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Un estudio de caso: Sor Juana y Vieira trescientos años después


Linda Egan





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Sor Juana y Vieira merece su nicho especial en bibliotecas públicas y particulares. Varios logros explican la unicidad de esta colección de estudios sobre Sor Juana Inés de la Cruz y su obra: su enfoque crítico es de coherencia sugerente; abarca diversos valores interdisciplinarios; su documentación ostenta un rigor inusitado; establece un número notable de precedentes; sus discursos son de una legibilidad tan grata como consistente, y, también importante, ésta es una edición de particular inteligencia, por su precisión, elegancia e, inclusive, su humor sutil.

Estos estudios son versiones de ponencias leídas en un coloquio que, en junio de 1997 en la University of California en Santa Bárbara, reunió a investigadores mexicanos y norteamericanos para un diálogo que colocó en primer plano algunos documentos recién descubiertos o traídos a colación. Se citan dos de éstos con frecuencia particular en este estudio colectivo de un momento crítico en la carrera literaria de la monja: (1) La Carta de Serafina de Cristo (1691), texto inédito en prosa y verso de Sor Juana Inés de la Cruz, descubierto en 1960, en Madrid, por el jesuita Manuel Ignacio Pérez Alonso, y durante muchos años después objeto de un estudio minucioso de autentificación de Elías Trabulse; (2) un sermón que Francisco Xavier Palavicino dictó a los residentes del convento de Sor Juana hacia finales de enero de 1691 y que, cuando se publicó meses después con una dedicatoria controvertida, provocó un proceso de la Inquisición empleado sigilosamente por los oidores para amenazar a su verdadera víctima: la propia Sor Juana.

Las relaciones que entrelazan nombres, sucesos, suposiciones y fechas son complejas y son objeto de la inquisición de este libro sobre un misterio siempre invocado por el estudio de Sor Juana: ¿por qué, realmente, dejó de escribir tan súbita y calladamente, dos años antes de su muerte en 1695?

Sor Juana y Vieira presenta once ensayos, una pieza teatral intriga de Rosabel Argote que estrena las voces gemelas de la monja (la autobiográfica y la profesional), y la primera traducción al inglés de la Cana de Serafina de Cristo, muy atinada versión de Alfonso Montelongo, que se imprime al lado de la transcripción en español de Elías Trabulse. Si fuera ésta cualquier otra colección, un lector tal vez echara un vistazo por el índice para elegir qué textos leer, sin importar ni el orden de sus lecturas ni las que dejara de consumir. Pero este volumen debe leerse completo y según el orden de textos determinado por sus editores, ya que, tras estudiar sólo algunos de sus «capítulos», se asoma una especie de efecto suspensivo: va creciendo la tensión dramática a medida que se redondea el carácter de los «personajes» principales. Este «suspense-novel effect» sugiere que Sor Juana y Vieira   -119-   bien pudiera ejemplificar un nuevo género, mitad tesis de doctorado (con sus 276 notas) y mitad True Crime a la El nombre de la rosa, La cabeza de la hidra y El complot mongol.

Por extraña que parezca la percepción (y yo), en vista de la índole sumamente arcana de los documentos, la progresión precisa de los análisis en esta colección asume el poder de enganchar a un lector. Punto por punto mientras se extiende hacia su dénouement, la serie presenta una investigación del Caso de la Víctima Oculta de la bien conocida (aunque no tan bien entendida) Carta Atenagórica de Sor Juana. Publicada en noviembre de 1690 con este título y sin permiso de la monja por un obispo que se suponía era amigo de aquélla, la Atenagórica (también conocida como Crisis de un sermón), es un tratado -sermón que en su momento provocó lo que Elías Trabulse, en este mismo volumen, atinadamente señala como un «misterio» (143) cuya solución requería de pistas de las que hasta recientemente no disponían investigadores sorjuaninos.

Así es que el motivo tal vez más obvio por redactar esta colección ha sido la oportunidad de reevaluar la Atenagórica a la luz de la Carta de Serafina, la breve sátira de prosa y poesía de Sor Juana, publicada por primera vez en 1995. El texto de Serafina, fechado el 1 de febrero de 1691, dialoga en clave con la Atenagórica, publicada dos meses antes con un comentario seudónimo del obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz.

De manera igualmente concreta, los ensayos aquí reseñados sirven como respuesta al reto que Elías Trabulse planteó cuando publicó El enigma de Serafina de Cristo en 1995; sugirió que

Bien pudiera ser que la verdadera Sor Juana todavía esté en buena medida envuelta en las piadosas brumas que sus primeros biógrafos quisieron darnos como la versión oficial de su vida y de su muerte1.



