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Un crítico en busca de un autor

Reflexiones en torno a un reciente libro sobre Fernando de Rojas

Peter E. Russell





Los críticos de La Celestina, si bien suelen coincidir en poca cosa más a la hora de enfrentarse con esa obra, han partido siempre al menos de la común convicción de que se encuentran ante una obra genial; es decir, parafraseando una famosa definición de Samuel Taylor Coleridge, el libro pone claramente de manifiesto el funcionamiento de cierto tipo de potencia o imaginación creativa que modifica radicalmente con nuevas intuiciones las particulares tradiciones que intervienen por separado en su elaboración, a la vez que establece entre éstas una nueva serie de relaciones que se funden en un todo, para producir una obra de arte que también es nueva en su conjunto y que, en el caso de La Celestina, ha puesto además de manifiesto su capacidad para mantener su rasgo de única en su género a través de los siglos. Por consiguiente, una tarea de importancia esencial para todo crítico de la obra de Fernando de Rojas consiste en intentar (como hizo el profesor Gilman en un estudio anterior -The Art of «La Celestina») mostrarnos el genio en acción, por qué y cómo interviene la genialidad en vez de un mero talento superior.

A veces los críticos no se contentan con exhibirnos el funcionamiento de la genialidad y quieren ir más allá. Sin embargo, si el crítico sucumbe a la tentación de querer averiguar exactamente qué fue lo que puso en acción el genio o, con ambición aún mayor, cómo se gestó el genio mismo, se aventura en aguas notoriamente más difíciles de navegar con éxito. Tales investigaciones implican necesariamente el apartarse de la obra e interesarse por el autor, dar un salto de la literatura a la biografía. Al emprenderlas, el crítico literario no tiene más remedio que hacer de historiador, y éste es un salto que suele resultar más difícil de dar de lo que piensan a menudo los críticos profesionales de la literatura, debido en parte a razones relacionadas con las diferencias que existen entre el tipo de datos que los historiadores y los críticos literarios suelen manejar y a diferencias fundamentales en los métodos usados para su valoración. Establecer e interpretar un hecho histórico requiere una técnica muy diferente de la que se necesita para establecer e interpretar un hecho literario. Además, como es consabido, no faltan en nuestros días teorizantes de la literatura que han puesto seriamente en duda la validez del supuesto de que, en el caso de las obras literarias, esta labor biográfica constituya una función útil, e incluso legítima, de la crítica literaria. Aunque se rechace ese argumento, conviene recordar que en la época en que se escribió La Celestina los lectores de los libros cuya función dependía de su capacidad para entretener mediante la creación de un mundo ficticio todavía no se interesaban para nada, excepto con fines de identificación, en las personalidades privadas de los autores de dichos libros. Aunque -como ha demostrado el estudio de E. P. Goldschmidt, Medieval Texts and Their First Appearance in Print (Londres, 1943, p. 116)- la invención de la imprenta permitiera la aparición de nuevas ideas sobre la fama literaria, la tónica siguió siendo que el escritor no creyera merecer la atención pública más que estrictamente en relación con su función de autor. Todo lo que esperaba o deseaba era ver asociado su nombre a una obra determinada. Así, pues, los autores que escribían literatura de entretenimiento podían proceder dando por supuesto que sus lectores no se pondrían a buscar al hombre que se escondía tras la obra. Ello, claro está, no invalida por sí mismo el intento de interpretar biográficamente una obra literaria de la época, pero los que optan por semejante enfoque de la literatura medieval o renacentista de este tipo deben recordar que representa una aproximación que hubiera sido incomprensible para los lectores de dicha literatura.

A primera vista, el acento que en los preliminares de su texto pone Rojas en los problemas de autoría (y que se encuentra también en los versos de Proaza), así como en sus propias circunstancias privadas, podrían parecer una más de las innovaciones de La Celestina, apartándose de la práctica literaria habitual de su época y justificando la idea de que en el texto mismo de la obra podríamos también hallar conscientemente presente al yo privado del autor (o de los dos autores). Pero, al escudriñarlo de cerca, se ve que no hay en los preliminares sugerencia alguna de que los lectores de la Tragicomedia pudieran estar interesados por ninguno de ellos en tanto que individuos. Como deja claro Proaza, el objeto de introducir ese material era el de asegurar que el nombre y la fama de Rojas como autor no se perdieran: las «dudas y antojas» y otros problemas que discute Rojas en los preliminares se concentran estrictamente en su papel de autor. Además, gran parte de lo que dice de las circunstancias de su propia participación es, en todo caso, de dudoso valor biográfico porque sigue de cerca el modelo retórico proporcionado por los prólogos e íncipits de la comedia humanística italiana en latín. En los estudios anteriores del presente volumen, indico, por ejemplo, cómo la declaración de Rojas de su conciencia de que el acabar La Celestina era trabajo ajeno a su profesión de jurista es mero topos retórico utilizado normalmente por los juristas al dedicarse a publicar obras de entretenimiento y nada nos dice sobre su verdadera actitud ante el libro (pp. 316-318 y 338). Abundan semejantes topoi en los preliminares de la obra.

Otro problema adicional con el que se enfrenta la crítica que se propone explicar las circunstancias que dieron origen a la genialidad artística es el de que el crítico se ve llevado inevitablemente a ponerse en el papel de descubridor y a la vez intérprete de las experiencias psíquicas privadas de su autor. Las dificultades de una labor tal han sido demostradas a menudo en el caso de escritores próximos a nosotros en el tiempo histórico, social y cultural y sobre quienes se dispone de una abundante información independiente. Es evidente que las dificultades son mucho más tremendas cuando, como sucede en el presente caso, la persona de que ha de tratar el biógrafo queda separada de nosotros por unos quinientos años, los datos documentales sobre ella y su vida (aunque no los referentes a algunos miembros de su familia o a su grupo social) son, a decir verdad, extremadamente escasos y ambiguos y una de las principales características de su creación literaria, importante a la hora de querer usarla como posible fuente de datos biográficos, parece ser su afición a las declaraciones también ambiguas. En tales condiciones, el biógrafo literario tiene que verse llevado inevitablemente a buscar muy lejos la información que pueda ser relevante. Entonces corre el riesgo de encontrarse -como ha señalado Helen Gardner- interpretando lo particular por lo general o todavía peor, lo excepcional por lo corriente.

En el presente estudio1, el profesor Stephen Gilman muestra, por supuesto, que conoce los argumentos que se oponen a la crítica literaria basada en un estudio de la biografía del autor, tanto en general como en el caso particular de que trata. Pero estas objeciones, a las que hace referencia sólo muy avanzado su trabajo, son despachadas bastante someramente. Nos producen la impresión de que Gilman trata de ellas por consideraciones de forma, después de haber seguido, durante años, un imponente programa de investigación que presuponía la validez y la utilidad del método biográfico con relación a la interpretación de la Tragicomedia. No obstante, tal supuesto seguirá siendo tema de debate para, por lo menos, algunos de los lectores del libro de Gilman. Volveremos de nuevo sobre el asunto.

No es habitual que el profesor Gilman, al escribir sus principales obras críticas, las ponga al fácil alcance de los lectores. Está del todo claro que, de resultar ello así, él sentiría que había fracasado de algún modo. Como es el caso de The Art of «La Celestina», aunque usando esta vez recursos lingüísticos y estilísticos bastante distintos, el presente libro revela -de nuevo- un abierto deseo de provocar en el lector una sensación de admiratio -desde luego en el sentido renacentista (retórico) del término-; ni como historiador ni como crítico pertenece Gilman a la tradición que considera que, cuantos menos lectores se den cuenta de la presencia de un intermediario entre ellos y los hechos históricos o la obra de literatura en cuestión, mejor. Una observación que se encuentra al final del Capítulo VI ayuda quizá a explicar estas características de la obra de Gilman. Al concluir allí una discusión acerca de la relación de La Celestina con el medio salmantino en que fue escrita, observa sobre la obra de Rojas: «era profundamente académico cuanto a su modo de sacar partido fundamental de la confrontación de la razón con terrenos que van más allá de ella» (p. 353). Si lo que quiere decir es lo que parece, no es una definición del papel del académico, y todavía menos del papel del historiador o crítico académico de la literatura, que vaya a ser aceptado universalmente, pues aparentemente pide para el académico privilegios intuitivos e imaginativos que asociamos más bien con las artes creadoras. La observación de Gilman ayuda también a explicar el sentido de lucha individual así como de fuerte implicación emocional personal, que a menudo se hace aparente en esta obra siempre intensamente discursiva, con frecuencia repetitiva y, a mi juicio, algo imprecisamente estructurada. A veces, como cuando el profesor Gilman describe sus experiencias al estudiar documentos inéditos en el archivo de la familia Valle Lersundi, o sus viajes a regiones relacionadas con Fernando de Rojas, la obra pasa a la autobiografía directa.

