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Un baile de máscaras [Capítulo 1]

Sergio Ramírez





RECAPTURAN LOS CHINOS LA CIUDAD DE HUNAN obligando a los japoneses a retroceder en dirección sudeste hasta Ling, mientras los aviones norteamericanos arrojan bombas de gran tamaño sobre Linchwan Cuchillas Durham Duplex las que Ud. esperaba para complacer su barba se las ofrecen Carlos y Rodolfo Cardenal establecidos en Managua y Granada.

DESESPERADA SITUACIÓN DE LOS RUSOS EN EL FRENTE SUR después de los éxitos obtenidos por los alemanes que tras cruentos combates casa por casa informan haber capturado la ciudad de Voroshilovsk.

REÑIDA LUCHA EN LAS MÁRGENES DEL DON aunque las fuerzas soviéticas frustran todos los intentos nazis de cruzar el río, utilizando nutrido fuego de artillería con piezas de gran calibre Licorera San Ramón participa a sus estimables clientes con pedidos pendientes de su famoso y exquisito licor de frutas Pisco que gracias a Dios ya estamos en condiciones de atenderlos, oficina y bodega Mercado San Miguel, teléf. 448.

¿ATENTADO ANTISEMITA? Desde Buenos Aires (por el cable): El intelectual judío Waldo Frank ha sufrido un atentado contra su vida, después de haber sido amenazado por las autoridades argentinas con la deportación, aunque éstas condenan el hecho criminal y prometen una exhaustiva investigación Doctor Laureano Zelaya, Dentista americano de la Universidad de Vanderbilt, elegante e higiénico consultorio frente al costado sur del Gran Hotel, el único en Nicaragua que toma placas de rayos X en su boca.

BELLA DAMA ABSUELTA EN MATAGALPA POR EL JURADO (De nuestro corresponsal Tijerino, por el telégrafo): En medio de gran entusiasmo compartido en todos los estratos sociales, fue absuelta por el tribunal de jurados sorteado al efecto, doña María Luisa vda. de Oliú. La gentil dama, quien pese al cautiverio sufrido luce siempre bella y juvenil, como pudo comprobarlo la nutrida concurrencia que se dio cita en el juzgado, fue procesada por asesinato en la persona de Jerónimo Montes, quien a su vez había asesinado al marido de doña María Luisa debido a una vieja enemistad por asuntos de negocios. Hace tres meses, ésta última le disparó toda la carga de un revólver que llevaba oculto en su cartera cuando el jurado de conciencia conocía del proceso contra Montes por el asesinato del señor Oliú; la viuda, desconfiando de la justicia, la tomó por su propia mano y ahora fue absuelta entre nutridos aplausos y los parabienes de sus amistades, a los cuales se agregan los nuestros Le dernier cri de la mode americaine lo encuentra en LA CASA DE LOS BOTONES, Calle de Candelaria: preciosidades en botones de fantasía y adornos para vestidos de señoras, señoritas y niñas) PASAJEROS DEL AIRE: en el avión de la Taca llegaron ayer los siguientes pasajeros: de El Salvador, Juan Wassmer; de Tegucigalpa, Edward C. Walterman; se fueron a San José, Dora Santisteban y una niña; Francisco Amighetti, Flora de Amighetti ¡JUSTICIA SOCIAL!: Señor Empresario, hágase Ud. cargo de los tiempos que corren y proteja adecuadamente la salud de sus empleados y operarios mandando instalar un filtro de agua a presión de la marca sin par Engelberg que distribuye Don Ángel F. Morán, telef. 535; así lo ha hecho ya el señor Gerente del Banco Nacional, don Vicente Vita, lo mismo que el señor Recaudador General de Ingresos, Don Agenor Lola, con los más óptimos resultados QUINTA DE RECREO VENDIDA Don Adán Guerra compró a Don Marcelo Ulvert una confortable casa quinta en la pintoresca y fresca zona de Las Nubes, aledaña a la ciudad capital; trato que fue celebrado con alegre tenida en el Jardín de las Rosas de la Cervecería Xolotlán L. M. Richardson & Cía, ofrece llantas para ejes y ruedas de carretas de tracción animal, carretillas de mano, vidrios planos azogados para espejos, cortados a la medida de su necesidad DE PLÁCEMENES Hoy cumple años la distinguida dama doña Blanca de Buitrago Díaz, esposa del señor magistrado Doctor Francisco Buitrago Díaz, motivo por el cual será agasajada en el Club Managua con un bridge party por un selecto grupo de damas SOMBREROS SOMBREROS: sombreros de paja y fieltro para señoras y niñas. Sombreros aludos en los estilos más lucidores, última novedad, acaba de recibir El Chic Parisien de Chila Ch. de Solórzano PENSIÓN DE GRACIA Cinco córdobas mensuales a una madre por cada hijo muerto acordó ayer la cámara de diputados. Se trata del caso de cinco hermanos, soldados del general Crisanto Zapata que fueron muertos cada uno en distintos combates durante la revolución de 1926, y cuya madre indigente, Deogracia Alvarado, oriunda de Nandaime, ha sido favorecida con pensión vitalicia de veinticinco córdobas mensuales DOS EN UNA: MIDO SU TERRENO Y LE INSCRIBO SU ESCRITURA. Doctor Manuel J. Morales Cruz, abogado e ingeniero topógrafo, en la misma oficina del Doctor Gustavo Manzanares, Calle de Candelaria.

¿FALLECIÓ ACASO EL PITCHER COSTEÑO JONATHAN ROBINSON? Se rumora que murió en Costa Rica el gran pitcher Jonathan Robinson, pero no hay ninguna confirmación de esta triste noticia, que de ser veraz quitaría a Nicaragua uno de los mejores brazos del deporte rey ¿Quiere discos Víctor nuevos? ¿Tiene discos rotos o viejos? Nosotros se los recibimos reconociéndole un buen descuento al comprarnos discos nuevos, salga de sus discos pasados de moda, rayados, sordos, etc., visite La voz del amo, Calle 15 de septiembre, frente adonde fue la cantina de Chico Pupusa.

