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Un autor en busca de un programa: Echeverría en sus escritos de reflexión estética

Jorge Myers






Contra el naufragio: la difícil navegación estético-ideológica de Esteban Echeverría

El programa estético-literario desarrollado por Echeverría a partir de su estada en la Francia de la Restauración estuvo siempre condicionado, en cuanto a su desenvolvimiento concreto en el Río de la Plata, por las condiciones culturales, sociales y políticas de esta región. Es imposible interpretar adecuadamente el sentido de las anotaciones sueltas, los esbozos de prólogos y artículos, los manojos de citas copiadas, que constituyen la porción estética de sus publicaciones y manuscritos póstumos, si no se toma en cuenta la relación que éstos guardaron con la propia vida de su autor, inserta como ella lo estaba en un contexto sociocultural cuyas pautas y conflictos establecieron un espacio de legitimidad estético-ideológica cuyos límites eran estrictos y difíciles de franquear. Ningún hombre, ninguna mujer, escoge con entera libertad el itinerario de su tránsito por la vida: el destino final se labra siempre a través de la lucha agonística entre la voluntad del individuo y los dictados de las fuerzas sociales y de los azares, o -quién lo sabe- de su hado fatal. La suya se le reveló a Echeverría demasiado rica en peripecias y naufragios.

Marcado por el sino negativo que implicó la muerte prematura de su padre, su formación intelectual, cuyo punto culminante debió haber consistido en su curso de estudios en París, se vio bruscamente interrumpida como consecuencia de la quiebra de sus benefactores, los hermanos Lezica. De regreso en su patria, su prédica a favor de la reforma de la poesía vernácula debió lidiar con las crecientes amarras que el orden rosista, entonces en construcción, les imponía a la prensa y a la libertad de expresión. Imbuido del anhelo romántico de consustanciar a su vida con su obra, presentando de ese modo a la opinión pública contemporánea una figura moldeada por pasiones fulgorosas, amores clandestinos y arrojo vital -contracara de la poesía liberada ahora de las ligazones del preceptismo clasicista-, debió contemplar como sus propios rasgos de personalidad -hipocondría1, inseguridad delante de las mujeres2, una voluntad vacilante y a veces sospechosa de endeblez- le obturaban el camino. Tempranamente ungido por sus coetáneos como líder y guía de la incipiente formación cultural a la que todos ellos pertenecían, debió observar con impotencia cómo su capacidad de imponerles a los demás el respeto hacia su propia persona y sus decisiones se desvanecía ineluctablemente, como consecuencia de sus propios movimientos en falso en aquella arena turbulenta de la política criolla3. Condenado a un doble exilio, que lo alejaba simultáneamente de su patria y de sus antiguos amigos, debió sentir en sus aposentos de Colonia que sus ideas, al volverse el patrimonio común de toda su generación, le eran progresivamente confiscadas en lo que a su autoría se refería, razón por la cual intentaría -ya enfermo de una dolencia real y augurando, quizás, el fin que con tanta velocidad se aproximaba- reconquistar su lugar en el movimiento que él había iniciado, mediante su reedición del Dogma socialista y sus últimas polémicas públicas con los apologetas del régimen imperante en la otra orilla4.

Un último naufragio le reservaba todavía el destino. Al contrario de aquella actitud tanto más piadosa hacia la obra que hacia los deseos de su autor fallecido que había sido desplegada por Varius respecto de Virgilio y su Eneida, el encargado y futuro editor de la obra de Echeverría, Juan María Gutiérrez, sintió que su pietas hacia los manes de su amigo difunto exigía la mutilación de esa obra: la supresión de las estrofas juzgadas «indecentes» según las costumbres de la época, la censura a sus cartas personales, y una edición de las Obras completas que sugiere que pudo haber sido aún mayor el número de intervenciones editoriales que aquellas reconocidas explícitamente.

Desde la perspectiva de ese destino final, el proyecto literario y político-ideológico de Echeverría parecería haber sido sólo un fracaso -enteramente merecedor de las ironías póstumas de autores como Paul Groussac o Tulio Halperin Donghi. Y, sin embargo, si los resultados condensados en esa obra despareja, trunca, y en muchos de sus trechos completamente perimida desde la perspectiva de nuestras valoraciones estéticas contemporáneas, son recolocados en el contexto de aquella vida en constante lucha con las condiciones negativas del ambiente y del propio autor, de aquel esfuerzo ingente por superar la mediocridad literaria e intelectual a la que parecían estar condenados los habitantes de esta tierra y de aquella época, de ese anhelo profundo -que exhalan sus escritos estéticos- por trascender las limitaciones que pesaban sobre ella, por comunicar, aunque más no fuera, a las generaciones futuras el mensaje romántico traído desde Europa, parecería ser que ese juicio lapidario merece ser sometido a revisión.

