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Pedro Antonio de Alarcón



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A mis hijos
Paulina, Pedro, Miguel, Carmen
y Petra

Recuerdo de su amantísimo padre
PEDRO.






ArribaAbajoMás viajes por España


ArribaAbajo- I -

De Guadix a Granada


Los tres primeros viajes de mi vida fueron en burro, esto es, a la morisca pobre... ¡Mi buen padre, que santa gloria haya, tenía demasiados hijos para tener también muchos caballos!

El burro... de regalo (llamémosle así) que su merced nos había cedido a los muchachos más pequeños, y en que solíamos ir, por turnos de dos y hasta de tres jinetes simultáneos, a comernos, al pie de fábrica, las uvas de ojo de liebre a que debía su celebridad nuestra inolvidable viña de las Angosturas de Paulenca, llamábase Lucero, y fue el que me sirvió de cabalgadura para los mencionados tres viajes.

Principiaron éstos por una excursión de dos días, que hice en calidad de escudero de mi propio padre, al Marquesado del Cenet, o sea a varios pueblecillos enclavados en las faldas septentrionales de Sierra Nevada... ¡Catorce años tenía yo entonces, y aún me parece estar viendo los amenísimos barrancos de Gérez y de Aldeirey las inmensas moles de hielo del Mulhacem!... ¡Tal impresión dejaron en mi ánimo! También recuerdo vivísimamente el soberbio Castillo de Lacalahorra, alzado sobre el pueblo del mismo nombre... Data el Castillo de los días de la Reconquista; pertenece a los Duques del Infantado, y habitábalo entonces un su deudo y administrador... Mohosas armaduras de los últimos tiempos de la espada y gruesísimos cañones de los primeros tiempos de la pólvora hablaban allí todavía de antiguas y santas guerras, y realizaron, por tanto, a mis ojos de poeta incipiente, todos los cuadros bélicos que ya había yo imaginado y soñado, leyendo, a escondidas de mis juiciosos padres y maestros, las Novelas de Walter Scott, una detestable traducción en verso castellano de La Jerusalem libertada y la Historia del Rebelión y Castigo de los Moriscos, escrita por Mármol; libros que me prestaba en secreto una señora casi mayor, medio casada y medio viuda, que habría sido totalmente guapa, y que aún cuidaba mucho sus manos, sus dientes y su calzado; la cual se complació largo tiempo, no sé por qué, en aumentar mi afición a lo heroico y maravilloso, para acabar luego por darme a leer ciertos librejos menos ideales y cristianos... que constituían el fondo reservado de su biblioteca.

Mi segundo viaje en burro fue a los Baños de Alicún, distantes seis o siete leguas de mi ciudad natal, y a donde no fui a bañarme, aunque Alicún, en árabe (según Nebrija), quiere decir «la Salud», sino escapado del hogar paterno (primera salida mía a lo D. Quijote), a fin de admirar, en unión de otros zagalones imberbes, caballeros también en sendos jumentos, las grutas de estalactitas y estalagmitas donde nace el agua bicarbonatada cálcica que hace allí milagrosas curas desde la dominación de los Moros... inclusive. Perfectísimamente recuerdo la emoción poética que me causó esta romería... ¡Si Sierra Nevada, pocos días antes, me había parecido la Amaltea andaluza, depositaria de la abundancia y la fecundidad, las grutas de Alicún, situadas al opuesto confín de la diócesis en que vine al mundo, me parecieron los Reinos de la Muerte, quiero decir, los Infiernos de Plutón (de que ya me había hablado Virgilio durante el segundo curso de latín), o más bien nuestro propio Infierno católico, que por entonces era mi única y constante pesadilla.

Tercero y último viaje en burro: a Granada, el otoño de aquel mismo año (1847), a graduarme de bachiller en Filosofía.

¡Granada!... En muchos libros he hablado de su hermosura, superiormente descrita además en prosa y verso por grandes literatos de todas las naciones... Me limitaré, pues, aquí a declarar, lisa y llanamente, que nada he visto en España, ni en Francia, ni en Suiza, ni en la hechicera Italia, que sea comparable con aquella vega siempre verde, con aquellos cármenes siempre floridos, con aquella sierra siempre nevada, con aquellas nobilísimas torres de color de oro, con aquel Palacio soñado por los genios de Oriente y con aquel cielo de amor que todo lo cobija; y, dicho esto acerca de la antigua corte de los Alhamares, paso a hablar del camino, nada más que del camino, de Guadix a Granada.

Setenta y nueve veces lo he recorrido, la mayor parte de ellas a caballo, y ni una sola han dejado de maravillarme los singularísimos y variados cuadros que ofrece a la vista aquel trayecto de diez leguas escasas. Principiad por haceros cargo de que el tal camino corta, a media altura, el más importante estribo de la colosal Sierra Nevada, en cuyos misteriosos barrancos penetra, cuyas vírgenes aguas ve saltar espumantes de risco en risco; a cuyas pedregosas cresterías asciende, por cuyas plácidas mesetas se dilata, en cuyos encinares a las veces se oculta... Comienza la ascensión, al terminar el redondo valle de Guadix, por la pendientísimaCuesta de Diezma, trazada en zig-zag sobre una masa de arcilla, que forma como la peana de la verdadera Sierra y que no es más que el sedimento resultante de diluvianas inundaciones. Posteriores aguas torrenciales, que necesitaron salida, rompieron a su vez, a todo lo largo y en toda su profundidad, esta masa arcillosa, abriendo allí cierta especie de tajo de mis pecados, por cuyo borde meridional pasan hoy (¡demasiado cerca!) las redobladas eses del camino, mientras que la opuesta pared del pavoroso derrumbadero recrea vuestros ojos, y como que os seduce y atrae, con el mayor prodigio de toda la jornada; prodigio tan singular y raro, que el buril lo ha reproducido en muchos libros de viajes, así nacionales como extranjeros.

Porque es el caso que las lluvias, al caer sobre aquella pared vertical, han labrado la greda, ora por percusión oblicua, ora por filtraciones iniciadas en lo alto, fingiendo, en una extensión de media legua, las más elegantes y menudas tallas de la arquitectura gótica -junquillos, hornacinas, doseletes, agujas, portadas, torres;- y, como la greda o arcilla tiene igual color que el mármol viejo, resulta completa la ilusión con que se admira aquel interminable templo sin culto, denominación ni fieles, que parece pertenecer a un mundo fantástico.

Casi a la mitad de la jornada, después de pasar unos medrosos encinares, llamados el Chaparral de Diezma, y poco antes de llegar a la más poética y morisca de todas las ventas andaluzas, cuyo justificado nombre esEl Molinillo, hay dos cerros que sirven como de tambores o contrafuertes a la gran ciudadela central de la Sierra y que también son dignos de largo estudio... ¡Todos los colores y matices de que nuestra madre y profesora la Naturaleza hace gala en minerales, flores y plumas, están allí, como en paleta de pintor, mezclados, pero no confundidos!... Parecen, pues, aquellos cerros dos magníficos y descomunales ramilletes, cuyas intensas y bien concertadas tintas recomiendo a mi amigo el eminente paisajista Haes.

Respecto de la cumbre o divisoria, llamada los Dientes de la Vieja, me referiré a las primeras páginas de mi novela El Niño de la Bola, donde (guardadme el secreto) he descrito aquel sublime paraje, sin revelar su nombre. Los tales dientes son, como quien no dice nada, las mismísimas crestas de la alta sierra, el riscoso y mellado perfil que desde lejos se la ve dibujar en el cielo, un laberinto, en suma, de blancos peñones plantados de pie en mitad del camino, a la manera de fantasmas interpuestos entre dos horizontes. Pues imaginaos ahora aquella cumbre, tal y como yo la vi por primera vez, a la edad de catorce años y pico, a media noche, a la luz de la luna, asustado, con sueño, en burro, llevando un mundo de quimeras poéticas en la imaginación y oyendo a los arrieros hablar de asesinatos y robos ocurridos cerca de tal o cual de aquellos dólmenes, y decidme si no está plenamente justificado el que treinta años después la eligiese para teatro de la presentación de mi trágicoManuel Venegas.

En cambio, nada más risueño y gracioso que el cuadro que vi al salir el sol, cuando todavía nos faltaban dos leguas para llegar a Granada. Llevábamos ya bajados por aquella parte dos tercios de la altura a que habíamos subido por la otra... La sierra iba de vencida... Sin embargo, entre la Capital y nosotros se interponía aún la estribación subalterna en que se asienta el pintoresco pueblecillo de Huétor-Santillán... Pero he aquí que de pronto los cerros comienzan a separarse, determinando una depresión triangular de la línea del horizonte y dejando ver a lo lejos una pañoleta(así la llaman mis paisanos) del horizonte subsiguiente, o sea un vistoso y alegre pedazo de la amplia vega granadina... Ocho o diez leguas de extensión, al menos por enfrente de nosotros, tendría aquella otra comarca que fulguraba, allende el maravilloso rompimiento, como un país de las Mil y una noches... «Todo aquello que ves (me decía mi buen padre, cabalgando a mi lado y dándome mucha conversación para que no me durmiera), todo aquello está más allá de Granada... La parte verde y menos distante, donde relucen aguas, es la famosaVega de la ciudad. En cuanto a la misma Ciudad, puede decirse que ya estamos casi encima de ella. Dentro de una hora descubriremos a nuestros pies la Alhambra y el Generalife

¡Granada! ¡la Alhambra! ¡el Generalife!... ¡Qué nombres para mí, que ya había leído, gracias a la susodicha señora casi mayor, la Historia de los bandos de Zegríes y Abencerrajes, por Pérez de Hita, y la novela de Martínez de la Rosa, Doña Isabel de Solís, y millares de versos antiguos y modernos acerca de la Cruzada de Occidente!... ¡Para mí, que en materias políticas (léase históricas o historiales) era entonces mucho más moro que cristiano!

Llegó, por último, el ansiado momento... Llegó el momento de descubrir a Granada, y su vega, y la Alhambra, y el Generalife, y Santafé, y La Zubia, y cien otros pueblos y caseríos, primero desde las alturas de El Fargue, y después desde las de Fajalauza... y fue tal allí mi emoción, que, para hacérosla comprender enteramente, creo lo mejor no deciros nada, sino remitiros a la admirable pintura que de aquel panorama hizo Chateaubriand en su romántica novela, de venta en todas las librerías, titulada El Último abencerraje.

Porque habéis de saber que el Moro denominado «el último abencerraje» llegaba también por el camino de Guadix cuando descubrió la Ciudad de las mil torres.




ArribaAbajo- II -

De Guadix a Almería


Prescindiendo de otras idas y venidas a caballo, o cuando menos en mulo) desde Granada a Guadix y desde Guadix a Granada, donde comencé la carrera de abogado, que muy luego dejé por la de teólogo, pues así juega el hombre con su suerte, o la suerte juega con los hombres, tócame hablar ahora de cómo ascendí a viajar en galera, o sea de mi primer viaje de Guadix a Almería, verificado en Abril de 1854.

