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Un alegato contra el poder


Enrique Pajón Mecloy





La primavera de 1961 se ha convertido para mí en una fecha plena de buenos recuerdos y de circunstancias afortunadas. Buero y yo nos intercambiábamos desde hacía un par de años libros, artículos, noticias. Le hice llegar entonces la página en la que Valentín Haüy describía su encuentro con aquella orquesta de ciegos ridiculizados. Para mí era entonces una noticia más, referente al tema de los ciegos, pero la respuesta de Buero, en una carta del 10 de abril de 1961, me hizo cambiar todos mis presupuestos: «Esa patética historia de la feria de Saint Ovide -decía- me ha conmocionado hasta el punto de que acaso alguna vez me atreva a escribir un drama 'pro ciegos' apoyándome en ella». Menudearon entonces nuestros encuentros, provocados sobre todo por la insaciable necesidad que él tenía de informaciones, documentos y cuantos detalles pudieran servirle para encuadrar de la manera más adecuada su nueva obra. Así nació El concierto de San Ovidio.

Lo que parecía una cadena de anécdotas se me convirtió pronto en una visión clara de lo que debe ser una «crítica». Ya Kant había hablado de que una «crítica» consiste en una superación de una actitud dogmática. Para el gran filósofo se trataba de buscar las verdaderas raíces de los problemas en vez de obedecer a criterios de autoridad.

Años más tarde, en 1986, al conmemorar el Teatro Español el setenta aniversario de Antonio Buero Vallejo, se habló en una de las conferencias del valor de las obras de Buero en relación con la circunstancia española de tantos años de dictadura, y se dijo incluso que Valindin, el personaje tiránico de El concierto de San Ovidio, perdía valor después de la muerte del general Franco. Tomé entonces la palabra para decir que considerar el sentido de esa figura relacionándola con la circunstancia española había sido una interpretación raquítica y, sobre todo, ignorante, ya que reducía a circunstancias coyunturales algo que tenía en sí, como toda obra de arte tiene, un valor universal. Yo, que había visto nacer la obra, sabía muy bien que aquellos ciegos sometidos a la tiranía de un poderoso eran aplicables como símbolo a todos los problemas humanos en los que el poder fuese ejercido en beneficio de intereses personales. El concierto de San Ovidio era un alegato contra el poder.

Valindin ejerce el dominio que las instituciones le otorgan, es un tirano encuadrado en la dimensión simbolizada por la política. Pero los ciegos de El concierto de San Ovidio no son sólo víctimas de esos poderes que limitan su desenvolvimiento en el mundo exterior. Más disimulada y, sin duda, más perniciosa, aparece en la obra una tiranía sutil que se extiende por lo que podemos llamar «el ámbito de la conciencia»: es el dominio que simboliza la superiora de esa institución benéfica, el Asilo de los Quince Veintes, donde se opina que los ciegos lo único que hacen bien es rezar. Y no se entienda tampoco aquí un valor circunstancial de posible aplicación al horizonte religioso. Toda ideología es tiránica, todo intento de convertir al hombre en integrante de una masa informe es tiranía y quizá la más nefasta.

Adriana, la mujer tiranizada en sus sentimientos, la obligada o inducida a prostituirse, nos habla de otros débiles, muchas veces mencionados, pocas comprendidos, que están pidiendo actitudes nuevas en el sentir y también en el pensar, no sólo a través de leyes, sino, lo que es más importante, por medio de una verdadera transformación de las bases culturales mismas en las que se apoya el panorama de nuestra sociedad en su conjunto.

Una crítica auténtica tenía que remontarse a los orígenes, a una lectura de la obra antes incluso de ser escrita, es decir al desencadenante que pudo provocar en la mente del autor el desarrollo de ese drama que llega hasta nosotros. El crítico privilegiado en este caso era yo, por haber visto la luz del relámpago que había alumbrado la mente creadora de Buero Vallejo.

Los ciegos de En la ardiente oscuridad hicieron pensar en una España en la que la luz estaba prohibida, pero cuánto gana la obra si vemos en ella al ser humano condenado a tantas cegueras, circunstanciales o universales. Los ciegos de El concierto de San Ovidio, por su parte, no representan la necesidad de ver, sino el esfuerzo y el precio de la libertad. Son débiles, oprimidos, condenados a una esclavitud quizá física, quizá social, pero, sobre todo, esclavitud de la inteligencia, destinados a pensar lo que los dirigentes les imponen.

Tiene la obra un epílogo cuyo valor me parece que no ha sido nunca apreciado en su verdadero alcance. Valentín Haüy lee en él, treinta años después de los momentos en lo que se ha desarrollado la obra, aquellas páginas a las que me he referido líneas atrás, añadiéndoles comentarios y reflexiones, tanto sobre el precio de la libertad como sobre el sentido de la educación. Aparece allí la propuesta de la educabilidad de los ciegos, un hecho histórico que en la obra dramática cobra el sentido de una educabilidad nueva, universal, la que permita ver a cuantos se encuentran condenados a la ceguera tanto intelectual como ética. Haüy se propone hacer que los ciegos puedan ejecutar conciertos armoniosos, escribir y leer, pero los ciegos son aquí sólo ejemplos que pueden elevarse a la categoría de símbolo. Si desde el epílogo dirigimos ahora la mirada al origen encontramos esa obra, El concierto de San Ovidio, como el sueño de Valentín Haüy, como un proyecto educativo cuya finalidad es la de un mundo humanizado: el hombre que se autocrea pleno de nobles ideales.

Leamos de nuevo las obras de Antonio Buero Vallejo, esta vez sin prejuicios, y no nos será difícil oír el grito de quien reclama luz, libertad y amor.





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