MUJER HOLANDESA EJECUTADA Londres (por el cable): La Agencia Aneta hace referencia a una información publicada en el diario sueco Svenska Dageblatt al anunciar que ha sido ejecutada en Amsterdam por las autoridades alemanas la primera mujer acusada de cometer actos de sabotaje ZAPATOS DE HULE, apropiados para viajes al mar acaba de recibir Casa Riguero sea prevenido, no arruine su paseo, evite la picadura de una mantarraya CARTELERA DE HOY MARGOT MUJER COMPRADA con Maureen O'Sullivan TROPICAL YO ACUSO A MI MUJER con Walter Pidgeon COLÓN EL GATO Y EL CANARIO con Paulette Godart TRIUNFO LA VENGANZA DEL AHORCADO con Boris Karloff LA NOTICIA Diario de la vida nacional Director: Juan Ramón Avilés Vale 15 ctvs., año XVII Núm. 4762, Managua, Nic., miércoles 5 de agosto de 1942.

Como todas las tardes, salvo los domingos que no hay periódico ni llega el tren, viene tu abuelo Teófilo leyendo La Noticia por la mediacalle, de regreso de la estación del ferrocarril que queda ahora atrás envuelta en el humo de la locomotora, aunque la estela de vapor se extiende rastrera más allá de las barandas y parece perseguirlo con bocanadas hambrientas.

Sin esperar a que Inocencio Nada le lleve a su casa el periódico, va él personalmente a traerlo a la estación. Ya viene, ya me tengo que ir, dice cuando su oído bueno oye pitar el lejano silbato de la máquina que apenas estará saliendo de Niquinohomo; y aunque es difícil entenderle porque el huevo de mármol que pone dentro de la boca para abultar la mejilla enjabonada le dificulta el habla, tu abuela Luisa sí le entiende a las mil maravillas.

Ella, que hierve la leche en lo hondo de la cocina, grande de perderse en ella esa cocina, se asomará al corredor donde él termina apresuradamente de rasurarse, y le preguntará, como cualquier otra vez: ¿cómo es que podés oír pitar de tan lejos ese tren? Y él, mirándose con intriga al espejo mientras repasa por última vez la navaja Solingen en la badana de cuero que cuelga al lado del aguamanil, pues no cambia navaja por cuchillas, sean Durham Duplex o de cualquier otra marca, aunque las anuncie el periódico y sea amigo de novedades, se quedará sin responder lo que siempre se guarda para sí: no hay ruido, ni voz, ni risa, ni llanto, aunque venga del fondo de la tierra, o se esconda en cualquier confín, que yo, con el oído que me quedó bueno, no pueda oír.

Porque pescando una vez guabinas con candela de dinamita en la laguna de Masaya, una que está en el fondo de un cráter a la orilla del manto de lava que se extiende desde la falda del volcán Santiago, cuando era soltero y todavía no sabía nada de Martín Lutero y su fiel amigo Jacobo, explotó antes de tiempo la candela, le ardió el pellejo de un brazo y mano, le sollamó una ceja, y lo que es el oído del lado izquierdo, se le murió.

Va, pues, ahora de regreso por la calle real, y cualquiera que esté acodado en el alféizar de su ventana, de pie en el vano de su puerta, sentado en la grada de su acera, asomado al cerco de piñuelas de su patio, lo verá pasar; y quien vaya por esa misma calle de viandante, trote a lomo de bestia, monte bicicleta o arrastre un carretón, se lo encontrará, vestido siempre de dril gris, confección a la medida de Juan Cubero el sastre, la misma tela chaqueta y pantalón, la chaqueta de cuatro bolsas, abotonada al cuello: así luce Josef Stalin en los fotograbados, una moda ruda que sólo él se atreve a copiar; aunque por justicia debe explicarse que no usa bigote frondoso como Stalin, y el cabello, lejos de ser abundante, lo lleva rasurado a la número cero, de modo que entre los troncos de pelo siempre podados puede verse brillar el sudor.

Responde a los saludos, sin dejar por eso su lectura, los labios en movimiento de rezar. ¿Lee, o eleva plegarias a algún santo? No rezan plegarias a ningún santo los protestantes; y quien por forastero no sepa que tu abuelo Teófilo es evangélico porfiado que no cree en imágenes de bulto ni de estampa sino sólo en Jehová creador de los cielos y la tierra, fundador él mismo de la Primera Iglesia Bautista de Masatepe, que vaya y se lo pregunte al padre Misael Lorenzano.

Saluda, pues, alzando la mano, con sobrada distracción; y como al saludar a veces olvida que de ese mismo lado lleva su bastón cabeza de perro prensado bajo la axila, se le zafa el bastón, por lo que, muy enojado, se detiene; vuelve a todos lados la mirada; y si nadie se acerca en su auxilio, porque es tu abuelo Teófilo de quienes piensan que todo el mundo está en deberles auxilio y consideraciones, sin más remedio se agacha y por sí mismo tiene que recogerlo. El bastón es de madera de guayacán, muy dura de tornear, pero no hay madera difícil para la habilidad de su mano ni para su torno de pedal; y la cabeza de perro en el pomo, él mismo la labró a cuchillo, fauces abiertas, los ojos acuciosos, orejas en punta, tersa la nariz.

Ya se sabe que al llegar el paquete en el tren de las cuatro recibe el periódico de manos de Inocencio Nada, un albino que de pies a cabeza parece bañado en leche, pelo, bigote, pestañas, cejas, como la cal, capaz de brillar en la noche oscura como un fanal de lumbre blanca; y si en el pueblo lo malnombran Nada, es porque así le puso Pedro el tendero quien inventa todos los apodos desde el mostrador de la tienda que tiene en su misma casa frente al parque, esquina opuesta a la iglesia parroquial: simplemente Nada, porque de tan blanco Inocencio Nada parecería no existir.

