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ArribaAbajoCapítulo XI

De cómo Numisio recobró el alma


Máximo invade la Italia.- Theodosio le declara la guerra.- Numisio le provoca a duelo en Aquileia.- Ejecución de Máximo.- Numisio rechaza la púrpura y regresa a España.- Fundación agraria y benéfica de Numisio, redivivo, y Sura.

Hacía dos años que Numisio vegetaba en Turnovas y Tarraco, sin prestar atención a nada que no fuese el estudio de la astronomía combinado con cierta manera de metempsicosis, a que se había entregado con el ardor de un verdadero maníaco. Vivía, más que nada, en los espacios estelares, abrazado a los astros y a sus criaturas, enajenado de la tierra. Nada fue poderoso a hacerle recobrar el alma, que, como decía Sura, había perdido por no se sabe qué género de maleficio, desde que se restituyera desde Byzancio a Occidente.

En tal estado, no podía hacer sombra ni inquietar a Máximo, y así no tuvo éste que prevenirse contra él. Pero en el verano del año 387, cuando más absorbido se hallaba en sus astros, recibió un aviso alarmante de Paulino, a la sazón en Milán, que mantenía relaciones y confidencias en Tréveris, dándole cuenta de las emboscadas y asechanzas que Máximo tramaba contra los dos, semejantes a las que años antes habían costado el trono y la vida a Gratiano y excitándole a ponerse, sin perder momento, en franquía. La verdad es que Numisio no se recataba de despotricar contra el usurpador español cuantas veces se ofrecía la ocasión, y aun muchas en que no se ofrecía, y Máximo había llegado a saberlo y meditaba perderlo.

Lo he sabido ahora todo, decía en su carta Paulino. Hace dos años, cuando Máximo hubo resuelto despachar tribunos pesquisidores a España con plenos poderes para hacer inquisición de priscilianistas y decretar a su arbitrio confiscaciones y secuestros de bienes o pronunciar sentencias de muerte, el nombre de Numisio figuraba en los registros como condenado por anticipado, de forma que no quedaba a la Delegación imperial sino ejecutar la condena. Fuesen causa las honradas gestiones del Santo Obispo Martín [San Martín de Tours], fuesen cavilaciones del propio Máximo sobre lo que maquinaba contra Italia, el hecho es que aquel amago de persecución priscilianista se frustró. Mas ahora la irritación del asesino de Gratiano contra los más enconados de sus adversarios residentes en lugares de su jurisdicción, se había despertado en él imperiosa, despótica, violenta, sin relación ya a nada y amenazaba caer, súbita como el rayo, sobre las cabezas de las víctimas98.

Quisiera el cronista que los lectores hubiesen visto el gesto de asco y de desprecio con que Numisio obsequió a Magno Máximo luego que hubo medio leído la carta de Paulino: la ojeriza y animadversión que sentía de muchos tiempos antes contra el ahora malaventurado príncipe de las Galias y de las Españas, llegó al último grado de exasperación, acabando de hacerse en él manía y atrabilis, a punto de no poder nombrarlo nunca sino entre náuseas y acompañando al nombre el calificativo de execrable u otro semejante. La sola circunstancia de existir constituía una injuria para su persona. ¡Dejarse alarmar él, reconocer él beligerancia a aquel miserable, y eso a distancia, sin siquiera tenerlo al alcance de la mano! Tentado estuvo el muy temerario de ir a su encuentro en plena corte de Tréveris...

No hubo lugar a larga vacilación, porque su mismo antagonista brindóle cosa mejor.

La carta de Paulino había llegado a Tarraco y Turnovas con gran retraso, como era entonces tan frecuente. Y pocos días después de recibida supo Numisio a un mismo tiempo que Máximo, luciendo su acostumbrada perfidia, valiéndose de un artilugio que violaba la fe jurada y en que se dejara coger el legado de Valentiniano, había franqueado los Alpes, invadido la Italia y entrado triunfalmente en Milán, residencia de la Corte; que el joven emperador Valentiniano II, con su madre Justina y sus hermanos, había podido huir a tiempo a Aquileia y desde allí, por mar, a Thessalónica; que Theodosio había salido a su encuentro, dirigiéndose desde Byzancio a esta última ciudad; que el consistorium o Consejo imperial se había pronunciado a favor de la guerra contra Máximo; que eso no obstante, Theodosio titubeaba aún, pero que la mañosa Justina había acertado a decidirlo, echando como cebo al enamoradizo viudo los encantos de su hija Galla, doncella de maravillosa hermosura; que Theodosio picó, apasionándose de la joven hermana de Valentiniano; que como arras de boda había decretado de conformidad con el parecer del Consejo, obligándose a devolver al hijo de Justina su imperio de Italia, Illyria y África y acaso más de otro tanto; que sin más tardar, había equipado un ejército aguerrido de legionarios y de auxiliares bárbaros; y que con él avanzaba ya a marchas forzadas camino de la Pannonia superior y de los Alpes Julios, al encuentro del pertinaz insaciable usurpador.

-¡Gracias a Dios que el amor ha servido para algo bueno en el mundo! -exclamó gozosamente, henchido de satisfacción, Numisio, y rápido como una centella ciñóse la tizona, montó en el más corredor de sus caballos y salió disparado carretera adelante en dirección a Italia, sin darse tiempo siquiera para almorzar.

Una duda le atenaceaba: ¿llegaría a tiempo? No puede decirse que corría: volaba. Los dos servidores de Turnovas que habían salido tras de él, quedábanse a cada momento rezagados y se veían negros para no perderlo enteramente de vista: tan grandes eran su impaciencia y ansiedad y la rapidez que imponía a su cabalgadura. De la noche a la mañana se había transfigurado; no parecía el mismo. He aquí una muestra del género de calendarios que hacía bajo el imperio de su preocupación para confortarse y mantener el ardor y empuje de la primera jornada: armarse y correr todavía más.

«Julio César, en menos de ocho días, recorrió las ochocientas millas, poco más o menos, que separan a Roma del Ródano, de manera que avanzó a razón de cien millas (unos 150 kilómetros) cada veinticuatro horas.» «Tiberio Nerón hizo en veinticuatro horas, mudando varias veces de caballo, las doscientas millas (cerca de 300 kilómetros) que separaban la ciudad de Ticinum (Pavía) de la Germania, donde había enfermado Drusus.» «Martial pedía cinco días para ir desde Tarraco a Bílbilis (224 millas); pero Icelus, que llevaba a Galba la dulce nueva de la muerte de Nerón, no necesitó más de treinta y seis horas para franquear la distancia desde Tarraco a Clunia, que son 332 millas, en Junio del año 68, ni más de siete días para ir desde Roma a Ostia, de Ostia embarcado a Tarraco, de Tarraco a Clunia conforme va dicho.»-Y después de una breve pausa añadía, no sin aguijonear al mismo tiempo al caballo:

-«Y la noticia de la muerte del monstruoso hijo de Enobarbo no era más sensacional que lo será la próxima captura del vil cuan monstruoso asesino de Gratiano. Ahora bien, yo, que no salgo de Clunia, sino de un puesto avanzado, ¿sería menos que Icelus, menos que César, menos que Tiberio?»

*  *  *

Numisio volvía a ser el campeador de hierro que siempre había sido. Durmiendo poco, renovando la montura dos o tres veces cada día, dejando enfermos o aspeados en el camino a los domésticos que trabajosamente le seguían, llegó cerca de Milán, donde supo que las avanzadas de Theodosio estaban a punto de dar vista a las fuerzas de Máximo en el valle del río Sarus (Save). Parecía imposible forzar las marchas más aún de lo que Numisio las venía forzando, y, sin embargo, todavía, lo intentó y logrólo. Ya tocaba las riberas del histórico río, cuando supo por un prófugo, y confirmó por unos aldeanos, que Theodosio, con los hunnos, alanos y godos a sus órdenes, había despedazado dos días antes en Siscia (Siszek) de la Pannonia las huestes de los galos y de los germanos al servicio de Máximo. Agregaron aquí algunas noticias contradictorias, pretendiendo unos que entrambos ejércitos enemigos habían remontado el curso de la Save y otros que habían pasado al valle del Dravus con rumbo a Poetovio (Pettau). El hermano de éste, Marcelino, excelente estratega militar, además de bravo, había volado en su auxilio con cohortes escogidas, y el combate había recomenzado a corta distancia de allí aquella misma mañana, aguas arriba, pues entrambos ejércitos habían remontado el curso del río. Según se supo después, el choque había sido formidable, la victoria muy disputada e incierta, y el resultado, que la mayoría de las fuerzas del usurpador le volvieran la espalda pasándose al partido de Theodosio. El furor de Numisio se revolvió contra todos y contra todo; lanzó andanadas de improperios contra los culpables del retraso de la carta de Thessalónica; maldijo la diligencia de Theodosio, que no había tenido la consideración de aguardarle para una fiesta tan largo tiempo esperada; miraba con rencor al cielo azul, por donde cruzaban raudas las golondrinas, increpando al Sumo Hacedor porque le había hecho nacer sin alas: quiso, en un rapto de ira, pegar a los dos guías milaneses que le escoltaban y que no podían ni tenerse en pie; amenazó con el puño a la cabalgadura, alquilada en la última mutatio, diciéndole con saña: «¡caballito, caballito, la partida que me has jugado!...»

-Bien; y ahora ¿qué me hago yo?- se preguntaba fuera de sí el entigrecido lusón, tirándose de los pelos.

Fue cabalmente el caballo quien le sacó de su indecisión, dando cumplida respuesta a aquella interrogación.

Numerosos grupos de jinetes pasaron velocísimos como desbocados Pegasos por su lado; diríase que un ciclón vomitaba ejércitos a la sierra. El corcel de Numisio, lleno de noble ardor, joven y descansado, de temperamento nervioso, no supo contenerse, se alegró e incorporóse a los que corrían, echándose a galopar también. Sorprendido Numisio y no pudiendo formar juicio para aprobar o desaprobar por falta de datos suficientes, se encogió de hombros y dejó hacer. Así, en desenfrenada carrera, avanzaron por lo más fragoso de la cordillera (de los Alpes Julios) hasta desembocar en una ciudad de recias murallas, cuyas puertas se cerraron precipitadamente tras de ellos. Entonces supo Numisio con asombro que aquella ciudad donde había rematado la escapada, era Aquileia (capital de los Vénetos, importante puerto de mar en el fondo del Adriático, emporio afamado por la opulencia de su comercio con la Illigria y la magnificencia de sus edificios; una de las ciudades más ilustres y más considerables del Imperio, con un censo de población que rebasaba la cifra de 100.000 habitantes), y más atónito aún que la despavorida hueste de los fugitivos la formaban... el propio Magno Máximo en persona y los últimos desbandados restos de su ejército que no habían querido rendirse (en Poetovio) al vencedor, que en su huida no se habían despeñado o cuyos caballos no se habían reventado. Numisio no sabía qué cara poner: ¡había sido un bulto más en la desmoralizada escolta del usurpador! El resto de su ejército escapó «monte arriba» a uña de caballo, y después de una excursión fantástica o imposible por sierras y valles, subiendo y bajando puertos, faldeando picos, bordeando abismos, saltando por encima de los profundos barrancos y las horribles «ollas» (en aquellas hórridas soledades, donde, como dice Pablo Labrouche, sólo se conoce la vida por la presencia de dos seres que huyen temerosos de ellas, las «gamuzas» y las «mariposas»), llegaron a la eminencia alpina, y desde allí, como si los caballos fueran «rebecos», y los jinetes árabes de corcho o goma, se precipitaron a la Liébana.

En la ciudad todo era pánico y confusión. La noche convidó a los ciudadanos ya descontentos y desesperanzados a reflexionar y hacerse cargo de la situación. Máximo, como si hubiese perdido del todo la cabeza, no acababa de decidir si reanudaría la fuga o si se dispondría a resistir un sitio. Las tropas, encerradas en la ciudad, se mantenían en actitud hosca y expectante. Con repartirles dinero a manos llenas, Máximo no recobró un palmo del terreno que había perdido.

En tal estado las cosas, nada más fácil para Numisio que introducirse en el alojamiento de Máximo sin que nadie se lo estorbara y llegar a presencia de éste.

-¡Tú por aquí, paisano!- exclamó todo azorado, tan pronto como hubo echado la vista al lusón.

-Sí; he sabido en España que tratabas de hacerme buscar por allá, y he querido ahorrarte ese trabajo, viniendo yo tu encuentro. Aquí me tienes...

-Por cierto llegas en buen punto; ya lo habrás advertido- dijo Máximo, por decir algo, y subrayando estas palabras con una sonrisa amarga.

-No es mía la culpa de que, huyendo de ti mismo, te hayas acogido a un asilo de tan mal agüero: ya sabes que aquí fue donde el siglo pasado un emperador, Marco Aurelio Mario, fue asesinado por sus pretorianos. La actitud de los tuyos no es en estos momentos más tranquilizadora que la de aquellos en el año (238? ó 268?). Conque, amigo, echa mano del hierro y a ver si te libro yo de sufrir una suerte igual, vindicando de camino a Gratiano, a la Humanidad, al Imperio y a Hispania, sin que tenga que intervenir mano de verdugo...

-Pero y a ti, ¿quién te da vela en este entierro? No te insolentes ni me provoques: ¡vete!

Según se ve, Máximo se contentaba con poco para salir del paso, comprendiendo lo falso de su posición.

-Cumplo un deber de humanidad contra uno de sus más abominables enemigos -replicó Numisio-. Pero sea lo que fuere, no te preocupes del título. Menos conversación y ¡en guardia! te digo otra vez.

-Te hago merced de avisarte segunda y última vez. ¡Vete! Mal que te pese -añadió con aire de dignidad y ahuecando la voz- soy tu príncipe, eres mi vasallo: ¡obedece a tu Emperador!

-¡Príncipe tú! ¡Tú emperador! ¡Mientes! No lo eres ni nunca lo fuiste. Lo que has sido te lo voy a decir yo, por si hubieses podido olvidarlo. Vienes en línea recta de aquellos grandes forajidos de la que llamas tu tierra, deshonrándola: de un lado, Corocotta, terror de la Península ibérica durante muchos años, cuya cabeza fue puesta a precio y pregonada por decreto de Augusto; de otro, Materno, de quien Herodiano hace memoria en sus historias, que juntó un ejército de desertores y facinerosos, asoló las Españas y las Galias, asaltando, saqueando e incendiando ciudades, soltando presidios, llegando a ser considerado como beligerante serio, que extendió sus fechorías hasta Italia y faltó poco para que destronase a Cómodo y le sucediese. Esa es tu noble ascendencia; esos tus modelos: no has debido llamarte Máximo, sino Materno. Te hiciste titular emperador, ¡oh farsante, sinvergüenza!, no siendo sino un forajido más que, para saciar su apetito de riquezas y de incienso, ha estado con sus engañadas gavillas haciendo de tres provincias una Sierramorena cinco años seguidos, cohonestando sus fechorías con el decoroso nombre de «confiscaciones», y que, por fin, lo mismo que Materno I, ha acabado por invadir a Italia con propósito de arrojar del trono a Valentiniano y heredarle bonitamente su Imperio, como quien se engulle un vaso de posca; y no hay que decir, tratándose de un vil sicario como tú, que por artes indignas y cobardes...

Máximo no había oído. Como tantos otros hombres en el mundo, este impulsivo no estaba organizado más que para el éxito: no tenía el ánimo templado para tribulaciones del género y bulto de aquélla. Las zozobras y los terrores que lo cercaban hacíanle caer alguna vez en un estado de sopor y como embotamiento que le privaba del sentimiento de la realidad del presente, incapacitándole para oír aún lo que se hablaba a su lado.

Numisio estuvo feroz, hasta brutal, como en sus más terribles días; pero ¿qué mucho? también lo había estado con Theodosio, siendo el motivo menor.

-Bendigo a la Santa Providencia, que por fin ha escuchado mis votos, deparándome el gozo de tener enfrente de mí a un tan excelso facineroso como tú. ¡Ya era hora, señor! Era hora, quiero decir, en cuanto a mí; que en cuanto a ti, he llegado a tiempo de sacarte del mayor apuro de tu vida. No tientes a la Providencia, echa fuera tus miedos: por tercera vez te digo: ¡en guardia!

Esta vez Máximo había oído a su enconado perseguidor y echaba espumas biliosas por la boca.

-La sangre de Gratiano y de Prisciliano te ahoga ¡oh asesino vulgar y despreciable! Si quieres evitar la suerte de ambos, empuña la espada y defiéndete; y da las gracias al Cielo, porque, a la verdad, no merecías este trato.

Instintivamente, Máximo llevó la mano a la espada, pero en seguida arrojó el noble acero lejos de sí y llamó a su guardia para que atasen a Numisio y allí mismo, a su presencia, le quitasen la vida. Nadie acudió a su llamamiento.

-¡Ah! sí; lo teníamos descontado. Te has atrevido con niños y mujeres imbeles, como Valentiniano y Justina; pero aparece un hombre de cuerpo entero, como Theodosio, y huyes; pero surge un hombre de corazón, como yo, y te tiembla el brazo y la espada se te cae de la mano...

-¡Don Nadie de los Demonios! Ahora verás...

Esto diciendo, el cuitado, lleno de coraje, recogió la espada y se arrojó ciego sobre Numisio; mas éste le paró, poniéndole la suya de plano en el pecho, mientras decía:

-No, si no quiero que te suicides, clavándote en mi espada: recobra tu sangre fría y ten valor para morir en tus cinco sentidos... Te has metido tú mismo en una ratonera y no tienes escape: estás entre la espada de los «tuyos», hartos de ti, y la de Theodosio, que acampa a tres millas de la ciudad. Aquí se te brinda un tercero, que quiere librarte de los unos y de los otros, a cambio de desahogarse. ¡En guardia, y van cuatro veces!.

No hubo lugar a más: los últimos restos de la guardia imperial, visto el giro de las cosas, habían decidido acogerse a la clemencia de Theodosio, y naturalmente no querían llegarse a su presencia de vacío, brindándose tan rica presa. Un pelotón de domestici protectores hizo irrupción en la Cámara de la disputa, sujetó a Máximo por la espalda y por la cintura, despojóle de la diadema imperial y de la púrpura, y, por último, lo maniató, después de forcejear con el mísero largo rato. El comes domesticarum había madrugado más, escurriéndose calladamente algunas horas antes de la ciudad y obteniendo gracia del vencedor.

Aquel desengaño y aquella humillación pusieron el colmo a la intensa pena que embargaba y atenaceaba a Máximo desde el desastre del día anterior.

-¡Clávame!- dijo con voz angustiada y temblorosa, acompañada de una mirada suplicante a Numisio.

-No te atolondres y hazte cargo: yo no soy ningún matarife (carnifex). No has querido creer a una buena madre y ahora tienes que creer a una mala madrastra.

Era aquel uno de los buenos días de calor del mes de Agosto. Hacía cinco años justos que el emperador de Occidente, Gratiano, había sido asesinado en Lyón por los satélites de Magno Máximo.

*  *  *

Al contemplar Theodosio a su rival postrado a sus plantas, descalzo, atado con cadenas, lívido el rostro, corriéndole las lágrimas por las mejillas y oír las respuestas humildes y sinceras que daba trémulo a sus reconvenciones y cargos, sintió desarmada su cólera, y los circunstantes le vieron inclinado del lado de la compasión y de la indulgencia: ¿por qué no le haría merced de la vida llevándolo consigo a las mazmorras de Oriente?

-Eso si que no -clamó una voz imperiosa-; mereceríamos no salir nunca de tyranos y regicidas si así hiciésemos traición una vez más a la piadosa memoria de Gratiano, si tan insanamente y con tal mimo cultiváramos la planta maldita de la guerra civil. La sangre que ha enrojecido y acaudalado un día tras de otro la corriente de la Save por causa y culpa de este malvado y la que seguiría haciendo derramar, tiene un valor incomparablemente superior a la suya aun suponiendo que la suya fuese honrada como la de sus víctimas y pudiera servir para lustrar el Imperio, mancillado por él. ¡Pague con la cabeza y harto quedará todavía insolvente!

-¡Muera!- contestó como un eco de los incendiarios conceptos de Numisio, el concurso de oficiales del ejército que henchía la tienda imperial. Los cuales, sin aguardar más, agarraron a Máximo por el cuello y lo arrastraron fuera de la presencia de su afortunado rival y vencedor. El cuitado no tuvo fuerzas, ni tiempo más que para sollozar entrecortadamente con trémula y desgarrada voz estas palabras, que apenas si llegaron (como un gemido febril) a oídos del destinatario: «Theodosio, acuérdate de Flaccilla y Pulcheria, difuntas, y por amor de ellas, compadécete de mi madre y de mis hijas: no las dejes en la aflicción y la miseria.» Pocos minutos después le habían cortado la cabeza.

*  *  *

Theodosio había experimentado una gran sorpresa, y aún puede añadirse que agradable, al ver delante de sí a Numisio, de quien no recibiera noticia directa desde que se separaron dos años antes en Byzancio. ¡Había cabilado tanto desde entonces!

-Ya ves cómo todo se ha arreglado, dijo de buen humor Theodosio, aludiendo a su agarrada de Byzancio y al motivo de su ruptura.

-¡Hombre! Pues me gusta, replicó bruscamente el indómito Numisio. ¡Aún vas a querer hacernos creer que tuviste tú entonces razón y que hay que aplaudírtelo y agradecértelo. Pues oye lo que voy a decirte. Podrás tú pensar que todo se ha arreglado, pero harás poco honor a tu perspicacia. Eso que llamas arreglo es pan para hoy y hambre para mañana. ¿Por ventura no conoces la virtud prolífica del mal ejemplo? El que tú diste en el año 383, poniendo el visto bueno a una acción infame y exaltando a un criminal, ya acabas de verlo, ha rendido su primera cosecha; ten por seguro que ya está germinando, si tal vez no granando la segunda, y quiera el cielo que los nuevos brotes no vengan por parejas y que no sea ya el simpático Valentiniano, sino tú mismo quien sufra menoscabo en la persona. De hoy más, la «tyrannia» no será una excepción, sino la regla. Te emplazo para antes de...

-No, no me emplaces, profeta de desdichas. Si sucediese lo que anuncias...

-Supongo que al menos refundirás ahora el Imperio de Occidente con el de Oriente, reconstituyendo la primitiva unidad, por título de conquista y, sobretodo, por ley de necesidad y de conveniencia.

-Lo que pienso es que sean restituidos a Valentiniano...

-Di al hermano de Galla.

-... los que fueron dominios de Gratiano sin excepción: es decir, no tan sólo la Italia, el África y la mitad de la Illyria, sino además España, Galia y Bretaña.

-No tienes que jurármelo para que lo crea: todo lo que sea cometer desatinos y sacrificar las conveniencias y los derechos del orbe romano al interés dinástico y de familia... ¡Está buena en tus manos la eternidad del Imperio fundado por Augusto, puesto otra vez a plomo por Trajano!

-Si sucediese lo que auguras, tuya sería la culpa tanto o más que mía...

- ¡A ver, a ver!

-Pues es que el Imperio necesita hombres como tú; es que te supongo tan feroz e intratable como antes y como siempre y que no has de querer secundar mis planes, con todo y ser tan patrióticos y tan lógicos; es que yo dotaría a Valentiniano con lo que ayer tenía. -Italia, África, Illyria- y te crearíamos a ti Augusto con la herencia de Máximo -Galia, Hispania, Bretaña-; es que con eso la suerte del mundo romano quedaría asegurada...

-No está mal pensado -repuso Numisio fingiendo tomarlo en serio-. Después de todo, ¿por qué no? De menos nos hizo Dios. Y a la verdad, no haría tan mal César, o tan mal Augusto asociado a mi Numisiano, puesto en el lugar del misérrimo Víctor, el hijo de Máximo. (Aquí una pausa, como si recapacitase.) ¡Por vida de...! ¡Si no fuese mis ovejicas que han principiado a descubrirme el secreto de la lana erythia!

Y sin más razones despidióse y tomó contento la vuelta de España, no sin pasar por Roma para abrazar a Numisiano, de cuyos adelantos, buena índole e irreprochable conducta seguía recibiendo las mejores noticias.

Theodosio, que había soñado con tal puntal poner otra vez a plomo el imperio de Occidente, le vio partir con tristeza y, digámoslo todo, casi con envidia.

La cabeza de Magno Máximo fue exhibida por las ciudades más considerables de Occidente a modo de pregón parlante, notificando que la guerra civil había concluido. Los más fanáticos y obstinados de sus parciales fueron como él decapitados, encarcelados o desterrados. Los demás volvieron la espalda a Víctor y fue fácil apoderarse de él e imponerle el mismo suplicio de Máximo. Su madre y hermanos salvaron la vida, pero no la fortuna, la cual les fue confiscada por entero. Fueron abrogadas las leyes que el usurpador había promulgado, anulados los fallos que se habían dictado con autoridad suya, y en general todos los actos públicos decretados desde su exaltación al trono por Magno Máximo, como si el vencedor se hubiese propuesto borrar del tiempo y de la historia los cinco llamados años transcurridos desde que Androgatho diera inicua (bárbaramente) muerte al emperador legítimo Gratiano. Ahora Andragatho era el almirante de la escuadra de Máximo en el Mediterráneo; cuando navegaba con ella por el Adriático con rumbo al puerto de Aquileia, diéronle noticia de la catástrofe. Seguro de que no encontraría gracia delante del vencedor, se conjuró al suplicio que le aguardaba arrojándose de cabeza en las olas, sin haber pensado en resistir.

La antigua prefectura de las Galias fue agregada a la de Italia, reconstituyéndose nominalmente en cabeza de Valentiniano II, joven de diez y siete años; el imperio de Occidente.

*  *  *

De las dos espinas que traspasaban a Numisio y le tenían sorbidas y anuladas todas las potencias, había quedado extraída de raíz la más tóxica y aguda; la espina de Magno Máximo. Eso había bastado para hacerle volver en sí y reconciliarlo en parte con la vida. Su genio constructivo resurgió; y sin abandonar sus mecánicas y su astronomía -purgada ya de todo elemento místico- dióse a madurar cierto pensamiento de carácter social y benéfico y a recabar el concurso de su nuevo vecino a fin de encarnar tal pensamiento y traza en la realidad.

Frecuentemente veíase a Numisio y a Publio Sura celebrar largas entrevistas, cuando en el burgo de Piniana, cuando en el de Beliasca. Parecían dos sobrevivientes de la Edad de oro de la República, que recordaban la antigua sencillez y las virtudes austeras(cívicas) de los Cincinatos y Camilos; consideraban ambos la vida urbana como inferior a la rural, repitiendo con Varrón: «divina Natura fecit agros, ars humana edificavit urbes (la Naturaleza de Dios hizo los campos, la mano del hombre las ciudades), y habían adoptado por norma habitar más tiempo en sus posesiones que en Tarraco, gozando la placidez de la vida campesina, sin olvidar un punto, por eso, sus deberes de ciudadanos y de hombres. Las conferencias a que acabo de aludir lo acreditan suficientemente.

Tarraco venía ya de tiempo antes perdiendo el concepto de opulentissima que gozara por los días de Pomponio Mela99 y como unas dos centurias más. Las causas eran varias, pero en primer término las alternativas y vicisitudes por que había pasado la industria del suelo. Los viñedos habían envejecido y no habían sido repuestos sino en parte, y aun esto con capital obtenido en condiciones usurarias, equivalentes a una helada o a una granizada permanente, que unidas al desenfreno de un Fisco desatentado y expoliador, habían forzado a una gran porción de la población agrícola libre a emigrar y extinguido la clase de los pegujareros y medianos terratenientes, que sustentaban sobre sus hombros toda la máquina del Estado, determinando la concentración de infinitas haciendas cortas en manos de los clarissimi por buenos o por malos medios, ordinariamente por malos, y la consiguiente transformación del cultivo arbustivo en cultivo cereal. A perturbar esta nueva fase de la agricultura vino la irrupción de los trigos de Sicilia, Egipto y Mauritania, que obligó a su vez a los potentados territoriales a cesar en1a producción de cereales y abandonar sus latifundios al pasto natural: las campiñas acabaron de enyermar y despoblarse: a los viñadores habían sucedido los pastores: la propiedad territorial se había depreciado en una mitad...

