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ArribaAbajo6. El siglo XX: la Venezuela mito y la Venezuela real

En una síntesis muy rápida puede decirse que Venezuela despide al siglo pasado en medio de un retraso, no solamente cronológico, sino económico y político. Las luchas emancipadoras, el período de polémicas arduas que intentan inútilmente una organización republicana dentro de la democracia centro-federal, de 1830 a 1858; los estallidos insurreccionales de la Revolución Federal y su secuela posterior de conspiraciones, motines, cualquier nombre en qué enmascararse el caudillismo, nada pudieron; Venezuela llega a nuestro siglo, cargada de presagios dolorosos, de desencantos escritos muchas veces, especialmente entre los modernistas que sobreviven junto al Positivismo. La filosofía del progreso y el orden, tan proclamada desde 1866, tampoco hace variar las cosas. La autocracia guzmancista nada logra en el fondo, como no sea una ampliación del radio educativo, con el decreto de instrucción pública y un afrancesamiento con apariencias de despotismo ilustrado, cuyo alcance pudiera resumirse más en valores formales, o en la fundación de la ciencia y la historiografía modernas, gracias a las libertades que pudieron mantenerse, en una buena parte. Pero la estructura económica seguía mostrando un país esencial y predominantemente agrícola-pastoril. El desprestigio de los heroísmos caudillescos, fue sustituido por el heroísmo de las inteligencias despilfarradas, cuyos aportes no se produjeron gracias a las condiciones imperantes sino a pesar de ellas. Picón Salas vio con meridiana angustia este problema256. La generación modernista   —226→   será, por eso, una generación del desencanto, el pesimismo y la evasión como formas de supervivencia intelectual. El dar la espalda a nuestra realidad, con que se acusó a aquellos hombres, fue cierta a medias, porque esa misma indiferencia frente al caudillismo entronizado y cerril, era también una sorda y trágica rebeldía: la rebelión del silencio.

Castro inicia en Venezuela una era de orgías políticas, en un fondo nacionalista y una reinaugurada persecución contra la inteligencia257. Gómez pareció a algunos de los nuevos escritores y pensadores (los de la revista La Alborada 1909, positivistas de oídas, naturalistas por convicción estética, reformistas de pura imaginación), una especie de salida airosa a la barbarie y dejaron entronizar una figura ingenua, que ellos creyeron manejable con facilidad. La historia hubo de mostrar cómo la ingenuidad estuvo en los crédulos hombres de ideas que lo mal-juzgaron. El error costó al país 27 años de dictadura258.

Con Gómez se abre en Venezuela una nueva era, la que puede llamarse con exactitud contemporánea, ingresó al siglo XX. Es el período de tránsito hacia la economía predominantemente minera, cuya expansión terminaría por constituir la Venezuela-mito, la del «suelo rico y la gente pobre». El analfabetismo campeaba aún en 1940, cuando se tecnifica la primera enseñanza con la fundación de la Escuela Experimental Venezuela y la readaptación de la Ley educacional. El petróleo cedido a los monopolios extranjeros con irresponsabilidad admirable -por su descaro- terminan por mostrar ante los demás países, un neorriquismo de fachada que oculta   —227→   una enorme tragedia: el subdesarrollo, como industria mayor; la super-explotación, como verdad doliente.

Gómez comienza a estrangular aquellas libertades ideológicas que habían logrado mantenerse furtivamente. Los filósofos del orden y el progreso comtianos, serán los ministros de gabinete, los directores de la prensa oficial. Con la oficialización del Positivismo, tendrá que forzarse una reacción por dos caminos, cuya peripecia llega hasta hoy. Una oposición tímida, idealista, de buenas intenciones, con signo más estético que político, trata de volver a las propias raíces nacionales. Es el Círculo de Bellas Artes, donde la influencia de Bergson es notoria259. La otra, es la ideología encarcelada, leída y escrita a ratos, de contrabando, en las ergástulas. La que llega en la Revista de Occidente, en La Gaceta Literaria, desde Madrid, en las novelas de Henri Barbusse, en las prédicas de un trashumante agitador y líder que conoció de las cárceles panameñas, entre otras. Un «adelantado», que llega a enseñar marxismo entre los presos, y alternar sus enseñanzas con poemas social-revolucionarios: José Pío Tamayo260. No está exenta la forja de una nueva visión del pensamiento, de las influencias pragmáticas y utilitarias, re-importadas de Estados Unidos. El proceso se cuaja en un movimiento intelectual, sustancialmente integrado por estudiantes de la Universidad, desamparados ahora por los maestros, positivistas inclinados ante el césar. La insurgencia no espera. La acción popular vuelve a aparecer, en desventaja, desarmada de fusiles, armada de discursos y poemas o caricaturas. El año 1927 se funda una revista que servirá como órgano de la Federación de Estudiantes: La Universidad. Allí estrenan un aprendizaje jurídico, Jóvito Villalba y Rómulo Betancourt. En 1928, el 12 de febrero, bajo pretexto de conmemorar aquella batalla de La Victoria, de 1814, donde el estudiantado universitario jugó papel decisivo Para poner efímera barrera de sangre a las embestidas de José Tomás Boves, aglutina fuerzas. Se hablará de la Generación de 1928261. Unidad amorfa, ideología heterogénea,   —228→   lectores de marxismo, más que marxistas. No surgirá un Mariátegui, capaz de interpretar la realidad venezolana con nuevos métodos y concepciones, para oponerla como mentís a la tesis oficializada del gendarme necesario. Pero mal que bien, nació de aquella gesta de estudiantes y agitadores encarcelados, el nuevo ensayo y los nuevos líderes políticos que irán a disputarse las candidaturas presidenciales, o la lucha por el poder hasta hoy. Las distintas vertientes y diferencias aparecerán a la caída del dictador, después de 1936. De ahí en adelante irán alternando, progresivamente, partidos políticos que son escisiones de la Federación de Estudiantes y de las posteriores organizaciones262. Al esquema no se escapa el socialcristianismo que, con antecedentes remotos en un estudioso de la Historia y la Filosofía universitaria venezolana, Caracciolo Parra León, lector temprano de Chardin, irá fortaleciéndose en otros dirigentes más jóvenes para llegar al poder en estos días.

Los lectores de marxismo se irán multiplicando y dividiendo al infinito, para dar paso a los distintos matices y sub-matices del pensamiento de la izquierda contemporánea. El policlasismo político sirve de piedra sustentadora a una demagogia con poca raíz ideológica.

Hoy la pregunta que se cierne como reto es si se plantea la fase de sustitución de la generación del 28, que llega al poder en 1940. Con Medina, se repite hasta 1945, especialmente en la labor ideológica representada por Arturo Uslar Pietri; conspira con Pérez Jiménez en 1945 en la figura de Rómulo Betancourt, restaura el sufragio universal ese mismo año para elegir presidente a Rómulo Gallegos, generacionalmente anterior; es perseguida con saña por Pérez Jiménez hasta 1958; cuando regresa al poder, elige a Betancourt para la presidencia, luego a Raúl Leoni (ex-presidente de la Federación de Estudiantes   —229→   de Venezuela en 1928), y actualmente está atrincherada en el Parlamento y conducida a la oposición democrática por el socialcristianismo263.

De 1936 a 1945, se abre un compás de transiciones. La perplejidad momentánea, ocasionada por el cambio radical en la sustentación económica, de la Venezuela agraria-pastoril a la Venezuela minera y monoproductora. Un grupo nutrido de pensadores se encara con angustia a buscar motivaciones del fenómeno. Se revisa el esquema positivista. Se presenta con alarma una denuncia nacionalista, primero asordinada, progresivamente intensificada hasta el alarido. Estos escritores, con puntos de vista encontrados y disímiles, dejan en sus ensayos y obras históricas el testimonio de su advertencia. Son ideólogos de la burguesía, aunque algunos lo nieguen con rubor y otros lo proclamen sin aspavientos. Son Caracciolo Parra Pérez, Augusto Mijares, Enrique Bernardo Núñez, Mariano Picón Salas, Ramón Díaz Sánchez, Mario Briceño Iragorry, Arturo Uslar Pietri, Joaquín Gabaldón Márquez, Augusto Márquez Cañizales entre los de mayor relieve y proyección.

En 1948, una nueva dictadura se impone en el país, con el derrocamiento de otra efímera presidencia civil: la de Rómulo Gallegos. Los viejos líderes del 28, salvo algunos dirigentes socialcristianos, que harán oposición tímida, deberán salir del país, ir al exilio; otros, plegados a las nuevas circunstancias políticas, tratarán de revivir el cadáver del positivismo y exhumar las tesis de gendarme necesario de Vallenilla Lanz, bajo una mascarada   —230→   ideológica sin ninguna consistencia: el nuevo ideal nacional.

Junto a los líderes que se marchan, queda en la resistencia clandestina, o en la cárcel, o fuera del país también, una generación de jóvenes cuyo pensamiento será conocido después de 1958, al finalizar la dictadura, o bien será publicado en el exterior, cuando no en revistas de furtiva circulación interna. Esos nuevos nombres encontraron guía en algunas figuras anteriores. Los maestros serán Mario Briceño Iragorry, cuyo pensamiento se vigoriza desde 1952, con una seria revisión autocrítica de su arcaísmo histórico, para cristalizar en libros que serán breviarios de nacionalismo entre jóvenes: Mensaje sin destino, Alegría de la Tierra, Introducción y defensa de nuestra Historia. Otros: Miguel Acosta Saignes, con quien los estudios de Etnología se fortalecen; Picón Salas, cuya conducta posterior empañaría su hoja de maestro y de árbitro intelectual; siguen Uslar Pietri, Enrique Bernardo Núñez, Salvador de la Plaza, verdadero ideólogo marxista, que logra permanecer difundiendo ideas con una silenciosa librería, para aportar después del 58, lo más jugoso de sus conocimientos económicos. Eduardo Arcila Farías, indiscutible maestro de la Historia Económica en Venezuela. Domingo Felipe Maza Zavala, economista de gran solvencia y penetración; y Humberto Cuenca, que incursiona en la crítica literaria, el derecho y el pensamiento universitario; Rodolfo Quintero, preocupado por los problemas sociales del subdesarrollo264.

