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Un aire de imposible1

[Primer capítulo]

José Triana



Para Chantal, con amor, siempre.

Desde luego cuando el presente haya pasado y venga el porvenir, el artista futuro descubrirá formas bellas incluso para hacer figurar el desorden y el caos pasados. Entonces serán necesarias las memorias como las de usted; suministrarán materiales, con tal de que sean sinceras, a pesar de su carácter caótico y fortuito...


Feodor Dostoiewski                


...La vraie extase, avec immobilité et désintéressement complet...


Raymond Roussel                


La evocación de una vida no es una reseña metódica desde el nacimiento hasta la muerte. Es más bien una sucesión de fragmentos confusos.


William S. Burroughs                







Parte I

Unos cuantos garabatos


En un plácido cielo, no empañado por troneros ni nubecillas, hormiguean las titilaciones intermitentes de las estrellas, y se cuelga en el centro una luna, una luna que revive la luna de los cuentos persas o la luna que a veces transparenta nuestra infancia. La suave brisa invita a las confidencias. Sobre una alfombra de arena dos tipos conversan en la lengua del ignoto país de los sueños. Uno es gordo, el otro flaco. Uno viejo, el otro joven. El gordo, en cuclillas, parece un buda. El flaco, recostado a medias, apoya su cabeza sobre una mano levantada. Junto a ellos languidecen los restos humeantes de una fogata.

-Rac, fic, pon man trutusqui.

-Rif, mon yeafc, paulic monda.

-Feach, jug mic.

-Wot dest trais...

-Cait refduc mart, fecit, ugherch. Mid ef duz xarcge.

-Cus, cus.

-Rais?

-Vesyict, tuc.

-Nais, nais.

El viejo, mirando a la luna, hace un gesto indefinible. Toma un libro que tiene a su lado y lo abre. El joven, repentinamente, se sienta.

-Kita no erik -dice el joven.

-Naj, princip... -replica y comienza a leer.


ArribaMemoria contra el muro

-Sí, una novela. Se lo digo de prisa y corriendo. Usted es un lince y condimentará la salsa. ¡De qué se asombra!... Estoy en mis cabales, amigo mío -lanzó una carcajada, como un salivazo-, le propongo un esperpéntico titingó. ¡Lo inusual, es cierto, no obstante necesario! Si le ilusiona intercale los cuentos que le hicieron de niño, algún poema suyo, sus amigos de aquí, los recuerdos de su juventud, de su vida en España, sus experiencias en este período, y el cuadro político..., sobre nuestra recitadora oficial, no insisto en el asunto -el tono irónico y malvado me enfadó; y veloz trajo a las mientes-..., sobre Alicita Boliño y Violeta Milagros Zobeido..., una galería de monstruos sagrados... Ficciones creando una nueva ficción. ¿Qué opina de esto? ¡Usted lo hará!

Me miraba fijamente, una mirada acerada y torva, en tanto sus labios se movían desembaulando desatinos, y yo rehuía su mirada. ¿Éste es un orate o un provocador? ¿Por qué lo dejé entrar? ¿Por qué no armé un escándalo?

-El lector, quien sea, en un soplido desembocará en un ambiente enrarecido. ¡Jajajá! Una novela despampanante. ¡Créame!... Usted mientras lo escribe se preguntará, ¿lo sueño?... ¡Supone que le tomo el pelo!... ¡Cálmese! ¡Ya lo veo venir!... ¡Ni borracho..., ni he fumado marihuana! ¡No, no estoy en ésa!...

De repente hizo una señal inesperada y enigmática con los dedos que me extrañó. Y aciscado, quise contrarrestarlo, ensimismándome sin saber en qué cavilaba, o creyendo que batallaba por rechazarlo; y cuando me repuse, comprobé su exaltación.

-¡No me lleve recio, compadre!, aunque legisle todo el tiempo que pierde pie, trafucado. ¿Por qué pone esa jeta de jiniguano?... Una novela en la que se reúnan, al envés, a la pata la llana, desparejos, usted y yo, y los desenterrados...

Hiperbolizaba él en la punta del asiento, y yo cada vez me hallaba más incómodo afondándome en el mío.

-¿Va atando cabos?... ¡Le acogollo!

¿Cómo obrar para contener la catarata de manoteos de este energúmeno y su fraseología, un galimatías, un rebumbio innecesario, que sobrepasaba los límites de cualquiera de mis vivencias pretéritas?

Frente a mí gesticulaba Carlos Marrero. De unos cincuenta años, esbelto y de amplio torso; de ojos y mechones marrones y pingües patillas donde se entremezclaban hebras blancuzcas. La piel morena denotaba un ligero desgaste para su edad y su sonrisa desfachatada iluminaba su semblante y su atractiva corpulencia. Casi garantizo que en plan de conquista debía tener un extenso repertorio de amantes incondicionales.

En dos momentos nos topamos. Uno en el hall de la Cinemateca en la première del ciclo Las maravillas del cine con el intenso melodrama de Frank Borzage Seventh Heaven y el otro en una consulta que hice al Dr. Ramírez por una arraigada molestia en la próstata. Cortesías fraccionadas, ironías, y algún elogio trivial por la novedad de un libro.

Bien lejos estaba yo de barruntar que con este individuo establecería un diálogo. Comentarios me llegaban que sus amigos le otorgaban un ilimitado crédito de integridad. Tanto que una amiga suya (de Barranquilla, excluyo el nombre por prudencia), en la época en que viajaba recogiendo fondos para la insurrección contra el general Barrigas, me confesó sus intimidades con él entre daiquiris y risotadas paseando por las Ramblas y el Barrio Chino de Barcelona.

Interrumpo aquí el relato para aclarar cómo me encontraba antes de la súbita irrupción de Carlos Marrero en mi estudio. La noche anterior dormí mal y por la mañana me desperté con un persistente malestar que podría calificarlo de tontera. Había estado hasta las tantas ofuscándome en la redacción de los párrafos del capítulo de una novela de la que no lograba zafarme y tenía el firme compromiso de visitar a mi padre de ochenta y cinco años, una edad respetable, -ingresado en el hospital por una fractura de la cadera-, pues hacía una semana que lo posponía, y para colmo de los males uno de mis hijos, el chiquito, deliraba por la fiebre, y Lucila, mi mujer, a la zaga, un cernícalo, llamándome por teléfono, chantajeándome que hay que comprar las medicinas, que resolviera, ella se ahoga en un vaso de agua, y yo atorado, sudando el quilo con el mamotreto sin darle a la bola..., ¡esto me deja hecho trizas!