Para el que escribe estas palabras, parte de este material autobiográfico contiene sorpresas. Una de ellas se refiere a la explicación que da el profesor Gilman acerca de las razones por las que no ha creído conveniente publicar en su totalidad sus transcripciones de documentos inéditos del archivo Valle Lersundi. Observa a propósito de éstos que él está «en la difícil posición de aquellos funcionarios gubernamentales que intentan justificar públicamente sus actuaciones sobre la base de información secreta» (p. X). Es evidente que se ha ocultado a Gilman la historia reciente de dichos documentos (y de sus inesperadas peregrinaciones) y que, por consiguiente, exagera el carácter confidencial de ellos. En realidad su contenido (al igual que las oportunidades de examinarlos) ha sido menos difícil de alcanzar que lo que sugieren las palabras citadas, aunque eso no vaya en menoscabo de la consideración debida al profesor Gilman por haber sido, como él recuerda, el primer especialista con iniciativa suficiente para seguir una clara pista dada hacía ya tanto tiempo (en 1925).

Hay otro asunto relacionado con esto que también hubiera sido útil haber aclarado. Al tratar de la historia de la biblioteca de Fernando de Rojas tras su muerte, dice Gilman que algunos de los libros que pertenecieron a dicha biblioteca están «todavía en posesión de su descendiente directo, don Fernando del Valle Lersundi» (p. 456). Hace ya muchos años que tuve noticia por primera vez, mediante el fallecido bibliógrafo el doctor Maurice Ettinghausen, de estos libros que se suponían restos de la biblioteca de Rojas. Se me dijo entonces que estaban sustancialmente deteriorados por el agua de inundaciones. Se malogró totalmente entonces un intento mío de obtener datos concretos sobre una sugerencia obviamente de interés capital para los estudiosos de La Celestina. Si las palabras citadas del profesor Gilman, como parece, garantizan la existencia hoy de algunos tomos que formaban parte de la biblioteca de Rojas, es de esperar que pronto será facilitada alguna información de primera mano que él tuviera sobre el asunto.

The Spain of Fernando de Rojas es, esencialmente, por las razones indicadas al principio de esta reseña, una obra histórica. Los criterios y la metodología histórica que utiliza su autor no son, sin embargo, los de la historiografía tradicional. El profesor Gilman reconoce frecuentemente el magisterio de Américo Castro, y no sorprende por tanto encontrar en esta obra que conclusiones sacadas de hechos firmemente demostrados sean complementadas con frecuencia con las intuiciones históricas de su autor. Éstas sirven para rellenar su texto biográfico en las innumerables ocasiones en que no se dispone de datos ciertos sobre Rojas. También se acude a las intuiciones del autor para determinar en qué sentido deben ser interpretados los hechos que conocemos y cuál de las diversas hipótesis posibles debe preferirse cuando no hay ninguna razón, por otra parte, para la elección. Gilman se refiere francamente a su estudio en cuanto que «intuición de la realidad de Fernando de Rojas» (p. 45). Su objetivo al abordar el presente trabajo es -explica- el de reparar el hecho de que en The Art of «La Celestina» se dejara sin respuesta esta pregunta: «¿Cómo un hombre que vivió a finales del siglo XV en España pudo haber escrito un libro tan significativo para nosotros y para con nuestros problemas?» (p. 3). Se añade que esta pregunta lleva implícita esta otra: ¿Cómo fue posible la originalidad de la obra? Así pues, como ya sugerí, el presente libro trata de explicar los misterios de lo genial en sí. Quienes estén enterados de los resultados poco satisfactorios que tales investigaciones han dado en el caso de Shakespeare, se darán cuenta de la audacia de la empresa a la que se dedica aquí el profesor Gilman.

Tampoco sorprende encontrar, dada la admiración del autor por la obra de Américo Castro, que la mayor parte del libro se ocupe, de un modo o de otro, de la defensa de la opinión de que las respuestas a estas preguntas habrán de encontrarse casi todas en el hecho de la condición de converso de Rojas. De las fuentes que pueden ser utilizadas para apoyar esta tesis pocas han sido omitidas, aunque el nuevo material aquí aducido no modifique o añada realmente mucho a lo que ya se sabía (en parte por los anteriores estudios del mismo Gilman) sobre este aspecto de la cuestión. Lo que sí es nuevo, y será probablemente del mayor interés para los lectores, es el intermitente intento de sugerir, en primer lugar, que el propio texto de La Celestina refleja también claramente la particular situación intelectual, emocional y social de Rojas como converso y, en segundo lugar, que contiene además una referencia más directa de lo que estamos acostumbrados a suponer a las realidades concretas, autobiográficas, de la parte del mundo español del final del siglo XV en la que el joven Rojas vivió. Todo ello, como se admite francamente, a pesar del hecho de que no haya nada en el texto de la propia obra que pueda definirse como una referencia directa a los conversos o a su situación. Al contrario, como señaló hace tiempo Bataillon, Rojas en sus versos del final parece haberse desvivido para poner el acento en su condena del trato que dieron a Cristo los judíos.

Según Gilman, la característica sobresaliente de La Celestina para su relación con la situación de los conversos, ideológicamente hablando, es su penetrante escepticismo, al que se da particular expresión, en su opinión, no sólo en el lamento de Pleberio (visto como comentario del autor sobre lo ocurrido en la obra y como declaración de su Weltanschauung), sino también en aspectos del modo de vida y de las actitudes morales de la propia Celestina -aunque esta interesante sugerencia (p. 98, n. 63) se deja sin desarrollar lo suficientemente. No obstante, rechaza Gilman la idea, defendida por algunos, de que Celestina represente ella misma una lograda figura de conversa. Por lo que se refiere al lamento de Pleberio, éste proclama el abandono del mundo por Dios y la desesperación existencial a que conduce esa comprobación. Debo admitir que recientemente he llegado a compartir las dudas de Bataillon sobre la medida en que anteriores lectores de Rojas, por contraposición a sus lectores románticos y postrománticos, pudieron considerar que Pleberio hablaba en nombre del autor. En cuanto que hombre de negocios supuestamente próspero (y además de noble linaje), es notorio en el débil Pleberio que no logra dar muestra como «paterfamilias» de perspicacia ni interés por el buen nombre de la suya. Recordando lo sucedido en su casa, es difícil no sospechar que los lectores renacentistas debieran ver en él principalmente una víctima engañada en sus diferentes sentidos, con mucho éxito, por las tres mujeres de esa casa a quienes se nos da a conocer. Sin duda, no es accidental que las más tempranas citas que tenemos del texto de La Celestina en la literatura europea de fuera de España (en la Sylva nuptialis de Giovanni Nevizzano, 1516) consideran esta obra como antifeminista. Es éste un aspecto del libro al que el profesor Gilman presta escasa atención en su biografía, pero que podría muy bien haber sido crucial para la historia personal de Rojas. Si, por ejemplo, el Rojas maduro, casado, no compartía las ideas antifeministas de su juventud, aquello tal vez explicaría su aparente falta de interés para con su famosa obra. Además, si tomamos en serio el tema de la hechicería, resulta también que la mayor parte de las conclusiones que saca Pleberio sobre el amor y el suicidio de Melibea en su lamento se basan en una premisa falsa. Así pues, si resulta que Rojas quiso que Pleberio hablara en su nombre al final de la obra, debe admitirse que ello fue de un modo característicamente ambiguo destinado a quitar, a los ojos de los lectores del siglo XVI, autoridad al mensaje que quería comunicar.

