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«Un curé d'autrefois» par M. de Grandmaison



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El libro que M. Geoffroy de Grandmaison acaba de publicar con el título de Un Curé d'Autrefois, es de grande interés para esta Academia, á la que galantemente lo ha ofrecido.

Su argumento es muy sencillo.

Un sacerdote francés, ejemplar por sus evangélicas virtudes, de fe ardiente, mucho talento y carácter tan firme como recto, se niega á prestar el juramento que la Revolución exigía á los religiosos para el ejercicio de su sagrado ministerio, y se ve obligado á expatriarse. Viene á España, donde es acogido por los habitantes y el clero particularmente, con tales muestras de atención y respeto, con las de tal afecto y larguezas tan extraordinarias, que llega á considerarse como en una segunda patria que le ha deparado el cielo en su infortunio. Muere á su vuelta á Francia de manera trágica; en un naufragio inexplicado todavía, envuelto en misterios, pero del que se salvan algunos papeles que hoy sirven para despertar la memoria de la honrosa conducta que entonces distinguió á nuestro pueblo de otros mucho más ricos y   —418→   poderosos, además, en armas y, de consiguiente, en influencia para los destinos del mundo.

Con tal argumento resulta, sin embargo, un cuadro verdaderamente sublime, místico por su providencial motivo y por los interesantes episodios que abraza, social y político, á la vez revelando los caracteres peculiares de nuestra nacionalidad, el desapropio para con el menesteroso, la arrogancia para con el soberbio y su constante aspiración á la gloria, recompensa la más preciada para un español.

El sacerdote á que me he referido, es el P. Vicente María David de Talhouët, nacido en Saint Colomban de Quimperlé el año de 1737, de noble alcurnia bretona, histórica desde la cruzada de San Luís, y á quien sus padres destinaban á la Marina, en cuyo servicio se habían distinguido varios de sus antepasados, Da Conëdic, entre otros, el héroe de la Surveillante, el intrépido marino, dice M. de Grandmaison, cuyas hazañas hicieran henchirse de orgullo á la Francia entera. De Talhouët prefirió la caballería; aunque sin verdadera vocación, ya que después de no pocas vacilaciones, se decidía por la carrera eclesiástica; y para que su renuncia del mundo fuese completa, en Noviembre de 1757 llamaba á la puerta del Noviciado de los PP. Jesuítas en París.

No eran prósperos para la Compañía los tiempos en que De Talhouët fijaba su elección, si es que no sentía en su pecho y en su conciencia el valor y la fe que se necesitan para arrostrar las contrariedades, las privaciones, el destierro y hasta el martirio de que se vió muy pronto amenazada y luego víctima aquella santa congregación. Porque en 1762 estalló la tempestad provocada contra ella por el Parlamento, según el autor, en nombre de la Teología; por los filósofos, en nombre de la doctrina, y por madame de Pompadour en el de la moral; y sin escucharse la voz de los obispos de Francia más que para extremar el rigor de tal atropello, decretóse la clausura de los colegios, que era tanto como decretar la dispersión de sus alumnos y maestros. Pero De Talhouët, aunque joven todavía, era hombre de convicciones ya profundas, y estaba dotado de una fe y de un temple de alma, todo lo excepcionales que exigía su situación, si libre de los lazos   —419→   que pudieran ligarle á la Compañía de haber antes obtenido todos los grados del sacerdocio, resuelto, como se mostró, á no romper los que ya consideraba indisolubles en el fondo de su conciencia.

Entonces le fué recomendado por sus superiores volver al seno de su familia á terminar los estudios teológicos y obtener los grados de la clerecía que le faltaban. Subdiácono y diácono en 1763 se le reconocía un año más tarde el carácter completo de sacerdote; y bien lo necesitaba como arma, siquier espiritual, para resistir las vicisitudes que se le iban preparando. Aquel mismo año, con efecto, en el de 1764, decretaban los Parlamentos la abolición de la Compañía de Jesús en Francia y el destierro, por consiguiente, de aquellos de sus ministros que no abjurasen de los estatutos que se había impuesto desde su fundación.

La dispersión de los jesuítas no les privó de mantenerse en las parroquias de quienes eran solicitados; y De Talhouët, después de residir, aunque corto tiempo en Douai, volvió á Bretaña á ejercer el curato de Hennebont, ya, sin embargo, cuando había también aparecido entre las bulas pontificias la de 16 de Agosto de 1773, en que el Sumo Pontífice suprimía la Compañía en todos los ámbitos de la tierra. Y dice, a propósito de esto, M. de Grandmaison : «No cabe en el cuadro de este estudio la exposición de las peripecias de aquella aflictiva tragedia: había comenzado el ataque en Portugal, continuado en Francia y España, y se extendió por todos los Estados de la casa de Borbón. La actividad en la ejecución igualó en todas partes á la iniquidad de la sentencia; millares de religiosos, cuyos talentos y virtudes parece que debían protegerles, fueron sin piedad por sus años ó sus enfermedades, proscriptos, amontonados en los pontones ó detenidos en profundos calabozos. Después de haber triunfado de todas las resistencias, la diplomacia de las cortes coaligadas forzó, por fin, la mano del Vicario de Jesucristo.»

