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Triunfo del Romanticismo. El duque de Rivas1

Francisco Blanco García





  —129→  

En España cundió con más rapidez que en otras naciones cultas el espíritu de libertad artística, fundado, como hemos visto, en la índole y las tradiciones de nuestra raza, y cuya fuerza arrolladora se sobrepuso fácilmente a los prejuicios de la educación y de la costumbre establecida. El romanticismo se presentaba como vindicador de la literatura genuinamente española, contando por otra parte con el prestigio de la novedad y con el brío de sus defensores; y mientras a cada paso engrosaban sus filas muchos y muy significados adeptos del antiguo doctrinal, no obraba nadie en dirección   —130→   opuesta, acelerándose por este camino la victoria, un tiempo problemática e indecisa.

No debemos extrañar, pues, que uno de los más aventajados imitadores de Quintana, así en las odas de alto vuelo como en las acompasadas tragedias, escribiese más tarde El Moro expósito y Don Álvaro. A fin de que en tan ilustre ejemplo se adivinen otros de menor importancia, no quisimos citar al Duque de Rivas entre los poetas clásicos que vivieron a principios del siglo presente, y hemos dejado para este lugar la apreciación de todas sus producciones literarias, pues colocando las inspiradas por un arte senil y un preceptismo caprichoso, a par de las que le dieron eterna fama, aparecerá más clara su diferencia, por no decir su oposición mutua.

El ilustre autor de El Moro expósito, cuya musa comenzó ensayándose en preludios pastoriles y anacreónticos, impregnados de no sé qué dulzona y algo afectada melosidad, alcanzó también los mejores días de Quintana, Lista y Gallego, imitando cuidadosamente   —131→   el que entonces recibía el dictado de Tirteo español, y encargado de la revisión de sus poesías al cantor del Dos de Mayo.

Hay en ellas, sobre todo en las patrióticas A la victoria de Bailén, Napoleón destronado, España triunfante y otras por el estilo, un calor de alma y una robustez en el pensamiento y en la forma, que atenúan sus defectos, no pocos ni de escasa entidad, pero bebidos al fin en el modelo. En aquellos días de exaltación y entusiasmo, leíanse con avidez las composiciones del joven autor que, animado por tan favorable acogida, formó con ellas un volumen publicado en 1813.

Antes de esta fecha había compuesto un poema descriptivo en octavas reales, El Paso honroso, que anuncia ya a trechos por la gallardía y el desembarazo de la narración, al poeta admirable de los Romances históricos. Como descendiente del Suero de Quiñones idealizado por la leyenda, sentía gran predilección por el asunto, y es lástima que no lo exornase con las galas   —132→   que su inexperiencia le negaba y que derramó más adelante con profusión en otros menos socorridos.

En 1814 escribió la tragedia Ataúlfo, prohibida por la censura y a la que siguieron Aliatar y Doña Blanca, sujetas, como la anterior, a los cánones de la preceptiva al uso.

Durante la segunda época constitucional, cuando las opiniones políticas habían roto todos los diques, corriendo a pasos agigantados hacia la revuelta anarquía, lanzose de nuevo a la arena del teatro el futuro Duque2, mozo bienquisto en el bando liberal, entre cuyos adeptos le había granjeado gloria de mártir la prohibición de Ataúlfo. En la obra que daba ahora a la escena pudo desde luego, prometerse el triunfo: ¿cómo no había de regalar los oídos a los tribunos y a la plebe de aquellas calendas el mágico nombre de Lanuza? Por otra parte, no era Ángel de Saavedra el liberal moderado del año 36, sino el furibundo doceañista que juraba por la Constitución de Cádiz con todo el fervor de Muñoz Torrero, de Alpuente o Alcalá Galiano, y su tragedia se convirtió en arma de partido, logrando casi tanta popularidad como el Himno de Riego. Para celebrar las grandezas del famoso Código, en las fiestas patrióticas de Madrid y de provincias, era elemento obligado y principal la representación de Lanuza, y sus frases, recibidas con aplauso por las personas cultas, electrizaban a la ignorante muchedumbre que salía de allí animada para dar un ¡viva! al Ministerio exaltado y entonar el sonoroso «trágala». Aquella situación pasó con la rapidez de un sueño, y sus más conocidos jefes fueron desterrados de España apenas entraron los cien mil hijos de San Luis en auxilio de Fernando VII.

