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Un coplero mexicano del siglo XIX




¿Quién no arrolla al vate mísero,
ya con calumnias anónimas,
ya con silbidos horrísonos,
o ya con risa sardónica?


Bretón de los Herreros                


Al adoptar la palabra coplero en vez de poeta, no se crea que es por afectación o pedantería, sino porque la delicada edad, en que por desgracia vivimos, no puede sufrir frase alguna que no esté en su rigorosísima significación; y como tiene oídos tan finos que


.................... Convulsión padece
con el silabizar de Garcilaso,
¡tan delicado tímpano es el suyo!

no puede tolerar que se bauticen con el pomposo título de poetas, hombres que no han podido mover los corazones de nuestra generación, porque tampoco los movería Cervantes u Homero; porque leer una composición métrica a un sabio de nuestro país y de nuestro siglo, es lo mismo que írsela a recitar al Popocatépetl.

El que esto escribe, lo mismo que el lector, está persuadido de que los hombres, acerca de los cuales se va a ocupar, no merecen ni el miserable nombre de copleros; pero por comparación así los llama, que al fin tiene corazón, y le dan lástima los infelices. -Dicho esto, pasemos adelante.



En Francia, en Inglaterra, en Alemania, un poeta, si no llega a disfrutar una grande fortuna, posee, por lo menos, algunas comodidades; y el oro que le dan por sus versos, basta para sus necesidades, y aún le queda no corta cantidad para llenar su arca de reserva. De suerte que se dedica a su estudio favorito sin necesidad de trabajar en otra cosa para su sustento, y aún le queda lugar para distraerse en los paseos, en los teatros, en las tertulias, en los banquetes; donde puede estudiar las costumbres de sus paisanos; y también puede viajar, y se le paga por ello, y sus libros son origen de rivalidades y disputas entre los libreros. Agréguese a esto el entusiasmo general que hay en aquellos países por la poesía: el pueblo parisiense, por ejemplo, después de haber estado cantando algunas canciones de Beranger, o leyendo las Meditaciones de Lamartine, sale de sus talleres y de sus tiendas al esconderse el sol, y corre en tropel a presenciar la representación de un drama de Delavigne, de Hugo o de Dumas. De modo que cuando un poeta francés lee en un periódico alguna amarga crítica de sus obras, le queda el consuelo de haber ganado en ellas mucho dinero, y, más que todo, el de saber que millares de individuos han pronunciado su nombre con entusiasmo.

Impuestos ya de lo que es un poeta francés, véase lo que es un coplero de nuestra malhadada región, y compárese la suerte de ambos.

Pobre e infeliz; como un hombre reprobado por el cielo, como una sombra evocada de la tumba, se ve al coplero mexicano, trasponer una calle, triste, meditabundo y cabizbajo, como aquel que siente gravitar sobre su cabeza el abominable peso de la desgracia. Quizá va recitando en voz baja alguna oda de Quintana, o tal vez unos versos del Moro expósito... Arrebatado por la magia de tan sublime poesía, piensa estar en un castillo feudal, frente a frente de Ruy-Velázquez, o cree contemplar el rostro de Kerima, o, acalorándose más y más su imaginación, olvida su suerte, sus penas, su estado miserable, se remonta rápidamente hasta el cielo, se mira asentado en una nube de fuego, y ya piensa abarcar de una sola mirada, el espacio y la eternidad... ¡Infeliz!... Le saca de sublime arrobamiento el carruaje de un poderoso que lo atropella sin piedad y, llenándole de pavor, le arroja al otro extremo de la bocacalle. El coplero lanza un gemido de dolor, recuerda que está en un mundo prosaico, y esta idea le hiela el alma, le despedaza el corazón...