Igual que Inocencio Nada va a quedar el periódico que lee tu abuelo Teófilo al final de aquel lento recorrido, blanco el papel de tan leído, tan blanco que bien se podría ocupar para otra cosa cualquiera, escribir recados o recetas, facturas de su despacho de gasolina, envolver mercaderías de su botica, clavos de su ferretería, ya sin ninguna letra encima, todas desaparecidas, borradas por completo, absorbidas por sus ojos las grandes y medianas de los títulos, las de los textos de columna, y hasta las menudas de las cédulas judiciales y los avisos de remate del Monte de Piedad.

Mientras lee sin dejar de andar, no sólo sufre distracciones a consecuencia de saludos, sino también de impertinencias, si es que así se las puede llamar, como esta vez la de Ireneo de la Oscurana el excavador de tumbas, pozos, excusados y botijas, que se tropieza con él, cegato todavía, porque viniendo de las profundidades de donde viene aún no se acostumbra a los fulgores del sol, y cubierto de tierra como fundido en cobre, así como Inocencio Nada parece bañado en cal. Ya va a verse de qué impertinencia se trata.

Es que a esa hora, las cuatro pasadas, Ireneo de la Oscurana, que así le puso también Pedro el tendero, acaba de terminar su fajina, dedicado a excavar un pozo en el solar de Filomela Rayo, la que duerme en el día y vela en la noche. Y cuando reconoce a tu abuelo Teófilo, le dice: o me dio usted mal las indicaciones, o esa agua a saber a qué hondura se hallará, dos meses llevo cavando y paleando tierra, un día de tantos no va a haber mecates suficientes para añadir y ya no me van a poder sacar.

Y es cierto que fue tu abuelo Teófilo, usando su péndulo, porque también es rabdomante probado, quien le dio las orientaciones magnéticas, aquí mismo Ireneo de la Oscurana, en este punto, porque aquí se acaba de detener el péndulo, aquí se debe excavar. ¿Nada, ni olor a humedad se siente? Nada, don Teófilo, ya pasé la talpuja, pasé la arena, pasé la roca, y desde el fondo de donde vengo, adonde ya he llegado, se oyen cantar gallos, no me lo va usted a creer.

-¿Gallos? -se sorprende tu abuelo Teófilo, y hasta dobla el periódico; se quita los anteojos e inclina la cabeza del lado de su oído bueno para escuchar mejor.

-Y gente. Se oyen voces extrañas de gente que habla en otro idioma; y campanas repicar, más sonoras que las campanas de Camilo el campanero volador.

-¿Y qué gallos y qué gente, qué campanas serán?

-Los gallos que cantan al otro lado, don Teófilo, la gente que se está despertando a saber en qué lugar; las campanas de la primera misa del alba, esos sonidos han de ser.

Recoge Ireneo de la Oscurana su balde, su barra, su pico, su pala, su polea y su rollo de mecate, y su figura fundida en cobre, cargada bajo todo aquel peso, se va sin despedida.

¿Y no es que con tu oído bueno podés oír cualquier ruido, canto, voz o sonido, aunque venga del fondo de la tierra o de cualquier confín? Ya ves, te ganó Ireneo de la Oscurana, que ese sí oye cantar los gallos de la Cochinchina, y vos, apenas alcanzás a distinguir de largo el pito de un tren, ya se figuraba a tu abuela Luisa celebrando la ocurrencia, una señora parca de palabra pero como muy poco salía a la calle, se entusiasmaba cuando él le llegaba contando cualquier novedad.

Porque hay novedades para oír. No sólo goza su marido de fama merecida por descubrir fuentes de agua bajo la tierra y escuchar ruidos y voces que nadie más puede escuchar; también se le respeta por el don de su potencia mental desde la noche en que sentado en la primera fila de luneta bajo la carpa de Paco Fuller, el mago adivinador, puso en peligro el número estelar y, como va a verse, la suerte de toda la función.

Se empeñaba el mago adivinador Paco Fuller en leer con los ojos del pensamiento los títulos de una herencia antigua que Juan Cubero el sastre había llevado a la carpa dentro de un tubo de hojalata, herencia de la que luego se va a saber; mas tuvo que darse, al fin, por vencido, exclamando: hay aquí presente alguien que tiene un poder mental mucho más grande que mi propio poder, y a fin de que me deje continuar mi número le ruego a esa persona me haga el favor de abandonar este lugar, pues de lo contrario me veré obligado a suspender el espectáculo y devolverle el valor de su boleto a todo el mundo, en cuyo caso mañana ni yo, ni las bailarinas, ni los malabaristas, ni la mona ni el cabro vamos a tener de qué comer.

A lo que tu abuelo Teófilo, muy sonriente, satisfecho y contento, se levantó de su asiento y se marchó, entre el murmullo de expectación del público, y así el mago adivinador Paco Fuller pudo leer de cabo a rabo los pergaminos antiguos de Juan Cubero el sastre, y resolver tranquilamente, además, los otros casos de adivinación: el señor aquel de palco, el del sombrero badana azul, sí, usted, está usted pensando en este mismo momento en su amada, ¿le doy sólo sus iniciales, que son A.G, o quiere el nombre completo? ¿No? ¿Tiene miedo? No lo culpo, ella es su vecina, y además, es casada. Señorita de la tercera fila, la del sombrero con redecilla, la carta de su pretendiente, que tiene usted en su cartera, la recibió hoy por mano de una amiga de los dos, ¿quiere que le diga cómo empieza? Querido amorcito mío. ¿Correcto? ¿Quiere que le diga qué le proponen? ¿Se atreve? Claro, cómo va a atreverse, si es el marido de su propia hermana y lo que le propone es irse de huida con él mañana en la noche. Y siguió, así, sin más tropiezos, ni estorbos, ni sobresaltos, la función.