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Los discípulos, algunos formados en México u otros países de Europa e Hispanoamérica, durante el exilio, otros, abnegados luchadores de la resistencia, abrirán un círculo que se caracteriza por su franqueza iconoclasta, por la seriedad documental, por la acendrada fundamentación doctrinaria: Federico Brito Figueroa, Germán Carrera Damas, Ramón Losada Aldana, Héctor Malavé Mata, Héctor Silva Michelena, Armando Córdova, Orlando Araujo, Domingo Alberto Rangel. Germán Carrera Damas, el revisor crítico más acucioso y severo de la Historiografía nacional, punto de partida para una nueva visión de nuestro destino en desarrollo; y recientemente, con la obra El culto a Bolívar, realiza uno de los más serios esfuerzos por desmitificar la figura del hombre-pensador, frente a la petrificación del guerrero265.

Fuera de los grupos anteriores, dada su formación predominantemente europea y particularmente española, con huellas de Ortega, Guillermo Morón debe ser citado como un meditador, de prosa brillante, con preocupaciones originales -especialmente en la indagación de la moral política en Venezuela-, controvertido, desconcertante y, a veces, contradictorio. Es quien más ha aventurado en trazar la historia de la Venezuela contemporánea.

Una preocupación común por desentrañar los factores verdaderos del subdesarrollo, una aplicación seria de la metodología marxista a la interpretación de la realidad venezolana, con carácter de investigación más que de agitación demagógica, nace en la obra colectiva escrita por maestros -algunos de ellos- y discípulos.

Justo es destacar la importancia, como intentona, que tuvo el libro Hacia la democracia, de Carlos Irazábal, primer paso en el sentido de interpretación nueva de nuestra realidad.

Quedó fuera la vertiente del pensamiento especulativo en Venezuela que, en verdad, ha contado hasta ahora, con muy escasos nombres. Apenas pudiera mencionarse a Gabriel Espinoza, antes de que se iniciara el proceso que voy a enunciar.

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Después de la Guerra Civil Española, con la diáspora dramática que ella produce y cuya diseminación puede hoy seguirse en toda América, en Venezuela comienza el estudio sistemático de la Filosofía Contemporánea. Mariano Picón Salas funda la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central. Entre los profesores hubo de encontrarse con una valiosa aportación de aquellos republicanos, doctos y bien dispuestos al magisterio: Eugenio Imaz, Manuel Granell, Juan David García Bacca, cuya lección prosigue hasta hoy. Los discípulos, exiguos en número, dejan pruebas ya de su enorme posibilidad como pensadores o investigadores solventes: Juan Antonio Nuño Montes, Ernesto Mayz Vallenilla -el que ha trascendido más, continentalmente hasta ahora-266, Antonio Pasquali, Pedro Duno, José Rafael Núñez Tenorio. Formado en Europa José Manuel Briceño Guerrero alcanza lugar distinguido con su libro América Latina y el mundo.

El pensamiento y la historia de las ideas pedagógicas en Venezuela, han tenido también cultores contemporáneos,   —233→   en Virgilio Tosta, José Rafael Marrero, Alexis Márquez Rodríguez, J. F. Reyes Baena, Gustavo Adolfo Ruiz, Miguel Ángel Mudarra, Luis Beltrán Prieto Figueroa.

El pensamiento científico, menos sustantivo aún que el filosófico especulativo, apenas si halla representación contemporánea, pese a que ha habido también maestros indiscutibles como Augusto Pi Sunyer, Enrique Tejera, Arnaldo Gabaldón, Pastor Oropeza, Félix Pifano y un eminente historiador de la Medicina en Venezuela: el Dr. Ricardo Archila. Recientemente Francisco de Venanzi ha decidido publicar sus reflexiones en este campo267.

Pudiera concluirse este esquema sentando el balance siguiente:

1. Venezuela ingresa a la par de otros países de Hispanoamérica, dentro del ciclo de reacción antiescolástica, en su época colonial.

2. Dispone de un conjunto de ideólogos que permiten cristalizar en acción el ideal de independencia política.

3. Pese a la pérdida de muchas inteligencias en la polémica de la prensa periódica, en la rencilla momentánea, en las cuestiones formales del Estado, cuenta con una nutrida generación de pensadores que, si no vieron estabilizada la República, al menos clamaron con honradez y plantearon con sinceridad los problemas que aquejaban a la nación, a veces presentaron soluciones o advirtieron riesgos, cuya profecía doliente hubo de ser padecida hasta ahora.

4. Aún con la agitada vida de golpes y contragolpes, de conspiraciones, sublevaciones y sediciones, donde no era posible eludir la responsabilidad del acto bélico, Venezuela logró contar con una excelente promoción de pensadores, de inteligencias que a veces se despilfarraron o perdieron por caminos no siempre dirigidos a la solución de nuestras crisis, pero que constituyeron un patrimonio   —234→   insoslayable dentro del contexto hispanoamericano. De todo el proceso, es digna de destacar la importancia de la generación positivista.

5. El siglo XX, aun con sus retorcimientos dictatoriales, indicadores de una estabilidad lograda a fuerzas en los últimos años, tiene también pensadores dignos de figurar en su mayor parte hasta hoy -factor que pudiera explicar en buena parte la violencia de nuestra historia política. El subdesarrollo y el mito de país opulento, han signado dramáticamente la obra de nuestros pensadores, en quienes el predominio de la angustia política es notorio.

6. Queda por cubrir un gran vacío en este esquema: las ideas estéticas. De escuálida fronda, ellas se involucran, la mayor parte de las veces, en la crítica literaria o artística; allí, en su momento, cuando el relieve lo indique, se apuntarán.

7. El humanismo, entendido como un campo de gran apertura de honda curva abarcadora, encuentra representantes en muchos de los nombres citados antes: Bello, José Luis Ramos, Cecilio Acosta; y en nuestros tiempos: Uslar Pietri, Picón Salas, Luis Beltrán Guerrero, Augusto Mijares.







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ArribaAbajoBibliografía general citada

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ArribaAbajoDialéctica de la crítica literaria en Venezuela

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ArribaAbajo1. Aclaración teórica

¿Por qué dialéctica de la crítica? Porque esta palabra, en sus dos sentido más comunes, implica diálogo, controversia de actitudes y de ideas, pero también contra-posición o contradicción fecunda de corrientes ideológicas a través de las cuales evolucionan los procesos, tanto materiales como intelectuales de una sociedad.

Nuestro enfoque va referido específicamente a las controversias básicas de nuestra crítica literaria y, en igual sentido, a las corrientes ideológico-estéticas en que se han inscrito las principales producciones de textos críticos.

Dejamos a un lado la afirmación o la negación de que en Venezuela hayamos tenido o no, crítica literaria. Si la estamos estudiando es porque admitimos que ha existido, aun con limitaciones o fallas. Ignoramos igualmente -para evitar polémicas estériles- las malhumoradas recriminaciones que se han hecho a quienes, con humildad y honradez, nos venimos ocupando de enseñar en la cátedra algunos basamentos teóricos para comprender la evolución de la crítica literaria contemporánea.

En los escasos textos de reflexión e historia de la crítica literaria en Venezuela, con frecuencia observamos una tendencia a agrupar -como si se tratara de un mismo objeto textual- la crítica literaria propiamente dicha, la historia literaria, los estudios biográficos y las lucubraciones teóricas o normativas sobre aspectos de la producción artística del texto literario268. Tal actitud pudo justificarse durante el siglo XX, cuando hacer crítica   —248→   era hacer historia anecdótica o biográfica de los productores literarios, cuya obra se clasifica globalmente dentro de una «escuela»; o, cuando en el auge del Positivismo venezolano, se intentó aplicar las leyes del determinismo social y el organicismo biológico al objeto artístico, conceptuado este último como efecto de los tres causantes propuestos por Hipólito Taine: el medio, la raza y el momento269.

El siglo XX se ha llamado, con razón, el siglo de la crítica textual. El siglo en que nace con propios instrumentos una disciplina ocupada en analizar y criticar la crítica. Esa disciplina se ha denominado la Criticología270.

Finalmente, es de tomar en cuenta que el concepto de crítica literaria no se ha entendido siempre de manera unívoca, ni en el tiempo, ni en todos los países. Los alemanes distinguieron y siguen diferenciando la publicitación hemerográfica del texto literario a través de revistas o cualquier clase de publicaciones periódicas (Literaturkritik) y la investigación histórica o analítica del objeto literario con intención científica (Literaturwissenschafft)271. Contrariamente, italianos y franceses abolieron la designación de ciencia literaria para conceptuar la crítica analítica, porque la Ciencia de la Literatura fue, en esas naciones, como en las de origen cultural inglés, la tendencia a concebir la obra de creación como un organismo biológico sometido a leyes propias de las ciencias naturales272.

