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Un baile en casa de los señores de Prida

Concepción Gimeno de Flaquer

Le beau monde mexicaine espera siempre con impaciencia la llegada de San Francisco, no por devoción al santo, sino por devoción a la familia Prida.

Los Franciscos tienen la misión de ser ilustrados y galantes; el Sr. de Prida sabe cumplir esta misión. Recordad que los franciscanos fueron denominados Caballeros de la Virgen, que un San Francisco perteneció a la nobleza, y que otro llenó la Edad Media con el prestigio de su sabiduría.

No veáis en las precedentes líneas una amenaza de panegírico, tranquilizaos; más que empeño en hablar del ilustre santo, tengo empeño en describir la espléndida fiesta con que nos ha obsequiado en su día onomástico, el amable Sr. D. Francisco Prida.

Su casa hallábase adornada al estilo veneciano, y para que nos forjáramos la ilusión más completa, el Sr. Prida rogó a la diosa Chalchiutlicue, nos convirtiera la calle en lago. La decoración fue tan perfecta, que Sieni podría envidiarla para las nuevas obras que prepara.

El palacio de Prida pareciome digno de un Dux: la escalinata de blanco mármol no faltaba, transformose la góndola en landau, y el gondolero en auriga de sombrero jarano.

Si viviera el fastuoso Moctezuma, su canoa de remos de oro, cual la nave de Cleopatra, hubiera suplido a la góndola con más ventaja que el carruaje, y las argentinas sandalias que usaban las reinas aztecas hubieran brillado más que nuestros zapatos de raso blanco. Pero dejemos a los tenochcas, pues diviso a Chavero entre los contertulios, y se amostazará si me ve espigar en su campo. No porque tenga yo la manía de lo retrospectivo debo hablaros de arqueología, o de fósiles vegetales o zoológicos, cuando se trata de una floresta donde reinan auras primaverales. Además, muchos de mis lectores sonreirían sarcásticamente si yo confesara mi arqueomanía, y digo confesar porque la han de juzgar culpa. Paréceme oirles decir que los hijos del siglo XIX, siglo de la impiedad, abandonamos el templo para buscar el teocalli, que los hijos de esta época, de duda, nos jactamos de incredulidad y ponemos en moda la arqueología, que es la ciencia de la fe. Si antiguamente se decía creyente cómo un anacoreta, hoy algunos dirán creyente como un arqueólogo. Perdonad la digresión y penetrad conmigo en el Edén de los Sres. Prida. La señora de la casa recibe a los invitados con una distinción digna de la Marquesa Rambouillet, famosa por su habilidad en el arte de la etiqueta. Mientras los amables hijos de los Sres. Prida conversan con los caballeros, Josefina, Enriqueta y Trini se centuplican para obsequiar a sus amigas. Vedlas envueltas en nacaradas gasas distribuyendo sonrisas como distribuye dones la felicidad: deteneos un momento, y en ese Océano de luces, armonías, perfumes y colores, podréis admirar la elegancia de Josefina, la muy aristocrática figura de Enriqueta y la gracia juvenil de Trini.

Avanzad en el gran salón y veréis a la Sra. de Corona; un escultor creería que acaba de abandonar el Partenón con permiso de Fidias para que desarrolle con su presencia el sentimiento estético y forme una escuela en el sublime arte de Lisipo. Agrúpanse en torno de la Sra. de Corona las simpáticas damas Noeggerath de Garrido, Cervantes de Schiaffino, Juárez de Santacilia, Ferrer de Gamboa, Veraza de Vallejo, Acho y Obregón.

No lejos de ellas diviso a la bella Sra. de Arroyo de Anda, rubia como Ceres, como la Eva de Milton, como las Magdalenas de Leonardo da Vinci.

La inteligente Elena Mariscal de Limantour viste una toilette intachable: ella podría preguntar, cual Soledad Juárez, a la diosa de la moda: ¿qué es elegancia? la diosa le contestaría: «elegancia eres tú».

Varias jovencitas lucen trajes Pompadour, pero entre estos trajes el más lujoso es el que ostenta María Schiaffino. Las flores que puso en moda, en el reinado de Luis XV, la célebre marquesa de Pompadour, parecían haber brotado espontáneamente sobre el traje de María, recibiendo el perfume al ser acariciadas por su nívea mano. A María se le puede decir como a Juana Antonia Poisson:

Les fleurs naissent sous ses pas.


María Corona, Sarah Chavero y Clara Gamboa, con sus vaporosos trajes que copian las espumas de las olas, parecen azucenas cimbrándose en su tallo, al recibir el beso de los céfiros.

Oigo la voz de Lola Garay y me detengo a escucharla: sucede frecuentemente al contemplar a una hermosa, que es preciso renunciar al placer del oído por el de los ojos; con Lola Garay no hay tal peligro, sus frases cautivan, su rostro encanta.

¿Quién es esa joven de tan lindos ojos? -pregunto al ingeniero Garay- me contesta: «Mercedes Dublán». Los ojos de Mercedes no son árabes, ni de gacela, como diría un poeta oriental: son mexicanos. Este es el mayor elogio: los ojos mexicanos saben mirar. Preguntadlo a los admiradores de María Santacilia: alguien ha comparado los ojos de esta hermosa niña a dos luceros. Protesto: en los luceros solo saben leer los astrónomos, y en los ojos de María Santacilia leen los astrónomos y los poetas. Cada mirada de María es una oda que debiera haber traducido Dante pava que no se inmortalizara Beatriz.

Trinidad Tagle viste el color de las nubes en un sereno día estival. A las Srtas. Azpe y Veraza la aurora las engalanó con su manto o con su clámide, como diría un pollo romántico que yo conozco.

Resumiendo, la fiesta fue tan amena, que todos los invitados tratan de firmar una solicitud pidiéndole al Sr. de Prida la repita. La concurrencia fue numerosa y escogida, lo cual no extrañarán cuantos conozcan el respetable nombre del anfitrión, uno de los españoles más distinguidos que han venido a América.

No terminaré sin participar a mis lectores de los Estados que cuando lean estas líneas se habrá verificado ya el matrimonio civil de la Srta. Dolores Corona con el Sr. Fernando Camacho. Se ha fijado la ceremonia religiosa para el día 15 del actual. Ofrece hablaros de tan solemne acontecimiento

C. G. de F.