Igual que todas las tardes, al llegar al fin a su casa, porque es lento su paso con aquel leer y caminar, lo espera al cabo de las gradas en el petril de la acera Perfecto Guerrero, alias el Emperador Maximiliano, cuello duro de baquelita y corbata de etiqueta, pero sin camisa por debajo del chaqué de casimir, todo él como si fuera una estatua de oro de alta ley: rubia la pelambre del pecho y rubios los vellos del dorso de las manos y del empeine de los pies que lleva descalzos, rubios los rizos de la cabellera, y la barba de dos alas rubia también, como la del Maximiliano de Austria retratado en los pomos de brillantina La Paloma fabricados por Leo S. Goldoni & Son, Albany, N.Y.

Otra vez, venía el Emperador Maximiliano a venderle el mar:

-Don Teófilo, ¿cuántas caballerías de mar me va a comprar al fin?

Ahora, en semejante facha, el Emperador Maximiliano vendía de puerta en puerta el páramo azul del mar, desde la reventazón de las olas hasta la última lontananza que alcanzara la vista; pero los desatinos que empezaron a descalabrar su cabeza habían aparecido de una manera que no podía saberse entonces si eran avisos de locura o apenas galantería cerril. Montado en un animalito mostrenco sin estampa ni alzada, que arrendaba con garbo y altanería como si se tratara de uno de aquellos corceles de belfos ansiosos y crin flamígera del carrusel, entraba a la sala donde las hijas de tu abuelo Teófilo, entonces solteras, pasaban en reclusión sus vacaciones, y a cada una le entregaba una gladiola del manojo empapado que llevaba apuñado contra el pecho, en tanto la humilde bestia cómplice, sofrenada con gracioso ardid, se contenía de causar destrozos, y muebles, adornos y floreros quedaban intactos en su sitio cuando el caballero, tras cumplir de aquella manera sus lisonjas, saludaba airoso con el sombrero, bajaba por las gradas de la acera y se iba al trote abierto, el caballito dejando su rastro fresco de cagajones y levantando tras de sí una gran polvareda.

-Mañana, mañana cerramos el trato -le dijo, otra vez, tu abuelo Teófilo quitándose los anteojos que puso en su estuche y metió luego en uno de los bolsillos de los faldones de la chaqueta de dril.

Desde el aposento, al escuchar las voces y reconocer ambas, la de el Emperador Maximiliano, que para colmo es tartamudo, y la del marido que suena paciente y divertida, tu abuela Luisa va a decir: ya mandaron, Teófilo, a avisar de donde Pedro que puede ser hoy el parto de Luisa, me estoy alistando. Pero se contiene para no romper su costumbre de nunca alzar la voz delante de extraños, aunque se trate de un quebrantado de la cabeza que tiene por hacienda propia el mar.

Mientras tanto se va el Emperador Maximiliano tu abuelo Teófilo entra, encuentra a tu abuela Luisa en el aposento frente al ropero abierto, y le cuenta ella lo que le tiene que contar, solos los dos en la intimidad de sus voces que parecen arrullos de palomas torcaces, tan sosegadas que si pudieran reflejarse en la luna del espejo del ropero parecerían fantasmas de voces.

-Ojalá sea varón -está diciendo él.

-Mi Señor Dios, Yahvé, lo quiera -suspira y se sonríe ella.

Pero otra voz llama desde la botica, que es también ferretería y despacho de gasolina, con un buenas tardes lejano, y sale a ver, molesto, tu abuelo Teófilo, porque no son momentos de que lo vengan a interrumpir; aunque, muy buenas tardes, es don Vicente Noguera el telegrafista, que si está allí en persona algo muy importante debe traer.

¿Radiograma de la Tropical Radio?, le pregunta, con mal escondida ansiedad, sacando del estuche los anteojos mientras quiere y no quiere sonreír; pues si de ordinario sabe más que bien esconder sus emociones como en el fondo de un pozo hondo y oscuro, más hondo y oscuro quizás que el pozo que no termina de excavar Ireneo de la Oscurana, esas emociones amenazan en este momento con salir muy libres y campantes a la superficie.

No, no es ningún radiograma de la Tropical Radio, lo desengaña don Vicente Noguera el telegrafista: telegrama nacional, y se lo entrega, sabedor del porqué las emociones de tu abuelo Teófilo han subido desde el fondo del pozo para agitarse un momento en su rostro en aquella sonrisa que no pudo ser; y él mismo se pone triste ante la tristeza, ya impasible, ya lejana, con que lo ve abrir el telegrama, otra vez las aguas oscuras regresando en lo hondo a su quietud. Si se asomara ahora don Vicente Noguera el telegrafista al brocal de ese pozo, sólo encontraría otra vez la oquedad sin fondo ni fin.

El telegrama que lee ya tu abuelo Teófilo, y no es que le disguste su lectura, lo copió por dos veces en la esquela don Vicente Noguera el telegrafista con su letra de colas frondosas, pues la primera se le manchó ya en el último renglón al zafarse la plumilla del empatador:

Telégrafos Nacionales de Nicaragua

depositado en: Managua el: 4 de agosto de 1942 a las: 6.30 pm recibido en: Masatepe el: 5 de agosto de 1942 a las: 2.30 pm Dichoso comunicarte Doctor Vicente Vita coma Gerente General Banco Nacional coma confíame primera misión punto voy mañana (el telegrama fue puesto en Managua ayer, de modo que mañana es hoy) vía aérea minerales Siuna encargado liquidación planilla Neptune Mine Company punto mi regreso espero noticias feliz parto queridísima hermana Luisa coma dígale espero sea varón punto abrazos mamá punto

Teófilo Mercado hijo



Tu tío Teófilo, de veinticuatro años de edad, recién graduado de contador público, tiene talante de artista de cine según el juicio del padre Misael Lorenzano, que sabe de artistas porque su hermano Milton Lorenzano fue doble de Rodolfo Valentino, según se hablará después.

