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ArribaAbajo- XXII -

Sin perder un instante se empezaron las indagaciones. Algunos vecinos de la calle le vieron, y según la dirección que llevaba, debió de salir por la puerta de la Rochapea. Salvador preguntaba a todo el mundo, y como el pobre enfermo era bastante conocido en Pamplona, no tardó en tener noticias del rumbo que había tomado. En compañía del Padre Zorraquín, que se le unió desde que tuvo noticia del suceso, recorrió inmediatamente todo el arrabal de la Rochapea. Al principio las indicaciones que recibió eran vagas y contradictorias; pero al fin supo que Carlos había comprado un caballo y había partido a escape en dirección de Villaba. La circunstancia de estar el pobre Navarro en posesión de su dinero fue causa de esta fuga, porque si no tuviera oro no habría encontrado caballo, y a pie no hubiera podido alejarse mucho. En el acto trató Salvador de adquirir dos cabalgaduras, una para sí y otra para Zorraquín, que se brindó a acompañarle   —397→   en la humanitaria empresa que iba a acometer; pero la escasez de caballería era tal con motivo de la guerra, que en toda aquella noche y en parte del siguiente día no pudieron obtener nada de provecho. Por fin, después de recorrer todos los arrabales exteriores y las cuadras de la ciudad, lograron obtener a precio muy alto dos cuartagos de desecho, veteranos del trabajo de arrastre, cuya presencia infundía 19 veneración y un vivo deseo de andar a pie. Al verse dueño de aquellas dos piezas, Salvador no pudo tener la risa; pero, pues no había otras mejores, forzoso era tomarlas, y dispuso que antes de emprender la primera jornada se les diera una copiosa ración de cebada, a ver si de este modo recordaban su mocedad. Hartáronse de tal manera, que después fue preciso darles igual ración de palos para hacerles abandonar la cuadra y el desusado sibaritismo que les permitió su nuevo dueño. Al fin aquellas desvencijadas máquinas se pusieron en movimiento, llevando a nuestros dos jinetes por el camino de Villaba. Era de noche y la helada dejábase sentir con intensidad. Iba Salvador en trajo de camino y Zorraquín en un pergenio mixto de viajero y eclesiástico, sin sotana, con botas negras, capa de cura y un gorro de terciopelo negro, cuyo borlón bailaba al duro compás de la caballería.

Durante las primeras horas de su expedición hablaron del objeto de ella, discutiendo las probabilidades de éxito. Zorraquín opinaba que Navarro no había tomado el camino del Baztán, sino el de las Amezcuas, donde a la sazón estaba empeñada la guerra, a lo que objetó Salvador que, siendo esta dirección la razonable, no debía creerse que la había tomado el fugitivo, pues lo lógico parecía que este caminara siempre en contra del sentido común. Con todo, las noticias que adquirieron en la madrugada confirmaron la sospecha del buen cura. Antes de llegar a Villaba dijéronles que el demente había retrocedido y vuelto hasta cerca de Pamplona, tomando después, al parecer, el camino de Lecumberri. Volvieron grupas los dos jinetes y se encaminaron a la Amezcua, sin hallar noticia alguna en seis días de molestísimo viaje, entre sustos y contrariedades. Frecuentemente tenían que apartarse del camino por no tropezar con una guerrilla que apostada en las alturas hacía fuego sobre todo viajante sospechoso, y las columnas isabelinas inspiraban tanto recelo al capellán, que no pasara cerca de ellas por nada de este mundo, temiendo infundir sospechas con su empaque de cura jinete. Los hospedajes eran infernales, pero los suplía con ventaja la caridad de los aldeanos, excitada por el Sr. Zorraquín. En algunas partes les trataron tan a cuerpo de rey, como si fueran familiares del Infante, y el astuto   —398→   sacerdote no disimulaba sus opiniones para verse de este modo mejor agasajado y atendido.

Un día perdió Zorraquín su gorro negro, no se sabe cómo (aunque hay opiniones diversas sobre este suceso, sosteniendo algunos que el mismo cura lo arrojó a un muladar). Los dueños de la casa en que ambos amigos se habían hospedado le ofrecieron una boina blanca, también de borla, ancha, redonda, con aro de madera para sostener la forma de plato. Púsosela el cura historiador, mirose al espejo, echose a reír, y dijo que no se la había de quitar más, pues le caía que ni pintada. Partieron, y admitidos en el campo carlista corrieron toda la áspera sierra sin encontrar al individuo que buscaban, ni siquiera indicios de que hubiera estado por allí en ninguna época.

En todas estas andaduras y averiguaciones pasaron el mes de Febrero y parte de Marzo, Salvador muy contrariado y melancólico, Zorraquín contento y satisfecho de verse entre aquella gente. Una mañana, regresando de visitar el caserío donde los carlistas tenían sus hospitales, se le enredó la capa en un espino y quedó en dos mitades como la de San Martín. Un oficial carlista le ofreció al punto una zamarreta de piel; púsosela nuestro cura y se encontró tan bien, tan ágil, tan a gusto con aquella prenda, propia para abrigar sin impedir los movimientos, que gustosísimo la tuvo por suya y prometió llevarla siempre de allí en adelante. Como le crecía la barba, y no había querido afeitarse, ya no parecía tal cura sino un capitán de malhechores, jefe de guerrilla o cosa así. Él se reía, se reía y estaba cada vez más contento.

Con la certidumbre de que Navarro no estaba en la Amezcua, partieron para Levante. Pero el temor de encontrar alguna columna del ejército de Saarsfield les obligó a tomar precauciones. «Aunque son impropias de mí -dijo el cura-, no será malo que llevemos algún arma». Un guerrillero que les acompañaba, por ser amigo o hijo espiritual de Zorraquín, dio a este un sable. Al ponérselo ¡cómo se reía el buen cura!... Salvador le regaló un cinto con dos pistolas que no necesitaba. Cuando se vio con tales arreos el capellán, a quien ya no conocería ni la Iglesia su madre ni la madre que le parió, soltó tan gran carcajada, que las gentes salían al camino para verle. El mismo Salvador, que había asistido a su lenta trasformación, casi no le reconocía bien.

-Sr. D. Salvador amigo -dijo el cura-. Según asegura un buen hombre que ayer llegó de Pamplona, allí corre la voz de que yo me he pasado a las facciones y estoy al frente de una compañía de escopeteros. Podrá ser mentira, ¿eh? pero parece que es verdad. El Señor ha guiado   —399→   mis pasos, trayendome insensiblemente hasta aquí; ha mudado mi figura, me ha puesto en una vía de la que no puedo apartarme ya. Usted, como incrédulo, dirá que la casualidad es quien me ha dado esta guerrera facha, y yo digo que es Dios, el mismísimo Dios quien se ha servido dármela... Por tanto, amigo, es llegado el momento de que nos separemos. Usted se irá tras su humanitario objeto, y yo me quedo aquí en cumplimiento de la voluntad de Dios, que de seguro no me destina a soldado de combate, sino a otras funciones modestas, tales como a la intendencia militar, a la sanidad, a cuidar la impedimenta o a cualquier otro empleo modesto. Dígolo, porque, si bien siento en mí cierto ardorcillo, no puedo menos de asustarme cuando oigo muy de cerca los tiros... Pero eso pasará; que a todo se hacen los hombres... Voy a presentarme al general, para que disponga de mí. Adiós... buena suerte y cuente usted con un amigo. Venga un abrazo.

Salvador le abrazó riendo. Después de augurarle un brillante porvenir en la nueva carrera que emprendía, se despidió para tomar la senda de Pamplona. Por el camino iba pensando que debía dar por suficientemente apurados los medios de investigar el paradero del pobre enfermo fugitivo, pues no daban noticias de él en todo el territorio de la Amezcua. De seguirlo buscando, era preciso recorrer minuciosamente la Navarra entera, para lo que no bastarían dos ni tres años. Pero Dios que lo había dispuesto de otra manera, hizo que cuando había perdido la esperanza de tener noticias del desgraciado Navarro, las tuviese auténticas por un testigo de vista. Loado sea Dios. El Sr. Garrote vivía, aunque en estado deplorable, pues había llegado a servir de diversión a los chicos. Hallábase cerca de Elizondo en un caserío, al cual bajó desde los Alduides a mediados de Marzo. Era ya evidente que el fugitivo al escaparse de Pamplona había salido a Villaba, y tomando el valle del Arga había subido a la sierra, en cuyos riscos y espesuras pasó, no se sabe cómo, la mayor parte del tiempo de su misteriosa peregrinación.

Saber el otro estas noticias y ponerse en camino para el Baztán fue todo uno. Las facciones de Eraso, que operaban por aquella parte, le impidieron la marcha muchas veces, deteniéndole días y más días, a veces no sin riesgo de su vida; pero al fin, a principios de Mayo vio las casas de Elizondo. Hallábase en tierra carlista, absolutamente dominada por las facciones.

La casa en que le dijeron hallarse su hermano estaba a tres cuartos de legua de Elizondo por el camino de Urdax. Presentose en ella y su asombro fue grande al ver que el demente, lejos de servir de diversión   —400→   a los chicos, pasaba en el país por un hombre pacífico y hasta razonable. La casa era viejísima y ruinosa, de esas que después de haber sido palacio de ricos pasan a ser morada de labradores miserables. Habitábala una mujer con cuatro chicos menores. El esposo y dos hijos adolescentes estaban en la acción. Personas, vivienda, mueblaje, animales domésticos, todo allí tenía un triste sello de abandono, indigencia y atraso. Cuando Salvador preguntó por su hermano, la mujer refirió que el Sr. Navarro había sido hallado una noche sobre la nieve, como muerto; que le habían conducido en hombros a aquella casa, donde aún seguía por no poder moverse, a causa de la perlesía que le cogía medio cuerpo. Salvador subió, y vio a su hermano arrojado en el más desigual y abominable jergón que ha sostenido cuerpos en el mundo. El cuarto correspondía a la cama y el enfermo no desmerecía de tan atroz conjunto. Tendido a lo largo, D. Carlos se apoyaba en el codo izquierdo. Delante tenía una silla, sobre la cual había un papel, y en aquel papel fijaba los ojos y la mano vacilante, trazando, al parecer líneas o puntos. Aquello, que tenía aspecto de mapa, absorbía tan profundamente su atención, que no alzó los ojos de la silla cuando sintió los pasos de su hermano cerca de sí:

-¿Quién es? ¿quién me interrumpe? -dijo sin apartar la mirada del papel-. No quiero que me interrumpa nadie ahora. No he encontrado todavía el sitio más a propósito para dar la batalla; pero ya me parece que le tengo, ya le tengo... ¿Sr. Eraso, ve usted esta línea?

Como no recibiera contestación volvió a decir:

-¿Ve usted esta línea? Pues las fuerzas de usted no me han de pasar de esta línea... aquí.

Alzando entonces los ojos vio a su hermano, y fue tal su sorpresa que se le cayó el lápiz de la mano y estuvo como lelo bastante tiempo.

-¿Ya estás aquí otra vez? -dijo con ahogada voz.

Parecía tener miedo. Salvador observaba en la fisonomía de su hermano los estragos de la enfermedad. Estaba cadavérico. Sólo la mitad de su cuerpo se movía difícil y temblorosamente, y a veces la lengua no le obedecía bien y trituraba las palabras.

-Sí -dijo Salvador-. Me dijeron que estabas muy solo, y he venido a hacerte compañía.

-No la necesito -replicó Carlos con desprecio-. Yo creía estar ya libre de tus beneficios, y vienes otra vez con ellos.

-No los aceptes si no quieres. Cuando me lo mandes me marcharé.

Diciendo esto Salvador buscó con sus ojos una silla; pero como no   —401→   era fácil que la encontrase aunque la buscase con los ojos de todo el género humano, sentose a los pies de la cama.

-Bueno, pues ahora mismo. Temo que tu presencia me estorbe para encontrar el sitio más a propósito para la batalla... Vete, ya estoy turbado, ya se me han ido las ideas, ya no sé lo que pasa en mí. Tú tienes la culpa, tú, que hace tiempo te has propuesto trastornar todas mis ideas.

-¿Sabes -dijo Salvador- que estás muy mal alojado?

-Me encuentro bien aquí. Cuando mejore de mi herida...

-¿Estás herido?

-Sí... el lado izquierdo... poca cosa... Cuando mejore, seguiré mi camino, y hallado el sitio más a propósito...

-Ven conmigo, y yo te aseguro que encontraremos juntos el mejor sitio para esa batalla.

Esto decía cuando empezó a llover. El agua entraba por el techo, que tenía más agujeros que una criba, y después que las gotas salpicaron de agua el suelo polvoroso, siguieron menudos chorros que formaban charcos en diversos puntos.

-Esto es vivir en campo raso -dijo Salvador con escalofrío-. ¿Sabes que me 20parece has encontrado el sitio de la batalla?

-¿Cuál?

-Este páramo... Es indispensable que salgas de aquí.

-Choza o palacio -dijo el enfermo en tono solemne y sentencioso- son iguales para mí.

-Es que estás muy enfermo.

-No importa.

-Y estarás peor cada día.

-No importa.

-Y en este sitio no podrás restablecerte.

-Te digo que no importa -gritó Navarro exaltándose-. Harías bien en dejarme solo.

Salvador pensó que no había más remedio que recurrir a la fuerza. Sin embargo, trató de apurar todos los recursos de su ingenio para dominarle.

-¡Estábamos tan bien en nuestra casa de Pamplona!... -dijo con pena-. Nada faltaba allí.

-Pero sobraban muchas cosas.

-¿Qué?

-¡Tus beneficios tus cuidados, tu... tú!... -gritó agrandando la voz a   —402→   cada palabra-. Como me llamo Zumalacárregui, así es verdad que me incomodan tus beneficios. No quiero nada tuyo.

Salvador calló. Un hilo de agua que cayó del techo sobre su cabeza, obligole a apartarse de allí. El viento entraba por distintos lados formando pequeñas tempestades que arrebataron de la silla el papel en que Navarro trazaba sus garabatos, llevándolo al otro extremo de la titulada habitación.

-¡Mi plano...! -dijo Carlos extendiendo su brazo.

Salvador se lo alcanzó.

En la desvencijada escalera de la casa hacían tal ruido los cuatro chicos, hijos de la aldeana propietaria de tan singular edificio, que bastara aquella música para volver loco a cualquiera que en tales regiones habitase.



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ArribaAbajo- XXIII -

Monsalud decidió buscar inmediatamente mejor albergue. Salió, recorrió todo Elizondo. Al fin tuvo la bondad de proporcionarle alojamiento en su propio domicilio el cura del pueblo, anciano muy respetable y sencillo. Por la noche, aprovechando la ocasión en que el enfermo dormía profundamente, tomáronle en brazos cuatro robustas mujeres y le condujeron a la nueva vivienda, no sin que se resistiese en el camino, aunque sin lograr soltarse, por haber sido fuertemente sujeto. El motivo de ser llevado por manos femeninas fue que en Elizondo, como en todo el territorio del Baztán, escaseaban los hombres, hasta el punto de que las faenas más rudas eran desempeñadas por niños y mujeres. Durante los cuarenta días que pasaron ambos   —404→   hermanos en casa del cura de Elizondo, nada ocurrió de memorable, si no es un ligero alivio de Carlos y la constante humanidad de Salvador, que preparaba lo necesario para sacar al enfermo de aquel país y conducirle a un asilo de orates. Necesitaba un buen coche, dos o tres personas, que le acompañaran y sirvieran, y un permiso de las autoridades carlistas para recorrer toda Navarra sin ser molestados ni detenidos. Todo esto era de dificilísima adquisición; pero al fin, con paciencia, actividad y repetidos desembolsos, venció las contrariedades y se dispuso a partir.