Érase la galera de aquéllas de alto bordo, en que los viajeros no van sentados, sino tendidos, y tendidos en verdaderos colchones; galeras enormísimas, en que caben hasta diez y ocho yacentes, sin necesidad de que nadie yazga por completo encima de otro; galeras tiradas por diez o doce mulas que no han trotado jamás ni sido esquiladas ni limpiadas; galeras, dentro de cuyas bolsas, o colgando de sus varas por la parte exterior, van cajones, baúles, arcas, cestos, catres de tijera, guitarras, sartenes, calderos, trébedes, leña para guisar, y hasta un par de cántaros de agua... algunas de estas cosas en la previsión de un atranque que impida llegar a los pueblecillos o ventas del camino y obligue a vivaquear en medio del desierto.

Porque es de advertir que el camino de Guadix a Almeríano existe ni ha existido nunca más que en el nombre... Márchase la primera hora por el álveo de un río, cuando el río lleva poca agua; y, si lleva mucha, no se hace el viaje, y en paz: éntrase luego en el lecho de una rambla, si la rambla está enjuta; y, si no está enjuta, se naufraga, como pudiera naufragarse en el canal de Mozambique; pero supongamos que esté enjuta: camínase allí sobre movedizas arenas, arrastradas por frecuentes, asoladoras avenidas, dándose muchas veces el caso de que el último aluvión torrencial haya abierto profundas zanjas, o improvisado verdaderos montículos, lo cual obliga a la galera a retroceder en busca de otro derrotero; y así continúa el llamado camino, causando los correspondientes vuelcos y atascos, hasta que se llega muy cerca de Almería, donde... hace ya cosa de medio siglo que se aburren en la inacción unos comienzos de carretera.

Séame lícito detenerme aquí dos segundos para deplorar una vez más el triste destino de aquella desventurada provincia. ¡Ninguna otra hay en España, donde, a la hora presente, en el año de gracia de 1883, se desconozcan todavía, no ya los caminos de hierro, pero hasta loscoches-diligencias! Proyectos no han faltado nunca, ni faltan hoy. Carreteras principiadas hay varias. Los hijos o representantes de aquel país hacen grandes esfuerzos por remediar tal estado de cosas. Pero la situación actual es la que digo: ¡Almería está incomunicada por tierracon las adyacentes capitales de provincia y con la capital del Reino, si hemos de entender por comunicación cualquiera vía directa por donde puedan marchar carruajes acelerados! En una palabra: ¡para venir de Almería a Madrid, hay que principiar por embarcarse, el raro día que algún vapor tiene la bondad de tocar en aquel puerto, de paso para otra costa de España! ¡Lo mismo, mismísimo, ocurriría si Almería fuese una isla como la de Alborán o como la de Cuba!

Volviendo ya al camino de Guadix a Almería, o más bien a mi viaje de 1854, diré que invertí en él cuarenta horas para andar cosa de quince leguas. El primer día salimos de Guadix muchísimo antes de que amaneciera (¡y cuenta que a fines de Abril amanece ya bastante temprano!), y a las seis de la tarde, o sea catorce horas después, hicimos alto, al remate de unas llanuras estériles y desiertas, en el pueblo denominado Doña María, donde teníamos pensado dormir, pero donde en realidad no dormimos, por no entrar esto en los cálculos de las no sé cuántas miriadas de pulgas que habían adoptado la buena idea de establecerse en el Parador público, a fin de alimentarse con sangre de pasajero. En cambio salieron a relucir las tres guitarras que iban a bordo; y como entre la tripulación no faltaban dos o tres buenas mozas, y el ventero tenía varias hijas muy guapas, y érase una templada noche de primavera, y algunos apenas habíamos entrado en quintas, se bailó hasta cerca del amanecer, que, ya rendidos de sueño y de fatiga, nos acostamos todos los viajeros de ambos sexos, a obscuras y como Dios quiso, en la todavía desenganchada galera, la cual emprendió, al cabo de una hora, su segunda majestuosa jornada.

Más agradable aún que el anterior fue este otro día de viaje, pues los pasajeros nos tratábamos ya como hermanos, y algunos con intimidad todavía más dulce, mientras que el terreno iba quebrándose y hermoseándose progresivamente según que penetrábamos en la estrecha garganta que abre paso a la cálida y montuosa tierra de Almería. No recuerdo en qué venta medio almorzamos, luego que hubimos descabezado el sueño, y desde entonces fueron varias las cuestas que algunos y algunas subimos a pie, mucho más de prisa que la galera, cosa que nos permitía sentarnos a esperarla en las cumbres, si no preferíamos tomar por algún atajo o trocha que nos consintiese también descender al vallejuelo próximo en menos tiempo que las ya indicadas doce mulas: es decir, que los más sueltos y fogosos hicimos andando casi toda esta segunda jornada.

En cuanto al aspecto del paisaje, dijérase que habíamos entrado en territorio africano. Pitas e higueras chumbas mostraban sus feroces pencas en los barrancos expuestos al Mediodía, y elegantes palmeras se destacaban a lo lejos sobre un claro horizonte, ¡que ya era el horizonte del mar! Los hombres que allí nos salían al encuentro usaban, en lugar de pantalón largo o de calzón corto, aquella especie de doble enagüilla de lienzo blanco que no pasa de la mitad del muslo y que lleva el nombre de zaragüelles... y con esto y con la faja encarnada y el desabotonado chaleco de vivos colores, si no parecían moros de Marruecos, parecían moros de Trípoli o de Túnez. Las venteras, en fin, y las moradoras de los pueblecillos o aduares por donde pasábamos, nos miraban con unos enormes ojos negros en que relucían todas las fiebres de los sedientos arenales, mientras que su pálida y morenísima tez y sus gallardos cuerpos, muy bajos de talle, traían a la memoria bíblicos asuntos de famosos cuadros y grabados.

Hasta para los hijos de Granada, todo aquello ofrecía novedad y hechizo; pues hay que advertir que la provincia de Almería tiene más de levantisca y de murciana que de andaluza, ora en la vestimenta, tipo y lenguaje de sus indígenas, ora en la fisonomía y productos del terreno... Yo de mí sé decir que, lo mismo en 1854 que cuando, en 1861, después de conocer algo el África, hice a caballo mi segundo viaje a Almería, sentí allí emociones más propias de Oriente que de Europa, más semíticas que jaféticas, más muslímicas que cristianas.

Llegamos a la Capital, donde mi ilusión no tuvo límites en lo relativo a estos ideales africanos que tanto imperan siempre en la fantasía de los granadinos. Almería, con sus casas bajas y cuadradas, esto es, de un solo piso y sin tejados; con sus blanquísimas azoteas (pues allí se abusa tanto del enjalbegado de cal como en los pueblos oficialmente moros); con sus tortuosas, estrechas y entonces no empedradas calles; con sus penachos de palmeras, campeando en el aire, entre erguidas torres, sobre las quebradas líneas horizontales del apretado caserío; con su caliente atmósfera, su limpio cielo, su fúlgido mar y su radiante sol, que en aquel momento declinaba hacia el ocaso; Almería, digo, era la odalisca soñada por nosotros los poetas del otro lado de la gran Sierra; era la visión oriental que a mí me había sonreído a lo lejos, siempre que fui a conversar con lo pasado en las alcazabas y palacios moriscos de Guadix y Granada; era, en fin, un espejismo producido por la costa de enfrente, a cuyas ciudades, blancas también, y también coronadas de palmeras, fueron a morir sin poder ni ventura los expatriados descendientes de Alhamarel Magnífico, y entre ellos aquel heroico Muley Abdaláel Zagal, que llevó el título de «Rey de Almería.»

No se crea, sin embargo, que, considerada socialmente, la ciudad que describo tiene también algo de berberisca y antieuropea... Muy al contrario: es una de las poblaciones más cultas de España; lo cual proviene de que, hace mucho tiempo, se buscó la vida por mar, a falta de comunicación terrestre con el mundo civilizado, y entró en íntimas relaciones industriales y comerciales con Inglaterra, ni más ni menos que Cádiz y Málaga, a las cuales se parece muchísimo (especialmente a la última) en el orden intelectual y moral. Quiero decir con esto que las personas acomodadas de Almería viven un poco a la inglesa, piensan un poco en inglés, son tan corteses y formales como los más célebres comerciantes de la Gran Bretaña, y consideran indispensable tomar mucho té, mudarse de camisa todos los días, leerse de cabo a rabo un periódico, afeitarse, cuando menos, cada veinticuatro horas, y hablar mejor o peor la lengua de lord Byron. Combinadas estas graves formas con la viveza y gracia andaluzas (de que los hospitalarios hijos de Almería no pueden despojarse, por mucho que se afeiten y por blancos y tiesos que lleven los foques), resulta un conjunto agradabilísimo de buenos modos, ingenio, seriedad y gitanería que no inventara ni el mismo diablo... En cuanto a las hijas de la Ciudad, diré que este andalucismo britanizado no puede ser más seductor y delicioso, y que, por consecuencia de él, las almerienses (del propio modo que las malagueñas y gaditanas) son una especie de ladys agarenas, que, desde el piso alto, reinan sobre sus padres y maridos, afanados siempre en el escritorio del piso bajo...

Recuerdo que, cuando, siete años después, volví, según he dicho, a Almería, y penetré de lleno, como ya más hombre, en los mejores círculos de su sociedad, me admiré muchas veces de encontrar allí todos los encantos de los más elegantes palacios madrileños. Letras, música, política, bolsa, novedades de todo género, eran asunto familiar y constante en las tertulias de aquella ciudad semicolonial, itinerariamentedivorciada del resto de la Península... Y recuerdo también haber pasado horas de amenísima conversación y sibarítico bienestar en una especie de Casino secreto, llamado el Costum (nombre inglés desfigurado, que en español significa aduana), donde sus quince o veinte socios y tal o cual afortunado forastero se reunían a fumar legítimo habano, tomar indiscutible moka, leer excelentes periódicos y revistas de todo el mundo, y dormir la siesta en mecedoras butacas... ¡Ay! ¡Más de la mitad de los que me agasajaron se han muerto! ¡Reciban mi cordial saludo los que aún existen!

En esta segunda visita a Almería observé que ya iban empedrando sus calles, y que se edificaban muchas casas de más de un piso, al uso moderno europeo, lo cual no me entusiasmó en manera alguna, pues que privaba a la ciudad de su carácter árabe... Pero volvamos a la primera visita, a la de 1854, no sea que, por detenerme demasiado a hablar de la segunda, caiga en la tentación de referir cierto lance, que no merece pasar a la Historia, en que dos inocentes vertieron su sangre, al rayar el día, dentro de un cercado de higueras chumbas, por un quítame allá esas pajas...