En lo que a su proyecto literario se refiere, esa relectura debería tomar como su punto de partida el desfasaje entre los rasgos estilísticos que definieron a su poesía y los conceptos desarrollados en sus escritos de contenido teórico -es decir, la situación paradójica de un escritor cuya teoría literaria se manifestaba plasmada en los moldes del romanticismo europeo mientras que su obra -al menos en cuanto a sus recursos estilísticos- permanecía aferrada a los cánones del gusto neoclásico que el romanticismo condenaba. Esta revaloración del pensamiento literario de Echeverría requiere la exploración de tres problemáticas, distintas entre sí, pero íntimamente vinculadas. La primera de ellas, aquella del sentido profundo de su «romanticismo», exige una reconstrucción histórico-conceptual de la teoría romántica tal cual ésta aparece representada en sus escritos, prestando especial atención a los modos de recepción de sus núcleos conceptuales de procedencia europea, a las resignificaciones a las que esos núcleos fueron sometidos en su tránsito de Francia al Río de la Plata, y a la particular estructura de selección y jerarquización que les imprimió su relación con el otro componente fundamental del pensamiento echeverriano, su proyecto político-ideológico. La segunda problemática es aquella de la relación entre los conceptos vehiculizados por su discurso y el contexto intelectual y cultural en cuyo seno debieron liberar su significado más profundo. Ella exige que sea explorada la relación entre su programa estético y el contexto específicamente literario e ideológico del Río de la Plata en el período comprendido entre 1830 y 1851. Dos cuestiones son fundamentales en relación con esta problemática: primero, la mutua relación entre los conceptos reelaborados por Echeverría y su espacio de recepción, marcado por la continuada vigencia de formaciones discursivas -como el neoclasicismo literario y el republicanismo político en sus diversas variantes- que condicionaban las posibilidades de inteligibilidad de los mismos; y, segundo, la relación entre las posibilidades de exteriorización de ese discurso programático y las pautas culturales extra-literarias entonces vigentes. La tercera problemática está referida al lugar que les cupo a sus propuestas estéticas en el interior de la formación cultural a la que pertenecía, aquella que ha recibido la designación tradicional de «generación del 37». Dicho en términos sucintos, antes de poder efectuar un balance general acerca del sentido histórico de su pensamiento estético y literario, será necesario responder a la siguiente pregunta: ¿El romanticismo de Echeverría, fue, logró ser, el romanticismo de los demás miembros del movimiento al que pertenecía?




Un material problemático

La mayoría de los escritos en los cuales Echeverría se esforzó por desarrollar una visión propia del romanticismo y de sus contenidos permanecieron inéditos mientras aún vivía. Aquellos que han llegado hasta nosotros lo han hecho a través de la tarea editorial ejercida por el custodio de sus papeles personales, Juan María Gutiérrez. Si este último supo ser un crítico de excepcional influencia en la Argentina durante las décadas que siguieron a Caseros, si sus juicios y opiniones merecen muchas veces ser tenidos en cuenta aún hoy día, su ejercicio práctico como editor dejó, en cambio, mucho que desear. En el caso de las Obras completas de Esteban Echeverría, la decisión de organizar los manuscritos simplemente según un orden temático y genérico, sin examinar a fondo la naturaleza precisa de cada uno de ellos, ha generado entre los críticos e historiadores posteriores más de un equívoco. Por un lado, resulta evidente que muchos de los materiales incorporados allí han sido cercenados, a veces en función de un criterio moral, otras en función de un criterio estético: es decir, la selección de los materiales a ser conservados respondió más a la visión literaria de Gutiérrez que a aquella de Echeverría. El caso de El Ángel Caído es el más notorio: trozos enteros de ese poema fueron suprimidos por su editor, en función de la siguiente opinión que había sido vertida en una carta a Echeverría en 1847: «He leído los trozos del Ángel caído. Todo lo que es del resorte de la poesía, como yo la entiendo, es bello en él; pero aquellas historias de la escalera de la vieja, de la cama del negro, etc., no entran en mi reino. Usted me dirá que él, ése, es el arte, que ésa la sociedad; pero hay que contestar a esto con el buen sentido, ¡superior siempre a las teorías artísticas! o más bien, guía de ellas, cuando se deja oír. Ni el pasaporte del talento dejará pasar esas aberraciones flamencas de sus cuadros. Salvo yerro»5. Tal opinión evidentemente contradecía la intención que se había propuesto Echeverría al encarar la redacción de aquella que creía sería su obra poética más importante. En el prólogo a la obra redactado en 1844, había declarado lo siguiente:

El Don Juan es un tipo en el cual me propongo concretar y resumir, no sólo las buenas y malas propensiones de los hombres de mi tiempo, sino también mis sueños ideales y mis creencias y esperanzas para el porvenir. Así pues, tipo multiforme, Proteo americano, lo verá Usted aparecer bajo otra luz y con distinto relieve, en otros poemas que tengo ideados. Ángela es otro tipo compuesto de elementos sociales de nuestro país: me lisonjeo que se hallará en él mucho de americano. Como todas las almas grandes y elásticas, la de mi D. Juan se engolfará a veces en las regiones de lo infinito y lo ideal; y otras se apegará para nutrirse, a la materia o al deleite. Así representará la noble luz de nuestro ser, el espíritu y la carne, o el idealismo y el materialismo; y probará alternativamente, los placeres y los dolores, las esperanzas y los desengaños, los éxtasis y deleites que constituyen el patrimonio de la humanidad. Y como nuestra sociedad es el medium o el teatro donde esa alma debe ejercitar su devorante actividad, esto me dará lugar para ponerla a cada paso en contacto con ella, pintar nuestras costumbres, censurar, dogmatizar e imprimir hasta cierto punto al poema un colorido local y americano.


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En el evidente conflicto entre sus dos visiones acerca de la tarea de la poesía y de aquello en que debía consistir su belleza, aquella del editor póstumo terminó por imponerse a la del poeta muerto. Más aún, es de suponer que aquella obra que con mayor eficacia interpela a los lectores modernos -El Matadero- se haya salvado de la tijera severa de su editor únicamente porque servía para enfatizar ante el público de 1874 los oprobios que acompañaron al régimen rosista.

Además de sus injustificadas intervenciones, la tarea editorial de Gutiérrez presenta otros problemas graves. Dotado de una formación americanista superlativa, el compilador de la América poética parece haber poseído un conocimiento de la literatura europea moderna y contemporánea más precaria que el de su editado. Un ejemplo particularmente escandaloso del modo en que ese desconocimiento de la literatura europea incidió sobre la clasificación y organización de los escritos póstumos de Echeverría es el de las Cartas a un amigo. Al ser incluidas por Gutiérrez en la sección intitulada «Apuntes autobiográficos», demostraba ignorar que ellas constituyen una suerte de palimpsesto a la obra de Goethe, Die Leiden des junges Werthers (Las penas del joven Werther). No sólo la forma epistolar, sino pasajes enteros de la obra alemana han sido incorporados a la versión de Echeverría. Su principal innovación respecto del original consiste en la argentinización de los paisajes y de los personajes: en lugar de Lotte, hallamos a Luisita, en lugar de campesinas alemanas descubrimos a muchachas trabajadoras de alguna estancia, en lugar de bosques y colinas encontramos los horizontes aplanados de la Pampa. Algún episodio del original ha sido omitido de esta adaptación criolla inconclusa, mientras que algunos nuevos episodios han sido añadidos: pero la estructura general, la trama, y el entramado filosófico-estético corresponden a la novela de Goethe6. Todo parecería indicar que este manuscrito haya representado un ensayo literario, un ejercicio de aprendizaje de su oficio, por parte de Echeverría: un ejercicio además altamente significativo desde la perspectiva de su programa literario, ya que consiste en un esfuerzo consciente por traducir esquemas propios del romanticismo (o, como en este caso, prerromanticismo) europeo a un lenguaje capaz de expresar la experiencia nacional rioplatense. Sin embargo, generaciones enteras de críticos han sido engañados por la presuposición errónea de Gutiérrez de que se trataba de un texto autobiográfico y no de una ficción.