Una noche del mes de Julio las facciones se presentaron en Elizondo. Bajaban por aquellos cerros, como bestias hambrientas, y sus gestos, sus pisadas, la viveza de su andar, el estrépito de las armas ponían miedo en el corazón más esforzado. Por todas las entradas del valle aparecían cuadrillas de facciosos, vestidos de zamarra, cubiertos con la boina blanca o azul y calzados con alpargatas o zapatos rotos. Al anochecer, Elizondo estaba lleno, y aún entraban más. La ferocidad pintada en los semblantes no excluía la expresión de sufrimiento por las privaciones y trabajos; pero estaban alegres, cantaban, reían y se las prometían muy felices. En las filas se codeaban los muchachos con los viejos, y al lado del niño, precoz guerrero lleno de ilusiones de gloria, estaba el veterano que se había batido en las campañas heroicas del año 8. Las estaturas eran tan desacordes, que la bayoneta del enano tocaba los doblados hombros del gigante. Por la desigualdad, por la irregularidad, por el valor ciego y salvaje, por la fe estúpida y la sobriedad casi inverosímil, a ningún ejército conocido podrían compararse, como no fuera a los ejércitos de Mahoma.

A la mañana siguiente salieron muchos para Urdax. Los demás tomaron posiciones en las alturas. Se les vela subir como gatos, escalando los empinados cerros con agilidad increíble. El calor les hacía tan poca impresión como les habla hecho el frío. Tenían cara de pergamino, músculos de acero, corazón de piedra y sesos de algodón, que ni el sol derretía ni el pensamiento inflamaba jamás. La guerra había llegado a ser en ellos fenómeno de costumbre, un estado normal, admirablemente conformado con su naturaleza agreste, dura, sufrida, refractaria a las fatigas como a las ideas, y con especialidad inclinada al movimiento. Si no hubiera habido montañas, las habrían hecho para subir y esconderse en ellas.

Por la noche, tres jinetes llegaron a casa del cura. Seguíales numerosa escolta. Se apearon y los tres entraron. Uno de ellos era de buena   —405→   estatura y a todos infundía un respeto que más bien parecía miedo o superstición. El cura se arrodilló delante de él y le besó la mano. Su Majestad (pues no era otro) manifestó deseos de descansar. Tenía mucha jaqueca y ningún apetito. Subió, encerrose en la habitación que se lo tenía preparada. Ordenose el mayor silencio para no molestar a Su Majestad, que no quiso tomar más que un huevo cocido y un poco de chocolate claro. Pidió agua helada; pero en esto no le podían complacer. Quedose solo, y al poco rato llamó pidiendo le llevaran una venda y un poco de sebo para ponérselo en la frente. Uno de los que le habían acompañado entró a darle lo que pedía, y después Su Real Majestad se acostó y apagó la luz. Durante dos horas reinó el más profundo silencio, y el cura andaba casi a gatas por no hacer ruido que pudiera turbar el sueño del primero de los facciosos. Pero de repente sonó en las calles de Elizondo estrépito de caballería; llegaron muchos jinetes a la casa del párroco; se apearon y el jefe de ellos entró en la casa sin pedir permiso ni hacer caso del cura, que salió trinando y bufando a pedir cuenta de tan irreverentes ruidos. A pesar de esto, la calidad del personaje exigía que se pasase recado a Su Majestad. Hiciéronlo así y el Soberano mandó que entrase al momento Zumalacárregui. Oyose la voz del Rey que decía:

-Traigan una luz.

Zumalacárregui estaba en el pasillo, boina en mano.

-Venga la luz -dijo, cogiéndola de las manos del cura que con ella venía presuroso.

Era una vela, puesta no muy gallardamente en un candelero de barro. Se acercó Zumalacárregui y entró en el cuarto oscuro. Su Majestad se había incorporado en el lecho. Aún tenía puesta la venda. El general avanzó lentamente, con respeto y cortedad. Extendió la mano con el candelero. La luz iluminó de lleno el semblante de D. Carlos, en el cual no resplandecía ningún destello ni aun chispa leve de inteligencia. Con la venda, la palidez, el bigote afeitado (a causa del disfraz del viaje), si no era una cara estúpida estaba muy cerca de serlo. Zumalacárregui dijo con voz ahogada por la emoción: -«Señor»: y se inclinó. Parecía un pino que se dobla.

-Acércate -dijo el Rey alargando su mano.

El general dejó el candelero de barro sobre la mesa, y acercándose al lecho puso una rodilla en tierra. Seguía conmovido. El Rey recibió, con júbilo que no podría definirse, aquel primer homenaje tributado a su reciente majestad por el más ilustre y más poderoso de sus vasallos.

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Zumalacárregui encendió después en la vela que había traído la que apagada estaba en la real estancia. Las dos luces, a pesar de aumentar la claridad, hacían más lúgubre el desmantelado recinto. El Rey y el general hablaron.

En tanto dos hombres que en un apartado y estrecho cuarto del piso bajo de la casa parroquial estaban, entretenían el insomnio charlando acerca del suceso que motivaba tanto ruido y tan extremosas entradas y salidas de gente.

-¿Quién anda por ahí, que tanto ruido hace? -preguntó Navarro a su hermano.

-No es cosa que deba desvelarte, porque ni a ti ni a mí nos interesa. Esta noche duerme en casa del señor cura un desgraciado loco que va de paso.

-¿Para donde?... ¿Y cuál es su manía?

-La más extraña y disparatada que puedes imaginar. Ha dado en creer y sostener que es Rey de España.

-¿Y quién lo conduce?

-Otros tan locos como él.

-Eso no puede ser -dijo Navarro prontamente-, porque los locos no conducen a los locos... Alguien habrá entre ellos que tenga razón.

Aquella tarde había hablado el anciano cura de la probable entrada de D. Carlos en el Baztán y de la aproximación de las tropas de Zumalacárregui y Eraso para proteger la entrada del Rey y hacerle los primeros honores. Recordándolo, dijo Navarro con cierta exaltación que encandilaba sus extraviados ojos.

-Este ruido, este ir y venir, este pisar de caballos, no pueden ser otra cosa más que la entrada de Su Majestad, y como yo he venido aquí con mi ejército para esperarle, conferenciar con él y recibir sus reales órdenes, voy a vestirme al momento y a subir, porque no conviene que aguarde nuestro señor.

Arrojose del lecho, y no poco trabajo costó a Salvador detenerle. Empleando argumentos ingeniosos, y a ratos la fuerza, pudo calmarle repitiendo lo del loco conducido por locos.

-Su Majestad no vendrá todavía -añadió-. Yo te juro por el nombre que llevas que serás el primero que sepa su llegada.

Poco después Navarro dormía, y en su febril sueño recibió a Su Majestad, le rindió pleito homenaje; oídas sus órdenes, le llevó consigo al teatro de la guerra. Al despertar, su decaimiento era tan grande como si acabara de ganar treinta batallas y de recorrer a caballo sin descanso   —407→   toda Navarra. Ardiente fiebre le consumía, y la inercia de la mitad de su cuerpo era casi absoluta. Salvador tenía ya dispuesto todo lo necesario para llevárselo. No le faltaba más que un salvo-conducto para recorrer sin tropiezo el territorio dominado por los carlistas, y Zumalacárregui se lo dio aquella noche de muy buena voluntad. Pero un médico que acompañaba al General en jefe vio a Navarro y examinándole cuidadosamente, aseguró que, si bien el cambio de clima le sería de grandísima ventaja, no estaba en situación de emprender un viaje. Sus días estaban contados. La parálisis haría pronto nuevas invasiones y los centros nerviosos no tenían poder para defenderse. En vista de esto resolvió Salvador esperar allí el triste desenlace, aunque tardara algún tiempo; pero no quiso Dios que el martirio del uno y la dolorosa expectación del otro se prolongasen mucho, porque a la tarde siguiente Navarro fue acometido de un accidente convulsivo, después del cual quedó sin conocimiento. Toda la noche la pasó así, de lo que Salvador y el cura coligieron que entregaba su alma al Señor, sin decir ni hacer más locuras. Pero por la mañana volvió en su acuerdo, y dando una gran voz llamó a su hermano y le rogó que se sentara junto a la cama para responder a las preguntas que a hacerle iba. Garrote empezó por desperezarse, estirándose tanto que cada remo parecía dispuesto a arrancarse por sí mismo del tronco y a caer al suelo por los lados de la cama. Las contracciones de la cara y el crujir de huesos eran como si el hombre despertase, más que del sueño de una noche, de un encantamiento de siglos. Luego clavó los ojos en su hermano y le dijo:

-Vas a hablarme con franqueza. ¿He hecho muchos disparates? ¿he dicho muchas necedades?

-Ni una cosa ni otra -replicó caritativamente Monsalud-. Todos están acordes en juzgarte bien y es cosa indudable que diriges admirablemente la guerra, llevando la bandera absolutista de victoria en victoria.

-No, no, no -dijo Navarro demostrando grandísimo dolor-, yo no soy Zumalacárregui, yo no soy lo que mi cerebro abrasado y enfermo me fingió. De repente, lo mismo que se rasga un velo, se ha roto en mi cerebro no sé qué cortina de telarañas, y aquí me tienes con una claridad en el pensar y un tino en el discurrir cual creo no los he tenido en mi vida. Pasmado estoy de que un hombre como yo, jamás inclinado a fantasías ni figuraciones, haya estado por tanto tiempo... y a propósito de tiempo... ¿en qué día vivimos? Vuelvo del país de la necedad, donde no rigen almanaques.

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Salvador le dijo la fecha, y Navarro prosiguió:

-No se han borrado de mi mente estos días tristes, pero la noción que tengo de ellos es muy oscura. Sé que he creído ser Zumalacárregui, aunque si he de decirte verdad, aún en los momentos de más exaltada demencia había en el fondo de mi alma ciertas dudas... quiero decir, que no estaba yo completamente seguro de ser lo que decía, y mis dos personas, la verídica y la falsa se confundían y se separaban por momentos... La manía de ser Zumalacárregui nació en mí del deseo de emularle. Yo vine al Norte convencido de mi valer y seguro de formar con las facciones de este país un ejército irresistible. En suma, yo pensaba hacer todo lo que hace Zumalacárregui, y dicho sea sin jactancia ni locura, creo firmemente que lo habría hecho lo mismo y quizás mejor, si Dios no hubiera dispuesto que se trocaran los papeles; que todas mis ideas las pusiese él en práctica y mis planes todos pasasen a ser obra y provecho suyo... Ya es tarde; pasa el tiempo y yo me muero, porque seguramente esta vuelta mía a la razón, es como en D. Quijote, señal de muerte próxima.

No lo creyó así Salvador, viéndole con tan buenas explicaderas, sereno de aspecto y fácil de palabra. Contento de este cambio que parecía milagro, le reanimó con palabras cariñosas y le hizo un resumen del estado de la guerra y de la política. Pero Navarro no pareció interesarse mucho en estas cosas profanas, y dando un gran suspiro, dijo así:

-La salvación de mi alma es lo que me interesa; que lo demás, como cosa del mundo, acabó para mí. Venga un cura, que me quiero confesar.

Salvador pensó en el cura de Elizondo, a cuya generosidad debían su asilo; pero como Navarro se enterase de que había venido con las tropas el padre Zorraquín, su antiguo amigo, quiso verle y que fuese él quien le ayudara a bien morir oyendo la confesión sincera de sus culpas. Salvador le buscó por todo el pueblo y al fin halló al cura historiador y guerrero en una taberna, escanciando con marcial donaire una azumbre de vino, ganada al juego de las damas la noche antes.

Acudió Zorraquín al llamamiento de su amigo. Cuando este salía del segundo desmayo, que fue más profundo y grave que el primero, vio entrar en la alcoba, anunciándose antes con rechinar de espuelas y resoplidos de cansancio, un figurón inverosímil y que en otras circunstancias habría traído al moribundo, en vez de consuelo, una agonía mayor que la de la misma muerte. También vinieron a verle Oricaín y Zugarramurdi, que le habían abandonado cuando cayó prisionero. Recibioles con indiferencia, y ellos se retiraron pronto.

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La cara de Zorraquín, que rapada era bondadosa, desaparecía ya entre un vellón áspero, negro y erizado, como bala de lana sin cardar. Los ojos pequeños, la nariz agarbanzada y la desabrida sonrisa del capellán apenas se abrían paso por tan enmarañado bosque de pelos. La boina blanca caída de un lado parecía impedir con su peso que el cabello, no menos áspero que la barba, tomase la dirección del techo, como un escobillón que se cree ciprés. En la zamarreta del cura veíanse diversos cintajos que manifestaban sus grados y condecoraciones. El sable le arrastraba por el suelo, sonando a pandereta rota. Las botas desaparecían bajo salpicaduras de fango; las pistolas eran negras como la zamarra, y las manos de color de hierro viejo. Por donde quiera que iba el guerrero, difundía en torno suyo un complejo olor a pólvora, a cuadra y a vino.

-Vamos, vamos, Sr. D. Carlos -dijo Zorraquín abrazando al enfermo-. Ahora que los dedos se nos hacen triunfos, y tenemos a nuestro Rey con nosotros, y nos preparamos para ir sobre Madrid ¿se le antoja a usted morirse? Eso no se puede consentir.

Navarro se acongojó mucho y dijo que la voluntad de Dios no le permitía guerrear en aquella grande y sublime campaña. Hablaron un momento del alma y de la bondad de Dios. Zorraquín halló en su espíritu cierta dificultad para retrotraerse a su antiguo oficio, tan distinto del que entonces tenía; pero al fin pudo vencer su desgana de oír pecados. Quitose la boina, sentose, apoyó el codo izquierdo en la cama, y acariciando con la derecha mano el sable, preparose a escuchar la confesión de su infeliz amigo.

Navarro no fue breve en aquella ocasión, y los escrúpulos sucedían a los escrúpulos, las consultas a las consultas. Al principio le oyó con paciencia y bondad Zorraquín, dirigiendo al penitente los más edificantes consuelos; pero tanto y tanto machacaba Navarro, y dimensiones tales daba al acto de limpiar su conciencia, que el buen clérigo no pudo menos de considerar cuán incompatibles eran en aquel caso las funciones de comandante de armas y las de pastor de almas. Empezó a sonar en el pueblo ruido de tambores tocando llamada. El ejército se iba a poner en marcha, y héteme aquí a uno de los más importantes jefes clavado al lecho de un moribundo. Abandonar a este cuando más contrito parecía y más necesitado de consuelos, era imposible, y dejar de acudir a donde el honor militar y el deber le llamaban también era imposible para Zorraquín. Colocado él entre estos dos imposibles, padeció horriblemente en breves instantes. Los toques de clarín y tambor arreciaban   —410→   y se sentían pasar las tropas por la calle con algazara y gritos. Las pisadas de tantos hombres producían hondo rumor, como mugido lejanísimo de la tierra por tantos pies herida. Cuando Zorraquín oyó el piafar de los caballos, no supo lo que por sí pasaba y un sudor se le iba y otro se le venía, mientras D. Carlos Garrote, charla que charla, no se contentaba con hablar de sí y de su conciencia, sino que se entraba en ciertos laberintos de teologías. No le hacía ya maldito caso Zorraquín, y acariciaba el sable, como si fuera aquella arma necesaria para encaminar almas al cielo; movía alternativamente una y otra pierna, resollaba fuerte, se acariciaba la cerdosa barba, hasta que una destemplada voz sonó en la calle, gritando... «¡Zorraquín!» y tras esta palabra otra no muy edificante ni culta. Como si estallara dentro de su cuerpo un petardo, se levantó el confesor. No se había podido contener.