No es tampoco ésta, ocasión de tomar en cuenta el párrafo anterior en la parte que se refiere á España, porque me llevaría á una polémica cien veces planteada entre nuestros historiadores, siempre, empero, en el sentido que más pudiera halagar la pasión política en que cada uno se inspirase. El acto llevado á cabo por   —420→   Carlos III, el procedimiento, sobre todo, de que se valió para su ejecución, y la saña que puso en ella, tan pertinaz como despótica y ruda, sólo se explican con el temor á soñadas conjuras, á nadie menos provechosas que á los jesuítas, ó al odio de secta, si fuera justo, que no es creible, el cargo que hace pocos días se le ha dirigido de estar afiliado en la de los francmasones. Si la tragedia fué, según dice M. de Grandmaison, aflictiva en Francia, y si, como añade, la actividad en la ejecución igualó á lo inicuo de la sentencia, ¿cómo defender lo secreto é indigno en monarca tan poderoso, de una medida como la tomada en España, sin nadie que importara algo reclamarla, sin consulta alguna, y con la sola intervención de un personaje, acusado por la opinión más generalizada en toda Europa de amigo de los Enciclopedistas franceses y adversario encarnizado de la por tantos títulos respetable institución expulsada el 31 de Marzo de 1767?

En la ocasión presente no cabe sino lamentar error tan craso como el cometido por nuestro buen monarca al desprenderse de los servicios que pudiera prestar al catolicismo y á España una sociedad religiosa eminentemente española y que tantos éxitos había obtenido en la educación de la juventud y en el proselitismo, con tanto denuedo ejercido por muchos de sus miembros en nuestras colonias de Ultramar. Nada tiene de extraño que la Revolución la persiguiera en Francia, cuando desde los primeros días en que estalló se la veía encaminar sus esfuerzos al triunfo del Filosofismo, puesto allí en moda, y, por fin, al de una Diosa Razón, negación absoluta de toda idea de creencias religiosas y más aún de la disciplina que exigen. Así es que fué sucesiva y rápidamente extendiéndose por Francia el presentimiento de que á las arbitrarias é insensatas reformas primeramente introducidas en los organismos y el ejercicio de la Iglesia Católica, no tardaría en suceder la furiosa persecución de que se acabó por hacerla blanco y víctima.

El P. De Talhouët la vió venir desde las primeras efervescencias que, respecto á ese asunto, pudieron observarse en la Asamblea Constituyente de 1789, y á que, más que otras clases, al parecer interesadas en las reformas, contribuyeron algunos desacordados nobles y principalmente el célebre apóstata M. de   —421→   Talleyrand, obispo entonces d'Autun. Por más que se propusiera resistir la imposición de un destierro á que pocos de los sacerdotes injuramentados se negaron, De Talhouët, después de sufrir mil contrariedades, tras de una peregrinación larguísima en busca de refugio donde ocultarse á sus perseguidores, y de correr peligros de todo género, tuvo que apelar al recurso último, al que habían optado tantos de sus compatriotas, al de la expatriación. España era el país á que se dirigían con preferencia los emigrados que, ó se consideraban más comprometidos al reunirse en el Rhin á los Príncipes, cuyo cuartel general era un semillero de intrigas que ponían en mayor peligro la suerte del augusto jefe de su casa, en riesgo ya harto evidente, ó creían hallar en nuestra patria acogida más benévola por la intransigencia misma característica de los habitantes en cuanto pudiera afectar á sus ideas religiosas y al respeto y amor á sus soberanos. Dice M. de Grandmaison en el libro que estoy examinando: «Recordaba quizás que en otros tiempos, varios De Talhouët habían encontrado refugio en aquella tierra hospitalaria; es aún más verosimil que eligiera ese país de destierro por motivos iguales á los que guiaron á gran número de sacerdotes bretones, viendo allí un reino católico y pacífico con quien no estaba Francia en guerra y más que ningún otro accesible por el mar.»

Efectivamente, varios de Talhouët habían buscado en nuestro suelo amparo de la persecución que sufrieron á consecuencia de la trama de Pontcallec, en que se hallaban comprometidos con muchos otros caballeros bretones. Y no sólo fueron acogidos con la benevolencia característica; y, á veces, excesiva de nuestra raza, sino que más adelante se les permitió servir en el ejército español, en el que obtuvieron posiciones ventajosas. Un M. de Bonamour era coronel de Guardias Wallonas cuando fué muerto en la de Bitonto; M. de Boishorand pereció también de coronel en Pisa, y se hallaban empleados en la corte de Felipe V MM. de Lambilly, el caballero de Rohan y su hermano al Conde de Rohan-Pouldu, que llegó á obtener el empleo de brigadier en nuestras tropas.

El P. de Talhouët tenía, pues, motivos para emigrar á España. Y, con efecto, el 17 de Septiembre de 1792 desembarcaba en   —422→   San Sebastián con 588 francos por caudal, y alhajas, que aceptó de una hermana suya, algún vestido y libros por todo equipaje.

Por lo que dice el autor del libro, los franceses que De Talhouët halló en la ahora capital de Guipúzcoa, emigrados ó proscriptos y todo, no se mostraron lo agradecidos que parece debieran estar á la generosa hospitalidad que recibieron de nuestros compatriotas.