Sura y Numisio pensaron en alguna combinación que contuviese esta regresión de la industria agraria hacia la barbarie, restaurando la pequeña propiedad, promoviendo la replantación de los viñedos, por el medio, entre otros, de proporcionar dinero barato a los que todavía seguían resistiendo en su antigua condición de pegujareros, verdaderos héroes, y a los braceros libres recién salidos de esa clase que pudieran ofrecer en su laboriosidad y en su honradez garantía seria de que todavía sabrían redimirse de su caída, de que el préstamo que se les hiciera no se malograría. (Este beneficio había de hacerse extensivo a la reedificación de los barrios exteriores de la ciudad (exteriores a la muralla tyro-hénica), destruídos por el terremoto del año 366). No acababa todo en esto para Numisio y Sura. Por debajo de aquella mísera plebe rural regenerable, se agitaba un proletariado miserable, amasado con todos los desechos y espumas de la vida social, en continuo llanto y agonía, alimentado con las sobras de los perros, afrenta y baldón de la riqueza; y al buen corazón de nuestros dos magnates se imponía arbitrar recursos de carácter permanente para aliviar de un modo regular la indigencia de la plebítula, ad sustinendam tenniorum inopiam, que había dicho el humanísimo emperador Trajano100.

Asociáronse, pues, los dos magnates para una obra social y de caridad, congénere de aquellas admirables fundaciones alimentarias de Trajano y sus sucesores, imitadas en provincias por los ciudadanos ricos y extinguidas al cabo de dos siglos101. La institución que crearon, dotándola de un buen capital, prestaría cantidades para rescate y mejora de fincas rústicas de corta extensión mediante fianza hipotecaria y pago de un módico interés annuo de 3 por 100: el importe de los réditos no lo percibirían Sura y Numisio, dueños del capital, sino que ingresaría íntegro en una Caja especial para ser invertido en socorros a los indigentes. Al propio tiempo, Sura restituyó a los hijos o nietos de los antiguos poseedores las tierras que había heredado en el ager campo de Tarragona y en el Pinatense usurpadas o mal adquiridas por su padre y abuelo, so color o pretexto de compraventa civil o en embargos y ejecuciones de la Hacienda. Y no contento con esto, excitó a sus deudos y amigos ricos a que hicieran otro tanto de lo suyo.

Con esto, los padres de la fundación esperaban ver renacer la antigua fecundidad de las campiñas, asestar un golpe mortal a la usura, restablecer en su antigua dignidad de labradores independientes a los que habían decaído de ella y sentar el fundamento de lo que había de ser patrimonio cuantioso para el proletariado. Quizá tenían razón los que diputaban de noble quimera esta institución, recordando el fracaso de análogos empeños de Nerva, Alejandro Severo y Pertinax, y que habría sido más acertado renunciar a un utópico resurgimiento de la agricultura y dedicar el capital a instituir una orphanotrophia, una ptochotrophia o una gerontotrophia a la cristiana (casas de Misericordia, para huérfanos, asilos de pobres, hospitales), sin trascender de la beneficencia. Sin embargo, las circunstancias no eran enteramente iguales, y cabía esperar que no sería tardío ni perdido del todo el sacrificio102.

La curia de Tarraco decretó dos estatuas de bronce para los bienhechores y nombró una Comisión que ejecutara el acuerdo y retirase del Foro dos de las estatuas antiguas que lo llenaban, para hacer sitio o lugar a las nuevas. Numisio y Sura renunciaron tal honor, alegando: que dado que su obra implicase algún mérito, la virtud es el premio de sí propia; que al igual de Catón, juzgaban preferible que las gentes se preguntasen por qué Fulano no tenía estatua, que no que preguntasen delante de la estatua quién era Fulano; y, por último, que el haber dado a las almas benéficas aquel humilde ejemplo, no era una razón para que se hiciera de ellos un estorbo permanente, obstruyendo el área del Foro que ya, sin eso, pedía con mucha necesidad ser desobstruida.




ArribaAbajoCapítulo XII

Visita comprometedora


Un día del mes de Abril del año 388, hallándose Numisio de temporada en Tarraco, anuncióle el cubicularius que dos grandes damas enlutadas preguntaban por él pidiendo permiso para hablarle. Eran una señora anciana, como de setenta años, de estatura prócer, -de semblante rígido, surcado de estrías, ajada, marchita, más aún que por los años, por el sufrimiento y la nostalgia del perdido principado; y una apuesta primorosísima doncella de diez y ocho primaveras, dúctil y elegante, de hombros y cuello contorneados; de pequeña boca, labios encendidos, dientes nacarados, cabello rubio, naturalmente rizoso, la tez fresca y rozagante; su conjunto de una esbeltez como Diana, blanca y pura como «Cisnodocea», exhalaba un aroma inefablemente voluptuoso, que al menos por las prendas exteriores, habría ocupado un trono y brillado en la misma corte de Ctesiphonte o de Byzancio. La primera se llamaba Fabia Prisca; la joven, Flavia Aelia Plotina.

Con la voz entrecortada por los sollozos, la dolorida Prisca dijo al castellano de Turnovas:

-Acabamos de ser indultadas del destierro por decreto de nuestros señores Theodosio y Valentiniano y confinadas a lo más interno de la Península, con disfrute de una pensión vitalicia sobre el fisco imperial. Tú abogaste por nosotras. A iniciativa tuya, a tu providencia, a tu condición generosa debemos estos beneficios, encima del menos apetecible de la vida; y a ley de agradecidas venimos a confesar la deuda en que hemos quedado constituidas para contigo, solventar en nombre de todas el tributo de eterna gratitud que te debemos, único agasajo con que podemos corresponder, fuera de la voluntad, a las mercedes con que te dignaste abrumarnos y hacer protestas de nuestra sumisión y de nuestro rendimiento.

Estas últimas palabras fueron dichas con voz conmovida y apenas perceptible.

-Pero, ¿quiénes sois? Porque yo no caigo ni recuerdo...

-Yo soy Prisca, la madre del difunto emperador de las Galias y de las Hispanias, Magno Máximo; y esta joven es la mayor de sus hijas, huérfanas...

Numisio tuvo que agarrarse para no caer de espaldas. Al pronto parecióle que no había oído bien. ¡Familia de Máximo en casa de Numisio!... ¡Las vueltas que daba el mundo! No, ningún dramaturgo, fantaseando escenas a todo su sabor, igualaría jamás, y menos superaría a las prosaicas realidades de la historia. El caso era tan estupendo, que el viudo de Siricia no acababa de volver de su estupor ni darse clara cuenta de lo que sucedía, de aquello que parecía una burla del destino.

En su sonrisa apagada, en sus tristes miradas de luto... en esta ultra existencia que arrastro... yo no tengo ya derecho a la vida: he debido desaparecer; ¿y qué digo yo?, hemos debido desaparecer todos al punto que llegó la noticia de la tragedia. Pero yo sobre todo, ¿qué hago, qué tengo que hacer en este abominable mundo? Mi supervivencia es una estafa y una injuria al Supremo Hacedor.

Sobre todo antes que hubo adivinado la secreta intención y el verdadero objetivo de la visita -que no era ciertamente recomendarse a su piedad y protección, y menos rendir acciones de gracias, que no habrían estado justificadas-, el viudo de Siricia sintióse fuera de su centro, aturdido, estremecido, mareado, como si encima de los hombros llevase, en cuenta de cabeza, una devanadera. No habría dado más vueltas si hubiese sido cogido en el centro de un vórtice u otro vertiginoso remolino.

Poco a poco los giros de la devanadera se fueron aquietando. Numisio se recobraba y pudo, por fin, contestar a Prisca. Todavía, sin embargo, mientras hablaba interrumpíase a cada instante, haciendo pausas o balbuceando, como si le faltase el aliento o tuviera que convertir la voz y la atención a alguna conversación interior.

Con todo y con eso, no se desmintió un punto la nobleza de su carácter y su gran corazón. En aquellas dos mujeres dejó de ver cosa de Máximo; hízose cargo, como no hasta entonces, de todo el alcance de la tragedia; vio a la huérfana desvalida, privada por un hado injusto y cruel de sus naturales protectores, el padre y el hermano; vio a la anciana sin hogar, despeñada de la cumbre de la grandeza, supliciados los dos sujetos de su amor, los dos sostenes de su vejez, después de haber gustado la embriaguez de la púrpura; tuvo indignaciones y crispaduras sacrílegas contra el hecho de tantas existencias truncadas sin ninguna culpa de su parte, a influjo de una adversa estrella: es que un jefe de guerra victorioso tiene quizá tres o cuatro veces en su vida, después de ganar batallas decisivas, la sensación embriagadora de la soberanía de la personalidad. Lo que tenía Numisio delante de él no era ya, a sus ojos, cosa de la tierra: era algo sagrado que el infortunio y el dolor habían santificado. La vista de aquellas lágrimas y de aquel luto le oprimió el corazón y lloró también. Tuvo ternuras de madre para consolarlas e infundirlas alientos y esperanza. Alabó en la anciana su fortaleza de ánimo: había sido ella más fuerte que su desgracia; había tenido valor para conservar la vida, sacrificándose por aquellas inocentes criaturas, en una como segunda maternidad. Y se declaró incondicional amigo y patrono de toda la familia: si llegaban a necesitarlo, lo encontrarían pronto a sostener empeñadamente su causa; dotaría a la joven cuando se casara...

Estos y los demás conceptos de Numisio confortaron el lacerado corazón de las dos mujeres; pero, la verdad sea dicha, la sutil y avispada Prisca había apuntado a otro blanco y no quedaba con eso satisfecha. Había ella oído hablar del personaje tarraconense en la corte de Tréveris, sin determinación de especie; sabía de una manera vaga que era éste carne y uña de Theodosio; había olfateado, guiándose por rumores e indicios, que el remate de su carrera sería elevarse a la dignidad de augusto; en todo caso, aun como persona privada, tratábase de un patricio, miembro del Senado romano, terrateniente de consideración, conocido y respetado en toda la extensión de los dos imperios; últimamente tenía su residencia en España, no en Roma ni en Milán, donde a una hija de Máximo le sería difícil habitar, aun dado que la corte imperial lo autorizase. Y he aquí la principal, si tal vez no la única finalidad del viaje de nuestras peregrinas Fabia y Prisca: repetir con Numisio en Tarraco la suerte de Justina con Theodosio en Thessalónica; aprovechar la lección con que la astuta viuda milanesa lograra acomodar a su hija en el tálamo del emperador de Oriente.

*  *  *

Ciertamente, como guapa, no puede negarse, Galla, la hermana de Valentiniano, éralo en grado superlativo; pero todavía la aventajaba la hermana de Víctor, por más que esto te parezca, lector, exagerada hipérbole.

Era Plotina lo más acabado que había producido en su línea la raza española: con lo cual no hay que decir que constituía el tipo selecto de la hermosura femenil en todo el mundo y la más excelsa forma de vida de que pudiera envanecerse la humanidad. Era alta como su abuela, excediendo el promedio de la estatura propia de las mujeres peninsulares. Su natural gentileza y garridez, la corrección de sus líneas, la arrogancia del busto, la gracia y la nobleza de los ademanes, su apostura de sembradora Cibeles, su elasticidad que la asemejaba a un junco de ribera, y juntamente su solidez física, no transparentada al exterior, hallaban remate y complemento en el más preeminente de sus atributos corporales, que a todos los sublimaba: tal era la majestad. Dondequiera que estuviese sentada, su asiento parecía siempre un trono. Esa no estudiada majestad habría dado una impresión de orgullo y de insolente altivez, suscitando a su paso tanto como entusiasmos repulsión, a no desmentirla y rectificarla su aire de modestia, la dulzura de su mirada, su llaneza y afabilidad y un ligero tinte de melancolía que tanto podía ser ingénita, enraizada en el carácter de la raza peninsular, como sello que imprimiera en su rostro el desastre en que había perecido trágicamente su familia. En ese accidente, el coturno y la psiquis no se correspondían. Tenía el cabello rubio como el de una celta; pero los ojos, orlados de largas y sedosas pestañas, eran negros, de una serenidad inefable, no incompatible con aquella intensidad y vigor magnético que Numisio había admirado tantas veces en las mujeres orientales y cuyo mirar franco excluía toda idea de recelo, de suspicacia, malignidad o desconfianza. Los hechiceros hoyuelos de sus mejillas iluminaban tanto como los ojos el perfecto óvalo del rostro. Manos y pies menudos, nariz recta, un si no es respingada, voz insinuante, acariciadora, movimientos ondulantes, completaban el adorable conjunto de seducciones que se habían acumulado en aquel arquetipo, nieta de Prisca. Figuraos el color fresco, ligeramente áureo y sonrosado de una manzana en la plenitud de su madurez, y conoceréis la paleta en que sus diez y ocho abriles habían mojado el pincel para matizar la tez del rostro y de las manos. El color negro de su vestido y atavío daba mayor realce a la suprema elegancia, distinción y señorío de su regia persona.

Con estas prendas físicas corría parejas, si no es que las superaban, las del espíritu (las inmateriales): su ponderación y equilibrio, la claridad de su juicio, su piedad para con los desgraciados, su ciega pasión por la justicia. ¿Discurso? ¿Poema? ¿Oda? Lo que sé es que todo en ella rimaba. Podía definirse en una cifra diciendo: «Era un ritmo, era una armonía». Considerado desde este punto de vista, se habría dicho el cuerpo una envoltura parlante, labrada de cristal, que dejaba paso a la visión de un alma sencilla, buena y lumisa. No había que internarse ni profundizar para llegar a la médula de su pensamiento, que estaba siempre a flor de piel. A diferencia de su abuela, la pérdida del principado la tenía sin cuidado y la habría encontrado fría a no haber ido acompañada del trágico remate de Aquileia, que costara la vida a su padre y a su hermano. Entre sus dotes más sobresalientes brillaba uno, reflejo de todos los demás. La ideal princesa era la suma discreción: poseía la difícil virtud, tan rara aún hoy, quince siglos después, de saber escuchar e interesarse en lo que escuchaba, no hablando por su cuenta sino cuando era preguntada o al interlocutor le placía guardar silencio.

Poseía el fino tacto de un diplomático, y fue inconsciencia y mengua de seso por parte de Máximo el no haber sabido apreciar la escogida mentalidad de Plotina, su sagacidad sin igual, su acierto y buena orientación. Le hicieron falta al cuitado otras alas, un cerebro menos desguarnecido, menos prosaico, menos apegado a la materia y al tiempo, animado por una centella de idealidad. No se comprendía, a no pensar en un lusus naturae, que de tal cepa se hubiese destilado tal licor. Tiempo antes, no bien hubo Plotina olfateado que su padre se disponía a levantar el vuelo y cruzar los Alpes, con objeto de destronar a Valentiniano, el buen sentido de la joven se sublevó e hizo lo indecible por disuadirle: puso por medianera a la abuela para que intercediese a favor de su solicitud; interesó los buenos oficios de Víctor, si bien éste no se prestó a complacerla; hizo valer el juicio contrario de su madre, ya fallecida en aquella sazón, a quien tantas inquietudes, remordimientos y lágrimas costara la muerte violenta de Gratiano y sus continuas excitaciones a Máximo para inducirle a que no tentara más a la divinidad, a que se despojase de la púrpura y se recluyese en la paz de su gleba natal, en medio de los honrados Arévacos; agregó por su parte convincentes razones sobre las consecuencias que podría tener el mal paso en que se metía: si triunfaba, habría hecho obra de iniquidad, que algún día se desmoronaría, como todo lo que contraviene las leyes ineluctables de lo honesto, o dígase, como todo lo que anda divorciado de la ética, los dictados de la moral; si Theodosio, que seguía complaciente y tranquilo, mirándose satisfecho en el espejo del Bósforo, despertase, por fin, y volase con todas sus fuerzas militares del Oriente, en auxilio de la sangre de Gratiano y de su propia dignidad y seguridad, y la fortuna no te fuese propicia, porque el curso de los acontecimientos se torcía y tus designios se frustrasen, habrías perdido encima del honor la porción inmensa del Imperio de Occidente que ahora disfrutas en paz, y las ricas posesiones que has adquirido en España que, naturalmente serían confiscadas, y entonces, ¿qué sería de Fabia, tu pobre madre, qué de tus hijitas, qué de Víctor?

El déspota estuvo brutal: los considerandos de la vidente le removieron y ensombrecieron más aún su negro humor bilioso, exacerbando con la contradicción su hidrópica sed de grandezas, de conquistas y de principado. Aunque quería entrañablemente a sus hijas y a su madre, les impuso absoluto silencio, resistiéndose a reconocerlas beligerancia; y como insistieron en su pretensión, anegadas en llanto, abrazándole y acariciándole, arrojólas de su presencia con displicente y avinagrado gesto, remitiéndolas agriamente a la rueca y al telar, y, a la postre, ya exasperado, trocada la adustez y malhumor en iracundia, amenazándolas con un proceso por delito contra el Estado «si volvían a meterse en camisa de once varas». Todavía, al emprender Máximo la marcha a la cabeza del ejército, se atrevió Plotina a abogar una vez más por la paz, y en último extremo pidió a su padre que la llevase consigo a la guerra. ¡Otra habría sido su suerte si hubiese accedido a la súplica de la alentada y clarividente doncella y contado con sus luces y con su consejo!

*  *  *

Tal era Plotina. En otras circunstancias más despejadas, Numisio, y aun hombre menos encendidizo que él, se habría rendido desde el primer instante a discreción, tragando ansiosamente todo el anzuelo, y más aún hasta la caña. Pero en aquella coyuntura, la abuela de Plotina perdió el viaje: Numisio no picó, con todo y ser el cebo tan exquisito y tan de su agrado. No todo había sido culpa de Prisca: es que no le había asistido la oportunidad: hasta para eso hay que llegar en una buena hora, como había llegado Justina. Algo le valió a Numisio cerrar de vez en cuando los ojos y evocar aquella dulce figura a cuya memoria había jurado ser fiel hasta la muerte; pero aun eso, con ser poco, le resultaba insuficiente, y necesitó Dios y ayuda para resistir al diabólico gancho de Prisca. En vano quiso hacer el valiente, simulando indiferencia; a lo mejor, sin darse cuenta, sorprendíase a sí mismo prosternado en voluptuoso éxtasis y en adoración delante de la soberana beldad, costándole violentos esfuerzos el embridar el cuerpo para que la acción material no siguiese al pensamiento. Maldijo el instante en que la nieta de Prisca había pisado el umbral de su casa para darle más guerra que nunca le diera el propio Máximo, su padre. Fue aquél el peor día de su vida. Enloquecido, cegado por los resplandores que irradiaban de la deslumbrante aparición, murmuraba en el colmo de su exaltación, después de otra escapada mental a Oriente: «Es demasiado para uno solo ¡que no se repita, que no se repita, porque soy una escoria vil, un mísero mortal y no respondo, no respondo!

Aquí encaja cierto rasgo de honorabilidad del humanísimo señor de Turnovas, y es: que nunca, ni directa ni indirectamente, reprobó estos manejos de Fabia Prisca, ni vio en ellos una indelicadeza, antes bien hallaba muy natural, y aun digna de loa, que la solícita maternal anciana discurriese trazas para «colocar» a sus nietas, que el mejor día iban a quedarse solas en el mundo, brindando tesoros de tan imponderable precio como el que representaba Plotina, a cambio de dignidad social y de posición. Pero no tenía igual seguridad de los demás que de sí propio, por lo cual su extremada hidalguía y caballerosidad le persuadieron a enterrar como en una sima, recatándola hasta de sí mismo, esta singular aventura que podría lastimar el amor propio y hasta el decoro de una familia en quien tan cruelmente se había cebado la desgracia. Es esta la primera vez, al cabo de quince siglos, que la espiritual rapsodia, escapada a algún palimpsesto byzantino, se hace de dominio público.

Acabó la emocionante entrevista; sirvióse la comida en el mismo triclinum donde diez años antes había comido Theodosio de paso para Oriente; y el galante y preocupado Numisio acompañó en persona a las dos peregrinas por espacio de diez y siete millas, hasta la estación o mansis Ad Septimum decimum (Vilavert). Desde allí, hasta que el carruaje que las llevaba y su modesta escolta se perdieron de vista en el horizonte con rumbo a Ilerda, Caesaraugusta y Emérita (Mérida), donde el poder público las inclaustraba, estuvo Numisio atalayándolas con la misma fijeza e inmovilidad que pudiera si hubiese sido una estatua de piedra. No se percibía ya ningún objeto ni accidente en la lontananza; había caído del todo la tarde, acababa de cerrar la noche, y todavía Numisio seguía mirando en la dirección de antes, inmóvil y como clavado en el sitio donde había tenido lugar la despedida. ¿Pensaba en Máximo y en el papel que le había tocado desempeñar en el desenlace de la tragedia? ¿Contemplaba hechizado, quier platónicamente, como artista, quier carnalmente, como un vulgar mortal, aquella deidad humanada, milagro de Dios? Lo que puede asegurarse es que en las breves horas de coloquio con Prisca y Plotina, Numisio había sido más héroe que en el Rhim, que en Bretaña, que en la Thracia, y ahora tocaba los efectos de su heroísmo.

Acaso Prisca había contado demasiado con el poder fascinante de su nieta y el ímpetu avasallador, poder incontrastable de la pasión amorosa. Al arrancar de la estación Ad Septimum decimum y ver a Numisio transportado y como anonado, hecho estatua de sal, vio las cosas menos negras, se animó un poco y murmuró para sus adentros este desahogo: «No he perdido el viaje, no; la espina ha penetrado muy adentro y tiene espolones y lleva traza de echar raíces en la carne: tú volverás la visita; tú nos sacarás de allí: ¡Vaya, si nos sacarás!»

Si en aquel momento hubiese caído por aquellos parajes el arriero de los refranes, probablemente le habría aconsejado que no se fiase demasiado, por que en el mundo de lo material, lo mismo que en el otro, un clavo quita otro clavo.

*  *  *

Si todos los castillos que Numisio edificó en el aire aquella noche hubiesen sido de cal y canto, ni Roma ni Byzancio habrían tenido que preocuparse de las tribus bárbaras de los Germanos, porque no habiendo de poder éstas revolverse ni adelantar un paso por el territorio de uno y otro Imperio, erizado de defensas inexpugnables, que se tocaban unas a otras, se habrían guardado de intentar el imposible de invadirlo, hacer irrupción en él y conquistarlo.




ArribaAbajoCapítulo XIII

{a}Poetas en Turnovas{/a}

Paulino y Prudencio en Beliasca.- Quiénes eran estos dos personajes.- Mausoleo de Siricia y Engracia.- Adeptos y adoradores de Gárgoris, Habis y Ataccina.- Estatua pagana cristianizada.- Fiesta nocturna en el campo.-¡Tierra y Libertad!- Numisiano de vuelta de Roma.- Excursión a Piniana.- Dinamio burdigalense y Ampelius.- Excursión a Ilerda.- Aclio Pacieco.- Tarraco y su teatro histórico nacional.- Otro poeta: el obispo Ambato y su commonitorio.- Panorama de Ilerda.-Estrago causado por los francos de ultra-Rhin.- Significado político de las ruinas de Ilerda.- Que los francos vuelven.- Paulino no tiene derecho de dar el importe de sus bienes a los pobres libres, en vez de los siervos adscriptos a las heredades donadas.- Que Paulino no tiene derecho a retirarse al yermo.- Revolución dinástica y reacción pagana: el emperador Valentiniano asesinado por el general franco Arbogasto.- Nuevo emperador Eugenio.- Cartas de Therasia.- Paulino perseguido, su hermano asesinado.- Ambato huyendo al martirio.

El intenso fervor cristiano del errabundo Paulino era incompatible con el espíritu arraigadamente pagano de la Aquitania, su país (hasta su conterráneo, maestro y amigo Ausonio, cristiano en la corte, era pagano en el campo, cuando residía en sus posesiones y villas de las cercanías de Burdeos y Saintes); y no pudiendo sufrir por más tiempo el choque y los razonamientos consiguientes a esa contradicción, rompió los lazos que le ligaban al patrio solar y a las nativas riberas del Garumna (Garona), y se expatrió voluntariamente para siempre, viniéndose con Therasia a esta otra parte del Pirineo.

En Complutum gustaron la dicha inefable de que les naciera un hijo, a quien pusieron por nombre Celso; pero ¡ay! Celso no vivió más que ocho días. Un rayo que hubiese caído a sus pies no les habría anonadado más que la pérdida de aquel único fruto de su amor, con tanta ansia y durante tantos años esperado. El malogrado infante fue inhumado junto al sepulcro de los Santos Niños Justo y Pastor.

No era meramente un corazón desgarrado que se desangra, era más que eso: figúrese el lector un estado de flacidez, de enervación y aniquilamiento, sustancia cuasi etérea, inmaterial, que desemboca en el vacío y se desvanece hasta confundirse con una ilusión o una quimera; era hastío y cansancio de la vida; era nostalgia del nirvana. La vida universal les hacía el efecto de un inmenso fraude. No les hablaran de mirar en aquella tribulación una prueba, y menos una visitación de Dios. A tan arbitraria perturbación del orden natural daban las proporciones de una convulsión del cosmos. Aquel supremo pathos, aquella angustia y congoja inenarrable se les había enroscado a las sienes como corona de pasión, se les había retorcido al tronco como túnica dolorosa y les traspasaba, les asfixiaba, les abrasaba y consumía.

Poco a poco su abatimiento y depresión fueron remitiendo; empezaron a mirar la causa del Universo como distinta e independiente de la de Celso, vieron el mundo menos negro y entraron en un orden de relativo equilibrio, sin abandonar por eso su muda acusación contra aquella inmensa iniquidad: su pasión, al mismo compás, se fue haciendo menos huraña, menos absoluta, menos intransigente: las cosas acabaron por quedar en una posición intermedia...

Una revolución muy honda se había operado en el ánimo de los dos desolados esposos. Su fe se tornó ascética. Aquella lacerante congoja, el hastío y aborrecimiento de las glorias, vanidades y cuidados terrenales, el tedium vitae habían dado su fruto natural. Therasia y Paulino convinieron en una fórmula que no era ya ninguna novedad. Consistía ésta en desertar para siempre las vías del mundo, transplantar el hogar al otro lado del mar Tyorheno, hacer profesión del yermo, consagrándose a la soledad, a la meditación y al servicio de Dios, desprenderse de su riqueza, vendiendo los regios patrimonios heredados para repartir el precio a los pobres, conforme al precepto evangélico, y vivir juntos siempre, aunque ya no como cónyuges, sino como hermanos. A fortalecerles en esta resolución llegó una carta-respuesta del solitario de Bethlem [Eusebio Hieronymo (a) San Jerónimo], a quien habían consultado.

El año 392 residían en Barcelona, absorbidos en la ardua tarea de liquidar y adinerar sus dilatadas heredades de Aquitania y España, que había de durar hasta 394, fecha de su definitiva traslación a Italia.

La vasta región del valle del Garona estaba intrigada por penetrar la incomprensible actitud del inspirado poeta bordelés. ¡Disolver la sólida casa paterna, de la más rancia nobleza, fragmentándola y enajenándola a cien distintos compradores! ¡Sacrificar la augusta religión que había sido la de sus padres y que había hecho la grandeza de Roma por abrazar un culto tosco y vulgar, propio sólo de mendigos, de ignorantes y de esclavos! ¡Echar tal mancha sobre su gran maestro y protector, Ausonio, del insigne vate y ex cónsul, y amargar de ese modo los últimos momentos del glorioso anciano! La aristocracia y la intelectualidad de Burdeos, y aun de todo el país de la Gironde, en especial sus antiguos amigos y sus deudos, sin excluir su hermano, estaban escandalizados e indignados, y no se explicaban tamaña aberración sino por un desvarío o un desconcierto de la mente, alias locura. Apóstata, desertor de nuestros altares, le decían; y vejábanlo con todo género de invectivas, zumbas y menosprecios que le llegaban al alma.

Había hecho Paulino donación de una parte de su fortuna al pueblo de Barcelona, y estaba impaciente por acabar de deshacerse de los bienes que todavía le quedaban, a fin de cortar esas últimas amarras que le sujetaban aún a este bajo mundo y le impedían desplegar las alas y volar al puerto de refugio que se había elegido para Tebaida suya y de Therasia, a saber: las cercanas soledades del sepulcro de San Félix, en Nola de la Campania. Entonces decidió cumplirle a Numisio la promesa que le había hecho con reiteración, de visitarle en Turnovas y aprovechar la excursión para consultar con él y con Prudencio la contestación que daría a cierta carta de Ausonio.

Vengamos ahora al otro huésped.

Aurelio Prudencio Clemente, ex prefecto, era en aquella sazón uno de los dignatarios del palacio imperial, y residía en Milán, junto a la persona de Valentiniano II, emperador de Occidente. En el expresado año de 392 hallábase accidentalmente en Caesaraugusta (Zaragoza), su patria, con objeto de visitar a sus padres y acabar de convalecer de una afección tenaz, obstinada, que lo había tenido a las puertas de la muerte. Motivo de su viaje a Turnovas: cumplimentar a Numisio, condescender al llamamiento de Paulino, y leer a ambos cierta obra de empeño que tenía en telar, a saber, la primera versión del poema cristiano -patriótico La Symmachum (contra Symmachum), refutación métrica del celebrado discurso del ilustre senador romano sobre el ara o altar de la Victoria, y decidir con su consejo si podría ser útil a la causa de la «verdad» y al servicio y aumento del Imperio, o si, por el contrario, debería condenarla a las llamas.- Por aquel tiempo empezaba Prudencio a componer sus himnos, los primeros de los cuales circularon reservadamente entre algunas personas de Milán y de Roma.

