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Un cuento de cuentos

Ignacio Soldevilla Durante


Université Laval-Québec



Entre estudiantes y estudiosos maxaubistas y maxaubianos, que de todo hay, gracias a los hados (que empezaron a ponérsele de cara a Max Aub después de muerto, como suele ocurrir con los escritores que resultan incómodos por una u otra sinrazón) es cosa sabida que en su corazón literario había dos movimientos sistólicos: uno, el que su condición de ciudadano responsable le impulsaba a dar testimonio de su tiempo sin precauciones ni postcauciones (tomo este último término de Francisco Ayala, que sí las tomaba, como espejo de discretos que ha sido siempre)1. De ese riego impulsivo está fecundada la parte mayor de su obra, que por supuesto, y mientras duró la dictadura franquista, no se pudo leer o representar en España. Pero antes de que en España y en Europa las tormentas y las inundaciones del fascismo arrastraran a los escritores a responsabilizarse en uno u otro sentido y asumir la condición de intelectuales, los años volubles y alocados de la primera posguerra habían producido una pléyade de escritores entregados al pleno ejercicio de la imaginación, que a paletadas de creatividad parecían haber enterrado en el olvido los desastres de la guerra del 14 al 18. Al unísono, por supuesto, con los creadores de todas las Bellas Artes, en una alegre zarabanda en la que se vieron implicados, en posiciones de proa, nuestros creadores de la generación llamada del 27, que empezó sus andanzas más bien al tiempo en que Primo de Rivera imponía nuestra primera dictadura militar del siglo. Generación no sólo de poetas, sino de narradores, ensayistas, músicos, pintores, escultores, arquitectos, todos ellos de primer plano. Desde Mainer a esta parte, todos llamamos a esos felices años la Edad de Plata. No podía ser ajeno a ello Max Aub, por su condición de nacido en París, aclimatado en Valencia, políglota y, como todos los de su generación, vuelto hacia el cosmopolitismo, y dispuesto, bajo el signo de Ortega, a europeizar España. Su producción literaria, desde su primer texto teatral hasta su novela Luis Álvarez Petreña (1933-1934), responde perfectamente a esa manera de ver y de vivir el mundo, si bien por su condición de desarraigado de un primer país y de un primer idioma, las preocupaciones de índole existencial rebrillaban con luces penetrantes tras las caretas de sus disfraces, máscaras y posturas vanguardistas. Mientras todavía asolan Europa los ejércitos enfrentados en la segunda guerra, Aub, ya exiliado de su segunda patria, logra escapar del último campo de concentración francés y encuentra refugio en México. Desde allí, y sin darse respiro, inicia su actividad como testigo de la tragedia española y de la europea, por todos los medios puestos a su alcance. Su obra periodística y de ficción apuntará siempre hacia esos objetivos, mientras que su imaginación se pone al servicio de esa función testimonial, y sólo en raros momentos de descanso se permite volar por espacios serenos, y así produce los raros relatos de fantasía que hemos podido recoger en el tomo póstumo de Escribir lo que imagino.

Pero Aub no asumió siempre esa función, que él llamaba oscura, modesta, de testigo de sus atormentados tiempos, con la seriedad propia del historiador, sino entreverando a menudo esa veta con arrebatos irónicos, de relámpagos satíricos, de nada piadosas caricaturas. Por ello no es de extrañar que no pocas de sus obras teatrales o narrativas de su madurez sean a la vez testimoniales y capten los perfiles o los rasgos de comicidad que inevitablemente acompañan a veces a las aventuras de héroes a la fuerza, de gentes cuya condición no parecía hecha con los mimbres que se exige del héroe trágico, de modo que resultan esperpénticas sus andanzas.

A consecuencia de la abundancia y la calidad de tantos jóvenes investigadores dedicados a explorar la figura y la obra de Aub, están apareciendo entre los papeles del archivo de Segorbe relatos hasta ahora inéditos, que en este centenario se están publicando, como «El que ganó Almería» o «La proclamación de la Tercera República», que son buenas muestras de esa manera entreverada de veras y bromas.