Una tarde de hace tiempos pasaba tu tío Teófilo frente a la iglesia en su motocicleta, llevando a su hermana Luisa, soltera ella entonces, como pasajera en el sidecar, y el padre Misael Lorenzano, de pie entre los músicos de la Orquesta Ramírez que mataban las horas sentados en las gradas del atrio, comentó con infinita tristeza, mientras se dejaba envolver en el humo de su cigarrillo, que aquel Robert Taylor se iría, sin remedio, de cabeza a los infiernos por seguidor de Lutero y Jacobo; a lo cual le dijo tu tío Edelmiro el cellista: échele entonces su bendición aunque sea de lejos, tal vez así lo ayude a salvarse. Y el padre Misael Lorenzano, bendiciendo como en un adiós: no se salva, qué va a salvarse, pero se la echo de mil amores sólo por la estampa y el porte que tiene.

Como puede notarse, el telegrama ése está escrito con el timbre de albricias que don Vicente Noguera el telegrafista percibió en el punto raya punto raya raya cantarín de la llave al recibir el mensaje; porque él sabe, y quien más sino él lo va a saber, que hay telegramas que gorjean de contento, y hay otros que se oyen piar adoloridos; y según las noticias que traigan de poste en poste por los alambres, van dejando, unos y otros, alumbrados de alegría o nublados de pesares los cafetales, cerros, potreros, cañadas y hondonadas por donde pasan cantando o llorando.

No es, se miran y se dicen con la mirada los dos, tu abuelo Teófilo y tu abuela Luisa, otra vez solos en el aposento cuando don Vicente Noguera el telegrafista ya se ha ido y va por la calle repitiéndose también en silencio: no es. Porque en el martillar de la llave del telégrafo conoce él la intención de todas las voces, oye derramarse todas las lágrimas, copia en su oído congojas y suspiros, y recoge todos los secretos; y así sabe que nunca llegó ni va a llegar un radiograma vía Tropical Radio desde San Francisco de California firmado por Victoria Mercado.

Tu tía Victoria es una de aquellas hermanas que recibían una gladiola de el Emperador Maximiliano montado a caballo dentro de la sala. Nadie pudo haberle dicho entonces, cuando ensayaba sus primeros tacones altos, que el designio más terco de su vida sería, pocos años después, desaparecer para siempre de la memoria de su familia, borrando ella misma sus huellas con calculado rencor.

No le había negado los zapatos de tacones en punta tu abuelo Teófilo, cosa extraña a sus severidades, cuando los escogió ella del figurín de Tobías el Encuerado, el zapatero que tomaba las medidas a domicilio y regresaba el día siguiente mismo a entregar el encargo, enseñando, de lejos, con sonrisa triunfal, los zapatos recién acabados, porque en aquel menester de zapatero elegante se sabía sin desafío.

Así le había puesto Pedro el tendero, Tobías el Encuerado, no sólo por su oficio de trabajar el cuero sino porque ya borracho, y hastiado del jolgorio, salía desnudo en cueros y cuchillo de zapatero en mano a ahuyentar a los convidados de sus fiestas de vísperas del día del patrono de Masatepe, el cristo negro de la Santísima Trinidad, siempre en disputa Tobías el Encuerado por la mayordomía aunque terminara preso todos los años por ebriedad y escándalo dentro de su propia casa y ya no pudiera presenciar, encerrado en la bartolina por órdenes expresas del teniente Sócrates Chocano, la alborada de juegos pirotécnicos frente al atrio de la iglesia, rosas giratorias, castillos, pérgolas, cascadas, que le habían costado lo que no tenía, preso y empeñado.

Pues una mañana de marzo, en tiempo de vacaciones, cuando esperaba a tu tía Victoria sólo un año más de internado, llegó una mujer en el tren a Masatepe, sombrero de velillo bordado de margaritas tapándole ojos y nariz, vestido negro de floripones rojo maravilla hasta el calcañal, su hijo de pecho en el regazo, gorro de encaje y faldellín bordado como si fuera a recibir ese día óleo y crisma del bautismo. La niñera la seguía, desprendida, por lo que se ve, del cuido del niño, llevando por encima de la cabeza de la mujer una sombrilla tornasolada; y debajo de la axila, bajo estricta custodia, una cartera de charol. Así las vieron pasar por la calle real, la misma calle que tu abuelo Teófilo recorría de vuelta de la estación leyendo el periódico, y quién no recuerda a la mujer deteniendo su procesión en las esquinas para preguntar en qué casa vivía Victoria Mercado.

Apareció la mujer del sombrero de velillo, con niño y niñera, en la botica que era además ferretería y despacho de gasolina; y fue de recordar que la niñera, aun ya bajo techo, mantuvo abierta la sombrilla, no se supo nunca porqué. Rompió a llorar el niño apenas entraron, con llanto difícil de contentar aunque la mujer lo arrullaba, lo bailoteaba en sus brazos, bailoteando toda ella con él mientras preguntaba: ¿es cierto que aquí vive Victoria Mercado?; y al escucharse ella misma pronunciar aquel nombre, copiando a la criatura empezó también a llorar; y tu tía Victoria, que acodada en una vitrina apuntaba en un cuaderno nombres y precios de las medicinas de patente, al oír su nombre y oír el llanto se escapó rauda hacia adentro dejando regado en el aire el clamor culpable del incierto taconeo de sus zapatos obra y gracia de Tobías el Encuerado.

Se cerraron con aparato de aldabas y picaportes puertas de sala y negocio pues consideró tu abuelo Teófilo, por el llanto y por la huida, que algo grave y delicado se iba a ventilar, y todas las demás hijas fueron advertidas de mantenerse en sus aposentos, ya tu tía Victoria entre ellas, y los hijos, que se fueran al patio, a los corrales, a la calle si querían, al vecindario, a cualquier otro lugar de su libre elección.