La fuente del escepticismo de La Celestina la constituyen, en la obra que discutimos, las experiencias privadas y colectivas de Rojas como converso, tal como las intuye el profesor Gilman. En opinión de Gilman, el autor de la Tragicomedia pertenece al tipo de conversos que a lo largo de toda su vida (y a costa de perder su verdadera identidad) simulaban con éxito un comportamiento cristiano. Sin ser un creyente cristiano, Rojas había perdido también su ancestral fe judía -aunque en The Spain of Fernando de Rojas hay ocasiones (véase más abajo) en que parece que se adopta otra postura sobre esta última cuestión. Un problema que no acaba de quedar resuelto en la presentación de esta tesis es el de la exacta relación entre el Fernando de Rojas que completó La Celestina en sus años estudiantiles y el próspero abogado talaverano que vivió hasta 1541. Quizá su libro pueda ser útil para hacerse una idea de cuáles hubieran podido ser sus ideas y actitudes privadas de joven. No me parece a mí legítimo presumir que, en esencia, éstas tuvieran necesariamente que haber permanecido invariables en los cuarenta años siguientes. Además, sin el libro, dejando aparte la intuición, no hay prueba alguna que muestre que hubiera en las actitudes intelectuales, religiosas o emocionales del Rojas posterior el más mínimo escepticismo o apartamiento de la ortodoxia. Por ejemplo, al intentar reconstruir la muerte de Rojas, el profesor Gilman supone que él debió querer morir al modo judío pero se había visto obligado, en cambio, a fingir querer pasar por el lecho de muerte al modo cristiano tradicional. Ello había sido, se afirma, para evitar toda posibilidad de dar Rojas -por su conducta en sus últimos momentos- elementos que pudieran ser utilizados a costa de su familia y de su reputación para condenarle de herejía post mortem (p. 484). No hay en absoluto datos objetivos que apoyen tal afirmación. ¿Es ser demasiado quisquilloso creer que en una línea de argumentación que afirma con una seguridad sin reservas que el comportamiento de Rojas in articulo mortis estuvo teñido de hipocresía, hay algo que repugna y que se aparta de un trabajo serio de historiador? Se indica, también, que el hecho de que Rojas eligiera para su sepultura, cuando bien podría haber elegido algún otro lugar con mayores pretensiones, el poco renombrado convento de la Madre de Dios, en Talavera, ilustra un típico deseo de converso de evitar toda forma de ostentación personal. Pero ésa no es de ningún modo la única explicación posible de la elección de Rojas. No sabemos, por ejemplo, cuál pudo ser su especial relación (profesional o religiosa) con el convento durante su vida y, aunque su última morada fuera humilde, el funeral, como admite el profesor Gilman, fue más bien costoso. En cualquier caso, no sólo los conversos practicaban a la hora de la muerte la humildad cristiana; recuérdense las sencillas instrucciones de Garcilaso de la Vega:

Entiérrenme en San Pedro Mártil, en la capilla de mis agüelas, y si muriere pasado la mar, déxenme donde me enterraron. No conbiden a nadie para mis honrras ni aya sermón en ellas.


El profesor Gilman lleva a cabo la búsqueda de material biográfico en el texto de La Celestina con no menos resolución que la que pone en su intento de reconstruir la vida personal de Rojas a partir de datos no literarios. A ese nivel, también, el estudio muestra algunos de los rasgos por los que a menudo ha sido criticado el enfoque biográfico de la literatura. Así, por ejemplo, se considera (p. 103) que los acrósticos que tan ligeramente ocultan el nombre de Rojas, al igual que algunas de las cosas que él dice sobre sí mismo en el Prólogo, demuestran que era el hombre timorato e intelectualmente inquieto que, según ha decidido Gilman de antemano (como consecuencia de su abolengo converso), debió haber sido. Pero el material citado no conduce necesariamente a esa conclusión. María Rosa Lida mostró, por ejemplo, que existía una larga tradición según la cual cuando -como es éste el caso- sólo podía pretenderse una autoría parcial, el nombre del autor debía darse en forma acróstica (por modestia o falsa modestia), especialmente si el libro de que se trataba estaba compuesto originalmente para el gusto de un grupo de lectores íntimamente relacionado con dicho autor (La originalidad artística, p. 15). Además, como ya sugerí (p. 345), había una fuerte tradición a favor de que los autores que eran a la vez hombres de profesión (particularmente los juristas), al dirigir su atención a escribir obras destinadas al entretenimiento, debían hacer referencia a ellas en términos que hicieran ver que no les concedían gran importancia -tradición retórica que, significativamente, también, como ya vimos, aparece en el material preliminar de algunas de las comedias humanísticas italianas. Puede ser, desde luego, que Rojas se viera atraído por esta desvalorizadora tradición de la captatio benevolentiae debido a sus propias experiencias personales y a su propia situación psicológica. Pero, antes de arriesgarse a sostener tal hipótesis, hay que demostrar que existen datos objetivos para suponer que una característica de la psicología personal de Rojas era la timidez, y la única justificación que ofrece Gilman a favor de ello es su teoría de que los conversos, como grupo social, eran medrosos.

Gilman conoce, seguramente, muy bien el papel de la tradición retórica en la Tragicomedia. Resulta extraña la marcada tendencia que muestra en el presente estudio a no prestar a esa influencia su debida importancia, tendiendo, como en el caso que acabamos de discutir, a dar a sus manifestaciones un sentido estrictamente literal. Sea como sea, ¿reflejaba un temor el dar a conocer el nombre propio tan mal disfrazado que, incluso sin el comentario aclarador de Proaza, cualquiera podía llegar a descubrirlo? Ha habido alguna discusión (probablemente no la suficiente) sobre las razones por las que los críticos o moralistas del siglo XVI (como Juan de Valdés, Juan Luis Vives y muchos otros), al discutir La Celestina, no mencionan nunca el nombre del autor (aunque los parientes y descendientes de Rojas, en sus declaraciones ante la Inquisición y en otras ocasiones, lo relacionan constantemente con el libro). El motivo más probable del silencio de los críticos, supongo, era el de que ellos, como literatos, todavía comprendían la función tradicional del recurso de los acrósticos (que continuó utilizándose hasta bien entrado el siglo XVI), y sabían, como señaló Valdés en 1535, que Rojas no era autor de toda la obra; que, en realidad, como él mismo admitía con toda franqueza, el primer Acto, el que representaba el más importante esfuerzo de creación literaria relacionado con ella, se debía a otro autor. Es una distinción que gran parte de la crítica moderna dedicada a La Celestina, deseosa de evitar el tener que mantener una fastidiosa dualidad que hace difícil la generalización crítica, tiende a querer encubrir -a pesar de la importancia capital que tiene.

La cuestión de la posible existencia en La Celestina de referencias concretas a experiencias y acontecimientos tomados de la vida de Rojas plantea también algunos problemas y dudas difíciles. Como vio María Rosa Lida, tanto el autor del primer Acto como Rojas pusieron evidentemente gran cuidado en evitar la localización de la acción en lo referente a lugares o tiempos identificables -probablemente por observancia de la tradición dramática humanística de la que deriva el libro. Pero, desde luego, los dos autores, como personas que vivieron en una determinada situación lingüística, en una determinada sociedad y en una determinada época, difícilmente podían evitar el dejar algunas pistas que pueden ser descifradas en términos históricos por los estudiosos. Tampoco podemos excluir la posibilidad de que La Celestina, a pesar del evidente deseo de sus autores de evitar la localización, contenga cierta cantidad de material de la época que ellos pretendieran efectivamente que fuera captado por sus amigos (por ejemplo, la alusión al comportamiento de «el embaxador francés», en el Acto I); las alusiones a la realidad contemporánea insertas en la tradición de la comedia directamente derivada de Plauto y Terencio, eran un característico rasgo innovador de la comedia humanística en latín. Igual pasa en La Celestina; por ejemplo, está claro que tanto en los versos acrósticos de Rojas como en los versos de Proaza del final de la obra, se da por sentado semejante mezcla en esa línea de la tradición clásica y de un cierto sentido de contemporaneidad. Así pues, es perfectamente legítimo que un biógrafo, en la parte del libro escrita por Rojas, busque, como hace Gilman, alusiones a la época, e intente, si puede, descubrir cuáles son biográficas. Sin embargo, en el caso particular de la Tragicomedia, la labor de identificar primero el material de base biográfica (por contraposición al de base ficticia) y decidir luego en qué medida ha sido remodelado por las exigencias artísticas es, por las razones ya sugeridas, sumamente difícil. Un examen de dos ejemplos que se supone que implican el uso de datos biográficos, ejemplos que son cruciales para la argumentación del profesor Gilman, ilustrará esta cuestión.