Sin embargo no puedo omitir un detalle importante que contribuyó a descentrarme, que me impedía discernir con claridad al inicio de esta entrevista. Esa madrugada cuando concilié el sueño, desembarqué en una calle que ocupaba el canto de un farallón; una calle de tres manzanas rematada por una prominente verja de hierro que rodeaba una ciclópea propiedad. A través de las herrumbrosas barras de la verja oteaba robles, majaguas, y plátanos, frondosas rosaledas, un vasto terreno cubierto de césped y la curva de un senderillo; la mansión escapaba de mi ángulo óptico. Disfrutaba viendo estas casas cuidadas, pese al olor de moho y al bochorno húmedo que se expandía. En el bloque de la susodicha verja de hierro se destacaba una casita coquetona con el número 12. Experimenté un repeluzno repentino. Me cuesta trabajo explicarme por qué, maguer esto no lo considero una simple retórica. Si soy franco reconozco que respondía al supersticioso convencimiento del efecto benéfico o fatídico de los números. El 12 indica contratiempo o la desventura. Según el Tarot Gallego este Arcano Mayor significa «la inmolación de la víctima». La persona que lo porta se reduce a una infanda inmovilidad y será sacrificada por el prójimo. Los Libros Sagrados lo manifiestan: doce los hijos de Jacob y uno, José, murió por la colectividad; doce los apóstoles y uno fue víctima de los designios divinos, Judas. Indéntica alegoría se advierte en el Tarot de Marsella en la carta número doce, Ahorcado. Revisando el Horóscopo al 12 le corresponde a la Luna en la Casa de Cáncer y si desmenuzamos la numerología... 12=1+2=3, síntesis anímica, nacimiento del sucesor, expiración de un conflicto. Los tres puntos del triángulo. Un equivalente de la pirámide. Caverna, hoyo, mausoleo.

El número me seducía y energizaba e imaginaba a veces que me expandía en innumerables tentáculos o que me induciría a creer en una recua de necedades. Di unos pasos, reculé. No me vencerá esta patraña. ¡No seas sonso!, me decía. Y ansiaba librarme de esta estúpida aberración y, a pesar de este jaleo, sin encomendarme a Dios ni al diablo volví, en un hipnótico trance, a observar el número ominoso. ¿Sería yo la víctima?

Me aislé situándome cerca del terreno contiguo donde vegetaba un apacible sauce llorón. La casita en una pendiente parecía sostenerse sobre una enredadera de buganvilla morada. Los muros de la fachada estaban adornados de mosaicos de colorínes con una portería estrecha y altas rejas en las que dominaba en la cúspide una hélice y, encima de la hélice, una miniatura de barca con figurillas de penitentes. El edificio lo ceñía un jardincillo florido de geranios y orquídeas parásitas y un seto de cactus colosal y el techo lo recubrían tejas rojizas, ovaladas y toscas. Colocada entre los barrotes de las rejas resplandecía con la luz del atardecer una chapa de bronce con el elocuente rótulo en letras romanas: Veritas.

Comprobé que desde este campo visual se accedía a una puerta que comunicaba con una escalerita de madera en forma de caracol unida a una veredita pedregosa circundada de arecas y tulipanes y a otra escalerita en espiral de hierro insertada en el barranco. Sugestionado, en andas, avancé hasta la encaracolada escalera, la subí y tropecé con una puerta que casi no se diferenciaba de la pared. Permanecía entrejunta y entré en un apartamento.

Por las entrecerradas persianas se filtraba una nimia luminosidad, trazando rayas en el suelo. El recinto tenía la figura de un rectángulo, tapizado de alfombras de tintes pasteles y de geométricos trazos evocadores del Libro de los muertos. Lo amueblaban mesas y sillas torneadas acompañados de holgados butacones de cuero y de un diván incrustado a una pared debajo de las cortinillas de una ventana ilusoria. Las lámparas abundaban hábilmente colocadas, casi diría, en sitios estratégicos. Sustentaba una combustión artificial la chimenea y en una repisa con androides chaparritos sintéticos se escenificaba una leyenda o ensueño de las mitologías de los pueblos del desierto. En los búcaros, con reproducciones asimismo geométricas, se descolgaban crisantemos, narcisos y copetudas de lino de una complejidad inclasificable y sobre una mesita ovoide de cedro pulimentado relucía una falsa bandeja con una falsa botella de aguamiel y falsos vasos. El salón se prolongaba unos veinte metros y en el linde se erigía una pilastra con capitel pintoresca y tramposa siguiendo los cánones churriguerescos contra unos ventanales por igual pintorescos y tramposos. Al nivel central se retorcía una escalera que se dirigía a la sección alta del edificio y contrastaba de una manera perturbadora con el resto de la ornamentación. Subí por ella a una galería de cegadora blancura donde se alineaban en la pared simulacros de portezuelas. Intenté desatrancar una y para mi aturdimiento rebombó un timbre de alarma y la pared se izó; un reflector encendido de pronto ofreció me la visión de un espectáculo inconcebible. Cientos de maniquíes, de un Museo de Cera, se apiñaban representando virtualmente la llamada realidad. Consciente de que el autor había perfeccionado la fantasmagoría del Doctor Moreau, escudriñé pasarelas y escalerillas, casas, pasquines, callejas, placitas, una cuartería delineada en un espejo, hoteles, palacios y rascacielos de bisuterías. Policías, soldados, jueces y astronautas inmóviles vigilaban o censuraban a unos personajes deformes vestidos de chicuelos. Un pirata león sobaba las monedas de oro de un cofre de rubíes, diamantes, esmeraldas y lapislázulis. Una niña perruna, las mejillas empapadas de lágrimas, rezaba arrodillada y aferrada a una barandilla. Un hombracho vampiro alanceaba a un armario y un muchacho canguro arreaba una carretilla en un patio tan inauténtico que causaba la impresión de verídico y una fregona jirafa aguantaba una batea de ropa y un vejestorio de grisáceos bigotes, aclocado, fumaba recostado a un postigo vidriado. Traficantes de drogas descargaban en una rambla de cemento grandes cajones de tablas y envases de metal mientras los caballos respingaban sus cráneos humanos de tullidos. La fascinación y el horror se mixturaban y, en un periquete, supuse que si no maniobraba con rapidez y mucha precaución estaría amoldándome a esos cuadros plásticos grotescos, que formaría parte de esa ficción. En la calle me sobrevino un desmayo y una especie de morosidad, cuyo origen provenía de la incapacidad de comprender quién fundó parejo ilusionismo, e invadiome el reconcomio de la culpabilidad. ¿Por qué pateta me metí en este caserón? ¿No quebrantaba su privacidad? ¿Cómo cometía este fallo? ¿Y si el dueño de la casa me hubiera sorprendido? ¿Cuál hubiera sido su reacción? Ni más ni menos, me tildaría de un vulgar ladronzuelo. ¡Con razón suficiente! No podría eludirlo. Qué inconsecuencia. ¿Qué diría a la policía, a los abogados, a los jueces? ¿Qué artimaña, qué justificación?

Trasteando el pro y el contra de este problema, un gato barcino que ronroneaba en un saliente del farallón al divisarme se escurrió en dirección al seto de los cactos, y de un brinco trepó a la enredadera y desapareció. Un regordido, goteando grasa, pantalón, chaqueta y camisa azul prusia y gafas de celuloide -¿el dueño de la casa?- deambulaba a la inversa del animal por la acera de enfrente trasladando un pesado maletín cuarteado en el que sobresalía el mango de un hacha o de un instrumento análogo. Presentí que la atmósfera se aborrascaba, que mi situación se embarretinaba. El regordido retrocedió, y acto seguido siguió hasta el extremo de la calle, cruzándola en diagonal, viró contorneando la verja de la gran propiedad y regresó, midiendo cada paso. Pretextando prenderle fuego a un cigarrillo, lo calaba. Él se balanceaba por el bordillo, y venía hacia mí con la cabezota gacha. Cerca otilaba un lobo. ¿O era el regordido quien aullaba? ¿Qué me sucede? ¿Un hombre-lobo? Examiné al otro lado la casita. El regordete a mitad del trayecto abrevió sus pisadas. Abalanzó la maleta al césped, se acuclilló y con dificultad empuñó el hacha.