En mi condición de veterano del maxaubismo, voy a poner a estos jóvenes investigadores sobre el rastro de un relato, hasta donde yo sé inédito, de cuya existencia y contenido voy a dar indicios a continuación. De ese cuento me habló en una carta en torno a los últimos años de su vida, y concretamente el 12 de marzo de 1971. Como saben sus estudiosos, Aub mantenía correspondencia con quien esto escribe desde 1953, fecha en que preparaba mi tesis de licenciatura sobre su teatro anterior a 1936. Nuestra amistad, que por la diferencia de edad era más la de un maestro con su discípulo, no había hecho sino consolidarse desde entonces, como se podrá comprobar si algún día se da a luz nuestra correspondencia, rica de más de un centenar de cartas. Había venido a Quebec en el otoño de 1962, en circunstancias que he relatado en mi contribución al catálogo Max Aub en el laberinto del siglo XX2, y volveríamos a encontrarnos en Madrid el mismo año de su muerte, que frustró, entre otros, un proyecto de viaje de Aub y Buñuel a Quebec, para participar en un coloquio sobre el cine. Entre 1970 y 1972 estaba yo trabajando en el Seminario de Lexicografía de la Real Academia Española, invitado por don Rafael Lapesa, con la misión de preparar un banco de datos léxicos con la ayuda de computadoras que, cuando ya todo estaba dispuesto a su puesta en marcha, recibió el rechazo de la Comisión Administrativa, que no supo calibrar la importancia del proyecto. Una iniciativa que sin duda habría acelerado de manera considerable la redacción del Diccionario Histórico de la Lengua, estancada en la primera letra del alfabeto durante más de veinte años y hubiera probablemente evitado su posterior paralización3.

Me he permitido estos comentarios aparentemente ajenos al objeto de este texto, porque de hecho mi carta a Max Aub fechada el 4 de marzo, que provocaría la suya del 17 del mismo mes, se refería ya a la situación en que me encontraba en la Real Academia, y los problemas que el proyecto mencionado iba encontrando, debido en primer lugar a que don Rafael Lapesa, entregado enteramente a sus obligaciones como secretario de la Academia (nunca supo hacer las cosas sino a la perfección y sin jamás perder su sentido del deber), no encontraba tiempo para examinar y dar su aprobación a la lista de obras que en una primera fase del proyecto se iban a «despojar» exhaustivamente como base del banco de datos. Estaba ya por entonces dispuesto el software, y el centro de cálculo de la Universidad de Madrid esperando la llegada del material para su tratamiento con los grandes ordenadores de aquellos tiempos. Y entretanto, me dedicaba a la labor de redactar artículos para el diccionario:

«Languidezco en el Seminario cuatro horas diarias, trabajando en redactar alcancía, alcanfor, y otros estimulantes términos del diccionario histórico, según los clásicos e inveterados procedimientos que ya empleaba yo hace quince años, cuando dejé el Seminario: dos horas de las cuatro -al menos- se pasan yendo de un lado para otro en la biblioteca, para verificar cada ficha: si está bien copiada, para completar el contexto, para cambiarla por una edición más fidedigna, etc., etc. Cosas estas todas que un tratamiento por computadoras (con perdón) resuelve por sí solo y de una vez para siempre. Pero este es un país de miseria y de timoratos (me refiero a los mejores: los otros, sinvergüenzas de lo más simpático) donde solo la bambolla y el descabello tienen audiencia, y donde gente como Lapesa sacrifica su existencia a humildes labores secretariles para que otros se pavoneen de un lado para otro con los entorchados de la Academia. Y lo peor de todo es que Lapesa ya parece tan resignado que a veces parece hasta contento de su oscura labor bien hecha, pero insignificante, que tres secretarios de modestas capacidades intelectuales podrían hacer con la misma eficacia, si no con la misma devoción, mientras él podría dedicarse a aquellas en las que es insustituible, como el Diccionario Histórico, por cuyo seminario no aparece y que, huérfano de dirección, va pasito a paso en su dorada rutina y desesperante lentitud».



