío por el espacio entre los dos paraguas, la torpeza de mis pies rozando sus extremos y haciendo girar los armatostes, mis manos en velamen tratando de ocultar la arboladura. A mí también, dijo entregándome los espejos, me gustaría que lo hiciéramos entre los girasoles.

El abecedario, dijo mezclando los espejitos de latón sobre la cama. Cuando abrió la ventana del norte, el aire le llenó el cuerpo de puntitos fríos. La luz borró los espacios antes oscuros entre los paraguas, dio a cada color su nombre y reveló que los ojos de la mujer estaban tan desnudos como ella, que apenas era la Céfira, desbordada por su desnudez. A mí la luz me llevó las manos hacia abajo, rápidamente desviadas por la Céfira antes de que llegaran a su destino, entregándome una caja con clavos y un martillo. Un clavito aquí y otro allí, dijo señalando lugares precisos.

Colgó un espejo en cada hoja de la ventana. Un matorral de girasoles se instaló en el primero, y cuando hicimos girar la otra se reveló que también estaba en el segundo. Nada más fácil para nosotros, que habíamos hecho todo nuestro noviazgo con ese lenguaje, que trasladar de lugar los girasoles con espejos.

Ahora necesitamos otro clavito ahí, dijo señalando la para mí lejana pared que daba al sur, obligándome a recorrer esa distancia sin tener en cuenta mi situación, las manos ocupadas por la caja y el martillo, la boca llena de clavitos agrios, y el fruto, que empezaba a dolerme, dejándose llevar como un caballito atraído por Fábulo. Si tanto te gusta hacerlo entre los girasoles, entonces no te queda otro remedio que poner clavitos, se burlaba desde la ventana del norte.

Tardaba días en atravesar con mi carga esa equivalencia de cruce de la cordillera, seguido de cerca por los gestos falsamente malignos de la Céfira, aparte la mirada reposada de su cuerpo en espera femenina, donde los pezones eran ojos tranquilos esperando mi regreso. Poner un clavo en la pared del sur era perderme en una serie de acciones postergativas que me alejaban del encuentro con el cuerpo con el que deseaba fusionarme, y me arrepentía, a cada golpe de martillo, de mi capricho de amarla entre los girasoles.

Cuando el clavo estuvo puesto, ella atravesó la distancia como si no la hubiera; y arrinconándome con su aproximación, colgó otro espejito, que por el sistema incaico de los chasquis recibió los girasoles que contenía el espejo anterior. Ahora, dijo, ya tenemos adentro unos girasoles como los que están al otro lado de la pared del sur. ¿Te gustan?

En la cosmogonía de Fábulo, esas plantas formaban parte del tinglado cósmico comportándose como relojes que generaban tiempo. Por lo que, con aquellos girasoles que entraron resbalando por los espejos, teníamos una parte de la mecánica entrevista por el astrónomo titiritero, reflejada en la pared del sur. Viajando desde el matorral del norte hasta nuestra habitación, recorrían la estructura de una Z.

No seas impaciente, dijo abriendo una de las ventanas gemelas que daban al patio creo que del este, en ese momento se me perdieron los puntos cardinales, confundidos por el zigzaguear de los espejos. La luz que entraba por esa abertura, que daba al mayor macizo de girasoles, tornasoló a la Céfira, la amarilleó a contraluz, el cuerpo se le volvió sombra amarilla salvo los puntos acuosos de los ojos, capaces de permitir el acceso al interior misterioso de ella. Si algo había en mi memoria anterior tras el girasol original hasta donde llegaba la mirada oscura de Fábulo, era ese cuerpo. Y el espacio entre los paraguas, y los paraguas mismos, los techos de la casa y la pared del sur, todo se hizo mujer.

Apoyó un dedo en mi mentón y me puso en la boca otro puñado de clavitos. Según los clavaba y colgábamos espejos, los girasoles del ¿este? iban de pared a pared recorriendo el camino sinuoso de los ángulos, y pronto la del sur quedó inundada de ellos.

Los caminos abiertos por los espejos, entrecruzándose, iban formando un laberinto de chorros de luz con girasoles virtuales. No conseguíamos posarlos en la cama; caían a sus pies, en el suelo. Se cruzaban y confundían, rebotaban en las paredes y en el techo, y algunos, por defectuosa colocación de los espejos, recorrían el camino inverso y volvían a la flor original, como si estuviésemos tirando girasoles por la ventana.

La Céfira, desplazándose, atravesaba el laberinto de luces sin modificarlo, mientras su cuerpo, captado por los espejos e incorporado a los haces de luces y girasoles, se movía en una especie de danza nupcial. A todo esto, el movimiento astronómico de Minas Altas acompañando a la Tierra alrededor de su eje hacía lo suyo modificando los ángulos, de modo que los haces de girasoles se desplazaban en sentidos no previstos; los pocos que habíamos logrado reunir cerca de la cama se nos iban hacia la puerta. Hubo que poner más clavos y espejitos, inclinar los ya clavados separándolos de la pared con bollos de papel.

La ubicación externa de los girasoles y el movimiento rotativo iban a contratiempo de nosotros. Cada flor que lográbamos posar sobre la cama tendía a correrse hacia los pies y caer al suelo. Entonces hubo que trasladarla hacia el centro del cuarto, adelantándonos a los espacios que ocuparía el movimiento estelar, con lo cual, calculábamos, tendríamos un par de horas de girasoles plenos, que eran el tiempo restante para que el sol se pusiera tras los cerros. Luego los espejos dejarían de reflejarlos y darían paso a las estrellas que integraban la mecánica del astrónomo mulero, momentáneamente robada por nosotros; con técnicas espejísticas, para convertirla en un adorno del placer.

Estoy harto de clavitos, dije escupiendo los que me quedaban; además se han acabado los espejos. Ella, sin puntitos fríos en el cuerpo, había recobrado su temperatura. Abrimos la ventana donde los girasoles estaban casi pegados a los vidrios, con unos hilitos logramos asomarlos a la habitación, con cuidado de no desviarles la mirada porque se romperían. No había tanta diferencia entre ellos y los que teníamos en las paredes y en la cama, ya casi cubierta gracias a la maniobra de adelantarla al sol. Además, los de los espejos se movían como navegando, mientras los reales se quedaban quietos como en un florero, asomados a la ventana como pájaros tontos. Los nuestros se irían con la noche, y al otro día cuando despertáramos estarían puntuales esperándonos otra vez en los espejos.

Echó su cuerpo sobre la cama aplastando girasoles virtuales, se echó como un invento o pieza viviente destinada a retener, en su fusión conmigo, un momento de la mecánica celeste de los astrónomos muleros. Estos de los espejos, dijo, son más suaves que los otros, no me dejarán marcas en el cuerpo. Los girasoles que aplastó al echarse estaban ahora sobre ella, tan orondos, la recorrían con la misma lentitud con que gira Minas Altas, el movimiento lento permitía una minuciosa percepción de ella poro a poro.

Tiré el martillo, que cayó sobre uno de los paraguas haciendo girar su negritud y con ella la ropa que colgaba de su mango. Antes de que cesara su movimiento giratorio, yo había atravesado el laberinto de líneas cruzadas por donde viajaban las flores y había caído sobre el invento viviente para robarle a Fábulo una pizca de sus mundos misteriosos.

Ay, dijo con un gritito la mujer amarilla, ay, qué pasa, dijo sintiendo en sus labios una lastimadura. Nada, le respondí, un clavito que sin que me diera cuenta se me quedó dentro de la boca.

Lo escupí con violencia, haciéndolo llegar afuera. Lo oímos rebotar entre las hojas de los girasoles reales.




El defectuoso adiós del minalteño

«Fábulo te requiere urgente con el manuscrito», repitieron los espejos durante todo un día cada vez que los claros entre nubes permitieron a la Céfira comunicarse conmigo. Sabía de antemano que al recibir ese mensaje debería bajar para no volver. Lo esperaba, además. Concluido el viaje del cantor, la historia estaba prácticamente contada. Sólo faltaba un desenlace, si lo había. Bajar definitivamente significaba recuperar mi identidad olvidada o perdida. Me entristecía tener que abandonarme, ser un otro que ya no me interesaba ser.

No escribir más historias. Fábulo me sacaría de las palabras donde me puso, una vez cumplido su propósito. Ha sido un privilegio estar con ellas tanto tiempo, dije. Miré la Gramática, el Diccionario, las palabras que me gustaba escribir en hojas sueltas para probar la pluma; eran residuos de una historia terminada. Me las quitaría, claro. Él era el dueño de los muñecos y también de la memoria. Yo, un escribiente de paso. Lo más probable, pensaba, es que mi antigua condición fuese la de un mulero que trasladaba objetos desde el mar a la cordillera, al que le permitieron, desmemoriándolo, trasladar palabras ajenas desde la pluma a los papeles. Volvería a mis mulas y las querría tanto como I; como si fuesen palabras cuidaría de ellas.