Pero siempre hay consuelo, aunque triste, para el desdichado. -Aquel coche, aquellas mulas que iban, tan bruscamente, a dar término a su fatigosa existencia, arrojan en su fantasía un rayo de luz celestial que le llena de regocijo: es una estrofa del maestro León; levanta el mísero la cabeza al cielo, y la recita entusiasmado, aunque en voz no muy alta:


       Y entre las nubes mueve
su carro, Dios, ligero y reluciente,
       horrible son conmueve,
       relumbra fuego ardiente,
treme la tierra, humillase la gente.

Pero no bien ha acabado de recitar su estancia, cuando he ahí que hieren sus oídos descomunales carcajadas; baja la vista, y se encuentra rodeado de multitud de gente que le señala y le burla.

Lanza el coplero un gemido, un gemido que conmoviera al abismo; y sin reflexionar en nada, corre, y no para hasta el lugar de su destino. Allí trabaja: suda su frente, sus miembros desfallecen, sus pies pueden sostenerle apenas... pero ya el sol ha bajado al ocaso, y el infeliz ha adquirido un pedazo de pan para no morirse de hambre...

Vuelve a su casa: en el camino se detiene a contemplar la luna: recita la oda de Pastor Díaz, y luego, acordándose de su pobreza, exclama con el héroe manchego: «Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede la obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo.»

Llegando que hubo a su casa, abre su camaranchón, bautizado por él con los nombres de estudio, dormitorio, asistencia, sala, comedor y guarda-ropa: donde hay más libros que vestidos, más tintas que licores, más papel que manteles; vese allí también un jergón que parece cama, una tabla con cuatro palos que le sirven de apoyo, y que tiene honores de mesa. -¿Qué hace el infeliz coplero allí? ¿Se tiende en la cama a descansar de su trabajo, o se va a las cadenas o al portal a pasearse? Porque para el teatro no hay dinero; además, aunque le agrada la música, no es aficionado a los gorgoritos; y si es drama el que se representa, no quiere ver despedazados inhumanamente a Martínez de la Rosa o a Víctor Hugo. ¿Irá a contemplar las facciones delicadas de alguna amante suya?... ¿Qué mujer, por estúpida que sea, en este siglo de materialidad y de prosaísmo, querrá entregar su corazón a un coplero?... Dineros son calidad, y no versos: esto lo saben hasta los niños que están en el ABC. Pero nuestro coplero nada quiere, nada, más que devorar las encantadoras páginas de Homero o de otro poeta. Se dirige a un estante, agarra un tomo de la Biblia o el Romancero, y se pone a leer. Las sombras de su frente van desapareciendo, su fantasía arde, sus ojos relumbran como dos diamantes, sus manos tiemblan, fantasmas y sombras vagan en su rededor, las puertas del infierno se abren a sus pies, en su cabeza mira resplandecer el trono del Señor, la inspiración brilla en su mente como un ángel, y ya su corazón quiere salírsele del pecho...

Suelta el libro, toma la pluma... ¡Oh! va a escribir una poesía llena de encantadoras imágenes; ya el cielo le presta su luz, ya un ángel conduce su diestra... Pero la puerta se abre, una mujer aparece con un papel en la mano.

-¿Qué se ofrece? pregunta el coplero dando en tierra una furiosa patada.

-Su amigo de vd. D. Fulano, aquel que tiene una capa vieja con un rasgón...

-Adelante: no quiero descripciones.

-¡Pues! Y que tiene una corbata muy...

-¿Acabarás?

-Y que hace versos, y...

-Me ha traído ese papel, ¿no es esto? Dice el coplero tartamudeando de cólera y arrebatando el pliego de la mano a la mujer.

-¡Cabal! Exclama esta; y dice que es cosa que le interesa a Vd. mucho, mucho; y que fue a buscar a Vd. a...

-Está bien, está bien.

-Y que no pudo verle a Vd. porque...

-Vete.

-Porque uno...

-Vete.

-Y que ha extrañado mucho...

-¡Vete al infierno! exclamó el coplero empujándola y cerrando la puerta.