Por fin se pusieron de acuerdo entre sí y con Numisio sobre el día en que habrían de coincidir en Turnovas, o digamos en Ilerda.

Numisio se había preparado, alquilando en Tarraco (Tarragona) un profesional de la cocina con algunos auxiliares103 y organizando un servicio diario de mensajeros a la misma ciudad y a la de Barcino (Barcelona) para refrescar víveres y caldos, particularmente repostería fina, vinos, mariscos y pescado de mar, que habían de reforzar la despensa de casa, compuesta de pollos de raza numídica, pavones y faisanes, huevos de gallina común, perdices, liebres, capones cebados, hígados de ansar, codornices, anguilas y lampreas, truchas exquisitas cogidas en aguas de Beliasca, sardinas en conserva, cangrejos, escabeches, corzos, cerdillos, cabritos y corderos, jabalí y eixarzo cazados una jornada al Norte en las dilatadas selvas anejas a Turnovas y Piniana, jamón y salchichón, caracoles, pimienta, comino, garo de Cartagena y muria de Barcelona, miel destilada y en panal, leche, manteca, queso de los Alpes, especias de la India, mostaza, guisantes, alcachofas, espárragos, setas imperiales, lechuga, cebolla, berros, acederas, rábanos y achicoria, aceitunas; carne membrillo fabricada en la casa por la sub-villica Incunda104; almendras y nueces del año anterior, higos secos de Gallica Flavia (Fraga), dátiles de Carthago y de Illite (Elche), uvas-pasas, cerezas frescas procedentes de injerto del Asia Menor, o lo que para el caso es igual, de Italia, sobre patrón silvestre, indígena en España. Las higueras, los granados, los almendros, los ciruelos, los nogales, los avellanos, los manzanos, los perales, los melocotoneros y los azufaifos, de que Turnovas producía hasta para los esclavos, no habían sazonado todavía su fruto: otro tanto sucedía en la huerta con los melones. Las bodegas de Beliasca tenían surtido variado y escogido, incluso de vino añejo del Vesubio, vino de la Bética, sarmientos de Falerno, vino de Alba, vino de Burdeos y vino «gaditano» (de Jerez).

El día 25 de Mayo (año 392), los amplios zaguanes de Beliasca abrieron paso a los dos eminentes personajes recién llegados, acompañados desde Ilerda por los amos de la posesión, padre e hijo: de un lado, aquel que ya las lumbreras del cristianismo llevaban en boca, envuelto en un coro de alabanzas, Paulino de Aquitania, y de otro, el cisne de Salduba (Caesaraugusta), el gran poeta hispano, todavía inédito, a quien la posteridad aguardaba con el resonante dictado de Píndaro cristiano, Aurelio Prudencio. Recibióles toda la servidumbre de Beliasca, y al frente de ella el villico P. Istolacio y su mujer Crónice.


ArribaAbajoEl mausoleo

Sin aguardar siquiera el baño, la galante piedad de nuestros viajeros les persuadió a visitar lo primero la sepultura de Siricia y Engracia. Con eso, además, Paulino cumplía un encargo especial de su mujer Therasia.

Habían ya recorrido una buena porción de los jardines y estaban a la vista del monumento, cuando vieron con sorpresa, recostado viciosamente en el centro del oloroso parterre (platabanda) de violetas adscrito al servicio del mausoleo, un jumentillo viejo, muy conocido nuestro, remozado por el buen trato, el cual, no bien hubo oído la voz de Numisio, incorporóse prestamente, dejando la mullida y olorosa alfombra de flores para salir a su encuentro y saludarle con una morrada de honor, según lo tenía por costumbre desde la muerte de su consocio y amo el arriero Márculo.

El mausoleo afectaba la forma de una pirámide, compuesta de tres cuerpos sobrepuestos encima de un pedestal enguirnaldado. El segundo de ellos se hallaba formado de pilastras, estaba rasgado a todos los vientos por arcadas y decorado por cornisas y frisos. El tercero, o sea el coronamiento, lo componían doce columnas de orden corintio y el entablamento sustentaba una cúpula: en el interior alzábanse dos efigies de mármol blanco, representando a Siricia y Engracia. En los bajorrelieves que llenaban las cuatro caras del primer cuerpo se destacaban, entre grecas de tirsos, genios alados, tritones, pájaros, racimos de uvas y flores y otros semejantes motivos de decoración; los Dioscuros, Cástor y Pólux, símbolo de resurrección y de inmortalidad, el sacrificio de Isaac, Orfeo rodeado de animales, el Buen Pastor, el rapto de Proserpina, Ulises contemplando, traspasado de dolor, a su perro, Argos moribundo, Daniel entre los leones, la resurrección de Lázaro, el martirio de Santa Engracia, etcéra, esculpidos en bronce.

En uno de los frisos corría este epitafio, grabado en caracteres de gran tamaño:

« Siricia Natalis, amatrix pauperum, pia in omnibus, necessit in pace esu die III idus Martias aera CCCCXV» (post Chr. 377), y en el otro: « Engratia Pomponia, Anorum VII abdormivit in Domino.» Entrambas inscripciones ostentaban a la cabeza aquella manera de cruz llamada gámmata , común a budhistas, heleno-romanos y cristianos.

En el interior de ese primer cuerpo del túmulo habían sido depositados los dos sarcófagos que encerraban los despojos mortales de la hija y de la mujer de Numisio.

En la cúspide, una grulla inmóvil, como si fuese de metal y cual otra pieza decorativa del monumento, hacía centinela y compañía a su nido, mientras la hembra daba calor a los polluelos. Bandadas de golondrinas revoloteaban incansables en torno al segundo cuerpo del mausoleo y por entre las abiertas arcadas donde habían fabricado el suyo.

Últimamente, detrás del monumento, a cinco o seis pasos de distancia de él, alzábanse dos edículas construidas en el mismo estilo y de piedra igual, habitadas por las dos siervas Cinga y Pyrene, predilectas de Siricia Natal (una de ellas había sido nodriza de Engracia), a quienes ésta había legado la libertad y una renta vitalicia con la condición de que morasen de por vida junto al enterramiento de sus amas, velando sobre él y haciéndole compañía. Muertas que fuesen, deberían ser inhumadas junto a los sarcófagos de la manumisora y de su hija.

Ya que estaban en los jardines, estiraron las piernas un breve trecho por la amplia alameda -olineda más bien- que los circuía en más de una milla de extensión, sombreada por filas de olmos y viña trepadora, que formaba guirnaldas de rama a rama y entre cada dos hileras de árboles umbrosa bóveda de verdura; se asomaron un instante al que en la casa denominaban «mirador de Siricia» en memoria de la malograda dama, señora de Turnovas, que había sido grandemente apasionada de aquel plácido y deleitoso rincón, cuyo pie bañaba el Ripacurtia, hijo de las nieves del Maladetta, media hora antes de verterse en el Segre, y de cuya nemorosa espesura subía la gran sinfonía campesina, en que se fundían acordes y concentos de las rumorosas linfas pirenaicas, gorjeos y trinos de infinitos pajarillos que en el soto habían fabricado sus nidos, y el dúo no interrumpido de la fronda con el viento enamorado que la acariciaba al pasar, cargado de perfumes, haciéndola estremecerse. En seguida se restituyeron a la casa para zambullirse en el baño, cuya hypocansis (hornillo) seguía encendido, reponiendo las cosas al instante de su llegada. Empezaba a anochecer: en la región de las nubes, los toques de fino carmín acababan de desvanecerse, tornándose ceniza.




ArribaAbajoBeliasca

Como en anteriores ocasiones, el cronista se abstiene de describir al detalle la opulenta mansión señorial de Beliasca, cabeza del fundo Turnovense. Únicamente le echaremos con rapidez un vistazo, si el lector tiene gusto en acompañarme, mientras sus ilustres huéspedes se esponjan en las cellae o piezas destinadas a los trámites del baño termal, tepidarium, caldarium, frigidarium y unctoriam, y cenan y se acuestan, hasta que la Divinidad sea servida de amanecer.

No había que buscar en Beliasca murallas flanqueadas de torreones. Al par de una villa o quinta de recreo para residencia de sus señores, era un centro de trabajo y de producción, o sea un más o casa de labor, centro de una vasta explotación agrícola, y estaba enteramente desguarnecida. No se había transformado aún en fortaleza o castrum como en otras partes, por ejemplo, el burgus de Paulino en Aquitania, entre los ríos Garona y Dordoña (hoy Bourg).

A media falda del cerro o collado en que Beliasca se asentaba, alzábase una primera tanda de edificios, separados unos de otros por angostos pasadizos, que hacía de ellos otras tantas ínsulas, en previsión de un incendio: allí los pajares, allí los ferreñales, donde se acoplaban los henos y la abundante cosecha de alfalfa; allí los espaciosos cobertizos y patios destinados a leña para todos los usos del fundo y a madera de construcción; allí los almacenes y depósitos de material y aperos de labranza, atalajes, carros, azadas, arados, hoces, trillos, bieldos, podaderas, cuévanos de mimbre, barriles, cántaros, tinajas, tejas, etc. Delante de ellos, en una segunda línea de edificios, mirando de fuera adentro, tenían sus talleres y sus dormitorios los tejedores, bataneros, sastres, zapateros, talabarteros, carpinteros, carreteros, herreros, albañiles, alfareros, tejeros, yeseros y demás artes mecánicas al servicio de la posesión y sus dependencias, destinadas a recomponer el material deteriorado y construir otro nuevo para distribuirlo por todos los grupos de población de Turnovas y levantar los nuevos caídos y las edificaciones resquebrajadas o incendiadas; allí también dormían los magistri operum (capataces de cultivo) y los operarii o braceros a sus órdenes, bubulas, aratores, vinitores, procuratores apiarii, vilicii hortorum (hortelanos y jardineros), los mediastini, los ratinarii (guardas de los campos y de los bosques); allí el hato de las ovejas erythius; allí las zahurdas destinadas a la cría de cerdos para el consumo de la localidad (de Beliasca) y la exportación de jamones y salchichón, con las cuadras -habitación de los suarii o porqueros.- Más adentro, en una tercera línea de construcciones, estaba el ergastulum (la ergástula), los hórreos o trojes, almacenes de granos y harinas, los hornos de pan cocer para servicio de Beliasca, la escuela de manufacturas de lino, con los dormitorios de los alumnos, obreros o hilanderas, los almacenes de materia prima y de género fabricado, el taller de costureras, las cocineras, pulmentariae y focariae; allí las bodegas donde se guardaban el vino, el zytho y el hidromiel fabricado o cosechado en las dependencias de Beliasca o percibidos por sus partes agrariae de los siervos de la posesión, la nevera o depósito de hielo acumulado para la estación estival... En una cuarta línea concéntrica más arrimada al centro se alzaban la escuela de niños y la edícula del preceptor; la del siervo médico, con su minúscula farmacia, y la mula con que recorría los diversos caseríos y grupos de población del fundo donde su ministerio era solicitado; la del veterinario; la enfermería; la oficina del dispensator, a cuyo cargo corría la contabilidad de la posesión; el sereno o vigilante nocturno; la piscina común para el baño de la servidumbre, con separación de sexos, el gymnasio y juego de pelota para ejercicio y diversión de la misma en los días festivos; los coches a servicio directo de Numisio y Numisiano, con los respectivos cocheros y troncos (caballos). Todo ello ventilado, dividido por calles, espaciado por plazas y patios interiores, empedrados y limpios, raras veces teñidos de verdín, con surtidores de agua encañada que fluía de un acueducto antiguo, el cual la conducía desde el Ribagorzana hasta la linde de los jardines y de camino abastecía una cisterna de regular capacidad excavada en la roca para ocurrir a la frecuente eventualidad de las turbias del río. Hermoseaban calles y plazas diversidad de árboles, ora sueltos e irregulares, ora en ringlera o agrupados, y algunos soportales sobre pilastras para tomar el sol resguardados del viento o de la lluvia.

En el centro de todo, el alma del fundo, la residencia personal de sus señores, no tan fastuosa, pero sí tan cómoda como el Laurentino de Plinio, y, dados los gustos de Numisio y de su hijo, aun más agradable. Numisiano miraba embelesado las masas azuladas del Montsech y en la parda lejanía los bravíos carrascales que formaban parte del rico patrimonio de su madre; al pie, el florido jardín y vergel y las enramadas riberas de los dos ríos, poblados de arboleda, vestidas de ramaje...; y más lejos, a mediodía y poniente, la dilatada planicie, con sus huertas, sus linares, sus prados, sus trigales, verdes aún, pero ya espigados, y sus rebaños de blanco vellón como bandadas de palomas. Harto de Roma, de donde acababa de llegar, exclamó transportado, con más fresca espontaneidad que Martial piropeando a su Marcella: «Tu mihi Roma es».

Componíase de varias alas y cuerpos de edificación unidos entre sí por corredores, pasadizos, galerías cerradas y azoteas, provistas en verano y en las estaciones intermedias de toldos y tabiques portátiles. Aparte diversos comedores, tenía piezas especiales para todas las circunstancias de la vida y para todas las estaciones del año y no se había escatimado en ellas el mármol, el estuco, los mosaicos y el bronce exquisitamente esculpido. Los entrantes de la fábrica en el jardín y vergel y de éstos en la fábrica y edificación, habían dado lugar a combinaciones de una gran vistosidad y muy originales.

Ni los padres de Siricia, ni Numisio después habían prodigado en este fundo las estatuas, como era uso en las familias de su rango. Las principales eran dos: un hermes en el jardín, que representaba a Sexto Pomponio, primer fundador histórico de la casa de Nertóbriga, y la efigie de la mártir cristiana Engracia [Santa Engracia]. Siricia había respetado tres deliciosas estatuas de mármol, de estilo arcaico, que habían acompañado desde lo alto de sus pedestales los juegos de su primera infancia y que figuraban a Flora, las Gracias y Pomona.

Diré, últimamente, que los rústicos o de las demás comunidades rurales y cotos acasarados esparcidos por la vasta extensión del fundo Turnovense, más que siervos, como se decía en el tecnicismo oficial, eran libertos libertini, ocupando una posición intermedia entre la esclavitud y la libertad ( que diría Pollux), según era propia de la servidumbre ibérica, análoga a la hilocia de Esparta y al colonato adscripticio de Roma en el último grado de su evolución. Estaban vinculados a la gleba de Turnovas, o lo que es igual, formaban parte integrante del latifundio (predio), sin que a ellos les fuera lícito abandonarlo o ausentarse de él ni al dueño enajenarlos o donarlos separadamente de la tierra que labraban; pechaban al dominus o señor, por vía de agraticum (un vectigal en especie) equivalente a la mitad de los frutos y de las crías que producían, y por vía de operae, sernas o prestaciones personales, seis jornales al año, invertidos en estas tres clases de labor: arar o sembrar, escardar y segar. Naturalmente, vivían por su cuenta, excepto los días en que tributaban las operae.




ArribaAbajoHabis ¡tierra y libertad!

Paulino, Prudencio, Numisio y Numisiano se habían levantado; habían tomado su desayuno (jentaculum) de pan con vino o con miel, queso, pastas, aceitunas y dátiles; habían deliberado sobre la carta de Ausonio a Paulino (que no ha de confundirse con otras cuatro llegadas posteriormente con retraso de algunos años, y que la historia conoce); habían empezado la lectura del poema de Prudencio (que no llegó a publicarse hasta muchos años después, adicionado con el argumento de las victorias de Stilicón en Pollenza y Florencia); habían tomado su baño, no queriendo diferirlo para la tarde; a la hora séptima, pasado mediodía, se habían acomodado en el lujoso sigma del comedor de verano, engalanado con auleae o colgaduras de seda y bordados de hilo de oro; habían despachado el suculento prandium (almuerzo o comida), verdadero festín en que el cocinero tarraconense se había excedido a sí mismo, y después de una larga sobremesa, sin gana ninguno de meridiatio (siesta), salieron del comedor y se echaron gozosamente al campo, tomando la dirección del río Sicoris.

Habrían andado tres cuartos de milla, cuando desembocaron en una explanada circular, exornada con algunos árboles y dos ídolos de metal sobre otros tantos obeliscos o pedestales de piedra. A mitad del declive norte, proyectaba sus múltiples troncos y ramaje una corpulenta higuera, injerto de aquellas opulentísimas de Ficaria (Almazarrón), cuya fama ha llegado hasta nuestros días, tan pomposa y exuberante, que con razón la diputó Prudencio de reina de las higueras y palacio vegetal. A su sombra, y cobijados por ese dosel y cortina, se recostaron sobre el césped del florido ribazo. -Enfrente, en el centro de la plaza, alzábase un monumento compuesto de columnas de jaspe (¿pórfiro?) sobrepuestas, y en el remate de todas una efigie de bronce dorado, de estilo arcaico, representando un majestuoso anciano de luenga barba, que con una mano tenía asidos, contra el pecho, los pliegues del manto, y con la otra, distendida, sostenía una pesadísima llave y apuntaba con el índice hacia un lugar indeterminado del horizonte. Era una copia reducida del monumento llamado Columnas de Cronos, más tarde de Hércules, que se alzaba desde siglo remoto a la entrada de la bahía de Cádiz105. A los pies del ídolo, también de bronce y arte manifiestamente posterior, se erguía un arrogante gallo en actitud de lanzar su canto matinal como un pregón de guerra106. Entre el remate del obelisco y la estatua corría un epígrafe en caracteres tartesios o ibero-libyos, que decía: Gargoris.

Inmediata a los troncos de la monumental higuera, exhibíase en un nicho de mármol viejo, con un ara delante, otra preciosa escultura de bronce, de igual arte que la primera, y era designada por una inscripción tartesia con este nombre: Ataecina. Era la Inferna-Dea, que los antiguos periplos registraron entre el Guadalquivir y el Guadiana, y que los fenicios asimilaron a la Luna augusta y los romanos a la Proserpina de Sicilia que presidía las faenas campestres en los Estados de Siricia.

-¿Queréis decirme qué pintan aquí estos ídolos?-preguntó Paulino.

-Son -respondió Numisio- dos deidades tartesias procedentes de las orillas del Iber bético (río Tinto), que los Kempsios alojaron aquí por indicación del oráculo, al término de su peregrinación, y que las muchedumbres de la derecha y la izquierda del Ebro vaseón veneran en este lugar desde la remota edad (hace novecientos años) en que inmigraron de aquellos parajes107.

-Pero tú, cristiano, ¿has podido sufrirlo?

-¡Psch! Yo creo que tuvo razón el gran Strabón de Amasia, y los muchísimos que han opinado como él, proclamando la necesidad de una religión que inspire el temor de la Divinidad y el respeto a las bases fundamentales de la sociedad humana y oriente las almas, conduciéndolas a la piedad, a la santidad y a la fe, haciendo veces de instrucción filosófica respecto de las mujeres y de la masa del pueblo, para quienes la filosofía es libro cerrado, es inaccesible...

-¡Psch! Digo yo a mi vez -replicó Prudencio,- aun admitiendo que eso fuese así, que a mi juicio no lo es, habría de entenderse en todo caso de la religión verdadera...

-Sin duda ninguna que sí; pero, naturalmente, la que estima verdadera el cosechero, no la que pueda creer verdadera un extraño a él, pongo por caso tú... nosotros...

-Eso no -repuso vivamente Paulino; - en negocios del alma es lícita una santa violencia, según doctrina cierta del incomparable doctor de la Iglesia Augustino, inspirada en el precepto crítico, en la máxima compelle intrare, introducido por él en la Iglesia, conforme al conocido pasaje del Antiguo Testamento, que hay que dar ocasión al sabio para que se haga más sabio. La fuerza material del brazo seglar debe reprimir el error por la coacción exterior; debe hasta obligar a las prácticas del culto ortodoxo, por ejemplo, a asistir al santo sacrificio de la misa...

-Es que el buen doctor a quien aludes tiene para todos los gustos, y yo estoy por su primera manera, aquella en que fue liberal, valedor de los donatistas y maniqueos, e hizo de la fe un acto libre, no admitiendo que se constriñera a laxos y rebeldes (relapsos, rebeldes), que usaran otras armas que la palabra, los razonamientos, la discusión, la moderación y la paciencia. Los príncipes cristianos (y lo mismo ha de entenderse de los patronos con respecto a sus siervos) no deben intervenir con su autoridad temporal a favor de la unidad y triunfo de la fe. «La persuasión, no la violencia»; «quédese ésta para los emperadores paganos; tal era su sano punto de vista antes de convertirse por su mal a sentimientos contrarios, que tantos estragos habrían de ocasionar en el mundo si pudieran prevalecer...

-Sea de ello lo que quiera, queda todavía algo más próximo, siquiera en tiempo sea más remoto. El concilio de Iliberis (Granada), presidido por el gran Oslo, previno a los poseedores terratenientes cristianos que no consientan a sus siervos rendir culto a los ídolos: ut prohibeant domini idola colene servis...

-Efectivamente, eso dice -repuso Numisiano,- pero añade (hay que decirlo todo): a menos que con ello se corra riesgo de que se rebelen: ni si metuant vim servorum...

-Peligro que, en posesiones de un hombre tal como Numisio, ha de ser ilusorio.

-¿Sí? Pregúntaselo a los tres hombres negros (monjes) de las cuevas de Monserrat, discípulos de Martin de Tours (más fanáticos que prudentes), cuando el año pasado (391) se derramaron por la Ilergecia, desde Gallica Flavia hasta Osca, en devastadora correría, derribando ídolos, incendiando santuarios y aras, talando árboles y lucos sagrados, tuvieron la mala inspiración de meterse por tierras de Beliasca. Ya habían echado una soga al cuello de la estatua de Gargoris, ya se bamboleaba ésta sobre su pedestal, cuando llegaron en tropel, jadeantes, dando señales de una gran irritación, vomitando denuestos y armados de piedras y nudosos garrotes, nubes de rústicos de Turnovas y de los fundos colindantes, gente de malas pulgas, sin excluir las mujeres, y fue milagro que los rudos iconoclastas no rindieran el alma en el Segre, adonde fueron arrojados, que bajaba hinchado con el agua de sus treinta y tres afluentes, con más sus treinta y cinco afluentes de afluentes, que formaban un respetable caudal, y pudieron volverse a sus madrigueras descalabrados y maltrechos nada más, con un brazo roto y dos cabezas abiertas (San Martin de Tours, eso, en 389); preguntárselo a todo el país entre el Cinca y el Gállego y Huerva y del otro lado del Ebro, que acuden aquí en romería todos los años de una y hasta de dos y más jornadas de distancia, para honrar a Gargoris, a Ataecina y a Habis, implorar consuelos y protección y rendirles tributo de agradecimiento por los beneficios que creen haber debido a su providente magnanimidad durante el año. En conclusión, los ídolos que tienes a la vista están todavía demasiado vivos para que pueda nadie pensar en enterrarlos.

-Menos mal -murmuró Prudencio, un poco amostazado- que satisfaces la otra hipótesis del canon: seipsos puros conservent...

-He hecho más que eso: he cristianizado la estatua. ¿Veis ese gallo de bronce? Por sugestión de Siricia lo hice fundir yo y ponerlo en el pedestal; y he aquí a Gargoris, con la majestad de su continente, su barba espesa, nevada, su llave monumental, su gallo cantador y su dedo enfilando hacia Roma, según es propio de Cronos, convertido en un San Pedro, aunque mis rústicos no lo vean, pero ya irán entrando sin necesidad de compelerles, con ayuda de Cronos mismo, o sea del tiempo...

Rompió Paulino en francas risotadas y explosiones de hilaridad ante el extraño modo que su amigo tenía de bautizar y resellar númenes y deidades. Numisiano se desternillaba de risa. No así Prudencio, el cual, sin llegar a ponerse hosco, conservó incólume toda su gravedad, contentándose con una ligera sonrisa.

-No reírse, amigos, que no soy yo quien ha puesto la moda -exclamó jovialmente Numisio:- ha sido el propio Constantino Magno quien trajo las gallinas. Cuando a principio de siglo hizo llevar a la nueva capital fundada por él en Byzancio la celebrada estatua de la diosa Rhea o Cybeles erigida en el monte Dindymo, para ornar con ella una iglesia cristiana inmediata al Foro -me lo han contado y además la he visto,- dispuso cambiarle la posición de las manos para darle una actitud orante, y demostrar los dos leones que tenía a los lados y que simbolizaban el fingido poder de la supuesta madre de los dioses. Y los gallos no son menos hijos de Dios, que los leones, ni el Cronos tartesio más incapaz de sacramentos que su prudente esposa.

Paulino, que era de suyo facetioso, le había tomado el gusto a la risa, y quiso sacar más jugo a la candorosa superchería de Siricia.

-¿Qué opinas tú del gallo, Numisiano?

-Del gallo, nada; pero si te es igual, algo de substancia podré decirte acerca de un nieto de Gargoris, cognominado Habis, especie de Mesías para los labriegos de la Ilergecia, que aguardan su vuelta como los cristianos la de Jesús, para que restaure el ideal antiguo, y cuya efigie hubo de desaparecer de aquí en alguna revuelta conmoción política, razzia, guerra, invasión, terremoto, etc., acaecida en el decurso de nueve siglos.

-Te escuchamos -aprobó Paulino, no sin alguna escama, al ver la solemnidad con que el generoso mancebo lo había tomado.

-En las baladas heroicas de los tartesios, rememoradas por Asclepiades de Myrleo (Strabón de Amasía) y que todavía se cantan en este país por los descendientes de los que inmigraron de aquel antiguo Estado de la Iberia, suena un Habis, nieto de Gargoris, salvado de la muerte, a que había sido condenado por una serie de prodigios que refiere el historiador Trogo Pompeio y que no hacen aquí al caso. Ese fue el civilizador y bienhechor de su raza. Según la tradición que corre entre nuestros campesinos y ha sido acogida por algunos historiadores, cuando a Habis le tocó reinar, dio como finalidad a su gobierno mejorar la condición del pueblo, enseñándole la agricultura y perfeccionando su régimen alimenticio, haciéndoles vivir en sociedades civiles, dándoles una Constitución nacional y extirpando la esclavitud, de forma, que todos los hombres fuesen iguales, distribuirles tierras de pasto y de labor, para que las disfrutasen en común, como todavía hoy se practica en las tribus ribereñas del Duero y de sus afluentes, donde padre las ha visto108. El programa de Habis, resumido en estas dos palabras: ¡Libertad y tierra!, podría considerarse como complemento del de Saturno y del de Jesús...

-Pero, muchacho, ¿qué desvaríos se te están ocurriendo? (Paulino).

-Nada que yo invente: me limito a reverdecer memorias que nuestros campesinos cultivan al amor de la lumbre y cantan de Habis, que es para ellos la fiesta de la agricultura. Estas buenas gentes, guardan un obscuro recuerdo de un tiempo en que eran libres y tenían afianzada la libertad por la posesión del suelo y el goce íntegro de los frutos de su trabajo; y es creencia entre ellos que Habis dejará un día su Elíseo y volverá una segunda vez a Hispania y restablecerá el reinado de la igualdad y de la libertad y hará nuevo reparto del suelo laborable. Y como el Cristianismo no se ha preocupado de abolir y prohibir la esclavitud, como lo que es, un crimen de lesa humanidad y de lesa Cruz (de leso Cielo), y hay que preocuparse, sacando sus consecuencias a las condenaciones de Séneca, de Dion Chrysostomo y Ulpiano, que condenan aquella odiosa, execrable institución de la esclavitud en todos sus grados, maneras y formas; y como, por otra parte, el essenismo de Palestina, como el Cristianismo, no se ha cuidado de destruir los efectos de la usurpación y acaparamiento del suelo y del subsuelo productivo, y es forzoso, indispensable y urgente cuidarse de eso, volviendo al espíritu de las leyes agrarias de Licinio y los Gracchos, que reconocen el derecho de todos a las riquezas naturales y a los instrumentos de trabajo patrimonio común; y como las dos cosas integran el ideal social y político del Rómulo tartesio -admitirás conmigo, querido poeta y maestro que tenía razón para decir que en estas estatuas se encierra un soplo de idealidad, esponja sus alas y hay más enjundia de lo que a primera vista parece; que late en ellas un programa de resurrección social que podría prestar complemento a la doctrina incompleta del Evangelio. ¿Qué opina de esto tu experiencia y tu sabiduría?

-El Cristianismo es perfecto y no necesita complemento: no tiene nada de cojo, manco o inacabado; todo se halla previsto y entrañado en él. La esclavitud cesará a su hora, cuando deba cesar, barrida por el soplo libertador del crucificado: los patronos manumitirán a sus siervos, dándoles ejemplo la Iglesia. Como consecuencia y por idéntico influjo, la tierra, tantas veces usurpada, se distribuirá según ley de razón y de justicia...