Allá va la muestra que, por otra parte, no es sino la del carácter de los franceses, lo mismo en tan precario estado que en los prósperos en que se dejan llevar de su ingénita arrogancia. «Todo allí era ruido, movimiento, agitación, desorden. Plaza fronteriza, aquella pequeña ciudad se encontraba hecha el asilo de los emigrados y proscriptos. Las hospederías estaban llenas y las calles obstruídas por una multitud agitada, inactiva y con proyectos á veces descabellados. Se estaba bien como en lugar seguro, pero después del primer sentimiento de satisfacción, después del primer suspiro de desahogo por haber escapado de sus perseguidores, se planteaba una cuestión por todos: ¿Qué hacer? ¿A donde ir?»

«Los sentimientos de la población española no eran tampoco uniformes; un espíritu real de piedad hacia los fugitivos, un respeto sincero á los sacerdotes desterrados se mezclaba frecuentemente con la desconfianza que pueden inspirar los extranjeros que carecen de dinero y de crédito. En cualquier país y en todas las circunstancias el buen humor de nuestros compatriotas rara vez se priva de alguna broma y los dichos picantes se asomaban fácilmente á los labios de los caballeros emigrados, olvidando á la vez su precaria situación y la hospitalidad que recibían de los españoles. Aquellos mezquinos alfilerazos sobre las modas y las costumbres, nuevas para los franceses, producían con frecuencia la paralización de la lástima que los súbditos de Carlos IV parecían dispuestos á demostrarles. Por otra parte, cierto temor hacia cuanto salía del país del jacobinismo contenía á las gentes de Vizcaya, buenos católicos y realistas leales, aun respecto de los que eran sus víctimas y por razón natural sus enemigos.»

«Pero hay que decirlo muy alto en honor del pueblo español y como recuerdo justo de gratitud hacia él: el sentimiento general era el de la caridad cristiana.»

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Ya M. de Grandmaison había hecho manifiestos los sentimientos que la presencia de los sacerdotes franceses produjo en San Sebastián, al dar á luz su interesante libro de L'Ambassade Française en Espagne pendant la Révolution, publicado hace dos años, en el de 1892. Y aun cuando al comparar aquel escrito con el que estamos ahora examinando, quepa observar alguna ligera contradicción, efecto acaso del acopio posterior de nuevos datos por el autor, no he de privar á la Academia del conocimiento de conceptos tan honrosos para uno de nuestros pueblos como los consignados en aquella, ya he dicho que interesante, obra.

«Las naves que iban á San Sebastián tocaban en tierra á la vista de un pueblo inmenso; las aclamaciones saludaban á los sacerdotes católicos y el respeto los acompañaba en todos sus pasos; en las calles, la gente se ponía de rodillas para recibir su bendición; se rechazaba su dinero para ofrecerles todo por el amor de Dios. Su llegada había excitado hasta el más alto punto la conmiseración pública.»

Esto, que Grandmaison extracta de un despacho del autorizadísimo Bourgoing, embajador entonces de la Convención en España, es algo y aun bastante distinto de lo que antes he leído respecto á los interesados sentimientos de los habitantes de San Sebastián al recibir á tanto proscripto francés en el estrecho recinto de su ciudad.

En el libro de la Embajada, todo es cordialidad, desprendimiento y veneración para con los proscriptos; en este último se atribuye no poco de feo cálculo á nuestros guipuzcoanos en sus arranques político-religiosos.

De modo que al recibimiento hecho en San Sebastián hay que añadir el dispensado á otros 72 sacerdotes, franceses también, en Rivadeo, más que cordial, generosísimo por parte del pueblo y de su capitán general el conde de la Vega, y los agasajos que recibieron todos los emigrados en cuantos puntos de España se presentaron, para arrancar de un compatriota de los así favorecidos la confesión que acabo de comunicar á la Academia, estampada en el último párrafo transcrito del nuevo libro de Grandmaison. De Talhouët, en una de sus cartas, dirigida desde Valladolid en Diciembre de aquel mismo año, se muestra más   —424→   justo y hasta entusiasta en ese punto. «Nada, escribe á su hermana Mme. de Feydeau, iguala, como habréis sabido, al buen recibimiento que se nos ha hecho en San Sebastián.»

El P. De Talhouët describe después y en diferentes cartas el país que ha recorrido hasta allí; y lo hace con bastante exactitud, aunque, como sucede con frecuencia á los franceses, equivocando algunos nombres propios y de población. Detiénese principalmente en el espectáculo de los templos y edificios públicos de Valladolid, donde se mantuvo los diez años de su emigración en España meditando acerca de los altos juicios de la Providencia que treinta años después y en el antiguo seminario de los jesuítas, en que se alojaba, le conducían á sentir de nuevo las impresiones de su juventud y de sus comienzos en la carrera del sacerdocio. Añade luego cuál era la situación de los sacerdotes franceses en Valladolid, distribuídos en los conventos y monasterios allí existentes, y los sentimientos, amargos en ocasiones y dulces en otras, que le inspiraba el recuerdo de la patria, donde había dejado los seres más queridos, los pobres á quienes socorría y su parroquia y sus feligreses, la constante preocupación de su alma en la furiosa borrasca que corría la Francia.