No otra suerte cupo al autor de Lanuza, que en el tiempo de su emigración cambió notablemente de opiniones literarias. Las que antes tenía se dan a conocer en   —133→   los múltiples ensayos de que hemos hecho breve examen, y eran las de Boileau y Voltaire, las de Moratín y Quintana. Hombre de entendimiento flexible y variada ilustración, perteneció a una secta guiada por el fanatismo más ciego, así en política como en literatura; pero ya debían de serle conocidas algunas obras románticas, bien fuese por los artículos de Bölh de Faber, bien por las pocas traducciones que de ellas corrían, cuando, en su viaje a Inglaterra, pudo escribir la Despedida (o por otro nombre El Desterrado), que algunos consideran como preludio de las audacias románticas.

A otra poesía compuesta en Londres, y titulada El Sueño del proscripto, cabe dar esa significación, por razones más concluyentes. Llámala D. Eugenio de Ochoa «Sueño vago y sombrío, inspiración ossiánica, empapada en las nieblas húmedas del Támesis»; manifiesta una ruptura decisiva con los severos cánones de Boileau y está llena de espíritu innovador y revolucionario. Con ser bastante descuidada e irregular, bien merece que traslademos aquí alguna muestra para dar solidez a estas afirmaciones:



    ¡Oh sueño delicioso
que hace un momento tan feliz me hacías!
¿Huyes y me abandonas inclemente,
y en el mar borrascoso
tornas a hundirme de las ansias mías?

   ¡Ay! Los fugaces cuadros que mi mente
ha un instante, en tus brazos contemplaba
los juzgué realidad, y mis pesares
y mi destino bárbaro olvidaba,
y ¿todo fue ilusión? Vuelve halagüeño,
vuelve ¡oh consolador, oh ansiado sueño!

   Por tu mágico influjo llevado
yo me he visto en mi patria adorada,
no de llanto y de sangre inundada,
no cubierta de luto y de horror;
—134→
Sino libre, tiunfante, felice,
como un tiempo que huyó presuroso
cual celaje risueño y hermoso,
al soplar huracán bramador.



Las dos primeras estrofas no estarían mal, salvo algún descuido ligero de dicción, en una elegía de Meléndez, y nada tienen de nuevo e inaudito; pero su combinación con las siguientes, la variedad de metros que se advierte en toda la pieza y el poco esmero de la forma, hubieran excitado la bilis de aquellos preceptistas que, siendo ante todo excelentes gramáticos, sólo hacían caudal de los defectos menudos. Sobran, ciertamente, los motivos para censurar en esta como en tantas otras composiciones románticas el empeño de quebrantar las reglas del buen gusto. Lo que no puede negarse es que tal empeño constituía un sello de escuela y sirve para demostrar que El Sueño del proscripto pertenecía a otra muy distinta de la pseudoclásica. No fue completa, sin embargo, la conversión del Duque a los nuevos ideales, pues aún volvía los ojos amorosamente a los antiguos en la tragedia Arias Gonzalo, escrita en Malta después de Florinda y con la propia estrechez de miras que Lanuza y Ataúlfo.

Quizá no se atreviera a una reforma tan material y tangible como la infracción de las tres unidades, por instinto de educación literaria y por evitar la nota de inconsecuente, mientras abrazaba el nuevo espíritu en sus poesías líricas por ser el tránsito menos visible, aunque más seguro y reflexivo. No cabe desconocerlo en la bellísima que consagró Al faro de Malta, y en la que supo armonizar el arrebato y vehemencia de la expresión con la naturalidad del sentimiento.

Parece extraño que empleara el verso suelto, más propio de la antigua escuela, dando de mano a la rima, que tanto progresó con la aparición del romanticismo; pero, exceptuando esta anomalía, que es de pura forma y significación escasa, no aparecen allí huellas de numen quintanesco o moratiniano, y sí pruebas numerosas   —135→   de que el autor había roto las ligaduras de la imitación. Hay en esta poesía una semejanza tan hermosa como característica. Mil veces fueron comparadas con la antorcha que luce en la obscuridad y el faro que brilla en lontananza, las benéficas inspiraciones de la razón entre las tinieblas del vicio: aquí, en vez de iluminar con ejemplos de la naturaleza física las profundidades del alma humana, el orden es completamente inverso.

Algo semejante cabe decir en este otro símil:


Y fuiste a nuestros ojos la aureola
que orna la frente de la santa
en quien busca afanoso peregrino
   la salud y el consuelo.