-Usted me... dispensará, Sr. D. Carlos -dijo con torpe lengua-, pero mis deberes militares... No se pertenece uno desde que se mete en ciertos trotes.

-Sí, sí... vaya usted... ¿Cuántos hombres hay en Elizondo?

-Doce mil y ochenta caballos. Con permiso de usted...

Y extendiendo su brazo, murmuró muy a prisa latines que más bien parecían escupidos que hablados. Desde la puerta dijo ego te absolvo; hizo la señal de la cruz como quien da bofetadas en el aire, y echó a correr, arrastrando el sable y tropezando contra todo lo que se hallaba a su paso. Parecía una bestia recién escapada de la jaula, que busca su libertad entre la muchedumbre. Navarro, al verle salir, dio un gran suspiro. ¿Era porque su conciencia estaba aún algo turbada o por desconsuelo de que sus amigos guerrearan mientras él se moría?

Dejemos a Zorraquín subiendo a su caballo, cosa para él bien distinta de subir al púlpito. La tropa carlista salía de Elizondo. En el centro iba D. Carlos con su Estado Mayor de clérigos y generales, y a la cola algunos carros con vituallas y coches con damas y palaciegos de la corte que empezaba a formarse. El reino apócrifo no se habría creído con visos de verdadero, si no tuviera su cola de rabillos de lagartija.

Navarro empezó a decaer después de la confesión, y se aplanó tanto aquella noche, que no podía moverse y hablaba con mucha dificultad. Su hermano no se movía de su lado.

-Tengo que hablarte -le dijo Carlos, esforzándose en sacar del pecho la voz-. Yo me muero y no quiero morirme sin confesar que te debo inmensos beneficios, que te has conducido cristianamente conmigo. Si viviera más, ¿podría llegar a quererte?

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-Si vives (y no debemos perder la esperanza de ello), nos separaremos, y no tendrás tú el enojo de agradecerme ni yo la necesidad de servirte.

-Pues bien, por más que se empeñen en unirnos la Naturaleza y el mundo, tienes unas cosas... Dame agua...

Salvador le dio agua. El beber reanimó un tanto al enfermo, que pudo decir esto:

-¡Qué habría sido de mí sin tu ayuda, sin tu generosidad en estos meses de locura y abandono!... Mucho te debo, mucho. Se me viene a la boca la palabra hermano, las palabras hermano querido, y sin embargo... Dame más agua.

-No te sofoques. Tiempo tendrás de decirme lo que quieras... No necesitas darme satisfacción de nada. Lo que he hecho contigo, por deber lo hice, no por jactancia, por impulso de mi conciencia, no por humillarte con beneficios que contrastaran con tus crueldades. Si vives, no quiero de ti más que olvido, olvido de todo.

-Sé que debo perdón a todos los que me han ofendido; pero hay ofensas que no se pueden perdonar. No está en nuestro poder perdonar, por más que lo digan Zorraquín y todos los clérigos juntos... Yo me muero -añadió haciendo un esfuerzo para detener la palabra que se iba, abriendo paso a la vida que se iba también-, yo me acabo. Tú vivirás, volverás a Madrid, verás a la que fue tormento y bochorno de mi vida. Dile... dile que no la perdono, que no la puedo perdonar.

Salvador le dio la mano. Navarro, tomándola, la apretó en la suya fuertemente. Le miró con espanto. En aquel momento postrero parecía que se reproducían en su alma todas las amarguras de su vida y que espantosas imágenes le turbaban la vista. Con voz que parecía un suspiro, pronunció estas palabras, aflojando los músculos de la mano con que estrechaba la de su hermano:

-¡Ni a ti tampoco!

Y dejando caer la cabeza sobre el pecho, dejó de existir.

¡Extraña cosa! Cuando llegó el momento de dar sepultura al valiente soldado, víctima de una dolencia nacida de sus propias melancolías y de su irritable carácter, no se encontraron hombres que cargaran aquel desfigurado y un tiempo hermoso cuerpo. Todos los hombres de Elizondo estaban en la facción. Las mujeres prestáronse gustosas a conducir el cadáver; pero como el cementerio estaba muy cerca de la casa del cura, Salvador tomó en sus brazos el cuerpo frío, y acompañado del cura y sacristán, precedido de una turba de chiquillos y seguido de dos   —412→   docenas de mujeres curiosas, le depositó junto al hoyo. Con ayuda de femeninas manos fue bajado a lo profundo y se le echó mucha tierra   —413→   encima. El día estaba húmedo, la tierra blanda, el cielo triste y lacrimoso.

Aquella misma tarde partió Salvador de Elizondo, deseando huir de un país que le infundía repugnancia y miedo, a causa de las muchas locuras que en él había visto; y así como el que visita una casa de orates se siente tocado de enajenación y con cierto misterioso impulso de imitar los disparates que ve, sentía nuestro hombre en sí cierta levadura recóndita de demencia, por lo cual se echó fuera a toda prisa. Un hombre que se cree Zumalacárregui, un Zumalacárregui auténtico que sacrifica su genio y su dignidad militar a ambicioso príncipe sin más talento que su fatuidad ni más idea que su ambición; un país que abandona en masa hogares, trabajo, campo y familia por conquistar una soberanía que no es la suya y una corona que no ha de aumentar sus derechos; ríos de sangre derramados diariamente entre hombres de una misma Nación; clérigos que esgrimen espadas, moribundos que se confiesan con capitanes, villas pobladas por mujeres y chiquillos; cerros erizados de frailes y poblados de hombres lobos, que deliran con la matanza y el pillaje, son incongruencias que repetidas y condensadas en un solo día y lugar pueden hacer perder el juicio a la mejor templada cabeza y hacer dudar de que habitamos un país cristiano y de que el Rey de la civilización es el hombre. Así lo pensaba Salvador, huyendo de Elizondo y de Navarra, como el que huye de una epidemia, Deseando perder de vista pronto a la gente facciosa y el sangriento teatro de sus hazañas, tomó el camino de Urdax con ánimo de salir de Navarra por los Pirineos y entrar en la España Isabelina por la Francia Orleanista.



  —414→  

ArribaAbajo- XXIV -

Rodfriquine, ¿vidiste hodie ceremoniam in capella Dolorosæ?

-¡Eheu! amice. Vidi (et invideo) satisfactionem Agni Benedictinei (vel Benigni Corderi) in desposorium suum cum puella.

-¿Quid tibi videtur?

-Ille senex, superlative frescachona illa. ¡Matrimonius slultus! Acababerit sicut rosarium albæ matutinæ.

  —415→  

-¡Oh fortunate senex!

-¡Oh terque quaterque beatus! Ille lætificat senectutem suam cum moza matrimoniale (vel uxore) dum nobis nulla res amatoria licet. ¡Miserere nobis, Domine, miserere nobis, qui Thesaurum Calepinum et horridos mamotretos desposamus. Gramatica muchacha nostra est.

-¡Eheu!... ¡pergaminosa et frigidissima uxor semper nobiscum in aula, in mensa, in thoro!...

Al oír este diálogo se comprenderá que anda por aquí el maligno y siempre macarrónico D. Rodriguín. En efecto, él era quien sostenía esta conversación latina con otro colegial no menos travieso, valiéndose para ello de una especie de comunicación postal establecida debajo de las carpetas por medio de un hilo corredizo que funcionaba de un puesto a otro a escondidas de los demás colegiales y de los padres. Ambos amigos afectaban hallarse muy ocupados en sus tareas estudiantiles. Ni con rumor, ni con miradas, turbaban el silencio plácido de la sala de estudio. Los asientos de uno y otro estaban cerca. El hilo corría suavemente por debajo de las mesas, llevando y trayendo un papelito, en el cual cada uno escribía su macarrón, referente por lo común a los sucesos del día, y así pasaban las horas dulcemente entretenidos con gran detrimento de la lección señalada. A veces funcionaba el telégrafo sub-carpetano tan sólo para observar que al padre Fernández se le caía la baba o que al padre Solís se le rodaba el bonete. Por poco versado que el lector esté en humanidades macarrónicas, habrá deducido del diálogo trascrito que aquella mañana se había casado D. Benigno Cordero en la capilla de los Dolores de San Isidro. Este gran suceso se verificó a fines de Junio.

Estuvo D. Benigno en aquella ocasión sereno y grave, como hombre que da cumplimiento al más importante de los deberes. Sola parecía contenta sin afectación, los muchachos estaban alegres y Crucita renegando. La bendición fue dada por el padre Gracián, con quien celebró Cordero larga conferencia en la tarde de aquel día cien veces fausto.

Dejemos ahora a esta digna familia, para quien parecerán siempre pocas todas las bendiciones del cielo, y sigamos al venerable jesuita, cuyos pasos son ahora del mayor interés. Acompañado del joven que solía pasear con él, salió del Colegio Imperial, tomó por la calle de los Estudios, y entrando en la de las Maldonadas, detuvo sus pasos en la puerta de un llamado establecimiento, cuyo nombre más propio fuera tenducho. Miró adentro, no vio a nadie, volvió a mirar, llamando, y al conjuro de la voz, moviose un enorme tinajón de hacer buñuelos que   —416→   arrinconado estaba. Cayó de él una estera vieja, apartáronse dos escobas, y por el hueco que del movimiento de estas piezas resultara, viose aparecer una figura de mujercilla raquítica, que se adelantó cojeando.

-Romualda, ¿qué hacías ahí?

La muchacha se restregó los ojos.

-Estaba durmiendo -replicó.

-¿Y así cuidas tú la tienda?

¡La tienda! Sólo por prurito de hacer hipérboles podía darse este nombre al mezquino aguaducho, consistente en media docena de botellas, un gran tarro de cerezas en aguardiente, caja de latón con delantera de vidrio, medio llena de bollos y azucarillos, y un par de botijos de agua de la Arganzuela.

-Tenía mucho sueño -dijo Romualda-. Anoche me tuvieron en vela esperando a padre López, que vino entre dos luces.

-Embriagado tal vez... ¡Bendito Dios!... ¿Y ahora está tu padre en casa?

-No lo sé... subirá. Mi madrastra está en la cama.

-Sube, y si está tu padre, dile que baje al momento. Necesito darle un recado.

Mientras Romualda sube, dejando al buen clérigo y su acompañante en la puerta del establecimiento, digamos cómo de la opulencia y desahogo de la carnecería pasó aquella desmoralizada familia a la estrechez de un miserable comercio de agua y vino. En casa donde no existen ni los vínculos ni los afectos que constituyen la familia, donde la paz deja su puesto a la discordia y los vicios ocupan el lugar de la economía y la sobriedad, no pueden de modo alguno afincar las prosperidades. La actividad de Nazaria y su inteligencia no bastaban a atenuar los malos efectos de la holgazanería de López, el cual no sólo derrochaba en torpes fraucachelas lo adquirido con sus malas artes y conexiones políticas, sino que también sabía apurar, dejándolos en las puras tablas, los cajones del mostrador, llenos del pingüe esquilmo de la mañana. Nazaria no gastaba en liviandades, pero sí en lujo y ruinosos caprichos. Empeñaba una joya para comprar otra, y a ninguna prendera dejaba salir de su casa sin quitarle de las manos, a cambio de buen dinero, el rico mantón de Manila, la peineta de concha, el abanico de marfil, los soberbios encajes flamencos y otras prendas valiosas que las casas ricas de Madrid arrojan diariamente al oscuro mercado de lance. La carnecería producía mucho; pero el género de Mortanchez y Candelario no cae llovido del cielo, por lo que pronto empezó a declinar la casa, y dando tumbos y   —417→   traspiés cayó, a la vuelta de un año, en el abismo del descrédito. Los acreedores se repartieron el botín y hubo una desbandada de chorizos y una dispersión de jamones, que dieron mucho que hablar a todo el barrio de San Millán. Los muebles de la casa fueron embargados, y salieron en busca de más seguro domicilio las imágenes y santicos, juntamente con los toreros. Tres o cuatro puestos del Rastro lucieron durante una semana parte muy principal del ajuar de la Pimentosa, que sólo pudo retener lo indispensable para no pedir un hueco en San Bernardino, fundado por Pontejos en aquel mismo año. Ciertos dineros no muy lucidos que se salvaron del desastre casi por milagro sirvieron a la viuda de Peralvillo para poner la tienda acuática antes descrita; y entre aquellos cuatro fementidos trastos la infeliz mujer se mecía otra vez en locas ilusiones, pensando en volver a ser favorecida de la fortuna, para sacar del comercio pequeñito un tráfico grande y rico. Ella tenía genio, sabía comprar, sabía vender, pero ignoraba el arte de guardar, que es el arte de enriquecer. Su mala estrella o su naturaleza física y moral (que esto no está bien averiguado) le agravaron el mal que ha tiempo padecía, llegando al extremo de no tener hora de completo sosiego; y si los duelos con pan son menos, la enfermedad acompañada de duelos y quebrantos cierra la puerta a todo remedio. A la escasez se unían las continuas reyertas domésticas para abatir más el espíritu de la pobre viuda de Peralvillo y poner su estómago más dolorido. Un hecho importante ocurrió poco después de la ruina. No lo pasemos en silencio por lo mucho que a ambos favorece. Se casaron; pero la legalización de aquella inmoral alianza no la hizo más pacífica, y después de los desposorios llevó López más arañazos en su rostro y ella mayor número de cardenales en su hermoso cuerpo.

El desastroso acabamiento de D. Felicísimo y el desplome de la casa en que vivía pusieron a Tablas en gran desesperación, porque él creía segura una buena manda en el testamento de su protector. Como el testamento no se encontró entre los escombros, o si se encontró lo inutilizaron hábilmente Bragas y los de la curia, quedáronse en ayunas López y los señores eclesiásticos, que también tenían sus cinco sentidos en las mandas de misas y legados piadosos. Del abintestato del Sr. de Carnicero se había aprovechado a sus anchas, sin el estorbo de repartir, el siempre venturosísimo Pipaón, a quien el cielo deparó un vástago a los nueve meses (día más día menos) de su matrimonio.