-Demos que sea así, aunque mucho habría que oponer a esas cuentas galanas; pero, ¿cuánto tiempo vais a tardar en realizarlo? ¿Aguardará el Cristianismo a que el ideal tartesio haya pasado de moda? No lo pregunto por antojo ni por espíritu de contradicción: es que nuestros rústicos se están cansando de aguardar unos el reino de Dios, anunciado por Jesús, otros el reino de Saturno, o digamos de Gargoris, anunciado por Habis, y no aquí sólo, en la Ilergecia, sino en toda la extensión de la provincia Tarraconense, y mejor aún en toda la Península empieza a soplar un aliento de rebeldía que amenaza reducir a pavesas el Imperio con toda su presuntuosa civilización. No se puede perder tiempo; no puede hablarse ya de soluciones para dentro de mil, de doscientos o de cien años. Si aguardas a que hablen los hechos, ya han principiado a hablar. Estamos emparedados entre dos revoluciones sociales: al frente, en la provincia de África, los circunceliones, alzados en armas contra los ricos, haciendo trotar a éstos como esclavos delante de sus carruajes; a la espalda, en la Galia, los bagandas, prófugos de la civilización romana. En medio, nuestros rústicos hablando, como quien no dice nada, de retirarse a las selvas y volver al estado de naturaleza, o bien de llamar a los germanos en clase de libertadores, hallando más apetecible barbarie con libertad a opresión con civilidad y leyes perfectas; pensando en nuevas asoladoras guerras serviles y en nuevos Eunus y Espartacos; sin que falten malas cabezas que inflaman e irritan más y más las ansias de los oprimidos y desesperados rústicos, evocando incendiarias memorias, como la de Valsena, ciudad de la Etruria, de la cual se apoderaron sus esclavos el año 428 de Roma, para acabar por casarse con las hijas de sus antiguos amos y arrogarse en los matrimonios de personas libres el derecho de pernada109.

-Las ideas gobiernan el mundo y el sentimiento de la Iglesia es contrario a la propiedad privada, y diría más, que es resueltamente comunista. En la contienda entre pobres y ricos, no vacila en ponerse del lado de los pobres. Acuérdate, si no, de Cypriano, de Basilio, del mismo Augustino, de Juan Chrysóstomo, de Gregorio de Nissa (o de Nacianzo?)110, que en substancia declararon la comunidad de bienes institución de derecho natural, y condenan la propiedad individual como obra de la usurpación, erigiendo en ideal de la vida cristiana la primitiva Iglesia de Jerusalén, de la cual estaban excluidas estas congeladas palabras, carámbanos de la voz: tuyo y mío.

Sí, sí, muy comunista, muy hostil a los ricos, o digamos a la desigualdad de fortunas, mucha igualdad y mucha fraternidad, mientras la Iglesia no tuvo nada que perder; pero ahora que ha llegado al pináculo y no es ya exclusivamente la religión de los pobres, lo ha pensado mejor y ha empezado a encontrar conciliable el Evangelio de Cristo con la riqueza individual; y a tal intento exhuma con pagana delectación el quis dives salvetur de Clemente Alejandrino. Es verdad, han hablado los PP. de la Iglesia, pero lo mismo que si hubiesen callado o guardado complacientemente silencio, porque llevamos ¡400 años! de Cristianismo, ¡un siglo de legislación cristiana, y las cosas siguen lo mismo que antes bajo la ley de Júpiter, si es que no han venido a peor; y así habrán de seguir, porque lo que no se hace en una generación... Es aplastante y desconsolador esto que dice Eusebio Hierónymo [San Jerónimo]: que bajo el gobierno de los príncipes cristianos, la Iglesia ha ido creciendo en riquezas y menguando en virtudes...

En este punto, Paulino frunció el entrecejo, su frente se surcó de estrías, que delataban una honda preocupación. Acababa él de desprenderse de casi todos sus bienes, arrastrando la hostilidad, las zumbas y el desprecio de toda una provincia, persuadido de que eso era la médula del ideal cristiano, y le amargaba y atenaceaba pensar que ninguno de tantos epulones, convertidos a la religión del Crucificado (del Galileo) fuera de contadísimos como Paula, hubiese hecho ni hiciera otro tanto.

Como si Numisiano hubiese adivinado las punzantes cavilaciones de Paulino, prosiguió:

-No se me oculta que la inclinación de Cristo fue esa: que se renuncie a los bienes poseídos, dándolos a los pobres o poniéndolos en común, reduciéndose voluntariamente a la pobreza; sé que algunos lo han hecho, pero son ejemplares aislados, sin trascendencia de práctica o regla social, tales como los ha habido entre los filósofos y paganos, bastando recordar a Crathes de Thebas, Antistenes (¿Anthistenes?), Demonax de Creta, Rogatiano, senador romano, discípulo de Plotino, sin contar a Diógenes, que lo enseñaba como doctrina, sin contar a los therapeutas de Egipto, que lo practicaban como máxima ordinaria de moral. Hace ya años que Basilio reconocía que en vano amenaza el Evangelio a los ricos, pues pocos de ellos obedecen el precepto de Jesucristo; y Juan Chrysóstomo ha advertido que los cristianos se conducen como si el precepto de Cristo a sus discípulos hubiera sido que hagan de las riquezas el fin primordial de su existencia; y no digo ahora: ya en el siglo pasado, el santo Ephraemio se lamentaba de que no se encontrase ya nadie que hiciera dejación de los bienes por amor de Dios. Paulino se calló, como si las razones de su impetuoso contradictor le hubiesen desconcertado. Para forzar la encerrona, discurrió con su acostumbrada agudeza para sortear la embarazosa cuestión, dándole un giro personal:

-Resta saber el grado de sinceridad con que recetas para los demás, porque es posible que no hayas caído aún en la cuenta de que con eso te estás echando tierra en los ojos. Quisiera yo ver la cara que ponías cuando tu padre aplicase tu doctrina desprendiéndose de sus Estados o haciendas de Nertóbriga en beneficio de los pobres...

-Por mí, ¡firmad, firmad!,- respondió sin vacilar, con su ordinaria vehemencia, como si ya hubiese conferido sobre ello consigo mismo, el generoso mozo: -y no sólo a los de Nertóbriga, sino a los de Tarraco y a estos de Turnovas, herencia de mi santa madre. Empero con una condición.

-¡Ah! ¡Ah! Ya me parecía a mí, ya me parecía a mí -interrumpió con cierto retintín Paulino.

-Sí, con la condición de que se realizaran los dos términos del programa tartesio: ¡Libertad y tierra!, no uno solo de ellos. O más claro: que los pobres a quienes las heredades se transfieran sean los siervos mismos adscritos a ellas, convenientemente manumitidos y constituídos en dueños colectivos del suelo y organizados en comunidades como las de nuestros vacceos. Pues donar a los pobres las tierras con sus ganados, aperos y siervos o al precio en venta de todo esto, no sería remediar o corregir un mal; sería desnudar un santo para vestir otro.

Numisio escuchó esta disputa sonriendo. Paulino se mordió los labios, pues la censura de Numisiano le cogía de medio a medio.

*  *  *

No es difícil analizar los sentimientos de Numisio con respecto a su hijo. Hombre desaprensivo que había hecho del «¿qué más da?» una a manera de filosofía, y aun pudiera decirse una especie de teología, se hallaba en aptitud de apreciar en su justo valor las cualidades de Numisiano, como pudiera un maestro totalmente extraño a él; y de su examen sacó por conclusión, que los plácemes y ponderaciones de sus amigos de Roma no eran un cumplido ni una lisonja, ni acto de cortesanía y deseo de agradar, ni tampoco aprensión propia. La viveza del ingenio, y el espíritu precoz y reflexivo del joven escolar, su tesón, su agrado, su constancia, la madurez de juicio en la apreciación de las cosas políticas corrientes, la lucidez de su talento, más sólido que sutil y brillante, y lo bien que habría aprovechado el tiempo en los cursos, conferencias, bibliotecas y librerías de Roma, se demostraron en esta ocasión, con motivo de la visita de Paulino y Prudencio a Turnovas. Numisio era hombre práctico y de buen sentido, pero de pocas letras. Por lo mismo admiraba a los sabios; y el despejo natural y la cultura sólida extensa que iba adquiriendo su hijo entraban por mucho en esa admiración. Acababa de cumplir Numisiano diez y seis años y ya vistiendo con virilidad la toga praetexta... Desde que en 385 había sido confiado por su padre a la viuda de Praetextato, había hecho el viaje a Tarraco y Turnovas tres veces, con objeto de abrazar a su padre y al único de los abuelos sobrevivientes y besar el túmulo de su madre y de su hermana, difuntas; y ésta de 392 era una de ellas.

Era Numisiano más bien alto que bajo. Sin ser un Adonis, hacíase notar por su buena presencia, el agrado de su persona, el color sano y delicado de su piel, su energía y el vigor de su voluntad y su distinción natural. A no mirar más que al exterior, Numisiano era efectivamente un adolescente; pero hablaba, y al punto los circunstantes recibían la impresión de un hombre hecho, en la plenitud de su madurez; y no faltaba quien para ponderar los talentos políticos, la sagacidad ulixiaca del sesudo joven, decía de él que seguía carrera de vidente. En el capítulo IV hemos ensayado un retrato físico de Numisio, quien lo recuerde, tendrá conocido por adelantado a Numisiano, el cual reproducía en un todo los trazos vigorosos, los rasgos fisionómicos de su padre. Añadiré, que su condición de puer clarissimus realzaba esas cualidades personales.

El sapiente y perspicaz escolar gustaba más de escuchar que de hablar. Su actitud ordinaria entre personas doctas era de recogimiento, casi casi de éxtasis, delante de los que juzgaba maestros. Apasionado de la verdad, en los conflictos entre ella y la urbanidad, no dudaba en sacrificar la urbanidad, huyendo empero de incidir en las brusquedades de su padre. No es milagro si las simpatías que despertaba su trato, lejos de aminorarse, fueron con los años creciendo y fortaleciéndose.

Para él no existía en el cosmos energías omnipotentes más que una: la voluntad humana. No creía en el Fatum: guerrero en Troya, habría sido otro Diomedes para desafiar temerariamente al propio Júpiter. Cerremos este paréntesis y prosigamos nuestra narración.

*  *  *

Disponíase Prudencio a pegar la hebra de la conversación para vindicar al Cristianismo de alguna indirecta inculpación, reconvención o cargo de Numisiano, cuando de pronto, sin que lo esperasen ni estuviesen prevenidos, cercano ya el crepúsculo, de lo alto del ribazo, detrás del frondoso dosel y cortinaje que formaban las ramas traseras de la higuera, surgió una voz suavísima que entonaba la oda Ad incensum lucernae («al encender las luces»), una de las de Prudencio que Numisiano había podido haber y copiar en Roma. Después de descargarla de abundantes digresiones y de reducirla a proporciones razonables zurciendo sus más selectas estrofas y arreglándola para el canto, Numisio la había hecho instrumentar (poner en música) en Tarraco para esta ocasión: fue una delicadeza suya en honor del excelso poeta, que éste supo apreciar doblemente, por venir de un hombre que de todo tenía fama menos de sentimental. Era un solo reforzado por diversas voces de mujeres y niños, con acompañamiento de cítara y flauta:


Splendent ergotuis numeribus, pater,
Flammis mobilibus scilicet atria,
Absentemque diem lux agit acmula,
Quam nox cum lacero victa fugit peplo...


(Cathem., v, 25.)                


(Describe «las movibles llamas de las lámparas que al anochecer alumbran nuestras moradas, luz rival de la del día, que en ausencia del sol hace sus veces, y pone en fuga a la noche con su negro manto desgarrado».)

Terminado el himno, y como correspondiendo a él, cuando el coro se disponía a repetirlo, las ramas de los árboles aparecieron iluminadas, cuanto abarcaba la vista, por millares de lucernas o lámparas encendidas a un mismo tiempo, de barro cocido, de plomo, de plata, de bronce, de vidrio y otras sustancias translúcidas, sencillas y artísticas, decoradas con relieves o pintadas, de uno y de varios mecheros alimentadas con aceite y con grasa animal, sin que faltaran las teas de pino y las candelas de sebo y de cera, que daban la impresión de frutas luminosas, blancas, oscuras, violadas, rojas, azules, amarillas e imprimían al campo un aspecto fantástico. Prudencio estaba conmovido; Paulino se entonó en la letra y la música sedante del cántico, sintiendo disiparse la nube de tristeza que lo había invadido, despertada a deshora la memoria de su adorado Celso.

En seguida el motivo cambió y con él la música. Sonaron bélicamente los clarines (tubae) como preludiando un himno triunfal; entró en acción con expresión viril, apasionado y provocante, el órgano hidráulico, asociáronse al concierto las liras y otros instrumentos músicos, entre ellos una cítara, comparada por las dimensiones a una carroza, formando entre todos una orquesta hábilmente combinada para enardecer las almas de los ejecutantes y las de los oyentes, removerlos y transportarlos al último grado de delirante exaltación. El coripheo se acomodó en medio de los cantantes, a corta distancia de la higuera. El grueso del coro, formado de los rústicos de la posesión, estaba desparramado por entre el arbolado y las malezas, las huertas y las mieses, unos más cerca, otros más lejos, abarcando un extenso ámbito, que no parecía sino que eran los montes mismos y la gleba quienes cantaban. También estos cantores reforzaban la voz con sus instrumentos de viento, de cuerda y de percusión.

Tratábase esta vez de un vetustísimo romance épico acerca de Habis, el civilizador místico de los tartesios y sus leyes igualitarias y comunistas; el cual había sido recogido, con cielos de otros en su « de los pueblos de la Turdetania» por Asclepiades de Myrleo, profesor de letras griegas en tierras de Cádiz, en el siglo I antes del Imperio; y, salvo en el lenguaje, que había evolucionado y se había alterado con el transcurso de los siglos, coincidía con la versión oral de los pueblos de la Edetania y de la Ilergecia, cantada por los niños en las escuelas y por todos en la fiesta fraternal de Gargoris y Habis, celebrada en la misma fecha que las Kalendas o Saturnales de los romanos, aunque con más decoro. No habían caído, no, en desuso ni en el olvido aquellas remotas tradiciones: al contrario, habían éstas experimentado un como reverdecimiento y como una segunda primavera, efecto de la dinámica general de la historia y a influjo de las nuevas ideas libertarias irradiadas de la Loire, que se abrían camino entre ellos, combinadas con las memorias de la vieja patria.

Refería el poema en esta hermosa rhapsodia, mixta de y de mythó el génesis de Gargoris y la contextura moral de la severa deidad tartesia; la historia fabulosa de su hija y de su nieto Habis, y las gestas de éste desde que hubo ceñido la corona; cómo había sacado al pueblo de la barbarie y conciliándolo con la vida civil, dictándole leyes y reglas morales, en forma métrica, para imprimirlas, con ayuda del ritmo, en la memoria (barbarum populum legibus junxit: (Justino, XLIV, c. 4; Strab., III, 3, 6), le había enseñado la agricultura (arar la tierra y sembrar el trigo) (boves primus aratro domari frumentaque sulco quaerere docuit); les había obligado a dejar sus alimentos silvestres por otros más humanos, mejorando su régimen alimenticio para que no sufriesen las privaciones que él había padecido (et ex agresti abs mitiora vesci homines coegit): impuso a todos el trabajo y la dignidad, prohibiéndoles servirse de esclavos (et ministeria servilia interdicta); repartió la población en tribus o comunidades agrarias para el disfrute del suelo y la solidaridad social (plebs in septem urbes divisa).- Después de enunciar las luchas que sostuvo para que este programa encarnase en la realidad, el romance popular concluía: «El cetro continuó en sus descendientes durante muchos siglos». La música del canto era la primitiva, la popular.

Al final de cada estrofa estremecía los aires como un trueno el fragoso estribillo que simbolizaba en cifra todo el programa de Habis, suprema aspiración de toda su raza: ¡Libertad y tierra! Rematado el canto, el estribillo se repetía tres veces clamoroso, amenazador, ululante, reforzado por el címbalo y el atabel.

El efecto era grandioso. Sobre Turnovas se cernía un aliento de epopeya. A Prudencio le sonó a toque de somatén. A Paulino cada estribillo le producía un escalofrío, y tenía todo el cuerpo carne de gallina...

-¿Qué te parece de esto? -le preguntó Numisio a Paulino.

-Pues me parece... lo que me parece es que obraríamos con prudencia replegándonos hacia casa cuanto antes mejor; no haga el diablo que tus rustiquitos, embriagados por ese su incendiario grito de guerra, se arremolinen aquí, en derredor de su Gargoris, y caigan en tentación de hacer con nosotros lo que el año pasado hicieron con los ascetas de Monserrat, botándonos de cabeza al Segre...

Esta vez le tocó a Numisio prorrumpir en estruendosas carcajadas, que Paulino y Numisiano corearon de la mejor gana.

-Aunque no hay motivo para alarmarse tan de prisa, reconozco que nuestros colonos rústicos no están hoy de humor ni son madera de cristianos. A los que les exhortan a abrazar la nueva religión a título de que mejora la condición de siervo, les replican: no queremos Cristos forasteros demagogos, melindrosos, fluctuantes, pusilánimes y acomodaticios, sin convicción y sin nervio, que quieren y duelen y a cada generación se rectifican, y no una vez sola; no queremos amos que nos traten bien: lo que queremos es ser amos como ellos, es ser iguales a ellos, tales como nos hizo y ha de volver a hacernos nuestro Cristo nacional, Habis. El cual no se contentó con paños calientes, recomendando a los señores benignidad para con nosotros, sino que sencillamente prohibió la esclavitud como un atentado a la naturaleza humana, como una negación del derecho natural...

Mientras los rústicos de Turnovas se concentraban en puntos señalados del fundo para engullir la suculenta cena con que Numisio les obsequiaba y un río de zytho e hidromiel corría entre ellos, poniendo por su cuenta digno remate a la fiesta, los dos ilustres forasteros, con los amos del fundo, regresaron a la casa, donde les fue servida inmediatamente la coena.




ArribaAbajoDynamio y Ampelius

Publio Sura, impedido por una afección reumática, había comisionado a tres de sus familiares desde Piniana a Beliasca, presididos por el preceptor de Etheria, para que cumplimentasen en su nombre a los dos egregios huéspedes de Numisio y solicitara las excusas de sus vecinos e íntimos los señores del fundo Turnovense. En su consecuencia, decidieron los cuatro visitarle, haciendo la excursión en cabalgadura. Con las primeras luces del amanecer, Numisio despachó para el fundum Pinianum al cocinero Tarraconense con los pinches y una carretada de vituallas y de material.

-¡Bien venidos los ungidos de las Musas! -exclamó galantemente, luego que les hubo echado la vista, el doliente Sura, que, aunque pagano, sabía acomodarse sin violencia a las exigencias del trato social con cristianos de reconocida honorabilidad, como por su parte Paulino y Prudencio, aunque cristianos, para no desentonar y hacerse agradables en sus relaciones con entidades y personas dignas, adictas en lo religioso al culto de las deidades gentílicas. Etheria, hecha una mujercita, se había adelantado con su natural donaire a saludarles.

Mientras abreviaban el capítulo de cumplimientos y Sura se hacía transportar otra vez a su habitación, sorprendió a Paulino un encuentro menos agradable, con el cual había estado lejos de contar. Era F. (Dynamius), oriundo de una antigua familia de druidas avecindada en Burdigala (Burdeos), conocido suyo, y aun puede decirse que demasiado conocido, pues había corrido con él las borrascas de su juventud. Al cabo de quince años volvían a encontrarse, fugitivos los dos del país natal, bien que por contrarios motivos: Paulino por creyente sincero, por obedecer las inclinaciones y dictados de su conciencia, por desprecio del mundo y de la carne; Dynamio por disoluto, huyendo a las justicias de Burdeos, que lo tenían encausado por delito de adulterio, a virtud de libellus accusationis (querella) de otro profesor ilustre de la Universidad burdigalense. Un soplo que tuvo de la primera providencia del tribunal sugirió a Dynamio la idea de huir a España remontando el curso del Garona y cruzando el Pirineo por el valle de Arán, con la esperanza de obtener, contando con los buenos oficios de Publio Sura, una cátedra remunerada de rhetórica en Ilerda111. Contrató guía experto y cabalgadura, para salir con las primeras sombras de la noche desde cierto paraje de la ribera izquierda, adonde se trasladaría en una lancha desde su misma residencia. Pero el ofendido no se había dormido en las pajas; no bien cerrada la noche, dos alguaciles llamaron a su puerta para prenderlo.

Entonces sucedió una cosa asombrosa. Tenía Dynamio por toda servidumbre un esclavo llamado Ampelius, a quien el mes anterior había mandado dar cien flagelas o palos en pena de un descuido leve que podría haber tenido, pero que no tuvo, fatales consecuencias. El castigo sí las tuvo: la pobre víctima sacó de su verberación un brazo roto. Admirad ahora la grandeza de alma de un esclavo y el rasgo sobrehumano y heroico de aquel mísero tiranizado: pudo saborear el placer de la venganza, sin ningún riesgo de su parte, y prefirió sacrificarse todo él para salvar la integridad y la libertad de su cruel, inclemente y maligno amo.

-¿Qué buscáis en esta casa? -preguntó a los alguaciles (sayones) desde la oscuridad.

-En nombre de N. S. el emperador Valentiniano y por providencia de la autoridad judicial, buscamos a la buena pieza que habita aquí...

-¿Para prenderle?

-Sí, y basta de conversación. Comparezca aquí al punto.

-Tened paciencia un instante para que pueda daros luz.

Ampelius subió en dos brincos la escalera y dijo a Dynamio: «No puedo combatirles a brazo partido y alguacilarlos, porque la fractura se me resiente mucho todavía, pero intentaré alejarlos de ti con algún ardid: huye, embárcate en el bote y cruza silenciosamente el río. ¡Ah! enciéndeme antes, a escape, a escape, una lámpara de barro, mientras me visto una túnica tuya y tu calzado, disfrazándome de Dynamio», prestamente descalzóse sus humildes sandalias para sustituirlas por los zapatos de Dynamio, ajustándose unos negros de su llevar ordinario. Un instante después, Ampelius asomaba en lo alto de la escalera, dejándose ver de los ministriles, obra de un relámpago, pero tan azorado, tan confuso y desconcertado, tan sacudido de los nervios, que al avanzar un pie para bajar el primer escalón, tropezó haciéndosele añicos la lámpara y dejando a los alguaciles otra vez a obscuras.

-¡Mehercle! -exclamaron jurando los dos a la vez;- ¿nos vas a torear, amigo? Vaya, pues que tanto gustas de la sombra, te vamos a dar por el gusto, metiéndote donde no veas en años el sol. Alarga los brazos, ¡vivo!

- ¡Oh!, no; no me prendáis: cargaríais vuestra conciencia; yo no he dado motivo alguno ni el más leve para ser detenido...

- ¡Silencio! Todos sois iguales: nunca habéis roto un plato por el asa... ¡Ajajá! Ya tienes lo que necesitas. A nadie se lo tienes que agradecer, te lo has ganado por tu espuela. ¡Andando!...

Ampelius fue encerrado en la mazmorra y todo marchó bien en las primeras horas hasta que con los albores del crepúsculo se descubrió la suplantación del detenido y la candidez de los engañados esbirros. El querellante ponía las manos en el cielo, el magistrado echaba lumbre por los ojos, e hizo objeto de terrible vejamen a los pobres ministriles, y aún trató de agredirles y molerles los huesos a puñadas.

-Sacaron cabeza de hidrocéfalo -decía sarcásticamente;- no topó con ellos ningún Herodes libertador, pasaron sus lozanos abriles sin haber aprendido aún a decir papá y mamá, y para decidirles a dejar la teta, tuvieron que darles plaza de alguaciles. ¡Tiernos adolescentes de cuarenta años, a quienes todavía se hace creer que también los pajaritos maman! ¡Oh, Teócrito, oh, borreguitos de Arcadia... oh, avestruces!

Por este orden continuó rabiosamente manoteando y alzando los puños como martillos sobre las cabezas de los dos cuitados, más muertos que vivos. Contra Ampelius había un indicio en contra, el disfraz; el magistrado vaciló entre procesarle o echarle a la calle. Adoptó un término medio, mandando darle una docena de fragelos, por si acaso, y arrojándolo seguidamente a la calle.

Ampelius sostuvo fieramente, en un careo con los esbirros, que él no había respondido por Dynamio, y que antes bien, había protestado de que lo detuvieran a él arbitrariamente sin haber dado el menor motivo para ello y sin decreto del Tribunal. Había contra él un indicio de culpabilidad: el disfraz; y otro indicio de inocencia; el haberse encontrado en la cárcel en lugar de su amo, al mes o poco más de haberle éste apaleado bárbaramente, quebrándole un brazo y poniéndole a las puertas de la muerte. El magistrado adoptó una actitud intermedia, según dijimos, mandando darle preventivamente una docena de palos por si acaso, y dejándolo seguidamente en libertad. Lo que hizo con los alguaciles es más grave y pide no capítulo, sino libro aparte.

A todo esto, Dynamio remontaba en su lancha la corriente del Garona, y al cuarto de hora se encontraba en plena campiña respirando auras de libertad. A caballo, arrimándose a lo más opaco de las umbrías, con toda la celeridad compatible con la obscuridad de la noche, tomaba la dirección del Valle de Arán, ahora Pirineo español, cambiando su nombre de familia, por el de Dynamio. Pero a medida que se alejaba del peligro, un sentimiento nuevo le invadía y le paralizaba la acción: el desprendimiento y la abnegación de Ampelius, el sacrificio de su persona y de su libertad después de la fustigación y de la bárbara fractura del brazo le humillaba, le anonadaba y lo sumía en el más hondo desconsuelo. De los dos, él era, no Ampelius, quien había dado muestra de su condición moral inferior; y puede decirse que servil. Ampelius ¡un esclavo! le había vuelto bien por mal; y él no recobraría su dignidad de ingenuo y de hombre, sino a condición de castigarse a sí mismo voluntariamente, ocupando en el proceso el lugar que le correspondía y que su siervo injustamente había usurpado. Había que volver grupas, desandar el camino andado, regresar a Burdeos, pedir perdón a Ampelius, manumitirlo y hacerle cesión de los pocos bienes que aún no había derrochado y presentarse confuso al Tribunal, acaso también al querellante. Absorbido en estas cavilaciones, ni se hacía cargo del camino, cada vez más abrupto y empinado, cuya fragosidad crecía por momentos y apenas sí notaba que su caballo seguía automáticamente al guía, parándose a romper el aliento a cada paso. Cuando por fin llegó a la cuenca superior del río, en el pintoresco Valle de Arán, estaba ya casi maduro: hizo parar su cabalgadura, rendido de gatear los riscosos escalones que ocupaban gran parte del accidentado camino y de trepar sobre unos gruesos cantos amontonados a orillas de la corriente, se sentó a meditar.

Tenía a la vista la majestuosa mole de la Maladetta, herida por el sol, resplandeciente de blancura, como si efectivamente fuese plata, absorbida en su trabajo milenario de surtir de caudal al río Curtia (Ribagorza: Noguera-Ribagorzana), afluente del Segre; al alcance casi de la mano, abríanse los puertos de Viella y de Pallás, que hendían irregularmente la cordillera y acababan de quedar en parte desobstruídos de la nevada tardana de Mayo; y el problema que venia rumiando Dynamio y que demandaba solución inmediata, era éste: ¿les volvería la espalda para regresar desde allí mismo a Burdeos, o daría tiempo al tiempo hasta informarse de lo sucedido?

En esto se hallaba el viajero burdigalense, cuando a corta distancia pareció escucharse pisadas de acémilas y rumor de piedras que salían disparadas de entre los cascos e iban a chocar y rebotar contra los estribos del desfiladero que flanqueaba el angosto y fragoso sendero.

-El diablo sea contigo -dijeron de mal talante, por vía de saludo, los dos libertos que montaban las mulas.- Nos has molido, nos has desollado, nos has hecho picadillo: ¡a dos honrados padres de familia que no te habíamos hecho ningún daño! No mereces perdón de Jove ni de Cristo. Fortuna que al fin nos cobraremos. Ya puedes figurarte si nos cobraremos. Otra vez, huye en buenhora, si eso te agrada, pero sin tomarlo tan por lo trágico y haciéndote más tratable. Ten compasión de nosotros; todos hemos de vivir y ya ves que no somos de hierro. Hasta ahora no hemos conocido que volasen más que las aves, las flechas y Dynamio. ¡Qué honor para la familia! Y ahora, no, no nos huyas, prenda; no quieras perdernos: te dejamos aunque no te alejes de nuestro lado, deshonrando nuestras uñas, ya bastantemente acreditadas. ¿Dónde estarías mejor que en nuestra compañía? Y ya que sale a conversación, ¿qué tal es el vino que llevas?