No eran el ardor e intensidad líricos las prendas culminantes del Duque de Rivas, y aun por eso hay tan poco donde escoger entre sus poesías sueltas, sin exceptuar la consagrada A la vejez, ni la Meditación dirigida al poeta italiano Campagna. Las Epístolas jocoserias que desde Nápoles escribió al Marqués de Valmar3, están trazadas con la precipitación y el confiado abandono de las cartas familiares, pero en los decaimientos de estilo subsiste la fácil e inagotable vena andaluza, pródiga en chiste y en saladas ocurrencias.

Sucede con la composición Al faro de Malta, respecto a las líricas del autor, lo que con el Don Álvaro en las dramáticas: su relevante mérito eclipsa el de las demás, y cierto que no es la de poeta lírico la mayor gloria del ilustre Duque, como él mismo llegó a comprenderlo desde que los consejos del erudito Mr. Frère le mostraron abierto el camino de su verdadera vocación en las tradiciones de la historia patria. La sangre que   —136→   corría por las venas del noble desterrado; su vida borrascosa y aventurera; el recuerdo de las antiguas glorias españolas, y aun de aquellas consejas populares tenazmente grabadas en su fantasía desde que las había leído u oído referir con la credulidad de los primeros años; la ingénita propensión al género narrativo, que se tradujo desde luego en más de un ensayo, y quizá también el ejemplo de los poetas ingleses como Walter Scott y R. Southey, determinaron al Duque de Rivas a emprender un poema en que revivieran las hazañas del Romancero, cubiertas por el polvo de los siglos, y a abrillantar la tragedia del bastardo Mudarra, el vengador de su familia, tosca y enérgicamente bosquejada por los cronistas y poetas antiguos. De esta aspiración nació El moro expósito, obra de bastante extensión, y que ni en su carácter, ni en su argumento, ni en su material estructura, se parece a la epopeya clásica. El carácter es novelesco, con mezcla de elevación lírica; el argumento tradicional y legendario; la estructura desusada, mas no regular ni caprichosa. La trágica muerte de los infantes de Lara y los sucesos con ella enlazados forman un cuadro extenso, en cuya ejecución apura el poeta todas las tintas, pasando con rapidez de una escena a otra, de un rasgo al opuesto, de unas en otras situaciones, siempre con maestría y aparente desorden. De los hechos, algunos resultan enteramente episódicos; pero si entorpecen la acción, la entorpecen distrayendo la fantasía con nuevas y sorprendentes decoraciones. Córdoba, la ciudad de los Califas, con su opulencia asiática, sus encantados palacios, sus orgías y su abigarrada perspectiva, enfrente de Burgos, la ciudad levítica por excelencia, morada de los célebres Condes, con su nobleza sin segundo, sus insignes recuerdos y religiosa severidad: éste es el fondo sobre que se destacan las figuras de Gustios de Lara y Ruy Velázquez, de Giafar, Kerima y Mudarra, con otras accesorias.

De la acción ya dijo el malogrado Enrique Gil que peca de escasa y aparece un tanto desleída; las narraciones   —137→   están empleadas con profusión, y en cierto modo estorban y detienen su curso, y finalmente, a un no sé qué de confuso más que de enredoso en el plan, se añade cierta monotonía y falta de individualidad en los caracteres principales, que, si se exceptúan Gustios de Lara y Ruy Velázquez, se acercan más de lo que debieran a un perfil común4. «Tampoco el desenlace nos parece bien preparado y traído, ni cuadra con la entonación y colorido poético de toda la obra», prosigue E. Gil, formulando una acusación que también hacen Mazade y otros críticos, a mi ver con entera justicia, a pesar de las observaciones del Sr. Cañete. ¿A quién no asalta un disgusto espontáneo al ver cómo Kerima rechaza la mano de su prometido, después que con tanta ansia se va aguardando el crítico momento? Y al fin, si se moviera por sola la justa o injusta aversión hacia el involuntario asesino de su padre, pudiera haber alguna disculpa razonable; pero el autor parece ofrecernos esta acción como inspirada por la mojigatería y el carácter irresoluto de una mujer bastante perjudicada con este rasgo: lo mismo ni más ni menos que la leyenda entera.