Los escritos de reflexión teórica en torno a la nueva literatura romántica recogidos bajo el título general de «Fondo y forma en las obras de imaginación», presentan dificultades similares. Por un lado, Gutiérrez, en su nota introductoria, destinada a establecer los protocolos de lectura de los mismos, insiste en subordinarlos a la obra política de su autor: su importancia radicaría únicamente en su carácter de insumo adicional a un programa político de cuño liberal. La emancipación de la poesía respecto del arte sería la contraparte de la emancipación de los individuos frente a la tutela del Estado: una noción central en el pensamiento de Gutiérrez, pero que no necesariamente haya estado connotada del mismo modo en el pensamiento de Echeverría. Más aún, al igual que en el caso de las Cartas a un amigo, la organización de estos textos puede inducir a interpretaciones poco ajustadas al sentido original de los mismos. Inéditos a la muerte de su autor, todo parecería indicar que se trataba de dos tipos de ejercicio distinto. Una porción importante de los mismos consiste en esfuerzos del propio Echeverría por definir para sí mismo, de un modo más preciso y contundente, los alcances de su concepción de la obra poética, por un lado, y del romanticismo, por el otro. Pero hay otros textos que parecen haber sido extraídos más bien de los cuadernos de lectura de Echeverría, ya que están compuestos en su mayor parte de citas extraídas de la obra de críticos y poetas franceses y alemanes. No siempre es fácil discriminar entre aforismos acuñados por el propio Echeverría a partir de sus lecturas y citas tomadas directamente de las mismas: cualquiera que haya mantenido alguna vez un cuaderno de apuntes, sabe que al lado de las citas textuales que a uno le han resultado particularmente impactantes, existe siempre la tentación de resumir en sentencias propias alguno de los conceptos formados a partir de aquellas lecturas. Es por ello que aparecen pasajes enteros en estos escritos que «suenan» a Villemain, a Cousin, a Madame de Stäel, o a Victor Hugo: a veces son glosas, a veces son citas precisas, y a veces son, simplemente, reflexiones autónomas del propio Echeverría a partir de sus estudios.

Finalmente, existe un último punto que debe ser tomado en cuenta al momento de analizar estos escritos, que tiene que ver esta vez no con la imperfecta labor editorial de Gutiérrez, sino con las condiciones bajo las cuales el propio Echeverría tomó contacto con el cuerpo de ideas, valores y creencias que es habitual designar con el rótulo -ambiguo y de fronteras difusas- de «romanticismo». El «romanticismo» de Echeverría corresponde al «romanticismo» elaborado por publicistas e intelectuales franceses sobre la base de aquello que creyeron entender de la historia intelectual germana entre el clasicismo de Weimar y el primer romanticismo de Jena y de Berlin: los Schlegel que cita Echeverría corresponden no a los críticos en su versión original, sino a la representación que de su obra hizo Madame de Stäel (entre otros); asimismo, su Goethe, su Schiller, son los de la recepción francesa de las primeras dos décadas del siglo XIX. Nada en su obra indica que haya leído alemán, ni que haya leído las principales obras de los críticos y filósofos alemanes -como (además de la de los hermanos Schlegel) las de Tieck, de los hermanos Grimm, de Schelling, de Jean Paul y los otros. Por otra parte, su ideario romántico derivaba -en sus líneas generales- de un momento muy particular en la historia de su desarrollo: aquél de los años 1820, de los últimos años de la Restauración. Si su ideario político, como el de todos sus compañeros de generación, estuvo formado a partir del estallido de corrientes ideológicas que produjo la Revolución de Julio, su ideario literario parece haber seguido apegado, al menos en sus grandes líneas, a una matriz ideológica previa a la caída definitiva de los Borbones franceses. Esto, que puede parecer un mero sesgo menor, un matiz de poca importancia, era mucho más que eso, ya que implica que el suyo era un romanticismo que, pese a sus declamaciones retóricas a favor de un programa de ruptura, todavía mantenía fuertes lazos de continuidad con la estética clasicista de fines del siglo XVIII y principios del XIX.