Como se ve, el gato había cazado al ratón y vengaba los pasados berrinches y fatigas jugando con él.

Eran enviados particulares del ofendido y querellante que coadyuvaban a la acción oficial y que después de buscar en vano al fugitivo por las islas de la Gironde y por la vía de los Vascones, habían descubierto un rastro en el Valle del Garona, e iban sobre la pista, pisando los talones al acusado con las alas que les daba el prometido premio, acompañados por dos agentes de la policía del Tribunal, que habían de efectuar la detención. Esto cambiaba para el fugitivo los términos de la cuestión. Podía él entregarse por su voluntad, constituyéndose en estrados del Tribunal encargado de la jurisdicción represiva; ¡pero entregarse a la fuerza y sin combatir y después de haberse echado al cuerpo tantos cientos de millas!... Eso nunca. Decididamente, no volvía la espalda a las brechas del Pirineo que le ofrecían seguro asilo contra la justicia oficial: daría tiempo al tiempo; resistiría mientras pudiese.

Y sin intimidarse lo más mínimo adoptó una actitud defensiva.

Los libertos del querellante estaban impacientes y empezaban a alarmarse, viendo que no acababa de asomar la escolta de los dos agentes de policía, que se habían quedado por un instante rezagados. Todavía se azoraron más cuando oyeron a corta distancia a un extraño que forzaba la voz para decir: «Resiste, Dynamio, que ya llego.» Dynamio reconoció, lleno de asombro, la voz: ¡era Ampelius en persona, que montaba uno de los dos caballos de los guardias y llevaba colgadas del arzón las dos espadas, símbolo e instrumento del oficio, con que éstos habían salido de Burdeos y hecho su larga batida hasta el Pirineo. El pobre siervo había recorrido todo el camino a pie y a menos de media ración. ¿De qué ardid se había valido ahora para engañar a los polizontes y desarmarlos, tomarles los caballos e inmovilizarlos? El cronista lo ignora, si no es que los hubiese atraído a alguna sima, concavidad colmada de nieve; pero alguna lucha debió mediar entre ellos, pues el brazo derecho le colgaba a Ampelius, quebrado otra vez por la mal soldada fractura.

-¡Los agentes ya no vendrán! -volvió a gritar Ampelius cincuenta pasos antes de llegar, empuñando con la diestra una de las dos espadas.

Los libertos del querellante no quisieron oír más; cruzaron a buen paso el turbulento y bullicioso río, después de un breve rodeo y de un largo remojón, repasaron el álveo volviendo al camino, y corrieron a inquirir lo que hubiese sido de sus compañeros de persecución: ¡podían ya dar por perdido el premio del querellante!

El tiempo amenazaba cambiar rápidamente. Cerca ya de la cumbre, una neblina espesa hacía el efecto de una capa de ceniza extendida sobre el globo encendido del sol. Aún quedaba del riscoso sendero un buen rato de ascensión hasta dominar los más elevados contrafuertes de granito de la cordillera y quedar fuera de la jurisdicción del gobernador de Aquitania. Ampelius tuvo que aceptar por fuerza que le ayudaran a montar; pero se opuso a que se perdiera tiempo en entablillar ni fajar el brazo, fuera, de un rudimentario cabestrillo. Y se internaron entre los dos taludes del angosto tajo que formaba por aquella parte el puerto de Viella, mirando al costado el coloso de los montes, el Maladetta, que era aún Pirineo y sobresalía ya del mismo, valiendo por sí solo toda una cordillera, gigante alineamiento de cúpulas, torreones, ventisqueros, pirámides, contrafuertes y puntales, blancos como mármol, desde los cuales, como por otros tantos peldaños, habrían podido los titanes escalar el cielo.

Habían escalado por fin la cumbre: descendían ya...

La calentura de Ampelius iba en aumento. Ya no podía mantenerse a plomo en el caballo, y se caía. Con inmensa fatiga, por lo estrecho y riscoso del pasadizo, el guía y Dynamio íbanle apoyando cuándo por la grupa, cuándo por un costado, y haciéndole de puntal o de contrafuerte. Después de padecer lo indecible, toparon con una primera aldea e hicieron alto: ¡ya era hora! Acostaron al doliente en un camastro -otra cosa no había- y le prepararon alimento. En 50 millas a la redonda no había población provista de médico. A la desesperada Dynamio despachó un propio a Aeso (Isona) y otro a Viella. Mientras tanto, los pastores de la aldea, alumbrándose con teas de pino, entablillaron el brazo roto, como tenían costumbre de hacerlo con las ovejas, y le aplicaron sus rústicos bálsamos caseros y sus resinas. Dynamio, cada vez más alarmado, se revolvía inquieto a todos lados, aguardando en vano alguna inspiración. Ampelius no salía de una congoja sino para caer en otra. A pesar de los agudos dolores que sentía, esforzábase por reprimir los gemidos, para no sobresaltar más a su ya afligido y consternado amo.

-Acuéstate, y sigue mañana tu camino a Ilerda, decía desmayadamente a éste.

-Cúrate y hablaremos -replicaba con sombría voz y acento conmovido, apretando los puños hasta clavarse las uñas,- Dynamio. Tú dispondrás entonces, tú serás, eres ya, el amo; yo seré tu esclavo. Entonces descansaré, si es que me dejas. Antes he de conquistar el honor de poder llamarme hermano tuyo.

Ampelius entendió aún y se le saltaron las lágrimas; pero no pudo articular una palabra más. Se le cerraban los ojos...

Dynamio creyó notar, aterrado, que se declaraba la gangrena y su desesperación no tuvo límites. ¿Dónde está, dónde, el médico que pueda practicar una amputación? A menudo salía del chozo para llorar donde el enfermo no le viese. El emisario enviado a Viella regresó aquella misma noche aterido y cegado por gélicas ventiscas huracanadas sin haber podido pasar el puerto, que las nuevas nevadas acababan de obstruir. Cuando tres días después llegó de Aeso (Isona) uno de los médicos de la municipalidad, Ampelius estaba expirando.

Hubo que hacer uso de la violencia para separar a Dynamio del cadáver de su abnegado servidor. La tribulación hízose pasión de ánimo, y la pasión de ánimo amenazaba con un total aniquilamiento. Llamábase a sí propio asesino, culpándose de la muerte de Ampelius, su libertador, y quería rendir allí mismo el aliento y ser enterrado a su lado. Más de una semana tardó en dejarse decidir a proseguir el viaje.

Todavía al pasar por Aeso se agravaron su pesar y su abatimiento, precursores de un nuevo acceso de desesperación que le decidió a retroceder y tomar la dirección de Burdeos. Pasada la crisis condujéronle poco menos que a rastras a la vieja carretera provincial regularmente cuidada, y se guió por ella hasta el lugar en que el río Segre daba el último adiós a sus congostos y barrancos y se precipitaba, codicioso de horizontes, en demanda de los somontanos. Allí torció a mano derecha, cara al lugar donde le habían informado que tenía su residencia Publio Sura.

No pienses, lector, que Dynamio había entrado por fin en caja. Aun en Piniana se hacía el remolón para despedir al guía. El cual quería hacer el viaje de vuelta a Burdeos por la vía del Gállego.

*  *  *

Hasta aquí el episodio de Dynamio y Ampelius.

-Siervos de ese temple, observó Prudencio cuando hubo escuchado la precedente narración, son una señal de los tiempos y prueba palmaria de que una más potente y sublimada virtud ha descendido a las almas eliminando de ellas la egolatría que las poseía, cien veces más perniciosa que el latrocinio mercante que Cristo expulsó a latigazos del templo de Jerusalén, y diluyendo la nueva virtud en el ambiente moral que de hoy más respirará la historia de la humanidad.

-Ojalá pudieras hacérnoslo bueno, debiérase el milagro a quien se debiera -saltó arrebatadamente, sin poder contenerse, Numisiano, quien, al igual de Paulino y Prudencio, se había propuesto abstenerse de suscitar temas del género de aquellos que la víspera habían dado materia a controversia debajo de la higuera de Beliasca; pero ¿qué culpa tenía él de que la obstinada y tozuda piedad del lírico cesaraugustano le tirase de la lengua? Por desgracia ¡pícaros peros! esos trascendentalísimos místicos se vienen a tierra no bien se les pone en contacto con la rebelde realidad. Ampelius, el santo servidor de Dynamio, digno de llamarse Epicteto (Epicteto redivivo), profesaba, lo mismo que su amo, la religión de los mayores, y no creo que Paulino lo hubiera cambiado por su esclavo cristiano Víctor, cuyos méritos y excelencias nos ponderaba ayer con justificado entusiasmo (Ep. 23). Ahora añado, que cuantos casos de fidelidad heroica y de espíritu de sacrificio se conocen por el tratado De beneficiis de Séneca y la nutrida Colección de anécdotas históricas y morales de Val. Max., se remontan al período de las guerras serviles, de las guerras civiles y de las proscripciones que en nuestros días, a distancia de más de tres centurias. Macrobio, en sus Saturnales, ha vuelto al mismo tema y refrescado la serie de esclavos del temple de Ampelius: F., F., F., ...; y da la casualidad de que Macrobio ni siquiera parece conocer la existencia del Cristianismo112.

No dudo que éste poseerá también su álbum como senatorial, para llenar el cual tenla, supongo, en las persecuciones la misma materia que antes habían suministrado las proscripciones y las guerras civiles y serviles. De eso vosotros diréis: yo confieso que no conozco ningún caso. Pues nada tienen que ver con ello historias como la de aquel clérigo llamado Pionio, de quien dicen que logró bautizar a la esclava Sabina y después sustraerla a la propietaria de ella, que se proponía restituirla a la religión de los númenes gentílicos y la ocultó. y la mudó el nombre por el de Theodota, para mejor despistar a los que la buscasen113; que, naturalmente, salía más barato que comprarla, y manumitirla.

-No será porque los cristianos no hagan honor a su Divino Maestro, Cristo, al par que a la naturaleza humana, emancipando esclavos, a veces en masa, por cientos, por millares. No pretenderás comparar en éste respecto al paganismo con el cristianismo.

-No, no son comparables ni en cuanto a su significación ética, ni en cuanto a la cantidad. Los paganos franquean, ahorran, libertan, redimen, manumiten esclavos, rescatan cautivos en agradecimiento a servicios dispensados o favores recibidos, o por un impulso del corazón, o por pura beneficencia: los cristianos, en lo general, emancipan por motivos utilitarios; no por amor del bien, no como un sacrificio puro a la Justicia y a su Verbo, sino pro redemptione animae meae, según la fórmula consagrada, o dicho en plebeyo, como precio del quiñón o parcela de cielo que con la emancipación entienden comprar. Estas manumisiones se hacen ordinariamente por testamento: el bueno del poseedor cristiano -sin dejar de ser cristiano, porque Cristo no prohibió, como Habis, la esclavitud, ha podido retener cautivos a sus esclavos toda la vida y hacerlos trabajar como capital semoviente para su provecho y regalo; y sólo cuando va a morir, no pudiendo llevarse al otro mundo, como dicen, esos sus rebaños de bípedos, les dan suelta, quebrando sus cadenas, para que, en mérito de su forzada generosidad, les sean perdonadas al manumitente sus malas acciones y abiertas de par en par las puertas del Paraíso. Pero eso, francamente, amigos, no es religión, sino negocio! (tráfico, usura, comercio).

-Pero eso, francamente, no es verdad, o lo es solamente en la forma en que tú lo presentas. Todo se explica satisfactoriamente y se explicará...

-En cuanto al número -continuó Numisiano,- muchos han debido ser los libertos de los paganos cuando para percibir el impuesto del 5 por 100 que gravaba la operación, denominado XX (vigésima) manumissionum o libertatis, luego que la Hacienda dejó de arrendar la recaudación a sociedades de publicanos y adoptó el sistema de administración directa, tuvo que crear una vasta y complicada organización de funcionarios especiales, procuratores, tabularios, arkarios, etcétera, por toda la redondez del Imperio. Ya sabéis que al emperador Augusto le fue preciso poner cortapisas y limitaciones a las manumisiones testamentarias (incompatibles en su exceso con la marcha ordenada de la sociedad), porque entrañaban un peligro para el orden social.

-Hubieran hecho los paganos lo que hacen los cristianos, dejando a los libertos medios de subsistencia o de trabajo...

-¡Tiene gracia! ¿Pues de quién lo han aprendido los cristianos sino de ellos? ¿Desconoces la costumbre general en siglo ya remoto de dar una labranza, o una parcela de tierra suficiente a cada manumitido, incluso la Administración pública con respecto a sus libertos bajo el régimen republicano? ¿Has podido olvidar la ley Aelia Sentia, promulgada hace 388 años? ¿No te has hecho cargo de los infinitos epitafios que cubren el suelo del Imperio, erigidos a libertos y libertas, y de las innumerables consultas de los prudentes jurisconsultos, en que consta la institución de pensiones vitalicias o legados de alimentos (cibaria, vestitus et habitatio)114, ora del peculio del manumitido, cuando era de relativa consideración, ora de casas y tierras, de talleres o tiendas, de rentas o de capitales, a uno individualmente, o colectivamente a varios, para que los disfrutasen en común? Como todo en el mundo, también la esclavitud ha evolucionado, por una parte, disminuyendo considerablemente el número de los siervos, y de otra, aligerándose la cadena en el hecho de transformarse la institución en colonato adscripticio.

Hay que desengañarse, Prudencio: todo, todo absolutamente todo lo actual es una juris-continuatio de lo antiguo, conforme a la ley de la evolución, sin que se haya adelantado nada con introducir neologismos tan sublimados, tan encumbrados, de tanta pompa y aparato como este de evangelio, cristiandad, apostolicidad. Si la Cruz quiere apropiarse lo que Roma, en mil años, ha creado de progresivo y original, hágalo en buen hora, pero antes ha de convencernos de que efectivamente los muros de Roma no los edificó Rómulo, como parecía al sentido exterior, sino Cristo, según lo afirma sin ambages nuestro excelso amigo Prudencio, en uno de los himnos que sus admiradores hemos disfrutado.

Prudencio se estremeció poniéndose al rojo cereza, al oír esta alusión a su himno de San Lorenzo. Numisiano, sin quererlo ni notarlo, empezaba a ponerse agresivo. Con intención de hechar un capote a Prudencio, como se decía en términos de tauromaquia por demás expresivo, despegó Paulino los labios, pero con tan poca fortuna, que fue a enredarse los pies en una de las arremetidas de Niumisiano.

-Aún vas a hacernos creer que también el desprendernos de los bienes para dar el precio a los pobres lo hemos aprendido de los filósofos o de la antigüedad haleno-romana.

-No habría estado mal; y la verdad es que no os faltaban modelos ni doctrina: ya lo vimos ayer o anteayer. Un hecho hay de que ahora me acuerdo y que parece símbolo, figura o emblema de la presente situación religiosa del mundo romano. Un día, Diógenes de Laertio dijo a su discípulo Charax: Ve, despréndete de tus bienes y vuelve. Y Charax lo hizo. Otra vez Jesús ordenó eso mismo a un joven de su séquito, ganoso de perfección, y el joven se puso muy triste y volvió la espalda al Maestro115. Esto ha hecho en masa el cristianismo: cerrar los oídos al consejo del maestro, renunciar a la perfección...

-Pero no pretenderás negar...

-No, si no niego, Paulino, antes me adelanto a reconocer la existencia de diversos casos, pero esporádicos, sin trascendencia de práctica o costumbre social. Con bien amargos acentos lo han lamentado entre otros los bien sentidos Ephraemio y Juan Chrysóstomo; el mismo Eusebio Hierónymo se pregunta: ¿por qué no han de llegar los cristianos adonde han alcanzado los filósofos?

-Acaso no era todavía sazón: acaso empiece ahora a serlo.

-Todos los indicios son de que ahora acaba. ¡Y cómo acaba! Atesorando el Clero cristiano herencia sobre herencia, sin reparar en que los hijos de los testadores queden en la miseria, como dice con sobra de razón nuestro admirado Prudencio en otro himno que le conozco. Es decir, que los representantes de Cristo, del Crucificado en la tierra, no venden sus bienes, ni siquiera para ganar al cielo; venden parcelas de cielo para adquirir bienes terrenales. No sé adónde va a conducir la Iglesia de Cristo al género humano, dado el hecho de experiencia, registrado por Eusebio Hierónymo, de que, a medida que ella aumenta en riquezas, decrece en virtudes, según una proporción que empieza cabalmente en Constantino, es decir, en el día en que se encaramó en el poder. ¿Quieres más? Recuerda el edicto dirigido por Valente (?) Valentiniano I y Gratiano al pontífice Dámaso, prohibiendo a los eclesiásticos y a los monjes de visitar viudas y vírgenes y recibir mandas: Dice César Cantú, que «A fin de que no se corrompiera, en la prosperidad el clero, Valentiniano dirigió a Dámaso, Obispo de Roma, un edicto para impedir a los eclesiásticos y a los monjes frecuentar las casas de las vírgenes y de las viudas; y vedó a los directores espirituales recibir de sus penitentes regalos, mandas o sucesiones. Parece haber sido luego extensiva esta prohibición a los demás miembros del clero, porque muchos abusaban de la confianza de los fieles, y con especialidad de las mujeres, para despojar a los legítimos herederos...»116. Y San Jerónimo ha dicho: «pudet dicere: sacerdotes idolorum, mimi et aurigae et scorta, etc...» Esa es la regla: tú, Paulino, eres la excepción. No mires a tu alrededor, si no quieres quedar aterrado ante el cuadro de soledad casi absoluta en que los correligionarios te han dejado. Estás acabando de desposeerte de tus opulentos Estados. Por mi parte, a pesar de esa soledad, con ella más aún que sin ella, yo lo aplaudiría de corazón y sin ninguna reserva, si hubiere presidido un espíritu de justicia a la operación...

-¿Qué quieres decir? ¿Pues en qué he agraviado a la excelente Señora?

-Dispénsame, Paulino, que no siga por este camino. Temo agraviarte o producirte enojo, cuando lo que quiero es nada más reverenciarte y admirarte.

-Habla con libertad: cumplirás un deber y yo te lo agradeceré.

-Pues quería decirte, concretándome a lo de tus posesiones, que no has debido venderlas, sino transmitírselas por título gratuito a sus adscripticios (siervos de la gleba).

-¡Donárselas a ellos!- exclamó Paulino sorprendido!

-Si he dicho eso, me he equivocado: restituírselas, debí decir, pues suyas son por derecho natural, diría sudoris jure, ya que ellos, y sus padres, y sus abuelos han creado año tras año, con ímprobo trabajo de siglos, esa avarienta máquina de acuñar trigo y la han fecundado arrancándole riquezas sin cuento, a precio de su piel, para que tú y tus progenitores gozarais lo superfluo sin haber sudado siquiera lo necesario.

Por otra parte, aun tratándose de dar esas vastas haciendas a los pobres, tan pobres son ellos como la plebe de Barcelona, y aún más, pues ni siquiera se poseen a sí mismos, y tu obligación para con ellos es mayor. Repara que entre los pobres existe un orden natural de prelación, siendo los primeros los más inmediatos a la tierra que han echado en ella raíces y son sus verdaderos dueños. A los pobres extraños, lo que sobre, si es que sobra, luego de provista la necesidad de aquéllos, que es decir de satisfechos los primeros, que tienen derecho preferente.- Invierte el orden, y verás: la madre de Gregorio Nacianzeno solía decir que a haber estado en lo posible, ella y sus hijos se habrían hecho vender en el mercado de esclavos para socorrer con el producto a los pobres117. Desnudar un santo para vestir otro se llama esta figura, y en rigor no es otra cosa lo que tú estás haciendo, en el hecho de vender tus posesiones con los agricolae que las trabajan, ora los llamen coloni, como en Italia, ora rustici o libertini, como en España... O si es otra cosa, habrá que convenir que se comete una manifiesta usurpación en fraude de legítimos acreedores...

Paulino calló un rato, como si las razones del escolar turnovense le hubiesen desconcertado. Hasta que, por fin, aventuró una observación sin más alcance que salir del paso:

-Admitido tu sistema, ¿quién labraría las tierras?

-¡Quién! No te preocupes de eso, repuso, sonriendo, Numisiano: las labrará el hambre. Hace ya siglos que Pablo de Tarso [San Pablo], el mayor padre del Cristianismo, en sola una línea ha trazado todo un sistema social contrario al vigente y que responde indirectamente a tu interrogación: «el que no trabaje, no coma», restablecimiento de la ley natural in sudore vultus tui vesceris panem: con el sudor de tu rostro, no con el del rostro ajeno. ¡Ah!, Paulino, si todo el verbo que los galileos han consumido y la sangre que han derramado impíamente durante tres o cuatro siglos en disputar sobre la personalidad una o trina de Dios, sobre la naturaleza divina o humana de Cristo, la hubiesen consagrado a propagar e instaurar una constitución racional y propiamente humana para el aprovechamiento del suelo laborable, ya que el hombre no vive sólo de fe, apartando a los hombres del camino de perdición en que han perseverado por lo general, y salvo contados oasis desde el día en que andaban disputándose como fieras los frutos de los árboles de las selvas y la carne de las bestias, otra sería ya a la hora presente la suerte del género humano. No lo hicieron así, se han ahorrado ese trabajo, poniendo en lugar suyo, por vía de improvisación, la quimera de la caridad, y la nueva religión, burocratizada según vimos y hecho patrimonio de los cucos, ha quedado reducida a una forma vacía, a un credo mecánico sin el menor influjo en la vida. Después de tantos siglos de cristianismo, todo sigue igual; el mundo, enfermo, ni siquiera ha mudado de postura; la economía pública sigue siendo a la sombra del leño de Cristo la misma que fuera bajo la ley de Júpiter: el que trabaja es el que no come y come el que no trabaja. El cristianismo se ha tendido en el surco, reconociéndose impotente para mantener sus más primordiales promesas, para transformar la organización de las sociedades humanas, y contesta a las reconvenciones con los mismos aplazamientos con que se contestaba en otro tiempo a los que se llamaban a engaño con respecto a la segunda venida del Mesías; y ha hecho peor: se ha acomodado complacientemente a la imperfecta organización que se había dado, antes de Cristo y sin su concurso, la sociedad romana, hasta declinar la Iglesia en mera pieza inorgánica de la caduca máquina pagana. Esa Iglesia que había debutado por demócrata, se ha aristocratizado, y así, las riquezas que amontona son para el clero, no para la Cristiandad, no para la plebe. Eso de la caridad ha sido un comodín y un engaña-bobos, que no resuelve nada. La humanidad necesitaba, y no sé si aguardaba, otra cosa que ese paganismo repintado y dado de colorete. El Evangelio no ha obrado la revolución que había anunciado; no ha puesto en planta ni siquiera la rudimentaria sociología de los evangelistas y de los apóstoles: no ha surtido ningún efecto; ha fracasado.

-Estás apasionado, Numisiano, y te falta del todo la razón, así en cuanto a los hechos como en cuanto a la consecuencia. Es propio de tu edad reconocer virtualidad para esto a las artes mágicas e interpretar por historia el mito de la fundación de ciudades y sociedades a lo Orfeo. Por desgracia, en materia de transformaciones sociales, el primero y más esencial de los ingredientes necesarios es el tiempo, y un siglo es bien poca cosa tratándose de una empresa tal como la que acometió con aliento sobrehumano y asistido por el Cielo, nuestro Divino Redentor.

-Pues para ese viaje... Por otra parte, eso de las artes goéticas y órficas lo habrás dicho por el Evangelio. El cual, por los propios labios de su Fundador, prometió solemnemente transformar la sociedad civil de su tiempo en un reino de Dios, presidido por él, y no ad kalendas graecas, sino al día siguiente, antes de que fallecieran los que le escuchaban; y más tarde, por órgano de Lactantio, que los hombres disfrutarían una edad de oro al punto que la Iglesia de Cristo triunfase y gobernase o inspirase al Estado118. Y ha pasado de lo primero cuatro siglos, de lo segundo muy cerca de uno. Buen humor habrá de tener quien todavía aguarde.

-¿Te parece, Paulino, que lo dejásemos para otro día? Tu eres infatigable; yo me canso en seguida.

Numisiano no era en esto sincero; sencillamente es que quería dar suelta a Paulino, viéndole aburrirse por momentos, no obstante lo sugestivo y tentador del tema que se les ofrecía; y discurrió poner delicadamente punto final a la contienda, motivándolo, no en el aburrimiento de Paulino, sino en la fatiga propia.

-Sí -contestó Paulino,- lo dejaremos por ahora, porque si seguimos por el iniciado rumbo, todavía me vas a acusar de Sardanápalo y estafador de los pobres, por haberme reservado de mis bienes lo preciso para mi subsistencia y la de Therasia, en vez de aprender un oficio y empuñar un martillo de herrero o un azadón de labrador para ganarme por mi puño el pan del cuerpo...

La perspectiva del multimillonario, senador y excónsul, cavando y estercolando el huertecito que había de abastecer su frugal mesa de anachoreta y la de su mujer, hizo prorrumpir en explosiones de hilaridad a todos los presentes, sin exceptuar, dicho se está, Numisiano.

-Después de todo -concluyó éste,- no sería ninguna monstruosidad ni ningún fenómeno, cosa nunca vista; pues tu amigo y guía Eusebio Hierónymo [San Jerónimo], hace unos diez y siete o diez y ocho años, así vivía en el desierto de Chalcis, según refiere él mismo en una carta, labrando esteras y cestas y sembrando y regando las verduras (legumbres) de que había de sustentarse, a propósito de lo cual repetía la célebre sentencia de Pablo de Tarso [San Pablo]. Y más cerca, espiritualmente, de ti, imitarías al propio Félix de Nola, tu modelo, que habiéndose reducido a la pobreza, adoptó como modo de vivir la agricultura, cultivando con sus manos un jardincillo y un campo de secano, que a fuerza de sudores le producía lo necesario para pagar el precio del arriendo y sustentarse, quedándole todavía un remanente, con que socorría a algunos indigentes. Y no vale decir con los labios, como los fariseos, «¡maestro, maestro!». Cierto que no es eso una condición, sine qua non; pero yo digo, como las antiguas bayaderas gaditanas: «los crótalos (castañuelas), o tocarlos bien o no tocarlos».

Seducía a Paulino el arranque de aquel pecho juvenil, en que alentaban todos los heroísmos, capaz de todos los sacrificios por el bien, por la justicia, por el prójimo, por la patria. Paulino se levantó, y abrazándole con efusión, como pudiera a un Celso en edad de diez y seis años, le dijo todo conmovido:

-No -se decía Paulino,- no se instituyó para mozos de esta cuerda la curatela.- Eres un excelente muchacho y un buen corazón. Quiera Dios hacer de ti un buen cristiano.

Dijo esto último con la escama que ya le conocemos, porque no las tenía todas consigo. «Sabe demasiado de estas cosas, se decía a sí mismo, temo que se las trae. Si se estará formando en este mozuelo un nuevo dañado Arrio o un nuevo Juliano o un Praetextato, enemigo de la Santa Iglesia Romana, que envuelva en llamas al Imperio». Y se creyó obligado en conciencia a dar parte de su honrada inquietud y de sus zozobras a Numisio para que velara sobre su hijo, evitándose, tal vez, con ello la vergüenza y el remordimiento de haber dado el ser a un heresiarca. Pero, ¡a buen lado iba! Numisio acogió la requesta del Aquitano con el supremo encogimiento de hombros y la socorrida muletilla con que años antes sorprendiera y desconcertara al apóstol de los Godos Ulfilas y a los obispos priscilianistas Symphosio y Dictinio:

-¡Qué más da!

*  *  *

La comida fue de una suntuosidad insuperable. Se habían juntado dos despensas tan bien abastecidas como la de Sura y la de Numisio. En la mesa figuró un jabalí entero con dos jabatos cazados en los montes anejos a Piniana. Publio Sura no comió, pero hizo compañía a sus huéspedes, sentado en un subsellium. Prudencio le cumplimentaba, diciéndole:

-Te propusiste sorprendernos con un festín que eclipsara la memoria de Heliogábalo, pero no te ha salido; lo que te ha salido es una orgía baltasaresca.

-Suponiendo que fuera verdad, hoy es día de echar la casa por la ventana, y ese día ¡ay! no amanecerá más por el calendario de Piniana o del Surano en toda la vida...

Pasearon después por los alrededores, sin atreverse a llegar a la embocadura del canal, que caía aún lejos, dejándolo para otro día; visitaron las yeguadas, y luego se despidieron los cuatro de Sura y Etheria para ir a hacer noche en Ilerda, por una regular vía de herradura. Dynamio, que había pedido licencia para permanecer alejado del convite en gracia a su luto, sobradamente justificado, les acompañó a Ilerda, calculando más seguro el logro de su pretensión si reforzaba con tales padrinos la eficacia de las cartas que llevaba de Publio Sura119.