En cuanto a la originalidad de El moro expósito, dice bien el mencionado Enrique Gil: «Si algún modelo tuvo el autor delante, tal vez fue a buscarlo entre las preciosas obras que Walter Scott llama novelas poéticas, pues en la literatura patria ninguno de los asuntos tratados en los romances presenta el conjunto y la intención que desde luego se echa de ver en El moro expósito. Esta conjetura no parece del todo infundada como se limite a la semejanza del género en absoluto, descontando la diferencia radical de ejecución, que aquí ni se afirma ni se desconoce; y por otra parte, ningún título más adecuado   —138→   a la obra del poeta español que el de novela en verso, o si se quiere, epopeya local basada en la tradición.

El moro expósito pasa en la apreciación de algunos críticos como la primera manifestación del romanticismo en España; pero no debe olvidarse que el autor había escrito anteriormente El paso honroso y Florinda, poemas narrativos que guardan no poca analogía con El moro expósito. Respecto de las posteriores leyendas románticas, quizá puede considerarse como obra de transición. Le falta el naturalismo embriagador de Arolas, la energía lúgubre de Espronceda, la magia inimitable de Zorrilla; y sin determinar ahora el mérito respectivo de estos autores, ni si los excede o no el de El moro expósito, basta señalar la diferencia considerable que de ellos le separa.

Su parte corresponde en ello a la forma métrica del romance endecasílabo, que, sobre fatigará veces con su monotonía, no es muy a propósito para la descripción, y descubre bien cuán honda huella imprimieron en el ánimo del autor sus antiguas aficiones, cuando no acertó a olvidarlas en cosa tan racional e insignificante.

No cabe decir lo mismo de sus Romances históricos, que llamaré sueltos para distinguirlos de los coleccionados en forma de poema. Algunos escribió antes de dar a la estampa El moro expósito; la mayor parte después de representarse el Don Álvaro, y cuando le pusieron en forzoso retiro los sucesos de la Granja anteriores a la Constitución del año 375. Nueva era la tentativa del Duque; porque si es cierto que el romance, la forma métrica más española, no había sido menospreciada por los discípulos de Luzán, antes bien le dieron la preferencia en el teatro; pero no era el suyo el romance antiguo, nacido en el pueblo y destinado a celebrar sus glorias y tradiciones, ni era tampoco el de   —139→   Góngora y demás poetas cultos del siglo XVII, sino otro almibarado y enteco que, a lo sumo, imitaba los más subjetivos del Romancero castellano.

Los romances históricos del Duque de Rivas forman un panorama extenso, rico y variadísimo, donde está escrita en páginas de oro la historia de la antigua España: ya cuando ponen ante los ojos con pintoresca vivacidad de colores los sucesos culminantes de una época, dándola a conocer con tanta perfección como podría un volumen atestado de minuciosos pormenores, ya cuando presentan un carácter típico, juntando en él los caracteres todos de la especie, esculpiendo lo que dicen y haciendo adivinar lo que no dicen. Al primer grupo pertenecen, entre otros, Una antigualla de Sevilla, El Alcázar de Sevilla, Don Álvaro de Luna, La victoria de Pavía, El Conde de Villamediana y El fratricidio, cuadro este último donde los vigorosos monosílabos del Rey D. Pedro, los lúgubres


escombros que han perdonado,
para escarmiento del mundo,
la guadaña de los siglos,
el rayo del cielo justo;



la astucia cobarde del fratricida, la venal conducta de Claquin, los blasfemos conjuros de la soldadesca y la noche cruda de marzo, llenan la fantasía de indelebles recuerdos. El tipo tan maravillosamente legendario de D. Pedro I de Castilla figura nada menos que en tres distintos romances, los primeros de la colección, aunque más con el carácter de cruel que no con el de justiciero consagrado por la tradición popular y el Teatro español del siglo XVII. De muy diverso modo nos admira Colón con sus heroicidades y su anhelo por dar cima a una idea inspirada por el mismo Dios, y los bravos de Bailén, humillando en desigual combate al gigante de cien brazos, compuesto de hombre, ángel y demonio.

En los romances, digámoslo así, típicos, ¿quién no ha   —140→   parado los ojos en el altivo Conde de Benavente, en el castellano leal que no quiere recibir la Orden del Toisón por ser Orden extranjera, y que, si obedece a su Rey cuando le manda aposentar en su palacio al Condestable de Borbón, sabe entregarlo al fuego para purificar sus aposentos?6 ¿Quién no se descubre ante el   —141→   D. Alonso de Córdova de Amor, Honor y Valor, genuina representación de la antigua nobleza castellana, que tan generosamente sabía reparar sus extravíos y con tan escrupuloso celo cumplía con las inspiraciones de su conciencia?