Cuando De Talhouët se hallaba entregado á tan tristes pensamientos y á los estudios con que pretendía dulcificarlos en el apacible retiro que le había deparado la hospitalidad española, fueron á distraerle, aunque dolorosamente, de ellos la catástrofe de la familia real de Francia y la guerra que provocó tan horrible atentado en los Pirineos.

Tales sucesos que en otro país hubieran quizá enfriado su fervor caritativo hacia los proscriptos, lo produjeron en España más ardiente y generoso.

«La situación, dice Grandmaison, de los sacerdotes refugiados mejoró con tal explosión del espíritu público (la del pueblo español al aceptar un combate, ya necesario, contra los sacrílegos y regicidas); y crecieron las atenciones y el respeto hacia los proscriptos cuya causa se procuraba y se creía así vengar.» Y como reconociendo esa explosión del espíritu religioso y patriótico de que hizo alarde, cual ningún otro de Europa, el pueblo español en ocasión en que hubo quienes la creyeron inoportuna y hasta   —425→   imprudente, se citan en el libro á que me estoy refiriendo los nombres de los prelados que se mostraron más espléndidos en su protección á los sacerdotes franceses; nombrando á los obispos, no tanto, triste es leerlo, por la dignidad de su carácter como por la abundancia de sus larguezas: siendo, dice, reales, mejor aún, apostólicas. Entre esos nombres, y no debiera olvidarse ninguno, aparecen el del celebérrimo obispo de Orense, tenido en España, dice de Grandmaison, por un San Francisco de Sales; el de Sigüenza, que albergaba ciento de los proscriptos; el de León, que acogió un número igual de ellos, y el de Valencia que el doble; el de Pamplona que vendía sus ornamentos para socorrer á los más necesitados en su diócesis; los arzobispos de Sevilla y Tarragona y los sufragáneos de Córdoba, Cartagena, Oviedo, Segovia, Ciudad-Rodrigo, Mondoñedo, Osma, Astorga y otros varios; el Primado, por fin, de Toledo, cardenal Lorenzana, que, dice, se acordaba de la riqueza de su arzobispado para dispensar sin cuento sus beneficios. Y para no olvidar á nadie, se hace memoria de los capítulos, órdenes religiosas y clero secular que no quisieron quedarse atrás; así como, para demostrar que aquel movimiento era todo católico, esto es, universal, recuerda que de España se extendió á la monarquía portuguesa, donde el arzobispo de Braga reveló con su evangélica conducta hasta dónde llegaba la generosidad lusitana.

Del obispo de Orense, el después cardenal, autor de la inolvidable representación negándose á formar parte de la extralegal Junta reunida por Napoleón en Bayona para el reconocimiento de su hermano José, Presidente, luego, de la primera Regencia, tan maltratado por las Córtes reunidas en la isla de León y Cádiz, el que jamás cedió de sus sentimientos de ejemplar prelado, de celoso patriota y leal súbdito de su rey legítimo, dice de Grandmaison lo siguiente: «El obispo de Orense, monseñor de Quevedo, no era el más rico; fué, sin embargo, el más generoso, poniendo en sus beneficios una gracia, una perseverancia y un esmero de infinita delicadeza. No satisfecho con recibir á los deportados en su diócesis, se adelantaba á su arribo escribiendo á los puertos que se retuviese en ellos tal ó tal número de sacerdotes franceses, y estos desgraciados recibían, al desembarcar en suelo extranjero,   —426→   la agradable sorpresa de saber que un prelado, á quien no conocían, les esperaba ya para poner el propio palacio á sus órdenes. Puede figurarse cuáles serían sus impresiones y emoción.»

Existen documentos que confirman tan laudables asertos y dan al obispo de Orense el carácter eminentemente apostólico que, por su piedad, le reconocieron el mundo cristiano entonces y la historia después. Entre esos documentos se hallan de los que se refieren al punto concreto, tema ahora de la hermosa lucubración del autor de Un cura de otros tiempos; y el Sr. Barrantes y quien esto escribe los poseen interesantísimos. Según esos papeles, se hospedó en el palacio episcopal de Orense el obispo de Blois, Alejandro Francisco de Lauriziers Themines, que permaneció allí y en Pontevedra quince años nada menos, hasta el de 1808. En los comienzos de su emigración no necesitó socorros pecuniarios porque contaba con recursos propios; pero más adelante, y prolongándose la estancia en España mucho más tiempo del que había calculado, los encontró en el obispo de Orense, quién, con pretextos los más exquisitos, le hizo tomar algunas sumas considerables. La correspondencia entre ambos prelados es muy curiosa, y si digna en el de Blois, aunque extraña por su lenguaje y pretenciosa susceptibilidad, enaltece mucho más á nuestro ilustre compatriota; tales son los razonamientos que en ella emite, los ardides y estratagemas que pone en juego para que se acepten sus obsequiosas ofertas. Los obispos de Aire, de Tarbes, el de Chalons sur Saone, en España, y los de Lyon, Limoges y varios vicarios como el de Montefiascone y de Mans, aun permaneciendo en el extranjero, fueron socorridos por el Sr. Quevedo, manteniendo, además, con ellos una correspondencia tan cariñosa como edificante. Pero el de la Rochelle, monseñor Juan Carlos Coucy, que generalmente residía en Guadalajara, sea por tener en Orense á su provisor y á muchos de sus diocesanos, sea por la admiración que en él produjeron las sublimes virtudes de nuestro obispo, fue quien mantuvo con él las relaciones más estrechas y afectuosas. Llevó su entusiasmo al punto de repartir entre muchos de sus compatriotas, proscriptos como él en España, el retrato del prelado español, valiéndose de un ardid para obtenerlo. Dice á propósito de esto el Sr. Bedoya, pariente y biógrafo del Cardenal:   —427→   «Uno de sus tan favorecidos huéspedes logró á hurtadillas, sin que lo echara de ver S. Em., sacar su retrato bastante bien delineado, y lo envió al señor obispo de la Rochela, quien lo hizo grabar en 1799 por el célebre D. Manuel Salvador Carmona, con el fin de que así él como todos sus paisanos expatriados pudieran recrearse dulcemente toda la vida teniendo siempre á la vista las facciones y el amoroso rostro que llevaban tan indeleblemente grabado en el corazón.»