Era difícil decirle adiós a la pequeña vida que nació cuando subí al Mirador de los Vientos. Amaba sus amaneceres, la alegría que me daba mi sombra proyectada por el fuego en la bóveda de piedra, las maravillosas vísperas de mis encuentros amorosos con la Céfira, que me enseñaron a amarme y a ver el mundo desde tan cerca que me sentía integrado a sus misterios. La vida que iba a dejar tenía poco tiempo real, pero contenía la fuerte intensidad de la memoria de Fábulo apretada en las trescientas hojas que llevaba escritas.

También estaban los objetos cotidianos, cuyas formas, en el momento de la separación, eran la intensidad de lo vivido. Encendí el último fuego; miré las nubes; anoté en las planillas unos vientos finales que a partir de ahora perdían un testigo; retiré y desinflé los globos eólicos diciéndole adiós al viento; rellené con papeles los zapatos que resolví dejar por si algún otro testigo de vientos me sustituía alguna vez; cerré los postigos borrando la falda del cerro donde recibía los mensajes de luces de la Céfira; borrando el vuelo de los cóndores, el sendero de las vicuñas, el cielo donde colgaban las estrellas que me daban miedo.

Los objetos, apenumbrados, parecían esconderse para no verme salir. Recordé mi encuentro con la Gramática Pequeña, al lado del candelabro en el centro de la mesa, protegida por un pañuelo de mujer. A su lado unas hojas en blanco, el tintero y la pluma. Había llegado al continente atravesando el mar, sus tapas de cartón conservaban todavía la humedad marina. Unos muleros analfabetos, a pedido de Fábulo la cruzaron por la cordillera. La travesía fue lentísima. Sabiendo que era algo muy importante la consideraron un objeto frágil. Se cuenta que las mulas apenas se movían, temerosas de que se les quebrara. Sin atreverse a abrirla la dejaron junto al candelabro, tal como la encontré esperándome.

Debajo del olor marino de sus tapas estaba, como envuelto en un secreto, el de la tinta, escapando de los pliegos sin cortar. Su peso era apenas una distracción para la mano, y toda ella estaba como agitada por los presentimientos que contenía. Entre su contenido secreto y las hojas en blanco destinadas a estas historias flotaba la existencia de un aprendizaje que intuía dulce, como el que hay entre un instrumento musical y el momento de tocarlo.

Hermosa, le dije entreabriendo al azar sus hojas ciegas, y vi asomarse como respuesta, entre unos caracteres muy antiguos, las palabras debaxo, lexos, açafrán y atramuzes, como sonando en mis oídos vírgenes. Ella se dejaba leer ofreciéndome gozosa la totalidad de sus palabras. Teníamos para los dos un largo tiempo por delante, pero yo prefería tomar palabras sueltas que me salpicasen, llares y guadafianes, oviesse amado y io buelbo los ojos, tal como las recogió de las gentes y las ordenó hace quinientos años don Antonio de Nebrija, adecentándolas para el largo viaje ultramarino que las trajo a este continente. Las dibujó una por una, fijándoles orientación y sonido, por ellas pudimos enterarnos de las voces de hombres ausentes, de la misma manera que los que interpretan mis rayitas pueden leer vientos desaparecidos.

Recordé el deleite con que vi, muy temprano en aquella mañana fría, el aiuntamiento de letras cogidas en una herida de la boz para hacer nacer las sílabas con longura de tiempo; y assi, el que habla, porque alça unas y abaxa otras, en alguna manera canta; porque ordenar las palabras es verdaderamente quasi canto, de modo que el pensamiento, herido en el áspera arteria que llaman gargavero, por lengua, paladar, dientes y beços sale en forma de música.

Dilecto señor mío, le dije en mis adentros: sus palabras siguen titilando en el candil que me alumbra en este borde de la cordillera. A su luz quiero decirle que en cuanto disponga de un rápido mulero capaz de llegar con sus alforjas al roquedal de su convento, le devolveré algunas palabras que entre hilachas y lágrimas andan deshaciéndose. Tras cinco siglos de andadura necesitan descansar para poder seguir fijando la historia de este pueblo y salvarlo del olvido, seguras de que a su arrimo cuidadoso recuperarán el aura de su aliento, assi para su memoria, como para hablar con los absentes y los que están por venir.

Vi que me sobraban unas palabras que me traspasó Fábulo, traídas de sus viajes, que nunca pude usar porque ninguna de las historias les fue propicia. Resolví no llevarlas conmigo, regalárselas a los objetos que abandonaba.

A la bóveda le di, más por su sonido que por su significado, la palabra guatambú. Dos entregué a la leña que quedaba: chisgarabis, moroporán. Al tintero le tocaron curcutear, chirulí, mburucuyá. A la mesa le regalé un par de ayuyuyes y la elegante peteribí para que la usase como su sinónimo; con el tiempo podría ser su nombre verdadero, mucho mejor que el que tenía, tan opaco de sonido. Condecoré al candelabro con el término curcusí, y como si esto fuera poco le traspasé chiribita todavía. A la guitarra, que dejé colgada y con las cuerdas flojas para evitarle inútiles tensiones, le dejé nada menos que la palabra fídula, que le permitiría viajar hacia sus antepasados más remotos. Chiribitil cuadró perfectamente con el baúl. La recibió como si fuese su propio nombre. De paso aproveché para meter en él, que todo lo admitía, las pocas que me quedaban: chisporoso, marracoy, yatay y pacholí.

Al Diccionario, que dejé allí para entretenimiento de cualquier fugitivo que llegase al Mirador, por supuesto que no iba a regalarle palabras. De tan viejo que era las sabía todas, otras las olvidaba o no le gustaban simplemente. Vi que en la letra efe no figuraba fídula. De la triste fideo pasaba directamente a la horrible fiduciario, que más bien parece el nombre de un lugar que despide fetideces. Después venia fiebre. Hice una llamada y al pie de la página se la estampé, con letra de imprenta. Nada menos que un instrumento musical separaba ahora a los fideos de los malos olores. Lo guardé en el baúl, parecía feliz con su imprevista fídula.

Embalé como objetos muy valiosos la Gramática, el manuscrito y los espejos que me dio la Céfira. Las tres cosas contenían palabras a proteger de lluvias y de nieves. No podía arriesgarme a que los azares de un chubasco borrasen el viaje del cantor o el cruce de la cordillera, ni a que se empañaran o dañaran los espejos con los que envié mis primeras cartas de amor. Y los cinco siglos de Nebrija, sus beços y atramuzes, eran un tesoro a proteger.

Con la mula ensillada y cada cosa en su sitio, busqué otras acciones que me permitieran postergar un poco más el momento de salir. Pero no había nada, salvo la despedida. Y ya se sabe que los minalteños nunca nos despedimos, nos escondemos detrás de las puertas para decir no te vayas por favor cuando alguien nos abandona. A mí me abandonaban las palabras, o yo a ellas, no lo sé bien, y no sabíamos decirnos adiós.




Fábulo recorre su memoria

Abajo me esperaba Ene Vega, como siempre, pero esta vez acompañado por la Céfira. Vestidos como para una fiesta, ella con un peinado alto que la hacía parecer otra, él con un sombrero nuevo que le comunicaba una respetabilidad desconocida. Montaban dos caballos jóvenes, lujosamente adornados, y traían uno idéntico para mí. Hemos venido a escoltar tu manuscrito, dijo una Céfira distinta.

Ascendiendo por el río, imaginaba cómo nos veía la gente que se asomaba a los bordes para saludarnos, con esos caballos que escoltando un manuscrito se contagiaban de su contenido, tan preocupados, tan solemnes. Y nosotros en silencio, contagiados también. La memoria de Fábulo Vega, convertida en palabras, remontaba Minas Altas como el sueño de Jotazeta atravesando la cordillera. Aunque no corría una gota de viento, yo apretaba las hojas contra mi cuerpo, temeroso de que se volaran.

La seriedad casi gramatical de esos corceles se alteró con el ruido lejano de una explosión, que llegó como eco de trueno. Los sismógrafos, dijo Ene Vega, indican que están cerca. Sabemos que cada vez que derriban algo, medio cerro se les viene encima; ya no saben dónde poner tantos escombros. Pero avanzan, claro. La fauna se ha enriquecido más últimamente, hay que ver la cantidad de animalitos que han llegado escapándole a esos fuegos.