La versión oficial de su muerte presenta a la monja como obediente novia de Cristo a quien, tras décadas de aventurismo pecaminoso en las letras seculares, fue presa de deseos místicos inspirados por su confesor sufriente y persistente, el padre Antonio Núñez de Miranda, y el arzobispo Francisco Aguiar y Seijas: un alma más remitida al Cielo por los hombres diligentes de la Iglesia. Sin documentación para confirmar o deconstruir esta historia (o este mito), o se han señalado explicaciones que caracterizan la renuncia de Sor Juana como una conversión verdaderamente espiritual2, o, al sospecharse una explicación más siniestra, se han ido buscando pruebas de una conspiración, proceso inquisitorial, u otro suceso amenazante, a través de una bibliografía masiva cuya renovación perenne se debe en gran parte al «misterio» que rodea el silencio final de Sor Juana -y al silencio que acompañó la extinción de esa voz3.

El descubrimiento en 1980, realizado por Aureliano Tapia Méndez, de una carta que Sor Juana le dirigió al padre Núñez en 1682, en la que lo regaña por haberla criticado públicamente, ha servido a estudiosos como una pista gigantesca en la búsqueda para respuestas4. Acometida   -120-   sensacional, aquélla de la monja en su llamada Carta de Monterrey: en efecto, ella había despedido a su confesor, diciéndole que no era menos que redundante en su vida. Bajo la repentina luz de bengala derramada por esta carta, algunos investigadores se inclinaron más sobre las obras de Sor Juana, desmenuzando sus pistas textuales. Otros se desviaron para perseguir rutas tangenciales, al parecer sin nexo con el misterio central. Pero, finalmente, son precisamente los viajes quijotescos de estos detectives tenaces a través de archivos inexplorados los que han llevado este caso tan cerca de su solución como quizás se pudiera esperar.

Lo esencial de la evidencia recogida resulta ser la Carta Atenagórica, cuya argumentación teológica puede incapacitar al lector laico. Este obstáculo textual explica por qué algunos estudiosos han solido hacer a un lado la Atenagórica. Pero ahora se le reconoce como la clave más inmediata -the smoking gun- en este thriller histórico5. Aquel sermón epistolario refuta sutiles argumentos teológicos planteados ya hacía cuarenta años por el ilustre predicador portugués, el Antonio de Vieira del título de este volumen. Ahora parece claro, sin embargo, que bajo cubierta de ese enfoque evidente, la Carta Atenagórica fue, de hecho, un ataque contra un jesuita que se hallaba mucho más cerca de Sor Juana en el espacio y el tiempo, el hombre que había sido su confesor y que luego fue su enemigo. Al circular este texto catalítico, el obispo Manuel Fernández de Santa Cruz (tras la máscara del seudónimo Sor Filotea de la Cruz), incitó un furor público entorno al aventurismo de la monja en letras seculares y teológicas. El obispo también complicó subsecuentes aproximaciones críticas a la vida y obra de la monja.

Como la Carta Atenagórica, los análisis que conforman Sor Juana y Vieira desarrollan una tesis crítica evidente mientras insinúan otro objeto menos evidente. El título sugiere que el libro explora la relación literaria entre una monja mexicana enclaustrada y un peripatético predicador portugués, dos pensadores barrocos que no se habían conocido personalmente. El ensayo que abre la serie escenifica un discurso híbrido. Brevemente, don Luis Leal revisa puntos esenciales de unos estudios tradicionales de Sor Juana, incluyendo resúmenes de secciones importantes del libro con el que Octavio Paz hizo época, Sor Juana Inés de la Cruz, o las trampas de la fe. Leal no alude directamente a ninguna crítica hecha por investigadoras mujeres, y al hacerlo, su análisis evoca un metamisterio que nos conduce al borde de una escena de crimen, donde vamos a observar sobre los hombros de los investigadores.

Con un estilo agradable adecuado para actualizar un discurso antiguo (aquí, la jurisprudencia teológica), Frederick G. Williams analiza un sermón que Vieira escribió antes del famoso texto que Sor Juana comenta en la Atenagórica. El estudio de Williams es un modelo para otros que quisieran saborear la retórica legalista a menudo empleada por Sor Juana y, así sospechamos, que se le había empleado en su contra. Williams sugiere esto al revelar que el padre Vieira era como un Sor Juana masculino: un pensador y escritor talentosísimo, de una sensibilidad extraordinariamente barroca y de renombre controvertido quien además era mariólatra. Es natural preguntarnos: ¿y su Carta Atenagórica, fue realmente un ataque contra este hombre?