Chasqueado por aquella parte, Tablas se obstinó más y más en apretar los lazos que le unían a las sociedades secretas y al conventículo   —418→   formado por Aviraneta, Rufete y comparsa. Bien se comprende que López, hombre sin letras ni palabra, incapaz de formular discretamente un juicio ni de aposentar una idea en la espesura de su cerebro, no podía ser en el club populachero más que un instrumento brutal para funcionar en días de escándalo y griterío. Todos cuantos han tenido la desgracia de trabajar en conspiraciones burdas saben perfectamente que los despabilados y parlanchines forman a sus espaldas una guardia de hombres soeces y brutales, que sirven para dar a la idea, en la ocasión precisa, su voz estentórea, su brazo salvaje y su representación apasionadamente popular. Tablas era de esta guardia, mejor dicho, era el jefe de ella, y había conseguido llevar al club a otros mocetones, que ni desmerecían de él en fuerzas corporales, ni le ganaban un ardite en talento.

Pero, desgraciadamente para él, las conspiraciones de aquel tiempo carecían de fondos. Eran conspiraciones pobres, no por esto honradas. Se esperaban auxilios; pero los auxilios no venían, porque los destinados a darlos no habían llegado aún a ese grado de candidez en que la ambición cierra los ojos y abre la mano.

Para atender a sus gastos, que no había sabido disminuir después de la miseria, Tablas se colocó en el establecimiento de coches de la posada del Dragón, con cuyo dueño tenía amistad antigua. Pero su holgazanería le vedaba siempre entrar en faenas duras, y sólo se ocupaba de cuidar el almacén de equipajes y encargos. En destino tan poco brillante aguardaba el imaginario triunfo de aquellos buenos señores del club, tan sabios, según él, o la señal de armar camorra a las autoridades. El majadero de López estaba dispuesto a todo, apretado por la miseria, la envidia y los apetitos que devoraban su alma.



  —419→  

ArribaAbajo- XXV -

Ya se cansaba de esperar el venerable Gracián, cuando apareció Romualda, jadeante y sofocada. Por su conducto la señora Nazaria suplicaba al Padre tuviera la bondad de subir, porque se encontraba muy mala. No desoía jamás esta clase de ruegos Gracián, que además de eclesiástico bondadoso era médico hábil, y precedido de la coja, llevando tras sí al cleriguito joven que le acompañaba, acometidos cien escalones que conducían a la morada del infeliz matrimonio. Esta era muy humilde; pero Nazaria, que tenía instintos de embellecimiento doméstico, la había arreglado de modo que pareciese menos fea de lo que realmente era. Estaba la Pimentosa   —420→   postrada en desvencijado sofá. Había desmerecido tanto su persona desde el año anterior que no parecía la misma. Aquel continente de matrona, aquel aire simpático, aquel rostro lleno de atractivos no eran ya sino sombra de sí mismos. Gordura fofa en su cuerpo, languidez en su semblante y un decaimiento general en su persona toda anunciaban que la maja no volvería a ser lo que fue. A su lado estaba la mujer demacrada, pálida y huesuda que vimos en la buñolería algunos meses antes, y que había permanecido al lado de su ama, como uno de esos cortesanos de la desgracia que con menos mérito alardean de fidelidad en esferas más altas. A primera vista la mujer aquella parecía imagen de la Muerte esperando su presa. Su brazo, que no debía de tener más que el hueso seco, se extendía oscilando con lúgubre cadencia. Su mano empuñaba una rama de acacia, para espantar con ella las moscas que molestaban a Nazaria.

Gracián y el otro clérigo se sentaron después de saludar a la enferma con mucho interés. Nazaria agradeció mucho la visita y estuvo quejándose durante diez minutos, dando cuenta prolija de los distintos dolores que sentía, en partes diversas, los unos afilados como cuchillos, los otros duros como pedradas, y algunos múltiples y horripilantes como el rasgar de una sierra. Después calló. Gracián dijo solemnemente que más, mucho más había padecido Cristo por nosotros, y luego reinó un silencio tristísimo, durante el cual no se oía más que el rumor de las hojuelas de acacia, batiendo el aire y desconcertando las bandadas de moscas. Al punto que estas vieron a los dos clérigos, se fueron derechas a ellos, manifestando singular preferencia por el joven acompañante.

-Lo pasaría menos mal -dijo Nazaria-, si no tuviera miedo, muchísimo miedo a esa enfermedad que ha entrado ahora, y que, según dicen, mata a la gente en un abrir y cerrar de ojos.

-Se llama el Cólera -dijo la flaca con vocecilla ronca que hizo estremecer al curita.

Al decir esto Maricadalso (que así la llamaban) se asemejó más que nunca a la madre Muerte, nombrando a una de las más fúnebres herramientas de su oficio.

-El cólera, sí -dijo Gracián-. Esta epidemia viene del Ganges, de donde saca su apellido de asiática. Ha empezado a hacer grandes estragos en Europa, y Dios no ha querido librar a España de tan tremendo azote. Tengamos paciencia. Hasta ahora Madrid va librando bien. Las invasiones no son muchas. Empezó en Vallecas y parece como que va pasando de Norte a Sur.

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Nazaria le preguntó por los remedios que para tan atroz dolencia habían descubierto las facultades, y Gracián, con apariencias de no creer mucho en ellos, habló de varios, tales como friegas, infusiones teínas y revulsivos. El mejor antídoto contra el mal era, a su juicio, el valor y el desprecio del mal mismo.

-Entonces -dijo Nazaria con temblor y abatimiento-, esa maldita cólera de Dios no me perdonará a mí, porque le tengo más miedo que a una centella, y si miro a la puerta me parece que entra en figura de gente, si miro a la ventana me parece que entra con el aire, con el sol y con el polvo de la calle. No como, por miedo a que entre en mi cuerpo con la comida, ni duermo temiendo que me coja en sueños y me lleve antes de despertar.

Gracián se rió de estos pueriles temores, y también se habría reído el subdiácono si no estuviera muy ocupado en ahuyentar las moscas que invadían su cara. Maricadalso le vio dando manotadas. Alargando la rama, diole un escobazo en el rostro para líbrarle de la ferocidad insectil.

-Confianza en Dios y no dar a esta miserable existencia mundana más valor del que tiene, son los más eficaces remedios -afirmó Gracián con autorizada voz.

La vocecilla ronca de Maricadalso se dejó oír. Parecía una corneja que cantaba en la propia rama de acacia. Moviendo su cabeza con aire de incredulidad, cantó estas palabras:

-A mí no me emboban. Esto no es epidemia que venga de las Asias, sino malos quereres.

-¿Y a qué llama malos quereres, buena mujer? -preguntó Gracián riendo, no tan fuerte como el subdiácono, que soltó una carcajada.

-Al mal tercio que hacen algunos, los malos... los pillos que quieren que se acabe medio mundo para quedarse ellos solos.

-¿Y qué pillos son esos?

-Yo me lo sé -dijo la imagen de la Muerte, cuyos ojos lucían en el amarillo casco como agujeros de calavera-. ¡Llaman cólera al mal querer!... ya, ya... Más vale que nos lleven a la horca que no acabarnos de esta manera.

Estas misteriosas apreciaciones sobre cosa tan notoria como la existencia de la epidemia no llamó la atención de Gracián, porque su trato frecuente con el pueblo bajo de Madrid le había acostumbrado a oír sin sorpresa los despropósitos del vulgo. Todo lo que es razonable y conforme al sentido común se resiste a la mente del vulgo. Para que en él   —422→   halle resonancia y acogida una idea es necesario que sea perfectamente absurda.

-Señora Cadahalso -manifestó con bondad el jesuita-, usted es de las que ponen en duda que vuelan los pájaros, y creerá que los bueyes se pasean por los aires. Muy bien, con su pan se lo coma.

-Otros se comen nuestro pan, que no yo -dijo la espantosa mujer, enseñando sus dos filas de dientes iguales y puntiagudos-. Yo me sé lo que creo, y creo lo que yo me sé... Y toque su paternidad a otra puerta, que ya vamos abriendo el ojo.

-Todo sea por Dios...

-Más respeto, canalla, más respeto -añadió Nazaria, tomando a su vez la rama y azotando suavemente a la estampa de la Muerte-... Señor cura, no haga su merced caso, y dígame si para mi mal debo tomar una medicina que me han recomendado.

-¿Cuál es?...

-No es cosa de la botica, sino del cielo.

-No entiendo.

-Es cosa santa. Es un polvillo que dicen se saca de la cueva en que hizo oración San Ignacio.

-¡Ave María Purísima! -dijo Gracián llevándose las manos a la cabeza.

-¿Se espanta su merced?... Ese polvillo lo tiene, como gran reliquia, mi señora Doña Josefa, la mujer de D. Pedro Rey. Dice que su niña Perfectita sanó con él.

-¡Sacrilegio, profanación! -exclamó el jesuita-. ¡Abuso nefando de las cosas piadosas! Esa tierra bendita es un objeto de piedad que debe venerarse como recuerdo de uno de los varones más insignes que ha habido en el mundo. Las cosas santas han de ser tratadas con mucho respeto y puestas a tanta altura que no pueda llegar a ellas el charlatanismo. Dad a Dios lo que es de Dios, y a la botica lo que a la botica pertenece, y no mezcléis berzas con capachos, o sea santidades con vomitivos.

Más, mucho más hubiera dicho el discreto clérigo, si en lo mejor de su perorata no entrase Tablas, sorprendiendo a todos con los buenos días que dio desde la puerta. Detenido en ella estuvo un buen rato mirando el cuadro que las dos mujeres y los dos eclesiásticos ofrecían. Entró al fin; limpiose el sudor que mojaba su frente, y tomando una silla la colocó con fuerte golpazo en el punto en que quería sentarse. Después, gesticulando con recia manotada, echó de sí las moscas y dijo:

  —423→  

-Se ha muerto el boticario de la calle de Rodas y el carbonero de la calle de las Velas. En la casa del tío Caro no ha quedado más que el gato. Anoche no había novedad, y esta mañana la casa era un cementerio.

-No exagere usted -dijo amostazado el Padre Gracián, observando el mal efecto que aquellas nuevas hacían en Nazaria-. Defunciones hay; pero no en tal número.

-No se llaman defunciones; se llaman casos -replicó con estúpida risa Tablas-. Y podrá ser verdad lo que vuestra Paternidad dice; pero yo sé que anoche Gregorio Tinajas y yo, bebimos juntos una copa al salir de cierta parte, y sé también que le he visto hace un momento tieso y frío.

-¡Se ha muerto! -exclamó Maricadalso con espanto.

-Como mi abuelo. ¿Lo sientes tú?

-Dígolo porque ya las pagó todas juntas.

-También se ha muerto la Fraila.

Nazaria cerró los ojos, no pudiendo cerrar los oídos. Pero el atleta se volvió a Maricadalso, y a boca de jarro le disparó estas palabras:

-Y tu hija, Maricadalso, tu hija Ildefonsa, iba ahora con un cántaro de agua por la calle de la Paloma, y se cayó en la calle, diciendo que se moría...

-¡Mi hija!... Tú mientes... Corro a ver...

Diciendo esto con entrecortados rugidos, Maricadalso saltó de su asiento, como azorado gato, y salió a escape. Oyéronse sus violentes pasos extinguiéndose en la escalera, como se apaga el ruido de la piedra que chocando y rebotando se precipita en el abismo.

-Rumalda -dijo Tablas mirando a la cojuela que acababa de subir después de cerrada la tienda-; baja y tráeme tabaco.

-Romualda bajó, y sus pasos lentos y fatigados resonaron por largo rato en la escalera. Después Tablas siguió enumerando muertos y enfermos, y volvió a limpiarse el sudor. El calor era sofocante. La habitación, no bien templada por la oscuridad, parecía un horno por la proximidad del tejado, donde caía como lluvia de fuego el ardiente sol de Julio. Empezaba a caer la tarde, y el calor parecía aumentar en aquella hora a causa de los vapores que del suelo se desprendían. El aire en calma no daba ningún consuelo a los pulmones, y sólo las moscas parecían regocijarse en la pesada y miasmática atmósfera, como sibaritas viviendo en medio de todas las delicias que puede apetecer su naturaleza.

  —424→  

Gracián reprendió con cierta aspereza a Pedro López su afán de dar noticias fúnebres que afligían y apocaban a la pobre enferma. Echose a reír el bárbaro, diciendo que él no tenía miedo a los cóleras ni a muertes de ninguna clase. Después hablaron de lo que motivó la visita de Gracián.

-Tengo aviso de Cataluña de la remisión de un encargo que me interesa mucho -dijo este sacando una carta-. Me dicen que recoja el bulto... porque es un costal como de media fanega, Sr. López... en la posada del Dragón. He pasado varios avisos, y mi encargo no parece. Sr. López, ¿me hará usted el favor de buscar bien en el almacén, de preguntar a los ordinarios y arrieros, de hacer, en fin, cuanto de su parte esté para que parezca ese bulto?

-¿Es fruta?

-No señor.

-¿Jamones?

-Tampoco. Es cosa de poco valor en sí; pero que yo estimo en mucho. Es un saco lleno de tierra. Debe venir perfectamente dispuesto y liado en esteras.

-¡Ah!... Será tierra de limpiar metales.

-Pagaré dos veces el porte si parece y está intacto -dijo el reverendo levantándose.

-¿No recibió vuestra Paternidad el año pasado otro saco como ese por conducto de D. Felicísimo?

-Justamente. Los padres de Manresa lo consignaron a D. Felicísimo. Y usted mismo, Sr. López, me lo llevó a mi casa.

-Pues este lo llevaré también.

-Gracias. Vámonos, Sancho.

Este nombre, aplicado al subdiácono, dio por un momento al padre Gracián cierta apariencia quijotesca. Pero no es aquel nombre capricho del narrador. Llamábase en efecto el subdiácono José Sancho; era natural de Palma de Mallorca, y tenía veinticuatro años de edad y siete de Compañía.

Gracián procuró animar con palabras consoladoras a Nazaria, exhortándola a desechar su infundado temor, y después de reiterar a Tablas la súplica que le hizo poco antes, salió de la casa escoltado por las moscas.

Aproximábase al Colegio Imperial, cuando un vil pillete que rasguñaba una destemplada guitarra se le puso delante, cortándole el paso, y con voz que más tenía de infernal que de humana, cantó esta copla:

  —425→  
    ¡Muera Cristo,
viva Luzbel!
¡Muera D. Carlos,
viva Isabel!

Apartó suavemente el jesuita al cantor y siguió adelante. Pero Sancho fue más expresivo, y empujó al pillastre, expulsándole con violencia de la acera. Instantáneamente recibió en el hombro un golpe dado con la guitarra. Los dos se hallaron frente a frente mirándose con ojos de ira. Quizás habría seguido adelante la contienda, si Gracián no dijera con voz reposada: -Sancho, ¿qué es eso?

Ambos entraron en el Colegio. En la puerta oíase un rugidillo que no por ser infantil dejaba de ser insolente. Parecía el rumor de un poco de plebe menuda de esa que suele encresparse en las plazuelas de verdura, y que la autoridad sabe contener sin más artillería que las escobas municipales.