En diversas épocas, la crítica literaria ha tenido diferentes y hasta opuestos, objetivos: juzgar, comprender,   —249→   interpretar, recrear, glosar o describir y analizar el objeto literario. Además, la conceptuación del objeto literario ha sufrido también desplazamientos. Unas veces se confundió con el sujeto creador (crítica del autor, del proceso creador, psicocrítica del escritor, psicoanálisis del creador, biografía). Otras, el desplazamiento fue hacia el contexto histórico-social o cultural como determinantes absolutos o relativos de la obra (historicismo, sociología determinista, organicismo). Una tercera vía apuntó hacia la recepción de la obra (sociología del consumo, crítica de la lectura). Finalmente, ha habido épocas en que la atención quedó centrada en la obra misma, bien para ir de ella a su origen y contenido ideológico (sociologismo genético), o para enfatizar el aspecto temático (crítica del contenido o del tema), bien para reconstruir su exposición (crítica argumental) o para aislar su expresión (retóricas y estilísticas). Cada variación de fines ha implicado un modo de conceptuación diferente. Cada cambio de objeto ha supuesto una variable metodológica. Ambos términos de los cambios constituyen la dialéctica de las corrientes históricas de la crítica que, en el fondo, son transposiciones al campo crítico de las corrientes artísticas o, más precisamente, particularizaciones de los modos generales de producción ideológica. Así, por ejemplo, para referirnos sólo al proceso moderno, puede observarse que en los siglos de la Ilustración aparecen las Poéticas neo-clásicas, leídas como recetarios del buen decir y escribir, como manual de instrucciones para regir el buen gusto, útiles para el conocimiento de las figuras literarias y de construcción. Estas retóricas terminarían excecradas por los propios creadores -dada su intencionalidad normativa- en pleno Romanticismo. En cambio educaron el gusto de los escritores neoclásicos. Tal vez pudiera afirmarse que de la reacción antiretórica promovida por los románticos deriva el rechazo del poeta hacia el crítico, conducta heredada y repetida hasta hoy por muchos escritores venezolanos.

El Romanticismo irrumpió drásticamente contra las normas y los códigos literarios y acentuó la nota sobre el acto creador como misterio. La instintividad satánica y teológica como impulsadora de la expresión, desde los tiempos del poeta platónico, secretario privado de los dioses. El contenido emocional, la retórica de los sentimientos   —250→   que la razón neoclásica no admitía o se negaba a entender, el irracionalismo, habrían de terminar luego convertidos, igualmente en normas o códigos literarios y, por tanto, susceptibles de extenuarse con el tiempo o de recibir el impacto de dos corrientes opuestas: el realismo (verismo) y el simbolismo (modernismo en Hispanoamérica).

La crítica romántica derivó cada vez más hacia la biografía como medio para comprender el numen poético. La historia literaria se les convirtió en materia polémica bifurcada. Una vertiente buscó en el genio de los pueblos la «causa» del hacer literario. La otra, individualista, exaltó sin explicar el «genio» creador individual y sonámbulo273. El realismo será basamento para una crítica historicista como el simbolismo alimentará la praxis crítica del esteticismo o arte-purismo que magnificaba la teoría de la «imagen poética» como cimiento estético de su obra.

En la madurez del Positivismo están los antecedentes de una Sociología determinista de la obra, pero también el desarrollo de las Ciencias del Lenguaje que permitieron reordenar el objeto de la crítica y afinar el instrumental metodológico para abordar el texto en su especificidad. Desde Saussure hasta hoy, pasando por los mal llamados «formalistas» rusos, los estructuralistas y semiólogos checos, la «nueva crítica» norteamericana y los semióticos y neo-estructuralistas franceses, la polémica y la controversia han escindido los campos entre dos sistemas metodológicos: el extrínseco y el inmanentista. Este problema ha tomado carácter de guerra internacional. Hoy quizá hay pocos sitios del mundo en que se eluda lo que cada cierto tiempo se escenifica como drama o farsa bajo forma de Congresos y afines, donde unas veces se decreta la muerte de la crítica y se anhela la quema de brujas de sus oficiantes o, en todo caso, la tendencia normativista se invierte y entonces, los creadores suben al estrado para indicar lo que deben hacer los críticos, dulce venganza tardía de esta época, contra los magistri neoclásicos, empecinados en dictar lo que debían hacer los poetas.

  —251→  

Más allá de estas cruzadas estéticas se investiga y analiza, se buscan nuevos métodos, se sintetizan o combinan otros y la crítica sigue acompañando la praxis creadora.

En nuestros días, el largo proceso de contradicciones y contraposiciones ha permitido un deslinde más concreto de las disciplinas que abordan la literatura274. Sabemos que la historia reasume la tarea de historiar las obras concretas de una literatura nacional o universal, como conjuntos de objetos producidos por el hombre mediante una fuerza ideológica de trabajo. Una producción de objetos que se asemeja a la producción de bienes materiales, pero en el primer caso se trata de objetos heterogéneos que responden a leyes específicas de la producción intelectual, intuidas por Carlos Marx en sus escritos juveniles275.

La crítica se va centrando cada vez más en la textualidad y en la descripción y análisis de una obra concreta, cuya literariedad (literaturnost) escurridiza se procura captar y comprender. En todo caso ya no se esquiva el problema mediante el refugio en la biografía o el anecdotario del escritor. Este último, desacralizado en su papel de sumo sacerdote del misterio creador, se estudia y comprende como trabajador que emplea unos medios de producción y una fuerza intelectual diferentes pero no aisladas de la evolución integral de los procesos sociales e ideológicos. Hombre en el tiempo, como creador, también el escritor evoluciona dialécticamente. Proyecta en sus obras escritas diversos tiempos de esa evolución y cada una de ellas, a la vez, expresa transformaciones y contradicciones ideológico-estéticas que se están produciendo continuamente alrededor del autor, en su marco referencial cambiante, del que no logra escapar ni aun en forma premeditada; cuando más, lo acepta y se integra, o lo rechaza. De lo contrario, fatalmente el productor intelectual cae en el estereotipo repetitivo de su propio código. Neruda dice en un verso: «nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos». El propio Neruda que escribió ese verso no es el mismo del Canto General   —252→   y éste expresa contradicciones dialécticas con el de las Odas elementales, los Sonetos de amor o el ya postrero de las memorias: Confieso que he vivido.

El conocimiento sistemático de los modos de producción literaria como parte de una praxis cultural -y por ende social- ha permitido replantear los lineamientos de las historias literarias de manera distinta a aquellas escritas con la mirada puesta en el individuo aislado o en los ambiguos criterios generacionales. Hoy sabemos que los modos de producción literaria son sub-sistemas dentro de los modos de producción artística general y, éstos, a su vez, funciones de un modo de producción general en una determinada sociedad. Este proceso, en la medida que es humano, es universal. El normativismo parroquiano, la crítica como color local o éste como norma para establecer una clasificación de las literaturas «nacionales», ha perdido vigencia, precisamente porque al erigirse patrón de juicio, actúa en forma discriminatoria y excluye obras producidas en un determinado país, por el hecho de no estar ceñidas al modelo que concibe en forma localista la realidad del texto. Lo nacional es variante dialectal de una cultura en un determinado momento histórico. Pero toda cultura tiene rasgos comunes y universales como todos los lenguajes. No se trata en este aserto de una afirmación reaccionaria acuñada por un estructuralismo erigido en fantasma ideológico, motivo de insomnio para ciertos críticos. Quien planteó inicialmente esta aseveración fue nada menos que el marxista italiano Antonio Gramsci276.

Si se admite que la lengua es sólo el soporte material de una obra literaria, a través de la cual se configura una forma y se organiza la significación en un sentido, podemos comprender más fácilmente que un texto literario es lenguaje verbal por su materialización en una escritura, pero es también y fundamentalmente un objeto artístico que rebasa la lengua para ser lenguaje transverbal: cuento, novela, poema, drama. Una novela es novela independientemente de que esté escrita en japonés, chino, francés o español. Lo que permite diferenciarla de otras obras escritas en una misma lengua, pero que no son novelas, es su narratividad proyectada más allá de la lengua. Asimismo, cada novela difiere de otras escritas   —253→   en una misma época, un mismo país, una misma lengua, por la utilización personal, singular, por la idiolectización que un escritor realiza no sólo con la lengua en la que escribe, sino con los recursos o procedimientos que, si se quiere convencionalmente, caracterizan ese objeto literario que llamamos novela. En otro nivel histórico, la novelística de una determinada época difiere de la de otras épocas, porque más allá de su condición de novela se manifiesta como signo cultural de una corriente, un estilo artístico específico. Y por ello, tal vez, la María de Jorge Isaacs estará culturalmente más próxima a un cuadro de Delacroix o un preludio de Chopin, que de Cien años de soledad, aunque en ambas se trate de novelas escritas por autores colombianos, en lengua española. Entonces es cuando se habla de novela romántica, novela realista, novela surrealista, etc.

Todas estas conceptuaciones modernas del texto han permitido que la crítica de nuestros días adopte métodos que van de un texto concreto a una teorización general de un modo de producción literario y no al revés: una teoría que trate de imponerse como norma a la singularidad de una obra. Dentro de su propia evolución la crítica literaria no sólo dispone hoy de una riquísima gama de instrumentos metodológicos para sus tareas, sino que ha rebasado la mera impresión emocional de lectores más o menos profesionalizados en la emisión de juicios de gusto, fundados en sus preferencias personales más que en el conocimiento objetivo del proceso literario.