En el presente libro, Gilman vuelve constantemente a la referencia que hace Sempronio en el Acto XII a «Mollejas el ortelano»: explica que quedó «pasmado» cuando se dio cuenta por primera vez del significado de la alusión (p. VIII). En el pasaje en cuestión, Pármeno y Sempronio, que esperan ansiosamente en la calle mientras Calisto y Melibea tienen su primer encuentro secreto, intentan excusar el miedo que les acosa comparando el especial peligro que dicen que tiene su situación presente con otras ocasiones de peligro del pasado en que, según ellos, habían mostrado valor. El pasaje que se desarrolla entre los dos es un pasaje cómico que pretende hacer ver a la vez la cobardía de los criados y los intentos de cada uno de ellos por ocultar la propia ante el otro refiriéndose a esos recuerdos. Como señaló Dorothy Severin (Memory in «La Celestina», p. 40), los recuerdos son mentira. Pármeno se refiere así a un período de nueve años (espacio de tiempo claramente improbable en su caso en vista de su edad) en que pretende que sirvió a los frailes de Guadalupe y durante el cual él y los otros criados del monasterio a menudo peleaban entre ellos fieramente. Según el texto de la primitiva Comedia, Sempronio responde simplemente: «Y yo no serui al cura de Sant Miguel?». Esa respuesta, dado el contexto, era evidentemente demasiado seca y ambigua para tener sentido entre la mayoría de los lectores; o quizá incluso se prestaba demasiado a una interpretación errónea y no podía por ello quedar inalterada dado el gran número de párrocos españoles a quienes podía hacerse referencia de ese modo. Aunque sin explicar por qué, la observación de Sempronio implicaba que servir al cura era peligroso o daba miedo al criado. No sé decir si era una broma del momento en el círculo de Rojas, un dicho de la época, o una simple muestra de la sátira anticlerical de Rojas. En consecuencia, en las interpolaciones de la Tragicomedia de «1502», se amplió la frase originaria, para poner los recuerdos de Sempronio sobre sus peligros pasados a la altura de los de Pármeno. Sempronio recuerda ahora, lo mismo que haber servido al «cura de San Miguel», sus peligros de cuando había servido al «mesonero de la plaça y a Mollejas el ortelano». En una frase adicional Sempronio recuerda específicamente sus peleas, siendo criado de Mollejas, con los otros muchachos cuyo trabajo era también el de tirar piedras a los pájaros que se posaban en un gran árbol que había en el huerto de ese hortelano, por el daño que los pájaros causaban a las hortalizas.2

La importancia de esta referencia a Mollejas el hortelano está en que hay pruebas documentales de que había una «huerta de Mollejas» que formaba parte de las propiedades de la familia Rojas en la Puebla de Montalbán, así como también indicaciones de que una familia con ese nombre vivía en aquel lugar; esas pruebas pertenecen, no obstante, a la segunda mitad del siglo XVI (pp. 215-217). Aunque Bataillon ha indicado la posibilidad de que la propia observación de Sempronio diera lugar al nombre de la huerta realmente existente, ello parece algo difícil de justificar, y la mayor probabilidad, a mi juicio, apoya el punto de vista de Gilman. Así pues, es casi seguro, como él dice, que tenemos ahí un caso en el que Rojas introdujo en su libro un recuerdo tomado de su propia vida. Es fácil comprender cómo ocurrió: la alusión de Pármeno a su supuesta estancia como criado en el monasterio de Guadalupe (un lugar real) requería, al hacerse la adición, una alusión, al mismo nivel, a otro lugar real. Pero Rojas pasó por alto el hecho de que, a diferencia de Guadalupe, Mollejas era un nombre conocido para él pero no para sus lectores.

A pesar de las inseguridades que supone, está claro que para un biógrafo de Rojas la alusión es interesante. También tiene indudablemente cierta importancia para la interpretación de La Celestina: en esta ocasión, probablemente sin darse cuenta él, un recuerdo personal ha pasado al diálogo de la obra. Pero me parece que Gilman confía en la alusión más de lo que está justificado. Como el propio Gilman señala, el nombre «Mollejas» suena a cómico,3 y, teniendo como tiene el pasaje este carácter, puede que el hecho contribuyera a la elección aquí por Rojas de un elemento recordado de la vida real. Pero Gilman no se contenta sólo con establecer que Mollejas fuera una persona real o que, por lo menos, el huerto que llevaba su nombre era un lugar real. Cree que toda la referencia de Sempronio a la «huerta de Mollejas» y a sus peleas con otros muchachos está tomada de la propia juventud de Rojas y encierra un elemento de experiencia autobiográfica directa (pp. 215-216). Claro está, también esto puede concebirse como una conjetura correcta. Pero no parece haber ninguna razón especial, textual o de otro tipo, para suponer que lo sea, y existe una serie de argumentos que se oponen a tal interpretación. Dorothy Severin (op. cit.) señala, por ejemplo, que sería algo curioso que Rojas presentara un elemento auténtico de sus propias experiencias infantiles como una mentira en boca de uno de sus personajes; la indicación de Gilman de que tal procedimiento puede explicarse como elemento de ironía a costa de un yo anterior (p. 217) no acaba de resolver satisfactoriamente la duda que ella plantea. Además, uno no tiene más remedio que preguntarse si en realidad era probable que, dado el sistema social de la Castilla del final del siglo XV, el joven Rojas hubiera sido enviado por sus padres junto a los jóvenes campesinos para mantener alejados de un huerto a los pájaros o a los que tiraban piedras. También se pregunta uno si, incluso en una obra de ficción, resulta factible que Rojas se viera a sí mismo en el pellejo de un criado, sobre todo tratándose del más desagradable de todos los personajes de criado que hay en su libro. ¿No es más probable que Rojas recordara simplemente haber visto a muchachos campesinos empleados por su familia o por un hortelano actuando del modo descrito por Sempronio? La dificultad, bien ilustrada aquí, está en que, una vez que nos embarcamos en la tarea de deducir la biografía privada de un autor a partir de lo que dice en una obra de ficción (aun cuando, como aquí, parta de un recuerdo personal), y a falta de una firme documentación no literaria que respalde las deducciones, es difícil saber dónde tendríamos que detenernos, sobre todo tratándose de un autor que escribía en una época en la que el artista literario no sentía la más mínima obligación de actuar como historiador. En justicia, sin embargo, hay que reconocer que el profesor Gilman pone cuidado en no afirmar categóricamente que Valle Lersundi tuviera razón al sacar la conclusión a partir del pasaje que hemos estado discutiendo, siguiendo el mismo tipo de enfoque: que el propio Rojas debió haber asistido a la escuela en Guadalupe, que el cura de San Miguel era el cura de San Miguel de la Puebla de Montalbán y que el «mesonero de la plaça» era el mesonero de la plaza mayor del mismo lugar. Pero sí observa: «personalmente creo que existe una sólida posibilidad de que Valle Lersundi pueda tener razón» (p. 216, n. 19). Los admiradores del libro de Rojas deberían agradecer que tales intentos de disminuir la universalidad de La Celestina ligándola a este determinado lugar de Castilla la Nueva estén necesariamente destinados al fracaso. No estamos ante una novela realista o naturalista según las teorías del siglo XIX. El escenario de la acción de La Celestina se dice en varias ocasiones que es una «ciudad», y el ambiente urbano que de diversos modos rezuma de la obra es claramente el de una ciudad de fines de la Edad Media. Pues bien: la Puebla de Montalbán era, en cambio, una población relativamente pequeña; en fecha tan tardía como 1576, todavía tenía solamente (tras un período de crecimiento de población después de la juventud de Rojas) unos 800 hogares (es decir, de 3.000 a 4.000 almas). Así pues, frente a otras poblaciones más importantes de la provincia de Toledo que tampoco se consideraban ciudades -como Ocaña (3.000 hogares en 1576) o Talavera (más de 2.000)-, tenía un tamaño que la hacía del todo inadecuada como modelo de la ciudad que se nos presenta en La Celestina. Consiguientemente, aunque los versos acrósticos dirigían la atención del lector a la Puebla, a ninguno de los lectores del libro en los siglos XVI o XVII se le ocurrió sugerir, por lo que yo sé, que la acción tuviera lugar allí, aun cuando les interese directamente el asunto (véase, por ejemplo, el anónimo autor de la Celestina comentada, f. 95v, n. 10, quien, suponiendo que la «ciudad» sea Salamanca, observa que no encaja con una tal identificación la conocida alusión de Pleberio a sus actividades como constructor de navíos).