  —426→  

ArribaAbajo- XXVI -

En el claustro halló Gracián al Padre Francisco Sauri, buen sujeto, catalán, ministro y procurador del seminario. Tenía 39 años y llevaba ya 17 de Compañía. Su celo por el esplendor de la casa era extraordinario. Refiriole Gracián lo que había oído cantar en la puerta, y Sauri le dijo que aquel día había recibido el rector diferentes avisos misteriosos, unos amenazando, otros recomendando precauciones. El profesor de Ética no dio importancia al hecho, porque otras veces habían llegado a la casa anónimos espeluznantes, sin que ocurriese después de ellos nada de particular. En su celda le visitó más tarde el Padre Artigas, bibliotecario, y hablaron de la guerra, leyendo luego muchas cartas y papeles. Después del refectorio se habló mucho de los anónimos, de las voces que corrían, poco lisonjeras   —427→   para los regulares, del cólera reciente y de otras zarandajas. Algo más tarde los colegiales dormían con la dulce tranquilidad de la infancia, y los Padres o dormían o hacían penitencia en sus celdas.

Sin temor de equivocación se habría podido asegurar que Gracián pasó la noche en austeridades atroces sólo de él acometidas. La inescobata cellula, había perdido cantidad no pequeña del humus manresianus que cubría su suelo; pero Gracián tuvo el gusto de recibir la nueva y abundante remesa de aquel polvo al día siguiente de hacer al Sr. Tablas la recomendación que nuestros lectores conocen. Ocupábase aquella mañana, después de la clase de Ética, en extender por el suelo parte de la tierra, cuando lo anunciaron la visita de D. Benigno Cordero. Hízole entrar suspendiendo su tarea. El héroe popular y el jesuita se apretaron afectuosamente las manos.

-Vamos -dijo Cordero sonriendo-, que bien podría entrar el arado en la celda de usted... Esto es un campo.

-Los árboles que nacen aquí no se ven -replicó gravemente el jesuita cortando las bromas-. Vamos a otra cosa. Ya sé a lo que viene usted... Siento decirle que no hay nada.

-¿No hay noticias?

-Ninguna.

Cordero cerró el pico y apretó los labios.

-Es particular -dijo-. Desde que me mandó el poder para casarse... (y fue con fecha 15 de Abril), no hemos tenido más noticias suyas... Aquí me tiene usted en la mayor zozobra. Me he casado por otro... Soy un marido de fórmula, un marido de procedimientos, y tengo que ocuparme del marido verdadero más de lo que yo quisiera. La esposa de mi amigo... la que me dio su mano, casándose conmigo como se podría casar con un documento... está también en gran zozobra.

-Pues no hay más noticias -dijo Gracián-, que las del otro día. Zorraquín me escribe con fecha del 14 y dice que se había separado del amigo, porque él (Zorraquín) fue solicitado por el carlismo militante para ocupar una plaza que hacía mucha falta en las filas de Zumalacárregui, la plaza de capellán o director espiritual. Es posible que después de separarse Zorraquín, no haya tenido ese señor medio seguro para enviar a Madrid sus cartas, que antes venían por conducto de aquel dignísimo sacerdote. Esperemos.

Cordero dio un suspiro, diciendo:

-Tranquilizaré como pueda a la señora de mi amigo. Y ya que estoy aquí no quiero marcharme sin advertir a usted de ciertos rumores...

  —428→  

-¡Ah! Hemos recibido anónimos y cartas amenazadoras. Es la vigésima vez.

-No creo yo que esto sea cosa de gran importancia -dijo el héroe dándosela a sí mismo en grado sumo-. Con todo, no está de más el prevenirse, porque las bromas populares se sabe donde empiezan... pero no se sabe nunca donde ni como acaban.

El clérigo hizo un mohín desdeñoso, manifestando ocuparse poco de lo que Cordero decía. Este prosiguió así:

-Yo tengo un primo a quien llaman Primitivo Cordero, el cual si en el tratado de la honradez no tiene pero, en el de la tontería tiene manzanas, quiero decir que es un politicastro de estos que con cuatro palabras pescadas en un mal libro, media idea que se les pegó de cualquiera de nuestros grandes hombres, porción no pequeña de envidia y algunos granos de patriotismo mal entendido, se entretienen en fabricar castillos de viento, fundando instituciones, dictando leyes, mudando personas. Yo siempre he creído a mi primo tan inofensivo como una paloma; pero los que le rodean no lo son. Como la mariposa es impulsada al fuego por un secreto anhelo de quemarse, mi primo Primitivo es arrastrado a los clubs por un desdichado prurito de bullanga que puede en él más que la razón, si es que razón hay dentro de aquella cabeza. Pues bien, amigo y Padre: por mi bendito primo y por un tal Rufete que sería igual a mi primo si no fuera más exagerado, más vacío de mollera y de peores intenciones, sé que en una reunión semi-secreta que varios patriotas tienen en la plaza de San Javier han acordado dar un susto a Vuestras Paternidades.

Al decir esto, Cordero le miró atentamente, por sorprender en su cara el efecto que aquella declaración le causaba; pero la cara del jesuita no expresó nada. Era una cara de palo.

-Llevaremos el susto con paciencia -dijo el Padre Gracián, ofreciendo al héroe un polvo, que por no ser de Manresa, aceptó gustoso D. Benigno.

-Según mi informe -añadió este- y son informes verdaderos, procedentes del horno mismo donde se cuecen tales pasteles, la broma, susto o como queramos llamarlo, no pasará a mayores. Los patriotas sólo quieren manifestar su antipatía a Vuestras Reverencias y protestar de la protección que Vuestras Reverencias dan al carlismo. Es cierto que esa protección existe por la misma naturaleza de las cosas y los antecedentes de las personas. ¡Hecho lógico, imprescindible, abrumador! Es cierto también que el régimen liberal no puede coexistir con el carlismo,   —429→   de donde resulta un antagonismo imponente entro dos hechos, entre dos verdades, entre...

-Y usted no cuenta para nada con Dios -dijo Gracián, siempre con desdén.

-Sí, cuento con él, y en él espero que lo que se anuncia no será nada, en provecho de todos. Pero algún día, Señor y Padre, ha de haber una como la de San Quintín, porque o Vuestras Reverencias dejan de amparar a los carlistas, o los carlistas absorben al liberalismo, o el liberalismo se los traga a ellos y a Vuestras reverendísimas Paternidades.

-Grandes fauces ha menester... pero por falta de apetito no lo dejará -indicó Gracián dignándose sonreír un poco.

Cordero dio un suspiro y dijo:

-Veremos quien traga a quien... Repito que las noticias que me han dado mi primo y Rufetillo... yo siempre le llamo Rufetillo... no son espeluznantes. Gritos y bulla nada más... Puede ser que haya algunos palos, pero esos no caerán sobre las costillas de ningún eclesiástico. Siempre se los encontrará algún desdichado que no lo coma ni lo beba. En esa reunión secreta no hay hombres de gran empuje, ni conspiradores temibles, ni jacobinos de tente tieso. El más enredador de todos ellos, el viborezno D. Eugenio Aviraneta ha desaparecido misteriosamente, cuando más enfrascado parecía en sus intrigas. Y ahora dicen que está con los carlistas.

Gracián levantó un pisa-papeles que en la mesa de su escritorio oprimía varias cartas. Tenía aquel objeto la forma de un pie de cabrón, y habiendo salido ileso de los escombros de la casa de D. Felicísimo, Pipaón lo regaló al padre Gracián como recuerdo de su amantísimo suegro, que era amigo íntimo del jesuita. Este miró la carta que bajo el pie de cabrón estaba y dijo:

-Aviraneta llegó a Tolosa de Francia. Me escribe con fecha del 13. Ya ve usted que le confío mis secretos.

-Y ya sabe Vuestra Reverencia que soy un sepulcro -replicó Cordero levantándose-. Muchas felicidades y pocos sustos.

Despidiose y fue a ver a Genara, esperando hallar en su casa las noticias que no pudo o no quiso darle Gracián. La dama estaba preparando sus maletas para huir de Madrid y de la epidemia que empezaba a difundir horroroso pánico en los habitantes de la Villa. De los informes que Cordero buscaba, nada podía darle Genara, porque nada había sabido después de la salida de su esposo enfermo y demente del hospital militar de Pamplona.

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La señora no pensaba más que en huir, huir de aquel azote de Dios que había empezado hiriendo a los pobres y pronto descargaría sobre los ricos. Ya había casos, sí, ya había casos de gente acomodada. Un consejero jubilado, la señora de un Alcalde de Corte, un exento de guardias, un oficial de correos y un poeta habían caído el día anterior... ¡Bendito Dios! los que no eran pobres tenían al menos el recurso de la fuga, siempre que el cólera no fuera con ellos, invisible, en la zaga del coche, como solía acontecer. Genara tenía mucho miedo a la muerte, señal de turbada conciencia; pero ella se esforzaba en aparecer serena y animábase con sus propias sonrisas, como el soldado cobarde con sus propias bravatas. Iba, venía, recogiendo ropas, llenando baúles, haciendo y deshaciendo paquetes, dictando órdenes; contando su dinero y apuntando encargos. Contestaba breve y fríamente a D. Benigno; pero cuando este le habló de su matrimonio de fórmula, mediante poder de un novio ausente, volviose a él con brusco impulso y le dijo:

-¿Por qué no me buscó usted para madrina?... No, no guardo yo rencor. Deseo perdonar y que me perdonen... Eso de darse las manos con cien leguas de por medio no está en mis libros... ¡Qué matrimonio tan desgraciado, D. Benigno! Dios quiera que el cólera no separe más a marido y mujer.

-¡Señora, por amor de Dios!...

-No crea usted que es mala intención. Es lo contrario... Les deseo toda clase de felicidades. No crea usted que soy mala... ¡Y ahora que el hallarse en pecado mortal es tan peligroso!... No, no, reconciliación, piedad, perdón, amor a todos, conciencia limpia, ese es mi tema. ¿Es cierto que ha muerto anoche mucha gente?

-Mucha, replicó Cordero observando la palidez que el miedo pintaba en el agraciado rostro de Genara.

No me lo diga usted... Esta tarde me voy. Me confesaré primero. ¿No creo usted que es buena idea?

-Me parece muy acertada.

-Vivimos casi de milagro.

-Es verdad. Ya que nos coja, que nos coja confesados -dijo Cordero con algo de sorna.

-Sí, sí... Paz con todo el mundo, paz con Dios...

Pronunció estas palabras con gran zozobra, y siguió ocupándose con febril actividad en sus preparativos de viaje. Los objetos se le caían de las manos; equivocaba una cosa con otra; empaquetaba ropas que debían quedar en la casa, y ponía bajo llaves lo más indispensable para el viaje.

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Fueron llegando unos tras otros los amigos, noticiosos de su viaje. La veían partir con sentimiento, y ella por su parte les abandonaba con tristeza, porque la tertulia era el encanto de su vida, y el charlar de cosas de gobierno la más regalada comidilla de su travieso espíritu. ¿Nombraremos a aquellos señores? Más vale que no, porque algunos han vivido hasta hace poco; la mayor parte han ocupado altísimos puestos, y todos llevaron, cual más cual menos, piedra y cascote al edificio de un partido tan poderoso como impopular. Como nada es duradero en el mundo, el cielo quiso que a aquel edificio le llegase como a la casa de D. Felicísimo, su día final, y hoy crece en sus rotos muros el amarillo jaramago, y sus huecos son ¡ay! de lagartos vil morada.

Entonces, en los tiempos verdes del gran Martínez de la Rosa, daba gozo ver la juventud lozana de un partido que hoy es vejete decrépito con lastimosas pretensiones de andar derecho, de alzar la voz y aun de infundir algo de miedo. Entonces se nutría de hábiles retóricas, de erudición doctrinaria carlista, y hacía esgrima de sable con el brazo valentón y pendenciero de jóvenes oficiales granadinos. En el seno de este partido, que en un tiempo se llamó de los sabios y en sus albores se llamó de los anilleros, había gente de gran mérito, aleccionados los unos en la práctica estéril de liberalismo, otros algo amaestrados en el arte político que faltaba a los liberales. Ellos fueron los primeros maquiavélicos ante quienes sucumbió la inocencia angélica de aquellos candorosos doceañistas que principiaban a no servir para nada. A falta de principios tenían un sistema, compuesto de engaño y energía. Su credo político fue una comedia de cuarenta años. Su éxito debiose a haber vigorizado el principio de autoridad, y su descrédito o impopularidad a haber impedido el desarrollo progresivo de las ideas. En religión eran volterianos, y en sus costumbres privadas enemigos de la templanza; pero tenían un coram vobis de santurronería que hacía el efecto de ver la silueta de Satanás en la sombra de un confesonario. Uno de los primeros elementos de fuerza que allegaron fue el clero, a quien adulaban, disponiéndose, no obstante, a comprar por poco dinero sus bienes, cuando los progresistas los arrancaron de las manos que llamaban muertas. A excepción de dos o tres individualidades de intachable pureza, eran gente de economías, y andando el tiempo, con las compras de bienes desamortizados, formaron una aristocracia que poco a poco se hizo respetable, y en la cual hay muchos marqueses y un formidable elemento de orden. En lo militar fueron poco escrupulosos, y se les ha visto pronunciarse con naturalidad y hasta con gracia.

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En los días de nuestra narración presentaban el grato aspecto de un ejército joven, lleno de bríos y de valor. Su programa de moderación contrariaba a mucha gente. Aquel habilidoso sistema de ser y no ser, de equilibrarse entre el absolutismo y los liberales, valiéndose de los unos contra los otros, de prometer y no cumplir, de encubrir con fórmulas, retóricas y dicharachos hoy desacreditados, pero entonces muy en boga, el lazo de la arbitrariedad y el espadón de la fuerza, dio resultados en época de tanta inocencia política, cuando la libertad era como un niño generoso y no exento de mimos, más fácil de engañar que de convencer.

La tertulia de Genara fue el centro donde las aspiraciones de aquella gente lista empezaron a tomar cuerpo. Allí fue precisándose el sistema y haciéndose práctico. Allí se establecieron relaciones que no habían de romperse sino con la muerte y se conocieron y se escogieron, digámoslo así, los hombres. Los jóvenes tomaron de los viejos el saber astuto y estos de aquellos el desenfado y el vigor. Humanamente considerada, aquella gente tenía una superioridad especial que ha sido la causa de su dominio durante un tercio de siglo: era la superioridad de los modales, cosa importantísima en nuestra edad. Había en aquellos tiempos como una línea divisoria clara y precisa que separaba en dos grandes mitades el inmenso personal político, creado por las revoluciones. En el trazado de esta línea tenían alguna parte las tijeras de los sastres. No había término medio, y fue lástima grande que tantas ideas generosas y salvadoras no pudieran por fatal destino, emanciparse de la grosería, del mal vestir y peor hablar.

Por esto el advenimiento de la clase media fue laborioso y pesado. Aquella clase, frailunamente educada, no supo echar de sí ciertas asperezas, por lo que sólo prevalecieron en la vida pública los pocos que supieron ponerse el frac.

Despidieron a Genara aquel día, 16 de Julio de 1834, y se retiraron todos, los unos a su oficina, pues casi todos eran empleados, los otros a dormir la siesta. Todavía en aquellos tiempos se dormía la siesta, y al día siguiente de aquel 16 da Julio fue cuando la Providencia dispuso que el Gobierno durmiera una siesta célebre.