Nada he dicho ni diré del efecto que en Almería me produjo la vista del mar, porque ya lo había yo contemplado en Málaga en 1853, como ya relataré dentro de poco, cuando me toque hablar de mi primer viaje en diligencia y en vapor. Por lo que toca a monumentos artísticos almerienses, os recomiendo que, si alguna vez hay camino para ir a aquella ciudad, visitéis sus viejas murallas árabes (si ya no las han derribado todas), y que os fijéis con preferencia en las de la parte Noroeste, donde también hay restos de unaAlcazaba muy notable, con hermosas cisternas, y una capilla que fue Mezquita. Tampoco dejéis de ver la Catedral, gótica de las postrimerías de este orden arquitectónico, y la cual, por fuera, más parece fortaleza o castillo que templo cristiano. Fortaleza es efectivamente, construida ex profeso por tal arte, que sirviese, como sirvió largos años, al propio tiempo que para el culto de Dios, para defenderse de los hombres; quiero decir, para rechazar a los piratas berberiscos y turcos, dueños del Mediterráneo y azote de sus costas cuando se empezó a erigir esta iglesia, lo cual fue con alguna anterioridad a la batalla de Lepanto y a la consiguiente decadencia de la piratería musulmana.

Y nada más me ocurre contar de Almería, como no sea que contiene fábricasde desplantación, de fundición, de espartos y de otras cosas; que su riqueza procede principalmente deSierra Almagrera, abundantísima en minas de plata, y de Sierra de Gador, abundantísima en minas de plomo; que, extendido hoy en sus campos y en los limítrofes el cultivo de la caña dulce, la provincia fabrica y exporta ya mucho azúcar, y que, no obstante las continuas y malhadadas emigraciones a Orán (a que sólo pondrá término la construcción del proyectado ferrocarril), la capital, que hace cincuenta años se quedó reducida a 18.000 moradores, tiene hoy bastante más de 30.000, los cuales no reciben las cartas de esta villa y corte sino a las cinco fechasde haber sido echadas al correo.




ArribaAbajo- III -

De Granada a Málaga


Éste fue mi primer viaje en diligencia... Mas no creáis que en una de esas diligencias de mala muerte, que ahora se usan, llamadas tambiéngóndolas, que sólo recorren caminillos provinciales o vecinales, sino en una de aquellas ambulantes casas de tócame roque, comparables a los antiguos navíos de tres puentes, que fueron arrumbadas por la aparición del ferrocarril, como los tales navíos por las fragatas de vapor, y que recorrían suntuosas carreteras de primer orden, venían de un tirón desde Cádiz hasta Madrid, iban de otro tirón desde Madrid hasta Bayona, y eran por ende asombro y maravilla de todos los pueblos del tránsito.

En Enero de 1853, cuando yo fuí en diligencia desde Granada a Málaga, no había en España más camino de hierro que un trozo en Cataluña y el de Aranjuez a Madrid. La diligencia, pues, seguía siendo respetabilísimo vehículo, particularmente aquéllas, como la de que se trata, compuestas de dos berlinas, interior, rotonday cupé, en que cabían veintidós viajeros, amén del mayoral, arrellenado en el pescante, y de los dos pasajeros supernumerarios que solían compartir con él aquella especie de trono, y del zagal, que de vez en cuando se sentaba en algún estribo, y de la pareja de guardias civiles que se colgaba de tal o cual correa, y de los tres o cuatro valientes que, en último apuro, se acomodaban dentro de la vaca, entre los baúles y maletas, y del postillón o delantero, de quien hablaré con ocasión de viaje más solemne...: total, 28 ó 29 tripulantes.

Doce, catorce y hasta diez y seis caballos o mulas tiraban de aquel arca de Noé montada sobre ruedas, y a fe que yo no podré olvidar nunca y que hoy recuerdo con un placer indefinible tantas y tantas noches fantásticas como pasé en mi juventud dentro de tales coches-monstruos, oyendo entre sueños, sobre todo cuando ya era el segundo o tercer día (!) de empaquetamiento y tortura, el trote acompasado de las diez y seis uniformadas bestias; al mayoral, que les hablabaen su común idioma; al zagal, que rugía, moliéndolas a palos, y al postillón, que cantaba entre dientes la rondeña, todos ellos medio dormidos también, como si el propio viaje fuera asimismo un sueño o pesadilla de que todo el mundo despertaba un poco cada vez que se mudaba tiro...

Pero concretémonos al viaje de Granada a Málaga, que apenas fue un ensayo o muestra de semejantes emociones, dado que en él sólo se pasaba una noche en claro, y contentaos con las únicas particularidades que recuerdo de aquella peregrinación, a saber: que relevamos tiro en pueblos tan interesantes comoSanta fe y Loja, sin ver de ellos más, en tal noche, que el sucio velón y los belicosos empleados del Parador de diligencias, que, a las ocho o las nueve de la mañana, después de afanarse mucho el ganado para subirnos a lo alto de una sierra, almorzamos en El Colmenar, villa muy populosa y alegre, y que, al poco rato, descubrí desde aquellas alturas, allá muy lejos, lo menos a cuatro leguas de distancia, una especie de subcielo, más azul que el cielo mismo y que el cerco de montañas del horizonte...

¡Era el mar! ¡El mar, que por la primera vez aparecía ante mis ojos! 1 ¡El mar, la patria de todos y de nadie; el más allá de España y de Europa; el elemento intermedio entre los Continentes o pedazos habitables del globo terr.áqueo y los reinos de la muerte o de la inmortalidad; la parte del Planeta extraña a nuestra vida, y en cuyas soledades no somos, ni seremos jamás otra cosa, que unos temerarios, importunos y asustados huéspedes!

Debería callarme todo lo demás que pensé al descubrir el mundo marino... pero voy a decirlo, aun a riesgo de que lo califiquéis de extravagancia. Pareciome que había salido de una cárcel; que acababa de obtener un ascenso en mi carrera de hombre; que había llegado a no sé qué especie de mayor edad; que era más grande, más libre, más dueño de mis acciones, menos mortal, menos esclavo de los poderes de la tierra... Y presentí de golpe y confusamente los inefables larguísimos coloquios que había de entablar tantas y tantas veces con las olas, alborotadas o serenas, durante mi azaroso tránsito por la vida... Presentí los días de meditación y éxtasis que había de pasar, en solitarias peñas del Cantábrico, en encantadas playas del mar andaluz o del Tirreno, o bien enfrente del Adriático, desde las arenas del veneciano lido, preguntando al mundo de las aguas por una felicidad mayor que las engañosas y precarias de la fugaz existencia terrestre... ¡Y bien sabe Dios que la susodicha mañana estuve a punto de llorar en aquel cupé o sotabanco de la diligencia de tres pisos, donde, tan lejos ya de la casa paterna, iba yo acercándome a Málaga, en busca del vellocino de oro de la gloria!...

Porque he de advertiros que esta expedición era la segunda jornada de mi primer viaje al paraninfo de las Letras; era un rodeo para trasladarme a Madrid; era mi verdadera salida de D. Quijote; era, en fin, consecuencia de haber abandonado pocos días antes mi hogar, contra los consejos de mis benditos padres, a los diez y nueve años y algunos meses de edad, llevando en el baúl una reputación manuscrita (según dijo cierta pupilera madrileña, con relación a otro personaje por mi estilo) y poseedor de tan poco dinero o cosa semejante, que, habiéndome tocado la quinta algunas semanas después, tuve que volverme más que a prisa de Madrid a Guadix, en busca del perdón y del bolsillo del autor de mis días, antes de que el Gobierno de S. M. me declarara prófugo. Iba yo, pues, a Málaga la mañana que digo, a embarcarme para Cádiz, donde poseía parte de un periódico literario que érame preciso organizar de modo que me sostuviese en la Corte, y he aquí la razón de que me pusiera tan melancólico la remota aparición del mar, símbolo para mí de lo desconocido, en aquel solemne cuanto arriesgado viaje al reino de la Fama y de la Fortuna.

Una hora después desaparecieron todas mis preocupaciones y tristezas... Habíamos llegado cerca de una agria pendiente, denominada la Cuesta de la Reina, ya muy vecina a Málaga, desde donde se descubre de pronto y a vista de pájaro toda la ciudad, toda su campiña, todo su puerto poblado de mástiles, todo su mar, dentro y fuera del espigón del Muelle, que remata en la nombradísima Farola, y luego una gran extensión del Mediterráneo y hasta vagos asomos de la costa africana... Parecía que el mar estaba verticalmente debajo de nosotros: ¡tan empinada es la cuesta que nos separaba de sus orillas! Reverberaba el sol en aquella inmensa lámina de agua, como en disforme espejo... La orla de blanquísima espuma que, en playas y peñas, marcaba los límites de la tierra y de las olas, semejaba la fimbria de armiño de aquel dilatado manto azul con reflejos de plata. La ciudad, blanca, pintoresca, graciosa, parecía un lujoso broche del manto verde de los campos... Y todo ello, receñido por vistosas montañas a la parte del Norte y cobijado por un cielo purísimo y espléndido, componía un magnífico panorama que me llenó de júbilo y entusiasmo.

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Muchas veces he estado después en Málaga, y aun he residido en ella meses enteros, según consta del Diario de un Testigo de la Guerra de África, del cuadro de costumbres Lo que se ve por un anteojo 2 y de otras varias obras mías... Pero nunca sentí ni comprendí tan hondamente su naturaleza y carácter, especialísimos en Andalucía, sobre todo en contraposición a Granada, como en ésta mi primera y rápida visita. Porque lo que más llamó mi atención desde luego, aunque estaba prevenido por la fama, fue el sello fabril y comercial de la población, material y moralmente considerada... ¡Resultaba tan nuevo y tan asombroso todo aquello para un granadino que nunca había salido de su provincia!

Pero esta observación merece mayor comentario, y lo voy a hacer por medio de un paralelo. En la decaída y relativamente pobre tierra de Granada, el ideal de todos los espíritus se cifraba todavía en la Historia, en lo pasado, en la nobleza de los pergaminos, en la majestad de tal o cual monumento... Para su afortunada rival Málaga, el ideal estaba en lo presente, en lo moderno, en el trabajo, en el capital, en el crédito, en el valor industrial o comercial de la firma... Los granadinos hablábamos a todas horas de Boabdil, de los Reyes Católicos, del Gran Capitán, de Tendilla... Los malagueños se extasiaban hablando de los Heredias y de los Larios, como luego habían de extasiarse también hablando de los Loring... En Granada todo era devociones, fantasías, sentimentalismo, leyendas, sesiones literarias, conmemoraciones históricas... En Málaga, el orgullo local consistía en haber exportado aquel año 250.000 quintales de pasas, 200.000 quintales de vino, 300.000 arrobas de higos secos, millón y medio de limones y otro millón de arrobas de hierro en barras, etc., etc., etc.

Esta manera de ser de los malagueños se revelaba, y sigue revelándose, en el aspecto de la ciudad, lujosa y de edificaciones modernas, abundantísima en esos obeliscos de ahora llamados chimeneas de fábricas, en ricas tiendas y vastos almacenes, y pobre, muy pobre, de monumentos artísticos. Además, todo lo dicho en el capítulo precedente acerca de la vida social de las clases acomodadas de Almería tiene aplicación a Málaga, aunque en escala muy superior. También aquí predomina el estilo inglés en gustos y costumbres, con tanta más razón, cuanto que son muchos los verdaderos ingleses, o hijos de tales, que se hallan establecidos en la ciudad. Estos hijos, britanos por su padre y malagueños por su madre y por su crianza, constituyen un tipo sui generis de formidables recursos para los negocios, en el cual, al frío juicio del inglés, se unen la gracia y travesura de Andalucía y aquella táctica especialísima para hablar y discutir que distingue a las gentes de Málaga, por cuya virtud o por cuyo vicio los hechos se escurren entre las manos como anguilas, la lógica es perpetua esclava de la elocuencia, y la verdad tiene algo del azogue...