Ante la realidad palpable que transcurría envuelta en la fuerte luz de la mañana, con una Céfira increíble y un Ene Vega como nuevos a mis flancos, recordé un sueño horrible que, aturdido por las palabras, tuve en el Mirador. En él bajaba a Minas Altas con el manuscrito terminado y preguntaba por Fábulo Vega. ¿Fábulo? Aquí no lo conocemos, decía un fantástico desconocido. Y nadie podía darme ninguna referencia de la Céfira, porque tampoco existía Minas Altas. Bajaba por un sendero que no conducía a ninguna parte, con un manuscrito que nadie me había pedido, que no correspondía a ninguna realidad: todo se debía a un encantamiento de palabras, a un juego solitario que me propuse mareado por la altura, donde mis bajadas a Minas Altas eran también pura invención. Sin la referencia de Fábulo, yo era el solitario habitante del Mirador; había inventado el manuscrito para no estar solo, todo era un hecho de mi imaginación, y el viaje me llevaba a las Salinas. En el desierto preguntaba por un pueblo que nadie conocía ni había oído nombrar nunca. Allí descubría que tampoco existía el Mirador. Yo era uno de esos habitantes sometidos de las grandes ciudades, un hombrecito, un preso que soñando con la libertad inventó todo eso escribiendo solitariamente, y ahora se encontraba con la tristeza de tener que poner punto final a sus historias y a sus sueños.

La conocida atracción del astrónomo mulero parecía debilitada, como si le costase atraer la carga de su propia memoria. Fijada con palabras, ahora Minas Altas estaba en el tiempo, yo la llevaba apretada contra mi cuerpo en ese manuscrito, y era un placer muy fuerte, me sentía hermoso ascendiendo en mitad de la mañana con esa verdad y en un caballo nuevo, junto a dos personas como recién aparecidas en la luz. Tau, hablando con I, se embelesaba con la carga que traían desde el otro lado de la cordillera. Yo sentía lo mismo con la carga que traíamos del otro lado de la memoria, en una balsa de palabras. Las explosiones oídas eran los tiros de los gendarmes; Ene Vega, el mulero; la Céfira, el astrónomo; y yo el grumete. Con lo que los tres andábamos juntos por el manuscrito que íbamos a entregarle a Fábulo.

¿Escuchan?, dije. La Céfira apartó el mechón de cabellos escapado del peinado alto, que le rozaba una oreja rosada por el aire fresco. Ahora sí, dijo al rato. Los músicos, todavía invisibles, estaban tocando una melodía de cuartear, sumando sonidos a la débil atracción de Fábulo. Qué bien se viaja con música, dijo soltando su mechón. Ya eran visibles los músicos asomados tras las piedras de los bordes, precedidos por los bultos de sus instrumentos.

Íbamos debajo de una creciente que estaba en el pasado. Aquí mismo, pensé, cayó el piano desprendido de las madreselvas. ¿Vivirían todavía las gemelas y De Ce? ¿Eran recientes los recuerdos de Fábulo o todo estaba en un tiempo lejanísimo? Los músicos cambiaron el tema de cuartear por el de repechar, ahora parecían empujarnos los sonidos. Aparecieron las primeras casas de los astrónomos, cada una con su pequeña torre, y al fondo la galería de la casa de Fábulo, que nos miraba apoyado en una columna, los ojos golosos fijos en el manuscrito que se le acercaba.

Cuando me preguntó si sabía quién era yo y le respondí que no, volvió a envolverme en aquella mirada oscura y profunda, buscando mi fondo. Para llegar al girasol original tuvo que hacer un largo recorrido. Entre aquel comienzo y el tiempo que vivíamos estaba el tiempo del manuscrito, de modo que escarbando y profundizando era su propia memoria lo que recorría, salvo los sucesos de mi pequeña vida, un taller de palabras y de vientos, mis amores con la Céfira. Al llegar al girasol, que vi reflejado en sus ojos incisivos, dijo es increíble, ni yo mismo podría deshipnotizarlo.

Se tomó un buen tiempo mirando el manuscrito antes de tocarlo. Lo entreabrió con timidez, lo olió; miraba largamente las hojas sin leerlas, les pasaba la mano como acariciándolas. Son como los muros de Minas Altas, dijo; ahora, por fin, tenemos una patria.

Dirigiéndose hacia su tinglado, présteme un poco su atención, me dijo; la historia no ha terminado todavía, y el mulero que la llevará hasta el mar sale dentro de unos días.

Desapareció en el interior de su ínfimo teatro, el telón se descorría. Sonó una armónica. Un muñeco presentador cuya cabeza se parecía a la del titiritero anunció el inminente regreso del cantor montado en un caballo de tres hierbas.

Me costaba concentrarme. A un lado tenía a un Ene Vega como transfigurado; al otro, la proximidad de la Céfira era muy fuerte, con esos ojos nuevos, con esos aires de no ser la misma.




Rojo mezclado con azul

La noche que los astrónomos vieron por última vez el cometa que Tau le regaló al mulero, precedió al día del regreso del cantor. El prodigioso regalo se despidió de Minas Altas volando paralelo con su río, iluminó hasta las últimas micas de las piedras reflejándose en ellas, le dio a la arena unos alcances de tornasol que nunca nadie jamás olvidaría. Los animales que allí se refugiaban huyendo de la dinamita multiplicaron los desprendimientos lumínicos de aquella cabellera fijándolos en sus ojos como si éstos fuesen trozos de minerales vivos o asombrados. Esa misma noche parieron tres corzuelas, y los cachorros, viendo la estrella que pasaba, la creyeron permanente. Intruso estaba ya cerca de Minas Altas cuando las ancianas, desempolvadas para ir a dormir, abrieron los cofres donde guardaban sus reliquias para que recibiesen un poco de esa luz navegante, que recorrió delantales y retratos amarillos, sortijas y mechones de cabello, alentándolos hacia esperas esperanzadoras. Los escarabajos, desenterrándose, se bañaban en esa luz que mezclaba sus colores, mientras los cóndores miraban de frente el regalo que en el día de su cumpleaños le hizo a I la sexta luna de Saturno. Los astrónomos se pasaban los telescopios de mano para sumarlos y alargarlos y captar así los pasos del cometa por sus últimos confines, amontonando datos que les ayudarían a explicarse la conducta del mundo que incluía a Minas Altas, centro de sus desvelos.

La noche que precedió al regreso de Eme Calderón, los músicos pasaron de la escala pentáfona a la dodecafónica sin saberlo, y el piano, restituido a la galería de las gemelas, recibió unos reflejos que aliviaron las heridas aún abiertas recibidas en la creciente. El cántaro de barro, alcanzado por la luz, fue enteramente un instrumento musical, así lo dejó el cometa vestido para siempre, con una maravillosa caja acústica mitad agua, mitad sombra. Emebé y Jotazeta, sin saber que el cantor ya divisaba desde lejos las luces de la oruga que era Minas Altas, empalidecidas por las del cometa paralelo con ella, olvidándose de sus falsas toses de salón lo veían convertirse en el único puente posible y desaparecer por los rumbos que tomó el puma albino.

Los minalteños habían dormido todo el día para poder aguantar la noche entera sin perder detalles de la despedida del cometa; y ahora que amanecía no sabían si dormir o seguir despiertos. Todos contaban a todos los hechos que todos conocían. Jotazeta aprovechó ese amanecer para dar por concluida su convalecencia; Encontró ridícula su tos, abrió todas las ventanas y tocándose la cara dio por imaginadas sus erupciones. Le pidió a Emebé que en cuanto se despertaran los astrónomos, que llevaban meses sin dormir bien, fuese a pedirles otra vez aquellos libros que hablaban de Copérnico, ya que el regalo de Tau al mulero le había aclarado muchas cosas. Para empezar, ya no tendría que pensar más en el puente: en el cometa había visto su forma más perfecta. Un puente que él, debía confesárselo, había relacionado muchas veces con el complicado vestido de bodas, al que también quería darle forma por no confiar demasiado ni en las habilidades ni en la imaginación de la costurera. Un vestido que, francamente, no le gustó mucho cuando lo vio terminado; ahora era el momento, aprovechando que el viento y la creciente casi lo habían deshecho, de llamar a Uve y pedirle que lo rehiciera dándole la forma del cometa. Como podía ver, todo concordaba. Incluso, dijo en el momento en que despuntaba el sol enrojeciéndole la punta del dedo que tenía levantado, mientras Intruso aceleraba el paso olfateando la que iba a ser su cuarta hierba, incluso me ha arreglado, este cometa, ese asunto que tenía con el puma albino; los dos se han ido para el mismo rumbo; y si el cometa vuelve, por qué no ha de volver el puma; si andan trenzados en la misma órbita y tienen el mismo pelo.