Incluso en el caso de poderse demostrar que las sugerencias de Valle Lersundi y las de Gilman son correctas, no tendrían más que un interés muy marginal para la crítica de La Celestina, pues el hecho importante en este caso es ciertamente que cualquier material de ese tipo ha sido siempre vaciado de su valor biográfico en el proceso de su incorporación a la obra de arte literaria. Así, el episodio de Mollejas me parece interesante por constituir una rara ocasión en que Rojas dejó de tapar sus huellas autobiográficas con tanto cuidado como solió hacerlo en su texto. Al igual que la alusión a los frailes de Guadalupe (o al vino de Murviedro y a otros vinos españoles, al ducado como unidad monetaria, o al alguacil o al alcalde, como funcionarios públicos), nos recuerda que, en su deseo de evitar la localización de la acción de La Celestina, Rojas, como era de esperar, no obtuvo un éxito pleno. Pero lo importante, para la crítica de la obra, es el deseo de evitar la localización.

Un tipo distinto de relación con la supuesta experiencia personal de Rojas del ambiente social español contemporáneo y con sus actitudes hacia él se deduce de los términos de la reprimenda de Celestina a Pármeno del Acto VII: «poco sabes de achaque de iglesia e quanto es mejor por mano de justiçia que de otra manera». Esta observación la hace Celestina al explicar la actuación de Doña Claudina en el cadalso (o escalera), cuando afirma que esa vergüenza pública no había perjudicado la fama de la bruja. Cita impropiamente, como caso paralelo, el viejo relato medieval de que Virgilio había sido colgado en un cesto en circunstancias humillantes: no por esa humillación había perdido Virgilio su reputación de gran escritor. Pármeno señala el non sequitur: lo que le había ocurrido a Virgilio no tenía nada que ver con la justicia ni con una sentencia de un tribunal. Celestina intenta hacerle callar con la réplica que acabamos de citar. Para Gilman su observación revela, en primer lugar, que Claudina había sido juzgada por un tribunal inquisitorial (p. 93) y, en segundo lugar, también expresa la aversión de Rojas por la justicia inquisitorial (p. 132), aversión inspirada, claro está, por su situación de converso. Este modo de ver la cuestión se remonta hasta la edición de La Celestina de Cejador. Pero me pregunto, con Bataillon, si los críticos no han pecado aquí de leer en el pasaje lo que por adelantado se han visto condicionados a buscar, porque sabemos que Rojas era de origen converso y que algunos de sus parientes próximos tuvieron problemas con el Santo Oficio. De hecho, hay cierta base para suponer que Rojas no pretendía que las observaciones de Celestina implicaran el sentido que les han atribuido el profesor Gilman y otros críticos de La Celestina. En primer lugar, en Castilla, en la época en que fue escrita la Tragicomedia, eran más bien los tribunales civiles que la Inquisición los que todavía se ocupaban normalmente de los casos rutinarios de hechicería y de brujería, y en todo el pasaje que trata de la ejecución (o encorozamiento) de Doña Claudina no hay nada en absoluto, aparte de la frase que discutimos, que indique que hubiera sido juzgada por la Inquisición. En segundo lugar, es preciso recordar que Celestina dice a continuación acerca del juicio de Claudina: «segun todos dezian, a tuerto y sin razon, y con falsos testigos y rezios tormentos, la hizieron aquella vez confessar lo que no era» (Tragicomedia, p. 138). ¿Es realmente verosímil la suposición de que un hombre en la posición de Rojas hubiera publicado a finales del siglo XV tan abierto ataque a la justicia inquisitorial? Ciertamente si lo hizo parece que ello invalida inmediatamente otra de las intuiciones de Gilman: la de que era un hombre timorato e hipócrita. Advierto, además, que ni la referencia al «achaque de iglesia» ni ningún otro fragmento de esta parte del Acto VII atrajo nunca la atención de la censura inquisitorial, ni siquiera cuando finalmente se ordenó en el siglo XVII que fueran tachados algunos pasajes sospechosos de la Tragicomedia. El anónimo autor de la Celestina comentada, jurista él mismo, tampoco vio nada extraño en cuanto a este punto, y, a pesar de su deseo de demostrar la ortodoxia de los puntos de vista de Rojas en todas las cuestiones, no vio la necesidad de comentario alguno al enfrentarse con la frase en cuestión.

De hecho, parece muy probable que al usar aquí Celestina la expresión «poco sabes de achaque de iglesia» estuviera empleando una locución del lenguaje popular sin implicación religiosa o jurídica de ninguna especie. Como acertadamente señaló Cejador, la expresión aparece en el Vocabulario de refranes (1609) de Gonzalo Correas. Pero había aparecido mucho antes en el Libro de refranes de Pedro Vallés (Zaragoza, 1549). Correas cita además una variante del dicho: «poco sabes de achaque de azor». La variante deja claro el significado que tenía la expresión, por lo menos en la época de Correas; era un modo coloquial de expresar la opinión del hablante de que su interlocutor merecía ser censurado por opinar sobre cuestiones que estaban más allá de su alcance.4 Este uso se ajusta muy bien al contexto en el que lo emplea Celestina. Al descubrir Pármeno su error de lógica, ella intenta salir del apuro declarando que al muchacho no le corresponde intentar discutir cuestión tan elevada como la de lo que es o no es justicia. Advierto que la misma expresión es utilizada por Gil Vicente en su Auto pastoril castelhano (1502), pero ahí en un sentido afirmativo, aunque en este caso tiene además relación con la Biblia.5 Desde luego, no puede excluirse totalmente la posibilidad de que Vicente recordara la expresión de su lectura de La Celestina y de que el propio Rojas la hubiera acuñado originariamente. Pero el uso coloquial que se da en ella al término «achaque», así como la posterior historia de la expresión, parecen indicar que, como tan a menudo ocurre, Celestina hace uso de una expresión ya corriente en el habla popular de su época. Eso explicaría muy bien por qué no se le puso ninguna objeción. No obstante, ¿puso Rojas la expresión en boca de Celestina porque, mediante ella, podía lanzar una ambigua indirecta a costa de la justicia inquisitorial? Creo que no. Lo que dice Celestina de que «es mejor por justicia que por otra manera» parece claro que remite al extraoficial castigo por el que, según el famoso relato medieval, se había colgado a Virgilio en un cesto. Dudo que un jurista profesional como Rojas, pensara lo que pensara de la calidad de la justicia impartida por la Inquisición, hubiera considerado nunca que las vistas en ese tribunal constituyeran un procedimiento del todo ajeno a la justicia; los tribunales inquisitoriales estaban indiscutiblemente instituidos por autoridad tanto papal como real. Tenían buena base en términos de derecho canónico. Concluyo, en consecuencia, que, como mínimo, no deberíamos aceptar como hecho demostrado que el pasaje que hemos estado discutiendo tenga las implicaciones que le han atribuido el profesor Gilman y otros críticos de La Celestina.