Después de la enorme revolución lingüística de nuestro tiempo, operada sin excepción en todos los países, la «crítica del gusto» cayó definitivamente en un callejón sin salida. Particularmente después de las investigaciones sobre semántica dialéctica de la poesía, adelantadas por Galvano della Volpe y cimentadas en las concepciones glosemáticas de Louis Hjelmslev277.

En la operación intelectual de la crítica hay, no obstante, quienes aspiran a una parálisis metodológica que no se compadece con los cambios sustanciales que han invadido incluso la misma producción artística moderna, cuya comprensión exige, necesariamente, un instrumental más perfeccionado y fundado en el conocimiento de   —254→   las ciencias del lenguaje. La crítica ha llegado así a una ineludible renovación de sus técnicas y métodos para ponerse a la par con su objeto de estudio -la nueva producción literaria- o, contrariamente, volverá a caer en un rezago mayor que el ocurrido en el pasado inmediato, cuando se le imputó con cierta razón que iba siempre a la zaga de los cambios artísticos, cuyas innovaciones reconocía cuando ya estaban en proceso de estancamiento y corrosión, por efecto de nuevas transformaciones. Los normativistas del pasado institucionalizaron, dentro del concepto de «escuelas literarias» una suerte de modelos inmutables. Toda transgresión despertaba acaloradas reprimendas frente a las negaciones dialécticas de donde emergían nuevos modos de producción artística. Ocurrió con los críticos neoclásicos frente a la irrupción del romanticismo. Y ocurrió con el romanticismo oficializado ante la presencia de las sacudidas realista y simbolista, de signos opuestos entre sí, pero ambos enfrentados con estéticas antagónicas al sentimentalismo convertido en retórica del alma. Cuando en Hispanoamérica insurge el movimiento modernista, no sucede nada distinto entre los críticos que erigieron en ley los patrones costumbristas y regionalistas. Pero a su hora, cuando el Modernismo pasó a ser lenguaje estancado en su orgía de sensualismo, sus críticos adictos levantaron una muralla de invectivas contra la aparición de las vanguardias.

Toda corriente artística o estilo cultural tiene síntomas de nacimiento en los estertores del estilo precedente. Pero el nuevo estilo cumple un ciclo de maduración que culmina donde empieza su propio desgaste y entonces vuelve a presentarse la sacudida, la negación que opera por un alejamiento progresivo, más o menos violento, de la norma oficializada al madurar y expandirse. En la crítica literaria se incuba un proceso similar278.



  —255→  

ArribaAbajo2. Contradicciones y afirmaciones sobre la critica literaria en Venezuela

Los procesos históricos del cambio en el concepto de crítica literaria, enunciados someramente en la proposición teórica, obviamente forman parte de sistemas universales de conceptuación del texto literario. América Latina -y por tanto Venezuela- no ha estado al margen de tales modificaciones ideológicas. Sólo que la producción de una literatura en los siglos coloniales estuvo condicionada por la aparición de la imprenta en cada colonia española, en diferentes momentos. De igual manera hubo de incidir notablemente la desigualdad en la difusión de la cultura y, particularmente las corrientes de pensamiento, a través de los altos centros de enseñanza, cuya fundación no fue simultánea y mucho menos uniforme en cuanto a calidad de expositores. Mientras en Venezuela florecieron con altísima calidad y volumen las actividades musicales y plásticas, nuestros siglos coloniales fueron literariamente pobres. Existió, desde luego, una prosa histórica ejemplar como la de Oviedo y Baños, o proliferaron los prosistas filosóficos tejidos en una polémica entre posiciones escolásticas y escotistas, historiada admirablemente por el maestro García Bacca279. Pero no tuvimos un volumen de producción poética comparable a la de los barrocos mexicanos y peruanos del virreinato. Por tanto, no hubo tampoco un ideólogo literario de la talla del Lunarejo peruano, ni un erudito de estatura equiparable a la de Sigüenza y Góngora.

La crítica literaria se ejerce mayoritariamente en la prensa. Nuestro primer semanario -La Gaceta de Caracas- apenas es fundado en 1808 como vocero político   —256→   oficial del gobierno español. No hay siquiera muestra mínimas de reseñas bibliográficas en esos primeros años vesperales de la Independencia. Nuestros primeros críticos surgieron públicamente con la emancipación. En España, como en América, regía el normativismo neoclásico aprendido en las poéticas de Boileau y Luzán. Ellos educaron el gusto literario de Bolívar, Andrés Bello y José Luis Ramos.

Bello, caso de excepción en nuestra producción intelectual, había adquirido una madura formación clásica desde su juventud caraqueña, cuando frecuentaba lecturas de Horacio y Virgilio. Su contacto con la cultura británica le abrió perspectivas para comprender el lakismo inglés, abuelo del romanticismo, y para que su vocación de filólogo se expresara en los estudios sobre el Poema del Cid. Más tarde, en sus revistas, ejerció la crítica de los textos españoles e hispanoamericanos donde pudo expresar su ideario estético. Los trabajos filológicos de Bello causaron admiración en Menéndez Pelayo. Sus críticas fueron conocidas por unos cuantos afortunados a quienes pudo llegarle el par de revistas que editaba en Londres, o el raro volumen de Opúsculos Literarios que publicaría en Chile en 1850. El reconocimiento de su obra global fue posterior a su muerte, cuando los Amunátegui acometieron la edición de sus obras en Chile. Su influjo en la crítica y la formación intelectual de los venezolanos fue muy tardía. Juan Vicente González fue de los pocos que plañeron ante su muerte, en una famosa Meseniana. En Chile, más que el investigador filológico insurge el divulgador didáctico a través de las páginas de El Araucano. Uslar Pietri lo señala con acierto, en el prólogo al volumen de Obras Completas de Bello, donde se recogen sus trabajos de crítica literaria280.

Me gustaría referirme a uno de los trabajos de Bello sobre poetas hispanoamericanos, por la importancia que reviste para compararlo con las únicas páginas de crítica que Bolívar dejó en su epistolario. Aludo al comentario sobre «La Victoria de Junín, canto a Bolívar», de Olmedo. Bello hace una reconstrucción argumental del poema y fija su comentario en la «composición», es decir,   —257→   en cómo el poeta ecuatoriano funde los asuntos de Junín y Ayacucho en una sola masa temática, con la idea de exaltar neoclásicamente a Bolívar dentro de una Oda que en realidad es un poema épico. A Bello le llama la atención lo extenso del texto, impropio de una Oda. Y se fija en la «corrección y tersura del estilo»; el gusto neoclásico es claro281.

Bolívar, cuando comenta el mismo «Canto», no sólo menciona a neoclásicos como Boileau, su maestro de gusto literario, sino que ironiza la exaltación épica, la falta de comedimiento, la hipérbole, reñidas con el equilibrio retórico del neoclasicismo282.

Aunque distantes geográficamente, el Libertador militar y el intelectual coinciden en su filiación estética. Por contradicción, Bolívar es un prosista romántico emocional mientras Bello es un poeta de comedimiento neoclásico, que se aproxima al romanticismo con prudencia notoria. Su poema «La moda» satiriza el lenguaje sentimental -nocturno del romanticismo. En su comentario a la obra de Alberto Lista y Aragón, en cambio, teoriza sobre el sentido y la extensión del concepto de romanticismo literario, con no disimulada reticencia, en especial por su horror a la anarquía283. Cuando comenta las Poesías de José María Heredia, sus reparos son justamente a la presencia de elementos románticos. Admite y elogia la melancolía misantrópica que lo aproxima a Byron, pero le reprocha «la imitación de los modernos, tomando de ellos por desgracia la afectación de arcaísmos, la violencia de construcciones y a veces aquella pompa hueca, pródiga de epítetos, de terminaciones peregrinas y retumbantes». Es decir, se resiente cuando percibe las rupturas -acertadas o no- respecto al código de la regularidad métrica neoclásica. Y más adelante invita a Heredia, en lo temático, a escribir piezas que exalten los afectos domésticos e inocentes, y menos las del género erótico, de que tenemos ya en nuestra lengua una perniciosa superabundancia»284.

  —258→  

Estas normas de buen gusto expresivo y los juicios moralizantes de recato en los materiales poéticos, prevalecieron en nuestra crítica literaria a lo largo del siglo XIX en José Luis Ramos, Julio Calcaño, Felipe Tejera y otros. Tejera fue un estudioso de las biografías antes que crítico. Su catolicismo ultramontano pudo en él más que el gusto literario, a la hora de juzgar. Así ocurre cuando recrimina a Pérez Bonalde su escepticismo filosófico, tan agriamente, que el gran poeta lo fulminó en una célebre respuesta285.

Una contracorriente de historia literaria y de crítica romántico-pasional, guiada por la empatía más que por las normas, aparece ya en las ebulliciones de la República, con Juan Vicente González.

Romanticismo y Neoclasicismo forman las dos líneas de controversia crítica en Venezuela hasta bien entrado el siglo XIX y, con algunos nombres de académicos (Calcaño, Tejera), trasciende al siglo XX.

Desde 1866, cuando despunta el Positivismo científico, la llamada segunda generación romántica (Juan Vicente González, Fermín Toro) había dejado el proceso intelectual dominante en manos de otros románticos con quienes la literatura se tornó académica y en cuya conceptuación se afianzaba un regionalismo o autoctonismo temático, históricamente útil como afirmación de una literatura «nacional». El énfasis seguía puesto en la dicotomía fondo / forma. El ideal supremo era la corrección de, forma para cantar un fondo paisajista local, que Bello había impuesto desde sus Silvas escritas en Londres. Tales concepciones llevaron a clasificar nuestra producción literaria en un doble sistema cuyos términos manipulados con criterio maniqueísta impusieron como venezolana sólo la literatura de temática o paisaje locales; y como no literatura cuanto se produjera sobre espacios geográficos extra-nacionales. Así fueron minimizadas o ignoradas obras de interés como Los mártires, de Fermín Toro, porque la incidencia narrativa giraba entorno   —259→   a la explotación obrera en Inglaterra. En cambio se elogiaron malos poemas épicos que exaltaban figuras de la historia patria. Esta división entre localistas (buenos escritores) y exotistas (malos escritores) domina la historia literaria hasta buena parte del siglo XX y fija un estrecho corpus del cual fueron soslayados innumerables nombres de excepcional calidad artística.