Pasaron a la sala porque a pesar de los graves augurios no iban a perderse las cortesías; y hubo allí en la penumbra del encierro reclamos, quejas y más lloros, que tu abuela Luisa oyó muy paciente, sentada en el borde del sofá al lado de la quejosa, y que oyó tu abuelo Teófilo, un tanto alejado de la escena, pues si bien quería estar allí, tampoco quería. Y fueron mostradas cartas de sobres rasgados extraídas de la cartera de charol, la mujer sin soltar al niño y la niñera sin soltar cartera y sombrilla, cartas que tu abuela Luisa no quiso leer: no señora, no soy curiosa de la correspondencia ajena, cortante, aunque bien pudo haber dicho: perdone, no hay suficiente luz; y fotos con dedicatorias en el reverso que tampoco quiso leer, pero de lejos reconoció quién aparecía en las fotos y de quién era la letra, igual que reconoció la letra del sobre de las cartas, en sobres y fotos la misma letra, muy fluida y sin manchones, en tinta verde mar.

Se fue la reclamante cargando al niño que ya por fin dormía, la niñera empuñando la sombrilla con más cara de ofendida que la propia dueña del agravio, que si dejaba en manos de la otra sombrilla y cartera con las pruebas del delito amoroso y se reservaba al niño, sólo era porque quería realzar su condición de madre engañada, nada de aquello se le escapó a tu abuela Luisa, muy serena en sus juicios, y así, callada como era, capaz de calar hondo a la gente y apuntar con letra menuda en sus adentros.

Tu tía Victoria fue llamada entonces a comparecer en la sala, los hijos siempre alejados y las demás hijas siempre encerradas, las puertas sin abrir aunque los clientes se cansaran de golpear y de llamar, tu abuela Luisa interrogando y tu abuelo Teófilo, dueño de la sentencia final, callando: ¿conocés a esa señora que entró aquí? No. ¿Y al marido de ella? No. ¿Le escribiste cartas a un hombre? Sí. ¿Y le dedicaste fotografías? Sí. ¿Quién es ese hombre? No sé. ¿Quién es? Profesor del colegio. ¿Te da clases? No sé. ¿Te da clases? Sí. ¿Clase de qué? No sé. ¿Clase de qué? De francés. ¿Sabías que ese hombre era casado? No. ¿Te has visto con él personalmente? Sí. ¿Adónde? En el aula. ¿Y fuera del aula? En el patio. ¿A qué horas? En el recreo. ¿Y fuera del colegio? No. ¿En ninguna otra parte? No. ¿Nunca has estado sola con él? No. ¿Y él te ha escrito cartas? Sí. ¿Cartas de enamorado? Sí. Cartas con versos en francés. ¿Y vos le has contestado? Sí. Cartas con versos también. ¿En francés? No, en español. ¿Le has dedicado fotografías? Sí. ¿Y esas dedicatorias eran también con versos? No, dedicatorias que yo inventé.

Las repuestas, como puede verse, fueron cortas, aunque dichas en un tonito altanero, y no le gustó esa soberbia a tu abuela Luisa, qué era eso, estaba siendo juzgada y se atrevía a tanto. Pero la sentencia, contra su criterio, fue desproporcionada. Y fatal. No volvería tu tía Victoria al colegio, se quedaba en la casa, que buscara oficio, que se hiciera costurera. ¿Por unas cartas nada más? ¿Por unas fotos dedicadas? Yo no la mandé a seducir profesores, ni a meterse con hombres casados, ni a que me pusiera en vergüenza con visitas de esposas celosas, se queda aquí, para siempre de vacaciones, búscale un dedal, hilo y aguja, y se acabó.

-Y además -dijo ya por último tu abuelo Teófilo-, me le quitás esos zapatos de tacones altos. Que nunca más se los vuelva a poner, nunca más los quiero oír sonar.

Aguja y dedal le dio, pero en eso de los tacones ya no quiso obedecer tu abuela Luisa. Y una mañana no amaneció tu tía Victoria, desapareció subida en sus tacones altos. Una hoja arrancada de un cuaderno escolar encontraron en el piso junto a la puerta entreabierta, nadie sintió cuando jalaban el picaporte, cuando quitaban el pasador, y la letra en tinta verde mar, muy fluida y sin manchones, decía nada más: no quiero que me busquen ni que se acuerden más de mí. La habían visto comprar en la taquilla de la estación un boleto de segunda, la habían visto montarse en el tren; Juan Cubero el sastre, que iba por telas ese día a Managua, la vio apearse, perderse sola en el bullicio del andén. Pero de allí en adelante, todo rastro suyo se empezaba a borrar.

¿Qué era eso? ¿Decencia? Una señorita que se va sola, sin permiso, por capricho, sola se queda y que le vaya bien. Pero ahora sube el arrepentimiento desde el fondo oscuro del pozo, si ella quisiera, él la podría perdonar, aunque es ella la que no quiere dar ni recibir perdón; se marchó a California, dijeron, a veces le llegaban a tu abuelo Teófilo noticias de su paradero, San Diego, Pasadena, Los Angeles, Sacramento, San Francisco, ¿cómo hizo para salir de Nicaragua, cómo ajustó para su pasaje, a sus años, de qué podía vivir allá?

Ya no le envían más cartas sus hermanas, ya están casadas, volvieron hace tiempo del colegio, se acuerdan de ella, claro, pero, ¿qué hacer frente a semejante terquedad? Regresaban unas veces esas cartas con el sello mortuorio de persona desconocida, y otras veces casi la sentían huir oyendo alejarse el ruido de sus tacones, nueva dirección no declarada, una perseguida aun dentro de los confines de una misma ciudad, cambio de domicilio, el padre Misael Lorenzano fue el último en venir contando que le había parecido verla bajarse de un tranvía en San Francisco, perderse en una esquina en las cercanías de Hyde Street, era azafata de un avión Clipper-Constellation que viajaba de Los Angeles a Sacramento, contaban también.