El nombre del obispo de Orense se hizo, así, popular entre los católicos de Francia; y si varios de los próceres de aquel país y hasta el príncipe que luego ocupó el trono con el nombre de Carlos X, le dirigieron entonces por un conducto ú otro la expresión de su gratitud, más tarde y cuando repatriados, permitáseme la palabra, los sacerdotes franceses supieron la muerte de nuestro venerable prelado, celebraron en algunas de sus diócesis los más solemnes funerales en sufragio de su alma. Tengo á la vista la comunicación en que se dió noticia de un artículo publicado en el Diario de Angers el 9 de Septiembre de 1808, donde aparece la celebración en aquella catedral de un oficio solemnísimo de honras por el alma del cardenal Quevedo, en que, con asistencia del obispo y gran número de eclesiásticos, oficiaron los sacerdotes de la diócesis que habían vivido en el palacio de Orense. Y, como en Angers, sucedió en otras catedrales francesas, cuyos prelados ó vicarios habían recibido la hospitalidad ó recursos de varón tan ejemplar y justo.

¿Pero cómo extrañar tales rasgos de caridad cristiana en quien, al saber la llegada de sacerdotes franceses á Coruña y Ferrol, les envió á decir, según ya he expuesto, que los esperaba en su casa para lavarles los pies y asistirlos? «Vengan ciento, escribía, doscientos, mil, venga la Francia entera. El obispo de Orense nunca dice basta

M. de Grandmaison no puede enumerar todos los rasgos de tantos y tantos españoles como se ofrecieron á la obra meritoria de albergar á los sacerdotes franceses, y á muchos también que no lo eran, personas de la nobleza y del ejército que renunciaron á su patria, dominada por la infame canalla del Terror. Pero no le está bien presentar á los españoles sintiendo, pasados los primeros   —428→   días, la frialdad que atribuye á algunos en sus inclinaciones humanitarias. «A decir verdad, exclama después de exhalar sus quejas, el episcopado y el pueblo bajo no los desmintieron jamás; pero ciertos miembros del clero, y sobre todo el Gobierno de Madrid, no manifestaron su benevolencia constantemente.»

Porque, y eso no lo han ocultado nuestros historiadores, el canónigo Bedoya entre ellos, algunos religiosos españoles condenaron en el púlpito la fuga de los franceses, echándoles en cara el haber abandonado su rebaño en la hora de la persecución, esto es, en la del peligro. Lamentáronlo, y con razón, los proscriptos, y procuraron vindicarse, haciéndolo con argumentos que, para probar que eran oídos y respetados, no necesitamos decir sino que una de las contestaciones á la censura de nuestros predicadores fué impresa en el mismo Orense, con la aquiescencia, y quizás con el dinero del obispo. Pero esa polémica, como la provocada por el prelado de Santander, Sr. Menéndez de Luarca, sacerdote apasionadísimo é intolerante, sobre el traje, los peinados y maneras de los curas franceses, cubiertos, decía, de vanidad, rebosando olores, cargados de mundo, para esparcir mundo por el mundo, se entabló cuando España recogía el guante lanzádole por la Convención en 7 de Marzo de 1793. Tiene, pues, en eso su disculpa.

El mismo Grandmaison la deja entrever. «La guerra, dice en su libro, produjo también sus efectos en la suerte de nuestros proscriptos. Aunque lejos de las operaciones militares, seguían con ansiedad combates que por todos estilos habrían de serles dolorosos; su patriotismo sufría con las derrotas de las tropas francesas, y, cuando retrocedían los españoles, resultaba una victoria para los principios disolventes que arruinaban al país después de haberlos echado de él.» Y digo yo: ¿Era de extrañar que en un pueblo alzado con el entusiasmo patriótico que reveló por aquellos días el español, herido, además, en sus sentimientos monárquicos y religiosos, con la ira en el corazón por el asesinato del soberano, pariente mayor del suyo, y con el anhelo de vengar las intrusiones, manifiestas ya, de los convencionales en nuestro gobierno y en la manera de ser nuestra; era extraño, repito, que hubiera alguno que, olvidando los deberes del huésped, se revolviese   —429→   contra los que, emigrados y todo, nunca dejaban de alardear de su nacionalidad? El clero, el bajo sobre todo, ni lo ilustrado entonces de lo que debiera ser, ni exento de las exaltaciones patrióticas que caracterizaron las luchas de fines de aquel siglo y principios del actual, se acordó acaso de aquellas legiones de mártires españoles que se vanagloriaban de confesar su fe ante verdugos tan fieros como Robespierre y desafiando tormentos mucho más terribles y dolorosos que los inventados por un Carrier, un Lebon y tantos otros seides de aquel malvado.