ArribaAbajoEn Ilerda

Pronto dieron vista al castillo, que gallardeaba flotando en la colina como un buque de guerra. Cuando llegaron a la ciudad, les estaba ya aguardando el obispo Ambato, tío de Numisio, autor de un Commonitorio en verso, dirigido a combatir la gravedad de los étnicos, con que blasonaba de haber convertido a muchos de ellos a la fe nazarena.

Aquella misma noche recibieron la visita de los miembros de la curia y quedó arreglado satisfactoriamente el asunto de Dynamio. El cual se había hospedado en el parador u hospitium público (fonda); para no desentonar, Paulino y Prudencio oraron un rato en el oratorio del obispo. Después de una moderada sobremesa, se acostaron para madrugar.

A la mañana siguiente, temprano, había empezado Prudencio a leerle al obispo parte de su poema In Symmachum, por complacerle, cuando fueron interrumpidos por la llegada de Aelio Pacieco, poeta dramático de Tarraco, invitado por Numisio, y que había llegado a Ilerda, también por la noche, con la compañía de actores contratados por el castellano de Turnovas para dar algunas representaciones teatrales en Beliasca, en obsequio a sus huéspedes y con objeto de darles a conocer un género nuevo de teatro popular de que ni Prudencio tenía noticia.

Siendo aún adolescente, a la temprana edad de trece años, cuando cursaba rhetórica en Roma, había Pacieco debutado como poeta tomando parte en el concurso del agon Capitolinus del año 368, con una poesía de alta inspiración, titulada Parva Roma, en que parangonaba a Tarraco con la magna Roma, con toda la diferencia que va de una ciudad de millón y medio de habitantes, cual era la metrópoli del orbe, con otra de cien mil como la capital cessetana. Fanático de la patria chica (parva Roma, la pequeña Roma, Tarraco) y también la ciudad de las tres colinas, la ponía en la devoción por encima de la grande, y no la habría cambiado por todos los tesoros del mundo. Se apreció que la composición de Pacieco rivalizaba con la de (Persio?) (Propercio?) (Catulo?) (Juvenal?), collis et herba fuit, y el joven había sido coronado120.

Habría sido émulo del galaico Latroniano, si no hubiese mudado de dirección, para consagrarse al cultivo de la poesía dramática, creando un género mixto de comedia polliata y de tragedia, que tomaba en él un giro mitológico e histórico, ordinariamente sobre motivos ibéricos o ibero-romanos121 y era muy gustada de las clases elevadas, y aun de la burguesía, de Tarragona. Sus mejores dramas se titulaban: La hija de Gárgoris, Tyrrhenos en la Cessetania, Hércules en el Estrecho, Palma de Tharsis, Campos Elysios en el Betis, Arganthonio, rey de Tarteso; Ataecina en el Infierno, Viaje a la Luna, De Tarteso al Pyrineo, Escipión y la prometida de Alucio, Las mujeres de Salmántica fieles hasta la muerte; Lealtad Saguntina; Roma, infame suplicio de Cauca; Calagurris Nassica, El Pastor Rey Viriato, Numancia gigante y Roma enana, Indibil et ilergete, La pyra de los Escipiones, Sertorio en Osca, César en el Cinca, Cantabria en la Cruz, Apollonio en Gades, Nuevo Rómulo (Trajano restaurador), Adriano en Tarraco, Francos invasores en Ilerda, La venganza de Adrianópolis y otros más. Tal fue el noble pasto con que Pacieco alimentó durante varios años el teatro de Tarraco. Dignificó la escena, imponiéndole una dirección histórico-nacional, y aun los mimos y pantomimos, con los cuales tenía que transigir y alternar para acallar a la plebítula y a sus asimilados, tomaron de su musa un aire de nobleza y de seriedad como si hubieran dejado de ser latinos para hacerse otra vez helénicos. Tarraco ha visto impensadamente un rejuvenecimiento de la dramática...

No obstante lo insinuante de la presentación de Pacieco hecha por Numisio, nadie tomaba la palabra: al entusiasta panegírico del castellano turnovense se siguió un silencio embarazoso.

-¿Os habéis quedado mudos? -gritó casi ofendido Numisio.

-Esa interpelación va por Numisiano -repuso agudamente Paulino, que gozaba tirando de la lengua al discreto y precoz escolar, aunque alguna vez le costara de parte de éste un achuchón.

-Entre la honrada obra de nuestro Pacieco tarraconense y la del antiguo mimógrafo de la misma ciudad, Aemilio Severiano122 -dijo el diserto escolar,- media no menos de un abismo; y he de aplaudírsela a nuestro amigo con toda el alma y agradecérsela a fuer de romano y persona de razón. Eso está bien, y acaso baste y no dañe, en situaciones normales, cuando el Estado de que España forma parte viviese y se desenvolviese de un modo regular, cuando la sociedad marchase como sobre ruedas y fuera preciso para mantenerla en equilibrio moderar el juego absorbente de sus fuerzas centrípetas oponiéndole otras centrífugas...

-Muy bien dicho, ¡bravo! ¡bravo! -exclamó, arrebatadamente entusiasmado, Prudencio.

-Mas ahora, en que todo cruje y se descoyunta, y cada duela tira por su lado, será faltar a la más elemental prudencia política aflojar los anillos del fleje en el tonel, soplar sobre el rescoldo de los viejos odios, avivándolos, contraponiendo romanos a hispanos cuando ya los hispanos se han hecho hasta la entraña latinos, y sólo pueden salvarse salvando la civilización romana, que es la suya propia, la única en cuya formación han colaborado activa y eficazmente, con el bronce y las manufacturas de lana de Tarteso, con su navegación de las Cassiterides, y los canales de riego y las fundiciones de Tarsis, y las pesquerías del Mastieno, y su hierro del Chalybs y del Salo, y su Séneca, que vale por todo un ciclo histórico, y sus Trajano y Adriano, que valen por otro, y su Pomponio Mela y su Quintiliano, y su Lucano y su Latroniano... No pueden, no, salvarse sino formando haz, apretándose de concierto con Italia, Galia, Bretaña, Illyria, África y demás componentes del Imperio, hasta haber reforzado los agrietados muros de Rómulo con otro cerco de almas...

-¡Eso, eso, muy bien! -corearon a un tiempo Prudencio y Paulino.

-Pero ¡ay! prosiguió Numisiano: los poetas no escuchan su clamor, la abandonan, abandonan la patria en su aflicción, sin exceptuar la musa vocinglera, artificiosa y retórica de Claudiano y Ausonio; y Roma morirá, antes que de sus lacerías, de congelación. Hace mucho, mucho tiempo que el ciudadano romano lleva un pedernal, en cuenta de corazón, en el pecho; y habría sido preciso que los hijos de las Musas lo hiriesen con brío hasta hacer saltar de él una chispa redentora que prendiese en las almas y reencendiera el antiguo patriotismo romano, dejando para mejor ocasión el hacer otro tanto con el patriotismo cántabro, astur, vascón, celtíbero, galaico, turdetano, conteítano, arévaco, lusón, ilergete, biturico y lusitano. Pero he aquí que aquellos sinceros que pudieron ejercer con ellas ese oficio de piedad se retraen, ahogan bajo el celemín la inspiración que recibieron de lo alto, como decimos, en todo caso gratuitamente, o la convierten a su goce personal, quedándose en Píndaros inéditos (esto iba por Prudencio).

Pues eso que han hecho los poetas hacen los políticos: incapaces de sacrificar su comodidad a la causa pública, se recluyen egoístamente en su casa o en su cenobio (esto iba por Paulino y Numisio), donde se tributan asiduo culto a sí propios, mirando con los hombros encogidos y el corazón yerto como una máquina tan compleja y tan delicada cómo el Imperio Romano se desquicia y disuelve en manos de nulidades vanas y vacías, sin nadie que reprima el desenfreno y la anarquía de las clases nobiliarias, mentirosamente llamadas directoras, ponga coto a los derroches, expoliaciones y tiranías del Fisco, restituya a las instituciones municipales avasalladas su libertad, eleve al nivel intelectual y moral de las clases dirigidas y les procure el bienestar económico a que tienen derecho; única manera de fortalecer el poder central, reconciliando al pueblo con él, de que los ciudadanos hagan suya la causa del Imperio, y Roma no deje de ser nunca rerum domina, la reina del mundo, y sus dominios se dilaten en términos de que el sol no se ponga nunca en ellos...

Aquí tomó la palabra Prudencio para apoyar la argumentación de Numisiano, que desautorizaba la tentativa del dramaturgo tarraconense, y se reveló maestro doctor en patriotismo, partiendo de la idea de una solidaridad entre el Evangelio y la Lex regia, entre Cristo y Augusto.

-Pocos habrá que quieran tan entrañable y apasionadamente como yo y miren con tan profundo cariño a la patria chica, esta idolatrada y gloriosa Hispania, predilecta de Dios123; pero no soy regionalista, y menos aún separatista. Mi patriotismo es intenso y ardiente como el que más, pero imperialista: Roma, Roma y nada más que Roma. Tenga por seguro nuestro Aelio Pacieco que veré complacido en Turnovas las piezas de su repertorio que se representen y admiraré el ingenio en ellas derrochado, pero haciendo votos al mismo tiempo porque el ejemplo no cunda. Si no hubiera de molestarte, te anticiparía el giro que habría yo dado a tu teatro histórico-político, caso de que el Señor se hubiese servido llamarme por ese camino.

Para ti será una herejía si digo que me congratulo, me he congratulado siempre, de que los españoles hace cinco y hace seis siglos sucumbieron, no digo a los superiores alientos, a las superiores aptitudes (políticas y militares) del Estado romano y debemos agradecimiento sin tasa a Catón, a Escipión, a Graccho, a Pompeyo, a César, a Agripa por el beneficio de haber atado a su carro triunfal, una tras otra, a todas las gentes de la Península ibérica y pasado la esponja a sus numerosos Estados autónomos para hacer de todos una sola provincia romana, partícipe en los beneficios de la unidad y de la paz.- No nos formamos idea de lo que esto vale y representa: un sólo idioma, unas mismas leyes, un gobierno común, iguales usos, los mismos tribunales; los hombres de las regiones más apartadas reuniéndose en un sólo lugar, atraídos por el comercio y por las artes, celebrando contratos entre sí y cruzando sus sangres por medio de matrimonios. De este modo se ha formado un gentío, un conglomerado de naciones, un sólo pueblo. Lo que fue universo, orbe, se ha sublimado al concertarse, haciéndose urbe, y gracias a esto el mundo entero es camino para llegar, y dondequiera que vayas siempre te encuentras en la patria. ¡Qué espectáculo tan maravilloso! Pues más hermoso y más portentoso todavía si consideras que esa unidad, y esa paz, y esa grandeza, y esa dominación han sido el instrumento de que Dios se ha servido como vehículo para difundir rápidamente la luz del Evangelio por todo el mundo, en cuyo concepto Roma es la ciudad elegida, la ciudad universal, algo como una nueva Jerusalén, colaboradora en la obra divina de la redención humana.

Ahí tienes, Pacieco, el porqué aplaudiendo tu intención, no encuentro oportuno ni admisible tu pensamiento de contraponer a la metrópoli del orbe las infinitas parvae Roma que se contaban en él antes de la conquista, y tal vez de subrogarse en lugar suyo. ¡Qué catástrofe y qué retroceso si esa quimera pudiese prosperar!

Sobre este tema de las reivindicaciones nacionales o regionales -digamos hispanistas- de su legitimidad o ilegitimidad y de sus daños o de sus beneficios, suscitóse animada controversia entre Prudencio, centralista, idólatra del romanismo, y Pacieco, fanático regionalista hasta tocar las lindes del separatismo, que soñaba con el renacimiento de las nacionalidades vencidas.

El sentido práctico de Numisio le hizo ver que la construcción ideal de Prudencio carecía de consistencia, fallaba por la base, pero que la de Pacieco, sin carecer de alguna justificación, arrastraba consigo muchos de los males de que le habían acusado Prudencio y Numisiano, y arbitraba en su mente una fórmula de conciliación que ni diese la razón a los que, como Juvenco (poeta español de la generación anterior), negaban la eternidad de Roma, ni a los que, como Prudencio, juzgaban esa eternidad como condición y garantía indeclinable de los destinos y de la suerte del género humano; una fórmula basada en las autonomías provinciales, según la cual las provincias, o si se quiere las extinguidas nacionalidades indígenas, serían restablecidas y se gobernarían a sí mismas conforme a su genio, sin detrimento de la unidad política y militar del Imperio.

*  *  *

La curia o consistorio ilerdense estaba ya aguardando a los dos ilustres vates, huéspedes de la ciudad. Entraron éstos con el obispo y los demás acompañantes en el Salón de Sesiones, sin la temida solemnidad, que parecía inexcusable y propia de la ocasión ante tan encumbrados personajes. Después de los ordinarios discursos de salutación, recorrieron el edificio; se detuvieron delante de una pintura mural reconstitución del mapa de la nación de los Ilergetes primitivos o ante-romanos (de siete siglos antes), con sus montañas, sus ríos, caminos y poblaciones y las lindes de sus distritos Vescitanos, Barbetanos, Iaccetanos, Curdos o Surdaones, Laccetanos, etc., desde el río Gállego y la ciudad de Osca hasta las playas del Mediterráneo, desde los Vascones y Cerretanos del Pirineo hasta los Cessetanos y el Ebro, que formaban un Estado poderoso, capaz de poner 40.000 hombres aguerridos sobre las armas, y contaba varios emporios florecientes, marítimos y fluviales, Barcino (Barcelona) el principal, y mantenía por ellos relaciones comerciales muy intensas y activas, que razonaban la omonoía o alianza monetal de este Estado con la república de Marsella.

Junto a la monumental carta geográfica y dándole guardia de honor, pendían dos cuadros en que se exhibían ejemplares de monedas autónomas de la antigua Ilerda, con inscripciones en caracteres ibéricos, unas de bronce, otras de plata, imitación de las marsellesas, con los tipos y epígrafes de ambos Estados, Ilerda y Massalia unidos, acuñadas en el siglo III antes del Imperio. Eran estos cuadros una de las curiosidades que el bisabuelo de Siricia Natal había reunido en Beliasca, donde se custodiaban con religioso respeto, hasta que, al cabo de dos generaciones, el padre de Siricia, al bautizarse cristiano, los había legado a la curia Ilerdense para que diesen perpetuo testimonio de la importancia que aquel Estado en su siglo de oro había alcanzado.

Desde allí trasladáronse al collado donde se erguía el castillo, uno de los miradores más esplendentes del Universo. Se habían ya preparado leyendo la descripción topográfica de Ilerda en el poema histórico de Lucano y en los Comentarios de Julio César:


Colle tumet modico lenique excrevit in altum
Pingue solum tumulo, super hunc fundata vetusta
Surgit Ilerda manu...

En la falda pasaron por entre murallones derruídos, que servían de cantera, lienzos de paredes despedazadas, torreones carcomidos y hacinamientos de escombros vestidos de hierba, pintados de jaramago, que la tradición local refería a una invasión de francos acaecida en el siglo anterior124. (Heu) ¡proh dolor, jacens Ilerda!, exclamó Paulino, afligido ante aquel estrago125.

Llegados a la cumbre, desplegóse a su vista un panorama de no superada grandiosidad. Miraron emocionados, en primer término, los llanos y colinas del contorno, las murallas y el río que las bailaba y sus puentes, que cuatrocientos cuarenta o cuatrocientos cuarenta y un años antes había contemplado el genio estratégico de César en acción, a la fecha de aquella porfiada batalla que los tenientes de Pompeyo perdieron y en que se decidió la suerte política del Imperio, cifrada en el dilema «República o Imperio».

Convirtieron luego la vista y la atención al curso undulante del Sicoris, absorbido, como su colega y vecino el Cinga (Cinca), en su ciclópea labor milenaria de demoler las rocas superiores de la cordillera y sus estribaciones, formar con los escombros y detritus la tierra vegetal, vivienda de los árboles y de los hombres; y luego triturar esa costra y removerla de su asiento, para ir a rellenar con ella los abismos del Mediterráneo. El valle, que a trechos se dilataba a algunas millas de anchura, estrechábase en otros progresivamente, así como subía serpeante contra la corriente en demanda de sus ceretanos, recogiendo por docenas los ríos, riachuelos y torrentes, como venas invisibles, por donde se despeñaba locamente el agua de los recién derretidos ventisqueros. Una cinta de intenso verdor, parte campiña, parte soto, que ora se ocultaba, ora se descubría, marcaba los lugares por donde sucesivamente iba pasando. La temperatura era más que primaveral: el viento garbín soplaba moderadamente y acariciaba los rostros de los viajeros, refrescándolos.

Del lado del septentrión corría transversal, a todo lo largo del horizonte, el perfil azulado del Monsech, celando avaro sus apacibles raudales (Boix, Farfanya...) con derramarlas por la vertiente que mira al Pirineo, sin permitirles asomarse a mediodía ni siquiera un instante, hasta desaguar a escondidas en la brava corriente del Segre.

Por encima del Monsech, en un segundo término, asomaba la primera gran cortina de montañas del Pirineo central; el formidable macizo de la Maladetta, gigante de las tierras que contemplaba a sus pies la Galia y la Hispania, el Océano y el mar Interno, y subía hasta horadar las nubes, lanzando sus gallardas pirámides y su cúpula majestuosa a los cielos; los picos de Caldas de Bohí, del puerto de Viella y otros, resplandecientes de blancura, con su manto de nieve cegadora, que brillan al sol como otras tantas ascuas de oro, parecían abrigar y calentar el flanco helado de la cordillera.

Las lejanías del Cinca y de Urgel se esfumaban en un océano de calina, del cual emergían borrosamente innumerables sembrados, plantíos, huertas, caseríos y grupos de población, dando toques de color y de vida a las planas más apartadas del Sícoris y cubriéndolas con las más vistosas galas de primavera y de otoño. A derecha e izquierda cerraban este paisaje sin rival, las sierras de Prades por saliente y los montes de la Iaccetania oriental por el ocaso.

Todavía estuvieron un buen rato, repasando extasiados aquel esplendoroso cuadro, tan sublime y tan armonioso como sí en las primeras edades de la tierra hubiese presidido al levantamiento geológico de estas montañas un pintor escenógrafo. No se apartaron del mágico balcón sin una gran violencia; pero se sentían cansados y habían decidido comer y sestear en Beliasca.

Cuando hubieron descendido del cerro, oyeron rumores vagos de algún grave suceso que había acaecido en Italia, o en el Ebro o en Tarragona. Quién hablaba de una espantosa erupción del Vesubio, émula de la del año 79, o de un temblor de tierra y un levantamiento del mar en el Estrecho de Messina, con destrucción de numerosas poblaciones y pérdidas de flotas mercantes y de guerra; quién salía por otro registro, diciendo que los partidos cristiano y pagano habían venido a las manos y vertido torrentes de sangre por todo el litoral del Mediterráneo occidental, por culpa de los monjes de la isla de Gorgo (entre Pisa y Córcega) y del islote de Capraria; quién aseguraba, como si lo hubiese visto, que nubes de francos habían cruzado el Rhin y se dirigían a todo el galopar de sus caballos hacia el Pirineo; quién pretendía que el emperador Valentiniano se había casado de repente, sin haberlo dado a entender, con una hija de Magno Máximo, y que, inducido por ella, había decretado la restauración del imperio de las Galias en cabeza de un hijo espúreo del mismo usurpador decapitado en Aquileia, y que Italia en masa se estaba alzando en armas contra tan desacertada medida; quién que se estaba preparando y estallaría de un momento a otro, acaso aquella misma noche, una sublevación general de anarquistas -payeses, menestrales y esclavos- procedentes del ager o campo tarraconense y de los suburbios, que invadiría o asaltaría la ciudad y la entregaría a las llamas; y así por igual tener indefinidamente, sin agotar ni mucho menos, el inagotable surtido de la fantasía popular.

-Esta noche habrá jubileo en la estación de postas -dijo Numisio:- ya pueden hacer provisión de flema, de paciencia y de complacencia los viajeros que lleguen en las diligencias de Tarraco y Barcino.

Al llegar al entronque de la vía provincial de Aeso, que pasaba por Beliasca, con la carretera general o consular de Tarraco a Caesaraugusta, presenciaron el paso de un hato de la cabaña trashumante de Numisio, que volvía de extremos trasladándose de las riberas del bajo Cinca, donde habían hecho la invernada, a Turnovas, donde aprovecharían el pasto de primavera y los rastrojos, antes de marchar a la aestiva de Balira, en el Pirineo, perteneciente a Numisio en una mitad, conforme dijimos, y en la cual se concentraban para veranear muchos millares de reses de su propiedad. Pasaron con sus sayos de lana gris los pastores y los rústicos ( o ), enviados de Beliasca la víspera, para ayudarles a conducir 5.000 reses lanares, escoltadas por los perros de ganado; pasaron, revueltos con ellas, los burros hateros; pasaron las mulas meleras, cargadas de colmenas, que se corrían del bajo Cinca hacia la montaña siguiendo el ciclo de la floración, después de ser castradas una primera vez, al paso de Beliasca, para refrescar las ánforas de hidromiel, que ya empezaban a torcerse; pasó, entre exclamaciones de admiración por parte de los ganaderos y labradores de Ilerda, la manada de merinas erytreas, de lana finísima y rubia como la luz con que el sol dora las cumbres a la hora de ponerse, y que eran el orgullo de Numisio, quien practicaba en ella sus procedimientos de selección y de cruzamiento, imitación y perfeccionamiento de los del tío de Columela, restaurando el crédito de las cabañas iberas, tan decaídas, desde siglos antes del Imperio...

Al despedirse, quedó Ambato en visitarles al día siguiente en Beliasca, antes de que emprendiesen su proyectada excursión hacia la Maladetta y la cuenca superior del Curtia y del Segre, y con tal ocasión escuchar la lectura del poema de Prudencio In Symmachum, materia de su predilección y someter su Commonitorium al juicio de personas tan competentes e imparciales como Paulino, Prudencio y Pacieco, ya que no les habían dejado solos el tiempo necesario en la madrugada.

Montaron, por fin, en los carruajes que les aguardaban, no sin antes ser abordados por algunos de los paseantes de la ciudad, para que les ilustrasen con algún atisbo de luz el rumor del día, creídos de que nuestros excursionistas llegaban en aquel momento de Tarraco, o acaso directamente de Italia o de la Galia. La verdad es que ninguno de los interpelados había dado importancia al run-run propalado, si tal vez no invertido o forjado en la fantasía de los alarmistas de profesión, y ya no volvieron a acordarse más del enfadoso tema, fiados en que todo ello pararía, como de ordinario en casos tales, en otro ridiculus mus.




ArribaAbajoObligados a gobernar

Llegaron acalorados a Beliasca, tomaron el baño, comieron con buen apetito, durmieron la siesta, y pasearon por los jardines, comentando lo que habían visto por la mañana y haciendo tiempo para asistir a las representaciones escénicas en que iban a exhibírseles las más selectas muestras de la musa dramática de Pacieco.

-¿Qué es lo que más os ha llamado la atención en Ilerda? -interrogó Paulino, dirigiéndose indeterminadamente a los cuatro.

Como si se hubiesen confabulado, los cuatro guardaron silencio.

-¿También tú, Numisiano?

-Perdona, Paulino, y permíteme que me calle por esta vez.

-No, no te lo permito, salvo caso de fuerza mayor. ¿Es que las paredes oyen y tienes miedo a la policía?

-Es que me tengo miedo a mí mismo: no poseo aún, bien lo sabes, la necesaria discreción para alternar con gentes de tu calidad y condición, y no quiero correr el riesgo de agraviarte... Ya te lo he dicho otra u otras veces.

-Como me agravias es con esa hipótesis, que hace de mí un cristal que se empaña y se quiebra con un flato de la voz. Me voy a enfadar contigo, Numisiano. Habla, hombre, habla, y cuanto más fuerte pegues, mejor. ¿Ignoras acaso que estoy ya en la linde del yermo?

-Pues precisamente de eso se trata. Lo que más me ha llamado la atención en Ilerda es la no-Ilerda, quiero decir, las ruinas de los edificios públicos y del caserío que fueron Ilerda y conservan las marcas de las bárbaras pisadas de los invasores francos. Esas ruinas hablan con persuasiva, irresistible elocuencia y me han dicho que Paulino no tiene derecho a apostatar de Roma, a despedirse de la vida pública, a retirarse al yermo...

Paulino que iba delante se volvió súbitamente, como si un alacrán le hubiese picado. Su primer impulso fue quejarse, pero se contuvo a tiempo, limitándose a preguntar:

-¿De modo que haces causa común con Ausonio?

-Si no mediasen otras razones que las que excepciona Ausonio, en la epístola leída el primer día, no hallaría yo motivo para que Paulino mudase de resolución; pero las hay y yo voto con Ausonio.

-Pero, niño, y ¿qué razones son esas para que yo deba volver a los cuidados y a las agitaciones del siglo?

-Una nada más, pero esa decisiva y concluyente: es que la patria romana necesita en este fin de siglo, más aún que en el siglo II, entendimientos superiores y grandes corazones en el trono y en la administración, y no los tiene, como los tuvo, necesitándolos menos, el siglo de los Antoninos y de Marco-Aurelio; y si los pocos que por acaso le nacen la abandona, sacrificándola a sus ansias y a su instinto de soledad y de quietud, a su sosiego, a su comodidad, ¿qué va a ser de ella? Si los hombres de talento maduro, reflexivos, experimentados, maestros en achaques de la vida pública, dotados de civismo, de virtud, de carácter, de buen sentido y de buen corazón, como sois vosotros, dejan libre el campo a las medianías, desertando de los negocios públicos, mirando a su gusto, más que a las urgencias de Roma, en los momentos en que Brenno y Aníbal están otra vez en campaña y los cimientos del Imperio se estremecen y se escuchan los crujidos de esa gran máquina del Estado que teníamos por inconmovible y la tienen cercada millones de enemigos; si los que valen y pueden se hurtan a las altas magistraturas y dignidades del Estado y se encogen de hombros como pudieran extranjeros, a quienes nada de eso les va ni les viene; si nadie la acorre en su cuita ni le alarga una mano para que se levante, ¿cómo no sucumbirá a la inmensa pesadumbre de su pasado, ni cómo responderá a los infinitos compromisos que ese pasado echa sobre sus hombros?

No, no; hay que rejuvenecer a Roma; hay que regenerarla, si tanto es preciso; hay que impedir a todo trance y cueste lo que cueste, aunque lo que haya de costar sea la vida, que Roma acabe de desplomarse y el mundo quede sin gobierno, otra vez abandonado a sí mismo.

La frente de Numisiano fosforecía, dando a éste la apariencia de un iluminado: sus ojos brillaban como carbones encendidos. Hombre todo fuego, todo pasión, nunca se le había visto poseído en el grado que ahora del sentimiento de la patria.

-Te he contestado, maestro, mostrándote tu puesto, según mis pobres alcances -concluyó Numisiano.

-Todavía, no, joven Camilo. Porque aun dando que fuese yo positivamente de la madera de esos que dices -y ya sabes si va distancia-, ¿a título de qué violentaría yo mi vocación, que es llamamiento del cielo, para ir a disputar sus puestos a los poseedores?

-¿Títulos, dices? Por falta de uno, te conozco por lo menos dos. El primero es general y ha dado testimonio de él Cicerón contra Epícuro, calificando a los que se conducen así de egoístas y desagradecidos, que no dan a la patria lo que ésta necesita y tiene derecho a exigir de sus hijos, y lo que es peor, de cobardes y traidores, que desertan al frente del enemigo. El segundo es personal y de más peso todavía. En conformidad a él, lo que te propones hacer no es ya una defección, sino una estafa.

Numisio se estremeció e hizo un gesto de contrariedad ante lo duro del concepto, máxime tratándose de un invitado y huésped de tanta calidad y tanto respeto como Meropio Paulino.