La mujer se espantó y no hizo resistencia, pero se oyó su voz que decía:

-Cuando traiga yo la cena le acabaré de dar a Vd. el recado.

El coplero se sienta y abre el pliego: es un periódico político. ¿Y para qué lo quiero? A él lo mismo le da que sea ministro o presidente este o aquel... Ganas tiene de abandonar el papel; pero un amigo suyo lo trajo, debe ser de algún interés. Recorre rápidamente sus columnas. -Exterior: España... Alocución del pretendiente D. Carlos... Irún... Pamplona... Madrid: S. M. la reina gobernadora... Elizondo...

-¡Oh! ¡Malédiction! exclama el coplero; todo ha de ser de allá...

Al llegar a la última columna encuentra la palabra México perdida entre un mar de nombres de pueblos españoles; veinte renglones después están los avisos... Siempre lo que se busca se encuentra al último: el coplero pasó la vista por un artículo de literatura y no lo vio; pero ahora lo ve y lo lee:

Allí encuentra una diatriba contra él: se le prueba que es romántico, que no hace uso de la Mitología, que prefiere Saavedra a Meléndez, la Conjuración de Venecia a Las Bodas de Camacho, la Araucana a la Henriada. Se le dice que no ha leído a Racine, Moliere y Moratín: (¡calumnia!) se le trata de probar con la autoridad de Hipócrates y Martín Lutero, que para asno solo le falta la cola, y, por último, como por gran favor le espetan estos dos versos de Moratín:


Un arado, una azada, un escardillo,
para quien eres tú, fuera bastante.

El coplero se queda helado, el fuego de su imaginación se sofoca, el periódico cae de sus manos...

¡Oh crítico maldecido! (exclama en este punto el autor de esta historia espantable, que según lenguas indagadoras; sabe también hacer renglones chicos y grandes) ¡Oh crítico abominable! ¡Satanás te sepulte en sus hondas cavernas! Has destrozado el corazón de aquel infeliz, has arrancado de su cabeza la inspiración, has marchitado de un solo golpe una hoja de laurel que debía ceñir su frente... Pero al fin has hecho caso de sus composiciones, peor era la indiferencia...

El coplero levanta la mano, toma involuntariamente la pluma y escribe. Su corazón padece, su corazón dicta las palabras, él no. Su mano tiembla, su rostro se enardece, sus ojos están inmóviles... -Dos horas después la composición está concluida.

En un papel destrozado, entre rayas y borrones hay imágenes vivas, ardientes, hay cuadros magníficos, hay pintura de la naturaleza tal como es, sin colores postizos, sin voces pomposas y vacías, sin dioses lúbricos y borrachos. Semejase a un lienzo de Velázquez lleno de telarañas, a una joven hermosa cubierta de andrajos, a la bóveda del cielo entoldada de nubes rotas, por entre cuyas separaciones se descubre parte de una tela azul, y en ella algunas estrellas brillando.

Dentro de algunos días esa composición se publicará para que su autor la vea comentada, satirizada, si es que alguien la lee... ¡Pobre coplero! llega a dudar hasta del prestigio de la poesía, viendo la indiferencia de los hombres, no solamente por sus versos, sino por obras que tienen y merecen gran celebridad. ¡Cuántas veces ha oído en el teatro una espantosa orquesta de ronquidos en la representación de un bellísimo drama! ¡Cuántas veces ha visto dormir una reunión de sabios al oír leer El sueño del proscripto o la Invención de la imprenta!

Si a lo menos existieran los antiguos señores feudales, tomaría el coplero su puñal y su laúd, y andaría de castillo en castillo cantando a los poderosos y a los vasallos sus trovas. Pero ni existen en nuestro país castillos, ni han existido jamás; y nuestros opulentos, que podrían reemplazar a los señores feudales, con más gusto se ocuparían en aspirar a un ministerio que en oír una cantilena, y el mísero trovador se vería lanzado a empellones, o tal vez a palos, si pusiera un pie sacrílego en la casa de un poderoso.