En cuanto á la acción del Gobierno español en el asunto de los emigrados franceses, la historia es más larga y venía de fecha ya bastante atrasada. Floridablanca la había encabezado con el empadronamiento de los extranjeros residentes en España y los decretos de Julio, Agosto y Septiembre de 1791. El conde de Aranda, de memoria tan odiosa para Grandmaison, fué quien dulcificó, si no es que las anulara, las disposiciones de su antecesor en esa materia, al reconocer el carácter diplomático de Bourgoing y abriendo, como entonces se dijo, las fronteras á la escarapela tricolor que poco antes escandalizaba al más tibio de nuestros monárquicos. Pero el mismo Aranda, el grande amigo de los filósofos franceses de aquel tiempo, tuvo que retroceder en su empeño conciliador al observar la arrebatada marcha de la Revolución.

Las contemplaciones con la República tuvieron término, naturalmente, al ser ejecutado Luís XVI sin que lograran evitarlo las gestiones directas, las secretas y de soborno emprendidas por nuestro Gobierno, puesto ya en las manos de Godoy. Todo francés se hizo en adelante sospechoso, conocido como era, lo es y ha sido siempre su patriotismo, que no permite á nuestros vecinos disimular la satisfacción de sus triunfos y la pena por sus reveses, como viene á indicarlo Grandmaison en el párrafo que acabo de traducir. El Gobierno español creyó deber vigilar, mejor que á los residentes de antiguo, á los emigrados y proscriptos del año anterior, pensando quizás proteger á estos últimos, particularmente á los que aún permanecían en las provincias fronterizas, expuestos á caer en poder de los enemigos si estos llegaban á penetrar en ellas.

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Motivo había y muy fundado para sospechar de los franceses á quienes se consintió penetrar en España; y no necesito apelar, para probarlo, á datos españoles que podrían tenerse por parciales, porque el mismo Grandmaison me los proporciona en su otro libro ya citado de L'Ambassade française en Espagne pendant la Révolution. En ese libro y su capítulo III, aduce pruebas de que nuestro país estaba inundado de agentes republicanos que, por cierto, no sólo no eran oídos en los pueblos, sino que necesitaron de la protección de los sacerdotes para salvar sus vidas. Y aun así y en tal estado los ánimos, Carlos IV lo tuvo para exceptuar de la deportación á los casados con españolas, á los nacidos en España, á los que llevaban más de diez años de residencia, á los sacerdotes, entiéndase bien, á los sacerdotes y á los emigrados con pasaporte real.

¿Podía hacerse ni debía hacerse más en circunstancias tan excepcionales?

También se confiesa en ese libro que la Convención había inundado las provincias limítrofes de folletos antirealistas y reorganizado los comités revolucionarios de Perpignan y de Bayona para dirigir su propaganda republicana, lo cual no es sino la demostración más palmaria de lo acertado que anduvo Floridablanca al prohibir la entrada en España de los escritos franceses, todos impregnados de doctrinas y ejemplos perjudicialísimos para la tranquilidad pública y la salud del Estado.

Y ahora voy á hacerme cargo de la segunda parte del párrafo á que estoy há rato contestando. Dice así: «Los primeros éxitos, debidos en parte al mérito del conde de la Unión, no se reprodujeron: después de muerto aquel caballeresco soldado, el ejército de Carlos IV no tuvo sino reveses. La toma de Figueras señaló el término de la última campaña.»

En estas palabras, que encierran una contradicción con las de su otro libro, no hay una sola exacta. Los éxitos primeros en la campaña del Rosellón, en que el Conde era tan sólo un general divisionario como tantos otros, se debieron al talento y condiciones de mando del general Ricardos. M. de Grandmaison parece ser el único que desconozca eso. Al morir Ricardos un año después, y muerto también O'Reilly que debía substituirle, tomó Unión el   —431→   mando del ejército establecido en el gloriosísimo campo del Boulou; y desde los primeros días pudieron adivinarse los desastres que uno tras otro se iban á suceder hasta el de su lamentable catástrofe del 20 de Noviembre de 1794 al pie de la fortaleza del Roure. No hay tampoco en España, y así lo reconocen los franceses historiadores de aquellos sucesos, quien ignore que el conde de la Unión, soldado valerosísimo, adalid incansable de la monarquía y de los principios religiosos más puros y ardientes, carecía del genio y de las dotes que deben adornar á los generales con el mando en jefe de los ejércitos en campaña. Y si hay que leer con el recelo que inspiran la pasión ó la envidia escritos como el atribuído á Morla y otros no menos acres que anduvieron entonces de mano en mano entre los españoles atentos á los sucesos de aquella guerra, tampoco debe darse completa fe, como lo ha hecho Grandmaison, á publicaciones tan en contrario apasionadas como la, por otro lado, interesantísima del P. Delbrel, inspirado por el afecto que no puede menos de sentir por la familia del conde de la Unión. No dice Grandmaison que siga al Reverendo P. jesuíta en su escrito estampado en una revista dirigida por los de la Compañía en elogio del conde, nuestro ilustre compatriota, pero se conoce eso, como vulgarmente se dice, á la legua.