La grandeza de los asuntos rivaliza con lo acabado   —142→   de la descripción, que en el Duque de Rivas es siempre majestuosa y exacta, algunas veces dura y áspera nunca innoble ni femenil. Y aun por eso se apartan sus Romances históricos, tanto o más que sus poemas, de cierto romanticismo legendario que se alimentó con sorprendentes ficciones, con orientales sueños, con raptos y galanterías, con tradiciones obscuras y por lo común horripilantes; el romanticismo del insigne prócer, como engendrado por el espíritu nacional, es de grave y severo porte, y vive en la realidad como en su propia atmósfera7.

  —143→  

El género cultivado por el Duque de Rivas, es seguramente de buena ley y no tan expuesto a los abusos como el de Zorrilla, y aun quizá por eso ha tenido tan pocos imitadores el autor de los Romances históricos entre la inmensa turba de poetas legendarios, que por esta parte apenas se puede vislumbrar su influencia en la literatura española del presente siglo.

Romances hay, sin embargo, en la colección del Duque de Rivas que están frisando con la leyenda romántica; tales como El cuento de un veterano, repugnante galería de escenas nocturnas, amores sacrílegos y venganzas femeninas, cuyo teatro no quiso el poeta fuese España; Una noche de Marzo de 1578, basado en los supuestos amores de Felipe II con la Princesa de Éboli, y lleno de falsedades históricas que hoy serían indisculpables: La vuelta deseada y El sombrero, delicadas y conmovedoras narraciones de asunto contemporáneo. Pero no entró de veras el autor en este camino hasta que, honrado por Zorrilla con la dedicatoria de la azucena silvestre, quiso pagarle el obsequio con La azucena milagrosa, donde explota los tesoros de su inexhausta fantasía y recorre en gradación ascendente, todos los tonos de la pasión y el sentimiento8. El amor puro y ardiente de los dos personajes principales, la hermosa e infelicísima Blanca y el intrépido Nuño de Garcerán; la sospecha envenenada que produce el asesinato de la víctima inocente; la tormentosa agitación de Nuño, que en vano procura apagar con la distancia y con la vida de aventurero, sus vacilaciones, angustias y pesares, y sobre todo las fatídicas palabras de la calavera, que le descubren lo odioso e irreflexivo de su conducta, el medio de expiarla y la señal por donde ha de mostrársele aplacada la cólera del cielo, constituyen   —144→   un cuadro de regia elevación y opulento colorido. La rapidez magistral de las transiciones, los vuelos de la inventiva, y el pomposo ornato de la leyenda cobran doble precio con la originalidad, de que carece la de Zorrilla, como fundada casi literalmente en una tradición celebérrima.

Digamos ya de las obras dramáticas que escribió el Duque después de convertirse al romanticismo. En 1834 fue representada su comedia Tanto vales cuanto tienes9, imitación fría de Moratín, lo que parece increíble teniendo, como ya tenía, escrito el portentoso Don Álvaro. El enredo de Tanto vales cuanto tienes no es nada complicado, ni posee tampoco el mérito de la novedad. Un indiano, esperanza de su hambrienta familia; una viuda que sólo heredó del Marqués, su esposo, el título nobiliario; y su hija, simpática y joven amante de un galán, a quien despide la vieja cuando creía tener entre las manos la deseada fortuna; éstos son los principales agentes de la comedia. Cuando el indiano don Blas llega a Sevilla le han robado unos piratas, y pierde al momento el simulado amor de su hermana; pero don Blas recobra sus tesoros, desoye enojado las disculpas de doña Rufina, y al fin se logra el matrimonio de los dos amantes. Tanto vales cuanto tienes mereció algunos elogios con muchos reparos, de parte de Larra10, que insiste menos, como él advierte, en lo que hizo el autor que en lo que hubiese podido hacer, dada la naturaleza del argumento. «Alguna languidez, añadía, hemos creído notar en toda la comedia que pudiera descargarse ventajosísimamente... El argumento tiene el inconveniente de preverse su fin desde el principio; pero esto es más culpa del asunto que del autor».