Aprovecharemos, pues, la ocasión para asentar como axioma que lo más notable de Málaga son los malagueños. Ni en Sevilla, ni en Cádiz, ni en Córdoba, donde la gracia fluye a borbotones de todos los labios, causan tanto asombro los donaires de la conversación, particularmente en la clase baja. ¡Qué imágenes tan pintorescas! ¡Qué prontitud y qué ingenio en el discurso! ¡Qué chiste en el calificativo! ¡Qué expresión en el gesto y en el ademán! ¡Qué maestría para hacer lo blanco negro! ¡Qué arte para pasar de lo patético a lo jocoso, y viceversa, según las necesidades del caso! ¡Qué salidas! ¡Qué quiebros! ¡Qué escamoteos del tema y de la moral del debate! En cuanto a las malagueñas, ya lo sean genuinamente, ya estén ingertas en inglés o en alemán, nada se me ocurre que exponer, sino bendecirlas con toda mi alma, reconociendo y declarando que adunan tantos arbitrios de imaginación y estilo como los malagueños y algunas cualidades íntimas y sólidas que a ellos les faltan; es decir, que tienen juntamente garbo y juicio, sal y ternura, gitanería y conciencia, lo cual las hace envidiables y temibles a un propio tiempo, como todo aquello que es superior al hombre...

Largas horas podría seguir hablando de Málaga, donde he residido después, como literato y político aventurero (en 1854), como militar (en 1859), y como pacífico bañista, con mujer e hijos (en 1870); os describiría su clásico Paseo de la Alameda, poblado de elegantes damas a pie, a caballo o en coche, y os diría sus nombres y apellidos, sus nobles prendas y otras particularidades, por haber tenido el honor de tratarlas en saraos, teatros y tertulias; atravesaríamos el Guadalmedina, para visitar el célebre y ruidoso barrio del Perchel, asiento de la tunantería más fina y más graciosa del universo-mundo, inclusa la de aquellos diablos que siempre están cantando y riendo en los muelles de Nápoles, y recordaríamos, al subir al Castillo de Gibralfaro(donde estuve encerrado un mes por mi voluntad o por dar compaña a un queridísimo preso militar y político), otra especie de barrio que había antes de la Coracha, y que, según me cuentan, ya no existe, cuyo nombre era El Mundo Nuevo. Allí contemplé muchas veces, en 1854, cuadros más inmorales, hediondos y terribles de los que suelen ofrecer a la espantada vista aquellos húngaros y gitanos nómadas que acampan a las afueras de nuestros pueblos, por negárseles en ellos hospitalidad, de miedo a toda clase de infecciones... ¡La Corte de los milagros, de Víctor Hugo, se quedaba en mantillas, comparada con aquellas gentes que se encenagaban, cual si fuesen cerdos con alma, en la mugre, en el vicio y en el crimen, a pocos pasos de las más pulcras y lujosas calles y plazas de la capital!... ¡Comprendo que haya desaparecido El Mundo Nuevo!

También os describiría, si dispusiera de más páginas, el bien acondicionado Círculo Mercantil, que tiene mucho de club o casino inglés, y donde siempre he sido galantemente tratado; la Plaza de Riego, con el monumento del infortunado General Torrijosy compañeros mártires; la hermosa Plaza de la Constitución; la Aduana, edificio que honra a Carlos III, como todos los de su reinado; la Catedral, el Teatro, la Plaza de Toros, y muy especialmente las Atarazanas, laAlcazaba y el citado Castillo de Gibralfaro, nobilísimos padrones históricos de la augusta Málaga de otras edades... Pero tan prolija tarea no cabe en este bosquejo de superficiales recuerdos míos, y se halla desempeñada además en varias obras, comenzando por las antiguasConversaciones históricas malagueñas del presbítero D. Cecilio García de la Leña (1792), y acabando por las modernas Guías.

Concluyamos, pues, diciendo a coro con la musa popular de la patria de los mejores boquerones del mundo:


¡Adiós, Málaga la bella...

bien que no estemos nosotros en el caso de completar tan sentida copla, que prosigue del modo siguiente:


Tierra donde yo nací!
¡Para todos fuiste madre,
Y madrastra para mí!

Y, cantada esta copla, refiramos el viaje marítimo que emprendí al otro día desde Málaga a Cádiz.




ArribaAbajo- IV -

De Málaga a Cádiz


Como la presente odisea(no me cansaré de repetirlo) tiene más bien por asunto mis casuales y personalísimas impresiones que la descripción y pintura exacta de las cosas dignas de verse, pero que no llegué a ver, en tal o cual ciudad o camino, y estoy resuelto a prescindir hasta de las siete maravillas del mundo, si no topé con ellas o no las estudié al paso, resulta, mis queridos lectores, que muy poco habré de deciros acerca de mi estreno del mar; pues, aunque fue en buque de vapor y en cámara de popa, cual correspondía a un poeta bien nacido, que echaba a volar con poquísimo dinero, creyéndose, sin embargo, que todo el mundo era suyo, hice la primera mitad de aquel viaje tan desdichada y prosaicamente como el Don Juan de Lord Byron, cuando las náuseas no le dejaban responder con protestas de amor a la carta de despedida de Doña Julia...

Mi Julia, quiero decir, mi ideal poético en aquella travesía era principalmente la Costa de África, para cuya devotísima contemplación desde el barco tenía yo atirantadas y templadas, hacía más de un mes, todas las cuerdas de mi morófilo espíritu, proponiéndome, en cambio, cerrar los ojos y bajar la frente cuando pasara por delante del aborrecido Peñón de Gibraltar, perenne afrenta de nuestra patria y escarnio de las augustas sombras de Guzmán el Bueno y de Gravina... Mas cata aquí que la desventura, o sea el espantoso temporal que reinaba en el Estrecho, trastornó de tal modo las cosas, según que ya había trastornado mi cabeza, que apenas pude divisar a Ceuta y a Tángerentre las nieblas del horizonte y del mareo, mientras que me vi obligado a permanecer nada menos que veinticuatro horas enfrente de la plaza robada a España por Inglaterra...

¡Veinticuatro horas, sí, estuvimos anclados en el puerto de Algeciras, aguardando a que fuera posible pasar del Mediterráneo al Océano! Montañas de agua habían sustituido a las que en otro tiempo debieron de enlazar a Ávila y Calpe y servir, por tanto, de puente entre África y España... ¡ElEstrecho estaba cerrado otra vez por una barrera infranqueable, como antes de la titánica empresa de Hércules, del Lesseps de la fábula! Más claro: el estrechohabía vuelto a ser istmo.

¡Ojalá hubiera sido aquel accidental fenómeno un hecho definitivo y cierto! ¡Ojalá nunca volviera aquella angostura a dar paso a naves procedentes de la mar atlántica; que así no volverla a entrar en el Mediterráneo, en el piélago latino y musulmán, la aborrecida bandera inglesa! ¡Así no seguiríamos viéndola tremolar en la abrupta peña que jamás dejaremos de considerar española, y en cuyo cerco y para cuyo asalto estaremos obligados siempre los hijos de los Fernandos y Alfonsos a derramar torrentes de sangre!

¡Oh vergüenza! ¡Casi todos los pasajeros de nuestro buque, españoles en su mayoría, aprovecharon aquella larga arribada para tomar botes y encaminarse a Gibraltar, cuyas singularidades y encantos querían ver y acaso aplaudir! ¡Yo no entré entonces, ni he entrado nunca, en la plaza maldita! ¡Tres veces más he cruzado delante de ella; diez días estuve en una ocasión frente a sus muros, con motivo de otra borrasca, y jamás se me ha ocurrido la abominación de desembarcar pacíficamente en el territorio nacional ocupado por el extranjero! ¡Lo que siempre hice fue maldecir, como maldigo, a, los moradores de las vecinas ciudades españolas que llevan provisiones al Peñón, que medran con tan execrable comercio, que no viven en continua resistencia pasiva contra el acto aleve que nos arrebató a Gibraltary contra la ingratitud europea que no nos lo devolvió en el Congreso de Verona!

Harto conozco los inútiles, aunque heroicos, esfuerzos hechos en los reinados de Felipe V y del pundonoroso Carlos III para recobrar lo que tan fácilmente nos había sido robado; harto sabida tengo la infortunada historia de aquellos sitios y de aquellos combates navales; harto me consta que no tenemos hoy suficiente fuerza marítima para declarar la guerra a los ingleses, destruir sus escuadras, bloquear el Peñón y rendirlo a cañonazos o por hambre... Pero entre el guerrear cuando es imposible, y la amistad cuando es bochornosa, hay un término medio: hay el enojo, hay la incomunicación, hay la no interrumpida protesta. España, a costa de los mayores sacrificios, debería vivir privada de toda relación particular o política con Inglaterra. Nuestro Gobierno, en todos los discursos de la Corona, al abrirse las Cortes, debería decir en substancia: «El estado de nuestra Hacienda y de nuestra Marina no nos consiente por ahora emprender la reconquista de Gibraltar; pero seguimos proclamando nuestro derecho a la faz del mundo, con invariable propósito de convertirlo en hecho tan luego como nos sea posible.»

Ni creo que ningún buen español juzgue que todo es poesía y locura, cuando perpetuamente estamos oyendo hablar a nuestros poetas, prosistas y oradores de «las glorias de Sagunto y de Numancia, y de las de Zaragoza y Gerona,» con énfasis y despreocupación tales, que harán sonreír a los quietos y tranquilos poseedores de Gibraltar. Por otra parte, no estoy solo en esta actitud de toda mi vida: muchísimos compatriotas conozco que darían toda su sangre y toda su hacienda a trueque de que España recobrase aquella plaza de guerra... ¡No se ha extinguido, no, ni se extinguirá nunca la raza de los Palafox y de los Álvarez! Y, en fin, con inmenso júbilo he leído últimamente una obra titulada Las Llaves del Estrecho, de mi buen camarada D. José Navarrete, en la cual este ilustrado escritor y valiente soldado descubre a nuestro patriotismo grandes horizontes de esperanza respecto del cáncer que corroe hace ciento ochenta años la honra y la vida de la nacionalidad española... ¡Ánimo, pues! ¡Sursum corda! ¡Y sintamos, cuando menos, la llamarada de la ira, en tanto que llega el día de la venganza!

Con que volvamos a nuestro viaje de 1853. Mejorado el tiempo, y después de haber hecho por mi parte una visita de dos o tres horas a la limpia y alegre ciudad de Algeciras, de anchas calles y graciosos edificios, mas donde será horroroso estar viendo a todas horas a Gibraltar cargado de cadenas, levamos anclas al día siguiente, y seguimos navegando hacia Cádiz.