En cuanto á que la pérdida de Figueras señalara el término de la última campaña de la guerra, es también de todo punto inexacto. El Sr. de Grandmaison olvida ó quiere olvidar, aunque eso no puede hacerlo un historiador tan distinguido, que la guerra en Cataluña acabó con una brillante victoria, la de Pontós, ganada por las armas españolas que regían el general Urrutia, gobernándolas en jefe, y el marqués de la Romana, cuya división la decidió.

De Grandmaison continúa después narrando las vicisitudes que hubieron de soportar los sacerdotes franceses que se habían acogido á España, al compás de las que corría la Revolución en Francia. Claro es que se mantiene siempre á De Talhouët representando el papel de protagonista en ellas, sin que por eso eche el autor en olvido la suerte de la familia que su héroe conservaba en Francia, en el Rhin ó en Inglaterra. A propósito de esta última, se nos presenta la campaña de los emigrados del ejército de   —432→   Condé con las batallas de Jemmapes, de Quiévrain y Thionville, y la expedición á Quiberon en que murieron ó fueron fusilados varios jefes y oficiales, algunos pertenecientes á la familia de los Talhouët. Ese capítulo, el IX del libro del Sr. Grandmaison, está hecho con suma habilidad histórica é impresiona vivamente al lector, que no cesa de interesarse por la suerte de los heroicos defensores de la causa monárquica, vencidos, es verdad, pero inicuamente sacrificados por Hoche, el general que iba luego á ser tenido por rival digno de Napoleón. Tanto interesa, repito, esa narración, que me voy á permitir el traslado de uno de sus párrafos en honor de su autor, y principalmente, como es de suponer, en el de sus defendidos en causa tan generosa y laudable.

Dice su historiador: «El regimiento del Dresnay tomó una parte brillante en la acción. Su coronel, M. de Talhouët, á pesar de sus 62 años, echó pie á tierra desde el principio del combate para llegar más fácilmente á las líneas enemigas. Algunos oficiales jóvenes reclamaban, como por privilegio de su edad, los puestos de mayor peligro. Todos tenemos hoy la misma edad, les respondió el viejo coronel.

«Una bala le rompió la muñeca; pero cogió la espada con la mano izquierda y dirigió su gente hasta que otra herida lo puso fuera de combate. Su hijo mayor sacó su cuerpo de entre la metralla; pero, al retirarse con tan preciosa carga, fue él mismo herido también y sus camaradas lo llevaron á la península (de Quiberon).»

«M. de Talhouët había quedado en el campo de batalla, desvanecido y sangriento, rodeado de los muertos de su compañía de preferencia: inmediatamente llegaron los republicanos donde él estaba, pero por una indigna violación de los derechos de la guerra, asesinaron á culatazos ó fusilaron á boca de jarro á los realistas que aún vivían. El Conde de Talhouët fue allí asesinado también.»

No se dirá que dejamos de saludar al valor militar y á la abnegación y el sacrificio por una causa noble, en cualquiera que sea la nacionalidad donde se vean ejemplos de tan sublimes virtudes.

Llegó á esto el tiempo en que el vencimiento y la triste memoria del Terror abrieron paso á sentimientos menos crueles en los gobernantes de Francia, y los sacerdotes proscriptos creyeron llegado   —433→   también el momento, tan próspero para ellos, de volver á su país. Muchos volvieron con efecto; pero De Talhouët se mantuvo en España, cuyos aires, decía, probaban muy bien á todos los sacerdotes proscriptos. Y anduvo prudente en su determinación; porque con el 18 Fructidor se reprodujo en Francia el Terror, publicando el Directorio aquellos decretos de Septiembre de 1795 que restablecían la policía de los cultos y el juramento exigido antes al clero católico.

Si este informe no fuera tomando proporciones que, de agrandarse, llegarían á hacerlo demasiado largo y enojoso, me detendría en refutar algunas de las observaciones que Grandmaison sigue exponiendo sobre las providencias tomadas por nuestro Gobierno para evitar los inconvenientes que habría forzosamente de producir tal aglomeración de franceses en la Península. Por la misma razón de ser hombres de conocimientos, enérgicos y merecedores personalmente de todo género de atenciones y respeto, debía ofrecer más dificultades su tratamiento, máxime para el Gobierno, en paz ya con la República francesa y cuyos embajadores ponían empeño especial en que volviesen los emigrados á su país para proclamar así la completa pacificación de los pueblos y la tranquilidad de las conciencias en sus habitantes. De Talhouët era, se conoce, hombre muy rígido en sus principios y esperaba que hablase el Sumo Pontífice; y por más que le llamaran sus feligreses de Hennebont, asuntos particulares suyos y sucesos, unas veces gratos de familia, como la boda de dos de sus sobrinas, y otras tristes como los ya recordados de Quiberon y el arresto de una hermana, no quiso abandonar su celda de Valladolid, distrayendo el tiempo con el trato de sus compañeros de destierro ó con la traducción del Retiro espiritual del P. Cataneo, que le hacía recordar sus primeros estudios en la casa de la Compañía de Jesús, en París.