A Emebé le parecieron absurdas las asociaciones de su padre. Para entenderlas mejor, despojó de puma y puente al entramado dejando que solamente el vestido se vinculara con el cometa. Le gustaba la idea de un traje de novia como el que acababa de ver pasar por el cielo, apuntado por los telescopios y rodeado por millones de azahares brillantes.

Arrepentida de haber arrojado el noviazgo y el ajuar por la ventana, veía pasearse torpemente a su padre, atropellando las mesas y las sillas donde Uve había vuelto a colgar las prendas rescatadas; sábanas con el embozo raído, manteles agujereados, con sus festones descosidos, saltos de cama sin puntillas, corsés sin hebillitas, el vestido hecho un puro llanto; el polisón, que unos arrieros rescataron casi en los límites con las Salinas, atravesado por espinas y aguijones de insectos, desorbitados sus alambres y olfateado por los pumas.

Si, las prendas habían vuelto, pero con ese estado ruinoso que tenían su noviazgo jamás se atrevería a regresar; ése que, antes de la partida de Eme, era tan torpe que vivía atravesado en las puertas y lugares de paso y Jotazeta se lo llevaba por delante cada vez que iba de una habitación a otra. Qué tonto está mi padre, decía ahora Emebé, qué tonto lo pone la alegría que tiene. Sin darse cuenta de que el enlazador se paseaba de ese modo atropellando sillas y molestando en todas partes para recordarle su noviazgo, animándola a recuperarlo.

Emebé se tocó la cara hallando que para ella también la convalecencia había terminado, no había huellas de erupciones azulosas. Y estaba a punto de recuperar su noviazgo perdido cuando el enlazador del piano le dijo torpemente: estaba pensando que hoy mismo tenemos que decirle a Uve que vuelva a la costura; se ha rescatado casi todo, pero falta la cosa azul que trae buena suerte. Y ella, azulándose: no quiero absolutamente nada de ese color, ni nada que me lo recuerde. Jotazeta, sonriendo, fue a decirle estas palabras: yo creo que eso de Azul es bastante un poco imaginación de músico, para darle a la gente cosas que la gente pide.

El sol que le había enrojecido un dedo coloreaba ahora un borde de su sombrero. Asomándose a la ventana, oigo un trote, dijo. Emebé también se asomó; el sol naciente le borró las azulosidades, la mezcló con su rojo, y ella, apartando un mechón de cabellos de su oreja violeta, la prolongó con su mano para oír mejor. Por fin, dijo el enlazador; es el trote de Intruso.




La cuarta hierba de Intruso

Aunque Jotazeta había sido siempre como un padre permanente del cantor, más de cien padres y cerca de doscientas madres que pretendían los mismos derechos esperaban su regreso apretujados en las escalinatas que unían cada casa con el fondo del río espasmódico. Sabían que la preciosa carga que traía aquel hijo que por fin regresaba ponía todo en su justo lugar, legitimaba los deseos, abría los espacios del futuro y era como si todos ellos a partir de ahora nacieran verdaderamente.

Los pesimistas que pasaron su vida pensando que Lumbreras era un sueño colectivo y la canción del gallo blanco un capricho de músicos, lagrimeaban ahora viendo que su propia historia desconocida se recuperaba con la del cantor. Ha valido la pena esperar hasta ahora, decían sintiéndose recién nacidos, en la mañana limpia, junto a las arenas del río recién barridas por el paso del cometa; ahí vuelve nuestro hijo más querido. Y todas esas mujeres lo habían parido, y todos los hombres engendrado.

El cometa no se les había borrado de los ojos; aunque invisible ya, estaba ahí mismo yéndose y despidiéndose hasta una próxima vida, cuando vieron aparecer al cantor por una punta del pueblo. Se había ido por el Bajo y aparecía por el Alto, como los navegantes que dan la vuelta al mundo. También él había recorrido órbitas lejanas en espacios desconocidos, y ahora estaba aquí, como un regalo del tiempo. El niñito que logró salvarse de los insectos chupadores y sobrevivió al Sietemesino (que seguramente andaría ahora arrastrándose otra vez por el fondo de los mares), que siendo todavía muy niñín se dejó hallar por la música que lo andaba buscando, que por estar todavía dentro del cuerpo de su madre en forma de placer recién brotado pudo escaparse del filo del cuchillo, el que a los veinte años desenterró en Lumbreras la memoria de Minas Altas, bajaba ahora al trotecito en un caballo que al partir iba dormido.

Las diferencias anímicas y manuales entre enlazadores, músicos y astrónomos estaban marcadas arquitectónicamente por los terrenos baldíos que separaban los tres grupos de casas en ambas márgenes del río, terrenos que los músicos llamaban distancias tonales. A medida que el cantor bajaba hacia la casa de Jotazeta, observado desde arriba por los astrónomos como objeto espacial y desde abajo por los enlazadores como un bulto que trae la creciente, para los músicos aquellos intervalos se borraban, recorridos por un sonido, como si Intruso resbalase, sin saltearse un solo espacio, por una cuerda que sonaba, de tal modo que al no haber más distancias entre ellos, los astrónomos en adelante podrían enlazar sus constelaciones, los enlazadores calcular sus tiros de lazos por órbitas precisas, los músicos tocar planetas como si fuesen calabazas encordadas. Y todo eso era posible porque Eme Calderón en su memoria y en sus dedos y en sus cuerdas vocales venia trayendo la canción del gallo blanco.

Un cerro de tierras verdes próximo a Minas Altas le había recordado a Intruso el prado de verdes más intensos donde Jotazeta lo crió. El recuerdo se hacía más intenso según se aproximaba, por lo que no podía dejar de torcer la cabeza hacia la derecha, contra los tirones de riendas del cantor, procurando trepar por cualquier escalinata que lo llevase al encuentro con su cuarta hierba. El equilibrio entre los impulsos del caballo y la voluntad de Eme transmitida por las riendas mantenía a Intruso lejos del centro del río, rozando casi los bordes pedregosos, mientras el hombre tendía hacia el centro y final de la bajada preparando sus ojos para el momento deseado del encuentro visual con Jotazeta y Emebé, no posible todavía debido a la curva de la oruga en mitad de su cuerpo.

Eme palpó en la alforja la cajita de música, cuya existencia borraba las distancias o intervalos entre Minas Altas y Lumbreras, y se sintió puesto en el tiempo, ocupando el que le restó a su hermano el cuchillo del Sietemesino, como si lo rescatase. Esa caja era la certeza de un pasado conocido. Colgaría en la pared aquellos retratos, aunque no correspondiesen a sus padres. Amarillearían doblemente, con duda y tiempo. Pero al del novio de ojos dulces lo respaldaban aquellos huesos tan limpios y tan blancos hallados en la tumba, y las doscientas madres que lo veían pasar prestaban existencia real a la de aquella novia de pechos salpicados.

No había terminado el cantor de abrazar a Emebé, ni de pensar que había vuelto, ni de echar una mirada morosa a Minas Altas; no había terminado de mirar el ajuar que Uve y Eñe rescataron del viento, ni de reírse de las preguntas de Emebé sobre Azul; ni de mostrarles la cajita de música; ni de trasladar a los papeles la canción del gallo blanco; ni de permitir que Intruso se fuese por fin a tomar su cuarta hierba; ni de mostrar los retratos de sus padres ni de acordarse de su amigo Tuy que le inventó unos amores sin decírselo, ni de ver cómo la gente abandonaba las escalinatas y se encerraba a descansar de la despedida del cometa y de su regreso inesperado, cuando llegaron los músicos diciendo que ya tenían todo preparado para guardar la canción en la memoria musical prevista.

En el trayecto hasta la casa de De Ce, el cantor le pasó al arpista mayor los datos musicales y verbales de la versión definitiva, ante los estremecimientos emotivos del enlazador y su hija y la aparente frialdad profesional de los músicos, que arremolinados y arrebolados alrededor de Eme Calderón absorbían cada una de las notas y sílaba por sílaba sus contenidos palabrísticos, seguidos por un titiritero que había bajado del Alto para registrar en su ya agobiada memoria el final de la aventura.

Con destornilladores y tenazas habían despanzurrado el piano para extraerle el arpa, montada como tal sobre unas tablas. Las demás piezas del instrumento estaban desparramadas por la galería con unos papelitos identificatorios que permitiesen luego su recomposición. La tapa con la cola, posada sobre el cántaro, era tristísima en sí misma, como un ala cortada, aunque, vista como complemento del recipiente, se integraba en un nuevo todo musical. La caja del piano era como la boca abierta y desdentada del viejo ondulatorio cuando los asesinos intentaron extraerle los versos de la canción conocidos hasta entonces; como el Ondulatorio, se parecía a un caballo marino; las gemelas, asomadas a su interior casi vacío, eran avispas zumbadoras.