En cuanto al Positivismo, éste comienza por fundar una nueva visión interpretativa de la realidad social venezolana. Los nombres mayores permanecerán activos hasta las décadas del 20-40 de nuestro siglo. Insistimos en que, ya para entonces, la corriente dominante en lo literario era un romanticismo academizado, cuyo sumo sacerdote era don Julio Calcaño. Para comprender los enfrentamientos posteriores es necesario detenerse un instante en él, con quien se logran dos de las empresas memorables de nuestra historia literaria, aun con sus ex-abruptos dogmáticos. La primera de esas labores fue su Parnaso Venezolano (1892), compilación sistemática de textos, aunque las omisiones intencionales o involuntarias levantaron ampollas en su época. Sólo había un antecedente de empresa semejante: el esfuerzo realizado por don José María de Rojas, el marqués, en su célebre Biblioteca de escritores venezolanos contemporáneos (1875). Rojas ya incluía nombres importantes de nuestra poesía, como Juan Antonio Pérez Bonalde y jacinto Gutiérrez Coll, ambos iniciadores de una poesía lindera del simbolismo y el parnasianismo y en quienes se anunciaba de cierta manera el Modernismo. Don Juan, antologista posterior, los omitía y, en cambio, llenaba su Parnaso con poetas aferrados a la tradición hispanizante del neoclasicismo. El maestro Fernando Paz Castillo, con su providencial mesura, juzga la antología de Calcaño con generosa ponderación. Pero cuando apareció originalmente la obra, ella y una Reseña histórica de la literatura venezolana (1888) caldearon los ánimos. Sin embargo, don Julio, terco y convencido en su intransigencia, colmó los ánimos en un tercer trabajo, publicado en el Diario de Caracas en febrero de 1894 bajo el título de «Estado actual de la literatura venezolana». Y con aquellas páginas, el romántico de la Academia colocó el detonante para una insurrección intelectualista cuya contraparte fueron los jóvenes positivistas. Particularmente   —260→   José Gil Fortoul, individualmente, fustigó a Calcaño en un texto que tituló irónicamente «Pequeños académicos»286 y que había escrito en París en 1894.

Lo más importante de aquel momento fue, sin embargo, la preparación y edición de una obra monumental de carácter histórico-enciclopédico, sobre nuestra cultura. Tal vez el mayor intento unitario para conocer nuestra evolución intelectual: el Primer Libro Venezolano de Literatura, Ciencias y Bellas Artes, La obra circuló en 1895.Fue producto de un vasto equipo de colaboradores287. La historia literaria sistemática había nacido en Venezuela. La primera ordenación metódica de la producción cultural en conjunto obtuvo sitio destacado. Sus redactores fueron todos miembros de una Asociación Venezolana de Literatura, Ciencias y Bellas Artes que, en su trasfondo devino en una especie de anti-academia o, al menos, de rechazo al academicismo dogmático. Fue además, el balance socio-histórico de una nación diezmada demográficamente por las guerras civiles y desfigurada ya desde entonces por un anárquico flujo migratorio. Así lo hacía notar, en dramáticas líneas, su prologuista y principal animador Rafael Fernando Seijas. La literatura aparece allí antologada e historiada por géneros expresivos. Los historiadores son comentados por Seijas; la poesía, por Pedro Arismendi Brito; los oradores seglares por Domingo Santos Ramos y los sagrados por Ezequiel María González. Los autores didácticos e institutores por Pedro Manrique. Un intento de historia social de la literatura universal es acometida por León Lameda en su ensayo sobre la influencia de la literatura en la legislación de las naciones y en las instituciones políticas. El periodismo es analizado por Eloy G. González. Manuel Landaeta Rosales se ocupa de modo separado en la semblanza metódica de escritores. Lo sobresaliente es, entonces, una intención inicial de clasificar y deslindar los campos del quehacer intelectual sin perder de vista los contextos nacional y universal. Esa tendencia de hacer historia, más que crítica, se explica por las concepciones ideológicas del Positivismo   —261→   que enmarcaba el esfuerzo. Así surgió la inclinación de hacer historia «científica» o, al menos metódica, de la literatura, en lugar de los desahogos individualmente caprichosos en torno a determinado autor o proceso. Tanto en la antología de textos como en los ensayos históricos relativos a cultura y literatura, la voluntad común fue la de no excluir a nadie por posiciones ideológicas, estéticas, religiosas o políticas. El universalismo de muchas actitudes expresaba la afirmación estética del movimiento modernista, que nació y creció en pareja con nuestro Positivismo.

Para 1892 ya circulaba la primera gran revista destinada a ser exponente esencial de los modernistas: El Cojo Ilustrado. Seguiría dos años más tarde la efímera Cosmópolis. En ambas publicaciones, tanto la crítica como la historia literarias se ejercieron con abundancia y penetración.

Poco tiempo después hubo de añorar la más brillante promoción de historiadores y críticos de nuestra literatura: Gonzalo Picón Febres, Eugenio Méndez y Mendoza, José Gil Fortoul, Pedro Emilio Coll, Rufino Blanco Fombona, etc.

El bloque de los académicos se mantenía atrincherado en el «autoctonismo» literario, como una forma inmisericorde para fustigar el surgimiento de las nuevas tendencias literarias. De tal postura no escapó siquiera Gonzalo Picón Febres, quien no supo comprender a los escritores modernistas, particularmente el cosmopolita Díaz Rodríguez, a quienes aconsejaba un pueril patriotismo temático para su obra. El gran narrador modernista respondió los ataques con una sabiduría crítica y estética inusitadas en el medio literario de entonces. Los positivistas supieron captar y comprender el cambio de perspectiva que se estaba operando en el contexto nacional. Ejemplar fue, en tal sentido, el ensayo del científico Lisandro Alvarado, leído como discurso académico bajo el título de «La poesía lírica en Venezuela en el último tercio del siglo XIX».

Desde el punto de vista metodológico, el historicismo crítico respiraba ahora a pleno aire. Las lecciones de Taine, Brunetiere y otros, sentaron cátedra junto a las enseñanzas biográfico-históricas de Sainte-Beuve. En terreno opuesto se consolidaban reflexiones teóricas muy   —262→   serias de autores que, sin desconocer los postulados de Taine, se orientaban hacia una estética impresionista bien cimentada. Fue el caso excepcional de Pedro Emilio Coll, seguido de Díaz Rodríguez y César Zumeta. No fueron sólo planteamientos «esteticistas» los que expusieron en sus obras. También aportaron páginas decisivas para esclarecer los problemas de la renovación técnica y expresiva que significó el Modernismo. Así lo dicen ensayos como «Matemos la retórica» y la carta a Picón Febres, de Díaz Rodríguez288, y muy especialmente el ensayo sobre «Decadentismo y americanismo» de Pedro Emilio Coll289. Estos autores realizaron un tesonero trabajo para que la literatura se comprendiera como obra de arte y no como «obra de Dios» conforme insistían en concebirla don Felipe Tejera y don Julio Calcaño. La dictadura monolítica de una sola concepción dominante en las letras, ejercida desde la Academia, comenzó a ceder y llegaría el momento en que Díaz Rodríguez recibiera un premio literario auspiciado por aquella institución. Y la mirada crítica aprendía a encontrarse en el corazón del texto. Con la misma responsabilidad se levantaron otras voces accidentalmente ocupadas en la crítica literaria, como Gil Fortoul y, singularmente, la malograda personalidad de Luis López Méndez, cuyo Mosaico de Política y Literatura está lleno de observaciones sumamente agudas e irónicas.

La dicotomía universalismo (cosmopolitismo) / regionalismo (criollismo), mantuvieron viva la polémica y afectaron los juicios de la crítica hasta la arbitrariedad. Lo mismo en Cosmópolis que en El Cojo Ilustrado. La necesidad de definir una literatura nacional lo imponía en aquel momento.

Blanco Fombona, contradictorio y polémico, osciló entre los ensayos biográfico-críticos ponderados y serios dedicados a escritores de América, hasta las encendidas diatribas escritas con «la espada del samurai». La crítica literaria que se escribe en Venezuela hasta la década de los 20 de este siglo se halla inmersa en esa bipolaridad temática. Por la vía del regionalismo, esgrimido como ley suprema de creación, se cometieron injusticias   —263→   a la hora de valorar obras como, por ejemplo, las de Díaz Rodríguez, a quien tanto escarneció Picón Febres, entro otros. A la inversa por el exceso de dilettantismo se omitieron o tergiversaron las cualidades de novelas como Todo un pueblo, de Miguel Eduardo Pardo. La tipología de la producción literaria venezolana continuó repitiendo, por largos años, el prejuicio crítico soportado en este maniqueísmo.