Una revolución inconclusa: el proyecto literario de Echeverría suspendido entre el clasicismo y el romanticismo

Uno de los temas centrales del pensamiento estético de Echeverría era aquel de la necesidad que le incumbía a la nueva poesía, a la poesía romántica, de emanciparse de la tutela del preceptismo clasicista o neoclásico. Si deseaba cumplir plenamente con su misión profética y sublime, la poesía debía responder antes a la inspiración del poeta que a las convenciones estilísticas elaboradas en el siglo XVIII sobre la base del ejemplo de los autores clásicos (y, principalmente, romanos); debía subordinar la forma al fondo del asunto escogido. En su propia poesía, esa emancipación distó, sin embargo, de ser completa. Si es cierto que el programa romántico ejerció un rol decisivo en la elección de su temática -que además de manifestarse en su preferencia por un tratamiento directo del paisaje americano, en lugar de su representación mediante alusiones clásicas, lo hizo en la elección de temas «nacionales», «populares», o de géneros claramente asociados al romanticismo (como el gótico) para sus poemas- no lo es en cuanto a los rasgos estilísticos que informaron su poesía. Su sintaxis siguió siendo -al menos hasta El Ángel Caído, donde se ve, en algunas estrofas, una mayor libertad en la construcción de las oraciones que vehiculizaban sus versos- en gran medida aquella pregonada por los neoclásicos; mientras que su léxico, pese a sus convicciones teóricas acerca de la importancia de incorporar a la nueva poesía, en calidad de material literario, los giros «americanos», no se apartó, salvo raras excepciones, del casticismo más puro.

Es probable que esta pervivencia de rasgos estilísticos neoclásicos y castizos en una producción poética que se definía a sí misma, ante el público lector rioplatense, como punta de lanza de una revolución literaria, haya jugado un rol decisivo en la recepción crítica favorable que le fuera brindada por algunos de los defensores más acérrimos de la antigua estética y del apego a las formas castizas. Florencio Varela, hermano y discípulo -en todo lo referido a cuestiones de gusto- del mayor de nuestros poetas neoclásicos, Juan Cruz Varela, recibió con transparente entusiasmo la primera colección importante de versos de Echeverría, Los consuelos. En una carta de 1834 dirigida a Juan María Gutiérrez, declaraba lo siguiente: «Amigo mío, el señor Echeverría es un poeta, un poeta. Buenos Aires no ve eso hace mucho tiempo, ¿quién sabe si lo ha visto antes? Estoy loco de contento. He comunicado mi entusiasmo a cuantos he podido, haciéndoles leer el precioso libro. En tres días le leyeron cinco personas, bien entendido que cuento, por sólo una, a mi familia toda. Ahora navega para el Uruguay, donde está Juan Cruz hace ocho días»7. Esta recepción entusiasta de los versos de Echeverría pudo haberse debido, sin duda, simplemente al hecho de que Varela, pese a no compartir su orientación estética, valorara la calidad literaria intrínseca de los mismos: existen, sin embargo, sobrados indicios que comprueban que el futuro editor del Comercio del Plata discriminaba entre los rasgos estilísticos -y el programa estético que él infería a partir de los mismos- de la poética echeverriana, y aquellos -más visiblemente románticos, según su entender- de los demás miembros de la Nueva Generación Argentina. En su muy conocida carta comentando las «Lecturas» realizadas por Sastre, Alberdi y Gutiérrez en el Salón Literario, había subrayado explícitamente la diferencia que creía detectar entre el programa echeverriano y el de sus compañeros de filas. Allí había formulado su rechazo enfático a la retórica antihispanista de Gutiérrez, y sobre todo a la propuesta del futuro historiador literario de «emancipar» a las letras argentinas de la tutela de la antigua Madre Patria. Los términos de esa reacción ponen de relieve uno de los principales elementos que contribuyen a explicar su juicio tan entusiastamente positivo acerca de la obra poética de Echeverría: «Juzgo también muy exagerado lo que el doctor Gutiérrez dice acerca de la falta absoluta de buenos libros españoles. En cuanto a mí, creo que los españoles no tienen nada, nada, en ciertos géneros, pero que tienen mucho bueno en otros. En la poesía lírica, por ejemplo, creo que podrían citarse muchas piezas capaces de sostener el parangón con las mejores extranjeras, muchas que dejan en el alma esa impresión que dejan las de Lamartine y Byron y que el doctor Gutiérrez dice que no ha sentido leyendo poetas españoles. [...] El señor Gutiérrez quiere que no leamos libros españoles de temor de impregnarnos de sus ideas menguadas; quiere que nos hagamos menos puristas y que relajemos algo la admisión (o importación, como ahora se llama) de ciertas frases extranjeras, en nuestra habla. [...] Amigo mío, desengáñese Usted: eso de emancipar la lengua no quiere decir más que corrompamos el idioma. ¿Cómo no la emancipa Echeverría?»8. Varela, por su edad, pertenecía a la misma generación que Gutiérrez y Echeverría; pero por su formación literaria, por su gusto, aprendido bajo la férula de su ilustre hermano mayor, estaba enteramente ligado a la generación previa, a aquélla permeada aún por un acendrado espíritu neo-clásico: es lícito suponer, pues, que su opinión haya sido enteramente representativa de aquélla más difundida entre los miembros de la vieja guardia literaria. Y en efecto, López y Planes, con menos entusiasmo que Varela, De Angelis -en un primer momento y con las reticencias que siempre lo caracterizaron- y otras figuras de autoridad pertenecientes a la generación anterior, también concedieron una recepción favorable a las primeras poesías de Echeverría.