Cuando los enlazadores que vigilaban los extremos de Minas Altas, conectados con los chasquis, aseguraron que no había oído humano en el área afectada por el alcance de los sonidos, y que el cazador de cóndores capaz de delatarlos andaba vendiendo sus plumas al otro lado de las Salinas, el arpista mayor, ante el silencio profundo de la cordillera, le pasó a las cuerdas vírgenes del arpa la canción del gallo blanco.

Grabada la última nota, todo lo viviente en el cuerpo de la gigantesca oruga dejó pasar todavía un largo espacio de silencio, que actuaba como la primera envoltura, en paños delicados, de la pieza musical. Con manos de sostener a un recién nacido colocaron el arpa, ya dormida, en el interior de la caja. Consultando los papelitos y hablando en voz muy baja reinstalaron las piezas desarmadas, atornillaron la tapa y la cerraron, y aunque ya se podía hablar nadie decía una palabra.

Había muchos intersticios entre la tapa y la caja, centenares en las teclas. Ningún sonido o ruido externo debía perturbar el silencioso entrelazamiento de la canción con las cuerdas, ni tampoco escaparse nada desde adentro. Entonces las gemelas trajeron el producto de una recorrida por las colmenas. Con cera virgen lo sellaron, sin olvidarse de los agujeros de los pedales, con cera virgen clausuraron el teclado que nadie en Minas Altas era capaz de usar.

Lo cubrieron con el toldo a modo de mosquitero, y apoyando los oídos en la tapa creían oír la tranquila respiración de un niño que dormía el sueño más profundo en la más tranquila de las noches. Guardada en esa memoria, la canción quedaba protegida del olvido o las violencias. Una copia de trabajo quedaría en el piano que ellos mismos habían hecho, sin contar las que había ya en la memoria de cada músico de Minas Altas ni las que Tuy y sus amigos andarían desparramando entre los músicos de los cuatro vientos.

Ahora sí, dijo el arpista mayor orientando hacia el piano las guías nacientes de las madreselvas, ahora sí pueden tejerle una selva alrededor.




Al otro lado del girasol primero

En Minas Altas siempre hemos pensado, dijo Fábulo saliendo del teatrillo con una gemela en cada mano, que el recuerdo, como sustancia, es limitado. Hay una cantidad exacta de él en el mundo, que ni aumenta ni se renueva, y no alcanza para todos. Esto hace posible la existencia del olvido, que abunda y está en todas partes, es como el aire y se confunde con el tiempo. Por eso resolvimos encerrar la canción en esa caja, metida en la memoria de un arpa. El gallo blanco es el corazón de Minas Altas y allí dentro quedará latiendo, pase lo que pase con nosotros. El tiempo le dará vueltas y vueltas procurando penetrarla por cualquier resquicio, pero siempre estarán allí esas ceras vírgenes impidiéndoselo y obligándolo a girar y girar inútilmente. Allí Minas Altas, y todo lo que ella significa hacia atrás en el tiempo, permanecerá como muerta, hasta que sea posible despertarla en algún tiempo futuro de amor y de justicia. Con esto pongo fin a mis trabajos y doy por terminado el manuscrito. Si usted, que tuvo la paciencia de escribirlo, quiere agregar algo que ayude a su comprensión, puede hacerlo. Necesitaré de usted un par de días más para las correcciones necesarias. Después podrá reanudar su vida postergada, casarse con la Céfira según los proyectos que tenían antes de subir al Mirador. Ella le ayudará a ir recuperando poco a poco la memoria. Un cuento cada noche, dijo sonriendo desde el catre donde se echó a descansar, como en esas historias orientales.

La cortina de la puerta que daba a la galería, de la misma tela que la del telón del teatrillo, se corrió dando paso a un hombre muy alto y de sombrero que dijo «permiso» con tono de muñeco anunciador. Las cuarteaduras de su cara fina y larga eran como las huellas de los dedos de Fábulo en las caras de papel machacado de sus títeres. Seguramente, me dije, el modelo del que se valió para modelar a I. Saludó, y viendo que yo no lo reconocía me tendió la mano diciendo: soy el mulero que llevará el manuscrito al otro lado de la cordillera.

Se sentó en el catre a discutir con Fábulo detalles de la travesía. Quería viajar solo, así seria más fácil pasar inadvertido. Fábulo insistía en llevar por lo menos un hombre de escolta, vea que esos papeles no deben correr el menor riesgo. Ene Vega y la Céfira se sumaron a la conversación. Hablaban de un mundo paralelo del que yo estaba excluido, sin ninguna referencia. Sus acciones me parecían la intrusión de otra realidad en el escrito. Como si lo violaran con hechos que no le pertenecían. En los ojos de Fábulo vi un brillo diferente, en los de la Céfira una mirada oscura, y una distancia insuperable en los de Ene Vega. Los miraba y escuchaba, veía los movimientos de sus manos, pero ellos estaban hablando y gesticulando en otro mundo.

Tuve miedo de mi inconsistencia. En qué juego me había metido Fábulo, en qué ficción de titiritero. Me sentía un muñeco más, formando parte del encantamiento y sin poder pensar por mí mismo; mis acciones sólo podían existir a través de las manos de Fábulo en el espacio de su teatro. Y qué hacia I -porque seguramente de él se trataba- fuera del manuscrito, conversando con Fábulo. Miré el teatrillo, a ver si lo que estaba sintiendo sucedía allí. El telón permanecía cerrado, oscurecía, nadie atinaba a encender velas o candiles. Pero en aquella penumbra, estábamos todos como dentro del tinglado; las cortinas de la puerta por donde había entrado I daban al público; pronto se descorrerían y empezaría la función; una mano del titiritero recorrería mi cuerpo de trapo rellenándolo, metería un índice muy frío en mi cabeza hueca y con voz fingida diría por favor, préstenme un poco su atención, la historia va a acabar.

Ante la dudosa realidad, la referencia del manuscrito aparecía como única verdad posible. Tal como lo había hecho Eme Calderón, remontaría mi pasado hasta encontrar mi propia tumba de tiro, mi propia caja de música, mis propios huesos blancos, aunque tuviera que llegar hasta Lumbreras, tumba y nacimiento de todos nosotros. Como si yo mismo fuera Fábulo escrutándome hasta el fondo con su mirada oscura, retrocedí escarbando en mi memoria de palabras, revisé zona por zona el manuscrito buscando alguna traza, me detuve en los días iniciales, el momento preciso en que llegué al Mirador de los Vientos, hasta que divisé en lo último el girasol original, a cuyo lado estaba como tembloroso de tanta lejanía el cuerpo de la Céfira. Ese era mi primer recuerdo nuevo, allí terminaba mi memoria antigua y allí tenía que golpear, era la puerta para salir del teatro y de la farsa.

Borrar, borrar, dije mirando el girasol, confiado en el poder de las palabras, como le decía cóndor a los cóndores para ayudarles a volar. En la casa de Fábulo alguien encendía lámparas, se oía un cuchicheo lejanísimo, como si los que allí estaban volviesen suavemente al interior del manuscrito, mientras yo daba golpes cada vez más certeros en la muralla de ese girasol incrustado en mi cerebro. Pero la puerta que yo intentaba golpear estaba abierta; lo único que había al otro lado era la primera mirada oscura de Fábulo Vega, como un letargo prenatal.

¿Te pasa algo?, oí la voz de la Céfira más o menos cerca de mí. Desde más lejos llegó la de Fábulo: no le digan nada, cualquier ayuda en este momento puede producirle un efecto contrario. Ya recuperará solo su memoria. Ha trabajado mucho y necesita descansar.

Oí salir a I y despedirse en la galería. Hablaban muy bajo, para no despertarme, creyendo que dormía. Entendí que se iban todos a la casa de Ene Vega. Intuí o atisbé el perfil de la Céfira cuando se inclinó para bajar la luz de la lámpara. Escuché sus pasos por la galería, los sentí perderse cuesta abajo. Me quedaba solo en la casa llena de muñecos, en la memoria desnuda de Minas Altas, más dura que la desnudez de las estrellas. Le decía adiós al girasol y emprendía el largo camino de regreso, en algún punto de su recorrido me dormía.