-No hay ofensa, ni yo me la perdonaría jamás: yo me explicaré -prosiguió Numisiano, en tanto Paulino aprobaba con la cabeza afirmando que efectivamente los conceptos «defección» y «estafa» no envolvían para él ni para nadie en aquella ocasión ofensa personal.- Tú, Paulino, no eres un hombre sin historia, y lo que tu historia significa es un compromiso solemne a la faz del país, que no puedes por menos de cumplir. Cuando se llega, mozo todavía, a la cumbre de los honores; cuando se debuta a los veinticuatro años por las más altas dignidades, senador influyente y cónsul suffecto, y se es llevado triunfalmente al Capitolio por los senadores, los équites, los magistrados y el pueblo endomingado, como lo fuiste tú en el año 378, recorriendo sentado en una carroza semejante a un trono, tirada por caballos blancos, las calles empavesadas con colgaduras brillantes y perfumadas de incienso y recibiendo entre las aclamaciones de la multitud el aureo amictus y la silla curul; lo que es más, gratuitamente, sin haber prestado un solo servicio extraordinario a la república, por méritos nada más del maestro Ausonio, no hay derecho para confinarse en un desierto o en lo alto de una columna, cual otro anachoreta motilón o un estilita cualquiera, a descansar de fatigas no padecidas, a gobernar monjicas dengosas, componer versitos, cantar himnos a un titulado mártir que no ha padecido martirio, porque se pasó la vida recluyéndose por montes, grutas y cisternas, para el solo efecto de burlar a los perseguidores alguaciles126, lo mismo que si hubiese de llevar a tal soledad una vejez cansada, consumida en servicio del Estado. Aquella pompa no quedó pagada con los sacos de monedas arrojadas a la plebe y la magnificencia de los juegos celebrados en el Circo; aquellos honores te fueron discernidos a crédito de servicios que habrías de prestar, y están todavía impagados.

He aquí por qué Paulino se debe al Imperio y su misión es continuar la historia de Roma; por qué no tiene derecho (Paulino), a echar el ancla en el puerto tranquilo y abrigado, mientras el piélago está sembrado de cadáveres y de náufragos que claman desesperadamente pidiendo socorro. Ya sé yo que él no quiere entenderlo así y que su decisión irrevocable es huir hasta de la vista del acreedor, a sabiendas de que todavía es solvente y está aún a tiempo de pagar. Si Ausomo no se lo ha dicho así, si no ha pronunciado claramente y sin circunloquios con su gran autoridad las palabras «fuga» y «estafa», ha hecho mal y lo digo yo.

Paulino estaba anonadado y no sabía a qué santo encomendarse. La severa reconvención de Numisiano, aunque tan indirecta, había hecho más efecto en él que la carta de su maestro y valedor Ausonio. Experimentaba como una nueva sensación y un sentimiento nuevo. Y se abrazaba mentalmente al sepulcro de San Félix, como si temiese ser arrebatado por la fuerza lógica de Numisiano. Para disimular su turbación, repuso en tono que quería parecer de broma:

-¡Oigan a Curcio, Decio, Furio Camilo y los trescientos siete Fabios, todo en una pieza! ¡Y yo que pensaba invitarle a que me acompañase a Roma y a Nola, a fin de prepararle para que ingresara en la milicia de Cristo y recibiese en su día las órdenes sagradas! Después de todo, ¡quién sabe!, acaso no le falte del todo la razón; mira si logras convencer a tu padre de que debe dejarse querer y lo facturas para Byzancio: aún le vive el emperador Theodosio, y vívale muchos años...

-Partamos la diferencia -repuso jovialmente, siempre práctico, Numisiano-; no vayas tú, no vaya tampoco él, id los dos: el emperador recibirá el gran alegrón y bien ha menester ese refuerzo, según se complican los sucesos... Únicamente os recomiendo que antes de marchar, deis otra vuelta por Ilerda y dialoguéis con sus ruinas...

-Si acaso iríamos los tres, pues también tú habrías de ser de la partida...

-Vino de agraz... Pero a tu broma contesto diciendo: de menos nos hizo Dios, y aquí hay un majo para otro majo.

-¡Y dale con los francos!

-Con los francos y con los bagandas querrás decir. Las ruinas de Ilerda, y las de Bibracte (Augustodunum Autum) al otro lado del Pirineo, son, si las escucháis, dos lecciones vivas: basta quererlas oír. Ellas dicen que no se ha gobernado como se debía gobernar y que urge cambiar de ruta, que es como decir de personal gobernante. La primera de dichas dos ciudades pone de relieve los errores de la política interior, la segunda los errores de la política exterior. Las dos a porfía reprueban tu decisión. Si no las escucháis, dejan de ser una lección para trocarse en una profecía.

-¡Profecía!

-Sí, los francos vuelven, y lo que hicieron el siglo pasado con Ilerda y Tarraco, bien puede ser anuncio y anticipo de lo que haya de sucederle al Imperio.

-¡Hombre! No pierdas el sentido de la medida...

-¡Ay! Yo veo que los francos están pasando a toda hora el Rhin e invadiendo el territorio del Imperio.

-Sí, y repasándolo otras tantas veces, rechazados y barridos por nuestras victoriosas legiones.

-Yo veo que en las legiones se insinúan como generales los jefes francos: acuérdate de Maltobando, general de nuestro Señor el emperador Gratiano, que era rey de los francos.

-Eso es, y prueba que el Imperio no tiene que temer de tales bárbaros, a los cuales ha descalabrado tantas veces, y que por el contrario puede contar con su concurso.

-Pues como si no. En vano los derrotó Aureliano antes de ser emperador; y los derrotó Galieno, y los derrotó Probo, y Constantino, y Constancio, y Pósthumo triunfó de ellos tres veces consecutivas, y les opuso una línea de fortificaciones a lo largo del Rhin: con tantas derrotas, bandas de ellos violaron las fronteras de la Galia y la devastaron y asaltaron y cruzaron el Pirineo y sembraron de ruinas nuestra provincia citerior o tarraconense y llevaron la desolación a la provincia de África, cruzando el Estrecho heracleo, como en tiempos anteriores las costas del Asia Menor y de la Grecia, y Juliano tuvo que cederles la Toxandria... En vano el conde Theodosio, glorioso progenitor del hoy emperador de Oriente, arrojó de la Galia el año 388 (¿368?) a los francos, rechazándolos y empujándolos a sus selvas de ultra-Rhin, y les opuso una línea de fortalezas y atrincheramientos y ajustó alianzas con algunas de sus tribus, y debilitó a las demás, fomentando en su seno la discordia: con todo y con eso, pocos años después, el competidor de su hijo, Magno Máximo, en 389, ha tenido que hacer frente a tres jefes francos, Genobandio, Marcomiro y Sunnon, que habían invadido la provincia de Germania y que obtuvieron sobre las milicias romanas una brillante victoria.

-De la cual no recogieron ningún fruto, porque los detuvo y reprimió un general y ministro de nuestro señor el emperador Valentiniano: el llamado Arbogasto.

En este punto, Numisiano se interrumpió un instante para abrir un pliego procedente de Tarraco que un cubicularius acababa de entregarle.

-Arbogasto ¿no es también franco? -preguntó el diserto hijo de Numisio.

-Sí, tutor y ministro omnipotente del mentado emperador Valentiniano, y muy ambicioso, con capa de leal y desinteresado y muy capaz de vestir la púrpura a poco que se la ofreciese Theodosio, como a él se la ofreció Gratiano...

-Pues no ha necesitado que se la ofreciesen; se la ha tomado él.

-Enigmático estás...

-Valentiniano no es ya emperador.

Dijo esto Numisiano con lágrimas en la voz, lívido el rostro como si fuese más lo que callaba que lo que había dicho.

-¿Pero tú sabes lo que dices?

-Sé lo que dice la Gaceta de Roma (Acta diurna), cuya copia acaba de traer a marchas forzadas nuestro ordinario mensajero de Tarraco. El joven emperador, viéndose o creyendo verse poco menos que prisionero de Arbogasto, firmó un rescripto destituyéndolo y se lo entregó en propia mano para que se retirase. El ministro franco se indignó y arrojó despectivamente el documento. Siguióse una escena violenta: el emperador agredió a Arbogasto con una espada; Arbogasto se revolvió contra su imperial pupilo, declarándose en abierta rebelión. Desde aquel momento el príncipe y el general se habían hecho incompatibles: el desenlace se precipitó y fue que el general destronara a Valentiniano, y no atreviéndose aún con la diadema imperial la ciñó a las sienes de su secretario el profesor Eugenio. Sucedió esto el día 15 del corriente mes.

No había aún acabado Numisiano, cuando ya sus dos huéspedes como impelidos por un resorte oculto, habían botado de su asiento, incorporándose de un salto y llevándose las manos a la cabeza cual si hubiesen recibido en ella un martillazo.

Pasado el primer momento de estupor, rompió el silencio Prudencio para decir:

-¿Y Valentiniano, resiste? ¿Está preso? ¿Se ha evadido? ¿Qué ha sido de él?

Numisiano, tan discreto e inspirado a un tiempo por su delicadeza y su prudencia, se hizo el desentendido, abismándose en su dolor: pero Prudencio repitió con tono imperioso su pregunta:

-Ponte en lo peor -murmuró quedamente el interpelado.

-¡Habla, vivo!

-¡Ay! Valentiniano ha muerto...

-¡Ha muerto! Y ¿qué más? ¿Qué más?... Dame la Gaceta... No tendré que dirigirte un memorial para que me des cuenta...

-Valentiniano ha sido estrangulado por mano o por orden del aleve ministro Arbogasto, aunque fingiendo que el príncipe se había suicidado colgándose de un árbol.

Prudencio sufrió un síncope. Paulino lloraba sin consuelo. Cuando el primero, solícitamente asistido por todos, se hubo recobrado, Numisio se abalanzó a la Gaceta, ansioso con la esperanza de rectificar o atenuar al menos la noticia de la catástrofe. Se acordó de Justina, huyendo de Magno Máximo, lejos de Italia, llevando de la mano al tierno Valentiniano, que habría perecido a los golpes del usurpador español; vio en el regicidio de ahora una como predestinación; acabó por achacar la culpa a Theodosio, diciéndose en un coloquio mental:

-¿Lo ves, Theodosio? Te habría ganado la apuesta. Parece que hemos vuelto al año 383: otro Gratiano, otro Máximo, otro Andragatho y ... otro viajecito a Italia en compañía de 60.000 legionarios y auxiliares. Tendrán que oír Galla y sus dos hermanos, que querían entrañablemente a la desalumbrada víctima.

Otras eran las cavilaciones de Paulino. No cedía él a razones, no renunciaba al designio de hacerse portero del sepulcro de San Félix, en Nola; estaba impaciente por acabar la liquidación de sus haciendas y demás bienes y los de Therasia, y volar a la Campania, para despojarse por fin del hombre terreno y revestir el hombre celestial, según decía él; y el inesperado movimiento político de que acababa de tener noticia podría dificultar a su realización, si tal vez no desconcertarla o impedirla.

La pena más honda y más sincera fue la de Prudencio. Cuando Theodosio hubo derrotado y ajusticiado a Máximo y repuesto en el trono de Occidente a Valentiniano, colocó al lado de éste, como militar, con el grado de primicerio, a su amigo Prudencio, que había hecho lentamente su carrera y poseía toda su confianza. Y éste era a la sazón su torcedor: «Constituido en dignidad para la guarda del joven emperador, no le he guardado, se decía: ¡me ocupaba de mi salud, en vez de ocuparme de la suya! ¡He dejado desguarnecido, por conveniencias mías, un flanco por donde la maldad y la traición habían de introducir vilmente el puñal! No puedo, no, presentarme delante de nadie, menos aún delante de mí mismo.»

-¡Hombre de poca fe! -le interpeló, atajándole, Numisio. No es aún hora de desesperarse. Ciertamente, el camino de Roma y de Milán te está vedado por sospechoso y por falta de objeto; pero tienes abierto el de Byzancio, donde Theodosio te incorporará a uno de los cuerpos de ejército que debe estar ya a estas horas organizando o pensando en organizar para poner otra vez en orden este desquiciado Occidente y vengar el execrable asesinato de su ahijado el bonísimo y humanísimo, pero mal aconsejado hermano de Gratiano.

Aquella noche fue agitadísima en Beliasca. Nadie pensó en acostarse.

Como dos horas después del oscurecer, llegó todo alarmado, en una rheda, el obispo Ambato, no para dar lectura de su Commonitorium -¡para Commonitorios estaba él!;- no tampoco para solicitar de Prudencio el favor de un himno a San Lorenzo, para leerlo o cantarlo en la festividad del mártir ilergete, sino para seguir las pisadas de San Félix, de San Cypriano y otros divos o santos cristianos, huyendo como ellos al martirio, que, según frase suya, había pasado ya de moda, si es que lo estuvo alguna vez. Su amigo y colega el obispo de Tarragona le había enviado copia de las noticias confidenciales recibidas de Roma, que no podían ser más desconsoladoras.

-El aleve golpe de Estado tiene más alcance del que podía sospecharse. Se ha adherido a él sub conditione -una condición contra los cristianos,- el hombre de más suposición, más calificado en el partido pagano de la ciudad de Roma, miembro del Colegio de los Pontífices, designado cónsul para el año que viene: Nicomacho Flaviano...

-¡Tu maestro! -exclamaron a un tiempo Prudencio y Paulino, dirigiéndose a Numisiano.

-Vaya unos maestritos los nuestros en política de nuestro Numisiano: Symmacho, por una parte; Flaviano, por otra...

-Y siendo Arbogasto pagano también -prosiguió el obispo, -y no teniendo Eugenio bastante cristianismo ni bastante prestigio, ni bastante carácter y voluntad para imponerse, ya podéis figuraros lo que está sucediendo, lo que no podía menos de suceder: el ara y la estatua de la Victoria han tomado triunfalmente posesión de su antiguo puesto en el Senado; los templos de las falsas deidades han sido abiertos de nuevo y repuestos en la posesión de las rentas que les habían sido confiscadas; el Imperio ha sido colocado bajo la protección de Júpiter, cuya efigie, de proporciones gigantescas, se erigirá en los Alpes; el jefe político del partido pagano, Flaviano, ha aceptado el puesto de prefecto del Pretorio y dispuesto inmediatamente que la Ciudad Eterna se purifique conforme a los antiguos ritos y se celebren todas las fiestas del calendario pagano, y se anuncia que otro tanto va a decretar el Gobierno, que se haga en Milán. A esto llaman «las represalias del Edicto de Milán».

No se hará esperar una nueva persecución como la de Diocleciano, si es que no ha principiado ya, por parte del populacho y por parte del impío Gobierno usurpador y no están ardiendo a estas horas en toda Italia las hogueras y no se alimentan las fieras del anfiteatro con carne de cristianos y no se ejercitan los sayones en aguzar garfios, levantar cruces y clavar en ellas a los más valerosos y resueltos soldados de Cristo y no reviven las malas artes de los libeláticos, bajo la advocación de los antiguos obispos hispanos Basilides y...127 no están nuevos Dacianos navegando con dirección a España y la Galia...

Los despechados acentos en que prorrumpió Paulino, abatido, descorazonado ante aquella imprevista reacción pagana que tan a deshora se atravesaba en su camino, podría alguien haberlos interpretado como un disimulado reproche al Maestro de Galilea, al fundador del Cristianismo.

Heu me! -dijo-: hace veintinueve años, la vengadora javelina (javelot) de Sapor128 pudo hacernos creer que por fin quedaba dicha la última palabra; y he aquí que otra vez triunfa insolentemente el paganismo.- Luego, después de una pausa, añadió, poseído de sus recuerdos clásicos, y adoptando en el sentido un célebre exámetro de Virgilio: tantae molis est christianam condere gentem!

Prudencio había encontrado en su pasión por la poesía un lenitivo a su pesar, ya que no pueda decirse un anestésico. Pensaba en el nuevo matirologio que habría de darle pie para engrosar el Peri-Stephanôn con nuevos himnos sacros, y en los reporters y cronistas que habrían de recoger y coleccionar las actas de los respectivos martirios si la décima persecución vaticinada por Ambato era ya o llegaba a ser una dolorosa realidad. Vería, por fin, mártires en acción, mártires auténticos, y su musa tocaría la verdad sin que nadie se lo contara. Distraído y confortado con tales pensamientos, su mirada se serenó, dejando de parecer extraviada, y pudo exclamar resignadamente:

-¡Cúmplase la voluntad de Dios! ¡Él velará por sus santos!

Hasta se acordó de que se había arrebatado contra Numisiano una manifiesta impertinencia con motivo de la Gaceta (una frase dura e injustificada, por no haber sabido reprimir su impaciencia, y le pidió perdón humildemente).

Fuertes aldabonazos en el portalón exterior despertaron a esta hora los alarmados ecos de Beliasca. Era el recién llegado un emisario de Therasia, que llevaba una carta para Paulino y otra para Numisio. Había hecho el viaje desde Barcino en día y medio, cambiando tres veces de cabalgadura.

En la primera carta, Therasia decía a su marido: «No vengas aún ni te acerques a Barcino, ni te dejes ver en el camino: tu vida peligra. El nuevo Gobierno imperial ha despachado para España y ¡ay! para la Galia tribunos que tenía apostados de antemano para tomar posiciones y adelantarse a toda posible contingencia de rebelión y debían ir provistos de listas de proscripción, pues, no bien han desembarcado, se han hecho conducir a nuestra casa con objeto de confiscar nuestros bienes y conducirte a la mazmorra, donde habías de sufrir la misma suerte que el emperador Valentiniano. El motivo, concretamente, no lo han dicho...»

Aunque no lo habían dicho los tribunos, Therasia lo sabía, pero se lo callaba a Paulino. A eso respondía la otra carta dirigida a Numisio. En Burdigala (o Burdeos) había estallado una formidable sedición de carácter grave, con repercusión en varias otras poblaciones de la Aquitania; una verdadera guerra civil en que tomaron parte los partidos cristiano y pagano y una buena porción de los neutros, a título estos últimos de vengadores de Valentiniano; en junto, no dos facciones, según uso, sino tres, con aspiraciones encontradas y tan irreductibles y enconadas como si no hubieran sido más que dos. El rector o gobernador de la provincia no sabía a qué carta quedarse y se limitó a hacer la vista gorda y retener las tropas de su guarnición. Desbordóse la pasión y con la pasión la licencia, y, como era de temer, desatáronse como catarata vomitando todo género de tropelías y disturbios, asaltos de casas, incendios, estragos, devastaciones por rivalidad o por venganza, liviandades, cuchilladas, pedradas, estocadas, hachazos, patadas, flechazos, apaleamientos, puñadas, rotura de huesos, heridas, muertes, todo ello al compás de una especie de barritus infernal compuesto de grotescos y salvajes alaridos. Tras muy varia fortuna, la victoria se fue decidiendo por los arbogastistas incondicionales. Por desgracia, en una de las frecuentes colisiones, Leoncio, el hermano de Paulino, fue alcanzado y detenido por un grupo de los revolucionarios más exaltados, arrastrándolo por las calles y al cabo arrojado a lo más profundo y en medio de la corriente del río, donde se ahogó.

Aun cuando Paulino no estaba en buenas relaciones con su hermano, que lo había abandonado cuando la aristocracia aquitana hubo de volverle la espalda ofendida por su retirada de la vida civil, aquella muerte violenta había de traspasarle de pena, causarle un dolor punzante, y Therasia, que acababa de tener noticia de ella por mensaje directo del obispo Delphinus y de Amandus, fieles amigos de Paulino, expedido a marchas forzadas a Barcelona, se lo participaba a Numisio para que éste se tomase el tiempo que juzgara prudencialmente necesario para prepararle a escuchar la verdad de la tremenda tragedia.

Con esto sabemos ya el por qué de la persecución de Paulino por Arbogasto. Paulino era acérrimo enemigo de las deidades gentílicas; había obtenido la dignidad consular bajo el reinado de Valentiniano II; era popular y querido en Barcelona, a cuyo pueblo había donado una regular porción de su fortuna. Y todo ello podía hacerle peligroso para la tranquilidad de Eugenio. Aparte de esto «la confraternidad de sangre -dice Paulino mismo en su Natale XIII,- llevaba consigo la comunidad del peligro, y ya el Gobernador alargaba una mano ávida sobre mis bienes, cuando Félix [San Félix] apartó de mi garganta el cuchillo y de mi patrimonio la garra del Fisco.»

Hacia media noche llegó a Baliasca, en litera, Publio Sura, aliviado en gran parte de su reuma, escoltado por 500 hombres elegidos entre sus rústicos y perfectamente equipados, para ayudar a la defensa de Beliasca y de los huéspedes de Numisio, caso de que se hubiese hecho necesario, como lo hacían temer las alarmas y los terrores de Ambato, llegados aquella tarde a Piniana.

*  *  *

No había ya que pensar, y nadie pensó, en llevar adelante las proyectadas excursiones a las opulentas ruinas de la subvertida Otogesa, ciudad bilingüe al parecer, abrasada por los invasores francos, al mismo tiempo que Ilerda, y en más reciente fecha por los monjes de Monserrat; a Gallica Flavia, antiguo vico de Otogesa, subrogado ahora en lugar suyo; a la confluencia del Cinca y el Segre donde éste desagua en aquél, poco antes de rendir el caudal común al Ebro vascón, famoso entre los más famosos ilustrados por las campañas de César; a la toma de aguas y boquera del canal de Piniana, obra de Numisio y Pinianus; a la cacería de Monsech; a la Maladetta y a la cuenca superior del Sicoris, hasta la estiva de Balira, dependencia o anejo de Turnovas; entre el Pallaresa y el Sicoris, dada en precario por Catón, en tiempo de la República a siervos iberos de Castrum Bergium, en premio a los servicios prestados a Roma contra sus señores los Ilergetes y que ostentaban, vivos aun al cabo de siglos, los nombres de la más rancia nobleza romana que les habían sido asignados en el acto de la manumisión y de la concesión, familias Cornelia, Fulvia, Aemilia, Fabia, Porcia, Antonia, Terentia, Ricinia, adscritas a la tribu Quirina; con sólidas murallas y torres y un templo a la Luna Augusta, asimilación latina de la Inferna Dea de los inmigrantes tartesios; a las yeguadas de P. Sura; a las escuelas rurales de niños de Sura y Numisio; a los molinos hidráulicos de Turnovas, a las manufacturas de lino, a los talleres...

La Compañía de actores o histriones contratados por Numisio para dar un cuerpo y voz al teatro de Pacieco, se restituyeron a su ciudad sin haberse estrenado.






ArribaAbajoCapítulo XIV

El Dios de Plinio en el telescopio


«Fulminado como Semela.»


ArribaAbajoLecturas de Numisio y su gran invento

Desde su regreso de Oriente, Numisio se había entregado con ardor a la lectura, dando naturalmente preferencia a las materias de su especialidad o de su profesión: la agricultura y la milicia.

Eran, por una parte, los autores de re rustica, Xenophonte, Theophrasto, Hieron, Magón, Cleobulo, Celso, Dionysio de Utica, Hygino, Attico, Catón, Varrón, Saserna, Scrofa, Tremeliio, Virgilio, Columella, Palladio, Vindanio Anatolino, y otros, así griegos como cartagineses y romanos, de que Numisio había encontrado en Beliasca una regular colección, formada por el padre de Siricia y algunos otros de sus antepasados.

Eran, por otra parte, los autores de re militari, Catón, Apollodoro, Polieno, Frontino, Adriano, Hyginio, Awiano, Eliano, Onexandro, Flavio Vegecio, Julio Africano y varios más, a todos los cuales había conservado alguna afición por razón de oficio, desde sus mocedades.

Alguna vez también se le veía distraer los ocios de las noches invernales alternando el Octavius de Minucius Félix (¿Foelix?), que le entretenía muy agradablemente, con la Historia de las campañas de Tiberio Sempronio Graccho en la Celtiberia, que compuso F..., y la Biografía del emperador Theodosio, escrita por el amigo de éste, Nicomacho Flaviano, en la cual el cronista hacía un caluroso elogio, con honores de panegírico, de la parte tan principal y tan decisiva que había cabido a Numisio en la resolución del peligro godo y de las relevantes aptitudes que había desplegado y dado tan brillante señal en las campañas de Thracia.

Sus aficiones ahora habían tomado nuevo rumbo: los libros de arte militar y de agricultura habían cedido el puesto en su biblioteca a los de cosmografía y astronomía, acopiados por él. Cuando las obras de tal o cual cosmógrafo no habían llegado a ponerse por escrito o habían desaparecido por injurias del tiempo, o no había podido haberlas en el mercado de libros, recurría a otra u otras que hicieran memoria de las teorías, observaciones, conjeturas o descubrimientos del autor de la referencia. Eran éstos en Beliasca y Tarraco Thales de Mileto, Xenophonte, Anaximandro, Anaximenes, Empédocles, Pythágoras, Eudoxio de Cuido, Timeo de Socres, Architas de Tarento, Cphanto, Heráclides de Ponto, Philolas de Crotona, Diógenes de Apollonia, Demócrito, Heráclito, Hiponese, Nicetas de Siracusa, Archias de Tarento, Xenocrates, Xenophanes, Parménides, Zenón de Elea, Demócrito, Aristóteles, Aristarco de Samos, Leucipo, Avistilo, Timocaris, Autolico, Hipparco, Eratóstenes, Ptolemeo...

Numisio les oyó disputar en sus libros, y decidiendo las discrepancias, una vez leídos, se orientó sin gran trabajo sobre los problemas más intrincados o más trascendentales de la ciencia del Cosmos: sobre la composición del Universo visible, sobre la diversidad de astros, soles, planetas, satélites, bólidos, aerolitos, estrellas errantes; sobre el mundo cometario, sobre las constelaciones; sobre la galaxia (vía láctea); sobre la constitución física del sol; sobre la naturaleza física de la tierra; sobre la situación de ésta en el espacio; sobre su forma plana o esférica y su sostén o soporte; sobre su mensuración y sus dimensiones; sobre la inmovilidad de los cielos y la rotación de la tierra en torno a su eje, o viceversa, o lo que para el caso es igual, sobre la revolución del sol y demás astros alrededor de la tierra, conforme a la apariencia, o de ésta alrededor del sol; sobre el orto y el ocaso de nuestro luminar diurno y la sucesión de los días y de las noches; sobre el eje de rotación de la tierra u oblicuidad de la eclíptica; sobre polos y zodiaco; sobre residencia y destino del sol durante la noche; sobre las fases de la luna; sobre los eclipses; sobre los antípodas; sobre habitabilidad de los astros; sobre la bóveda celeste, sistemas del mundo sobre la causa de los terremotos y de los volcanes, de la lluvia, nieve, nubes, vientos y demás problemas cosmográficos y geográficos y meteorológicos, de análoga índole que venían agitándose por los pensadores y naturalistas desde diez o doce centurias antes y que encierran el secreto del Universo entero.

Numisio había llegado tarde a saludar esta rama selecta de las disciplinas humanas; pero penetró en ella con arrestos juveniles y todo el ímpetu de una fuerza natural, decidido a rescatar el tiempo perdido y forzar al Universo a que le revelase su enigma so pena de rasgarle el velo que se lo celaba. A fuerza de revolver papyros y dormir noches y noches sobre ellos, vino a absorberse en esta interrogación: «Más allá de las últimas estrellas, al otro de las últimas constelaciones, ¿qué hay?» Los libros no pudieron satisfacerle, porque lo ignoraban; y fue sobrado incentivo para que nuestro amigo quedara ardiendo en curiosidad y jurase por los grandes dioses averiguarlo. Un niño mimado y antojadizo, enamorado de un juguete maravilloso que él no poseía, que no había visto nunca y que acaso ni existía, no habría hecho de la incógnita, en el mismo grado que él, un punto de honor. «Ella se despejará, decía, dirigiendo una mirada codiciosa a los cielos: ¡vaya si se despejará!» En su exaltación, sentíase capaz, el muy temerario, de hacer la operación cesárea a la propia Vía Láctea, preñada de mundos, y forzarla a alumbrar una Urania más complaciente que la huraña e inabordable hija de Mnemosina y persuadirla a que nos rinda su secreto... sin hacerse desear más.

Hacía algún tiempo, sobre todo desde su vuelta de Byzancio, venía consagrado a investigaciones prácticas de carácter industrial, particularmente sobre el vidrio; a cuyo efecto se instalaba por temporadas en su fábrica de Mataró. Sus primeros trabajos fueron encaminados a sustituir la acción de la máquina al incansable sistema del soplo, y en general al trabajo manual, en la elaboración del vidrio. No llegó por el momento, con sus procedimientos mecánicos, a resultados satisfactorios en ese orden; pero a fuerza de manipular, con el sentido avivado, el material vítreo, luego que se hubo familiarizado con él, vino a fijar la atención en algunos defectos de la preciosa substancia elaborada, bolsas, ampollas, etc., y sus cualidades ópticas, convencido por lo que veía, de que en ellos había latente un medio desconocido de aumentar artificialmente, en muy considerable proporción, la potencia del órgano visual, así respecto de los cuerpos epitelúricos colocados a nuestro alcance como respecto de los astros y ensanchar por este medio el horizonte de los conocimientos humanos129

Llevóle esto como por la mano a emprender una larga serie de experimentos sobre los espejos cóncavos, hermanos de aquellos que el genio de Arquímedes había ennoblecido y de cuyas singulares propiedades ópticas había escrito Séneca, como asimismo sobre las lentes de vidrio cóncavas, convexas y biconvexas. En tanto no se salía del microscopio simple, usado ya desde siglo remoto, y de aplicarlo directamente a los objetos inmediatos, todo marchaba bien; pero ¿cómo hacer otro tanto respecto de los cuerpos celestes situados a decenas, a millares o tal vez a millones de millas de distancia? El problema en tales condiciones era irresoluble.