Hay una parte del estudio de Gilman que no se centra, como las otras casi totalmente, en la cuestión de los conversos. Es el Capítulo VI. En éste se hace un intento de establecer los modelos intelectuales y las actitudes emocionales características de la Universidad de Salamanca en la época de la estancia de Rojas como estudiante en dicha Universidad, y se intenta también indicar ocasiones en que éstas, al igual que las propias experiencias biográficas de Rojas como estudiante y que sus reacciones frente a acontecimientos sociales e históricos de la época, se reflejan en La Celestina. Desgraciadamente, sin embargo, la investigación en profundidad que se ha hecho hasta ahora es insuficiente para permitirnos llegar a ninguna conclusión firme sobre la vida intelectual en Salamanca en la época de Rojas, y esta inseguridad se refleja en lo que puede decirnos el profesor Gilman sobre este aspecto de su tema. Algunos de sus argumentos del Capítulo VI me parecen particularmente difíciles de aceptar, quizá porque, entre todas las variantes de historia, la historia de las ideas es la que menos se presta a un tratamiento intuitivo. No creo, por ejemplo, que el profesor Gilman esté en absoluto sobre la pista correcta al intentar distinguir entre las respectivas influencias del estoicismo y del racionalismo aristotélico en la Salamanca del siglo XV (pp. 336-338). En esa dicotomía presenta el estoicismo como «filosofía moral». Pero está fuera de toda discusión que la filosofía moral de Aristóteles también ejerció una fuerte atracción en los lectores y escritores españoles tanto legos como religiosos y académicos desde muy temprano en el siglo XV, y continuó ejerciéndola luego sin interrupción. Desde la época de Alonso de Cartagena en adelante, la Ética a Nicómaco (objeto de la famosa polémica del obispo de Burgos con Leonardo Bruni) fue una de las obras de la antigüedad más leídas (o al menos más compradas) en España por nobles instruidos y por otros. Abundan en la Península manuscritos de la Ética en la versión de Bruni, en las viejas versiones latinas y, por lo menos, en tres distintas versiones vernáculas (en castellano, aragonés y catalán).6 La popularidad de la obra queda confirmada por la atención que también le prestaron tempranos impresores españoles. La Economía y la Política fueron igualmente obras aristotélicas con mucho éxito en España en la segunda mitad del siglo XV, y siguieron siéndolo en la primera parte del siglo siguiente. Teniendo presente todo esto, resulta extraño ver cómo el profesor Gilman escribe que «a lo largo del siglo XVI» [las cursivas son mías], al irse conociendo más directa y detenidamente las obras de Aristóteles, «hizo [Aristóteles] incursiones en el terreno de la filosofía moral con la enseñanza de la Ética a Nicómaco» (p. 336, n. 128). Gilman parece que piensa en esto (p. 338, n. 143) para insinuar que las huellas de filosofía moral aristotélica que pueden encontrarse en La Celestina hacen de la obra, a este respecto, una precursora de las ideas intelectuales del siglo XVI, en tanto supone que un nuevo aristotelismo suplantó a su vez las influencias estoicas que, en el siglo XV, habían sustituido al viejo aristotelismo medieval de las escuelas. No creo que esto sea aceptable. Considero que, al contrario, el aristotelismo de la Tragicomedia (cuyo alcance y fuentes inmediatas merecen y necesitan sin duda alguna una concienzuda investigación) está profundamente enraizado en la tradición textual medieval de Aristóteles y sus comentaristas. Hay un ejemplo de elemento que Gilman supone definitivamente tomado de la obra de Aristóteles (p. 337), pero que, a mi juicio, sirve, al contrario, para demostrar el carácter incierto y de abolengo medieval del aristotelismo que encontramos en La Celestina. Me refiero a la observación de Sempronio a propósito de la natural inferioridad de las mujeres respecto a los hombres (Tragicomedia, p. 34): «No has leydo el filosopho do dize: "Assi como la materia apetece a la forma, assi la muger al varon"?». Aquí el autor del Acto I atribuye claramente a Aristóteles la sententia en cuestión, y la fuente última de ella es, sin duda, aristotélica. Se encuentra en la Física, I, IX, donde Aristóteles concluye su discusión de los juicios de Platón sobre la relación entre materia y forma, aunque parecidas opiniones sobre la mujer se hallan con relativa frecuencia en otras obras suyas: aun más trillada en los tratados misóginos era la descripción de la mujer que se encuentra en el De generatione animalium, II, iii y IV, vi, donde, siguiendo la misma pista, Aristóteles definió a la mujer como «mas mutilatus» («hombre mutilado»), «aberratio naturae», etc.7 Pero la sententia citada por Sempronio ciertamente se originó en un pasaje del original texto griego de la Física. Allí Aristóteles hace uso de una argumentación muchísimo más compleja que lo que apuntan las palabras del criado de Calisto. El autor de La Celestina comentada proporciona una larga y útil discusión de las fuentes de la citada sententia que nos ayuda a ponernos en la pista correcta. La frase atribuida por Sempronio a Aristóteles, apunta él, representa una lectura medieval errónea de lo que Aristóteles efectivamente dice en la Física. La verdadera conclusión allí es que, del mismo modo que la materia busca naturalmente la forma, las mujeres desean ser hombres. La versión errónea citada por Sempronio se había introducido o bien en la propia traducción latina medieval de la Física o bien en uno de los comentarios de la Edad Media. A consecuencia de ese error se había perdido la función subordinada y más bien metafórica de la referencia original de Aristóteles al sexo femenino en este pasaje, convirtiéndola en una simple declaración de tipo antifeminista. Efectivamente, los tratados misóginos de la Edad Media (y de principios del Renacimiento) recogieron con gusto el pasaje erróneo para invocar la autoridad de Aristóteles en la consideración, en primer lugar, de que las mujeres eran seres inferiores a los hombres y, en segundo lugar, de que su inferioridad era de una especie que, por razones explicables en términos de la metafísica, las llevaba a querer ante toda otra cosa copularse con los hombres. Ése es el punto de vista de Sempronio sobre la cuestión. Puede encontrarse desarrollado con cierta amplitud en la famosa Summa moralis de S. Antonino de Florencia (1389-1459). La sentencia pseudoaristotélica puede también encontrarse en las obras de juristas como Baldus y, algo más tarde, en la antifeminista Sylva nuptialis de Giovanni Nevizzano8. Quedó en manos del amigo de Rabelais, André Tiraqueau, en su De legibus connubialibus (de hacia 1524), el llamar la atención sobre este error de lectura y restituir lo que consideraba que significaba realmente el texto de Aristóteles. Tiraqueau escribió:

asserunt mulierem citius faciliusque labi in venerem quam masculum. Cui consonat, quod dicit Bal[dus] in rubrica extra de cohabitatione clerici et mulieris, quod mulier appetit virum sicut materia formam et magnes ferrum. Cuius dicti primam partem plerique omnes errantes citant ex Aristotele, liber I Physicorum ad finem, decepti, ut opinor, antiqua eius libri translatione. Necque enim eo loco hoc intellexit philosophus, ad quod eum advocant. Verum eius sententia est eiusmodi, si recte traducatur: materia appetit rerum formam ut foemina esse virum et ut turpe honestum.


(Andreae Tiraquelli... De legibus connubialibus et iure maritali, Paris, 1524, f. cv).                


Me parece que la historia que hay detrás de este particular «aristotelismo» del Acto I de la Tragicomedia deja ver la necesidad de guardar un extremo cuidado al intentar discutir las influencias aristotélicas visibles en el libro aun cuando el mismo texto las identifica como tales. Lo que tenemos en este caso es una sententia que constituye un lugar común ampliamente difundido en la Edad Media, derivada de una comprensión o traducción equivocada de un pasaje de la Física al ser vertida ésta al latín. No obstante, no hay razón para suponer que el autor del Acto I necesariamente hubiera visto alguna vez la traducción latina de la Física: el pasaje completo puesto en boca de Sempronio puede encontrarse, como señalan Tiraqueau y el autor de la Celestina comentada, en libros de texto de derecho y, sin duda, en muchas otras obras medievales. Por lo que yo sé, las otras reminiscencias aristotélicas que parecen encontrarse tanto en el Acto I como en el resto de la obra no revelan un conocimiento más auténtico del pensamiento de Aristóteles que el que aparece en este caso. En consecuencia, me resulta muy difícil creer que, en ningún sentido significativo, puede afirmarse que «la forma intencional de La Celestina era aristotélica» (p. 338).