Un año después consiguió nuestro poeta otro triunfo   —145→   perdurable y espléndido; triunfo tal que no se registran muchos de su especie en la historia de las letras. Al penetrar el Duque en Franca (1830) estaba más viva que nunca la guerra entre clásicos y románticos, y, merced a tan propicias circunstancias, se desarrollaron los gérmenes de una idea oculta en el espíritu del ilustre desterrado, a quien ya parecían muy simpáticas las teorías comprendidas en el genérico nombre del romanticismo, y que aspiró a hacer en España lo que en París hacía Víctor Hugo con su famoso Hernani. Entonces compuso un drama en prosa, traducido al francés por Alcalá Galiano, y que, completamente refundido por su autor, se estrenó en el teatro del Príncipe el 22 de marzo de 183511.

El público de Madrid, ávido de sensaciones; los literatos jóvenes, que habían oído nombrar a Byron, que soñaban con René y adoraban en Víctor Hugo; no pocos   —146→   defensores de las rancias unidades, y todos los que entendían algo de la nueva literatura, aplaudieron con frenesí las escenas del Don Álvaro. Aquello era, en verdad, una rebelión a cara descubierta contra el decadente clasicismo, no al modo ecléctico del Macías, ni con las contemplaciones de Martínez de la Rosa en La conjuración de Venecia, sino con arrojo extraordinario, con visible afán de menospreciar las reglas cuando se ofrece ocasión y cuando no se ofrece. El autor de Don Álvaro no sólo ha roto los estrechos moldes de sus antiguas tragedias, sino que se ha desembarazado totalmente de los recuerdos de su educación literaria.

La nueva obra entraba de lleno en el gran movimiento que agitaba a todas las naciones cultas, y era gemela y rival de las engendradas por el romanticismo en Alemania, Francia e Inglaterra. El héroe es figura de gigantescas proporciones como Conrado y Don Juan, apasionado como René, suicida como Werther, simpático y audaz como Carlos Moor, perseguido como todos ellos, por una fatalidad sin nombre. Analizándole con la razón fría y disectora, Don Álvaro es un monstruo; combinando el dictamen de la razón con el del sentimiento, Don Álvaro es un prodigio. Desde luego no hay que buscarle en el círculo común de los hombres, y el condenar el drama por este motivo sería interpretar malamente la ley de la verosimilitud, que no sólo tolera lo fundado directamente en la realidad, sino también lo posible, y entre lo posible lo sorprendente, lo casual; todo menos lo disforme y antitético.

Don Álvaro no es un personaje del siglo XVIII, porque lo mismo puede pertenecer a él que a cualquier otra época, si se descartan algunos accesorios que nada tienen de imprescindibles ni esenciales. Interesa como interesaría en otras circunstancias; interesa porque es vigorosa personificación del infortunio no merecido. Vésele a un mismo tiempo en la cumbre de la felicidad y en el infierno del dolor; nace noble, y se encuentra apartado de sus padres; ama con delirio honesto, halla la deseada correspondencia, y cuando va a tocar con   —147→   la realización de sus deseos, interpónese el padre de su adorada, a quien involuntariamente quita la vida. Escucha de su boca palabras de tremenda execración, que alternan con el anhelo fatigoso de la última agonía; y si el desdichado corre en busca de la muerte, se la negará el sino entre el fragor de las armas, viniendo, en cambio, a matar al valeroso Carlos, el hermano de Leonor. ¿Se acoge al retiro de los claustros? No basta para detener el torrente de sus infortunios: aguárdale la ira de Alfonso Vargas, que, al saber la muerte segura de su hermano Carlos y la probable de Leonor, causadas por el infelicísimo amante, le busca sin tregua hasta encontrarle vestido con el sayal religioso. Y cuando Don Álvaro oye la dichosa nueva de haber puesto el Rey en libertad a sus padres, se ve forzado a medir sus armas con Alfonso, que con ánimo hostil le ha contado aquel suceso, y hiere de muerte al segundo hermano de su antigua amante, a la que reconoce en el supuesto monje que habitaba una mansión contigua al convento de los Ángeles. Y viendo Alfonso, ya moribundo, a su hermana Leonor, la atraviesa con su agudo puñal, arrojándose al fin D. Álvaro, la causa inocente de tantos males, por alto despeñadero, después de llamar con horrendas imprecaciones a los negros espíritus del abismo.