La dama partió llena de pena y miedo, de miedo porque ignoraba si alejándose de Madrid se alejaría del aire ponzoñoso; de pena, porque dejaba su vida dulce y regalada, sus tertulias llenas de amenidad o interés, su influencia en el partido dominante, y quizás, quizás algo que más vivamente interesaba a su corazón. Renunciar al brillo de su ingenio   —433→   y hermosura, a las adulaciones de la pequeña corte masculina que la festejaba un día y otro día; abdicar esta corona y huir de la capital de su reino de galanterías para sepultarse en un rústico lugarón donde no había de tener más solaz que lecturas insípidas y donde había de recibir la noticia del fin tristísimo de su marido, era fuerte cosa para un corazón amigo de impresiones lisonjeras, para una fantasía siempre joven y siempre soñadora, para una conciencia alarmada.

Esta mujer acabó ya para nosotros. Dentro de los límites señalados a estas historias, no cabe ya el resto de su vida llena de accidentes, y que no tomarán por modelo los cenobitas ni los que se propongan ser santos o algo que a santos se parezca. Sólo diremos, que vivió muchos años y que a los sesenta todavía era guapa. Ingeniosa, amable y algo intrigante, lo fue hasta los setenta, y durante dos años más fue un modelo de devoción cristiana y de edificante trato con clérigos y cofradías, hasta que Dios quiso llevársela de este mundo. No se le cayó la casa encima como a D. Felicísimo, sino que murió de repente hacia el último tercio del 68, si no están equivocadas las crónicas.

Aquel día (volvemos a nuestro 16 de Julio del 34), D. Benigno fue el último que le apretó la mano. Después el héroe dio una vuelta por la calle de Toledo y plazuela de la Cebada, porque oyó decir que había agitación en aquellos barrios y gustaba de curiosear. Un espectáculo horrible le detuvo en su excursión. Vio asesinar cruelmente a un chico por echar tierra en las cubas de los aguadores. Esta travesura frecuente entonces, se castigaba comúnmente a pescozones. Las cosas habían variado, y los ángeles traviesos eran tratados como los mis grandes criminales. Cordero retrocedió para entrar en la calle del Duque de Alba, y en la de los Estudios recibió un testarazo que le hizo saltar de la acera al arroyo. El duro objeto que le embistió era un ataúd. Un hombre le llevaba sobre su cabeza, dando porrazos a cuantos transeúntes hallaba en su camino.

-¡Bestia! -gritó Cordero.

Al punto reconoció a Tablas, y suavizando la voz le preguntó:

-¿Para quién es, hermano?

-Para aquella, para aquella -replicó López sin detener el paso. Cordero vio algunas mujeres que lloraban.



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ArribaAbajo- XXVII -

Desgreñada, lívida, con los ojos chispeando furia, las manos temblorosas, los dedos tiesos y esgrimidos al modo de cuchillos, la boca seca, por ser las voces que de ella salían más bien ascuas que palabras; más parecida a demonio hembra que a mujer, estaba Maricadalso en la puerta de una casa humildísima de la calle del Peñón. Sus gritos pusieron en alarma a la calle toda, como las campanadas de un incendio, y por ventanas y puertas aparecieron los vecinos. ¡Qué caras y qué fachas! El gritar de Maricadalso era por momentos lastimero y dolorido, a veces amenazador y delirante. Sus cláusulas sueltas, saliendo de la boca en chispazos violentos, no entran en la jurisdicción del lenguaje escrito, porque lo característico de ellas dejaría de serlo al separarse de lo grosero. Palabras eran de esas que matizan y salpimentan las disputas populares; equivalen al siniestro brillo de la navaja en el aire y al salpicar de sangre soez entre las inmundicias que de un corazón rudo salen a una boca sedienta de injuria. Entre lo que no puede reproducirse se destacaban estas frases. -¡Mi hija muerta!... ¡Cosas malas en el agua!... ¡Esos pillos!...

Muchas damas de candil, vestigio envilecido de las que inmortalizó D. Ramón de la Cruz, rodearon a Maricadalso. Una harpía que grita en medio de la calle del Peñón o de otra cualquiera de aquellos barrios, tiene la seguridad de llevar el convencimiento más profundo al ánimo   —435→   de su auditorio, sobre todo si lo que dice es un disparate de esos que no entran jamás en cabeza discreta. Con mágica rapidez, todas las mujeres qua rodearon a Maricadalso se asimilaron las opiniones y sentimientos de esta. El pueblo es conductor admirable de las buenas como de las malas ideas, y cuando una de estas cae bien en él, le gana por completo y le invade en masa. Bien pronto la harpía individual fue una harpía colectiva, un monstruo horripilante que ocupaba media calle y tenía cuatrocientas manos para amenazar y doscientas bocas para decir: ¡Cosas malas en el agua!

Quien no piensa nunca, acepta con júbilo el pensamiento extraño, mayormente si es un pensamiento grande por lo terrorífico, nuevo por lo absurdo. Aquel día habían ocurrido muchas defunciones. Varias familias tenían en su casa un muerto o agonizante. En presencia de una catástrofe o desventura enorme, al pueblo no le ocurren las razones naturales de lo que ve y padece. Su ignorancia no lo permite saber lo que es contagio, infección morbosa, desarrollo miasmático. ¿Y cómo lo ha de saber la ignorancia, si aún lo sabe apenas la ciencia? El pueblo se ve morir con síntomas y caracteres espantosos, y no puede pensar en causas patológicas. Cristiano de rutina, tampoco puede pensar en rigores de Dios. Bestial y grosero en todo, no sabe decir sino: ¡Cosas malas en el agua!

Esta idea de las cosas malas arrojadas infamemente en la riquísima agua de Madrid, con el objeto puro y simple de matar a la gente, cayó en el magín del populacho como la llama en la paja. No ha habido idea que más pronto se propagase ni que más velozmente corriese, ni que más presto fuera elevada a artículo de fe. ¿Cómo no, si era el absurdo mismo?

Algunas mujeres subieron a ver el cadáver de la hija de Maricadalso, cuyo ataúd acababa de traer López. Era una muchacha bonita, cigarrera, con opinión de honrada. Maricadalso subía a su casa, lloraba junto al cuerpo de su hija, bajaba a gritar de nuevo, blasfemando, volvía a subir y a llorar... Ya no parecía la Muerte sino la Locura cantando a su modo el Dies iræ. En tanto veinte, treinta, cuarenta hombres subían hacia la plaza de la Cebada propagando aquel satánico evangelio de las cosas malas en el agua. Encontraron a Timoteo Pelumbres, esposo de Maricadalso y padre de la muerta. Oyó este el griterío y soltando las herramientas que llevaba, corrió presuroso a una taberna donde varios hombres disputaban.

-¿Veis? -gritó mostrando el puño-. Todo el mundo lo dice... ¡Han envenenado las aguas!

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Inquieto, feroz y pequeño, Timoteo tenía todas las apariencias del chacal, la mirada baja y traidora, los músculos ágiles, el golpe certero. Atacaba de salto. Era el mismo a quien vimos haciendo buñuelos en la tienda inmediata a la gran carnecería de la Pimentosa, de quien era protegido, lo mismo que su mujer. Era el mismo a quien vimos hace mucho tiempo, acaudillando la fiera cáfila que asesinó a martillazos al cura Vinuesa 21 en la cárcel de la calle de la Cabeza. Aquel tigre pequeño vivió mucho. Alcanzó los tiempos de Chico.

En la taberna hacía falta un orador para electrizar el selecto concurso. Aquel orador fue Pelumbres, que hablaba mostrando el puño y frunciendo las cejas. Las mujeres pasaron gritando. Entre ellas se divulgó una de esas noticias que electrizan, que redoblan el entusiasmo y aguzan el soez pensamiento. La noticia era esta: De los dos chicos a quienes se había sorprendido poco más arriba echando unas tierras amarillas en las cubas de los aguadores, el uno fue muerto al instante, el otro logró escaparse y se refugió... ¿dónde? en el mismo San Isidro.

-Como que de allí ha salido todo... -dijo una voz que se esforzaba en ser autorizada y convincente a pesar de ser la voz de un salvaje.

-¿Qué ha salido de allí?

-Los polvos.

-¡Los polvos!

El que esto aseguraba era un hombrón, un animal de esos que aparecen en las tempestades populares, sin que se sepa bien quien los trajo, y en todas ellas dejan señal sangrienta de su paso. Seguíale una docena de individuos de esos que al mirarnos muestran cara humana, si bien es muy dudoso que sean hombres.

-Sí, señores, todo está averiguado -añadió el desaliñado orador, que era Tablas en persona-. Y si faltase testimonio, aquí estoy yo para darlo.

Dos mujeres se le colgaron de cada brazo. En torno suyo hízose un corrillo. Formábalo esa curiosidad de lo horrible que reúne gente en derredor de los patíbulos, del charco de sangre, señal de un crimen, o junto a la oscura agonía de un perro. Tablas se enorgulleció de su papel. Aquel día era un día suyo, un día en que iba a mostrar su poder con pretensiones de poder político, ¡oh! ¡qué gran momento! Dos docenas de perdidos le obedecían, como obedece la piedra a la honda. Tablas era la honda; pero distaba mucho de ser la mano.

  —437→  

-Pues, sí señores -añadió López-. ¡Yo mismo les he llevado ayer un saco con media fanega de veneno!

-¡Media fanega de veneno!

-¿Y tú se lo has llevado?

-Sí, porque no sabía lo que era. No es la primera vez que esos malvados reciben remesas de veneno. El saco que les llevé ayer vino de Cataluña para ese... No le quiero nombrar.

-Di tú, parlanchín -gritó una voz detrás del corrillo-. ¿Se ha muerto también la Pimentosa?

-Para eso va. Esta mañana despertó con el mal.

-¿Ha bebido agua?

-Ha tomado los mismos polvos como medicina.

Una exclamación de horror acogió esta terrorífica aseveración.

-¿Quién se los ha dado?

-Curas y frailes que todos son unos. Diéronselos como medicina santa, y tomarlos y empezar a sentir las arcadas del cólera, fue todo una misma cosa.

Esto era demasiado espantoso para que el digno concurso pudiera hacer comentarios. El silencio torvo con que lo oyó probaba su escasez de ideas ante aquel hecho y el alarmante recogimiento de sus pasiones, que se concentraron para brotar en seguida con más fuerza. Tablas puso cara afligida. Deseaba excitar en favor suyo la compasión de la multitud y pasar por una víctima de las malas artes de cierta gente. Pero en su rudeza no acertaba a ingerir la idea política en aquella serie de locos desatinos. Tratándose de difundir un disparate y de darle la inverosimilitud que le hace más asequible a la mente del vulgo, Tablas no carecía de habilidad, porque así como el búho ve en las tinieblas, ciertos entendimientos tienen la aptitud del absurdo. Pero él quería razonar, emitir un fundamento, más que por justificar la asonada, por darse satisfacción a sí mismo, como hombre de opiniones políticas. Necesitaba una fórmula que le diese prestigio entre sus oyentes adjudicándole cierta iniciativa con asomos de jefatura.

Frunció el ceño, bajó la cabeza, recogió su pensamiento para buscar la fórmula que necesitaba. Como en ocasiones parecidas, en aquella su frente semejaba el duro testuz del toro, previniendo la acometida. La chispa brotó entre las nieblas de aquel caletre, pues no hay cerebro por tenebroso que sea, que no tenga sus rehendijas por donde entre a veces algo de luz.

-¿No sabéis lo que es esto? -dijo con gran animación-, sintiendo   —438→   vislumbres de genio-. ¿No sabéis lo que esto significa? Envenenar por gusto de envenenar no es...

Buscaba la palabra lógico, que había oído muchas veces en el club: pero no daba con ella. La palabra se le atarugaba sin querer pasar, como una moneda grande que no puede entrar por la pequeña hendidura de una hucha.

-No es, no es... -añadió forcejeando con el vocablo y echándole fuera al fin, aunque desfigurado, no es ilógico. ¿Por qué envenenan a la gente? Para acabar con los liberales. Ellos dicen: «No podemos aniquilar a nuestros enemigos uno a uno, pues acabemos con todo el género humano». (Sensación profundísima.)

Comprendió que le vendría muy bien en aquel caso un recuerdo histórico, y volvió a fruncir el ceño. Esto era difícil en extremo y su cerebro no tenía capacidad para contener un suceso histórico. Equivalía a querer meter, no ya una moneda, sino un camello dentro de la hucha. Pensó mucho y se rascó la frente. Había oído en el club multitud de menciones y referencias de acontecimientos pretéritos; pero a él ninguna se le venía a las mientes. De pronto una mujer, ¡oh genio de la mujer! dijo esto:

-Es como lo de Herodes.

Tablas se estremeció de júbilo. Tenía lo que necesitaba. Ahuecando la voz y marcando con su manaza un compasillo oratorio, prosiguió su discurso así:

-Sí, señores; así como el tirano Herodes, para ver de perder al niño Jesús, mandó matar a todos los niños, según rezan los Evangelistas, estos canallas, para ver de acabar con un partido, con el partido liberal, quieren matar a todos los españoles, a todo el género humano, a todo el globo terráqueo.

Describió con el brazo extendido un vasto y rapidísimo círculo. Sabe Dios hasta donde habrían llegado las retóricas del antiguo tablajero, si en aquel momento no permitiese Dios una repentina tragedia. Era el primer hecho terrible, brotando de la última palabra de López. En el populacho las palabras ardientes tienen una propagación pasmosa, y pasma también la rapidez con que de estas flores de la barbarie salen frutos de sangre. Un lego atravesó por delante de la Latina, dobló la esquina de la plazuela siguiendo en dirección a Puerta de Moros. Iba presuroso y acobardado, llevando un paquete de papel en la mano, algo como dos libras de azúcar, recién compradas en la tienda.

-¡Aquel lleva veneno! -gritaron varias mujeres corriendo hacia él.

  —439→  

El lego fue rodeado por un grupo y desapareció en él. No se vio más que un estremecimiento de brazos y cabezas, un enjambre de cuerpos que forcejearon entre gritos. Algunos ayes lastimeros se deslizaron entre el vocerío. Después sólo se veía una masa de gente en lúgubre cerco silencioso mirando al suelo.

Tablas había tomado otra dirección. Por un momento el populacho se dividió. Los girones de aquella nube negra vagaron un rato por las calles de los Estudios, Toledo, plazuelas de San Millán y de la Cebada. Gran confusión reinaba. El atleta, con su media docena de facinerosos caminó hacia la calle de las Maldonadas. Cerca de la puerta de su casa vio a Romualda que salía presurosa, y la llamó:

-¿Y Nazaria?

-Lo mismo.

-¿Hay alguien arriba 22?

-Nadie, yo sola; digo, yo he bajado.

-Sube y tráeme mi navaja grande que está sobre la cómoda.

-Madre Nazaria me ha mandado por agua. Tiene sed.

-Ve primero por la navaja.

Romualda subió, mientras Tablas y sus amigos conferenciaban gravemente en la puerta. Era un consejo de guerra de caníbales en la expectativa de una gran batalla-merienda. Cuando Romualda bajó con la navaja, López dijo a los amigos:

-El Gobierno mandará tropas a defenderles. Bueno es estar prevenido. Mira, Rumalda...

Romualda había pasado ya a la otra acera, y desde allí les miraba con espanto. Su cara de hambre y miseria, su aspecto de cansancio no excitaban la compasión de aquellos caballeros andantes de la plebe.

-Rumalda.

-Señor.

-Sube y tráeme las dos pistolas que están colgadas junto a la cama... Después llevarás el agua a Nazaria.