Le di la espalda, el cigarrillo se desasió de mis dedos y salí chaqueteando de aquel sitio y de sus alrededores porque camarón que se duerme se lo lleva la corriente. El seco efluvio hirviente me quemaba. Repercutían los zimbombazos del hacha contra la vegetación y los resoplidos del sujeto detrás los oía como viento de tormenta, y desconcertado, sacando energías de flaqueza, apreté los talones.

Internado en un paraje inhóspito de marabúes y zarzas venenosas creí que perdía el sentido, y los rasguños en el pescuezo y los brazos sangraban y me producían escozores, y percibía el murmullo de un río o del embalse de un lagunato. Desesperado, bañado en sudor, mis piernas flaqueaban y me asordaba el chillido de algún pajarraco entre el follaje. ¿A dónde iba? ¿Huía? ¿Quién me conminaba? ¿Era el dueño de la casita coquetona que pretendía acorralarme? Cabe decir que un pánico irracional me hacía un nudo en la garganta; quería gritar y me sentía ridículo, y corría a salto de mata. Plaf, plaf, plaf, resonaban mis zancadas, y oscurecía.

A un centenar de metros distinguí una cascada lateral y penetré en un meandro de robles inflexibles y crucetas, entreviendo un labrantío de esmirriados girasoles. Reduje el ímpetu de mi carrera y caí desmadejado entre unos pedruscos y la luna empequeñeció entre las nubes, y se me encimaron solombras y solombras, y en mi ánima se adensó la cerrazón.

En tal circunstancia, golpetean afuera. De un salto salgo de la cama. A trompicones y descalzo entro en la cocina. Amustiado, destoletado, sin ánimo, preparo el café. Tocan el timbre. Ya se cansará, rezongo, que siga jorobando. Me siento y soplo la taza humeante. Pretendo estar en un mundo aparte evadiendo o resistiendo a semejante improcedencia. Se repite el martilleo de la aldaba. Me calzo unas chinelas. Recorro mi estudio, giro el tapadero de la mirilla y, a través de ella, atisbo la dentadura de un tipo:

-¿Elisario Hernández y del Cueto?

-Coño, ¿qué quiere?...

-Perdone que caiga de paracaídas.

-Estoy trabajando.

-Es urgente.

- ¡No joda! -y con estrépito le tiro en las narices el tapadero de la mirilla.

La sonería metálica llena el ático. Qué carijos. Inadmisible, sin previa cita, que este mamarracho se embase en mi estudio. ¿Quién le dio mi dirección? ¿A qué viene? ¿Qué trajina?... En suma, me enfurece. De sopetón entreabro la puerta, y un tipejo corpulento me increpa jactancioso.

-¿Qué? ¿Asustado?

Sin reflexionar apenas, creo ver el regordido del sueño. Trato de volver a cerrar la puerta y él se aferra a ella, empujando a toda caña. De un tirón la abre y casi resbalo por el suelo. Le increpo de mala gana:

-Pero, ¿qué es esto? ¿Cómo se atreve? A punta de cañón... ¡Váyase al cipote!

Enseguida reconocí su rostro.

-¡No, mentira! ¡Usted!... El amigo de Vicente y del Dr. Ramírez -dije.

-De la cinemateca, también...

-Cátedra, es muy temprano.

-Vamos... ¡No se inquiete!

-Toca que te toca... -Procuraba reponerme del susto y del forcejeo, arreglándome la bata de dormir.

-Perdone... Tenemos que conversar... -Se disculpa en un tono neutro, clavados los zapatos en el umbral, empleando la arrogancia de quién sabe por qué pelea.

-¿Conversar...?

-De una novela...

-¡Usted está tostao! -grité, y al pronto me repuse-. ¿De una novela?

-Sí..., de una novela... -abogó.

La irrupción de este tipejo me sacaba de quicio. No preví que pudiera pasarme cosa igual. Un miedo instintivo se apoderó de mí. Miedo que disimulaba, pues intuí que venía directico a hurgar qué opinaba yo de la política, y debía actuar con suma discreción y tacto; debía, en calidad de animal mitológico o lagarto, cambiar de piel o embozarme. Me excusé por un instante y fui a vestirme. Tenía los nervios de punta.

Entre los escritores se había creado un apodíctico malestar de un tiempito acá. No eran pocos los que, después de los primeros años de embullo y disloque nacional, mostraban su reticencia en las medidas autoritarias que se venían adoptando en el campo de la cultura. Borrada la imagen del paraíso prometido nos metían en un embolado, en una mazmorra de sospechas, dudas, contradicciones, intrigas, ejercicio de fuerza abestiada, oportunismo, delaciones, interrogatorios y cárcel, en el que se mezclaban una simple rumiadera personal con una posición política incierta. Todo lo dominaba la violencia y la inestabilidad creada por el poder. En esta «agua sucia» de intereses uno se veía obligado a adaptarse y zanquear para sobrevivir si permanecía en el país. Muchos tomaron el camino del exilio y otros, entre ellos yo, ensayaron de mantenerse en un vago término medio de sentido crítico y de sumisión, que nos permitía bandearnos, sin comprometernos, al menos, eso creíamos.

Al regresar al saloncito, Carlos Marrero me miraba y sonreía; y yo, sintiéndome vacío, desamparado, aquejado de preocupaciones, lo miraba y sonreía. Lo invité a sentarse; y solícito, fingiendo que lo era, le brindé un café. Con desenvoltura, despatarrándose en una de las butacas, lo aceptó y yo corrí a la cocina a preparárselo.

Concluido el preámbulo, ante la mesa de cristal y las piezas de ajedrez, Carlos Marrero me aclaró el por qué de su intempestiva irrupción, descrita ya someramente. Desde hacía años la idea de escribir una novela le rondaba. Una novela que poseería una serie de ingredientes que hasta ese momento no se había topado en ninguna de las leídas sobre la vida y milagros de la sociedad actual. Novela que se fue convirtiendo en una obsesión. Novela que para escribirla renunció a la pega en el Ministerio de la Agricultura. Novela que lo trastornaba cuando comenzaba su redacción, y se anublaba, entrando un árido espacio de vaguedades.

Yo de lleno me vi atrapado en el juego del ratón y el gato. «Papón, esta es una estratagema. El modo de operar de los oficiales de la jara disfrazados de manso cordero; ¿por qué a mí?, ¿que he hecho?, ¿soy culpable?»

Narrándome, entre jaranas y risotadas, las anécdotas de su vida, disminuyeron las tensiones, sin que eludiera mi natural reserva. Un ácido tufillo de matrero se esparcía en redondo cuando intercalaba sus exageradas lisonjas de «usted es un escritor que admiro», «el bárbaro», «ninguno que te roce al tobillo». Habituado a esta calaña, por instinto los conozco, y a sus bombos y platillos, oídos sordos. Pero no hizo imposible que de su alocución, salpimentada de gracia y de circunloquios atropellados, de emoción, de mitomanía y de embriaguez, haya embastado el lienzo del rompecabezas.