Todo esto, que nunca perderá su pavoroso interés, lo excita principalmente gracias a los infortunios del protagonista, y como prueba he querido compendiarlos en breve. La solución es tan imprevista como soberbia, y el terror que deja en el ánimo, muy parecido al de la tragedia griega; semejanza que no es privativa del Don Álvaro, sino común a las mejores producciones románticas del siglo XIX, con la diferencia, que no hace al caso, de circunstancias y resortes correspondientes a dos sociedades tan opuestas en sus costumbres respectivas. Y si no, dígase de buena fe: ¿cómo llamar cristiano el espíritu del primer drama romántico que conocieron los españoles? ¿Cómo se concilia con la noción de una Providencia inefable y sapientísima   —148→   que todo ese conjunto de casualidades venga a recae sobre un mozo atolondrado, y no en verdad con fin expiatorio, sino por una fuerza irresistible que lleva a la desesperación y hace casi necesario el crimen? Cierto que Don Álvaro es tan agente como pasivo, a diferencia de las víctimas del teatro clásico; pero la misma intrepidez contribuye a labrar sus desgracias, y esto, que es, por otra parte, muy artístico, aumenta la compasión y la simpatía12.

El carácter moderno de Don Álvaro estriba también en la combinación de lo trágico y lo cómico, practicada después de éste en los mejores dramas del romanticismo español. El Duque de Rivas no describió para ninguna de sus comedias caracteres tan salados como aquellos con que suelen comenzar aquí las jornadas. ¡Qué cuadros tan sanamente realistas, dignos de Goya y Theniers, de Quevedo y D. Ramón de la Cruz! ¡Qué   —149→   costumbres tan españolas, qué posadas y qué estudiantes! Pocos artistas han sabido pintar así de rosa y azul el horizonte que de súbito han de ennegrecer las nubes y rasgar los estampidos de la tempestad.

Pero ¿cómo puede ser artística la fusión de los dos elementos cómico y trágico, al parecer, tan repugnante y absurda? Porque así como coexisten en la realidad, así pueden coexistir en el Teatro, que es su reflejo, cuando ninguno de ellos se exagera ni los dos se confunden desatentadamente. No diré que en el Don Álvaro estén salvados estos escollos; pero la realidad estética de los personajes introducidos en la acción, y el naturalismo encantador, si bien multiforme y variado, que a todos distingue, harán siempre del célebre drama un portento artístico, a despecho de sus incoherencias   —150→   y del diverso criterio que le apliquen la presente y las futuras generaciones.

Así como el fondo, es varia la forma del Don Álvaro, y lo es con tanto exceso que parece doblegarse al afán pueril de modificarlo todo, aun lo menos modificable, sin más razón que la de forjar novedades innecesarias. Con Don Álvaro comenzó entre nosotros la mezcla del verso y la prosa, que después se hizo canon universal en todos los dramas románticos; pero, si el fin era oponerse a la uniformidad de rimas con un procedimiento ultrarradical, de aquí dimanó otra rutina tan pesada ó más que la del clasicismo. Y lo que de la forma exterior, debe decirse también de los improvisados lances, pasiones frenéticas, multiplicidad y contraste de fisonomías, pues en todo eso y en otras muchas cosas puso mano la revolución literaria, a contar desde esta su primera y magnífica victoria.

No la volvió a conseguir tan ilustre el Duque de Rivas, y la misma grandeza del Don Álvaro ha sido causa del escaso aprecio con que se miran sus restantes piezas dramáticas, quiero decir, las posteriores a su conversión al romanticismo, porque de las demás no quería él oír ni siquiera el nombre. No hablo tampoco de El parador de Bailén, comedia que excluyó de la colección de sus obras, sino de Solaces de un prisionero o tres noches de Madrid, La morisca   —151→   de Alajuar, El crisol de la lealtad y, sobre todo, El desengaño en un sueño.

