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Última razón: la poesía

Carina Blixen





Antes de que se aceptara socialmente la figura de la escritora, antes, también, de que las luchas por el poder dentro de la literatura prácticamente se extinguieran dado que ha perdido el lugar central que tuvo durante el siglo XIX y gran parte del XX, el acto de decidirse a escribir fue muy distinto para el hombre y la mujer. En su estudio fundacional sobre el tema, Sandra M. Gilbert y Susan Gubar señalaron que el hombre posiblemente tendría que enfrentar lo que Harold Bloom ha llamado la «angustia de las influencias»: la necesidad de cometer el parricidio y crear su lugar; la mujer, en cambio, al carecer de una tradición femenina contra la que pelear, que pudiera ser una forma de allanarse la entrada en escritura, tenía que lidiar con lo que las críticas llaman la «ansiedad hacia la autoría», el «miedo radical a no poder crear»1.

Gabriel Peluffo2 señaló, en un espacio de homenaje y análisis de la mujer novecentista, que las épocas de transformación depositan sus miedos ante el cambio, sus restos conservadores en algún lugar, y que en el tránsito del siglo XIX al XX, la depositaria de las creencias más reaccionarias fue la mujer. Con su filosa y contundente misoginia lo había dicho el poeta Julio Herrera y Reissig que en el Tratado de la imbecilidad del país... se pone del lado del progreso, aunque su lenguaje y su perspectiva subvierte el orden positivista:

La mujer siempre una, siempre igual, la carne del matrimonio, la esclava doméstica, la patrona de la cabaña, es la que manda al mercado; la fútil hembra humana de los ganados conyugales es la sola que existe en el país; es la mujer de que habla Max Nordau, la enemiga del progreso, el más firme sostén de la reacción en todas las formas y en todas las materias, la que permanece apasionadamente ligada al pasado y a la tradición y considera lo nuevo como una ofensa personal3.



Como ha sido señalado, salvo excepciones, los decadentes y los modernistas, no dejaron de reproducir el sistema de valores patriarcales. «La mujer es lo contrario del dandy [...] La mujer es natural, es decir, abominable», escribió Charles Baudelaire4. De una manera similar, la ética y estética contestataria compartida por una gran parte de los artistas del Río de la Plata estuvo atravesada por todo tipo de contradicciones y valores regresivos, de los que las mujeres participaron. Como ejemplo de lo difícil que puede ser entender la manera en que se establecían las posiciones para delimitar zonas de poder en el espacio de la literatura, es posible recordar el oscuro episodio protagonizado por Delmira y el crítico argentino Alejandro Sux (1888-1959). Josefina Ludmer lo integra a una lista de escritores vinculados por una rebeldía política de perfiles diversos: «Vargas Vila, Alejandro Sux, Manuel Ugarte, Soiza Reilly, todos modernistas, anarquistas, antiimperialistas y "peronistas": una genealogía literaria "en delito"»5. Sux escribió en La Protesta de Buenos Aires, en Mundial, la revista de Rubén Darío, y fue, en los primeros años del siglo, un militante anarquista6.

Delmira respondió con tono duro y orgulloso a una nota -positiva y paternalista- del Sux sobre su obra: «Solo quiero hacer constar mi protesta ante esa absurda defensa de una obra que jamás la necesitó de nadie y hoy, después del triunfo, mucho menos»7. Rosa García analizó la polémica con Sux e interpreta el gesto desafiante de Delmira como una manifestación, en términos de Gilbert y Gubar, de su ansiedad por autorizarse. En la polémica medió Vicente Salaberry que pidió moderación a Delmira. Dice García:

Agustini volvió a usar su derecho a réplica para insistir en aquello que verdaderamente le interesaba: en su fiel pertenencia a un grupo -«nuestro movimiento intelectual»- en las numerosas «cartas de aceptación» que obtuvo cuando pidió entrar en él, citando para ello más juicios elogiosos de De las Carreras, Carlos Vaz Ferreira, Reyles, Montero Bustamante y Rodó; y lo que es más importante: en su particular confirmación de que, en efecto, la suya era una obra con las huellas de Lugones o Darío, huellas que, lejos de restarle méritos, acentuaban sus lazos de unión, sus coincidencias espirituales, con el modernismo8.



Tal vez las dificultades y lo inédito de la situación de la mujer escritora expliquen la persistente preocupación de Delmira Agustini por elaborar una poética, por buscar el sentido de la creación y comprender su lugar. Comenzó a dar a conocer su poesía en 1902 en las revistas del Novecientos (La Semana, La Petite Revue, Rojo y blanco, Vida Moderna, La Alborada) y siguió haciéndolo hasta el año de su muerte. Publicó tres libros en vida que mostraron un persistente trabajo de selección, de corrección y de diálogo con su propia obra y con críticos y escritores. Los primeros poemas y la mayoría de los recogidos en El libro blanco (Frágil) dicen el surgimiento de la poesía. Son poemas de tanteos, de búsqueda de una voz, en los que el yo poético se piensa de distintas maneras en relación a una Musa con frecuencia descolocada de su lugar en el Parnaso, pues no aparece como una deidad que preside la creación sino como un ser en transformación, equiparada o subordinada al sujeto lírico: «Yo la quiero cambiante, misteriosa y compleja», empieza el poema «La Musa» y «Mi Musa Triste» pasa «como una destronada reina exótica».