-Madre Nazaria no me ha mandado por agua. Ya no tiene sed. Me ha mandado por un cura. Dice que se muere.

-¿Por un cura?... ¿Y dónde están los curas, mentecata?... Di a Nazaria que no se muera, que volveré pronto... Corre y tráeme las pistolas.

-Voy por el cura.

-Sube y trae las pistolas -gritó López.

La coja entró en el portal, y emprendió su lucha con la escalera. Esto empezaba a ser para ella como beberse el mar. Y se lo bebía.

  —440→  

Poco después el atleta y sus amigos volvían a la calle de los Estudios. Un reloj dio la hora. Eran las tres de la tarde. Ya en la puerta que el Seminario tiene por la calle del Duque de Alba, los sicarios del lego formaban un grupo imponente, montón de humanidad digno de un basurero, en el cual brillaban aceros de navajas y burbujeaban blasfemias. Gritaron, golpeando la puerta. Tablas se presentó, quiso mandar; pero no le hicieron caso. Abriose la puerta, o franqueada por dentro o rota desde fuera, que esto no se sabe bien. El populacho entró. Detúvose en el vestíbulo ante una figura que estaba allí sola, imponente, inmóvil, como imagen bajada de los altares. Era el Padre Sauri, joven, flaco, pálido, valiente. La palidez, la energía de las facciones del jesuita, sus   —441→   ropas negras, su valor quizás contuvieron un instante al populacho. Aquella repentina quietud parecía la perplejidad del arrepentimiento. El jesuita dijo con voz sonora y conmovida: ¿qué queréis?

Difícil era contestar a esta pregunta con palabras. Los sicarios no sabían bien lo que querían. De entre ellos salió una voz que gritó: Queremos tu sangre, perro. No fue preciso más. El Padre Sauri desapareció. No puede describirse su horroroso martirio. De manos de los monstruos pasó a las de unas cuantas harpías que le arrastraron hasta la plazuela de San Millán, mutilando su cadáver en el sangriento camino.

En tanto los asesinos se difundieron por los inmensos claustros del vasto edificio. Oíanse pasos precipitados y ayes lastimeros en lo alto violentos golpes de puertas que se cerraban. Era jueves, y los colegiales externos estaban en sus casas. Muchos jovenzuelos internos fueron acometidos. Para saber si eran realmente colegiales o Padres disfrazados de alumnos, los sicarios les quitaban el bonete buscando la corona sacerdotal.



  —442→  

ArribaAbajo- XXVIII -

Aquella mañana había funcionado con mayor actividad que otros días el aparato de trasmisión, establecido por D. Rodriguín entre su carpeta y la de su amigo.

-Amice,¿exaudisti hodie susurrationes trapisondarum?

-Utique; videte carátulam Gratiani. ¡Quantum est ille canguelatus!

-Ecce Ferdinandez, vel a Ferdinando. Ille ahorcabitur cum capillo.

¡Quién le había de decir al juguetón estudiante que a las pocas horas de estas bromas había de ver morir trágicamente al infeliz Fernández, maestro dulce, tolerante amigo de los buenos alumnos y docto humanista! Rodriguín le vio sorprendido por los sicarios al salir de su celda. Espantado el jesuita ante el horrendo aspecto de la multitud, permaneció un instante perplejo o inmóvil sin acertar a huir, ni a defenderse, ni siquiera a traducir su terror en palabras. La plebe aprovechó aquel momento. Fue devorado en un soplo como seca arista en el fuego.

Rodriguín bajó la escalera. Su temor le daba alas. En el patio vio matar al Padre Artigas, bibliotecario, y al hermano Elola, ambos cazados ferozmente a lo largo de los claustros, y siguiendo la dirección de algunos escolares que huían, refugiose en la capilla doméstica. Allí estaba el Padre Carasa con algunos colegiales rezando el rosario. Rodriguín les vio a todos arrodillados pidiendo a Dios misericordia, y quiso imitarles; pero sus piernas no podían doblarse y eran incapaces de todo lo que no fuera correr, huir, desaparecer. Salió de la capilla. Era todo pies. Bajó, volvió a subir, y en aquel viaje anheloso, semejante al de la   —443→   liebre perseguida, vio morir al Hermano Sancho, el que acompañaba a Gracián en sus paseos y excursiones, y al Hermano coadjutor Ostolazo, que pereció en el patio y fue arrastrado a la calle por las mujeres. El pánico horrible redoblaba las fuerzas del macarrónico para correr. Subió a los desvanes, pasó por el sitio a que él y los de su pandilla nombraban chupatorium por ser el escondrijo donde fumaban, y al fin se encontró solo. Los rugidos de la plebe sonaban lejos abajo. Rodriguín, al sentirse en salvo, perdió súbitamente las milagrosas fuerzas que le habían hecho volar, y cayó sin sentido. La colosal energía contractil que desplegara se concentró en su cerebro, haciéndole delirar. La fiebre reprodújole los mismos peligros de que ya parecía libre, y vio los puñales corriendo tras sí. Imaginose que corría con sobrehumana presteza, sin poder apartarse de los ensangrentados aceros; imaginose que subía a los tejados, seguido tan cerca por los sicarios que sentía su abrasador aliento. Soñaba (pues como sueño eran sus figuraciones) que se arrojaba de cabeza al patio, y que los sayones se arrojaban también detrás de él. Después subía como desesperado gato por la cuerda de las campanas, y por la misma vía subían también los puñales terribles. Luego se lanzaba por el interior angosto y húmedo de las cañerías que recibían el agua de los tejados, y la turba se precipitaba también por el interior del tubo, haciendo un ruido semejante al del agua. Seguido siempre y nunca alcanzado, pero tampoco en salvo, se precipitaba en la iglesia, subía por las paredes, bajaba por los empolvados altares, y la plebe subía y bajaba con él. Se metía al fin entre las hojas de los misales, como una cinta de marcar, y allí, en aquel doblez seguro, le seguían también las manos armadas de puñales. Las navajas brillaban entre las doradas letras.

Refugiábase luego entre los vestidos de la Virgen, en el aceite de la lámpara, en el recinto sagrado del copón; y en los vestidos, en el aceite, en el copón, los tigres no se apartaban de él, siguiéndole sin descanso y tocándolo sin llegar a cogerle... Al fin acabó este espantoso delirio y quedó el escolar en inacción parecida a la de la muerte. Cuando terminó aquel estado y cobró el conocimiento, hallose tendido boca abajo en el suelo del oscuro desván. Puso atención a los ruidos de abajo y le pareció que se alejaban. Arrastrándose trató de subir al tejado y salió al fin aunque con dificultades, porque le dolía una rodilla y movía muy mal el brazo derecho. Desde el tejado que daba a la calle del Duque de Alba, vio la multitud que parecía abandonar el edificio; pero él ni por todos los tesoros del orbe, fuera capaz de descender al Colegio... Dos o tres gatos le salieron al encuentro, y con tan buena compañía avanzó un   —444→   buen trecho. El espacio vacío donde un año antes estuviera la casa de D. Felicísimo, le detuvo en su penoso viaje aéreo; pero dando algunos saltos llegó a una casa que parecía brindar al pobre fugitivo seguro y cómodo asilo. Por una de las ventanas de las bohardillas veíase ropa tendida; en obra había dos chicuelos que se entretenían en izar banderas de toallas 23 y servilletas a un asta de caña, que muy bien amarrada en el antepecho estaba. Alrededor de este cuadro revoloteaban pardas palomas que no lejos de allí tenían su vivienda. D. Rodriguín indicó por señas a los chicos que iba a entrar por el hueco de la bohardilla, con lo que ambos se asustaron y huyeron adentro. Mas sin arredrarse por esto el atrevido estudiante escurriose tejas abajo. Trepando gatunamente con los cuatro remos, penetró en la casa. Una mujer y un señor mayor le salieron al encuentro; pero D. Rodriguín no supo darse cuenta de lo que le dijeron, porque extenuado de fatiga y perdidas las fuerzas, se arrojó sobre un montón de ropa blanca. Dejémosle allí.

  —445→  

El Padre Gracián estaba tranquilo en su celda escribiendo algunas cartas, cuando sintió el tumulto. Sin creer que este tuviera la importancia que realmente tenía, pensó que la Casa y sus pacíficos habitantes corrían peligro. Saliendo a la galería miró al patio, y lo primero que vieron sus ojos aterrados fue el cadáver del Hermano Artigas, bárbaramente acribillado. Retrocedió con espanto al interior de su celda; sacó precipitadamente cartas y papeles, encendió lumbre, y en poco más tiempo del necesario para contarlo, hizo un auto de fe que redujo a cenizas preciosos documentos, cartas elocuentes fechadas en el Carrascal, en la Amezcua, en la Borunda y en los Alduides, curiosísimas notas y apuntes. Con el humo que se levantó en la celda llenándola toda, sintió picor en los ojos y salió como quien llora. El santo varón quiso revestir su fisonomía y su persona de las apariencias de severidad y estoicismo que tan propias eran del momento, y aunque la proximidad y el aullido de los asesinos hicieron palpitar de temor su corazón fuerte, se sobrepuso a la angustia del momento y avanzó con paso seguro por la galería. Encomendándose mentalmente a Dios, hizo propósito firme de no perderse con una exhibición imprudente ni envilecerse con cobarde fuga. A su lado pasó despavorido el Hermano Fermín Barba, que huía de los sicarios. Gracián no se animó a seguirle ni se atrevió a detenerle.

Aturdido el infeliz Hermano, que había logrado ponerse a salvo de los primeros perseguidores, cayó en manos de otro grupo no menos feroz, mientras Gracián, sin salir de su paso acertó a encontrarse junto a la puerta que conducía al coro de la Iglesia. Entró... Dos o tres, estancias oscuras llenas de muebles viejos y de objetos de culto, de esos que bien podrían llamarse decoraciones, tales como cortinas, escalinatas, templetes, pabellones, piezas de monumento, etc., separaban el coro del claustro alto. Los asesinos no habían penetrado aún allí.

Gracián llegó al coro, y arrodillándose junto a la barandilla, oró en silencio, con las manos sobre los hierros y la frente en las coyunturas. ¿Se creía ya salvo y seguro? ¿Daba gracias o le pedía misericordia? ¿Le ofrecía su vida, aceptando gustoso su martirio, que ni buscaba ni rehuía para que fuese más meritorio? Imposible será sondear aquella alma en momentos de tanta turbación. Pero si la apariencia y el rostro, el gesto reposado y la lengua muda son señales de un espíritu fuerte y sereno, Gracián tenía serenidad y fortaleza. O más bien sofocaba los estímulos de ese instinto invencible que es quizás el sello de humanidad puesto a las criaturas, instinto que nos encarece con elocuente modo las ventajas   —446→   de vivir, contrapesando los alientos del espíritu, ansioso a veces de la muerte.

Así, cuando llegaron al coro, donde Gracián estaba solo con su fortaleza, los bramidos de la plebe; cuando se oyó distintamente una voz que dijo por aquí; cuando las pisadas de los asesinos sonaron en las baldosas mismas del coro, Gracián no abandonó su recogida postura. Fue preciso, para hacerlo mover, que una mano descortés y ensangrentada le tocase en el hombro. Volvió la cabeza, vio a Tablas con aires de capitán matón, armado de pistolas y cuchillo... Entonces el hombre se sobrepuso bruscamente al asceta. Dentro de Gracián estalló una mina de indignación. No supo lo que hacía, y sus fuerzas hercúleas asumieron todas sus facultades, oscureciendo al filósofo, al místico, al clérigo, para revelar el gigante.

En el coro había, junto al facistol grande, otro pequeño, pero suficientemente pesado para que no lo levantase con facilidad un solo hombre. Gracián lo cogió con formidable y rápido movimiento. Parecía que arrancaba un árbol del suelo, y al levantarlo asemejose a San Cristóbal apoyado en su palma. Estrépito de carcajadas acogió este movimiento. Fulminando ira de sus ojos, Gracián gritó: ¡Canallas!... ¡Masones! y alzando el mueble apuntó a la cabeza del capitán de la vil tropa... Pero en mitad de su movimiento fue herido en el costado con golpe certero, instantáneo. Vaciló en el aire el facistol. El mueble y el cuerpo enorme del clérigo cayeron de un golpe. Estremeciose el piso. Inmóviles y espantados los asesinos, contemplaron el cuerpo a la distancia del terror.

-Era el peor de todos -murmuró sordamente López, apartando sus ojos de a víctima.

Salieron. Un instante después reinaba en el coro y en la Iglesia, en torno a lo que fue Padre Gracián, el silencio del olvido.



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ArribaAbajo- XXIX -

Tan turbado estaba D. Rodriguín, que las primeras palabras salidas de su boca fueron un latinajo incomprensible. No acertaba a pedir socorro en castellano ni a expresarse tampoco en vulgar latín.

-Ya, ya sabemos lo que usted desea -dijo cariñosamente el señor mayor, poniéndole la mano en el hombro-. Usted viene huyendo de la degollina de San Isidro... Aquí no hay que temer... Sola, querida hija, a este caballerito le vendrá bien una taza de caldo.

-Utique... gratias agere...

-O un vasito de vino blanco con bizcochos.

-Mejor vino que caldo -dijo entonces en claro español el estudiante.

Y no se saciaba de mirar al señor de los espejuelos de oro, y a la joven, y a los chicos, que no menos espantados que él le rodeaban.

Sola (pues no era otra la señora de aquella casa) salió en busca del reconfortante, y D. Rodriguín, ya completamente recobrado el sentido, pudo reconocer a D. Benigno.

-Ya sé donde estoy -dijo-. Ya sé que debo esta hospitalidad a don Benigno Cordero y a su digna esposa.

-No es esta señora mi mujer -replicó el de Boteros algo amostazado-, aunque sí lo fuera nada tendría de particular... Esta casa, no es mi casa, es de un amigo que está ausente, es del esposo de esa dignísima señora, ¿entiende usted?... Vamos a otra cosa... Podrían verlo a usted desde el tejado, si a los sicarios se les antoja subir para que no queden   —448→   vivos ni los gatos... ¡qué horrible día, Virgen del Sagrario!... Bajemos, señor subdiácono...

-No soy subdiácono, sino colegial -dijo Rodriguín, siguiendo a don Benigno 24 por la escalera abajo-. Suum cuique.

La casa no era de vecindad. Tenía dos pisos altos, ocupados por un solo inquilino. Demasiado grande para un soltero, era tal que para un casado sin hijos, sobraba más de la mitad. Sola se instaló en ella desde el día de su boda para limpiarla y tenerla en tal disposición que todo lo hallase a punto su marido cuando viniese. Una criada elegida por ella, Juanito Jacobo y el criado que Salvador había dejado en la casa, daban compañía y custodia a Sola por la noche, y por el día D. Benigno, su hermana y sus hijos mayores apenas salían de allí. Todos ayudaban a la grande obra de la limpieza y buena distribución de los muebles, al adorno y arreglo de la casa, que estaba primorosa. No faltaba en ella más que una cosa, el amo. Esperábanle cada semana, cada día, cada hora. Se habían recibido cartas suyas. Su esposa no cesaba de cavilar y de calentarse el cerebro, ya contando horas y minutos, ya imaginando obstáculos, o bien discurriendo el modo de ir al encuentro de su cara mitad, cosa harto difícil ciertamente por no saber qué camino traía.