Nació de una capa social desfavorecida de la fortuna. Su padre, hijo ilegítimo de un comerciante analfabeto de la región de Palma Soriano, jugador empedernido, de temperamento irritable, tiránico, un troglodita, diríase, se alistó como soldado y cooperó en la degollina de los negros del 12 al 14 en la circunscripción de La Maya; y asienten los enteradillos, según cuenta su vástago, de haber colaborado en el arresto y ejecución de Pablo Ivonet y Evaristo Estenoz en plena manigua. Esto no lo beneficiaba en su honra, si bien él utilizaba su bichería para tergiversar los datos; al que subestimaba y pronosticaba que oiría campanadas de serafines le endilgaba esta truculenta trama con sus burdos pormenores; y al que le cuadraba y sabía que la tacharía de una inmoralidad, se desfiguraba en gimoteos por su apendejamiento y su desazón al contemplar de lejos aquella tropelía. Para casarse escogió a una señorita de familia burguesa y módicos medios económicos, harto fea y de adocenada educación, que le parió una sietemesina. La criatura a los meses y días murió de encefalitis letárgica y fiebres palúdicas. Los desalentados padres no se lamentaron de este percance y afanosos triplicaron la progenie en menos del cantío de un gallo.

Carlos, el tercero, ya en la temprana edad injurió al padre y a la mansedumbre de la madre. No teniendo los diecisiete desentendiose de la familia, despegando sus alas, sin equipaje, ni disciplina, en un convoy de teatro vernáculo -con sede en La Habana, centro de las actividades artísticas del país- que merodeaba ese municipio oriental y trapaceaba a diestra y siniestra, vendiendo a sus féminas en pelotas y sus pésimos chistes baratos.

Carlos Marrero se impuso por su hechura apolínea y los apetitos de su endiablada verga cuyos lances compendiarían un tratado pornográfico. Enuméranse algunos de carácter cómico que le sumen en el ensimismamiento. Entre ellos, la tarde que cortejaba en los jardines de La Tropical a la escultural bailarina Tongolele -famosa por sus escaramuzas lascivas-, que al verlo excitado dio un aullido descompuesto: «Niño, ni una mula se ensarta eso», y gagueaba y jipaba cual vampiro que cuquean con las reliquias eclesiásticas. O la noche que en el Hotel Nacional la rumbosa y mediocre actriz del cine mexicano Marietica Pons, exhausta de sus arrebatos de ninfomanía, lo abofeteó y de la alcoba que compartían en el onceavo piso bajó en pelotas al porche, bailando y apostrofando: «Ay, es que no puedo con ella, es que no puedo con ella...» y optó por tirarse la madrugada en el vivaq de La Habana Vieja acusada de atentado a la moral pública.

Con los años apartose Carlos de este tráfago erótico entre bambalinas y se enroló, en una asociación de rufianes y piratas, traficando armas, marihuana y cocaína en las islitas limítrofes del Canal de Panamá, Venezuela y Colombia. «Éramos el azote del Caribe», hucheó apretándome un brazo y saboreando la tacita de café y una línea de ron Pinilla.

En esa etapa de su vida se envició en la lectura, o antes, mucho antes: novelas y biografías de patricios. Flor del fango de Vargas Vila enardecía su voracidad juvenil entre los cometas erráticos de Hallali de Vicente Huidobro y las gemas líricas de Juan Lorenzo Lizardi. A las Aventuras de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe las admiraba candoroso y febril; y me recitó en un intachable inglés el cierre de William Wilson: «Has triunfado, y me rindo. Empero tú estás liquidado desde ahora..., liquidado para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí vivías..., y al eliminarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has eliminado a ti mismo!»

Detesta los ensayos, los artículos, las reseñas y el periodismo, «derivados miserables de la legítima literatura, el poema, la novela y el teatro. Con esa trilogía me basta y sobra», y se carcajea de lo lindo. De ahí nace su apego a la «chafarrina», así él lo califica, «pininos», «cándidas villanerías de aficionado». «Alimentos del fuego, memoria contra el muro», termina enmudeciendo.

No niega sus desafueros tumultuarios, las trifulcas, atracos, y tiroteos en la calle Pajarito, forrado hasta los huesos de metralletas. Ni descarta el comercio de mujeres de la clase media y burguesa en una estupenda red de la trata de blancas -disfrazada de empresa de intercambio internacional de deportistas-, ni los homicidios y los secuestros escandalosos. Interrogatorios y cárcel se acumulan en los legajos de los servicios del Ministerio del Interior. Más de una vez lo dieron por muerto y en las clínicas estuvo siempre en constante custodia. Vehemente me mostró los sombríos costurones de las heridas por balas o machetes, dagas y sevillanas en el pecho y en el abdomen, declarando que siempre hubo un alma que le tendiera la mano.

Frecuentó los altibajos de la política y se codeó y tuteó a ministros, senadores, representantes y alcaldes venales, y con esas palancas se defendía. El usufructo de las esferas del bajo mundo con manitas de plata por su buen talante o talento no lo envanecían; prefería descollar en promotor de proyectos extraños y suprimir los suyos. Sus conexiones fundamentales se encaminaban en una sola dirección, de arriba a abajo, influyendo y congraciándose con la gente rica o de sólido renombre. «No nos conturbemos por las mezquindades. Con pasta contante y sonante reharemos la humanidad», repetía, con un desacertado gangueo. A los treinta años exactos, allá por los cincuenta y pico, en un rapto de melancolía, analizó lo hecho, lo que hacía y lo que le gustaría hacer y se encerró en una covacha en las estribaciones de la Sierra de los Órganos a lo anacoreta. Intemperante, renegó de sus vivencias. «Locadio de atar», profería. «Ninguno con cuatro dedos de frente actúa como yo». Y avistó una doctrina de demandas colectivas, y sin averiguar ni comedir, por impulso y embullo -se sentía el ungido, el interlocutor idóneo en el descontento-, con sus seguidores se encomendó a esa utopía cual si fuera una comunidad medieval, una secta, una cofradía. Los insurgentes Palafreneros de la Caballería del Santo Sepulcro, o una banda de facción, el caballo de Troya. Y en un tris juramentose para derribar al déspota Barrigas propugnando las revueltas de 1953 a 1958 y el manicheo de la mandamás y crudelísima Candelaria Ortiz.

Narrándome sus correrías, elucubraba yo que el flujo y el reflujo de la marea del océano braveaba entre islotes y rocas y se adentraba en mi despacho y me salpicaba los pies. O que el crepitar de un incendio devoraba el edificio, y nosotros nos manteníamos impasibles a las reverberaciones de las llamas. O que en una jaula los lorillos creaban un fragor de tempestad. O que subiendo yo un declive escarpado el soplo del crepúsculo batíame y flameaba mi camisa y se llenaban de oxígeno mis pulmones en un lapso tan inmensurable parecido a la muerte.

Las reinas, los reyes y los alfiles del ajedrez yacían invertidos reflejándose en el cristal del centro de mesa.

Sonó el timbre del rellano, me apresuré hacia la puerta, y miré por la mirilla. Era la encargada de la limpieza del condominio que recientemente había sido elegida Presidenta del Comité. Extraña elección la suya en un Comité, de carácter político, aparentemente ingenuo, integrado en aquel momento por personas de una cierta edad y retirada, al que se le atribuían vagas funciones para darle seguridad a la gente del barrio sobre los posibles conspiradores o fulanos de dudosa moralidad -según los decires o dictámenes imperiosos de Candelaria y de la burocracia reinante-, sobrepasándose a veces en sus vagas funciones creando verdaderos desmanes y estropicios en nombre del poder. Bien es cierto que en base a esto, ¿no despertaba acaso un tantico de envidia, de suspicacia en el vecindario o de malquerencia, agitándose detrás un bulto de iniquidades de las autoridades policíacas que ya metían el hocico en la barriada? ¿No vivía enfatuada ella con esta elección a tal punto que en el cuchancheo y la chocarrería a puertas cerradas la nominaban «la matrona del ballú del crimen organizado»? ¿Debíamos considerarla tan peligrosa? La hipérbole abunda a palo de ciego. Sostengo mejor que en ella se acoplaban como en buena parte de la humanidad virtudes y defectos, hacendosa y generosa, diabólica e intrigante.