Y tu abuela Luisa, antes de que el marido empiece a leerle en voz alta el telegrama de tu tío Teófilo, se dice: está triunfando en su empeño, no quería que la buscaran ni que se acordaran de ella y ya pronto lo va a conseguir puesto que va a llegar el día en que ante el nombre Victoria Mercado nadie va a saber quién es o quién fue.

Irá ella a pie desde su casa a la de Pedro el tendero, y sépase que tardará en llegar porque su paso es de mucho sosiego y dignidad, y la distancia, de alguna consideración. Tu abuelo Teófilo, que sale a despedirla a la puerta, le dice: apenas cierre las cuentas que tengo pendientes en el libro de contabilidad, llego yo; y esto quiere decir que le tomará por lo menos tres horas, calcula ella. Salvo, continúa él, que se adelante el suceso, y entonces, inmediatamente me mandás a llamar, ¿me oís? Ya te oí, se sonríe ella.

Y vuelve a sonreírse, ya de camino, oyéndolo decir, otra vez, en su pensamiento: ¿me oís?. Un me oís que es cuidado, delicadeza, preocupación; y si se sonríe tu abuela Luisa es porque bien se acuerda cuánto se opuso tu abuelo Teófilo a ese casamiento de Luisa la grávida con Pedro el tendero que sólo defendió Teófilo, su hijo menor, el que a estas horas irá volando sobre las montañas rumbo al mineral de Siuna.

Adiós, doña Luisa, se oyen venir los saludos desde el fondo lejano de las casas a través de estancias y corredores, desde los jardines floridos, los patios arbolados y las cocinas de paredes ahumadas, y desde las puertas adonde, más de alguno, el serrucho en la mano, y más de alguna, sosteniendo la paila que se ha traído del fogón, se salen a verla pasar, pues que tu abuela Luisa ande en la calle es asunto de cierta novedad. Y asomada a su ventana abierta de par en par, la Aurora Cabestrán, su pelo negro derramándose en cascadas por fuera de la ventana hasta alcanzar la acera, también le dice, pero llorosa: adiós, doña Luisa, que Dios la lleve con bien.

Acerca de esta Aurora Cabestrán hay que empezar por decir que un día, cuando era ella aún soltera de quince años, llegó a Masatepe el agente comercial de la casa Lahmann & Kempf, un judío jorobado que se llamaba Josué Armagedón, a colocar sus productos de tocador para la mujer higiénica; y al pasar por la calle real cargando su valija y verla acodada en su ventana con su cabellera derramada, todo fue detenerse y proponerle que se dejara retratar para poner su figura en la caja del Tricófero de Barry, de cuerpo entero, vuelta la cabeza y de perfil, de modo que se viera bien cómo el pelo descendía ondulante por sus hombros y espalda y reptaba a sus pies. Y así fue. Trajo el agente un fotógrafo de sociedad desde Managua, se tomó ella la foto en el patio de la casa y desde entonces quedó la Aurora Cabestrán eternizada en la caja del Tricófero de Barry.

Pero el jorobado Josué Armagedón quería más. Quería que se fuera con él, a la ventura, de población en población, en propaganda del Tricófero de Barry, sin admitir ninguna compañía ni resguardo, sin prometer fecha de regreso, sin dar señas de las casas de pensión donde la hospedaría y sin suministrar itinerario cierto, por lo que se le dijo que no, Dios libre, de parte de su madre Castalia viuda de Cabestrán según consejo del padre Misael Lorenzano, quien fue del parecer que la intención de aquel judío jorobado, lépero, labioso, adulador y matrero, era gozarla y dejarla después perdida en algún lupanar.

Aunque ella lloró y lloró queriendo que sí mientras se secaba las lágrimas con el manto negro de su pelo, porque aquel Josué Armagedón le había despertado ambiciones de fama y no le bastaba ya con verse copiada de cuerpo entero en las cajas de tricófero alineadas en los estantes de las boticas; quería más, quería los aplausos desgranados que le regalarían en las estaciones de trenes, en los kioscos de los parques, en los atrios de las iglesias, en las barreras de toros, en el redondel de las galleras, mucho más aplausos de los que recibiera un día al volar por los aires Camilo el campanero volador.

¿Y por qué se muestra llorosa ahora? Porque Ulises Barquero su marido, tendero también como Pedro el tendero, y muy amigos de juventud los dos, debe andar otra vez fugado de la casa, dipsómano que es el pobre, bebiendo quién sabe en qué cantina, olvidado de atender la tienda de telas y artículos de la moda para el caballero y la dama elegante que le puso su padre don Salomón Barquero, cavila tu abuela Luisa mientras avanza.

Y en la casa vecina, detrás de una tapia florida de bugambilias, oye que la muy gorda Amada Laguna ensaya el aria de entrada de Lisa en La Sonnambula, porque va a cantar esta noche en el baile de disfraces que ofrece como todos los años Saulo Regidor el teñidor de trapos en ocasión del cumpleaños de su esposa, la gorda todavía más gorda Adelina Mantilla:


Tutto é gioia, tutto é festa
Sol per me non v'ha, non v'ha contento
e per colmo di tormento
      son costretta a simular...



Esa muy gorda Amada Laguna, que ensaya pulsando la guitarra con una uña de conchanacar, de tan gorda tendrá que ser llevada a la fiesta en hombros de cuatro cargadores forzudos, sentada en su taburete de sólido guayacán, pues ya se conoce que es resistente y fuerte esa madera, útil también para hacer bastones. Y asimismo, sentada, la suben al escenario cuando va a cantar en las veladas de beneficencia del Club de Leones, el club que Pedro el tendero fundó ese mismo año de 1942 por mandato supremo que recibió desde Chicago, Illinois, de parte del presidente mundial de Lions International, el benemérito Melvin Jones.