No sin algún remordimiento, más propio de la justicia en abstracto que de las inconsideradas alegrías del patriotismo, saludé el espectro de Ceuta, de aquella plaza marroquí ocupada por España; y en verdad os digo que, al ver alzarse, tan fortificada y adusta, entre las nieblas del Estrecho, la ciudad que tanta sangre inútil ha costado a los mahometanos, pareciome oír una especie de respuesta a mis imprecaciones contraGibraltar... Pero dejé a los ciegos de África el cuidado de maldecirnos a los españoles, y me entregué a codiciosas ideas respecto de aquellas costas, y muy particularmente respecto de Tánger, cuya sombra blanqueó muy pronto a lo lejos de un modo vago y misterioso...

Parecía la antigua capital un fantasma árabe, envuelto en cándido alquicel, y me recordó los grandes tiempos de Granada, Guadix y Almería... ¡Aquélla era África! ¡Allí estaban los moros! ¡Allí se confundían poéticamente nuestro pasado y nuestro porvenir!... Indefinible melancolía conturbaba mi alma... Amaba y aborrecía al par a aquellas gentes...«¡Volveré!...» No pude menos de decirles con el pensamiento, al perder de vista el litoral africano... Y, en efecto, siete años después entraba en Tetuán, bajo la victoriosa bandera de O'Donnell.

También había saludado con orgullo y veneración a Tarifa, teatro de la memorable hazaña de Guzmán el Bueno... Pero no tardó en volver a contristarse mi corazón, cuando me señalaron entre la bruma el luctuoso Cabo de Trafalgar...

¡Cuánto heroísmo y cuánto infortunio en aquellas aguas! ¡Allí fueron vencidas por Nelson las escuadras española y francesa! ¡Allí perecieron nuestros ilustres vicealmirantes Gravina y Churruca! 3 Pero allí murió también aquel día el gran Nelson, el más insigne marino de Inglaterra... Todos los beligerantes compartieron, pues, el luto de tan costosa batalla, y, en cuanto a gloria, para graduar la que en ella alcanzamos, basta saber que los altivos ingleses guardan y enseñan como una joya histórica el casco de nuestro navío San Juan. Sobre la puerta de la cámara del comandante han esculpido el nombre del héroe que supo morir allí, combatiendo y mandando, sin tolerar que se arriase la bandera, aunque el buque, acribillado a balazos y haciendo agua, amenazaba sumergirse... «Churruca»dice en letras de oro aquella inscripción; y como señal de mayor respeto, nuestros animosos vencedores no permiten que nadie penetre en la náutica estancia sino con la cabeza descubierta.

Verdaderamente, donde los hombres y las naciones demuestran más sus grandes cualidades, es en el vencimiento...; y España, en buena hora lo diga, ha infundido siempre admiración y hasta escrúpulos de conciencia a sus más potentes vencedores. ¡Recuérdense las ya citadas catástrofes de Sagunto, Numancia, Zaragoza y Gerona, donde sólo cadáveres y ruinas o altaneros mártires entregamos a los conquistadores! Pues lo mismo aconteció en este desastre de Trafalgar. ¡No! no se dirá nunca de nosotros que somos «más que hombres en el triunfo y menos que mujeres en la derrota...» No se dirá que hemos comido pan a manteles, mientras que el extranjero profanaba nuestro territorio. «Saber morir» era todo lo que Tirteo pedía a los espartanos... Y en Trafalgar demostraron Gravina, Churruca, Álava, Escaño, Alcedo, Alcalá Galiano, Vargas, Cisneros, Valdés, Argumosa y mil héroes, que es mucho mejor caer matando, que verse obligados a apelar a un tardío suicidio, recurso estéril del bochorno; como al cabo apeló no sé dónde el almirante francés Villeneuve, visto que no le era posible consolarse de haber sobrevivido a las Escuadras aliadas de que él era General en jefe.

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

A todo esto, llevábamos ya largo rato de haber salido del Estrecho de Gibraltar y de tener ante los ojos el Océano... ¡el Océano, el mar sin límites conocidos, el piélago de inexploradas lontananzas al Norte y al Sur, y cuyo primer valladar al Oeste había que buscar en la remota América!

Figuraos mi satisfacción y mi orgullo... ¿Qué era el Mediterráneo, de donde tan dificultosamente acabábamos de salir, comparado con aquellas interminables soledades de agua que se desplegaban ante nuestra vista? ¡Un lago medido por pulgadas, y cuya historia de miles de años sabe o supo el género humano hora por hora, capítulo por capítulo! Entonces fue, pues, cuando comenzaron a cuajarse en mi imaginación aquellos espontáneos o impremeditados versos que pocos días después formaban parte de mi oda Al Océano Atlántico:


   ¡Tú eres el mar sin término ni calma
Que en sus delirios concibió la mente!
¡Tú eres el viejo atleta poderoso
A cuya voz rugiente
Tiemblan los hemisferios!
¡Tú eres el mar incógnito y profundo
Que dilata sus líquidos imperios
De Norte a Sur, de un mundo al otro mundo!
   ¡Tú eres el mar de incierta lontananza,
Patria sin fin del pensamiento solo,
Guardador de la América fragante
Y de los blancos témpanos del polo!...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
   Del Austro al Bóreas tu poder alcanza
Y desde Ocaso a Oriente...
¡En ti se mira el sol, desde que ardiente
De tu puro zafir trémulo nace
Hasta que, mustio, tras el lento día,
Vuelve a tus brazos y en tu seno yace!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

Pero dejémonos de complacencias seniles en las habilidades de la juventud (sabéis que no tenía veinte años cuando escribí estas coplas), y volvamos a nuestra navegación.

El Océano estaba todavía agitadísimo, y volvió a encolerizarse más y más, según que avanzaba la tarde... Había, pues, cerrado ya la noche en un temporal deshecho, cuando descubrimos, entre las sombras de cielo y mar, una prodigiosa constelación de luces que se reflejaban en el agua y que parecían la iluminación de inmenso navío donde se diese nocturna fiesta...

¡EraCádiz! ¡Era la taza de plata, que dicen todos los andaluces! ¡Era la perla de Andalucía, que dicen los ingleses! ¡Era la nereida de Occidente, que dijeron los antiguos griegos! ¡Era la ciudad mas requebrada del mundo: aquélla que mereció a lord Byron, en la Peregrinación de Childe Horold y en el Don Juan, tan extensos, lindos y sensuales piropos! «Tierra querida de Febo y del Dios del Amor»...; como la denomina el gran poeta, después de haber hablado largamente en uno y en otro libro de los encantos de las gaditanas, de las corridas de toros, de la mantilla española y del heroísmo de nuestros abuelos contra Napoleón; a lo cual habría podido añadir en otra obra el de nuestros padres contra Angulema.

Desfavorable fue la hora en que yo divisé a Cádizpor primera vez. Hay que descubrirla a lo lejos, en un día de sol (como pude verla más adelante, ora al abandonarla por mar al mes siguiente; ora al acercarme a ella siete años después, procedente de la rada de Tetuán; ora al contemplarla días y días desde Rota, sobre todo al caer la tarde, cuando los fulgores horizontales de Poniente la hacen reverberar entre las ondas azules...) Parece entonces fantástico palacio de nácar y oro, que surge del brillante Océano, a la evocación de algún Genio de Las Mil y una noches... Relucen como piedras preciosas todos sus cristales; semejan filigranas de plata sus blancas azoteas; ciñe cándida orla de espuma sus graciosas murallas y elegantes castillos, y destácanse sus torres sobre el propio mar, no sobre el cielo, para que la Ondina no deje en modo alguno de pertenecer a las salobres aguas...

Pero penetremos en Cádiz, como, en efecto, penetramos... al día siguiente, por no habernos consentido el temporal desembarcar aquella noche, sino meramente echar anclas, y eso a duras penas, en su renombrada bahía...

Cádiz, urbanamente considerada, es un modelo de poblaciones. Limpieza ejemplar en calles y plazas, personas y cosas; regularidad y gracia en su caserío, todo él adornado del más suntuoso herraje verde en cancelas, rejas y balcones; buen piso; ausencia absoluta de tejados, por los que suplen azoteas blanquísimas, que reciben del cielo el agua potable; decorosos templos; casi ninguna cuesta; hermosos casinos; notables establecimientos benéficos; una temperatura deliciosa, sobre todo en invierno; gran cultura y gracia en los habitantes, bien que excesiva la gracia en la gente de poco pelo, capaz de engañar con sus donaires y facundia al viajero más experimentado; seguridad personal completa, debida a una policía perfectamente organizada; agradabilísimas plazas con arbolado; paseos y jardines; dos teatros, en uno de los cuales había a la sazón muy agradable compañía de ópera; Plaza de Toros (yo no soy partidario de que se supriman estas fiestas, aunque las presencio poquísimas veces), y los bastantes coches para una ciudad no grande y sin afueras.

Esto de no tener afueras, de no tener campo, de terminar todas sus vías principales en el mar, es el gran inconveniente en Cádiz; pues resulta monótona al cabo de poco tiempo, no obstante la amenidad y fino trato de sus hijos y de sus hijas. El único escape o recurso para los bucólicos es la Puerta de Tierra, o sea el istmo arenoso que allí principia que sirve de asiento a una carretera de primer orden y en que no se carece de algún esparcimiento... Sin embargo, aun allí mismo, de lo que verdaderamente se disfruta es de la vista del Océano, del inmediato contacto con sus olas y de unos pescados o mariscos, rociados con manzanilla de Sanlúcar, que hacen olvidar en ocasiones los imperios de Flora y Ceres. La pescadilla (merluza impúbera), los ostiones (ostras grandes) y las bocas de la Isla (mariscos sumamente gustosos) son las principales víctimas de estas meriendas, en que la morisca guitarra y el canto de la caña y delpolo traen a la memoria todo lo bueno que hay en el mundo, o, más bien dicho, se llevan de la memoria todo lo malo, supliendo por los monumentos artísticos que escasean también en la antigua Gades.

Con todo, nada es tan fácil y barato, particularmente ahora que hay ferrocarril, como disfrutar de las mencionadas delicias. Enfrente de la ciudad bloqueada por las aguas está la noble y linda hija del Guadalete, o sea el Puerto de Santa María, verdadero paraíso en todos conceptos. ¡Allí hermosos jardines; allí magníficas arboledas; allí deleitosas huertas; allí feraces campos; allí monumentales bodegas; allí laFonda de Vista-Alegre, que es un modelo en su clase; allí quintas, allí paseos, allí de todo!

Cuando estuve por primera vez en aquel país, se iba al Puerto, en vapor o en falucho, en tres cuartos de hora... «¡De Cádiz al Puerto!» decían los cantos populares llamados caleseras, refiriéndose con especialidad a la complacencia de ir a los celebérrimos «Toros del Puerto», que es como quien dice «de este Puerto por antonomasia», término preferido de las peregrinaciones macarenas.