De este período lo más lamentable es que el Positivismo, dotado de una taxonomía de las ciencias cuya cumbre era la Sociología, no hubiera formado una rigurosa escuela de crítica literaria. Más deplorable cuando es precisamente a partir de las ideas positivistas de donde arranca el desarrollo de unas nuevas ciencias del lenguaje, a partir de Ferdinand de Saussure, nada menos que la figura cimera de la moderna Lingüística. Tuvimos lingüistas en Venezuela, sin duda, dentro del Positivismo. Pero sus trabajos hoy se sienten sobrecargados de empirismo, o inclinados mayormente a estudios lexicográficos como los que legaron Julio César Salas, Arístides Rojas o Lisandro Alvarado. En Europa, por el contrario, surge una crítica literaria que tiende a redefinir su objeto y buscar afinar un instrumento metodológico más eficaz sobre todo en la voluntad de aprehender la famosa especificidad de la Literatura. Ese movimiento parte de Saussure y otros positivistas y trasvasa a los formalistas rusos y los estructuralistas checos, que escriben lo más valioso de sus formulaciones teóricas, precisamente entre 1916 y 1929290.

A pesar de esa pérdida de perspectiva histórica, que no es imputable sólo a Venezuela sino a la mayor parte del Continente, por los años 20 en nuestro país la crítica literaria aumenta en volumen y profesionalidad. Los prejuicios o caprichos individuales como axiología, se debilitan. La investigación histórica y documental aunada a la ponderación valorativa y, sobre todo, la actitud de comprender más que juzgar, caracterizan el legado que en este campo dejaron personalidades como Luis Correa, Santiago Key Ayala, entre los formados bajo el influjo del Modernismo. Ecuánimes y comprensivos a la hora de juzgar la literatura naciente, serenos en la revisión de nombres ya clásicos para nosotros, sus ensayos   —264→   siguen siendo materia de lectura vigente. Julio Planchart, por su parte, no sólo aportó interpretaciones admisibles, sino que fue uno de los primeros en ocuparse de hacer historia de nuestra crítica literaria. Sus estudios sobre novelas regionales tienden más al análisis que a la intemperancia. Jesús Semprum, cuya formación intelectual lo condujo con paso cierto a descubrir y valorar tempranamente la obra de Rómulo Gallegos, se convirtió en una de las más altas cifras del hacer crítico. Sin embargo, su acendrado apego a la estética del criollismo, lo hizo pecar de injusto a la hora de atropellar más que entender la aparición de las vanguardias, particularmente en el momento en que la revista válvula (1928) anunciaba con cierta estridencia el insurgir de los ismos literarios entre nosotros. Su ira se desbocó hasta obnubilarlo y ponerlo a contrastar desventajosamente con un positivista que, sin ser un crítico de oficio, supo admitir con mayor tolerancia aquella nueva promoción intelectual. Aludimos, por supuesto, a José Gil Fortoul291.

Otros escritores despuntaban y ejercieron la crítica accidental pero atinadamente en defensa de las nuevas estéticas vanguardistas: Gabriel Espinosa, Pedro Sotillo, Julio Garmendia, Fernando Paz Castillo, y particularmente alguien llamado a escribir la que fue entonces base para una completa historia de la novela venezolana, aunque metodológicamente siguiera actuando más interpretativa que comprensivamente: Rafael Angarita Arvelo.

El ejercicio tradicional de la crítica oficializada para los años 20, deja pasar inadvertidas obras fundamentales de la renovación narrativa y poética de entonces: La tienda de muñecos, de Julio Garmendia, y los primeros textos de José Antonio Ramos Sucre. Garmendia fue apreciado elogiosamente por Semprum y César Zumeta; Ramos Sucre, leído y entendido por Pedro Sotillo y Luis Correa. Pero en general los comentarios no pasaron de prólogos o notas periodísticas. Algo parecido ocurrió con otras obras miliares de la nueva literatura que se escribía   —265→   por sobre los cánones criollistas: Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez, y los primeros cuentos de Guillermo Meneses.



  —266→  

ArribaAbajo3. La madurez contemporánea

Lo que pudiera considerarse como la gran revolución ideológica y metodológica en el campo de la crítica literaria, arranca de la década de los 20. Es consecuencia directa de la primera postguerra mundial y, en especial, de la revolución socialista rusa, fenómenos con los cuales la polarización en las visiones del mundo se intensifica. A un arte de vanguardia, iconoclasta con las normas éticas y estéticas precedentes, no se le podía entender con los instrumentos tradicionales de estudio. Las concepciones maniqueístas habían recibido un duro golpe con el desarrollo de la Lingüística saussureana. El comentario de textos y la estilística adquieren difusión y auge en casi toda Europa. Las posibilidades de construir una ciencia de la literatura con objeto y método propios se convierte casi en una obsesión292.

Desde cualquier perspectiva que uno mire el problema contemporáneo de la producción literaria y del texto crítico, se podrá afirmar o negar más o menos enfáticamente su trasfondo ideológico cultural. Pero ninguno negará su carácter de praxis social en cuanto producción y de objeto artístico en cuanto producto. Esto ha permitido replantear no sólo la historia literaria para distinguirla de una historia anecdótica de tipo general o como suerte de organización cronológica de vidas intelectuales y asumirla como una historia de la producción textual de literatura, ideológicamente ubicada en el tiempo y el espacio de una época concreta. Estas concepciones nuevas de la historiografía literaria, con la Sociología de la Literatura,   —267→   fundada por Georg Lukacs, se orienta hacia la indagación genética de un género o una obra en un contexto globalizador. Al menos así culmina en Lucien Goldman dentro de su concepto de estructura englobante. En otra dimensión diferente, sin negar su intencionalidad ideológica, el texto se entiende como un sentido en el cual la expresión (lenguaje o escritura) y el significado (o contenido) son inseparables. Y esta será la función de la crítica, diferenciada de la historia y de la teoría literaria. La última, deja de ser normativa para adquirir un carácter de formulación inducida a partir del hecho insoslayable del texto en sí, o su intertextualidad como producción; y a partir del hecho literario formula una conceptuación general de la literatura.

En cuanto a Venezuela, los años inmediatamente anteriores a la segunda guerra mundial mostraron una serie de fenómenos dirigidos a cambiar la fisonomía intelectual del país.

Entre 1909 y 1935, la crítica literaria fue ejercida en escasas publicaciones oficializadas o permitidas por la dictadura gomecista. El Cojo Ilustrado perduró hasta 1915. Cultura Venezolana marcó el relevo. El Nuevo Diario y El Universal tuvieron en Zumeta, Semprum y Luis Correa los exponentes mayores de la crítica. La Alborada duró poco y giró más en el terreno de la creación que de la reflexión ensayística. Fantoches, semanario humorístico, antigomecista y por tanto de vida espasmódica, permitía, cuando circulaba, la inserción de trabajos críticos escritos por Jesús Semprum bajo el seudónimo de Sagitario.

El Modernismo y el Positivismo fueron ahora ideologías estéticas y filosóficas que formaron el entorno del gomecismo. Por tanto, dominaron la escena e impusieron su carácter institucional sobre los nuevos escritores, cuya oposición a la dictadura fue inicialmente algo tímida. Excepcional fue el caso de Blanco-Fombona, modernista en su escritura de comienzo, pero la mayoría de cuya obra fue escrita desde Europa, en condición de exiliado. Muchas páginas suyas fueron desacralizadoras del Modernismo y abrieron paso a las estéticas realista y grotesca.

Al codificarse en forma extrema y, además, institucionalizarse como doctrinas de la dictadura, ambas corrientes   —268→   perdieron vigor, entraron en desgaste inexorable y comenzaron a recibir cuestionamientos, de un lado, con la aparición de pensadores anti-positivistas, bergsonianos y, en lo literario, con las vertientes del realismo y las vanguardias impulsadas ahora desde la universidad.

Las vanguardias, que empezaban a despuntar desde comienzos de los veinte, tuvieron en Fernando Paz Castillo, Julio Garmendia, Leopoldo Landaeta, sus primeras voces defensoras y sus críticos atinados. Más tarde, Arturo Uslar Pietri se impuso como un ideólogo de las estéticas nacientes, un polemista bien informado y certero. Siguieron la misma corriente y dejaron páginas de indiscutible vigencia, Pedro Sotillo, Julio y Enrique Planchart, Salustio González Rincones.

La mayor parte de la producción intelectual generada desde una óptica de vanguardia afincada como contrasistema conceptual del gomecismo, o se publicó fuera del país, como ocurrió con la obra de Picón Salas y Pocaterra, o se mantuvo inédita hasta la muerte de Gómez (1935).

Las dictaduras venezolanas han unificado ideológicamente, en oportunidades, grupos que por definición denotan antagonismos más o menos profundos. La muerte de Gómez explicitó diferencias doctrinarias que se habían mantenido solapadas hasta entonces, entre los vanguardistas, ahora más apegados al surrealismo, y los marxistas partidarios de un arte social-revolucionario. Revistas como Elite, vocero temprano de las vanguardias desde los años 30, fortalecen sus huestes intelectuales, con la apertura de mayor libertad periodística. Otras publicaciones trazan y diferencian movimientos ideológicamente enfrentados. Es el caso de El Ingenioso Hidalgo y La Gaceta de América. En la primera, cierran filas Arturo Uslar Pietri, Pedro Sotillo y Alfredo Boulton, entre los redactores. Su orientación es considerada esteticista por Inocente Palacios, Miguel Acosta Saignes y otros afiliados a La Gaceta. Se entablan polémicas intelectuales que fecundan las teorizaciones y la crítica en tomo a la literatura del gomecismo, cuya publicación se produce después de la muerte del dictador, como ya se hizo notar. En los años siguientes proliferan las revistas literarias: Viernes, Contrapunto, Bitácora. Una vocación de universalidad y de asimilación de nuevas metodologías se anuncia vigorosamente.