Empero dirá alguno: -¿Hay quien le ponga a ese coplero una pistola en el pecho para que escriba?- No, señor entremetido; pero es un hombre sensible, desgraciado: su destino le ha impelido a escribir coplas: en ellas encuentra su único consuelo, su placer, su enajenamiento: cuando él escribe pinta sus infortunios, y al pintarlos siente el placer de un viajero que relata sus aventuras, de un soldado que recuerda sus campañas. Además, desea la gloria; decir que la desea, no es decir que la consiga: ansía un laurel en su cabeza; mas ve que aún no le ciñe, entonces se anima, olvida el mundo y sus padecimientos: solo piensa en la gloria: ¡sublime pasión! -A la pálida luz de una delgada y expirante vela traza sus poemas, los lee, los relee, borra, vuelve a escribir, vuelve a borrar, se desespera, rompe el papel, se levanta, se pasea lleno de agitación y se da palmadas en la frente... Su boca trémula arroja una maldición, se estremece, y luego con voz balbuciente exclama:

-¡Oh Lope! ¡Oh Calderón! ¡Oh Saavedra!... ¿Por qué fatalidad no me dio el eterno vuestra fantasía?... Hombres somos todos... ¡Ah! no: vosotros sois ángeles vestidos de luz, que brilláis sobre la tierra y hacéis estremecer los corazones de placer... ¿Por qué no tengo la imaginación de Cervantes? Soy pobre como él: quiero sus penas, sus terribles aventuras, su mano manca, sus humillaciones; pero sea yo autor de otro Quijote, gózalo unos días, y luego vuele mi alma a la eternidad... Pero es imposible que tal fortuna tenga, y quedaré sepultado en la oscuridad, y moriré, y mi nombre se enterrará en la tumba conmigo!... ¡Ah, Señor, Señor! ¿Para qué me diste la existencia? ¿No valía más haberme dejado en el seno de la nada, de donde me sacaste?...

Queda mudo el infeliz, y desfalleciendo se asienta: cruza los brazos, fija los ojos batidos en el suelo, y solo da muestras de vida por el movimiento alterado de su pecho.

Y entre tanto los demás hombres juegan, bailan, se embriagan, y en medio de sus placeres se acuerdan del coplero y se ríen de él, y le burlan, y le llaman fatuo y pedante porque publica sus poemas y porque pone al pie de ellos su nombre. Como si no le fuera permitido a una madre mostrar su hijo, sea malo o bueno, y decir: ES MÍO.

El coplero querría huir de la sociedad que detesta; porque los demás hombres no simpatizan con él, porque elogian y palmotean a un raquítico repentista que, con la ropa en la mano, arroja bocaradas de disparates a una turba necia e incivil; y en fin, porque a él le mofan, y le atormentan, y le desesperan. Quisiera esconderse en una caverna; pero se contenta con permanecer en su retiro: allí, por más que le afanen los hombres, no le pueden impedir que se embriague de placer; que vuele a otro mundo que no es el de los mortales; que converse con su paisano Alarcón, y también con Lope, Calderón, Moreto i Tirso de Molina, gigantes de la escena española; que visite a Gustios Lara en su prisión, a Ruy-Velázquez en su palacio; que asista a los saraos, a los torneos de los antiguos paladines; que vea las ruinas de los imperios, la tempestad, el simún, y en las batallas la destrucción de la humanidad por ella misma; que entre a las ventas con el manchego y viaje con Childe-Harold; que baje al abismo con Dante; que suba al cielo con Milton... Y delira con la idea de que cuando suene su última hora y vaya a reposar al lecho común, no faltará una doncella, pura, hermosa como la ilusión de un niño, que lance un suspiro de dolor y derrame una lágrima sobre su sepulcro!...

Octubre 19 de 1837. - R.





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