Pagué yo el debido tributo al Aranjuez o al Versalles de los gaditanos, y con tal motivo cúpome entonces la honra, varias veces renovada después, de visitar, no sólo el Puerto de Santa María, sino todos los pueblos y fortificaciones circunvecinos, cuyo panorama general hay que admirar, a lo lejos, desde la alta torre de Tavira, situada en el centro de Cádiz... Visité, pues, la gloriosaIsla de León, o Plaza Fuerte de San Fernando, y su muy sonado Observatorio astronómico; las Salinas, que hacen allí las veces de huertos o de marjales; el famoso Arsenal de la Carraca; el preciosísimo Puerto Real, el sitio que ocuparon los castillos del Trocadero, orgullo de la patria, y las márgenes de aquel infausto río que dio su nombre a la gran catástrofe del imperio godoespañol.

Cuatro semanas me retuvo aquella vez en su seno la ciudad de Hércules. ¡Imagínese cualquiera (después de saber que, a favor de la cariñosa hospitalidad de un distinguido amigo, entré desde luego en relaciones con muy distinguidas familias) cuánto gozaría yo en la población que es juntamente emporio de la gracia, de la cortesía y de la belleza! Treinta y un años han transcurrido desde entonces... ¡Treinta y un años! ¡Toda una vida! ¡Y, sin embargo, me conmueven hoy de tal manera los recuerdos de las delicias que allí me depararon la Naturaleza, la civilización y la suerte, que juzgo necesario en este momento soltar dos minutos la pluma, a fin de que mi imaginación pueda hablar a sus solas de unos particulares que en modo alguno interesan a los lectores, máxime habiéndose muerto tantísima gente desde aquella fecha!






ArribaAbajoLas horas


   El hombre tiene exagerada idea
Del dolor y el placer: vendrán las horas,
Y ellas sabrán sacarte bienhechoras
Del espanto y dolor que te rodea.


(AYALA. -Rioja.)                



ArribaAbajo- I -

Pretericiones y programa


Se ha escrito ya tanto y tan doctoralmente acerca de todas las cosas visibles e invisibles (suponiendo que en el mundo haya algo visible en totalidad, ni obscuridades absolutas para la prodigiosa intuición del alma humana), que bastan y sobran algunos minutos de trabajo físico, como, v. gr., hojear libros compuestos por el prójimo y copiar de ellos disimuladamente juicios y noticias, para que el hombre más ignorante y obtuso, sin necesidad de haber manejado el telescopio, el microscopio, la balanza ni el alambique, pueda aparecer de pronto más sabio que Lepe, que Lepijo y que su hijo, ante los espantados ojos, con gafas o sin ellas, de esos escritores y preceptistas sin humanidades que sólo conocen las comedias y zarzuelas de repertorio, las poesías modernas de mayor fama, tal o cual novela mejor o peor, los libretos de Otelo, Faustoy Macbeth (pero no las grandes obras de que están sacados) y toda la inútil predicación contra el idealismo, que todavía no ha enseñado a sus tutores a escribir un libro que pueda leerse...

Por ejemplo: si yo quisiera engañar a semejantes literatos y críticos, echándosela de filólogo, matemático, astrónomo, relojero, canonista, etc., etc., hoy que pienso zurcir un articulo titulado Las Horas, no tendría más que extractar habilidosamente, y vender como descubiertas por mí, todas las noticias lingüísticas, históricas, geográficas y litúrgicas que acabo de hallar en mi propio despacho con sólo abrir media docena de libros ajenos... Os revelaría, supongamos, la etimología de la palabra hora, no meramente en latín y en griego, sino también en sánscrito, en persa, en irlandés, en armoricano, en primitivo gótico, en escandinavo, en kurdo y en armenio, explicándoos con la mayor frescura las relaciones que existen, al decir de los que las han estudiado, entre los vocablos hora, hôra, ôros, vâra, warah, bôr, heur, jêr, gear, jâr, ar yjahr... Podría discurrir como el más digno académico de Ciencias exactas sobre la hora sideral, la hora media y la hora solar, diciéndoos los kilómetros y hasta las pulgadas que recorre cada astro durante la horaverdadera... Hablaría cuanto me diese la gana de lahora de la pleamar, asunto importantísimo, pues que todavía no hay acuerdo sobre el instante en que debe ser determinada: si cuando aparentemente deja de subir el Océano, si cuando principia a descender, o si en el promedio del fenómeno, según las fases de la Luna, sus declinaciones y las del Sol, y la distancia a que cada día se hallan de la Tierra aquellos astros... Y, en fin, para lo tocante a horas canónicas, seguiría paso a paso los cambios que el tiempo, las costumbres... y los vicios han ido introduciendo en la liturgia de varias y distintas Iglesias, con relación al llamado curso, y luciría grandemente los conocimientos... de aquellos beneméritos autores que tratan a fondo acerca del rezo de maitines y laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperasy completas, con distinción de siglos, pueblos, estaciones, climas, reglas más o menos estrechas y otras circunstancias terrenales...

Pues ¡no digo nada, si me metiese a hablar de las horas mitológicas de la India, del Egipto, de Grecia, de Escandinavia y de otros países donde, en mejores tiempos, hubo dioses y diosas!... Mi aparente erudición o instrucción rayaría en lo maravilloso; con lo que me nombrarían individuo honorario de todas las Academias europeas, bien que irrogara gran perjuicio a los genuinamente sabios que han gastado las mejores horasde su vida en averiguar todas esas cosas falsas, pero raras, y tienen, por ende, perfecto derecho a que se respete su propiedad científica y a que el público les compre sus divertidas obras cuando quiera saber tanto como ellos...

¡No! no voy a escribir un artículo erudito acerca de las horas consideradas en abstracto... Ni tan siquiera pienso explicar las razones porque la plebe romana cuenta todavía de un solo tirón, pasando de las doce a las trece, y de las trece a las catorce, y así sucesivamente hasta llegar a la hora veinticuatro; ni mucho menos intento referir la historia del reloj de bolsillo que le gané al dominó a Narciso Serra en tiempos del general San Miguel; ni cómo me las compuse, hace pocos meses, para trazar yo mismo, con mis propias manos, un reloj de sol; ni quién inventó los relojes de agua y de arena; ni cómo, en opinión de otro gran poeta contemporáneo, le faltan precisamente al día las seis horas necesarias para escribir versos... Lo único que me propongo hacer hoy es fantasear un poco, en la órbita de la vida común, real y positiva, acerca del empleo que solemos dar a las horas; examinar el reparto de nuestros placeres, ocios y trabajos dentro de la unidad cronológica de cada día; mirar, en fin, bajo este aspecto los entretenimientos y sandeces que constituyen casi toda la llamada existencia, durante la breve temporada que reside en el globo terráqueo el raro y misterioso viajero llamado hombre.

Tal es la materia, nada recóndita ni peregrina, del presente artículo. Sin embargo, para mayor orden y claridad del discurso, dividiré en tres grupos o secciones las veinticuatro horas diarias, por el orden o método siguiente, cuya invención no me pertenece tampoco en manera alguna:

1.ª sección:La Mañana.

2.ª sección: El Mediodía y la Tarde.

3.ª sección: La Noche.

Aun de esta ingeniosa clasificación resultarán forzosamente, atendidas la diversidad de costumbres de cada clase social y la varia manera de ser de sus individuos, que, para muchas personas, no hay mañana; que, para otras, no hay noche, y que aun el mediodía y la tarde son a veces indeterminados, según la hora de almorzar y de comer de cada quisque.. Pero todo ello lo tendremos en cuenta en nuestra disertación, como vais a ver inmediatamente.




ArribaAbajo- II -

La mañana


¿A qué hora principia la mañana?

Dicho se está que principia a la variable hora del amanecer; y como hasta los más baratos Almanaques expresan el minuto y el segundo en que sale el sol cada día del año, según la longitud y la latitud del punto de que se trate, no tengo necesidad de entrar en más pormenores astronómicos...

Pero no hay que confundirse, caballeros. Todo esto se refiere a la mañana natural. La mañana convencional,o de cada hombre, depende de otras reglas menos seguras o simétricas.

Comprobación: Para las buenas gentes del campo, y para las malas, que son algunillas, comienza la mañana antes del primer bostezo de la aurora... Cuando Dios echa sus luces, ya sale humo por el cañón de toda rústica chimenea, pues ya están haciendo las migas o las gachas en los hogares pastoriles y agrícolas, así como en las posadas, ventas y paradores... El repiqueteo del almirez suena, por consiguiente, antes que el canto de las aves, exceptuando al gallo y a las tórtolas y palomas, que toman las vísperas con más tiempo.

Y aquí me será lícito, y a vosotros muy agradable, traer a la memoria algunas de las cosas bellísimas, cuanto ciertas, que dice nuestro maestro Fr. Luis de León, en La Perfecta Casada, acerca de las ventajas y las delicias del madrugar. Celebra primeramente con Salomón a la solícita labradora que ganó por la mano al lucero y amaneció antes que el sol, y añade que «ha de madrugar la casada para que madrugue su familia. Porque ha de entender que su casa es un cuerpo y ella el alma dél, y que, como los miembros no se mueven si no son movidos del alma, así sus criadas, si no las menea ella, y las levanta y mueve a sus obras, no se sabrán menear. Y cuando las criadas madrugasen por si, durmiendo su ama, y no la teniendo por testigo, es peor que madruguen; porque entonces la casa... es como pueblo sin rey ni ley, y como comunidad sin cabeza, y no se levantan a servir, sino a robar y destruir, y es el propio tiempo para cuando ellas guardan sus hechos...» Discurre luego este fino amante de la Naturaleza acerca de lo saludable y grato que es levantarsea aquella hora en que despierta el mundo todo junto y en que la luz nueva, saliendo, abre los ojos a los animales todos; censura a los que hacen honra y estado y ponen parte de su grandeza en no guardar, ni aun en esto, el concierto que Dios les pone... y pierden por un vicioso dormir lo más deleitoso de la vida, que es la mañana, y describe esta hora con los vivos, hermosos y naturales colores que vais a ver: «...Entonces la luz, como viene después de las tinieblas, y se halla después de ser perdida, parece ser otra y hiere el corazón del hombre con una nueva alegría; y la vista del cielo, y el colorear de las nubes, y el descubrirse el aurora (que no sin causa los poetas la coronan de rosas), y el aparecer de la hermosura del sol, es una cosa bellísima. Pues el cantar de las aves, ¿qué duda hay sino que suena entonces más dulcemente? Y las flores, y las yerbas, y el campo todo despide de si un tesoro de olor. Y como cuando entra el Rey de nuevo en alguna ciudad, se adereza y hermosea toda ella... así los animales, y la tierra, y el aire, y todos los elementos, a la venida del sol, se alegran, y como para recibirle se hermosean y mejoran y ponen en público cada uno sus bienes... El fresco del aire entonces templa con gran deleite el humor calentado con el sueño; y cría salud, y lava las tristezas del corazón, y no sé en qué manera lo despierta a pensamientos divinos antes de que se ahogue en los negocios del día.»