Si existió una tendencia entre los neoclásicos a diferenciarlo de sus colegas más jóvenes, ello se debió en parte, sin duda, a los rasgos estilísticos de su producción literaria antes mencionados, y, en parte, también, al hecho de que la teoría literaria que debía definir para sus lectores el auténtico significado de esa empresa poética permaneció oculta -salvo brevísimos textos publicados en vida del autor- a sus contemporáneos. Si es cierto que el apego a la tradición literaria española (manifestado por Echeverría en sus opciones léxicas y sintácticas) habría sido abundantemente confirmada por críticos como Varela si hubieran podido consultar sus escritos inéditos, el conjunto de su teoría literaria habría tendido, sin embargo, a generar un malestar semejante -o quizás aún mayor- al que le producían los pronunciamientos de Gutiérrez, Cané o los demás colaboradores de El Iniciador. De hecho, jugó un rol decisivo en esa recepción demasiado apacible de su obra -y que tendió a escamotear, en parte al menos, la voluntad rupturista, iniciática, del mensajero del romanticismo francés y europeo- cierto malentendido profundo al que inducía el desconocimiento del cuerpo central de sus escritos de reflexión estética. Entre el autor de las Rimas y el antologista de la América poética, la distancia programática era mucho menor de lo que sospechaba Varela: si su romanticismo tornaba en blanco central de sus críticas a la preceptística neoclásica -siguiendo, en este punto, muy de cerca a sus modelos franceses, y en especial a Victor Hugo- no dejaba de lado la cuestión de la «nacionalización» de la expresión literaria. En el plano del programa estético, Echeverría pretendía consumar una ruptura tan completa con las generaciones literarias anteriores como Gutiérrez y Alberdi, aunque en su caso ella dependiera más de una voluntad de espiritualización del material literario y de reorganización de las pautas programáticas del campo literario mediante la aplicación de las directrices emanadas de aquella nueva -y mal comprendida- filosofía idealista aprendida en el resumen de Madame de Stäel, que de una recusación a todo el legado español.

En cuanto a la cuestión de la «nacionalización» de la nueva literatura -es decir, del carácter iniciático, fundacional, de la obra literaria de la Nueva Generación- existía, es cierto, para Echeverría, una diferencia decisiva en cuanto a la modalidad que ella debería asumir, pero no en cuanto a su legitimidad como meta. La diferencia central entre Echeverría -solitario precursor, desde este punto de vista, de las posiciones, como aquéllas de Pedro Henríquez Ureña o Alfonso Reyes, que buscaron a principios del siglo XX conciliar el nacionalismo literario con la tradición española- y los demás miembros de la Nueva Generación radicaba en su creencia en que la mejor modalidad para afianzar el carácter «nacional» de la nueva literatura argentina consistía en arraigarla profundamente en lo mejor de la tradición literaria española, y no en arrancarla de cuajo de sus antiguos sedimentos. Su cita a Saavedra Fajardo en uno de sus escritos privados condensa la actitud adoptada ante los clásicos españoles: «Lo que fue no puede dejar de haber sido. A las cosas pasadas se ha de volver, para aprender, no para afligirnos» (368). Si en este punto existía una clara diferencia programática entre ellos, los argumentos de Echeverría en defensa de la incorporación de temas americanos a la producción poética local hacía sistema, sin embargo, con aquellas propuestas más contundentes. «El Desierto es nuestro, es nuestro más pingüe patrimonio, y debemos poner conato en sacar de su seno, no sólo riqueza para nuestro engrandecimiento y bienestar, sino también poesía para nuestro deleite moral y fomento de nuestra literatura nacional»: en esta declaración tantas veces citada, aparece resumido el programa echeverriano para la construcción de una literatura nacional. La ruptura fundacional debía producirse a través de la elección de una temática, no de una tradición literaria. Para Echeverría, esta última no era objeto de elección, sino un ineludible punto de partida.