El poema inicial del primer libro, titulado «El poeta leva el ancla» en la versión final, establece el comienzo del viaje que es la poesía. «Partamos, musa mía!» dice el tercer verso. Delmira concibió la creación como un proceso que en cada paso abarcaba a toda su poesía. Idea Vilariño planteó el tema de la progresión de la poesía de Delmira, no desde el punto de vista del desarrollo temático: «Hay en los tres libros que publicó, una progresión en todo sentido: en la calidad poética, en la hondura de su experiencia y en las maneras intensas y desnudas de decirla»9. Más allá de la gran diferencia de tono y estilo, la poesía de Idea Vilariño concuerda con esta manera de crecer, de diversificarse, de abrir camino, arrastrando lo ya realizado. Libro a libro (los publicados en vida y el proyectado «Los astros del abismo») el pensamiento sobre el acto de crear crece al mismo tiempo en que despliega una riquísima y perturbadora imaginación erótica. En Los cálices vacíos (1913) se acentúa la experimentación formal y la poeta parece querer explorar los infinitos matices de la sensualidad.

En los siete últimos poemas de El libro blanco: «Íntima», «Explosión», «Amor», «El intruso», «La copa del amor», «Mi aurora» y «Desde lejos». Delmira inicia su transformación de la estética decadente -representada entre otros por Baudelaire- al delinear una perspectiva femenina capaz de apropiarse de la conciencia agónica y la sensibilidad erótica de los decadentes. En los libros siguientes el yo lírico podrá identificarse con el vampiro y ser sádico, o simplemente cruel, en su degustación erótica. En términos generales, es posible afirmar que desde el primer libro quedó establecido, en su poesía, el doble andarivel de la creación y la pasión, aunque el balance entre estos dos grandes temas difiera en cada uno. Beatriz Colombi ha señalado que «Agustini recorre, tangencialmente, "mitos de inicio" para instalar su propia voz» y crea fundamentalmente tres espacios en los que el comienzo ocurre: el cósmico («El poeta leva el ancla», «El hada color de rosa»), la alcoba («El Intruso», «Visión») y lo que Colombi llama «ámbito gótico»: «ruina, torre, gruta, tumba, templo, castillo» («Supremo Idilio»)10.


Manuscritos y ediciones

En el Archivo Delmira Agustini de la Biblioteca Nacional hay siete cuadernos manuscritos y un centenar de hojas sueltas (de todas las formas y tamaños) que vuelven más evidente esta manera de crear leyéndose, juzgándose, corrigiéndose, eligiéndose. Delmira escribía con una letra intrincada de una manera caótica (las líneas, las palabras, se disparan hacia todos los espacios de la página) en todo tipo de soportes: hay poemas escritos en partituras de música, en hojas arrancadas de revistas y libros, en libros suyos o de la familia11. Su escritura compulsiva parece desatar un proceso igualmente irrefrenable de corrección. Su padre, Santiago Agustini, y su hermano, Antonio Luciano, pasaron en limpio muchas veces sus poemas para que ella los volviera a corregir. Delmira tomaba los cuadernos por cualquier lado y escribía, volvía sobre sí misma desde todos los ángulos posibles, tachaba, cambiaba algo; agregaba unos versos, un poema nuevo, en los espacios libres que dejaban los poemas ya transcritos por los suyos o las listas de gastos, de tareas, de intelectuales a quienes mandar sus libros que hacía uno de los familiares, fundamentalmente el padre. Hay muchos dibujos también en esos cuadernos: generalmente esbozos o formas acabadas de figuras de mujeres y hombres: en algunos casos se puede identificar el modelo: Florencio Sánchez o Juan Zorrilla de San Martín, por ejemplo.

Diez años después de la muerte de Delmira, los familiares editaron dos lujosos volúmenes de Obras Completas, en los que, de manera caótica, se recoge todo lo édito e inédito12. La organización de los volúmenes desconoce algo fundamental en la concepción delmiriana de la creación: cada libro no es una suma de poemas sino un todo con sentido. Desde la década del noventa, Magdalena García Pinto, Alejandro Cáceres, Martha Canfield han realizado reediciones de las obras completas tratando de subsanar las diversas carencias de aquella primera y de otras que la siguieron13.

Los cálices vacíos, el libro de la madurez poética de Delmira, está compuesto por un «Pórtico» de Rubén Darío, un poema en francés, veintiún poemas nuevos colocados al comienzo del libro, seguidos de una página «Al lector» en la que la poeta anuncia que prepara «Los astros del abismo», los diecinueve poemas de Cantos de la mañana14 y veintinueve de los cincuenta y uno que constituían El libro blanco. En 2013, al cumplirse los cien años de su aparición, Rosa García Gutiérrez preparó una edición que soluciona algunos problemas persistentes, pues las distintas Obras Completas de Delmira coincidieron en publicar solo los poemas nuevos de Los cálices vacíos y, salvo la reedición de Alejandro Cáceres, se distorsionó el proceso poético del conjunto al elegir incorporar en los dos primeros libros las correcciones que Delmira realizó para el tercero. García Gutiérrez reprodujo los juicios críticos de la publicación original y restituyó al libro su unidad y su preciso tiempo de escritura15. En el prólogo destaca la importancia de la disposición elegida para los poemas del libro en un orden cronológico inverso, pues esto «sugiere una búsqueda interior, una autoafirmación y un autorreconocimiento identitario» y es una «invitación a desandar con ella un camino con el que no solo se escribe sino también [...] se lee»16.







 
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