Se equivoca, dijo Ele Te

En Minas Altas hay tres maneras de casarse, según el sector al que pertenezca la novia. En el ritual de los enlazadores, el novio, con los ojos vendados, debe enlazarla con un cordón de seda, orientándose por los sonidos que le envían los músicos. Como el lazo apenas tiene peso, es tarea difícil. La novia baila fingiendo que rehúye los tiros del lazo, pero en realidad los está buscando. El doble juego va construyendo las figuras de la danza. Esas figuras son el núcleo de la fiesta; reconstruirlas verbalmente, un juego que dura hasta el próximo casamiento. La boda se consuma cuando la novia queda enlazada. Los casamientos de los astrónomos son más auditivos que visuales. Lo hacen de noche, a cielo abierto. El día de la boda suspenden su rigor científico y atontándose colectivamente para estar a tono con el novio se convierten en astrólogos medievales. La boda consiste en larguísimas esperas de precisas posiciones planetarias que favorezcan los horóscopos de los novios, ya que consideran la boda un nacimiento. La espera es la fiesta, sostenida por música nocturna ejecutada en instrumentos prehispánicos zoomorfos: ranas melodiosas, culebras silbadoras, aves de la noche. Cuando los astros han alcanzado las posiciones elegidas, el astrónomo y la astrónoma se besan; el beso dura hasta que la posición astral se modifica, con lo cual ya están casados. Empieza entonces la música humorística, hasta que amanece y ya es posible ver el traje de novia de la astrónoma, enteramente azul profundo, salpicado de lentejuelas que empiezan a brillar, sus cabellos untados con rocío, el ridículo bonete del novio alquimista, su capa de murciélago.

Mi boda con la Céfira debía realizarse de acuerdo con el ritual de los enlazadores, pero los músicos, clave de las tres formas, movieron todos la cabeza al mismo tiempo, según su costumbre, para decir que no. Ignoro las razones aducidas. Contaban con media palabra de los astrónomos, y aunque les costaba expresarse verbalmente lograron que los enlazadores les transfirieran nuestra boda, inmediatamente convertida, según sus ritos, en una obra musical cuya forma externa o pretexto argumental era nuestro casamiento.

A la ofuscación que sufría se sumó un aturdimiento de novio. Decía cosas tontas cada vez que abría la boca, mis movimientos eran torpes y mi comportamiento incoherente. Me costaba poner en palabras las correcciones que introducía Fábulo en el manuscrito. No reconocía a ninguno de los que subían a felicitarme por la boda que ya anunciaban los músicos con su trompetería, caras extrañas hablando familiarmente de hechos que yo desconocía. Parezco un idiota, ¿no?, le dije a Fábulo. Usted, me aconsejó, no debe preocuparse; en estos casos, mientras más tonto se es las cosas parecen más hermosas. A cada rato veía pasar al mulero trajinando con sus animales; me saludaba desde lejos alzando su enorme mano, escapado del manuscrito, mezclando tiempos y violando espacios.

La fiesta de mi boda empezó muy temprano, cuando apenas había amanecido en el mar, y en Minas Altas, a oscuras todavía, podían verse las crestas de nieve sonrosándose allá arriba altísimas, por los senderos donde I caracoleó arrastrando un meteorófono. Exactamente, cuando los músicos empezaron a tocar ayudándole al sol a salir. Música ritual, claro, pero introduciendo poco a poco ritmos de fiesta, como contándole que iba a suceder una boda. Fábulo ya se había ido llevándose el teatrillo. Yo estaba solo en su casa, despertándome con esa música y los pequeños ruidos que hacia la gente para asistir al concierto.

En los bordes del río aparecieron los caracoles ceremoniales, adornados con tiritas de papeles de color. Los giraron embocándolos a todos hacia un mismo punto, y enseguida el viento empezó a tocar en ellos, notas diferentes según el tamaño de cada esqueleto marino.

Desde la galería vi que por una ladera bajaba un cazador de cóndores, apareciendo y desapareciendo en las curvas o tras las piedras, oscilando como I entre la realidad visible y la de los papeles. Imposible saber si también tenía una joroba como el de Fábulo, tapado o envuelto como estaba con las alas y la cabeza colgante del cóndor ensangrentado que llevaba. Los músicos, salvo el viento, dejaron de tocar cuando lo vieron. Más de veinte compases de silencio suspendiendo la fiesta. Se oyó el traqueteo irregular de su mula por los pedregales, hasta que él y sus ruidos desaparecieron en el Bajo, en la choza donde se encerraba a desollar al cóndor, poner a secar su carne, que luego comería, arrancarle las plumas y emborracharse hasta llorar.

Los músicos aprovecharon los compases de espera para cambiar de tema. El sol ya se había levantado también en Minas Altas y, abandonándolo como objeto de su música, iniciaron un aire relacionado con frutas y licores, animalitos del aire y la montaña, albures y disfraces, a cargo de instrumentos puramente fiesteros.

Cuatro hombres de a pie se presentaron. Dos de ellos, enlazadores, se quedaron en la casa cuidando el manuscrito. Los otros, un astrónomo y un músico muy joven, dijeron que me acompañarían a la casa donde debía esperar a la novia, ya estaban llegando los invitados de otros pueblos. Todo el mundo salía de sus casas convergiendo hacia la boda: las viejas empolvadas, los ancianos de dos y tres bastones, los callados muleros, los jóvenes de armoniosas estaturas, las deslumbrantes Céfiras.

Retumbó una de esas explosiones entre los cerros, haciendo avanzar hacia Minas Altas más bandadas de pájaros y animales que saltan o se arrastran. Se casará en un zoológico, dijo el astrónomo. Y el músico: hemos previsto que estas explosiones formen parte de la partitura, así desviamos su sentido asesino, tomándolo como un elemento de la fiesta.

Aprovechando la interrupción, los músicos, que tocaban en la casa de la boda, cambiaron otra vez de tema. Preponderaban ahora las arpas, desarrollando una música pensada para sentirse hermoso.

En el patio, Fábulo representaba para los niños una versión humorística del Sietemesino, que en forma de avechucho, desde lo alto de una rama, le pedía a su madre, al pie del árbol, un poco de calor materno. Si es el calor materno lo que te gusta, ahí va, decía la mujer prendiendo fuego al árbol, porque hasta su madre odiaba aquel engendro. Y ardía el Siete, dejando caer un cuchillo chamuscado, mientras los viejos soltaban sus bastones para aplaudir y reírse con los niños.

Entramos en la galería, donde las madreselvas, bordeando el cántaro y el piano, se querían introducir por la ventana de una habitación, a la que asomaban su cara dos muchachas idénticas. A partir de hoy, me dijo el joven músico, podrá vivir con su mujer en esta casa.

Tu nombre es De Ce, ¿verdad?, le dije en voz baja, temeroso de estar filtrando hacia afuera, por mi cuenta y sin autorización de Fábulo, un elemento del manuscrito. Se equivoca, dijo sonriendo, mi nombre es Ele Te.




El timbre de los caracoles

Unas veinte muchachas disfrazadas de Céfiras entraron en el patio girando sobre sí mismas mientras la voz de un músico anunciaba una danza destinada a convertir los cuerpos en cuerdas de instrumentos. En la coreografía que desarrollaron, las danzarinas recorrieron el camino que va de la quietud a la pura vibración, simulando los movimientos de cuerdas pulsadas y frotadas, contagiándonos a todos, que a los ojos de los músicos éramos ahora su instrumento.

La danza fue una introducción al concierto-boda y la señal para que la novia apareciese. Ahora, anunciaron, vamos a tocar una pieza en forma de casamiento. En la primera parte contaremos un poco la historia de estos novios; en cualquier compás de la segunda parte, que es consagratoria, quedarán casados, sin saber en qué compás preciso se produjo la consagración, que pasará a ser un hermoso misterio para siempre; la tercera y última será de circunstancia, siguiendo el ritmo de la fiesta.

Tras unos golpes de timbal seguidos de un silencio apareció Ene Vega, sin sombrero y ceremonioso, llevando de la mano a la Céfira, toda ella en vibración de cuerda pulsada. En un claro homenaje al manuscrito, su vestido, utilizándola a ella como parte de su hechura, imitaba la forma de un cometa, donde el peinado alto era la cabeza del cuerpo celeste y el resto de la mujer su cabellera Los ancianos astrónomos cortos de vista curvaron sus dedos formando tubos ópticos que cerraban la visual sobre ella, mientras los músicos desarrollaban una melodía planetaria. Al soltarse de Ene Vega, sin poder liberarse de las vibraciones que le traspasaban las Céfiras que la flanqueaban, avanzaba hacia mí soportando los máximos alcances de su vibrar de sexta cuerda de guitarra tocada con pulsación de figueta, es decir, fuerte-débil alternando el pulgar con el mayor y el índice, de donde surgía el ritmo de su andar, con pequeñas pausas que recordaban el movimiento de un caballito marino. Ondulaba en unos planos virtuales que aparecían y desaparecían encerrando un centro permanente apenas tembloroso, donde conservaba su condición de novia envuelta en un vestido blanco y en un ramo de azahares que la salpicaba con sus movimientos.