El romanticismo de Echeverría

¿En qué consistía, entonces, el romanticismo de Echeverría? En un sentido decisivo, en su defensa teórica de la emancipación del «fondo» de la «forma». En sintonía con uno de los núcleos más poderosos del pensamiento romántico europeo, Echeverría defendió en sus escritos inéditos la libertad creativa del poeta, cuya obra debía responder a un resorte íntimo, original, expresivo -cual lámpara de Abrams-, en desmedro del apego a las formas literarias heredadas del pasado. «El romanticismo, pues, es la poesía moderna que fiel a las leyes esenciales del arte no imita, ni copia, sino que busca sus tipos y colores, sus pensamientos y formas en sí mismo, en su religión, en el mundo que lo rodea, y produce con ello obras bellas, originales. En este sentido, todos los poetas verdaderamente románticos son originales [...]» (351-352). Haciendo suya la argumentación de Victor Hugo y -a través de Madame de Stäel- de los hermanos Schlegel, propuso que esa poesía, deseosa de producir obras bellas y originales, debía subordinar las formas a las exigencias que imponía la voluntad de expresión del fondo de la misma. No abogaba, sin embargo, simplemente por una libertad de expresión de los escritores; no defendía una actitud de espontaneidad creativa. Por el contrario, en sus anotaciones sueltas señalaba compartir otro tópico central del romanticismo europeo: la creencia en la misión profética del genio poético, del vate. «La poesía romántica no es el fruto sencillo y espontáneo del corazón, o la expresión armoniosa de los caprichos de la fantasía, sino la voz íntima de la conciencia, la sustancia viva de las pasiones, el profético mirar de la fantasía, el espíritu meditabundo de la filosofía, penetrando y animando con la magia de la imaginación los misterios del hombre, de la creación y la Providencia; es un maravilloso instrumento, cuyas cuerdas sólo tañe la mano del genio que une la inspiración a la reflexión, y cuyas sublimes e inagotables armonías expresan lo humano y lo divino». En este pasaje, tomado de los apuntes titulados «Su cetro de oro y su blasón divino» -en los cuales aparecen desenvueltos muchos de los argumentos ya planteados implícitamente en las secciones anteriores (siempre según la organización de las mismas realizada por Gutiérrez), como «Esencia de la poesía» y «Clasicismo y romanticismo»-, aparece condensado un elemento central del pensamiento de Echeverría, aquel que le permitía concebir a su empresa política y a su empresa artística como partes de un todo mayor: su providencialismo espiritualista. Para el autor del Dogma socialista, las transformaciones en el arte que habían conducido a la superación del clasicismo por parte del romanticismo y que conducirían a éste a develar misterios aún más insondables de la naturaleza y de la imaginación humanas, respondían, al igual que las transformaciones políticas y sociales del moderno siglo XIX, a un designio de la providencia divina que la razón humana -«el espíritu meditabundo de la filosofía» tanto como «el profético mirar de la fantasía»- estaba ahora en condiciones de escrutar. En este sentido su obra se engarza con un conjunto abigarrado de tendencias y autores que compartieron, sin embargo, todos ellos, el «espíritu del pensamiento de Julio»: la línea que conduce del Nuevo cristianismo de Saint-Simon a la Revue encyclopédique y los escritos de Pierre Leroux; el populismo cristiano del grupo de L'Avenir y sobre todo del abate Lamennais; la religión de la política de Giuseppe Mazzini -siendo éste, junto con Leroux, el autor con cuyo pensamiento Echeverría mostraba una mayor sintonía-; el pensamiento en torno a la «revolución religiosa» desarrollado en clave humanitarista por Jules Michelet y, sobre todo, Edgar Quinet.