En este Capítulo VI del libro de Gilman hay algunas cosas muy singulares. Por ejemplo, tras la irónica referencia de Pármeno en el Acto I a los que «hizieron sectas embueltas en dulce veneno, para caçar y tomar las voluntades de los flacos» (p. 57), él ve una posible referencia a los alumbrados. Pero la única justificación que se presenta para esta supuesta alusión a la situación religiosa española resulta ser que existen pruebas acerca de actividades de los alumbrados en la zona salmantina veinte años más tarde y que la oculta continuidad de tales cultos hace «muy probable» que el grupo hubiera tenido predecesores. La navaja de Occam no es uno de los instrumentos favoritos del profesor Gilman. Al tratar de la Universidad de Salamanca en la época de Rojas se lanza también a notables vuelos hiperbólicos. Estos parecen derivar de la consideración de que, puesto que la Tragicomedia se originó allí y es una obra notable, la universidad tuvo que ser también un centro de estudios notable. El profesor Gilman dice incluso en una ocasión que era «un lugar en el que la Utopía estaba poniéndose en marcha» (p. 304). Sin embargo, la hipérbole puede tomar también formas negativas, como cuando leemos, increíblemente, que, en los años noventa del siglo XV, fueron quemados sesenta mil (sic, p. 298) libros de la universidad sobre magia y judaísmo. ¡Esto es difícil de conciliar, aun teniendo en cuenta la existencia de bibliotecas colegiales, con el hecho de que, en 1471, el informe de una inspección de la biblioteca de la universidad realizada por el rector refiriera que contenía en total doscientos un libros!9

Encuentro también muy desconcertantes las imprecisas posturas tomadas en este capítulo respecto a la cronología histórica. Me parece que, para entender cómo era Salamanca en los años noventa del siglo XV, no nos sirve la introducción en la discusión de largas citas de autores como Mateo Alemán, que escribió unos cien años después. Tampoco sirve de mucho afirmar que Rojas «se sintió solo y extraño» al llegar a la universidad por primera vez simplemente porque un estudiante diga que fue recibido allí en 1528 fría y pobremente y porque Espinel, en un libro publicado en 1618, manifieste algo similar.

La halagüeña consideración del profesor Gilman de la Universidad de Salamanca a finales del siglo XV depende, en parte, a mi juicio, de una utilización excesivamente selectiva de los escritos de algunos de los pocos humanistas italianos que enseñaron o fueron invitados allí como conferenciantes. Como siempre, se presenta como documento probatorio, con objeto de dar testimonio de los fervores humanistas de la Salamanca de fin de siècle, la conocida carta de Pedro Mártir a Hernando de Talavera que refiere la visita del primero a Salamanca en 1488 para hablar sobre Juvenal. Pero se omite el carácter pronunciadamente irónico de gran parte de lo que dice Mártir acerca de la «nueva Atenas» que había visitado, rebosante de Catones, Licurgos y Solones, al igual que la cuestión de que Mártir escribía a un poderoso mecenas a quien tenía muchísima necesidad de agradar y quien, como menciona el propio Mártir en su carta, había sido primero estudiante y después profesor en dicha universidad. Su carta a su protector, el conde de Tendilla, sobre el mismo asunto de su visita a Salamanca, es francamente jocosa. No quiero negar todo valor histórico a lo que dice Pedro Mártir pero, al considerarla, hay que tener en cuenta el testimonio opuesto de otros. Así, los comentarios adversos de Nebrija sobre el estado de la latinidad en Salamanca, que aparecen en su Repetitio secunda (1486), son por lo menos tan válidos como los de Mártir y dan una impresión muy diferente. Resulta de otra carta del mismo Mártir, escrita en 1488, que Marineo Sículo estaba ya sumamente desilusionado como consecuencia de su labor docente en la universidad. La vanidad humanista, la tendencia humanista de exaltar la elocuencia aun a costa de los hechos, la conciencia humanista de que la correspondencia se escribía para ser publicada, son todos elementos que deben tenerse presentes al momento de querer afirmar el valor histórico de tal material, sobre todo teniendo en cuenta las ocasiones en que, como han mostrado los estudios de R. B. Tate y de otros investigadores del primer humanismo español, los humanistas extranjeros que se habían trasladado a España o estaban de visita allí (especialmente al escribir a amigos de fuera) expresan a veces opiniones poco halagüeñas sobre el estado de las letras y el saber humanistas en España. En cierto sentido, desde luego, La Celestina misma puede verse como indicio de la relativa debilidad del humanismo italianizante en Salamanca, pues representa la vernacularización de un género que, en su ambiente universitario italiano, se escribía siempre en latín. En cuanto a las posibilidades intelectuales de que disponían en sentido más general el profesorado salmantino de hacia fines del siglo XV, recuerdo que, en 1479, ante la universidad entera y según una decisión del claustro de dicha institución, predicó en un momento de crisis intelectual el maestro fraile Juan de Sanctispíritus sobre el tema «Nolite sapere plus quam oportet»10 -consejo algo menos que utópico para quienes se dedicaban a los estudios universitarios. Es de lamentar, como ya indiqué, que no exista todavía un estudio detallado y objetivo del estado de las letras y del saber en la Universidad de Salamanca en la época de Rojas. Entretanto, me parecen muy arriesgadas las afirmaciones extraordinariamente optimistas del profesor Gilman sobre este asunto.

Para resumir, The Spain of Fernando de Rojas -aparte del capítulo sobre Salamanca- es un estudio que basa sus argumentaciones en una compleja estructura de intuiciones e hipótesis derivadas del conocimiento de la situación de converso de Rojas (y, por deducción, de la similar situación del autor del Acto I). Sería absurdo poner en duda, en términos generales, la importancia del problema de los conversos; evidentemente es un factor que, aun siendo de lo más evasivo, debe ser tenido en cuenta por todo estudioso de la literatura española (o de las cuestiones españolas en general) del siglo XV. Pero la única razón para que la crítica de La Celestina se interese por este problema es la de descubrir si la situación religiosa y racial de estos dos conversos en particular constituye un factor sin el cual no podamos entender o hallar el sentido de las ideas presentes en la obra o de su funcionamiento como obra de arte. El profesor Gilman cree firmemente (aun se podría decir apasionadamente) que así ocurre. No nos invita a considerar sus intuiciones de la vida de Rojas como hipótesis por lo que puedan ofrecer de posibles explicaciones de problemas del texto que escribió el joven jurista. Está convencido de que son las únicas correctas. Otros investigadores y críticos a quienes su trabajo les ha llevado a conclusiones que no se ajusten a las suyas, son a menudo rechazados de manera airada (por ejemplo, p. 371, n. 85) o simplemente no aparecen mencionados para nada. Así, por lo que recuerdo, no se hace referencia a El mundo social de «La Celestina» (1963), de J. A. Maravall, a pesar del parecido de ese título con el del propio Gilman. En definitiva, lo que se nos pide que aceptemos, como él francamente admite, son sus intuiciones. Como no hay posible discusión objetiva con las intuiciones, me pregunto si el propio profesor Gilman se ha dado cuenta totalmente de lo autoritario de la postura que implica su enfoque.