Y tras dedicar unas frases bastante agresivas a ciertas personas de la casa, de las que ahora no quiero acordarme, proseguía:

«Y yo estoy aquí, sentadito, royéndome las uñas modosamente, mirando hacia la puerta augusta tras cuyos batientes y cortinones se consume miserablemente Lapesa en labores de oficinista galdosiano, y diciéndome que España queda bien de lejos, pero así, cara a cara, le salen todas sus lacras y arrugas, tras el compuesto maquillaje, a esta rancia y querida puta vieja».



Y acababa vaticinando lo que iba finalmente a ocurrir pocos meses después, pero equivocándome lamentablemente en cuanto a la persona responsable del fiasco:

«Un día cualquiera Lapesa tendrá diez minutos para considerar que, hechas las cuentas, la Academia no tiene los fondos necesarios para llevar a cabo el programa, y yo me volveré a Quebec, porque ni la universidad española me tienta lo más mínimo mientras uno no pueda decir lo que piensa sin acabar en manos de los guerrilleros de Cristo Rey, ni se puede dar de comer y educar lejos de curas a cuatro hijos con las veintidós mil pesetas que la Academia me puede dar».



Y tras de comentar las dilaciones que la impresión de mi libro La obra narrativa de Max Aub iba sufriendo en la editorial que la publicaría4 me despedía en estos términos, que podrían haber sido escritos ayer:

«Este Madrid es una peste, un auténtico pemmican: carne ahumada por los cien mil escapes, el millón de chimeneas y la incuria municipal. Pasé por la calle de Valverde. La novela está en los escaparates, pero no sé cómo se vende. Vivo muy aislado. Le he perdido el pulso al país, y las ganas de tomárselo se me han ido rápidamente, de modo que conozco las cosas por los mismos caminos que tú: leyendo esta y aquella revista, intoxicándome con algún periódico -sin abusar, por si acaso- y observando la terrible suficiencia del transeúnte callejero. ¡Dios mío, qué solos se quedan los forasteros! ¿Qué hay de tu Buñuel? Escríbeme con un soplo de aire fresco. Se agradecerá. Un cordial abrazo. Ignacio».



La respuesta de Max, del 12 de marzo, empieza así:

«Querido Ignacio: Me ha alegrado mucho tu carta del 4 de marzo. La he metido casi íntegra -sin darte crédito alguno- en un cuento que había acabado minutos antes de llegar el correo. Como comprenderás te he fabricado un personaje y he modificado no pocos lugares y personas; pero en todo lo demás reconocerás tu estilo. Dime si estás de acuerdo».



Y luego, generosa y exageradamente me afirma: «Lo que me dices en dos cuartillas me ha costado a mí quinientas porque, al fin y al cabo, ni saco otra conclusión ni digo otras cosas en La gallina ciega, que no sé cuándo saldrá porque mi editor anda remiso y saca otro antes». Habla luego de sus problemas familiares, de su trabajo en el Buñuel, y me da noticias de lo que va saliendo suyo. Y su carta, con saludos a Lapesa, termina así: «Escríbeme más, con toda la rabia y la mala leche que puedas, a ver si escribo otro cuento...».

Lo hice, el 20 de enero de 1972, en una larga carta en la que seguí contándole las desventuras de la Academia y luego un paso o sainetillo en que le relataba un regocijante encuentro con un personaje de la alta burguesía vasca, muy cargado de copas, en casa de gente importante. La contestación de Max empezaba así: «Ya era hora de que me escribieras aunque te lo perdono por la excelencia del texto. Se la di a leer a Buñuel hoy, comiendo, y se reía con tu descripción del vasco hasta saltársele las lágrimas».