Al estudiar estas «relaciones oblicuas», Richard Vernon especula directamente sobre la relación entre el jesuita portugués y la monja jerónima. De haber conocido a Sor Juana, calcula Vernon, Vieira la habría visto como alma gemela (37). Una referencia oblicua a la Carta de Serafina nos permite vislumbrar los perfiles borrosos de dos conspiradores que pugnan por controlar a la monja: la Iglesia Católica cuyos preceptos ella   -121-   desafiaba y los sacerdotes individuales cuyo amor propio ella lastimaba. Con la «Nueva interpretación de la Carta Atenagórica» de Pablo Breschia, los contornos del conflicto se perfilan más nítidamente. Esta recapitulación sucinta de lo que se había conocido, preguntado y creído de la Carta hace hincapié sobre la importancia del análisis de las finezas de Cristo (sus actos amorosos) que Sor Juana hace en este texto axial. El tema de las finezas iba a llevar tanto a ella como al texto directamente a la condenación. A este cuerpo de crítica conocida, Breschia aquí le agrega el impacto de nuevas pistas encontradas en la Carta de Serafina, la cual comenta indirecta y juguetonamente sobre la Atenagórica, sobre la contestación seudónima de Santa Cruz y, para aquel momento en febrero, 1691, sobre el sermón sobre la Atenagórica que el padre Palavicino había pronunciado en el convento de San Jerónimo. En ese sermón, Palavicino había incluido alabanzas exageradas de Sor Juana como teóloga. El análisis de Breschia nos recuerda que Sor Juana siempre leía a contrapelo, y que nosotros debemos hacerlo también.

El quinto ensayo detalla la conexión Palavicino. En su análisis del sermón sobre el sermón de Sor Juana sobre el sermón de Vieira, Ricardo Camarena Castellanos comenta además lo que después vino a ser el más famoso de los textos en prosa de Sor Juana, la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Esta epístola a manera de autodefensa la había escrito (ahora sabemos) exactamente un mes después de la respuesta críptica de Serafina a la carta del obispo de Puebla, en la que el prelado había criticado su tendencia a hablar allí donde ella debía guardar silencio: en el recinto de la exégesis teológica, consagrado a los hombres. Para estas alturas, el nombre que abiertamente acompaña al de Sor Juana en el título de esta colección definitivamente se retira hacia el fondo. Comienza a dominar el nombre del teólogo famoso (o infame), confesor de monjas y calificador de la Inquisición, Antonio Núñez de Miranda6.

María Águeda Méndez, editora de un volumen de documentos de la Inquisición recién redactados, intensifica el intento evidente de esta colección de -como lo dice Sara Poot Herrera en su ensayo (137)- unir la documentación y el análisis más estrechamente que nunca. Mientras señala que Vieira también había atraído sobre sí miradas indeseadas de la Inquisición, Agueda Méndez enfoca el corazón de su investigación en el castigador de Sor Juana, Núñez de Miranda.

El suspenso pega fuerte cuando Enrique Martínez-López va por una senda lateral hacia un área de erudición al parecer bien lejos del contretemps en México sobre cómo una monja utiliza el dogma eclesiástico para denunciar a un cura dogmático. A través de Martínez-López, conocemos a un personaje nuevo, el proto-protestante belga, Justo Lipsio, quien resulta haber sido también, y un siglo antes de que Sor Juana se hallara a la defensa, un pensador independiente cuya rebeldía le puso en dificultades con la Inquisición europea. Esto sugiere la teoría muy convincente de que el obispo Santa Cruz y Sor Juana, ambos, habían leído un texto clave de Lipsio y, por tanto, que los dos podrían dialogar subrepticiamente de los peligros que atañían a una monja que presumiera desplantear, como lo había hecho Sor Juana en la Carta Atenagórica, pensamientos cristianos que ostentaban el sabor herético de una aborrecible autonomía de parecer protestante. Las pruebas documentales que ofrece Martínez-López además exponen al obispo de Puebla como un mentiroso manipulador (evidentemente, Sor Juana así solía afectar a los hombres que se desesperaban por controlarle la mente). En conjunto, en este ensayo vemos una historia sórdida de intriga en la que descubrimos a un Núñez de Miranda envidioso, colérico porque la corte prefería los villancicos y el favor de Sor Juana más que a él y los suyos. También vemos que, en oposición con lo que la crítica antes había sugerido,   -122-   Fernández de Santa Cruz no era amigo de Sor Juana.