Después de este himno al amanecer, tan propio del cantor de la vida en su huerto y de la noche serena, reanudo yo mi árida enumeración y declaro que otra de las mayores complacencias matutinas es oír, en ásperos y extranjeros montes, al cabo de largas horas de obscuridad y desamparo, pasadas bajo militar tienda de lona, el toque de la diana de campaña... ¡Nada tan alegre y triunfante! ¡Nada tan gozoso y bendito! Resucítase juntamente a la vida y al afán de gloria, pareciendo dicha envidiable el morir de día, abrazado a la bandera de la patria, en comparación de la pasada noche de angustia y abandono... De cuantos sueños se pueden dormir en tales campamentos, ninguno parece más dulce que el sueño de una honrosa muerte.

Pero dulce es también vivir; dulce es, entre los lances propios de la mañana, tomar, en tiempo de paz y de invierno, chocolate con pan recién salido del horno, y sentarse muy tempranito delante de la mesa del despacho, bien forrados de ropa y con muchos cigarrillos de papel al alcance de la mano, a escribir ensoñadas historias, sin miedo a visitas importunas de personajes de carne y hueso...

Dulce es, en tanto que ensillan vuestro caballo para que continuéis larga caminata por tierras moriscas no conquistadas del todo, tomar el aguardiente a la luz de un candil, aun no siendo arriero, y salir de lóbrega venta, como segundo D. Quijote, a entrar en posesión de un mundo que comienza a esclarecer las risas de la aurora... Porque la verdad es que el alcohol, si bien implacable en lo de arruinar el sistema nervioso, despierta en el alma ideas a intuiciones de indefinible lucidez y atrevimiento, como lo demuestran las obras de Edgard Pöe y de algunos grandes poetas alemanes... y las aventuras de ciertos candidatos a la diputación por su país.

Y dulce es unamisa de pastores en vísperas de Navidad, en Andalucía, con acompañamiento de zambombas y panderetas, cuando uno no ha descendido todavía de niño a hombre; dulce el toque del alba en Granada la católica, o sea aquellas tres majestuosas campanadas de la Catedral, que ponen ahora término a las señales con que durante toda la noche sigue la vieja campana de la Vela, como en los tiempos de Boabdil, regulando los riegos de la extendida vega que fue de los moros; dulce levantarse con estrellas y salirse traidoramente a los nativos campos, con vastísimas redes de hilo bramante, a cazar chamarines, alondras y otros pajarillos dormidos, que luego, al salir el sol, dan brincos bajo las tendidas mallas, como peces recién sacados del mar...; dulce es, a propósito de esto último, la pesca de salmones, sorprendidos en sus madrigueras, al comienzo de las rías del Cantábrico, entre el agua marina y el agua fluvial, aunque al propio tiempo llueva sobre vosotros el agua del cielo...; y dulces, en fin, son los paseos matutinos a la Fuente de la Saludque tiene cada pueblo del globo; paseos en que seguramente halláis por primavera infinidad de pálidas niñas, que a la vuelta son rozagantes mujeres, por resultas de haberse bebido cada una tres vasos de agua del acreditado manantial...

Todo esto ocurre en la primera o segunda hora de la mañana, según la estación... Entre tanto, suenan ya los golpes del trabajo de artesanos y obreros, en cuyo concierto lleva la voz cantante el martillo del herrador; repican en las malsanas capitales muy populosas las campanillas de las burras de leche o de los carros de la limpieza; ábrense las casas y salen las cocineras a la compra, mucho más peinadas que lavadas; grita el fatídico enterrador llamado trapero; bárrense las calles; tocan a misa en las pocas iglesias que van quedando (hablo de Madrid), y regresan a su domicilio los trasnochadores de todas clases, después de comerse al paso media docena de buñuelos o una ensaimada aquéllos que no han perdido en el garito hasta el último ochavo...

A las siete se levantan los niños, por muy principal que sea su familia, y a las ocho están ya camino del colegio, aunque llueva o nieve, con sus bufanditas al cuello y la enorme carpeta de libros pendiente del hombro, en busca de la pícara sabiduría, que a tal o cual de ellos podrá muy bien servirle de algo, pero que no es indispensable seguramente para llegar a ser rico y poderoso, ni muchísimo menos para ser feliz...

A las nuevetiene que estar de pie todo empleado del Gobierno o de Empresa particular; con lo que, a las diez o las once, se hallará cada uno en su respectiva oficina, medianamente almorzado y contento, y provisto de aquella manguilla de percalina negra que les sirve a todos estos eunucos pecuniarios para no estropear la levita propia en su contacto con los millones públicos o ajenos...

A las diez han entrado ya alevosamente por debajo de las puertas (seguimos en esta villa y corte) los periódicos de la mañana, como una notificación malévola de muchas más desgracias que venturas; comienzan a saltar del lecho las personas no desarregladas del todo, de las clases aristocrática o eminentemente política, y entra a engañarlas en su cuarto de lavarse la madrugadora adulación, llevando a remolque la injustificada solicitud, sin considerar que en definitiva tiene más de escarnio que de premio la consiguiente largueza del vanidoso lisonjeado...; siguen durmiendo, en el ínterin, otros magnates de ambos sexos y los demás ciudadanos y ciudadanas que, de grado o por fuerza, tienen trocadas las horas, y quién sueña todavía con el baile, quién con el juego, quién con la comedia o novela que está escribiendo, quién con el robo, quién con la amorosa cita, quién con la orgía brutal de la noche anterior..., hasta que suenan las críticas doce y concluye la verdaderamañana...

Es el mediodía, aunque para estos últimos principie el día en aquel momento.

Es la hora del pasajero descanso, la hora de la tregua, la hora de...

Pero éstas son cosas que pertenecen ya a otro capítulo.




ArribaAbajo- III -

El mediodía y la tarde


Hemos dicho que las docesuenan, y ahora tenemos que añadir que en Madrid no son oídas sino por aquéllos que tienen péndula en su casa o viven debajito del Ministerio de la Gobernación, de Palacio, de la Trinidad, de San Juan de Dios o de cualquier otro edificio público. Muy al contrario, en provincias, del propio modo que ya sonaron, de nueve a diez, donde hay Catedral, las tres campanadas del Credo, con gran lucimiento de la campana gorda y dando ocasión a todos los fieles católicos para que, donde quiera que les pilla, recen el símbolo de los Apóstoles..., suenan también y son oídas las doce, y, además de las doce, las otras tres gordas campanadas que se llaman las Ave-Marías, que asimismo reza piadosamente todo pobre de espíritu, como ya rezarían otras tres al toque del alba cuantos se hallasen despiertos, y como luego habrán de rezar las del toque de oraciones...

Y todo esto, ¿por qué? ¡Ah! Porque no se sabe fijamente a qué hora el arcángel San Gabriel anunció a María que concebiría por obra y gracia del Espíritu Santo. Y ¿por qué lo otro? Quiero decir: ¿por qué termina la mañana al sonar las doce? Porque en tal instante ha llegado el sol al respectivo meridiano (dado que no esté descompuesto el reloj que sirva de aviso); con lo que todos los jornaleros y peones sueltan las herramientas y se marchan a comer, mientras que los que viven a la francesa dicen al criado que les sirva el almuerzo.

Al llegar aquí reparo en que me he dejado atrás las once, dado quelas once de que se trata representen una hora fija. Diré, pues, que las once, o tomar las once, para las gentes que comían o todavía comen el puchero al llegar el sol al cenit, es, genuinamente hablando, beberse con una hora de anticipación el vino que luego se echa de menos en su comida... ¡El vino en la taberna! ha dicho siempre toda perfecta casada a la antigua española, particularmente la andaluza, sin consentir que en la bendita mesa figure otro líquido que el agua clara, regalo de Dios...Para los canónigos, curiales y demás señores de provincias que comían (y aún siguen comiendo en muchos pueblos) a las dos de la tarde, la hora clásica de tomar las once es la una, con la circunstancia de que su vino es de pulso, quiero decir, añejo y más o menos generoso, y va acompañado de un bizcochillo o cosa tal... Y hay otras once, que se toman a las dos o las tres, por la corrupción de los tiempos, o sea por haberse almorzado a las tantas y no contar con caer sobre sopa hasta las cuatro; pero al fin acontece que, en fuerza de tardanzas y moratorias, estos piscolabis y trinquis vespertinos llegan a perder su denominación, y entonces usurpan la de merienda, en remembranza vergonzante de aquellas legítimas meriendas españolas que se hacían a la puesta del sol (para mí todo esto es ya pretérito), y con las cuales se podía tirar hasta «las ánimas», hora en que se servía la cena...

Pero volvamos al mediodía.

La misma diversidad y confusión que respecto de los almuerzos y de las comidas, existe respecto de la siesta. Muchos señores provincianos la duermen de doce a dos, antes de comer, y entonces se llama la canóniga. Indudablemente es la menos dañina, por cuanto se tiene el estómago desocupado, y estableciéronla los canónigos, como ya lo dice su nombre. Puede, sin embargo, ocurrir (yo no digo que ocurra) que algún Prebendado vuelva a dormirse en el coro de tres a cuatro, durante las Vísperas, especialmente en estos pícaros meses de estío. La gente obrera y labradora duerme también siesta desde junio hasta Septiembre; pero es después de haber comido, y termina a las tres en punto, hora en que vuelve a sus faenas. Muchos seglares acomodados, y que por consiguiente comen más de lo preciso, la duermen, en fin, de tres a seis, y se despiertan de muy mal humor, por no haber adelantado mucho en la digestión de los fideos, los garbanzos, las judías, el tocino, la carne, los tomates, los pimientos, las patatas, el revoltillo, el gazpacho, la fruta y el dulce que constituyen el ordinario banquete nacional en el verano...

Acerca de las carnívoras personas de Madrid que viven a la francesa o a la inglesa y acaban de comer a las nueve o diez de la noche, nada tenemos que revelar en punto a siesta... ¡Estos señores se lo duermen todo de un tirón antes de darse a luz por la mañana! Volvamos, pues, a nuestras provincias, y declaremos que pocas horas tan deliciosas pueden pasarse sobre la tierra como una siesta andaluza, de esas nocivas a la salud, y rayanas con la apoplejía, de tres a siete de la tarde, en una sala baja lindante con el patio; oyendo entre sueños el monótono susurro del caño de agua que vela mientras todos duermen; aspirando el aroma de las macetas de albahaca, adornos o claveles, defendidos del sol por toldos y cortinas; luchando con alguna mosca que burló vuestras precauciones y que os mantiene en cierto fantástico duerme-vela, o sea entre la realidad de tan fresco y poético sitio y las orientales quimeras de la imaginación, poblada siempre de huríes en aquellas endiabladas zonas, cuando se es joven, como lo ha sido alguna vez todo el mundo... Está aquí... (dice el ensueño). No está aquí; que es la mosca; pero la veré a la noche... (responde la vigilia). Me besa... (murmura la ilusión). No me besa; que es la pícara mosca... (contesta el discernimiento). Y, entre tanto, suena allá, en la calle, en el mundo del sol de la canícula, algún grito de achicharrado vendedor de agua helada o el enjaulado canario medio dormido tararea alguna trova de amor, hasta que el mundo despierta de su letargo, y descorren el toldo, y vuelven a formalizar su concierto las golondrinas, y corre el vientecillo de la tarde, y llegan el hermano o el camarada, diciéndoos:¡Arriba, perezoso!... ¡Vámonos a la viña, a la huerta o a la era!... ¡A la noche dormirás más!