La música tras el breve pasaje planetario, exaltaba ahora el descubrimiento de la belleza del cuerpo, convocaba juegos y secretos, lluvias y girasoles, intentando contar nuestro noviazgo. Tan sensual, que las ancianas empolvadas se arqueaban como varillas de mimbre y los viejos de dos y tres bastones se sentían trepados por un clarísimo cosquilleo de chispas persistentes. Con esto las bailarinas dejaron de vibrar, convirtiendo su quietud en un ornamento de la Céfira, que por fin llegó a mí sin temblores, como una cuerda en reposo.

Una de las Céfiras le alcanzó un paquetito, que ella me puso en el bolsillo. Es mi regalo de bodas, dijo; son unos espejitos para que después hagamos entrar en nuestra habitación esas madreselvas de la galería.

En el momento de ejecutar la música consagratoria, advirtieron que no tenían a mano los instrumentos rituales necesarios, esos caracoles marinos dejados en los bordes por la mañana muy temprano para que los soplara el viento, que olvidaron recoger. Habló un arpista maduro, que parecía coincidir con el arpista mayor del manuscrito: mientras llegan los caracoles, vamos a aprovechar esta breve interrupción de la boda para presentarles nuestro propio meteorófono, con un pequeño concierto que trata de cierto regalo que le hicieron a un mulero. La partitura original es para cuatro arpas indias, dos caracoles, dos tubos y acompañamiento obligado de piano o, como en este caso, del sustituto que hemos hecho. Como no tenemos los caracoles, las voces correspondientes serán ejecutadas también por las gemelas en nuestro instrumento. Es la primera vez que el meteorófono suena en público en Minas Altas. Y es nuestro regalo de bodas. Pensábamos dárselo al final, pero bueno, hemos tenido que alterar la fiesta por culpa de esos caracoles.

Arrimaron el armatoste, que dejó oír el ruido de las calabazas que le colgaban por debajo de mayor a menor entrechocándose en el bamboleo. Ante él se ubicaron las gemelas con sus golpeadores. La de la derecha golpeó sobre una de las tablas-teclas, su la no coincidió exactamente con el de las arpas y los tubos. Los arpistas, entre los que estaban Ele Te y el que se parecía al del manuscrito, decían que estaba demasiado alto el nuevo instrumento; y las gemelas, que subieran las cuerdas de las arpas, afinar el meteorófono suponía quitar o poner cera en todas las calabazas, una tarea que postergaría todavía más la boda, y además las colmenas estaban agotadas. Cedieron los arpistas, mientras afinaban trajeron al patio unas grandes mesas con licores del llano y la montaña y frutos del mar y de la tierra, que las Céfiras distribuían sin poder abandonar del todo su condición de cuerdas.

«Cometa con tres muleros» era el título de la obra, un alarde descriptivo que obligó a los astrónomos, de oídos torpes, a escuchar como escudriñando el cielo, mientras las Céfiras, poseídas, suspendían frutos y licores en el aire y las vibraciones de sus cuerpos, y los niños engañados por la música, alzaban sus cabezas tratando de ubicar en el espacio un gigantesco papalote blanco. Las gemelas se ensañaban golpeando en las maderas, los arpistas se transfiguraban con gestos misteriosos, los tubistas venían de otro mundo, en tanto el cometa evocado, a millones de kilómetros más allá del sol, parecía alcanzado por esos sonidos lanzados desde la insignificante Minas Altas.

Los caracoles consagratorios, graves y suaves, a la vez que empezaban a casarnos ayudaban a sacudir las tensiones del paso acústico del cometa electrizante. Una música ritual sustitutiva de las palabras que en los pueblos dominados por Oidores y Sietemesinos pronuncian los sacerdotes y los jueces, de modo que no estaba libre de cierta solemnidad aparatosa. Le propuse a la Céfira que eligiéramos por nuestra cuenta un par de buenos compases para guardarlos de recuerdo. Los sonidos eran como voces de animales extinguidos, acordes con el entorno zoológico provocado por las explosiones que, aunque incorporadas al concierto considerándolas sonidos, se visibilizaban en la fauna que venía a pedirnos refugio en medio de la fiesta, saltando, arrastrándose o volando, sumando sus voces suplicantes a las de los caracoles, que hacían tiritar el ramo de azahares de la novia.

Dejamos pasar, casi sin escucharla de tan fea que era, la parte que vinculaba el matrimonio con las labores de la tierra, lluvias tempranas o tardías y todas esas cosas de almanaque y de trabajo. Una música que todavía emociona a las ancianas pero aburre a medio mundo. Un aburrimiento patente en la cara de los sopladores ante una melodía que por ser ritual no puede modificarse a gusto. No había allí ningún fraseo ni simple compás que nos interesara guardar en nuestro futuro relicario. Tampoco hallamos nada en el pasaje que aludía a la unión de los cuerpos. Seguíamos sin poder elegir nada y a lo mejor ya estábamos casados, según la secreta intencionalidad de los soplistas, mientras esa parte de la consagración se diluía en unas retóricas que mencionaban alegrías hogareñas seguidas de un montón de hijitos y de hijitas en los que tanto ella como yo jamás habíamos pensado. Ni mucho menos, como parecían sugerir los jueces y sacerdotes soplistas, desear que esos niños fuesen sensibles a la música, a favor de la tradición de un tercio de Minas Altas.

Usando solamente los caracoles de registros más graves, hablaban ahora del misterio de los cuerpos, con todo aquello de que son réplicas cósmicas, y unas referencias de mal gusto a la sangre, que pasaron por los dedos de la Céfira en una ráfaga de miedo. Nosotros sentíamos el cuerpo como un lugar para el placer, sin otra retórica que la de los girasoles o la de las madreselvas que mi mujer acababa de prometerme. Dejamos pasar los sonidos finales sin interesarnos por sus contenidos. Sin haber hallado un solo compás a nuestro gusto, resolvimos elegir como recuerdo simplemente el timbre de los caracoles, sin ningún significado.

Como era de suponer, lloraban todos. Y nosotros dos, claro. Cualquiera llora con una música como ésa. Incluidos los caracoleros, que después de apoyar los instrumentos en el suelo se llevaron las manos a la cara aconsejando, entre lágrima y lágrima, llorarlo todo de un solo golpe evitando cualquier ralenti consternante. Alguien intentó cantar buscándole un contrapeso a la lloradera, pero la voz se le quebró enseguida y todo se le hizo puro llanto.

En una especie de palco destinado a las visitas especiales, tres barbudos se llevaban discretamente a los ojos sus pañuelos, junto a una muchacha vestida de azul que lloraba a caudal por tener lágrimas fáciles y flojas.

Por fin los ejecutantes, que fueron los primeros en reponerse, iniciaron una alegre música que borró enseguida el sonsonete de los caracoles. Ahora cantaban mencionando a Tuy y a los barbitas, a Emebé arrojando su vestido, como entreabriendo el manuscrito, volcando el pasado en el presente, convirtiéndolo todo en una función de Fábulo con muñecos vivientes.




Confusión de madreselvas

Y bien, contando lo que resta voy a decirles adiós secretamente a las palabras que me prestaron. Cualquiera de ellas, en cualquier momento, podrá ser el adiós formal, como el compás secreto en la música de los caracoles. El mulero está al salir, una demora prolongada lo obligaría a enfrentarse allá arriba con un peligroso encuentro de vientos que los astrónomos han previsto. Y Fábulo, impaciente, se pasea nervioso por la galería.

Consumada la boda, entre el aturdimiento de la música de circunstancia y el de los brindis, fui descubriendo que todos los que estábamos allí, que yo había considerado como una realidad desvinculada de nuestras historias, pertenecíamos al manuscrito. Algunos, con los nombres cambiados por Fábulo al contar las historias; otros, como Tuy y Azul, con sus nombres verdaderos. Como salidos de los papeles escritos para acabar la historia según propios deseos, ajenos a los designios de Fábulo y a los inevitables puntos de vista del que puso los hechos en palabras. No se trataba, como sospeché al principio en mi aturdimiento, de la última función del titiritero rescatando el pasado. Éramos el pasado y el presente al mismo tiempo, entrando por fin en el futuro antes de la posible destrucción de Minas Altas, recordada por las explosiones que, acabada la fiesta, perdieron su condición de sonidos incorporados recobrando su intención asesina.