-Indalecia, señor.

Giré el llavín y la puerta se entreabrió.

-Su esposa, que... su padre, que el enfermito, que el Doctor Ramírez...

-Gracias, por el recado, Indalecia. Si me llaman, dígale que cogí la guagua a las once..., ¿qué hora es?

-¡Ni la hora la tiene en cuenta..., desmemoriado! -dijo con malicia Indalecia y sus inflexiones se dulcificaron en una gradación cariñosa-. Con certeza que ni ha probado una pizca de... ¡Qué guisaso, Virgen de las Mercedes! ¡Son las cuatro y media! ¿Le traigo un tentenpié de lasquitas de puerco, cebolla, lechuga y una rebanadita de tomate? Yo se lo avío. El puerco me lo trajeron de Piedrecitas. El tío político de mi sobrina.

Con un amable subterfugio deseché su proposición. Había dilapidado parte del día en esta trapisonda tapiñada. No alargaría la charla. Entre tanto Indalecia se las agenciaba por husmear el saloncito de soslayo.

-No se complique, Indalecia... En unos segundos saldré... ¡Si se anima, entre!

-No, no, qué va, señor Elisario. Mi cuñada me espera y los vejigos están al volver de la escuela... -y despidiéndose se lanzó escaleras abajo.

Desde su asiento Carlos me echó una mirada fulminante.

-¿Qué? -interpelé

-Nada... -respondió cínico-. El chequeo diario, ¿no?

Sabiendo qué me insinuaba le asesté una implícita bofetada, gritando:

-¿Qué carajos dices?

-La visita providencial del Comité..., ¿de acuerdo?

No quise replicar, pero especulé: «No hay que ir de la Ceca a la Meca, resingao». Vine y me senté. Entonces ya tenía conciencia de que el minutero se deslizaba evocando a una canoa por el lago con su música inefable. Carlos ojeaba un almanaque donde rivalizaban jovenzuelos presuntuosos y palomas en un tríptico del pintor Rubencio Martínez. Hay que sacarlo a cajas destempladas, me dije.

-Escribir... ¡Quizás esto le parezca una verracada! -exclamó, sacó con lentitud un tabaco Partagás de un bolsillo de su camisa, lo mojó con saliva y enojado, echándose hacia adelante, lo apuntó a mis cejas y mascull -: Es el único sentido que poseo... Y usted...

-¡Yo!

-Sí, usted...

-Que yo...

-No quiero que tire en saco roto mi castillo de naipes.

-¡Carlos, quién le dijo a usted que yo...!

-Recapacite.

-Sería incapaz.

-¡Usted puede!

-¡No insista!... -explicité.

-¡Deje de comer catibía!

Se impuso un tenso silencio. Rechazando bajo cuerda sus exabruptos me parapetaba acariciando los peones y reyes de ajedrez y me desahogaba en ficticios cálculos, y él repantigado frente a mí y yo repantigado frente a él, tarareando y cachándolo de reojo y abatiendo las estatuillas, y él fumando parsimonioso, sin que se le alterara un músculo del rostro.

-¡Esto es cagarruta! -explotó, golpeando los brazos de la butaca. Luego ríspido emitió un tonillo distinto, restregándose los muslos-: Usted no entiende o no quiere... Siendo un polluelo me lanzaba a la aventura, pish, un rábano el trasto que me viniera encima, jugaba al duro y a nadie dañaba, y entre chulos y putas me arriesgaba, ¡y que me juzguen!... Jamás en serio. ¡A lo Carmelina, en la bachata y curtiéndome el pellejo! ¡Hasta un día, sí, hasta el día!...

Se revolvió en el asiento, adquiriendo una posición desenvuelta, y suspiró; luego su voz se enronqueció, emanando rabia y tristeza.

-¿Qué me pasó?... Me devano los sesos... Enzarzarme en esta quimera, inquiriendo qué, cómo pude tolerarlo, qué desatino, qué ceguera, qué ilusión... ¿Por qué luchamos? ¿Por un centralismo de estado, es decir, por una dictadura, disfrazada de socialismo, convirtiendo al individuo en una masa dependiente, mantenida y sin ningún incentivo? ¿O por una equitativa responsabilidad del individuo y de la distribución de la economía? ¿No es el individuo una fuerza económica de todas todas y una aspiración espiritual?... -quedé perplejo, con una espina en medio del pecho y sudando frío, removía las ideas que deseaba olvidar: «¿Qué argumentar?» Rápidamente cambió de tono-. ¡Dejemos eso!... ¿Somos capaces de vivir y morder el polvo por una ilusión? ¿Todo sacrificio nos desrisca o nos condena, sin saberlo, a la esterilidad?... ¡Porque yo, meao de aura...! -y estregaba el Partagás y lo pulverizó sobre la mesa- Legislé, legislé mal..., ¡me rompería la crisma, lo juro!..., y no podemos ir más allá de nosotros mismos..., cojones, por nuestra mediocridad, por nuestros miedos, por...

Creó una pausa idéntico a un pianista que pulsando el teclado alcanza en su interpretación un «tempo furioso», un clímax, e impulsivo se detiene y busca su respiración en la partitura.

-Lo primordial es el hombre y después las ideas... ¡Si fundamentamos algo, contemos con el hombre, sin abstracciones!

Se levantó, y en pie de una manera monótona zascandileaba por el habitáculo apretándose las rudas falanges, queriendo quebrárselas.

-¿Tendremos que comulgar con este caos?

-No me haré partícipe de sus... -le repliqué acojonado, demorándome en cada palabra, en voz baja.

-¿Qué usted, qué? ¡No me haga reír! Usted sabe hasta donde el jején puso el huevo. Usted, el pavo..., cloc, cloc. La pendejitis es cabrona... -ripostó.

Adrede extrajo una pistola automática que incrustaba a la chita callando tras la cintura y la aventó contra el suelo.

-¡La puñeta!... ¡Embarrado de mierda recalaré en Remanganagua o en Isla de Pinos!

Notó la violencia subitánea en mis ojos.

-Recójala -desaprobé.

Palideció; su mirada se volvió vidrio intangible. «¿Éste vino a orientarme o a desorientarme? ¿A que escriba una novela? ¡Curioso ñángara, que de a pepe jala lengua!»

-Por favor, le ruego... -amortigüé el galillo, endulzándome-. En esta casa eso no funciona.

Agachado recogió el arma. La prueba que deseaba constatar la tenía delante de mí. Éste es un enviado. Éste es un policía. Éste tratará de sonsacarme.

-Usted es amigo de Alicita Boliño... -dijo pérfido.

-¡Sí!..., ¿y qué?

-¡Una perla de fiar! La pusieron en salmuera por salirse del plato... A la par que a Violetica Milagros y a su marido...

Temblaba yo de rabia y odio.