Al baile de disfraces que se menciona, tu abuelo Teófilo y señora están invitados. Todos los años, aunque nunca asisten, los invitan de rigor. Van los nombres de los convidados en una lista escrita en papel de oficio, y al lado del nombre debe anotarse: con todo gusto, después que Inocencio Nada el albino repartidor de periódicos, en oficio de pregonero, de pie en el umbral de la puerta, ha recitado el encabezado de la invitación. Pero hay quienes, para su desgracia, se quedan de fuera, con las telas compradas, o sus disfraces a medio hacer; porque por semanas Saulo Regidor el teñidor de trapos y su esposa la gorda todavía más gorda Adelina Mantilla discuten con voces que se escuchan en todos los confines, capaces de atravesar puertas y paredes, quiénes deben ser tachados y quiénes no. Y son pleitos de oírse. Uno acusa y la otra defiende, o viceversa; achacan agravios, señalan defectos, remueven antipatías, recuerdan ofensas, y los que están siendo juzgados, escondidos en sus aposentos oyen aquellos debates, y tiemblan, esperando su condena o su salvación.

Tu abuela Luisa disimula ahora otra sonrisa, que esta vez es burlesca, aunque no haya nadie tan cerca como para verla sonreír: Teófilo su marido en un baile de enmascarados, suficiente con lo que ya dicen, que es Josef Stalin en persona. ¿No es aquel por sí mismo un disfraz? Nunca se ha reído de él ni en pensamiento, salvo ahora, que lo imagina, no vestido como Josef Stalin, que eso es ya cosa común, sino de oso bailarín de los gitanos, de domador de fieras chasqueando su látigo, del cacique Mazaltepelt, medio desnudo y pintarrajeado, coronado de plumas, amenazando con disparar sus flechas, o algo así.

Pero no, no sólo esta vez le ha causado risa el marido, va recordando, mientras escucha a la muy gorda Amada Laguna elevar en la quietud de la tarde su voz; también cuando le ofreció en su casa una tenida al agrónomo italiano Eneas Razzetto, a la que nadie llegó, e invitante e invitado tuvieron que brindar solos; pero ésas son circunstancias que luego se van a referir.

Lo que es Pedro el tendero, su yerno, ése sí tendrá que disfrazarse y asistir a ese baile, aunque Luisa la grávida esté por dar a luz. Tu abuela Luisa lo sabe y lo comprende, porque hay azares de por medio, asuntos espinosos que el yerno, vestido de beduino del desierto como Rodolfo Valentino, debe arreglar esa noche, en el baile, con Telémaco Regidor, una calamidad de individuo, si no será iniquidad suya haberle quitado la esposa a un fakir mientras ayunaba el fakir encerrado en una urna bajo triple candado.

Tu abuela Luisa pasa y escucha el aria. No entiende la letra y no hace mucho caso, pues no la atraen músicas profanas, ni tiene ella voz, ni tiene oído, y si acompaña en el templo evangélico los himnos que señala el pastor, es sólo por razones de su deber. Aunque muy cerca de allí, en su cárcel, también está oyendo entonar el aria tu tía Leopoldina la prisionera, que sí sabe de música; y tantas veces se la ha oído en fiestas y veladas a la muy gorda Amada Laguna, que herida por la tristeza del canto terminó por aprenderse la letra sin conocer su sentido.

Pero Eneas Razetto, el agrónomo italiano, el mismo que fue agasajado en soledad por tu abuelo Teófilo, se la dio traducida al reverso de una hoja de calendario una de aquellas tardes de sus visitas furtivas al callejón de los besos del Jardín Botánico; y en la soledad de su cárcel del aposento, repite ahora, el rostro contra la almohada: todo es dicha, todo es fiesta, sólo para mí no hay, no hay contento, y para colmo del tormento tengo que disimular...

Irá también ella al baile, vestida de terciopelo negro bajo el disfraz de Ana Bolena, el tajo sangrante del hacha del verdugo pintado con anilina en el cuello; e irá, por las mismas razones que obligan a ir a Pedro el tendero, quien llegará disfrazado, ya se sabe, de beduino del desierto.

Soy la Petroccelli, se decía antes, vestida de gitana andaluza en el escenario del cine Darío, un guindajo de monedas en la frente, golpeando la pandereta contra la rodilla, quiero gozar, reír, bailar y cantar. Y al desleirse por los cielos el aria de la muy gorda Amada Laguna, se dice ahora: soy Lisa la hostelera postergada, segundona en una ópera en la que ya nunca la querrá su galán; soy Ana Bolena la prisionera vestida de negro, condenada a morir antes del alba bajo el tajo del hacha del verdugo encapuchado; soy Cathy la desgraciada de Cumbres borrascosas que sólo encontrará en el otro mundo al amado fantasma de Heathcliff. Pero nunca más la Petroccelli repartiendo entre candilejas besos y rosas por doquier.

Y mientras tu abuela Luisa va a su propio paso por la calle real; mientras la muy gorda Amada Laguna se calla y aparta su guitarra; mientras la Aurora Cabestrán recoge su pelo y cierra su ventana; y mientras tu tía Leopoldina la prisionera vuelve a empezar por séptima vez la lectura de Cumbres borrascosas, el único libro que tiene consigo en su encierro y que un día le regalara aquel que hoy es causa de sus males, amarillas sus páginas como embebidas en orines y después secadas al sol: 1801 -Acabo de regresar de una visita a mi arrendador, el único vecino con quien compartiré mi soledad..., encontremos, por fin, a Pedro el tendero en su tienda, que ya se sabe, está ubicada al lado del parque, esquina opuesta a la iglesia parroquial.





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