El hombre que había visto pasar con un cóndor ensangrentado vino a saludarme; sin poder levantar bien la cabeza, por el peso de su joroba; se le cayeron unas lágrimas a un suelo que él tenía más próximo; no sé si eran por sus crímenes o por estar muy viejo: alrededor de su cabeza calva había un círculo de canas tan blancas como las plumas del cuello de los cóndores.

Llegaron los besos rápidos de unas Céfiras muy tímidas que pasaban ante nosotros como una sucesión de girasoles. Saludando a aquella multitud que ya había visto vivir en los muñecos y aparecer después en las palabras, vi la boca de Eñe manchada de azul, los tironcitos profesionales que dio Uve al vestido de la Céfira ajustándoselo al talle, al arpista mayor que consiguió enlazar a Jotazeta. Y músicos y músicos, que por no dejar de cantar y de tocar me saludaban con gestos.

Nunca olvidaré el abrazo de Tuy, que sin decirme nada me dejó unas partituras en el bolsillo, ni la fácil lágrima de Azul cuando me besó como soplando en la embocadura de su flauta. Y tantos otros que no tengo tiempo de nombrar o se me olvidan.

En eso se acercó la alta figura del mulero. Bueno, me dijo cuando se lo pregunté, mi nombre no es exactamente I, supongo que es el que me ha puesto Fábulo en su historia Pero si a usted le gusta llamarme así, puede hacerlo. Sí, yo traje ese piano desde el mar, junto con Ele Te y el astrónomo que me regaló el cometa. Saldré de aquí mañana, o pasado a más tardar, llevándome sus papeles. De modo que si quiere completar la historia ponga lo que haré, según instrucciones de Fábulo que cumpliré fielmente:

Salí por uno de esos pasos del sur que sólo yo conozco, sin que pudieran verme los gendarmes. Diga que el manuscrito llegó unos días después sin un solo rasguño a la orilla del mar, donde ya estaba pitando el barco, medio invisible entre las brumas, mientras mi mula, que puede ser la Mansa si usted quiere, aceptaba por fin la horizontalidad marina. Diga que allí me recibieron unos hombres que hablaban nuestra lengua, a quienes entregué nuestra historia medio disimulada entre las planillas de medir los vientos. Ahí dentro iban las instrucciones para que los astrónomos muleros del otro lado apartasen las planillas y corriéndose hasta la casa de unos tipógrafos le entregasen el manuscrito, con un papelito agregado donde Minas Altas agradece las palabras que un tal Antonio de Nebrija nos prestó hace quinientos años, que nos han permitido contar nuestra historia para permanecer con ella por lo menos en el tiempo, si es que finalmente han de quitarnos el espacio.

La música circunstancial desarrollaba un tema de siesta. Se durmieron los niños, bostezaron los viejos. Los músicos, según se salteaban compases por estar durmiéndose, enfundaban sus instrumentos y se iban. Los pocos que quedaban incitaban francamente a que se fuese todo el mundo. Al final había uno solo, que al quedarse dormido dejó caer el tubo; luego se fue sin recogerlo. El último en salir fue Ene Vega, que nos acompañó hasta el dormitorio, donde nos preguntó si necesitábamos algo y nos abrazó, llamando hijita a la Céfira.

Tan bien orientadas estaban las ventanas, que no hubo necesidad de colgar tantos espejos para hacer entrar las madreselvas, ni correr la cama alterando o demorando la relojería de los astrónomos, cumpliendo así con las sugerencias de los caracoles de respetar la naturaleza.

No sé quién soy, ni quién fui, estoy en un mareo de palabras, le dije clavando el primer espejito, que introdujo las madreselvas que envolvían al piano en la galería. Te contaré una historia cada noche, dijo ella trasladando a la tapa de un arcón, con otro espejo, las madreselvas que acababan de entrar. Me gustaría, dije, ver las madreselvas del baúl en aquella pared. Para eso, dijo ella, tenemos las de la otra columna, así por lo menos disimulamos ese mueble tan feo y viejo con dibujos de flores. Y yo: me desconcierta que Ene Vega te haya llamado hijita. Ene Vega es mi padre, dijo sacándose un clavito de la boca; y con esto ya hemos gastado la historia de esta noche. ¿Podrías alcanzarme otro espejo?

Las madreselvas iban y venían, confundidas por mi aturdimiento, recorriendo siempre los mismos sitios. Levanté la almohada y vi el embozo de las sábanas. ¿Las ha bordado Uve? Yo no sé quién es Uve, dijo asustándose; las bordó la costurera, esa misma que nos saludaba; la que me hizo el vestido que yo de rabia tiré por la ventana cuando tuve celos de esa Azul que hoy te miraba tanto; el mismo que después trajo la creciente, ¿no ves cómo está zurcido por todas partes? Entonces, le dije, tu nombre es Emebé y el de tu padre Jotazeta. Yo no sé nada de Emebé, dijo la Céfira soltándose el peinado alto, ni tampoco de Jotazeta. Supongo que son los nombres que Fábulo nos ha dado en sus historias. ¿Para qué preocuparte, si nunca dejaste de ser el mismo? Fábulo no quiere que te digamos nada. Si tu memoria ha de volver, tendrá que hacerlo sola. Yo puedo ayudarte recordándote de a poco, noche a noche, cosas que están en la otra orilla. No te acuerdas de nada y a mí me da lo mismo, porque te quiero en las dos partes; para mí son idénticos los dos lados de tu girasol.

Cuando ya no hubo dónde poner más madreselvas de espejos ella dijo: voy a desvestirme en la otra habitación; me da un poco de vergüenza hacerlo aquí delante tuyo; todavía me resuena ese asunto tan serio de los caracoles, y por su culpa no puedo ser la Céfira de siempre.

Me eché en la cama. El tiempo de la espera era larguísimo. Veía cómo las madreselvas virtuales se desplazaban con el sol. Sentía que las palabras del manuscrito se convertían en un pueblo, y no sabía si era así o se trataba de un pueblo convirtiéndose en palabras. Los indicios que me daba la Céfira (o Emebé) me llevaban a ocupar el lugar del cantor. A lo mejor era él quien estaba al otro lado, oscuro, de mi girasol. Entonces me habían cambiado la voz por una memoria y ahora todo consistía en volver a convertirla en voz. Entonces Fábulo no me lo había dicho todo. Cuando el cantor regresó de Lumbreras y le contó su viaje, lo hipnotizó o desmemorió, desmemoriado lo mandó al Mirador de los Vientos para que escribiese sus historias. En ese caso, dije, hice dos viajes a Lumbreras, uno en el tiempo y otro en las palabras. Y mi memoria sólo recuerda el último. Yo era entonces la virtualidad del cantor, como las madreselvas de los espejos, que ya abandonaban la tapa del baúl y empezaban a caer siguiendo el paso del sol que se ponía. Pero las madreselvas se borraban, mientras yo permanecía.

No habían acabado de borrarse cuando oí que ella daba tres golpecitos en la pared, exactamente iguales a los del manuscrito, con las mismas pausas desiguales, con la misma intensidad con que los músicos, contando nuestro noviazgo, los reconstruyeron con tres golpes de timbal.

Mientras escribo apresurado estas últimas líneas (los pasos de I y de Fábulo suenan nerviosos por la galería), observo la furia en el polvo que levantan las explosiones, y siento la proximidad de los asesinos en el pánico de la fauna que avanza desde abajo. Minas Altas, en la mitad de esta mañana limpia, está desnuda al sol, como un cuerpo viviente. Entre los dos cerros que tengo enfrente hay un sitio preciso por donde ellos llegarán. Puedo intuir sus formas, de alguna manera ya están ahí, oblicuos y sesgantes. Son los mismos que llegaron a Lumbreras en una mañana como ésta.

Hoy mismo comenzará el éxodo de mujeres y de niños. Hay un proyecto de resistencia, de dudosa eficacia: es muy difícil luchar contra los asesinos con técnicas de astrónomos y músicos, aplicadas por hombres que sólo saben enlazar los objetos que traen las crecientes.

Es posible que cuando estas memorias hayan cruzado el mar, Minas Altas ya no exista. Centenares de hombres atravesarán en diagonal su río seco, pisotearán sus girasoles, se llevarán los relicarios, romperán los espejos, destrozarán uno por uno los muñecos. Centenares de Sietemesinos orientarán sus armas contra Fábulo, buscando su corazón para borrar, con él, lo que nosotros fuimos.

Nuestra esperanza es sobrevivir en estas palabras que dejamos escritas, de la misma manera que un niño recién engendrado se salvó en Lumbreras para contar la historia.







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