Saltemos otra vez de Madrid, y digamos algo de sus tardes de verano y de invierno, con perdón de los respetables lectores moratinianos que se hayan cansado de tanto viajar por el presente artículo, y echen de menos las unidades de acción, tiempo y lugar, que ya sólo se estilan dentro de la tumba...

Verdaderamente, en Madrid no hay verano para las personas de alto copete, supuesto que todas ellas y algunas sin copete ninguno se marchan a provincias o a tierra extranjera, tan luego como aprieta el calor, y las restantes viven escondidas en los camarotes de su respectivo medio piso, con todos los balcones herméticamente cerrados, cuidando del botijo de agua fresca que constituye todas sus delicias, y defendiendo contra la polilla su equipaje de invierno, hasta que, cerca del obscurecer, se reúnen en el Prado de San Jerónimo, donde continúan asfixiándose y aburriéndose, sin más recreo que ver alguna vez a tal o cual amigo, también fastidiado, que les recuerda o promete los placeres de la chimenea, del paletot, de la capa, del abrigado Café lleno de humo, del caldeado Teatro Real, etc., etc.

Estos placeres del invierno de Madrid consisten, por la tarde, en dos cosas principalísimas: para los hombres o caballeros, en hablar de política, ya sea en las Cortes, ya en los cafés, ya en los casinos, ya tomando el sol en los paseos públicos... (porque la política es todo o el camino de todo en estos tiempos de régimen constitucional); y para las mujeres o damas, en envidiar o criticar las unas los vestidos y sombreros de las otras, o sus carruajes y caballos, salvo el fugitivo momento que dedican a mirar al mozalbete favorito, cada vez que pasa por delante de ellas... No negaré, empero, que, precisamente en los más crudos meses invernales, cuando hace buen tiempo, lo cual acontece largas temporadas, las tardes de paseo de Madrid son deleitosísimas, especialmente en el Buen Retiro, en la Fuente Castellana y en Atocha... ¡Qué cielo tan azul y diáfano! ¡Qué sol tan cariñoso! ¡Qué vista la del Cerrillo de los Ángeles, por ejemplo, desde el gran balcón del Paseo de los Coches en el llamado Parque de Madrid! ¡Y qué madrileñas... no de mis pecados, sino de los vuestros, pues que vosotros estáis todavía en activo servicio! ¡qué madrileñas, siempre renovadas, ya por los afeites, ya por la reproducción o sucesión natural! ¡qué madrileñas, digo, síntesis de las varias razas de la Península, y cruce, por consiguiente, de todas las hermosuras, discreciones y donaires en que es tan fecunda esta patria de eúskaros, godos, árabes y lemosines!

Por la inversa, nada más soso y aburrido que las tardes de invierno en provincias. Desde que pasan las Ferias; desde que los veraneadores se reconcentran en Madrid o en las grandes capitales, el tedio acampa en las ciudades de segundo o tercer orden. Las horasparecen siglos; la incomunicación engendra la ictericia; toman el sol, de tres a cuatro, en distintos y solitarios andurriales, los hijos de aquellas sedentarias poblaciones, disgregados por intestinas guerras; la envidia, la impotencia y los rencores tradicionales, cristalizados por el frío de la pereza y el desaliento, convierten la vida en páramo infernal, no ensoñado por el autor de La Divina Comedia, pero del cual hizo menudo análisis el autor de La Comedia humana. Es, por tanto, un refrán de invierno aquél que aconseja a cuantos puedan disponer de sí propios: O corte, o cortijo.




ArribaAbajo- IV -

La noche. -La velada. -El sueño


Es de noche.

En Madrid, durante el invierno, comienza la gran vida; empieza el verdadero día social; principian las doradas horas en que el gas, el petróleo, la luz eléctrica o la estearina hacen olvidar todos los decantados esplendores del sol. Regresan a sus casas los que han sido paseantes en coche, a caballo o a pie, así como los que han pasado la tarde en las Cortes, en la Bolsa, en el Bolsín, en las oficinas, en los escritorios particulares, en el Veloz-Club o en otros casinos más o menos veloces... Vístense por tercera vez las señoras (y aún se vestirán por cuarta, si es noche de baile); pónense el frac los caballeros, y, a cosa de las siete, acude a comer la mitad del personal conocido a casa de la otra mitad. Es decir, que, en más de tres mil casas, la comida constituye una verdadera fiesta, casi un banquete, y hasta sin casi en muchísimas de ellas. La inimitable conversación de Madrid; esta conversación que, por su originalidad no buscada, por su variedad característica y por sus espontáneos primores, no tiene igual en el mundo y se deja cien leguas atrás la famosa causserie francesa, igual en todas las bocas, hija del calco y la imitación, árida como el egoísmo y llena de violentísimas paradojas; la conversación madrileña, repito, fluye entonces como un río de oro entre los comensales, y el chiste culto, el arranque de sentimiento, la inocente burla, el grito de verdadero entusiasmo, la ingeniosa agudeza, la genuina gracia, el donoso requiebro alegran o conmueven a todos aquellos personajes de verdad, que realmente aman, creen, odian, sufren y opinan; que están dispuestos, no sólo a matarse, sino a morirse, en aras de los afectos que tan amena y festivamente dilucidan en sus chispeantes disputas...

De ocho y media a nueve, veinte o treinta mil almas ocupan los teatros. El resto de la población de levita se disemina por cafés, casinos y tertulias, armándose en éstas los muchos millares de partidas de tresillo, de dominó o de lotería en que olvidan los hombres todos los cuidados de la jornada, para no pensar más que en el valor de un naipe, en el palo de una ficha o en el número de un boliche.

Estas horas de la velada madrileña, que se van como agua, aunque en realidad andan al mismo paso que todas, son también, en teatros o tertulias, las del amor cortesano y las de la creación de la fama o reputaciones. Durante ellas, se reúnen y se hablan, o no se hablan y se miran, o no se miran, pero se ven, los que con el tiempo han de ser mujer y marido. Entonces se juzgan los cuadros, las comedias, las batallas, los libros, los discursos, y se forman o se deshacen las celebridades de la patria. Entonces la murmuración o la alabanza dan o quitan la honra... Entonces reciben el vano galardón del aplauso ajeno, el dinero, el lujo, la elegancia, la querida costosa, la buena suerte en el desafío, la cartera (aunque sea inmerecida), el donativo (aunque proceda de dinero robado)... Entonces, para decirlo de una vez, hace sus balances y liquidaciones la sociedad, casi siempre con ligereza, error e injusticia. Afortunadamente, además del tribunal público, existe el tribunal de la propia conciencia.

A la velada de provincias llegan confusos ecos de la veladade Madrid, tergiversados más y más por falta de memoria o de buena fe de tal o cual viajero, o por falta de entendimiento o de caridad de tal o cual periódico; con lo que la fama corre toda la nación, mudando continuamente de forma, como los acróbatas corren a caballo mudando continuamente de traje, y la llamada gloria es cosa fantástica y gratuita que no merecería grandes afanes, si no fuera acompañada, a veces, de provecho. Pero siempre resulta, y es a lo que vamos en el presente articulo, que nada hay tan chistoso para un cortesano, cuando no se aburre, como oír juzgar en una tertulia o casino de provincias a los grandes hombres o a las grandes mujeres de Madrid... Recuerdo que en un cuento denominado La Belleza ideal, hablé ya de estas cosas. ¡Compradlo, y no lo habremos perdido todo!

Todavía, en pueblos subalternos, mucha gente comienza los quehaceres de la velada por ir al Rosario a la parroquia respectiva. Visítanse luego algunas comadres y hablan de los cuidados ajenos. Los novios formales entran en casa de sus suegros futuros, y, sentándose al brasero junto a la niña boba, señora de sus pensamientos (quien sabe más que todas las parisienses habidas y por haber), le habla al oído hasta la hora de la queda, mientras que el padre, la madre o el hermano de la beldad dan cabezadas en el polo opuesto de la tarima, pidiendo a Dios que se case pronto el ya medio atontolinado pretendiente, y suspirando en el ínterin por que les deje aquella noche cenar y acostarse.

Resumiendo: la velada es la hora de la vida ideal, que no me atreveré a llamar fingida, pues no considero mucho más real la de los afanes calificados de serios y positivos. Quiero significar con esto, que, durante la velada, unos gastan las horas en el teatro, prestando suma atención a imaginarios lances inventados por embustero poeta; otros libran a los azares del juego, con mucha fe en la judía, la contra-judía, la martingala y otras cadenas de la suerte, la efectividad de su posición y de la de su familia; otros dedican largos discursos a la exposición de recetas políticas o filosóficas con que labrar la dicha del género humano, sean cualesquiera las leyes naturales o providenciales, y otros cifran en la posesión del cuerpo de su novia el talismán de la aventura de toda la vida...; por lo que hay algunos que prolongan la velada hasta el amanecer y pelan la pava y aun el pavo por la reja, hasta que el escudero de Marte da el grito de alarma...

Sigue la danza de las horas, aquella danza representada en un famoso cuadro por doce ninfas con alas de mariposa, que juegan al corro como unas devanaderas, y llega, por fin, para todos, más tarde o más temprano, la primera hora del sueño, que conduce al hombre a otra vida también ficticia... Porque, una de dos: o durmiendo soñamos, en cuyo caso vivimos en perpetua falsedad todo aquel tiempo, o no soñamos, en cuyo caso no vivimos, sino que yacemos en muerte anticipada. ¡Ah! ¿qué es dormir con ensueños o sin ellos? ¿qué es ese estado en que pasamos la tercera parte de la llamada existencia? ¿Difiere mucho de las otras dos terceras partes de nuestra vida? ¡Tal vez es una misma cosa! ¡tal vez se reduce todo a matar el tiempo, como lo mata, con cualquier distracción pueril, aquél que, a la mitad de penoso viaje, tiene que hacer alto en pobre ventorrillo!

Y, si no, decidme: ¿qué fuera la estancia sobre la tierra, sin esto que llamáis las costumbresy que yo he solido llamar entretenimientos del ocio? ¿Qué fuera la vida, sin las necesidades convencionales, arbitrarias y fútiles del lujo, de la erudición y de otras sandeces? ¿En qué emplearíamos las horas del destierro en este planeta, ya demasiado conocido, si no hubiéramos inventado tantas prendas de ropa, tantas alhajas, tantas artes, tantas ciencias, tantas categorías, tantas condecoraciones, tantas ceremonias, tantos cumplidos y tantas palabras huecas?

Indudablemente, lo único grave y serio de la vida es la vida misma, o sea el propio hecho de vivir; el hecho de éste nuestro incomprensible viaje; el hecho de encontrarnos de paso en el presente mundo, donde dijo Espronceda (y fue lo que mejor dijo):


«Que, siendo al alma la materia odiosa,
Aquí, para vivir en santa calma,
o sobra la materia, o sobra el alma.»



Julio de 1884.





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