El concordato, por fin, de 1801, por más dudas que provocara y por más vacilaciones que impusiese en los sacerdotes tenidos por timoratos y escrupulosos, decidió á la mayor parte á volver á Francia, y De Talhouët fué uno de ellos. «Ha hablado el Papa, escribía el 12 de Junio de 1802, y no hay por qué retroceder ya. No dejan de presentarse al espíritu mil dificultades que salvar.   —434→   Esperemos todo del que ha permitido los tiempos difíciles por que aún vamos á pasar. Por lo demás, se me dice que mi edad y algunas dolencias (tengo ciertamente algunas) podrán ponerme al abrigo de muchas cosas; así sea.»

Y en los primeros días de Julio se hallaba en San Sebastián para embarcarse con otros cinco sacerdotes en demanda de la Loire, de donde continuaría su jornada al antiguo solar de sus mayores.

«Estaban ya el 28 de Julio, dice M. de Grandmaison, á la vista de las costas francesas y en aguas de la isla de Noirmoutiers, cuando la nave tocó en el banco de Jagobert.»

«¿Qué pasó entonces y cómo habían ido á dar en un obstáculo tan conocido de los marinos? ¿Cómo no pudieron tomar tierra antes de anochecer, eran las cinco de la tarde, en los días más largos del año? ¿Por qué el Elisa no hizo señal ninguna de peligro? ¿Por qué M. de Talhouët y sus cinco compañeros fueron dejados en una roca en el momento en que se iba á pique el barco mientras el capitán y sus marineros escapaban en la lancha? ¿Por qué, sobre todo, aquel capitán, al llegar á tierra, no dió aviso inmediatamente de la suerte desesperada de sus pasajeros y no declaró su desaparición hasta el día siguiente, muchas horas después de haberlos abandonado á la ascendente marea? Eso es lo que ha quedado envuelto en el misterio y lo que se podrá llegar menos á justificar que á comprender. El hecho brutal es que los seis desgraciados sacerdotes se ahogaron y que jamás se pudo dar con sus cadáveres.»

Tal es, en mi sentir, el libro que acaba de publicar y de enviarnos M. de Grandmaison. Que es interesante en el concepto dramático y en el histórico, se hace evidente á su más ligera y superficial lectura. Es necesario estudiarlo y someterlo á un detenido examen para hallar en él, más bien que errores, sobre todo transcendentales, equivocaciones de concepto nacidas de un espíritu religioso que hace á su autor intolerable la menor contrariedad opuesta á la misión cristiana de sus protegidos al abandonar, por la fuerza brutal de las circunstancias, sus hogares, sus templos y cátedras. Esos sentimientos que deben inspirar el mayor respeto, le conducen á veces á desconocer motivos y razones á que, aun desentendiéndose de los impulsos de una conciencia   —435→   recta é impresionable á la piedad, pueden someterse en su marcha política y en la gestión de los asuntos públicos los que han de dirigirlos y asumir su responsabilidad. Pero al desahogar su pecho del peso de esos sentimientos en un escrito en que necesita revelarlos con la fuerza y hasta la vehemencia exigidas por causa tan meritoria y en ocasión tan oportuna, hace en general justicia al pueblo español, al alto clero particularmente, y á veces al Gobierno de un monarca que, afectado por la desgracia del de Francia y en alarma constante por la suerte de las instituciones que representaba, religión y realeza, no vaciló en sacrificar intereses que otros soberanos se mirarían mucho en comprometer. Es verdad que pocos pueblos ofrecieron el espectáculo que presentó el español ante la emigración de los sacerdotes injuramentados de la católica Francia, tan numerosa que se hacía ascender á 14 ó 15.000 hombres, á la que se agregó la ya tomada en cuenta de los nobles y militares que la elevaron a 30 ó 40.000. Pero no todos los historiadores nos han dispensado los elogios que mereció la generosidad española, si proverbial como el valor y la hidalguía de los que así la ejercitaron en circunstancias tan excepcionales, desconocida de muchos cuando ya no podían ó no querían sentir sus efectos.

La Academia, pues, debiera manifestar á M. de Grandmaison el agrado con que ha visto, lo mismo su libro de Un curé d'autrefois que el que dedicó hace dos años al recuerdo de las intrigas, halagos y violencias empleadas en la corte de España por los delegados de la Convención francesa para atraerla á la satisfacción de sus ambiciosas miras y sujetarla al carro de su fortuna militar en las inacabables guerras que cubrieron de ruinas y desolación la Europa entera. Esa predilección por la historia de nuestra patria que, según el anuncio estampado en el libro sometido á nuestro examen, va á confirmarse de nuevo con la publicación de otro que llevará el título de L'Espagne et Napoléon, bien merece ser estimulada con una de las recompensas de que esta Real Academia suele valerse para poner de manifiesto su aprobación y complacencia.





Madrid, 23 de Noviembre de 1894.



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