El pensamiento romántico de Echeverría se inscribía en el marco complejo y de ambiguo perfil de aquellas corrientes que combinaban la propuesta de una restauración religiosa o espiritual en contra del «materialismo» y el «escepticismo» del siglo XVIII9 con una creencia en una «revolución» de alcance mundial que, guiada por la misteriosa providencia divina, conduciría a la humanidad a estadios cada vez más perfectos de desarrollo en todos los órdenes de la vida social. Esta perspectiva -tan estrechamente relacionada con el clima del «tiempo de los profetas» estudiado por Paul Bénichou10- subtendió tanto a su visión del arte cuanto a su concepción de la política. En lo que se refiere a su pensamiento estético, la defensa de la nueva literatura romántica desarrollada por Echeverría reposaba precisamente sobre esta antítesis entre el «espiritualismo» de los nuevos escritores y el materialismo de los «clásicos»; antítesis que reproducía otra anterior y paradigmática, aquélla entre los escritores de la antigüedad clásica -cuyo emblema era Homero- y los poetas cristianos -representados en primer término por Dante Alighieri, pero también por la poesía española del «Siglo de Oro». Esa antítesis resumía otra más profunda aún, que permite comprender el resorte central de este movimiento, restaurador y revolucionario a la vez: aquella entre el fatalismo pagano y la creencia en un destino providencial de la humanidad, destino que en clave romántica y liberal se traducía en la progresiva realización de la tríada revolucionaria de la libertad, la fraternidad y la igualdad. «El uno encontró el tipo primitivo y original de sus creaciones en Homero y la mitología, el otro en la Biblia y las leyendas cristianas. El uno puso en contraste la voluntad del hombre, el libre albedrío, luchando contra un hado irrevocable, inexorable, y en esa fuente bebió las terribles peripecias de sus tragedias; el otro no reconoció más fatalismo que el de las pasiones, y la muerte, más Destino que la Providencia, más lucha que la del alma y del cuerpo, o el espíritu y la carne, moviendo los resortes del corazón y la inteligencia y representando todos los misterios, accidentes, convulsiones y paroxismos de la vida en sus terribles dramas...» (350). Era en función de esta contraposición que el romanticismo podía ser entendido -como lo había dicho Hugo, citado en los apuntes de Echeverría como el liberalismo en la literatura. Quien descubriera el secreto alfabeto en que estaban escritos los decretos de la providencia, quien hallara la clave que pudiera permitir develar el verdadero sentido de la historia humana, habría hallado también el dispositivo que permitiría reemplazar el despotismo de la fatalidad por la libertad de los individuos y de las sociedades: esto, al menos, creyeron la mayoría de los pensadores románticos, humanitaristas y socialistas de aquella Sattelzeit de la primera mitad del siglo XIX y, entre ellos, Echeverría.




Echeverría: el poeta ilegible

El «enigma Echeverría» reside precisamente en el hecho de que, tratándose de un autor que comprendía la teoría estética del romanticismo mejor que cualquiera de sus contemporáneos rioplatenses, su ejercicio público de la poesía haya sido tan fallido. Aun cuando se toman en cuenta las presiones de la opinión pública y del gusto -tan poco sofisticado- de los lectores de su época; aun cuando son colocadas en la balanza del juicio crítico las mutilaciones efectuadas a esa obra por su editor póstumo, hay algo que sigue perturbando al lector contemporáneo: el abismo que media entre el ideal romántico elaborado por Echeverría en sus cuadernos privados, y el convencionalismo, la insipidez incluso, de gran parte de su producción poética. Por momentos, sus versos parecen haber sido escritos siguiendo las instrucciones de algún manual de retórica: son demasiado predecibles, demasiado pedestres. A sus personajes les falta profundidad psíquica, sus tramas carecen de intensidad dramática. La inteligencia que destella en más de uno de sus escritos doctrinarios -de estética tanto como de política- parece haber sido exiliada de sus poesías. Con la excepción de ciertos pasajes felices en La Cautiva -sobre todo aquellos dedicados a evocar el paisaje argentino- es muy poco lo que perdura del esfuerzo que pareció a sus ojos imprimirle un sentido a su vida. Más grave aún, hay algo en la actitud general del poeta que contradice el ideal romántico al que suscribía: la suya no es una escritura desgarrada. La tauromaquia -como habría dicho ese «romántico» après la lettre, Michel Leiris- está ausente de su escritura poética.

Puede ser, quizás, que su fracaso como poeta haya expresado una opción equivocada: entregado desde los inicios de su vida pública a la lucha por una transformación política y social, sometido, por ende, de un modo voluntario a una religión de la política de tipo mazziniano, es posible que su error haya sido obstinarse en la prosecución de una vía incompatible con su vocación más profunda, aquélla del intelectual y político. Cualquiera haya sido la razón, en una vida marcada por tantos naufragios, éste, el fracaso final de la obra que lo debería haber consagrado poeta ante los ojos de la posteridad, es, finalmente, el mayor de todos ellos.





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