-Qué me importan Alicita Boliño o Violeta Milagros y su marido... Con este aguaje sospecha usted que... -me contuve, esforzándome en asumir un diapasón pausado y agresivo-. Su persuasión es una pistola y la intriga solapada. No lo conozco, ni sé la clase de cancerbero que me asalta, y en esta ocasión que parlamentamos..., piensa que le aplaudiré su trapicheo..., un chiquilicuatro mirando un palo encebao. ¡Déjese de teatralerías!...

-Simplemente le hago notar que todos estamos expuestos al mismo peligro. ¿Conjeturaba usted que a Alicita o a Violeta y Romualdo las autoridades les llamarían la atención por boberas, porque si dijo o no dijo en tal reunión, o porque asintió que Zutano dijera una ñinga que no debió de decir? Usted, yo..., más tarde o más temprano.

No dejaba de tener razón, lo sabía, sin embargo yo deseaba sentirme exento de las liberalidades en que cayeron Alicita, Violeta y su marido, aunque reconocía que a mí incluso podía sucederme en cualesquier instante, y me atemorizaba la eventualidad de verme sometido a un interrogatorio por una imprudencia, y vi la secuencia que quería ver, un cuadro clarísimo. El policía allana a lo macho el tugurio de un conejillo de indias y tantea amedrentarlo. Le muestra una subrepticia pistola. El conejillo de indias se subleva. El policía trae la intención de descojonarlo y sanseacabó..., y en eso se pierden horas, hasta que vomite el hígado. ¡Uff, qué gandinga!

-Decídase, escriba la novela, que será su novela y la mía. Cuente el huracán que hemos vivido...

-¿Ése es el queso..., o el jamón? -lo atajé.

-Se equivoca...

-¿Equivocarme?... ¡Venirme con cuchufletas!... -Desestabilizado, guiado por un desafío interno, me jugaba el todo por el todo, ignorando las consecuencias en que me vería envuelto-. ¡Tremendo paquete en papel de china! ¡Ja, ja!... ¡Calcule que yo sé!

Me debatía entre ideas desacordes. Lo que hubiera dicho se transformaba en terror y me forzaba por acallarlo, y bullía dentro, y me desquiciaba: «En estas décadas he comprobado cómo el despotismo destruye..., cómo embiste, controla y trucida, una maquinaria satánica...», y usted me tira de la lengua para atornillarme en ese engranaje... ¿Por qué? ¿Quién le envía?... ¿Que soy un flojo, un pendejo? ¡Sí, Carlos! ¡Pendejo hasta la pared de enfrente! ¡No me engatusará! ¡Valiente truco! ¡Lo estoy oyendo! «¡A este perico me lo meto en un bolsillo!... ¡Se caga de susto!»

No, no lo haría y me tentaba hacerlo para atortojarlo y quitármelo de encima: fingir una simple llamadita telefónica, a un besaculo o a un técnico, levantar el auricular, marcar un número y secretear con el fin de que me oyera, «me están molestando, me están jodiendo la vida»... Mecachis, no. Debía apaciguarme. Iba a incorporarme y me pegué al butacón.

-No, exagera... -farfulló él.

-¡De pinga, mi socio!

-Usted, es un inconsciente..., Elisario -agregó-. Cálmese... Una novela, la no escrita... A usted le parecerá una chifladura, o un arma de doble filo, pero es así... Todavía existe gente que cree...

Soliviantado por su inconsideración, por su ostentación, me lancé simulando un vejancón que desciende un agreste y desolado talud, resollando frenético:

-¡No se haga el inocentón, Carlos! ¡Déjeme! ¡Déjeme en paz!... ¡Creer! ¡Creer! ¡Pamplinas!

Acomodado en un ángulo del butacón me cuestionaba qué hacíamos allí, él y yo. Fríamente y furtivo revisé la habitación para asegurarme donde me ubicaba, y no visitaba los oscuros corredores y los cubículos de una prefectura de policía. Mi vida, que la preservaba con cuidado, en una esfera íntima, convencional, en un tilín se desmoronaría. Pensaba en cómo me afanaba por amoldarme, cómo aprendí a disimular, a aprovecharme, a protegerme, sabiendo que al cuerpo social le habíamos insuflado una perversa ideología..., exacerbando la burocracia paternalista y el caciquismo..., que yo, por malaventura, contribuí a ello, que yo como todos aquellos que luchamos en las células conspirativas de la ciudad seríamos eliminados... Pensaba en el Comité que mencionó Carlos, el ingenuo y diligente comité infamatorio, y del terror que infundía en la barriada. Pensaba en el desacato y el allanar violentación de las viviendas por si acaso de los individuos que estipulaba el aludido Comité como homosexuales o desafectos al régimen y sin ser juzgados los hacinaban en las cárceles para que se pudrieran en la inopia y las vejaciones. Pensaba en el simulacro de la reforma agraria preparando el camino a los koljós o cooperativas de productos agrícolas bajo el control del estado. Pensaba en los campesinos renuentes a incorporarse en ese sistema, «déjenme con mi conuco y me las bandearé solo», y la violencia impuesta por el ejército rebelde, incendiando las fincas, campos y haciendas y convirtiéndolos en «alzados», o en «bandidos». Pensaba en la huída de los campesinos a la ciudad. Pensaba en las kilométricas caravanas de empleados de las oficinas y las fábricas yendo a cortar caña los fines de semanas o a recoger tomates, boniatos o papas, sabiendo que la recogida se descompondría en los envases por falta de rastras que las llevaran a los centros de distribución citadinos o de los villorrios. Pensaba en las marchas tumultuarias y enfebrecidas de «¡Viva Candelaria!». Pensaba en los tanques y en el armamento sofisticado de las tropas, millones y millones se dilapidaban, desfilando para una conflagración imaginaria. Pensaba en los escuadrones de milicianos en sus prácticas. Pensaba en las celebraciones patrióticas modificadas en manifestaciones guerreras, y el pueblo, mi pueblo... Pensaba en las luengas hileras de gente anónimas que aguardaban la llegada del pan, de la carne, de las cebollas, de los frijoles, del jabón o en las tiendas de ropa vacías. Pensaba en el destino del pueblo. Pensaba en Lucila y en mis hijos; en mi padre y mi madre que sufrían la vergüenza por una pendencia con un desconocido en una cola en el supermercado. Pensaba en mis hermanas en el exilio liberadas de este avispero. Pensaba en las tramandangas que armaría para evitar que mis hijos se enrolaran en las actividades de los hijitos de Cande (primer paso a la alienación de las nuevas generaciones), de la escuela al campo y más creciditos en la Juventud Candelarista. Pensaba, ah Dios, pensaba en las conferencias dictadas en la Universidad y en la Escuela para los Jóvenes sabihondos, qué mascaradas, qué desperdicio, qué vanidad, qué narcisismo..., y en los cócteles, las reuniones de intelectuales y las comilonas y los viajes con los invitados extranjeros, oírles dictaminar sobre nuestro país y su destino, las bondades del futuro, oírles y sonreírles, y no soltar prenda, qué vergüenza, y sobre todo, escucharles teorizar; rememoro el sarao en honor del viejito tuerto francés y su gruñona adlátere, desenfrenando, unos verdaderos papagallos, mañosos en arreglar el mundo con su verborrea, muy francesa y muy divina..., y Candelaria, inflada, sacando su pechuga, en las nubes de su egolatría, zumba, que zumba la guerrilla, de América Latina, de Viet Nam, de Argelia, de la hermandad cubanosoviética, de los movimientos obreros y universitarios de Francia, de la lucha por el poder..., ¡vaya demagogia!, ella, ella, la liberadora de las injusticias, de los gringos, contoneándose a lo largo y ancho de salón, imaginando la gloria, su gloria neroniana, rechupeteándose los dedos pringosos de una salsa de camarones; y ahí están Gladiolo Cuernava y sus acólitos haciéndole morisquetas y halándole la leva al viejito francés, y Vinicio Paboada, delgado y de nariz aquilina, y Juan Lorenzo Lizardi, regordete y de rasgos suaves de bonachón, en un rincón comentando el despiporre y Mara Laseca luciendo un modelito de Chanel, taca taca en los pasillos, taca taca en la glorieta y el jardín, y yo preguntándome cuántos fusilaron esta madrugada en la Cabaña o en lugares remotos, en Santiago o en Isla de Pinos; y ellos, el viejito, la adlátere y Candelaria, triunfales, engarbullaban locuras entre maquiavélicas manipulaciones...; y el auditorio se sonaba mojitos y unos prajos para levantar el espíritu que lo tenía por el suelo con esa maldita tabarra que no entendían.

