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Tristeza fin de siglo (1889-1890)

Julián del Casal

Remedios Mataix (ed. lit.)






ArribaAbajo «Crónica semanal: El baseball en Cuba» (1889)1

Nada más raro, en nuestros tiempos, que la aparición de un libro sencillo, empapado de sana alegría y escrito al correr de la pluma, cuyas páginas sirven para desarrugar los ceños más adustos, entreabrir los labios más serios y disipar las brumas melancólicas que difunden en el espíritu las miserias de la vida, ya se contemplen en su asquerosa desnudez, ya a través de las hojas de los modernos libros pesimistas.

La desaparición de las antiguas creencias, el hastío que enerva los ánimos, las inquietudes abrumadoras de lo porvenir, el amor desenfrenado de la gloria y las sutilezas de los análisis psicológicos saturan de profunda tristeza las obras maestras de la literatura contemporánea, hasta el punto de que Edmundo de Goncourt, lo mismo que sus numerosos discípulos, ha llegado a asegurar, por la pluma exquisita de la eminente escritora gallega Emilia Pardo Bazán, que «una persona sana y robusta no es capaz de sentir la calentura de la inspiración y para crear algo artístico es necesario encontrarse bastante enfermo».

Aunque soy el más incansable lector de esta clase de libros, donde la pintura de las pasiones humanas hecha con frases sutiles, coloreadas y armoniosas deslumbra la imaginación, enardece los sentidos y perturba el sistema nervioso del que los lee, como las emanaciones de un río engendran la fiebre en el organismo que las aspira, he leído, en breves horas, sin detenerme un momento ni aun para encender un cigarro, las páginas encantadoras del folleto que ostenta su nombre al frente de estas líneas, escrito por uno de mis mejores amigos, que es también uno de los más fecundos, amenos y discretos escritores de la última generación2.

Después de pasado el prólogo del doctor Benjamín de Céspedes -un gran literato entre los médicos y un gran médico entre los literatos-, que viene a ser en las primeras páginas del folleto, por la amargura de su tono y la elevación de sus ideas, una especie de telón negro que oculta un escenario de circo donde se admira la destreza de los acróbatas, se ostenta la robustez de los músculos y se provocan las agudezas del payaso, el espíritu del lector se inicia en los secretos del complicado juego de pelota; conoce su origen, su desarrollo y sus consecuencias; comprende las causas de su popularidad y se promete asistir al primer desafío.

El entusiasmo de los jóvenes que se escapan de las aulas para ir a la práctica; las figuras de los jugadores, ya sean del bando azul, ya del bando rojo; las desavenencias entre los partidarios de distintos clubes; el efecto que produce la concurrencia que asiste al espectáculo; las mil peripecias del juego; los gestos y chillidos de las turbas apiñadas en los escaños; los comentarios que se hacen al terminar la fiesta, en las calles y en los cafés: todo está muy bien presentado en párrafos sencillos, desnudos de galas retóricas y salpicados de chistes originales, porque el autor escribe de prisa, sin rebuscar sus ideas ni peinar su estilo, del mismo modo que el pájaro canta, el astro alumbra y la flor perfuma.

Una vez abierto el libro, no se puede soltar de las manos. El chiste culto, ligero y espiritual corre, piquetea y estalla en cada línea, con cualquier pretexto y con pasmosa facilidad, ya de una frase cogida al vuelo, ya de un incidente dolorosamente cómico, confundiéndose todos en una alegría encantadora y reconfortante a la vez, análoga a la que despierta el sonido de los cascabeles agitados en ruidoso baile de máscaras. Después de dar las gracias al autor por el buen rato que me ha proporcionado la lectura de su primer libro, cuyos ejemplares el público se encargará de consumir no por mis elogios sino por su verdadero mérito, réstame suplicar al donoso escritor que me perdone en su futuro libro, de ciego que merezco por estas incorrectas líneas. ¿Me lo perdonará?




Arriba «Crónica semanal» (1890)3

Una dama desconocida me pregunta, en atenta carta, lo que entiendo por tristeza de fin de siglo, porque esas palabras han despertado su curiosidad, suplicándome al mismo tiempo que le envíe la respuesta por este lugar. Pudiera callarme, porque no he podido consultar mi manera de interpretarlas, pero como se trata de una dama, a quien supongo muy bella, quiero inmediatamente complacer sus deseos.

En ningún final de siglo más que en el nuestro se han visto cosas tan contradictorias e inesperadas. De ahí ha nacido en los espíritus una incertidumbre que cada día reviste caracteres más alarmantes. El análisis nos ha hecho comprender que, después de tantos siglos, no es posible determinar a punto fijo el progreso de la humanidad. Más bien se puede afirmar que ha retrocedido, porque ha amado muchas cosas que hoy sólo puede odiar. Tanto desespera ese estado de ánimo que muchos de los seres que lo experimentan se despeñan por los riscos de la extravagancia, no por afán de llamar la atención, sino por olvidarse de que no pueden creer en nada, y porque sienten al mismo tiempo la necesidad imperiosa de albergar en su alma alguna creencia.

Sabiendo que ese estado no se puede prolongar, porque nos hace la vida insoportable, se cree vagamente que el remedio será descubierto en la década que resta de siglo; pero como se teme también que las muchedumbres hambrientas promuevan un gran cataclismo social, la incertidumbre de que he hablado, o sea, la tristeza de fin de siglo, se va introduciendo, como los microbios de una epidemia, en todos los espíritus, no sólo de Europa, sino de todos los países civilizados.

Hubiera podido ilustrar estas líneas con algunos ejemplos, pero para hacerlo necesitaría el espacio de varias crónicas prefiero aguardar a conoceros, para completar mi explicación. Vuestra misma vida, si me hacéis el honor de contármela, me proporcionará los ejemplos. De todas maneras, mi bella desconocida, deseo que nunca sintáis la tristeza de fin de siglo, aunque para olvidarla tuvierais el capricho de disfrazaros de princesa asiática y desde la altura de vuestro elefante colosal, bajo un baldaquino de raso rojo, bordado de oro y seguida de sacerdotes cargados de cofres llenos de pedrerías, os arrojarais muerta de amor entre mis brazos.





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