Solaces de un prisionero nos presenta al vencido de Pavía en su dorada cárcel de Madrid entregado a los galanteos nocturnos, a la sombra del incógnito, con su engañada dama y su obligado bufón a la manera antigua, y al lado del supuesto D. Juan, de Pierres y Leonor, a otro supuesto D. Félix, enredado en las mismas aventuras, y que es nada menos que el emperador Carlos V en persona, con la también engañada Elvira y el ridículo Tomate. Corte, tendencia, estilo y versificación están evidentemente imitados de nuestros autores del siglo XVII, y lo mismo pasa en La morisca de Alajuar, maravilloso panorama de escenas al aire libre y bizarras metamorfosis, envuelto todo en nubes de espléndida poesía. Valgan por ejemplos la insurrección de los moros y el enérgico continente de Mulim Albenzar, los amores de Fernando y María, y la declaración final en que ésta reconoce a su padre en el Marqués de Caracena. No faltan en El crisol de la lealtad personajes tan de alto relieve como D. Pedro de Azagra y doña Isabel Torrellas, y para encomio de las tres producciones baste consignar que ni antes ni después del Duque de Rivas se vieron calcos de Calderón, Lope y Tirso más hermosamente fieles y cercanos al inagotable original.

De El desengaño en un sueño ha dicho con razón el Marqués de Valmar que «es en realidad, antes que un drama, una magnífica leyenda fantástica»13, siendo allí el diálogo dramático casi lo mismo que en tantos poemas del siglo XIX, desde el Fausto hasta El estudiante de Salamanca y El diablo mundo. Grandiosa idea la de El desengaño era un sueño, y no menos grandiosa ejecución, donde se adunan la profundidad, el libre vuelo y la lujosa forma calderonianos. No vive Lisardo, es cierto, dentro de la realidad, como vive Segismundo, y por lo mismo no forma un tipo tan humano y tan verdadero; mas, para no ser plagiario de Calderón, apenas tenía otro medio el Duque de Rivas, y aunque al fin resulten ficticias las heroicidades, los crímenes y aventuras del inexperto joven, no brilla menos esplendorosa la enseñanza de que no cabe hallar en esta vida la felicidad. ¿Se busca en el amor? Ahí está Lisardo que, después de gustar sus deleitosas embriagueces, siente despertarse en el corazón un nuevo anhelo, el de dilatar su nombre por el mundo. ¿Descansará cuando llegue a alcanzar la mano de una reina por el asesinato de su esposo? Aquí de los descontentos, las represalias y ambiciones, el hacerse aborrecible a todos sus súbditos,   —152→   cuyos más secretos planes de conspiración descubre haciéndose invisible por medio del prodigioso anillo que recibió de una bruja. ¿Le servirá de amparo contra tales maquinaciones el amor de la reina? No es otro cabalmente el fautor de todas, y ella misma es la que se ha propuesto envenenarle. Descubierta la conjuración, no produce el deseado efecto; Lisardo quiere pasar desde las agitadas cumbres del poder a las desdeñadas caricias de Zora; pero la encuentra ya en la agonía, y a impulsos de la desesperación se pone al frente de una turba de bandoleros, para caer al punto en manos de la justicia. Aprisionado en un calabozo, se le aparecen las vengadoras sombras de Zora y del rey asesinado; y al preguntar en su angustia,


¿Qué me espera, Dios eterno?
¿Qué me aguarda, hado cruel?



oye la terrible voz del genio del mal:


El patíbulo, y tras él
la eternidad del infierno.



Y con estas palabras desaparece el encanto y ve el héroe que ha sido todo obra exclusiva de un sueño.

Desde que el Duque de Rivas rompió con las tres unidades, fue caminando sucesivamente hasta la más omnímoda libertad, no contentándose ni con la del Teatro moderno, como en Don Álvaro, ni con la del antiguo español, como en los tres dramas anteriormente mencionados, sino abalanzándose hasta pretender la fusión del elemento épico con el teatral en El desengaño en un sueño14, digno remate del grandioso edificio en que sirven, de base Don Álvaro, y de intermedio los romances y El moro expósito.

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Al apreciar en conjunto las obras poéticas de su común autor, no se puede menos de reconocer en ellas un ingenio poderoso y flexible, que, en un espacio de tiempo relativamente muy breve, brilló con singular lucimiento en las dos escuelas que se disputaban el campo de la literatura. Después de convertirse al romanticismo, él lo inició en la poesía lírica con El faro de Malta, y en la narrativa con El moro expósito, introduciéndolo definitivamente en la escena con su admirable Don Álvaro. Imitó, como tantos otros, a los románticos franceses; pero con espíritu de libertad y asimilación discreta, acudiendo para hacer fructuosos los trabajos de reforma literaria a nuestra castiza tradición y a los olvidados modelos nacionales. A ningún otro poeta mejor que al Duque de Rivas cabe, pues, la gloria de representar el triunfo definitivo del romanticismo en España.





 
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