Y ahora en estos segundos me cercioraba de abanearme en una cuerda floja. En mi caso, decíame para mis adentros, que todo estaría calculado y requetecalculado, como se había obrado ya con centenares de personajes políticos y creadores. Mi propensión esquizoide prevalecía sobre quequier otra. La posible novela se convertía en un adefesio de espantos.

Y él, sereno, quizás beatífico, ergotizaba y reiniciaba la lipidia del principio.

Enajenado en el juego diabólico, yo no lo oía, ni lo oiría, centrado en mi cantaleta inaudible, en mi matraquilla, próximo casi al vértigo: «Usted, yo y los demás aquí expiamos el mismo delito. En el ambiente al que pertenecía nadie tuvo la clarividencia de prever a dónde nos conduciría... y los que la tuvieron, los catalogamos..., franquéese, inculpados e inmolados, usted y yo contra ellos, usted y yo fuimos hábiles en las ignominias, ¿cierto o no?... ¿Cuántas veces abucheamos paredón o traidores, cuántas delatamos...?, nosotros, usted y yo, los responsables, ¿hasta cuándo..., la impericia, la ley de menor esfuerzo, la frivolidad, la malignidad...?»

Sus pupilas encubrían hostilidad o celosías cerradas. Y seguí echándome al coleto, sin mover los labios ni un músculo de la cara, una arenga similar a un chasquido de hojas de escarcha.

-¿Fatalidad, cuál...? ¡Eso, a la tragedia griega! Lo concreto... ¡Achujamos vengativos!..., codiciamos, traicionamos, matamos... Nos sojuzga el odio, y el tiro rebota por la culata, porque..., hoy por hoy, estamos comiéndonos las entrañas... Sí, amigo... Infelices diosecillos de humo, privilegiamos la supremacía de un dogma y relegamos al ciudadano, y craso error, desbarramos. Sí..., sí... Con todas sus letras. Des-ba-rra-mos.

Sinceridad y rudeza se aunaban en mi cacareo interior, y me demolía.

-Usted y yo..., queríamos la pobreza y chapuzamos en el pantano de la miseria, reconózcalo; aspiramos a borrar el pasado y el pasado nos acorrala... No somos víctimas, sino los victimarios de un pueblo enloquecido por una arbitrariedad mesiánica. No merece la pena su «buena conciencia», o «mala conciencia». Cerciórese usted que la concordia se achica, que la alienación agudiza la impostura, el vaniloquio, el contrasentido, el choteo, la campechana estafa, el tropelaje... Usted como yo hemos desencadenado un monstruo. Usted aborrece a ser tocado. Agredido, sometido. ¡Dígalo! ¡Acéptelo! Usted pedía igualdad, y a estas fechas reclama jerarquías... El círculo se cumple. Enfogándonos.

Según me abstraía una serenidad me invadía y cogité que probablemente él estuviera actuando con ingenuidad e ipso facto desechaba ese pensamiento por considerarlo una de las estrategias utilizadas en casos conocidos.

Barrunté que oscurecía y encendí una lamparilla. Lo miré inquisitivo:

-Amigo mío, ni rosca puedo hacer por usted. Está en juego la política...

-¡Basta! -lanzó un alarido, estrangulado, de fuelle que se desinfla, de lonchas que se machucan, y se desplomó en la butaca. Un sollozo se anudaba en su garganta y bajito articuló-: No he venido a discutir de política. ¡Discierna usted!... Yo no lo influiré..., ni lo pretendo... ¡Dios me proteja!

-¿Por qué ese interés...?

Sobrevino una pausa; y de solapo él se transfiguró en el retrato de un tipo torturado y herido. La pausa se estiraba aproximándose a la eternidad. De nuevo el hilo terso de su voz circulaba en un lento riacho.

-Sería largo de contarle... ¡La otra efigie de la medalla!... Un chama, ya le dije, me entretenía leyendo, en un pueblo de cuatro casas y un aserradero, sin un níquel para el cine, sirviendo de recadero, una madre gruñona inepta para entenderme; usted asimila, por no encapricharme con un pito de marihuana, leía aquello que me caía al tun tun, y me engrifaba, si yo pudiera..., es idiota... ¿le explico?, sí, lo juro... Una sosería, no lo dudo.

Se detuvo parco en sus gestos. Dialogaba con un personaje inexistente, fuera de nuestro contexto, ensoñándose en una edad distante o entre la hojarasca de las reminiscencias acalladas:

-Siéntate, no caviles, lánzate, el tiempo es una tempera sucia o unos colgajos raídos, impulsándose al compás de la brisa... Tomo una estilográfica, borrajeo, no, la fiebre me roe, no, un estado especial, un vacío, náusea, quizás sea anodino..., una mariconada, chico, y la sensación del cero a la izquierda...

Respiraba hondo, se debatía por hurgar en la roña dura del olvido, y en un estufido tronó:

-¡Creer, sí, creer! Quien deja de creer se siente..., embarcado, un cáncamo y capao..., me falta creer en la belleza, creer..., creer, ¿qué digo?... -dirigiéndose hacia donde me hallo, musitó-. He desperdiciado mi vida, he traicionado al niño que uno lleva. Usted lo escribió...

Atemperó la voz, deslizándose por el territorio de los sueños, como si su ser o su alma vagara en otra parte, o se aniñara; y yo me mantenía igual que un autómata, anhelando que desapareciera, despidiéndolo cerebralmente, enjocicado por la pérdida de tiempo, una multitud de insinceridades, Dios mío, qué tristeza, qué insoportable incomunicabilidad:


Un niño es el que indaga y embellece,
el que vive tu infancia y te acompaña
mirando tu desnudez sin reserva,
y esclarece la fronda o lo sugiere,
acarrea el jarrón, abre los labios.
Su lenguaje organiza maravillas,
su novedad de cielo y primavera.
Nada somos sin él y nada existe.
Una página en blanco lo reclama.
Lo virtual y fugaz, sagrado vuélvese
si ese niño que indaga permanece.
La sorpresa, la fuente insoslayable.