Koldobika Bijuesca ahora practica una autopsia lúcida en la Carta Atenagórica y la Respuesta que aquélla ocasionó. Esto nos proporciona pruebas forenses que llevan adelante la línea narrativa de esta colección. Con un discurso transparente, este coeditor nos instruye sobre las distinciones sutiles entre varios géneros de exégesis bíblica y de predicación medieval y renacentista. Al iluminar esta lección con análisis de textos sorjuaninos, Bijuesca fija el género de la Carta Atenagórica: resulta ser, indiscutiblemente, un sermón didáctico al estilo humanista (no místico, sino razonado y, por tanto, que gozaba de poco favor por parte de la Inquisición). Muchas pistas dispersas se unen alrededor del acto de denominar sermón a la Carta.

El enfoque de Sor Juana y Vieira ahora gira sobre una mirada microscópica de la carta nuevamente publicada de Sor Juana, la que firmó con el seudónimo de Serafina de Cristo, dos meses después de que apareció la Atenagórica con la crítica adjunta de Sor Filotea. En su lectura minuciosa de la Carta de Serafina, Antonio Marquet pinta a su predecesora, la Atenagórica, como especie de purloined letter a la Poe: un texto que presenta evidencia directa del desprecio que Sor Juana le tenía a Núñez, evidencia escondida al descubierto, sobre la superficie pulida de su retórica.

El décimo y penúltimo ensayo mira el mismo texto seminal, pero desde una perspectiva dual a la vez más cercana y más panorámica. El propósito explícito de Sara Poot Herrera aquí es arrojar más luz sobre la relación siniestra entre Sor Juana y el padre Núñez. A través de una labor brillante de recapitulación, Poot Herrera combina la erudición meticulosa con el análisis literario iluminador para -de veras hay que decirlo- colocar más pistas ante nosotros, los lectores de esta colección ensayística curiosamente llena de suspenso. Mientras agrega su porción de razonamiento a favor de Trabulse, quien plantea la autenticidad de la autoría sorjuanina de la Carta de Serafina, Poot Herrera pide nuestra colaboración al comenzar a juntar cabos sueltos en una investigación que, para este momento en la lectura, ha borrado el nombre de Vieira del título y, a través de muchos «ruidos silenciosos» (131), enunciado el nombre silencioso del verdadero co-protagonista de este libro: el padre Antonio Núñez de Miranda.

Al igual que Sor Juana lo hacía durante su carrera autodidacta, Poot Herrera busca los «engarces ocultos»7 que juntan entre sí los hilos separados de esta investigación; su labor consolida el argumento en favor de un Núñez vengativo, como la voluntad que más que ninguna otra destruyó a Sor Juana (al parecer, Hell hath no fury like a confessor scorned). Para este propósito, la Carta de Serafina resulta ser clave, porque en ella «se corrigen erratas, se cometen otras; hay equívocos, [y] falsas pistas» que intencionadamente invitan al lector a adoptar la actitud escéptica del detective. Para aclarar el sentido de esta carta autocontradictoria, dice Poot Herrera, «habría que empezar a leerla colectivamente; entre todos podrían ponerse las piezas en su lugar» (137). Desde varias direcciones, esta erudita nos empuja hacia la convicción de que el silencio súbito de Sor Juana fue, de hecho, producto de una conspiración eclesiástica inspirada en la envidia y la malicia, y que gran parte de aquella hostilidad emanaba de un sacerdote fríamente enfurecido: Núñez.

Nos creemos preparados ahora para un Hércules Poirot que nos empaquete las pistas. Entra Elías Trabulse, con un resumen limpio. En «El silencio final de Sor Juana», el erudito vincula documentación nueva a los que la crítica antes había adivinado a través de análisis textual de Sor Juana, para afirmar que, sí, ciertas autoridades masculinas, tanto institucionales como individuales, colaboraron para derrotar a la monja. Con una lógica innegable, Trabulse ofrece pruebas que consignan a la Iglesia mexicana y su arma militar a un lugar poco santo en la historia. Visto en su conjunto, el testimonio de Trabulse plantea soluciones para al menos seis enigmas que han permanecido en la sospecha general como crímenes literarios. Como abogado para la defensa del entendimiento, Trabulse sostiene que:

1. Núñez de Miranda sí es el hombre cuya ideología y personalidad Sor Juana ataca en su Carta Atenagórica de 1690;

2. Otro texto de Sor Juana, al parecer sin relación a la Atenagórica y sus secuelas, los Enigmas ofrecidos a la Casa del Placer, ahora se ve como parte de la   -123-   red complicada de hechos. Publicados en 1968 después que Enrique Martínez-López los descubrió en un archivo portugués, los Enigmas fueron escritos en 1693 para las monjas en Portugal, justamente en el momento climático del proceso secreto en México que se llevaba a cabo contra Sor Juana. Este texto ahora puede verse como parte de una estrategia de defensa coordinada por la antigua amiga y patrona de Sor Juana, la ex virreina, Condesa de Paredes;

3. Aunque fue obligada a renunciar a su biblioteca y el derecho a publicar, Sor Juana de hecho seguía escribiendo, y logró no renunciar, explícitamente, el derecho a hacerlo;

4. El arzobispo Aguiar y Seijas fue, de hecho, el estratega que pudo reconocer en la sorda batalla de voluntades entre Sor Juana y su confesor la oportunidad de disciplinar a todos los conventos de la Nueva España, obligándolos a acatar la regla que habían aflojado;

5. Parece que la condesa de Paredes, cuyo nombre no figura en la lista de ilustres que alaban a Sor Juana en la primera edición póstuma de sus obras, había escogido ausentarse, ya que no quiso participar en un fraude perpetrado por Aguiar y Seijas. El arzobispo había orquestrado la publicación de la Fama y obras póstumas (1700) para que se creyera que la monja había dejado de escribir voluntariamente. Durante siglos, este proyecto de propaganda misógino engañó a muchos críticos que la veían como una católica arrepentida de haberse expresado durante años con un estilo aberrante;

6. Sor Juana de veras fue víctima de la Inquisición, atacada por medio de una estrategia maquiavélica; para mover en contra de la monja, la Inquisición acusó públicamente a un apoderado involuntario: el pobre Palavicino, quien había cometido el error de alabar a Sor Juana por su agudeza en el campo teológico. Los tres «votos de sangre» que representan los últimos escritos publicados de Sor Juana son, en realidad, parte del paquete propagandístico que Aguiar y Seijas juntó como pruebas de que Sor Juana, en un arrebato de misticismo, había elegido retirar su pluma8. Vistos de acuerdo con la interpretación de Trabulse, estas breves autocondenas «fueron únicamente los instrumentos de difusión de una teoría propuesta por el arzobispo... a quien debemos el mito de la santificación de Sor Juana» (154). Son, a final de cuentas, la prueba más certera de que Sor Juana sí fue silenciada por la Inquisición que ella siempre había temido que la condenara9.

Visto así, Sor Juana y Vieira aporta una contribución reveladora al catálogo de discursos emblemáticos que caracterizan el alma gnoseológica del barroco de cualquier época y, específicamente, que caracterizan lo que hemos podido descubrir acerca de la pérdida prematura de una gran voz de la literatura mundial. Con un título que simultáneamente descubre y encubre el objeto de su discurso, este montaje crítico refleja cómo Sor Juana y los hombres de la iglesia en su mundo basaban sus relaciones en la dualidad esquizofrénica de la edad barroca, época de oscilación violenta entre obediencia ciega a la eterna autoridad divina y el razonamiento contingente de la voluntad humana.

Sor Juana y Vieira enfatiza que, a un tiempo, la monja se dejaba seducir por la dureza masculina de su pelea intelectual con la Iglesia y victimizada porque aquella institución no quiso aceptar las pérdidas que la monja les otorgaba en esa lucha. Este libro también afila las imágenes que tenemos de Núñez de Miranda, del obispo de Puebla y del arzobispo, todos misóginos a la vez seducidos por la bella monja carismática y aterrorizados de ser deshechos por ella. Sobre todo, al separar para nuestro examen una y otra de las capas dialógicas del discurso con que Sor Juana cautelosamente componía su expediente en defensa de la libertad de la expresión, los investigadores que contribuyeron a este libro tal vez han aflojado un lazo que ha (con)fundido fascinación con Sor Juana la mujer y el interés analítico en Sor Juana como texto literario.

Siendo ella misma un significante barroco de significado excesivo, sin embargo, Sor Juana sigue incitando la mente detectivesca. El misterio que halle solución en esta colección sin duda remitirá a los investigadores en pos de otro.





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