A lo largo de este artículo se han señalado ya, sin embargo, algunos datos que parece que están en conflicto con sus interpretaciones y con su tesis principal. Puede añadírseles bastantes más. Muy perturbador, por ejemplo, es el hecho de que esta supuesta biografía de Fernando de Rojas depende en gran parte no de documentación directamente referente a él sino de lo que se sabe o de lo que se presume con respecto a la situación de la comunidad conversa española como colectividad. Pero, al querer explicar la genialidad de la obra de arte que es La Celestina por tales métodos, Gilman se expone a la acusación de que acude a lo general para interpretar lo particular, a lo corriente (situación de los conversos parientes suyos) para explicar lo excepcional (la Tragicomedia). Lo poco que sabemos de seguro, sin embargo, no parece apoyar las conclusiones a las que lleva tal manera de proceder. Está, por ejemplo, el hecho de que los parientes y descendientes de Rojas, al intentar afirmar su propia bona fides religiosa y social, tuvieron por costumbre referirse a su relación con él y con el hecho de ser él autor de La Celestina. Creo que no se ha prestado a esto suficiente atención. Tiene que significar con seguridad que creían que Rojas era una figura de reconocida consideración social cuya ortodoxia cristiana (lo mismo que la de su libro) estaba fuera de toda sospecha.11 Esto parece confirmado por el hecho de que en aquella época, tan sensible a lo religioso, nadie detectara en la obra nada sospechoso. Ninguno de los moralistas que atacaron el libro en el terreno moral intentó jamás apoyar sus afirmaciones sugiriendo que, además, no fuera ortodoxo. Como ha señalado reciente mente el doctor R. W. Truman,12 fue por la obscenidad de la Tragicomedia, no por ningún apartamiento de la ortodoxia, por lo que fue puesto, en 1562, en el borrador original del Índice tridentino. Aun así, fue suprimido del borrador antes de que fuera publicado el Índice. La crítica moderna de la obra se sorprende a veces de la ausencia de toda alusión a la doctrina cristiana en el texto de ella propiamente dicho, sorpresa que yo una vez compartí. Es evidente que ese rasgo no preocupó a los censores tridentinos, a pesar de ir ellos detrás de cualquier cosa dudosa que se encontrara en obras de entretenimiento en lengua vernácula. Al autor de la Celestina comentada, perito en «ambos derechos» (civil y canónico), la obra de Rojas le parecía, como dije arriba, enteramente ortodoxa. Ante tales testimonios puede dudarse, sea como fuera la posición religiosa de algunos de los parientes de Rojas, si él como persona estuviera en la situación que le atribuye el profesor Gilman y, por consiguiente, si la famosa obra asociada a su nombre es sólo explicable como producto de la mentalidad conversa. Creo ahora, con Bataillon, que no hay ninguna razón para sorprendernos al no encontrar en el texto de La Celestina ninguna lección específicamente cristiana. Al pensar en las otras obras de entretenimiento que estaban de moda en la época en que se escribió la Tragicomedia (historias de caballerías, «novelas sentimentales», etc.) vemos que la presentación de una postura moral cristiana no era requisito imprescindible.

Hay además otras cuestiones que deben tenerse en cuenta al escudriñar las tesis de Gilman en el presente libro. El individuo traumatizado, inseguro, hipócrita, que surge a partir de las intuiciones biográficas suyas, ¿es factible que hubiera podido escribir aquellas escenas alegremente divertidas, a veces sexuales, que (como observa Proaza en una frase que curiosamente anticipa el prólogo a Don Quijote) estaban destinadas a poner contentos a los que estuvieran tristes? ¿Es Centurio el tipo de personaje cómico que podíamos esperar que creara el Fernando de Rojas de Gilman? Es obvio que aquí cabe la discusión, pero en las escenas cómicas de La Celestina hay una fuerza artística y un aire de disfrute que por lo menos parecen indicar que Rojas no veía la condición humana ni suya propia únicamente en términos de ironía y desesperación, sino que podía ver también su lado divertido. En su preocupación por Rojas qua converso, ¿no se precipita indebidamente el profesor Gilman al despachar la probable influencia que ejerció sobre el pensamiento y las actitudes de Rojas su formación profesional como jurista? Me parece que la relación que existe entre el hombre Rojas y el libro escrito por él está mucho mejor atestiguada con respecto a esta última que lo está en el terreno racial y religioso. ¿Tan distinto -teniendo en cuenta, desde luego, que La Celestina es producto de un genio artístico excepcional- es el carácter del escepticismo, del pesimismo y de la ironía de La Celestina del que puede encontrarse en otras obras escritas en otros países al declinar la Edad Media y en la época de los humanistas italianos que realmente tenga que considerarse inteligible únicamente con referencia a la situación social y religiosa española de finales del siglo XV? De todos modos, ¿hay alguna razón para concluir que esas diferencias, si existen, no pueden ser explicadas por la idiosincrática visión del genio, sin tener que acudir a influencias ambientales? Algo que me desconcierta enormemente del enfoque con que aborda su tema aquí Gilman es su actitud insistentemente determinista; es una actitud que sorprenderá a los lectores de The Art of «La Celestina», obra donde el mismo autor vio al artista como creador, no como creado.

En definitiva, el cometido del profesor Gilman en el presente libro es el de escribir historia. Es, pues, por la crucial cuestión de la aceptabilidad del modo en que presenta y maneja los datos históricos por lo que, al fin y al cabo, el libro debe ser juzgado. Sin poner en duda ni la sinceridad ni el esfuerzo sostenido que se dejan ver en este intento de acercarse a la biografía personal de Fernando de Rojas y de establecer la relación entre el autor y su obra, y a pesar de la cantidad de información útil que puede recogerse tanto en el texto como en los apéndices, me parece que el volumen no pasa esa prueba vital. Para la investigación literaria, como la de otros tipos, las hipótesis son, desde luego, necesarias, hasta esenciales. Pero también es necesario distinguir siempre cuidadosamente entre hechos comprobados e intuiciones, entre lo que sabemos que ocurrió y lo que creemos que pudo ocurrir. Si no se mantienen estas distinciones se cae inmediatamente, de modo inevitable, en el dominio de la ficción histórica -cosa tan evidente que parece del todo superfluo mencionarla. Pero la distinción se borra constantemente en el presente libro de Gilman. Un claro ejemplo de cómo ocurre esto aparece en las páginas 418-428, donde, al estilo de Azorín en Al margen de los clásicos, se nos reconstruye un día en la vida de la familia Rojas en Talavera. Pero a diferencia de Azorín, que ofrecía a sus lectores capítulos francamente basados en la imaginación del escritor, las páginas referidas de Gilman podrían fácilmente ser leídas por los lectores no especialistas como producto de una investigación histórica de hechos averiguables. Peligroso ejemplo de esta manera de proceder, por el deseo de convertir hipótesis en hecho que revela, es el modo cómo, en un único párrafo de las páginas 50-51, lo que comienza siendo francamente una mera conjetura de que Rojas pudiera haber nacido en Toledo, no en la Puebla de Montalbán, aparece hacia el final del mismo párrafo en forma ya indistinguible de una firme aseveración: «Pero él [Rojas] había nacido en Toledo».

Creo que este tipo de actitud ante la historia no va a aquietar los recelos de los muchos que dudan tanto de la utilidad como de la legitimidad de la crítica literaria de orientación biográfica. Me temo que la lectura de The Spain of Fernando de Rojas no nos proporcione ningunos elementos nuevos seguros que faciliten la interpretación del texto de La Celestina. Tampoco recuerdo ni una sola ocasión significativa en que, al leerlo, se pueda afirmar que el autor ha podido arrojar, de modo convincente, nueva luz sobre Rojas como persona privada. Éste me sigue pareciendo una figura tan oscura y enigmática como era antes de emprender yo la lectura del estudio que discutimos. Parece que la ambición del profesor Gilman de operar más allá de las fronteras restrictivas de la razón y de lo comprobable le ha llevado aquí a abordar tareas que, por su naturaleza, tenían que resultar necesariamente imposibles: construir una biografía de alguien sobre quien no sabemos casi nada e intentar luego explicar, por referencia a esa biografía, supuestos elementos biográficos en una de las más ambiguas y enigmáticas obras de literatura. El peligro, a mi juicio, de este estudio, que aparece bajo auspicios aparentemente tan autorizados, es el que muchos lectores seguramente tomarán por hechos comprobados lo que realmente no presenta más que conjeturas, intuiciones predeterminadas e hipótesis que no sabemos si están bien fundadas o no. Espero, sin embargo, que algún bien positivo para los estudios de La Celestina pueda resultar. Parece probable que el inmenso libro del profesor Gilman pondrá término una vez para siempre a la excesiva preocupación que han tenido en nuestro siglo los críticos para perseguir a los esquivos autores de la famosa obra y que, en consecuencia, les hará dedicarse a la más provechosa y más necesaria tarea de intentar resolver los muchos problemas literarios y lingüísticos que todavía presenta el texto que esos autores escribieron.





 
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