  —269→  

Nuestra vanguardia en aquellos años produjo más literatura de creación que textos crítico-reflexivos. Sus impulsores tuvieron en las Literaturas europeas de vanguardia, de Guillermo de Torre, una suerte de Biblia estética. Y en El tema de nuestro tiempo, de Ortega y Gasset, un breviario metodológico para enfocar la historia literaria bajo forma de generaciones. La crítica generacional hizo destrozos en la valoración de nuestra literatura. Tanto, como la concepción localista del texto. La obra crítica más consistente de algunos vanguardistas, será posterior. Así sucede con Felipe Massiani, Picón Salas, Angarita Arvelo -más historiador que crítico-, Uslar Pietri, Augusto Mijares. La preponderancia del ensayo histórico informativo por sobre el de análisis crítico de obras, es evidente. Proliferan, en cambio, las reseñas bibliográficas y los prólogos, algunos de ellos excelentes, como el conjunto de comentarios sobre autores contemporáneos, que legó Rafael Olivares Figueroa, o las notas de José Fabbiani Ruiz, en una memorable columna de prensa.

Entre 1935 y 1940, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial arrojaron en diáspora sobre Latinoamérica una avanzada intelectual de maestros que habría de jugar papel decisivo en la maduración y puesta al día del discurso crítico-literario. Entre ellos mismos, hubo heterogeneidad de orientaciones estéticas y metodológicas que se dejaron sentir. Pero eso mismo enriqueció el movimiento de las ideas en la medida que animó la atmósfera de discusión y los medios literarios. El denominador común estuvo en que la mayoría vino nutrida de instrumentos más dinámicos y eficientes para comprender nuestra literatura. Y a ello se consagraron con pasión que compromete nuestra gratitud. El reseñismo impresionista encontraba ahora adversario poderoso en la investigación rigurosa, la valoración analítica más penetrante. La biografía anecdótica o la apreciación volandera se minimizaban en la medida que iban apareciendo estudios monográficos sobre cuentistas, poetas, novelistas. Aquel cambio no podía operarse sin resistencia. No demoró la polémica, el rumor reticente y aun hasta el agravio o el vilipendio lanzado hacia su condición de extranjeros.

  —270→  

Mariano Picón Salas, recién llegado de Chile, se mostró permeable a la presencia de los nuevos maestros. Entre ellos hubo historiadores sociales de la Literatura formados en la escuela filológica española: José Luis Sánchez Trincado, Juan Chabás. Su permanencia en Venezuela fue efímera, pero bastó a la apertura de otras visiones. De mayor influjo y perseverancia en el debate fue el romanista alemán Ulrich Leo, quien dedicó buena parte de su obra a estudiar con profundidad la poesía y la prosa de vanguardia. Sus ensayos, publicados en la revista Viernes, Revista Nacional de Cultura y El Universal, introdujeron la estilística alemana como praxis crítica en nuestro país. Tuvo opositores fuertes, entre ellos Juan Liscano, quien polemizó duramente con él. Pero hay algo indiscutible y es que, para la historia de nuestra crítica literaria contemporánea, su nombre y sus ensayos sobre Las lanzas coloradas, la novelística de Gallegos, los cuentos de Pedro Emilio Coll, la poesía del grupo Viernes, constituyeron modelos que lamentablemente no tuvieron seguidores inmediatos. Ellos pudieron constituir punto de despegue para una importantísima línea de avance en la madurez metodológica del análisis293.

Edoardo Crema, formado en la estética neo-croceana, dejó testimonio más denso. Dogmático en sus posturas, escribió páginas valiosas cuya vigencia se mantiene294. Reveló el valor de Lazo Martí en el contexto de la poesía nativista. Reinterpretó con hondura la obra de Andrés Bello, Antonio Arráiz, Juan Vicente González, Eduardo Blanco. Llamó la atención sobre buenas bases teóricas, respecto al valor de las imágenes poéticas. Enseñó a leer el texto como obra de arte y no como mero documento indiferenciado de la historia o del panfleto. Ese fue su mérito. Difícilmente hay entre los nuevos nombres de la crítica literaria nacional uno que escape a la condición de alumno, si no de discípulo de Edoardo Crema. Así lo indica una simple enumeración que incluye conocidas personalidades como Augusto Germán Orihuela, Rafael Osuna, Pedro Díaz Seijas, José Antonio   —271→   Escalona Escalona, Óscar Sambrano Urdaneta, Orlando Araujo, Alexis Márquez Rodríguez, Pedro Pablo Paredes, Marco Antonio Martínez, Manuel Bermúdez y otros que escapan a la memoria. Lo cierto es que Edoardo Crema hizo tomar conciencia de una axiología específica de la literatura. Comparó autores nacionales con otros de la literatura universal. Escribió sobre estética. Quiso fundar una teoría literaria propia y dejó aportes no desdeñables. Polemizó con vehemencia para defender sus aseveraciones. Recibió impactos en el combate. Amó el país como suyo. Despertó pasiones y envidias, pero también hizo despertar vocaciones.

Algo semejante sucedió después con otros dos nombres a quienes no se puede olvidar en un recuento: Pedro Grases, con su afinada disciplina filológica en la investigación documental y bibliográfica. Ángel Rosenblat porque fue el primero en enseñar a Saussure en la Universidad venezolana; porque impuso el trabajo de investigación crítica como un trajinar científico con el lenguaje. A través del Instituto de Filología «Andrés Bello» de la Universidad Central de Venezuela desfilaron, aprendieron y luego tomaron otros caminos, acuciosos críticos como Orlando Araujo, cuyo libro Lengua y creación en la obra de Rómulo Gallegos sigue siendo ejemplar, o el recién fallecido Marco Antonio Martínez, Rafael Osuna Ruiz, María Teresa Rojas y otros.

En América Latina, por lo general y, particularmente en nuestro país, somos especialmente reacios a admitir la condición de discípulos. Nuestra rebeldía no llega a permitir tanta humildad. Lo que para un joven catedrático europeo es tinte de orgullo y nunca acto de sumisión, reconocer a un maestro cuya experiencia se asimila para superarla y hacer avanzar la disciplina de un campo determinado, para nosotros, admitir semejante condición se interpreta como un rebajamiento, como un complejo de aprendiz de artesano. Por eso es más digno de reconocimiento el difícil magisterio que correspondió a Ulrich Leo, Sánchez Trincado, Crema, Grases, Rosenblat. La soberbia o la negación nunca los llevó a amilanarse. Perseveraron. Allí queda la obra y el testimonio. Aquí, el simple homenaje de remembranza.

Si hubiese tiempo y espacio para establecer un inventario de la cuantiosa producción monográfica operada   —272→   en la crítica venezolana a partir de la renovación iniciada por los maestros que mencionamos, podríamos observar que, aun con diferencias radicales en los enfoques, o en las metodologías adoptadas después por quienes aprendieron con ellos, es evidente que desde entonces la crítica literaria trascendió la circunstancialidad del ensayo impresionista o la recensión hemerográfica para penetrar más recónditamente los complejos rincones del texto. A partir de trabajos como los de Leo, Crema, Rosenblat, ya no era posible continuar hilvanando adjetivos asociados por impresión, simpatía o reticencia. Así comenzaron a producirse libros como el mencionado de Orlando Araujo sobre Gallegos, o sobre la narrativa contemporánea; el estudio de Escalona sobre Maitín, los de Sambrano Urdaneta sobre Paz Castillo, Arráiz, la poesía contemporánea; los tempranos ensayos de Orihuela sobre Díaz Rodríguez o el más reciente acerca de Bolet Peraza; el de Alexis Márquez sobre Alejo Carpentier; los de Rafael Osuna sobre Romero García. La lectura de estos mensajes críticos puede inducir a divergencia, como es lógico. Pero innegablemente en ellos hay un rigor y un sentido de coherencia que faltaban en innumerables trabajos anteriores.

Estoy lejos de pretender que la única crítica válida escrita en Venezuela a partir de los años 30 haya sido la que nació a la sombra de los maestros citados. Me limito a decir que esas lecciones constituyeron acicate decisivo. Lo suficiente para repercutir en la crítica literaria posterior. Trabajos meritorios nacidos con otras perspectivas son los aportados por Pedro Pablo Barnola sobre Eduardo Blanco, creador de la novela venezolana; los estudios de Juan Liscano, recogidos en Caminos de la prosa; los ensayos de Pascual Venegas Filardo sobre poetas y novelistas; los trabajos de José Ramón Medina sobre jóvenes poetas; las escasas y muy densas páginas escritas en el oficio por nuestro inolvidable Rafael Ángel Insausti. Caso magistral de ponderación y sabiduría es el libro reciente de Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia, donde el enfoque intertextual aplicado a la poesía hispanoamericana, representa un vuelco indiscutible en las maneras de leer la poesía. Y ninguno de ellos podría decirse formado con las lecciones de los fundadores de nuestra crítica contemporánea.

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Luego de otro decenio dictatorial, el de Marcos Pérez Jiménez, se percibe otro cambio dialéctico de importancia. El perezjimenismo desbandó buena parte del país intelectual. Exilio político en alto volumen, torturas y cárceles, fueron motores dramáticos que empujaron a estudiantes jóvenes, y a otros maduros que recomenzaron a estudiar por muchos rumbos geográficos e ideológicos. Nuestra Universidad, privada de autonomía, el Instituto Pedagógico, diezmado en sus mejores cuadros docentes por la persecución o la renuncia, aletargaron notablemente la investigación y la crítica. Quedaron algunos maestros, fieles a su propósito de formar. Pero el inconformismo y la indignación juvenil intranquilizaban necesariamente el aprendizaje. La situación era de lucha clandestina y el compromiso fue haciéndose unánime.