En vez de halagarme, me indignaba. No obstante, con un ademán reflexivo de diplomático, le dije:

-¡Si se encalaberna ni jiña conseguirá!... Empiece usted por un boceto, o una carta, unos baturrillos de cagón...

-¡Agua de chirle!

Se levantó y fue al baño. Regresó secándose el cuello con un pañuelo opalino. Se metió el pañuelo en un bolsillo delantero del pantalón. Retomó su puesto. Rígido, repiqueteaba yo sobre el brazo de la poltrona.

-No he sabido decirle qué furores, qué aflicción me atraganta. ¡Uno es un ñame con corbata...! Me porto como un insensato y hablamos desde puntos diferentes...

-¡En firme! -mentí-. ¡Las mirringuitas que disfruto no voy a arriesgarlas!

Me examinó de arriba a abajo. Su expresión traslucía una mezcolanza de desprecio y compasión.

-Le sugiero...

-¡No me sugiera nada, Carlos!... A estas alturas, bastante crecidito, de cuarentitantos en este bregar, me inquiero para qué la literatura.

Premedité que mi exposición surtiera el efecto de un torbellino, envasándole la píldora en una maraña de latiguillos, en un miserable paripé; pues sólo tenía un propósito, botarlo, que se fuera; por consiguiente, desgrané una jerigonza a lo loco:

-¿Para generar metáforas sobre experiencias insustanciales o inofensivas? ¿Para desbaratar los viejos rezagos y construir y poblar un espacio que desconocemos?... Los políticos, máxime en una tiranía, ven en el utilitarismo la posibilidad de inmortalizarse. El escritor debe comportarse imitando a un pelele, ser un ventrílocuo. O apacentarse de galaxias congeladas en un cielo inhóspito. Prevalerse de la retórica. Por intuición me percato que lo último resarce y uno sobrevive. El individuo siente pánico de verse retratado... ¡No me pida, por favor!...

-Usted continuará picardeando. Su cinismo..., y su pacto de papalotero... -recalcó Carlos frío y radical.

-¡Qué remedio, acoy! -dije zumbón.

La tregua elaboró entre nosotros una fantástica armadura de alambres invisibles.

-Si esto lo transcribiera, usted se aterraría... -añadí capcioso, dispuesto a zaherirlo a fondo.

-¡Al contrario, me reivindicaría!... Maniatado, míreme, anquilosado, y sé que soy carne de cañón...

Y me puse de pie desplazándome hasta la ventana; tañeron cinco campanadas de una iglesia próxima; vi tras los visillos como se acuadrillaban las palomas y en sus volteretas en cruz imaginé las cabriolas de los ángeles demudados, ingrávidos, y miríficos de las pinturas del renacimiento.

Demasiado terrible. Mentira y verdad engarzadas, dudas, ruido, borrones de borrones, apremio y ternura, embustero instigador o incauto, o ambos indisolubles, y perora sobre un libro del cual yo seré el caricaturesco depositario, el elegido de una tarea aleatoria y estrambótica. Qué lucidez o barrabasada, qué taimado plan determinaba sus acciones.

Susceptible y machacón giraba yo un reguilete en el punto álgido: Una clásica maniobra policíaca. «Embarúllale afectuoso, desarróllale el narcisismo, tiéndele las redes, haz que se pavonee, que nade en su piscina, convéncele que tú eres de los suyos, y déjalo..., en breve la fruta gotea». Y con esta hipótesis, se aterriza al soborno descarado, a la brutal intimidación.

Él, en su blablablá, movía la nuez de Adán con bruscos tics. ¿A qué se refería?... ¡A la novela!... Una barafunda que semejaba el ulular de las sirenas en el mítico mar de Calipso. Un chubasco sobre el pórfido de las terrazas de Rapri. Árida arenilla fustigando las dunas.

Me azocaba y las oleadas de tirria y terror crecían. ¿Qué urdir? Desembarazarme de él. ¿Cómo? Él manejaba una automática y estaba a su merced. En zigzag presentí que me involucraba en una novela de gangsters. O reincidirían las siniestras persecuciones, reproduciendo las del poeta Humberto Perdomo y del novelista Rey Alvaro. Las razias y las cacerías de brujas.

Con astucia me acerqué a la butaca, y al sentarme él sonrió. Una sonrisa de impiedad. La sonrisa de alguien que se jacta de su victoria y la sostiene idéntico a los marciales conquistadores vitoreando el rendimiento de una plaza sitiada. Odiar no he odiado con una fuerza tan dolorosa. Él, ahí, en su majomía, y yo, ladino, y decidido a reaccionar al mínimo movimiento. Observé el almanaque de la mesita del teléfono. El 12 de diciembre. El mundo, mi mundo, se derrumbaría como los inevitables dos y dos son cuatro. Ah, no. Me armaba un lío y no había por qué. Interpretar un sueño ocupa zonas más vastas. Existen múltiples y controversiales, lo habido y lo por haber...

La arena de la clepsidra midió nuestra confusa quietud.

Golpeose el muslo con el puño derecho, y en pie se ajustó la pistola a la cintura.

-Está visto que la mieditis lo acoquina -balbuceó y se encaminó hacia la salida-. Hasta siempre, cúmbila...

Y se transformó en un portazo.

Cariacontecido estoy en el cuarto, y una manecilla comienza a raspar calcomanías descoloridas detrás de un lente esmerilado. El sueño o la extravagancia nocturna se clarifica, develo su secreto irreversible, y me arrimo, figurándomelo, a un flanco de la casa imponente, la número 12, la funesta petrificación, la caverna, la tumba, vivo cercado de una comitiva de maniquíes contrahechos, y me horripila, y a mangas y capirotes, «ajila, conejo, ajila», marcho por un sendero de pinos titánicos, y detrás uno tras otro se derriban, y el hacha, el filo del hacha centellea, víctima sin remisión, la víctima, «ni charada ni valijú», bisbisaba el viejo Crispín afilando el hacha, debo ventilar mis asuntos, es inminente, se desguaza el tinglado, y seré el conejillo de Indias ineluctable, aguanta la mecha, te aceleras, tranquilo, subuso.

Un sábado cualquiera paliqueando con un colega, en los vaivenes de la sobremesa, Lucila colaba el café, y mis hijos, mi madre y mi padre se adormilaban ante el televisor con el film Caracortada de Howard Hawks, tuve el pasmoso escopetazo:

-¿Sabes que murió Carlos Marrero?

-¿Quién te lo dijo?

-Lo pillaron muerto en su cuartucho...

Sucinta confirmación. Baldado casi, soñando un sueño que me inventaron y al que me adhiero percibiendo en qué lodazal, en qué sima voy... De fiñe, ¿no te sucedió eso?, riquirás, riquirás, en el aire, a pulso tronza las barreras del aire, riquirás, riquirás, un tremor y un aullido, riquirás, riquirás, que se ramifica, riquirás, riquirás, de una tapia a otra, riquirás, de crío y de vejancón, horrible, duele, hiende canales, trunca, riquirás, riquirás, no era yo la víctima del sueño, eras tú, Carlos, acoplándome, tú, el vislumbre de la novela, la novela, contra el muro, tu memoria y la mía, mortificadas, riquirás, yo escribiré por ti, tú escribirás por mí, humo sigiloso, riquirás, riquirás, la fe y la ofrenda, una esfinge, Carlos, riquirás, tú y yo abrumados, fundidos, ya carne de ficción, el poema, la libertad, riquirás, riquirás, riquirás...







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