En su último viaje a España, en la primavera del 72, nos volvimos a encontrar. Estaba yo todavía trabajando en el Seminario de Lexicografía, donde seguiría hasta el fin del año escolar, pero ya era evidente que el proyecto que me había llevado allí iba a abortar. Max se reía con amarga ironía de todo esto, pero no dejaba de halagarle que lo hubiera introducido en el repertorio de las obras citadas como autoridades de la lengua e incluso se me ofreció para meter alguna palabra en sus próximos escritos que nos estuviera dando quebraderos de cabeza por falta de documentación reciente. Aprovechando que yo tenía automóvil, pude llevarle a varios sitios, a veces por gusto, como al Pardo, a la Casa de Campo y luego a Carabanchel, tan transformado ya (Diarios, 27 de mayo), y a veces por lamentable necesidad, como al hospital para que le atendieran de urgencia, gracias a un buen amigo médico pero que ejercía en un hospital que, nueva broma del azar, llevaba el nombre del Generalísimo. También le llevé a comer a un restaurante al que le invitaron algunos académicos, entre ellos Dámaso Alonso, Rafael Lapesa, Alonso Zamora Vicente y Antonio Buero Vallejo, que aún no había leído su discurso de ingreso. Lo recuerda en sus Diarios, con fecha del 28 de abril, aunque no recuerda mi presencia y, además, se equivoca de restaurante, ya que no fue Sixto sino el Sobrino de Botín el que nos sirvió, aunque Aub ya no pudo gozar del menú como lo hubiera hecho antaño. En una tarde que pasó en mi casa de Aluche, me recordó la carta que yo le había escrito y que había hecho reír tanto, según él, a Buñuel. «Supongo que tampoco verás objeción en que me haga un cuento con ella», me dijo, pero no puedo asegurar que el cuento estuviera ya entonces redactado. Dejo, pues, las pistas, por si algún sabueso maxaubista diera con él. Lo que yo relataba en la carta del 20 de enero sucedía en el salón de un personaje importante del mundo editorial, que, como su esposa, había sido compañero de estudios de mi mujer en la Universidad de Madrid, y que nos había invitado a cenar. Allí estaba alguien, al parecer fabricante de papel de Bilbao, que era proveedor del editor y que estaba dilatando más de lo esperado su visita al editor, probablemente debido a la cantidad de alcohol que había trasegado, y que con la facundia que los vapores etílicos le estaban procurando, daba tumbos de tema en tema, aunque siempre en torno a su patriotismo vasco, del que estaba orgullosísimo. En un momento dado nos pedía la dirección para enviarnos a casa no sé cuántas docenas de botellas, y en otro recordaba cómo se las bandeaba en tiempos del franquismo, cuando su padre fabricaba mil bombas diarias para Franco, pero éste les había quitado todo. No recuerdo quién -supongo que el anfitrión-, hizo sonar en el tocadiscos el himno Gernikako arbola. El hombre se puso en pie y cantaba en su idioma los versos, muy seriamente. «Jo, esto es música, y en España no hay más lengua que el vasco. Lo demás, dialectos» (Se llevó la mano cerrada a la boca haciendo una pedorreta). «A joderse, castellanos. Pues yo, liberal. Político no, ¿eh? Liberal. Ahora, eso sí, yo le he partido la cara a un sereno, porque es lo que yo decía: Yo me he criado con niñera, desgraciao, y de la fábrica de mi padre, etc., etc. Pero yo pancista ¿eh? Lo que les digo a mis hijos: vosotros, a clase. Y si hay jaleos corriendo a casa. Al que le coja en medio, le parto la cara. Porque aquí no se puede ser político. De Falange, o de Juan Carlos, o de la Mafia Dei. Pero política ¿para qué, si aquí no se puede hacer? ¿Que a usted le gusta la sidra? En casa tengo quinientas botellas. Mañana tienes una caja en tu casa: dame tu nombre y dirección. Por estas, que un vasco no tiene más que una palabra. Mi abuelo fue fundador del partido Nacionalista. Nos lo han quitado todo, pero yo, callado». (Suena de nuevo el himno. En pie de nuevo, tambaleándose) Jo, esto es música. Agur, este soy yo, a tu disposición». Y arrastrando su nombre y apellidos, se fue de la casa.

No estoy seguro de que fueran las lágrimas de Buñuel resultado exclusivo de la lectura de mi carta, de la que esta es el fragmento en cuestión, pero sin duda parece que el estímulo de Aub a transformarla en cuento, como ya, según él escribía, había hecho con otra anterior, tiene su fundamento en la acogida de don Luis. Quede la incógnita en el aire, y ojalá que entre los papeles de la Fundación se encuentre un día el cuento o los cuentos. Entretanto queda empeñada únicamente mi palabra, y la copia de la carta de Aub y de las mías depositadas en la Fundación como testigos.





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