Al finalizar aquel período (1948-1958), la restitución de la autonomía universitaria, el regreso a una turbulencia democrática, no exenta de represión, presentó un cuadro de enfrentamientos ideológicos. La unidad efímera contra una dictadura más, era quebradiza y se rompió. El proceso de la crítica literaria no podía quedar al margen de la controversia conceptual.

Durante la dictadura, se criticaba entre líneas, a través de escasos suplementos literarios de periódicos, o en revistas como la combativa Cruz del Sur, que incluso promovió un concurso para este tipo de trabajos. De ahí surgieron algunos ensayos valiosos como los de José Rivas Rivas y otros de enfoque marxista, algo dogmáticos, dedicados por Ramón Losada Aldana a la narrativa de Gallegos y Díaz Sánchez. En las nuevas circunstancias, con otros catedráticos de los que se habían formado fuera del país, se incrementaron las huestes intelectuales. En el aula y en revistas recién fundadas, la crítica literaria se revigorizaba. Es recordable por su agresividad juvenil la revista Crítica Contemporánea, y otras como Sardio y Tabla Redonda, que la precedieron. Allí ejercitaron sus armas de polemistas Manuel Caballero, Jesús Sanoja Hernández, Pedro Duno, Gustavo Luis Carrera, Rafael Di Prisco, entre otros.

Con los venezolanos que regresaban del exilio llegaban también otros maestros cuya lección dejó huellas innegables. Imprescindible de tratar es el caso de Segundo Serrano Poncela, cuyos planteamientos de una crítica   —274→   fenomenológica tuvieron audiencia entusiasta en el aula y lectores más o menos adictos en sus ensayos del Papel Literario de El Nacional. La Sociología de la Literatura y la crítica marxista despojada del dogmatismo stalinista hicieron aparición más metódica. La vuelta a metodologías extrínsecas y un ansia de inventariar la historia literaria reorientaron algunas vocaciones. Orlando Araujo irrumpió hacia el marxismo, con entusiasmo casi adolescente en un ensayo sobre Manuel Díaz Rodríguez. Gustavo Luis Carrera efectuó una valiosa revisión de Los mártires, de Fermín Toro, novela soslayada por la crítica y la historia regionalistas. Efraín Subero se ocupó de la poesía popular, antologó poetas, sistematizó bibliografías. Oswaldo Larrazábal Henríquez se consagró a estudiar la novelística del siglo XIX; José Antonio Castro y Víctor Fuenmayor, Juan Gregorio Rodríguez Sánchez y otros formaron un núcleo riguroso de investigadores en la Universidad del Zulia. Lubio Cardozo y Juan Pintó culminaron en Mérida un primer Diccionario de Literatura Venezolana.

La violencia político-social de los años 60 volvió a sacudir las conceptuaciones literarias con la atomización ideológica de la izquierda. El llamado boom de la narrativa hispanoamericana hizo acto de presencia en Venezuela desde 1967. Una nueva literatura impuso una autocrítica metodológica sostenida hasta hoy como reto. La década de los 70 se muestra así como la de una puesta en picota de la actividad crítica literaria.

En 1971, el Instituto Pedagógico de Caracas funda el primer Curso de Post-Grado en Lingüística y Literatura Hispanoamericana. Lo han seguido después otros en la Universidad Central de Venezuela y en la Simón Bolívar. En todos ellos se discute la búsqueda de nuevas orientaciones metodológicas e ideológicas. En el contexto influye la gran disidencia y el consecuente debate internacional de las ideologías modernas y de los métodos más recientes. La llamada obsolescencia dinámica planteada por antropólogos de nuestros días acerca de los objetos de consumo, hace estragos en la durabilidad de los procedimientos tanto lingüísticos como crítico-literarios. Estamos ante un proceso de babelización dentro del cual se niega la crítica o se vocifera muchas veces contra métodos cuya fundamentación o eficacia se ignoran. Lo   —275→   que es innegable es que América Latina ha entrado por fin en la escena de la producción literaria universal y también en el mercado masivo de consumo bibliográfico donde pone en circulación su propia literatura. Los críticos norteamericanos y europeos se han volcado en ejército sobre nuestra literatura. Es una especie de descubrimiento y conquista literarios... Esto impone a quienes trabajamos en el campo crítico hispanoamericano una revisión urgente de criterios y procedimientos.

En medio de ese cuadro general lo innegable es la asunción del texto literario como obra de arte soportada en la lengua y como lenguaje específico diferente de otra discursividad no literaria. Por tanto, es objeto de una producción social que se rige por leyes propias además de las lingüistas. Las nuevas estéticas literarias, marxistas y no marxistas, disienten en el aspecto operativo pero coinciden en un objetivo común: el conocimiento del texto como objeto de la crítica, distinto de la evolución intertextual, objeto de la historia literaria y, ambos, instancias que convergen cultural e históricamente en unas posibilidades teóricas sobre los modos de producción literaria en su conjunto. La teoría deja de ser un código hermetizado, una normativa, para constituir una generalización inducida a través de un proceso.

Por espacio y conveniencia cierro estas reflexiones con una cita del excelente crítico chileno Nelson Osorio Tejeda, quien reside y enseña ahora entre nosotros. Me solidarizo con sus puntos de vista, porque en ellos se resume una posición común de nuevas promociones críticas formadas por hombres que trabajan en diversos lugares del Continente, unidos por un propósito compartido: el de dotar nuestro quehacer analítico y valorativo el fenómeno literario, con instrumentos más certeros, sin caer por ello en una suerte de regionalismo o autoctonismo metodológico en el que ya habíamos incurrido antes con los resultados obvios. La cita del investigador chileno sostiene:

Porque si bien es cierto que tanto el estudio de la evolución formal e interna, tarea que postulan las distintas corrientes inmanentistas, como la preocupación por los factores sociales y externos, desarrolladas por las diversas corrientes sociologistas y positivistas, tienen antecedentes valiosos   —[276]→   en nuestro medio, no puede entenderse el planteamiento arriba expuesto como una suma abigarrada y ecléctica de dos métodos o tendencias que priman en las prácticas anteriores. La mayor parte de los estudiosos actuales en América Latina coinciden en la necesidad de superar tanto el sociologismo mecánico como el inmanentismo formal. Pero este superar habría que entenderlo en un sentido dialéctico (el aufheben hegeliano, si se quiere), que es tan ajeno al rechazo absoluto como a la conciliación ecléctica. Si ambas tendencias dominantes se ofrecen como una dicotomía, el único camino viable para una integración orgánica y coherente del estudio de las estructuras formales en relación con los hechos de la vida social es cambiando las premisas teórico-ideológicas desde las cuales ambas prácticas han surgido.

Pero esto último ya no significa sólo un cuestionamiento de la crítica y sus tendencias dominantes, sino que fundamentalmente lleva a un cuestionamiento y toma de posiciones respecto a premisas ideológicas y la concepción del mundo que subyacen en su ejercicio. Dicho en otros términos, no creemos posible en la actualidad que la crítica en nuestro medio pueda desarrollarse a la altura de las necesidades inmediatas sin superar el sociologismo y el inmanentismo. Pero no podrá lograrse esto último sin superar al mismo tiempo las premisas ideológicas en que estas tendencias se sustentan295.



Como plantea Osorio, se trata, pues, en este momento, de un imperativo: la elaboración de síntesis nuevas en lo ideológico y, por ende, en lo metodológico. Sólo quisiera añadir que, en nuestros días, ha surgido como disparidad una suerte de autoctonismo metodológico, de ameghinismo crítico, según el cual tendríamos que inventar un método latinoamericano o nacional para hacer crítica literaria. Sería interesante saber si también se está proponiendo hacer una medicina colombiana, unas matemáticas   —277→   brasileras, una física argentina, una antropología mexicana. Este podría ser el camino más corto para cercenar la universalidad a que aspira y es necesaria a toda ciencia. Y si la crítica literaria quiere llegar a la categoría de una ciencia social diferenciada, deberá pensar en función de indagar, sin duda, nuestras peculiaridades regionales, lo que hace diferente nuestra producción literaria, como variable de la producción general de literatura, es decir, que nadie niega la conveniencia de establecer los rasgos caracterizadores de las literaturas nacionales a lo cual la crítica no puede ser extraña, pero pensamos que teórica y metodológicamente, lo colombiano, venezolano, argentino o mexicano de la crítica, será cuanto el discurso crítico producido en cada país, aporte al desarrollo internacional de esa disciplina. Es así como la Noología de Luis Jorge Prieto, no es una semiótica argentina, sino la aportación de un gran investigador argentino a las ciencias universales del lenguaje. Si los cambios que propone el colega Osorio -y sabemos que es así- se entienden como tarea universal de búsquedas, es decir, autocuestionamiento de métodos para adquirir nuevos instrumentos que permitan conocer y comprender mejor nuestra producción literario social en esta época y en otras, habremos logrado un aporte extraordinario para resolver problemas que están planteados hoy en todas partes para quienes se ocupan de este asunto y alcanzar así el acceso a una ciencia de la literatura con método y objeto propios. Ya el discurso crítico no será entonces un hacer literario a expensas de un texto literario, sino describir, analizar y comprender el objeto literario en función de un discurso científico capaz de responder a la exigencia social que él expresa y a la expresión artística que se estudia en él, si realmente es literatura.





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