Para vencer la dificultad, Numisio echó por otra vía: traer a sí la imagen del objeto lejano, recibirla en el foco de un espejo cóncavo, de metal pulimentado y aplicar el microscopio de vidrio a esa imagen, ya que al objeto mismo, nave o astro, no podía ser. Pero siempre tropezaba con un inconveniente: para mirar al espejo a través del ocular, era forzoso situar delante de él los ojos, y, por tanto, la cabeza; mas al hacerlo resultaba que la sombra proyectada por la cabeza obstruía el paso a los rayos lumínicos del cuerpo u objeto pesquisado, y la imagen que ellos habían diseñado se desvanecía. Era de ver la rabia con que Numisio apuntaba los puños al aparato y luego a la propia cabeza, no hallando factible, o por lo menos fácil desarticularla provisionalmente y arrumbarla en un rincón para que no estorbara. ¡Pues qué!, ¿vamos a seguir así, burlados por el arcano, por los siglos de los siglos?

Después de muchas trazas y probaturas, ocurrióle imitar un vulgar recurso de estrategia la más elemental, y fue no atacar la imagen fugitiva de frente, sino de flanco. A1 efecto, perforó lateralmente el gran tubo, abriendo en él una mirilla, y trasladó a ésta el ocular. ¡Eureka! ¡Ya los rayos lumínicos del objeto enfocado y observado tenían libre acceso al espejo reflector sin obstáculos intermedios; ya la imagen del astro y la cabeza del observador habían dejado de ser incompatibles y podían simultanear!

¡El patricio Turnovense acababa de inventar el ojo artificial, objeto de sus ansias, lo bastante poderoso para penetrar con él en la región de lo invisible, inundarlo de luz y revelarlo a los humanos! Mediante él, decía, las 1.026 estrellas que ahora conocemos, catalogadas por Hipparro y Ptolemeo, se contarán por millones; en vez de una galería o vía láctea nebulosa, se nos aparecerán docenas, y su luz, aparentemente difusa, se resolverá en enjambres de soles infinitos; los cinco o los siete planetas se convertirán en cientos, si tal vez no en millares; se verán distintivamente sus lunas o satélites, como asimismo los vegetales, los animales, los monumentos de arte humano y los seres humanos mismos de que han de estar poblados, pues no hay que pensar que en tan ruin glóbulo (planeta) como el que habitamos se haya agotado el poder creador del Universo; se alejarán las fronteras de nuestro firmamento estrellado, limitado ahora nada más por un accidente pasajero, cual es el escaso índice de nuestra vista. Podremos entonces dedicarnos a escudriñar el origen de esos tropeles de globos rutilantes, sus dimensiones, sus masas, sus distancias, sus movimientos y velocidades, sus conexiones recíprocas, su destino, las leyes de su evolución, como hemos escudriñado y descubierto la atracción ejercida por el planeta sobre los cuerpos epitelúricos y los sistemas de fuerza centrífuga y centrípeta que determinan el equilibrio de los astros en el espacio, vislumbrada ya por Platón y por Ptolemeo y desarrollada con posterioridad a partir de Plutarco y de Numisio mismo.




ArribaAbajoEl velo de Urania se descorre

En su casa y jardín de Tarraco, Numisio había mandado edificar una encumbrada espaciosa torre que dominaba el mar y se levantaba por encima de los edificios circundantes, disfrutando un horizonte muy amplio y despejado. En ella había alojado, según queda dicho, un espejo de grandes dimensiones, traído de su fábrica de vidrio, y un tubo de anchura proporcionada y muy largo, tal como venían usándolo desde muchos siglos antes los exploradores del cielo.

Repasó el espejo, afinando su curvatura y su pulimento, lo acomodó en el fondo del tubo, aseguró los soportes de éste, ajustó en su sitio el ocular. Ya no era aquello un mísero caño de madera, como el de Hipparco; el prócer tarraconense había tenido la fortuna de dar el salto desde el microscopio simple al telescopio.

Por fin, enfocó con su aparato los infinitos espacios siderales.

¡Nunca lo hiciera! En el mismo punto, el pequeño firmamento cristalino de los antiguos pensadores, filósofos, cosmógrafos y poetas estalló en pedazos; parecióle que a su vista, un nuevo Universo acababa de surgir de la nada al conjuro de su invento creador; que sobre el escenario de los cielos, el velo que encubría a Urania (a Isis?), y que nunca habían contemplado los humanos, se descorría, semejante a un telón de grandor suficiente para nublar y tapar ese reguero de mundos llamado galaxia (vía láctea), larga de más de un millón de veces el radio de la órbita terrestre, y unas cuantas docenas de vías lácteas más; -y he aquí a nuestro hombre deslumbrado, pasmado, fascinado, sin saber adónde dirigir primeramente la vista y la atención. Por el campo de su telescopio desfilaban solemnemente, constelando las regiones etéreas, miriadas de astros y aglomeraciones de astros, cuáles nimbados de oro, resplandecientes de fina y relumbrante pedrería, cuáles engalanados con torbellinos de color, así como de auroras boreales y arcos iris, anillos saturnianos, penachos de cometas flamígeros de millones de millas de longitud, pintados por la luz, esta hada polícroma del Universo eternamente creadora, atmósferas llameantes, polvo de soles en formación, irisaciones de cordilleras vitrificadas, fantásticas aureolas crepusculares, espectros estelares, plumajes de los trópicos, las mágicas floras etéreas tachonando con corolas de zafiro y arrebol los paraísos, campos elysios y floridas praderas del Cielo; joyeles de una magnificencia sin igual cual nunca los fantasearan los más fabulosos Nababs. Pasaban, más lejanas, refulgentes escuadras de aerostatos de diversa configuración y colorido, cruzando sus fulgidos vuelos en los océanos sin límite del éter recorridos por ellos; sistemas de sistemas de mundos, trenzando entre sí sus órbitas, con dos o más centros de atracción y de gobierno de planetas, asiento cada uno de una humanidad; luminosas selvas de orbes cuyo ramaje se resolvía en estrellas dobles, triples y cuádruples, que giran en derredor de un centro común de gravedad, en el incesante trabajo de renovación y creación. Pasaban nuevas floraciones de mundos, y otras tantas, y otras tantas, en número incontable, arrastradas a través de los espacios celestes, por fuerzas ignotas, en el torbellino de la vida universal, sin tropezar nunca con un muro o un cercado que marque algún límite a las profundidades del espacio insondable; enjambres de soles que escintilaban y refulgían más aún que la antorcha de nuestro mismo Sol, glaucos, azules, rojos, áureos, purpúreos, rosáceos, naranjados, smaragdinos, recorriendo raudos sus trayectorias infinitas y destacándose sobre el no medido e inconmensurable panorama del firmamento constelado y la prole planetaria que gira en torno de su esfera, sin contar, pared por medio de nuestro diminuto globo terráqueo, el rutilante luminar de nuestro día, sugeridor y personificador de los dioses redentores de todas las religiones orientales, desde Vishnú y Budha, Serapis y Horo, hasta (a) Mithra, Dionysos, Sabazio y Cristo; nebulosas espirales, globulares, cónicas, piriformes, irregulares, cuya luz tarda millones de años en llegar a la tierra, tan lejos están de ella, y de los cuales se proyectan incesantemente cataratas de mundos incubando nuevas explosiones de vida orgánica y de humanidad.

Gigantescos soplos de titán, que apagaban un mundo decrépito, cansado y frío, y lo reducían a caos y substancia cósmica, materia para una nueva génesis; globos incandescentes que se resolvían en un solo cráter inflamado y en una sola erupción; y globos aureolados por una sucesión infinita de cráteres refrigerantes que se tocaban unos a otros, iluminando y engalanando, a modo de lámparas suspendidas de la bóveda celeste, la superficie entera del astro, y sus anillos, y sus lunas, con rocas y metales en fusión, y al otro lado de los soles y galerías aproximados y revelados por el telescopio, otra vez el infinito inexplorado e invisible, pronto a entreabrirse y alumbrar nuevas inmensidades, nuevos cielos, sin que a un más allá siguiera nunca sino otro más allá; y por todas partes infinitos de poesía, la excelsa epopeya de los Cielos, a cuyo lado la gigante epopeya del Universo, a cuyo lado las de Valmiki y Homero, Fidias y Zeuxis, Sófocles y Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Ptolemeo, Kopérnico y Newton, son como otras tantas insensibles pulsaciones y llamaradas confundidas en una vibración común...




ArribaAbajoNumisio entra definitivamente en el Nirvana

Numisio miraba sobrecogido, sin conciencia de sí propio, aunque no del todo impasible, recibiendo las impresiones del Cielo con la misma inconsciente pasividad con que pudiera recibirlas la lente del ocular. No le quedó bastante serenidad y reflexión ni aun para preocuparse de la economía de las esferas.

Un instante hubo en que se recobró de aquel pasmo, o porque se le abriese espontáneamente el sentido, o porque se hubiese hurtado con esfuerzo sobrehumano al hechizo de aquel mágico cuadro, y pudo exclamar: «¡Con cuanta razón nuestro Macrobio ha señalado figuradamente, como galardón a las almas en la otra vida, la contemplación de los astros, las leyes eternas del mundo, la naturaleza abierta, sin ningún secreto para ellas!»130. ¡Fueran entonces a decirle a él que nuestro enano planeta, con su caquéxica humanidad, era centro y eje del Universo y la obra maestra de la Creación!

Pero en seguida, pasado ese relámpago de lucidez, como mariposa a la llama de la lámpara,

dejóse otra vez atraer al telescopio, donde se abrasaba las alas, y ya no supo desprenderse más de él. Presa a influjo del vértigo, había perdido el sentido de la coordinación, y aun el de la propia personalidad y domino de sí mismo, y quedó entregado sin defensa a la fatalidad de su invento. Ebrio de luz, su sed se hacía más rabiosa al mismo compás en que la iba saciando. Ya desde el primer instante, la esplendorosa visión del infinito habíale producido una emoción de tal intensidad, que amenazaba fulminarle. Aplicó con todas sus fuerzas ambas manos sobre el corazón, que quería saltársele, y aun pedía más, siempre más, y se apretaba contra el tubo, como si quisiera introducirse en él para asomarse directamente a aquel ingente balcón y otear desde él los mundos de la otra orilla o ir a bucear en los abismos del Cielo o a sumergirse y disolverse en aquel océano de mundos a que el género humano va abriendo los ojos con lentitudes milenarias. En un instante pudo mirársele transfigurado. Había visto cara a cara al Dios de Plinio, el Cosmos infinito y eterno, padre de toda criatura, autor de todos los progresos de la civilización.

La novedad le había cogido de sorpresa, habíale faltado continencia, y allí seguía adherido al cristal revelador, bebiendo ansiosamente aquel licor de vida que lo consumía y asesinaba. Al cabo de los años, su afección cardiaca reaparecía exacerbada, dejándole sin aliento; se sofocaba. Aquí, aquí, murmuraba entrecortadamente, mirando con fijeza al resplandor infinito; aquí está la luz, aquí la vida, aquí el Hacedor, aquí la gloria, aquí la religión, aquí algo más grandioso que todas esas concepciones pigmeas, Jove y Jehováh; aquí lo que aventará en cenizas todas las aras...

Y se repitió el caso de Semelí, la madre de Braccho, abrasada en el palacio de Cadmo por la sola aparición del tonante Zeus, el rey del Olimpo, en todo el esplendor de su gloria. Un último centelleo de vida, una última convulsión, un estremecimiento de todo su ser, y Numisio cayó de espaldas sobre la azotea del observatorio, arrastrando en pos de sí el aparato telescópico a que estaba agarrado. Al desprenderse de él y recobrar el soporte central su posesión, el enorme tubo osciló e inclinándose sobre el prestil dio media vuelta en el vacío y se precipitó en el jardín, revuelto con las ramas desgajadas de un ciprés majestuoso que crecía junto a la torre, para ir a formar al pie un informe montón de astillas.

Numisio había entrado definitivamente en el Nirvana.

A su lado se encontró en el suelo un ejemplar del colosal poema latino de Lucrecio Caro de Rerum natura, que había rodado desde la barbacana, abierto por aquel verso que parecía escrito exprofeso para Numisio:

Foelix qui potuit rerum cognoscere causas

En otro ángulo de la azotea o mirador, resguardado del sol y de la lluvia, se hacinaba el material a medio labrar que guardaba para seguir trabajando en la máquina voladora que le andaba por la cabeza desde que tuvo conocimiento de la paloma artificial construida por el filósofo pythagórico Archytas de Tarento en el siglo IV, antes del Imperio, y dada al olvido después.

Ni Numisiano, ni su parentela, ni su servidumbre pudieron nunca sospechar de que había fallecido el señor de Turnovas.

En cuanto al telescopio, la humanidad quedaría ignorándolo, como antes, hasta que lo inventase otra vez, como efectivamente lo inventó, doce siglos después, por órgano de Galileo.




ArribaCorrespondencia entre muertos

No sabemos qué punzantes preocupaciones le habían acibarado la existencia en esta última etapa de su vida, fuera de la del telescopio, que seguía resistiéndose tenazmente, y la del Imperio, que se precipitaba a su fin, sin que nadie lo viera ni se alarmara, fuera de Numisio mismo y acaso de dos o tres personas más. El hecho es que en obra de seis años había envejecido veinte; contaba cuarenta y dos años y representaba más de sesenta. Se habría dicho que algún fuego interior, avivado por los pesares y las contrariedades, le consumía. Su rostro marchito delataba el más profundo abatimiento y la más negra melancolía. Esta pasión de ánimo se había acentuado particularmente en los últimos meses: no vivía más que hacia dentro; si algún átomo de vida chispeaba aún al exterior, esa se le había concentrado en los ojos, que todavía relampagueaban a trechos con alguna llamarada de pasión.

Hacía horas que había ocurrido la catástrofe del observatorio cuando llegaba a Tarraco un correo del Emperador, llevando una misiva de Theodosio para Numisio, escrita en Italia a los pocos días de la victoria alcanzada sobre Eugenio y Arbogasto el 6 de Septiembre de aquel año 394. El sentido de la epístola imperial era como sigue:

«Después de dos años y tres meses, no diré de reinado, de tiranía, el nuevo usurpador Eugenio ha recibido la muerte de mano de sus propios soldados; Flaviano ha sucumbido combatiendo en las avanzadas de Aemona; Arbogasto se ha hecho justicia a sí mismo, suicidándose. Pero van saliendo demasiado al pie de la letra tus predicciones para que me sea lícito descansar sobre el triunfo decisivo del Frigidus131. Esto no se acaba nunca, nunca: el trono está cercado de asechanzas; ya dicen si Stilichón... Hay para preocuparse... para que nos preocupemos, querido Numisio. El santo anachoreta de la Thebaida Juan de Lycopolis, a quien Eutropio no pudo arrancar a su soledad para traerlo a la Corte, vaticinó que nuestras armas triunfarían del usurpador, y que luego de obtenido el triunfo acabaría yo mis días en Italia. Por la misericordia de Dios la victoria ha sido lograda: la segunda parte del pronóstico no se hará esperar. Tengo el presentimiento de que estoy acabando, pero que mi obra no está acabada y temo que todo va a volver a su anterior estado. No me inquietaría ello si no fuese el Imperio, si mi Arcadio y mi Honorio no fuesen aún dos adolescentes sin experiencia de la política ni de la vida. Me parece como si ellos y yo, y con los tres el Imperio, camináramos por una cuerda floja tendida sobre un abismo...

«¿Te compadecerás ahora de nosotros y de Roma? Acepta mi puesto de Augusto, y con él la tutela de Arcadio y de Honorio, para los cuales restableceremos la dignidad de César, caída en desuso. Aquellos godos, el otro gran peligro que se anuncia como inmediato, tú sabes manejarlos, prevenirlos y mantenerlos en la razón. Te escribo a la desesperada: escúchame como si oyeses una voz salida de ultratumba. Acuérdate a tu vez de Camilo (se refería a algo de la entrevista de Cauca que el lector no ha podido olvidar) y ten presente que tú eres un desterrado voluntario, que ni siquiera has recibido, como Camilo, agravios de tu patria... No vaciles ni tardes. Quedo aguardándote.»

Hasta aquí la carta de Theodosio. Ya hemos visto cómo el destinatario no llegó a leerla: los mensajeros imperiales hallaron a éste de cuerpo presente. A haber vivido, es posible que no hubiese desairado al príncipe como las otras veces: los razonamientos de su hijo Numisiano en Turnovas, en ocasión de la visita de Paulino y Prudencio dos años y pico antes habían labrado en su ánimo, y más de una vez pensó si efectivamente no habría sido una defección a Roma su exagerada repugnancia a ejercer el poder y el haber negado a Theodosio su concurso personal para poner orden en las instituciones imperiales, tan desviadas de la razón en Occidente y formar un cuerpo de gobernantes expertos y probos cuanto cabe en la humana pedagogía. Más habría hecho cuando hubiese advertido en el pergamino la huella de algunas lágrimas que le habían saltado al angustiado príncipe mientras escribía la carta.

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Cuatro meses después de la batalla del Frigridus (5 Septiembre de 394 a 17 Enero de 395), hallándose en la ciudad de Milán, a los cincuenta años escasos de su edad, falleció Theodosio, agotada su fuerte constitución por el excesivo trabajo, las guerras, el lujo, los placeres y una hidropesía de pecho, sin haber regido el Imperio más que diez y seis años, después de haber ordenado su sucesión y dividido el orbe romano en dos únicas porciones, asignando el gobierno de la primera, o sea el Imperio de Oriente (provincias de Thacia, Asia Menor, Syria, Egipto, desde el bajo Danubio a los confines de la Persia y de la Ethiopía, con más la mitad de la Illyria y las dos grandes diócesis de Macedonia y la Dacia), al hijo mayor Arcadio, de diez y siete años de edad, y, el de segunda, o sea el Imperio de Occidente (provincias de Italia, Galia, Hispania, Islas Británicas, África, Illyria occidental, con más la Nórica, la Pannonia y la Dalmacia), a su otro hijo, de once años de edad, Honorio, dándoles por tutores, respectivamente, a Rufino y el conde Stilichón, casado con Serena; la renombrada sobrina de Theodosio.

Antes de que su cadáver fuese trasladado a Byzancio para ser inhumado en el mausoleo de Constantino, llegó a Milán la respuesta de Numisio a la epístola del príncipe que acabamos de transcribir. Cuando Numisiano hubo desembarcado en Tarraco, y se procedió a la apertura del testamento de su padre, encontróse con diversas cláusulas destinadas al Emperador. Aún vivía éste a la sazón, y Numisiano se apresuró a trasladar una copia de los párrafos pertinentes a la corte de Milán, despachando al efecto dos mensajeros por la posta oficial.

El testamento, en esa parte, decía así:

«Incluso en tus desvaríos político-religiosos, y en tus dañados pactos con los godos, has procedido con sinceridad y buena fe. No has sido un histrión como Octavio Augusto, hay que hacerte esa justicia. Por desgracia, tampoco has sido el hombre macizo, equilibrado y de cuerpo entero, intérprete ideal de su pueblo y de su tiempo, que fue, verbigracia, Aelio Trajano. Bien sabes cuánto he ambicionado que lo fueras. No te ha cumplido ser eso que el Imperio necesitaba, o lo has sido sólo en una mitad. Por eso has sabido mantener la balanza en el fiel durante diez y seis años, sin dejarla caer del lado de la barbarie, cierto, pero también sin haber acertado a inclinarla resueltamente del lado de la civilización, del lado de Rema. Te lo digo, por si te está bien rectificar tu obra: pocos lo celebrarían tanto como yo. Porque hasta la fecha, ha sido tu gobierno para el orbe romano una gran decepción. Tu reinado no es una edad nueva del mundo; apenas sí representa otra cosa que un respiro momentáneo. Los cortesanos y panegiristas que han principiado a cognominarte el Magno te engañan.

«Saber mirar lo presente con los ojos de lo porvenir, sin volver la espalda a lo pasado, es condición sine qua non para ser hombre de Estado en un pueblo caído que quiere redimirse y levantarse. Por desgracia, tú no has sido ese estadista ideal; tú no te has alzado nunca por encima del accidente; no has tenido nunca programa para conducir los sucesos, antes bien, te has dejado complacientemente conducir por ellos sin otro mentor que la rutina. Tomaste partido por la novedad, por lo que estimabas presente, y al dejarnos sin pasado, perseguido y extirpado sistemáticamente por ti, te has quedado y nos has dejado por el mismo hecho sin presente y sin porvenir. Lo único en que has demostrado iniciativas y voluntad ha sido para mal: la intolerancia religiosa.

«Has hecho de Ambrosio [San Ambrosio] el andariego obispo de Milán, que lo mismo hace a Máximo que a Eugenio, así como un asociado a la púrpura; y Ambrosio ha introducido su espíritu sectario a los dominios de la vida civil y del Estado: con someterte a su inspiración, has acabado de disolver los ya desmedrados vínculos morales que daban aún alguna fuerza y cohesión al Estado; has acabado de relajar las internas energías del espíritu nacional y su unidad. Nadie, fuera de Ambrosio mismo, podría aprobar tu actitud violenta e intransigente ante el Senado, en tu reciente viaje a Roma, confirmándote en tu injusta prevención y enemiga contra el paganismo. El Senado ha tenido entera razón contra ti. Yo no diré que la causa del Imperio vaya indisolublemente unida a la causa del paganismo, como pretende el partido de sus adeptos; digo, sí, que va unida a la causa de la libertad de conciencia, que encontraste respetada y practicada por todos tus antecesores, desde Constancio Chloro hasta Gratiano. Yo en tu caso me declararía neutral, o mejor dicho, me inhibiría de conocer, como caso extraño a mi jurisdicción, y eso sería propiamente gobernar. En buena hora triunfe el cristianismo, pero triunfe por su sola virtud: si los ciudadanos romanos quieren abandonar su viejo culto y sustituirlo por otro, háganlo, pero ellos sponte sua; no lo haga sin su voluntad, y menos contra ella, el Estado oficial, o digamos el Emperador. Sean pocos o sean muchos los del uno y los del otro bando. Las campañas de Cynegio y sus émulos contra los templos paganos y tus leyes prohibitivas de 391 y 392 han sido una afrenta y un atentado contra las conciencias no menor que la execrable cuan bárbara sentencia de Máximo, en Treveris, contra los Priscilianistas, y ¿qué digo?, más grave, más brutal que la misma matanza de Thessalónica -ya ves si es un colmo;- y ese atentado contra las conciencias, desde el punto de vista político, envuelve un delito de lesa Roma y de lesa humanidad, siendo un agente de disolución y allanando el camino a los bárbaros. Cuando creías socavar los cimientos de una fe, socavabas los cimientos de un Imperio: ¡de un Imperio que tantos sudores y tanta sangre ha costado a nuestros padres fundar en la sucesión de los siglos! Me apesadumbra que sean españoles los autores de una tal impiedad, que hace retroceder medio milenio, si tal no mucho más, al género humano.

Dudo mucho, Theodosio, que quede aún remedio para Roma: cierto, el roble conserva aún toda su apariencia, pero labra ya dentro la carcoma. Por lo mismo habrás de reconocer que el Imperio necesita bálsamos de otra virtud y más robustos puntales que los que tu sangre puede suministrarle. Pero te conozco demasiado para no anticiparme a lo que te ocurrirá hacer. El fanatismo por tu fe te cegó y el fanatismo por tu familia te ciega, no dejándote en ninguno de los dos trances obrar en razón. Tratas de sacrificar el Imperio, no siquiera a tu prole, sino a tu vanidad, a sabiendas de que tus retoños, al menos hoy por hoy, no sirven para el oficio. En otra cláusula te he hecho ver que tú, en tanto que gobernante, has mantenido con fortuna la balanza en el fiel durante diez y seis años sin dejarla inclinarse del lado de los godos ni del lado de los romanos. Pues bien; haciendo ahora lo que dicen que vas a hacer, considerar el poder público como una propiedad privada y traspasárselo a tu progenie, desequilibrarás por fin la balanza, pero no en bien, sino para hacerla caer del lado de los bárbaros. Con fatiga infinita levantaste el Imperio caído, pero como quien levanta un castillo de naipes para darse el gusto de derribarlo otra vez soplando sobre él en la última hora y entregándolo inerme al enemigo por el medio de nombrar, con título de tutores, dos emperadores efectivos de las condiciones morales de un Rufino, según se susurra, y dos emperadores honorarios, Arcadio y Honorio, de quienes está dicho todo con decir que cuentan once años de edad el uno y diecisiete (o dieciocho) el otro.

«Te subes a la parra y acudes al reparo con una ley arbitraria y cruel, porque algunos súbditos tuyos sacrifiquen a las deidades de sus padres un becerro o un gallo; y tú no vacilas en sacrificar al lustre de tu apellido, o lo que es igual, en aras de esos otros númenes, Arcadio y Honorio, no digo un gallo, no un toro o una hecatombe, sino todo un Imperio, que es decir una porción considerable del planeta. Porque es imposible que un hombre de tu seso y claridad de juicio se haga la ilusión de que esa división del cetro en dos sea una solución, de estimar viable un Imperio, encima de escindido, entregado a la dirección de dos muchachos sin mentalidad, sin estudios y sin experiencia.

«De instrucción pública ya te dije sobrado en nuestras entrevistas en Byzancio, y sólo me ocurre añadir en apoyo del sistema entonces propuesto, que no constituía él ninguna temeridad ni ningún sueño, pues Charondas, legislador de Catania, hace ya mil años, instituyó maestros de primeras letras por cuenta del Estado y declaró obligatorio para todos los ciudadanos el aprendizaje de la lectura y la escritura.

«Preguntarás: ¿qué es lo que deberías hacer, o más bien haber hecho?

«En substancia, dimitir a Ambrosio, para que se vuelva a sus sermones y a sus cánticos; confinar a Alarico en Agysimba, del Desierto libyco (Sahara), o en una isla de los Antípodas, de donde no pueda volver a salir; ascender a Rufino a la horca; mandar a tus hijos con una buena pensión a Cauca, volviendo a las instituciones imperiales de Diocleciano; asociarte en el trono a Stilichón, que ciertamente no llena la medida del gobernante ideal, pero que es único, lo menos defectivo e incompleto en cuanto se descubre al sentido en todo el horizonte sensible, además de ser algo de tu parentela. Si para hacer eso hace falta ser héroe, sé héroe; apiádate de Roma y mira por tu obra, ya que no digamos por tu memoria o por tu nombre, que esto es lo de menos...

«Poseías muchas de las virtudes y de los talentos que fueron patrimonio, característica y ornamento de los grandes emperadores del siglo II; pero tu sectarismo teológico, dogmático y ortodoxo, tus arrebatos y tu crueldad, y tu carencia de arte para conocer a los hombres -sean ejemplo Rufino y Alarico,- los han esterilizado. Si no hemos rodado ya toda la pendiente, si el mal no se ha hecho, como temo, incurable, sólo por esas vías podría quizá ser combatido con éxito y restaurado el Imperio. El cual necesitaba de todas aquellas virtudes y de algunas más, pues ni aun aquéllas, por sí solas, habrían bastado. Si no lo haces así, o hecho, resulta que es tardío, ten por seguro que tú eres el último sucesor de Octavio Augusto, y aún más, que la historia de Roma hace punto final en tu persona. Los vates de la Corte te cantarán complacientemente, decorándote con dictados épicos, como el de Restaurador del Imperio y segundo fundador de Roma; pero la posteridad rectificará cognominándote Sepulturero de la patria. Habrás tenido la gloria de precipitar la caída final de la decrépita cabeza del Orbe y destruido el instrumento más potente de civilización y de progreso que hasta hoy ha acertado a crear el genio de la humanidad.»

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El mensaje póstumo de Numisio llegó póstumamente también: el 17 de Enero (año 395), Theodosio había expirado en su palacio de Milán, sin haber podido leer los nobles avisos y admoniciones y los temerosos presagios de su malogrado amigo, que estaban aún de camino. Ahí acabó esa que pudo parecer una correspondencia entre muertos, escrita de ambas partes sinceramente, para que surtiese efecto en la realidad de la vida pública, pero que por un accidente desgraciado quedaba reducido a categoría de testimonio, útil sólo para documentar un trascendental episodio de aquel final de siglo.

Fue una desgracia que Theodosio y Numisio no hubieren acertado entenderse doce o diez y seis años antes, cuando fue sazón: entre los dos habrían acaso salvado la integridad, la personalidad y la organización social y política de Roma, ganando para la civilización y para el progreso los ocho o diez siglos perdidos por aquel enorme retroceso debido a las invasiones germánicas y al triunfo inorgánico del nuevo polytheísmo galileo extraño a las tradiciones y al genio de la raza.






 
 
Fin del autor