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11

Libro del regimiento de los señores, BAE, CLXXI, Madrid, 1964, p. 187a, 192b y 186a, respectivamente, y cfr. p. 167b.

 

12

En la Danza de la muerte encontramos ya: «Don sacristanejo de mala picaña / ya no tenés tiempo de saltar paredes.» Cfr. A. van Beysterveldt, Amadis-Esplandián-Calixto. Historia de un linaje adulterado, Porrúa Turanzas, 1982, no muy convincente.

 

13

Jardín de nobles donzellas, ed. de Harriet Goldberg, Chapel Hill, 1974, p. 271.

 

14

La originalidad artística de «La Celestina», Buenos Aires, EUDEBA, 1970, «Melibea» y pássim.

Los criterios sobre las edades y su división son muy variados, dependen, entre otras cosas, de que el autor tenga una intención moral o erótica o, simplemente, naturalista. Así, San Isidoro opina que la adolescencia va de los catorce hasta los veintiocho años (Etim., XI, ii, 1-7); Diego de Valera escribe: «Es de saber que en los onbres son seis hedades, por horden de las quales la primera es la infancia, desde el nascer fasta los siete años; segunda es puericia, que es de los siete fasta los dose; la tercera es adolescencia, fasta los veinte e cinco; la quarta juventud, fasta los cinquienta; la quinta vejez, fasta los setenta, donde adelante es dicho término de las otras hedades pasadas. E porque en aquellas tres primeras hedades, o a lo menos en las dos, son los honbres administrados por las madres...» (nota 61 al Tratado en defensa de virtuossas mugeres, BAE, CXVI, Madrid, 1959, p. 76b); fray Martín de Córdoba: «Así, podemos dezir de la fenbra que fue criada en hedad perfecta, de perfectión que a ella convenía. Esto digo por que la muger no requiere tanto tienpo para su perfectión como el varón; donde razonablemente podemos dezir que ella sería de XXV años» (Jardín de nobles donzellas, ed. cit., p. 168; para Adán da treinta años; también Furio Ceriol sitúa la madurez del hombre en los treinta años, en El Concejo y consejeros del príncipe, BAE, XXXVI, Madrid, 1871, p. 342b y 332a). Aunque tardío, me parece interesante este testimonio de Tirso: «en edad de veinte años, cuando la parte sensitiva, jubilando la vegetal, predomina sobre la más ilustre que es la razón, gobernándose más por las lisonjas de la concupiscencia que por los aranceles de la prudencia» (Cigarrales, Madrid, 1942, II, p. 33); Calixto tiene 23 (cfr. Mexía, Silva, I, XIV).

La profesional opinión de Celestina es clara: «nueve mozas tenía de tus días, que la mayor no pasaba de dieciocho años y ninguna había menos de catorce» (IX, p. 150; Areusa tiene quince según se dice en VII, p. 127: «no parece que hayas quince años»), Diego de Valera, cuando deja el tono moralista, escribe: «el Rey se casó con madama Isabel, fija del rey Duardo, que disen ser una de las más hermosas mugeres del mundo en hedad de dies e siete años, y el Rey es de treinta e dos e de muy fermoso gesto e cuerpo» (Epístolas, ed. cit., páginas 33-34).

 

15

Juan de Flores, Grisel y Mirabella, cito por la edición de J. Cromberger, Sevilla, 1529. Y el Comendador Escrivá advierte: «ni otra mejor doncella / que aquella que casan presto».

 

16

Carvajal, Poesías, ed. Emma Scoles, Roma, 1967, pp. 128-129; debo a la generosidad del Dr. Nicasio Salvador la localización de este texto.

 

17

Ovidio y Aristóteles, como lo recuerda Luis Ramírez de Lucena: «La propia pasión de las mujeres es la lujuria, como dice el filósofo en el séptimo de las Eticas» (op. cit., p. 47).

 

18

Cfr. Antonio Prieto, en la «Introducción» a su ed. de La Celestina, Madrid, La Muralla, 1967, p. 23.

 

19

Desde el prólogo advierte Rojas este peligro, Y vid. Bataillon, «Calisto l'insensé», op. cit., p. 108 y ss.

 

20

Madrid, 1953, pp. 14-15. Como observa el editor, J. M. Cossío, «el parentesco entre ambas situaciones es íntimo y evidente» (p. XV), y, efectivamente, lo es, incluso en formulaciones lingüísticas concretas. Cossío parece inclinarse por la prioridad de La Celestina ya que -dice- podría correr manuscrita por Salamanca antes de ser editada. Hay otras coincidencias de detalle que tampoco aclaran la cuestión de la prioridad pero estrechan el parentesco: «Sin dubda, el que ama en otro hombre se muda, que ni habla ni hace aquello que antes solía. Donde Parmeno en el Terencio, decía: "¡Oh, Dios, y qué enfermedad es aquesta! ¡Que así los hombres por amores se muden, que ninguna conosca ser aquéllos que antes quienquiera conoscia! De guisa que llamo al amor enfermedad"» (p. 43), y: «Dexemos, pues, que así es de apascentar nuestra carne viviendo luxuriosamente, allegándonos a mujeres y haciéndonos como caballos o mulos en los cuales no hay entendimiento, como dice el Salmista» (p. 47). En cualquier caso, lo que parece claro es que una obra muestra la versión positiva (idealizada) y la otra la negativa. Cfr. J. H. Martín: Love's fools, Támesis, Londres, 1972.

Respecto al problema que nos ocupa, O. H. Green escribe: «el amor cortesano permitía y esperaba la mediación de los amigos o confidentes, pero no de una alcahueta: en apareciendo ésta es señal de que las intenciones no son buenas [...] el empleo de los servicios de una alcahueta y de una hechicera reviste especial gravedad y no cabe duda de que, al introducirla, el autor se daba perfecta cuenta de esa gravedad: el recurrir a alcahuetas o hechiceras para satisfacer los deseos lujuriosos del amante era pecado mortal» (España y la tradición occidental, Madrid, Gredos, 1969, I, p. 144).