El cólera había llenado de consternación y luto el alma de la señora, afectando también a sus leales amigos. Más que por sí mismos, temían ella y ellos por el ausente. ¡Santo Dios, si la epidemia le atacara en el camino!... ¿Tendría Dios dispuesto que no llegara a disfrutar el bien por tanto tiempo esperado?

-Lo peor de todo -decía Cordero, constante en su entrañable afecto-, sería que Dios te llevase a ti antes o después de que tu marido viniese, porque entonces... Y... yo pregunto: «¿dónde se encontrará otra Sola?»

Y añadía para sí:

-Si esta idea no implicara la pérdida de un ser tan querido, me regocijaría con ella... ¡Qué chasco para el amiguito! ¿eh?... ¡Pero no, Señor Dios Poderoso! ¡Barástolis, no! Antes de matarla a ella, mátame tres veces a mí, y que mi salvación me consuele de su felicidad.

El tremendo día 16 fue para todos los que en aquella casa habitaban, día de grandísima angustia, por la proximidad de la catástrofe. Reproducir aquí los apóstrofes que de su venerable boca echó D. Benigno al ver la matanza, las observaciones atinadísimas que hizo acerca de las justicias populares y del aborrecido imperio del vulgo, fuera imposible,   —449→   sin dar a este relato dimensiones desproporcionadas. Puede ser que todos estos dichos sean recogidos escrupulosamente por algún cachazudo historiador que los perpetúe, como sin duda merecen.

Por la noche, cuando el barrio quedó tranquilo y se supo la verdad de lo ocurrido, viendo el hecho en todo su horror, el héroe no daba paz a la lengua para maldecir a aquel indolente Gobierno, que tales crímenes había permitido, si no por expreso consentimiento, por pereza y descuido casi tan execrables como el consentimiento mismo. Y aquí tenía el compadecer a la libertad, deplorando que su causa estuviese en tales manos, y el sacar a relucir ejemplos de Grecia y de Roma para sentar el principio de que las manos bárbaras y sucias del vulgo envilecen cuanto tocan y destrozan aquello mismo que quieren defender.

D. Rodriguín oía esto y callaba, admirando la elocuencia del buen señor; pero como las palabras carlista y liberal saliesen a relucir, tal vez impensadamente, en la perorata de Cordero, encrespose el colegial, cambiáronse serias réplicas y reticencias, y trabose al fin una disputilla que no se sabe a dónde habría parado, si Sola no ordenase el silencio para restablecer la paz. Al día siguiente, D. Benigno dijo a su amiga con mucho misterio:

-Es preciso mandar a su casa a este subdiácono. Es un espía carlista... ¡Barástolis! tan bueno es Juan como Pedro, y entre las chaquetas de los desalmados y las sotanas de estas culebrillas no se sabe qué escoger.

Dicho y hecho. Avisose a la familia del colegial, y vestido este de seglar abandonó la casa, aunque ningún peligro había ya de que saliera en traje eclesiástico. Despidiose chuscamente hasta las kalendas carolinas, a lo que contestó el héroe con disparates latini-parlantes, que también se le alcanzaba algo de macarronismo.

Al ver Sola que pasaba un día y otro, que arreciaba la epidemia, que se cometían asesinatos horrorosos a ciencia y paciencia de las autoridades, pareciole que el Universo se descuajaba, que la máquina social y física del mundo se hacía pedazos, y que por jamás de los jamases se vería al lado de su legítimo dueño y consorte. Amarga tristeza se apoderó de ella, y no se le ocurría pensamiento alguno que no fuese de muerte o duelo. Pensó salir de Madrid, corriendo a la ventura en busca del esposo que Dios y la ley le habían dado; pero Cordero le quitó de la cabeza esta atrevida idea, impropia de persona tan razonable. Durante tres días el héroe no se ocupaba más que de reunir datos para escribir una memoria sobre el sangriento acontecimiento del día 16, y buscaba   —450→   referencias, interrogaba a los testigos oculares, bebía en las mismas fuentes de la verdad histórica, perseguía detalles, frases, accidentes mil, y esas pequeñeces de que tanto jugo suele sacar la diligente Clio. Escudriñando tan escandalosos sucesos, vio que a los horrores del colegio Imperial y de Santo Tomás habían excedido los de San Francisco el Grande, donde perecieron a navajazos cincuenta individuos. En la Merced Calzada también fue grande el estrago. De los de San Francisco dio noticias prolijas el menguado Rufete, que estaba de guardia aquel día y adquirió cierta fama no envidiable, por haber dado seguridades al general de la Orden de que nada ocurriría en la casa, y haber poco después permitido el libre paso de los viles asesinos. Rufete desfiguraba los hechos para velar su cobardía, que quizás, o sin quizás, más que cobardía, fue complicidad con los infames asesinos. El oficialete declaraba haber salvado de la muerte a muchos franciscanos; pero los que lograron salir vivos de la infame jornada aseguraban que en el momento del conflicto no se vio al señor oficial por ninguna parte. Había razones sobradas para afirmar que el Sr. Rufete hubo de esconderse en los sótanos del edificio, no dando señales de vida hasta que, muerta ya media comunidad, apareció muy fiero, echando ternos y venablos contra la pillería. Todos estos datos, noticias y versiones las iba recogiendo Cordero de los mismos héroes de la tragedia, para poner luego a cada cual en el lugar que le correspondía. Es indudable que el exaltado Rufete ocupó el que por sí mismo eligiera en lo más crudo del degüello, es a saber, la alcantarilla.

Faltara a todas las exigencias de la Historia el buen Cordero, si omitiera lo que se dijo de envenenamiento de aguas, y la parte que tuvo en esta brutal creencia la bendita y entonces malhadada tierra de San Ignacio. Este ingrediente desempeñó en aquellos sucesos terribles un papel de primer orden. Fue arma odiosa de la mala fe, de la ignorancia, y absurdo pretexto, ya que no causa, de uno de los más feos crímenes políticos que se han cometido en España. Conocemos la víctima y el grosero instrumento. La mano, ¿qué mano era y dónde estaba? ¿Creeremos en el espontáneo error del populacho y en un movimiento instintivo y ciego de su barbarie?... Difícil es creer esto. Pero el aguijón que inquietó al bruto, haciéndole morder y cocear, quedó escondido en el misterio. ¿Fue el degüello cosa resuelta y ordenada en círculos oscuros, ávidos de maldad y escándalo? También es difícil asegurar esto, que por su enormidad se resiste a la razón humana. La Fatalidad, causa cómoda de los hechos oscuros, y luz mentirosa de lo que no puede alumbrarse,   —451→   se presenta aquí reclamando su página, la página a que le dan derecho las perplejidades del narrador y el convencionalismo de la Historia... Bienvenida sea esa madrastra Fatalidad, que tan bondadosamente se presta a adoptar todo hijo abandonado, por lo general feo y enclenque, a quien rechaza la misma Lógica que en las tinieblas lo engendró.

Rumores corrieron de que el bondadoso Padre Alelí había perecido en las ferocidades del 16. Esto no resultó cierto por fortuna. Hallábase el anciano en la enfermería de su convento, ya completamente perturbado y sin juicio, cuando acaecieron los asesinatos. De nada se dio cuenta. Cordero le acompañaba un buen rato todos los días, hasta el de su muerte, la cual fue por lo tranquila y suave, casi inadvertida. Una siesta más larga que las de costumbre ocultó el momento de su tránsito, ocurrido a fines de Julio.

Nazaria murió del colera al siguiente día de la matanza. Heredó Tablas su mal; pero por aquel don de inmunidad que acompaña, según un viejo refrán, a la mala hierba, el animal venció a la epidemia asiática, o esta quizás asustose de él, dejándole libre, aunque muy bien recomendado a un cáncer que le tomó por su cuenta algunos años adelante. Por Romualda, a quien hallamos una mañana subiendo casi a gatas la empinada escalera de una casa de la calle de la Ruda, supimos que López llevaba con poca resignación su desgracia. Romualda subió tanto y tanto, que una noche la hallaron detenida en el peldaño octogésimo. Estaba prosternada, como besando la escalera. Tanto subió que sin pensarlo había llegado al cielo. López fue al hospital. Que murió no puede dudarse, por la índole incurable de su mal, pero nadie sabe cuándo ni cómo se extinguió aquella miserable vida, ni hay noticias del lugar de su sepultura. Acabó en el misterio, enteramente a solas si no le acompañaran el dolor y su conciencia, única compañía que le cuadraba.



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ArribaAbajo- XXIX -

Era sábado. Habían pasado seis días desde el nunca bastante execrado 16 de Julio, y Sola, desesperanzada ya y sin sosiego, incapaz de encontrar un consuelo en su propio pensamiento, convocó a los amigos en familiar consejo. Crucita opinó que no debía pensarse ya en que aquel endiablado hombre viniese; los chicos mayores se ofrecieron a salir y recorrer toda la Península para buscarle, y D. Benigno propuso que se fueran todos a los Cigarrales donde le aguardarían más tranquilos, libres de la zozobra que embargaba el espíritu de todos en la Corte y Villa.

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Sola se resistió a ir a los Cigarrales mientras no tuviese noticias de su marido o no le viese entrar sano y salvo. Aquel día pasó en soledades y suspiros, en mirar al suelo y al cielo, en interrogarse con los ojos, sin atreverse a formular verbalmente el triste pensamiento. Pero si agitada estaba el alma de la señora, no lo estaba menos la del bendito héroe del Arco famoso, pues al paso que ganaba terreno en ella la idea de que no parecería jamás el marido de su mujer, se iba apoderando traidoramente de aquel mismo espíritu suyo un sentimiento expansivo, un no sé qué, una cosa semejante a la alegría... El pobre señor, cuya rectitud, aún sometida a las mayores pruebas, era siempre grande y firme, padeció muchísimo con esto que llamaba caricia del Demonio, con esta tentación o asomos de pecado grave. Pero como podía tanto en él la voluntad, se sobrepuso a todo, arrojó de su pecho la culebrilla que se deslizara en él furtivamente, o invocando a Dios primero y al Ginebrino después, exclamó con enérgico arrebato de cristiano y filósofo: «Lejos de mí esa infame alegría por la desaparición del que triunfó de mí. Si Dios le mata y paso a heredar su dicha, enhorabuena; pero maldito sea yo si deseo su muerte, y antes me vea comido de gusanos que envidioso. Bien dijo aquel gran pensador en el libro V del Emilio, que la virtud que sólo se funda en las acciones es virtud falsa y postiza».

Por la noche se retiró a su casa lleno de congoja, por no poder ya aliviar con palabras y ficciones la de su infeliz amiga. Esta acostó a Juanito Jacobo, que no había querido separarse de ella y dormía junto a su cuarto; mandó a los criados que se acostaran también, y sola en su alcoba estuvo rezando hasta muy avanzada la noche. Durmiose al fin en su lecho, y en sueños creyó sentir desusado estrépito en la calle y en la casa. Era una pesadilla. Parecíale que la casa se hundía, o que un ejército entraba en ella o que un gigante la hacía pedazos con su pesado pie. Despertose sobresaltada. El corazón le palpitaba tanto que por la mucha viveza estuvo a punto de producirse la inercia cardíaca y por consiguiente el síncope. Pero al reconocerse bien despierta y al observar que continuaba el ruido, se incorporó en el lecho, puso atención... Se oían pasos en la casa... tocaron suavemente a la puerta de su alcoba... sonó una voz...

Sola saltó instintivamente 25 de su lecho. Empezó a vestirse a toda prisa... No acertaba a vestirse...

-Soy yo...

-Espera... un momento... Espera que me vista...

Y a medio vestir corrió a la puerta y abrió a su esposo.

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-Pero no te veo... -le dijo dejándose abrazar.

El criado se acercó con luz, a punto que él soltaba capa y sombrero.

Cuando D. Benigno llegó a la mañana siguiente, se quedó pasmado, y absorto en la mitad del pasillo al saber que el marido de la señora estaba sano y salvo en Madrid y en su casa. El héroe dio un gran suspiro. Mirando después al cielo, lanzó un piadoso apóstrofe y dijo así:

-¡Barástolis! Por Dios trino y uno, por la Virgen del Sagrario, por Rousseau, por mi vida honrada y por mi conciencia de cristiano juro y rejuro que me alegro con toda el alma.

Cuando Salvador salió de su alcoba, abrazáronse estrechamente ambos señores y juraron ser amigos fieles en lo que les quedara de vida. Muchos conocidos visitaron al recién llegado, y aquel mismo día tuvo éste ocasión de hacer una obra de caridad, mejor dicho, de aprobarla y sancionarla, pues ya estaba hecha condicionalmente por su esposa. Sola había cedido gratuitamente la bohardilla de la casa a las señoras de Porreño, en quienes la rancia nobleza no fue parte a poner un dique a la invasora miseria. Muerto Fernando VII, faltoles la modesta pensión qué este les daba. Su dignidad no les permitía implorar la caridad pública. Su arreglo, las distintas aptitudes de Doña María de la Paz les permitían aspirar a sostenerse, aunque mal, de su honrado trabajo. Sola les ayudó en trances tan aflictivos, dándoles la casa y encargándoles no se sabe cuanta obra de ropa blanca. La gratitud de las dos dignísimas cuanto infelices damas era extraordinaria. Doña Salomé bajó de punta en blanco a dar las gracias al generoso dueño de la casa. Presentose envuelta en ajadísimos tafetanes, adornada de podridas pieles y plumas pulverulentas. Con toda la finura y dignidad de su carácter, con toda la cortesía de su educación y toda la tiesura de su embalsamado cuerpo expresó sus sentimientos, diciendo que aquel caso de liberalidad debía agradecerse más en una época funesta ¡ay! en que habían desaparecido, por completo los caballeros.

Partieron a los Cigarrales. Allí trascurrían dulces y lentas las horas. El sosiego era completo, el tiempo delicioso, la salud admirable, en concierto dulcísimo con la paz y alegría de las almas.

Salvador y D. Benigno hablaban de política, cada cual según su criterio, su experiencia y diversos conocimientos; el segundo inclinado, a las generalidades, a las teorías; el primero más aferrado a los hechos, y deduciendo de la incompatibilidad de estos con la idea, desconsoladoras consecuencias; Cordero dejándose llevar del optimismo y confiando   —455→   mucho en el entusiasmo, en la virtud de los hombres y en la fuerza de ciertas ideas; Salvador inclinándose al pesimismo, revelándose muy aleccionado por la experiencia, creyendo poco en las personas y menos en las ideas verdes y desazonadas. D. Benigno opinaba que todos los españoles debían abrazar la bandera de la libertad, respetando y enalteciendo siempre la Religión y el Trono: admitir todos los progresos del siglo, y aplicarlos a las leyes, a las costumbres, al vivir y al pensar, evitando las guerras y colisiones. Añadía que si todos los españoles no gustaban de entrar por este camino, los rebeldes debían ser convencidos a palos, para lo cual convenía que los libres se armaran formando una milicia organizada, ni más ni menos que como la famosísima de Julio del 22, émula de los espartanos en el famoso Arco de Boteros.

Salvador no desaprobaba estas ideas, pero fiaba poco en los buenos propósitos de los que pensaban como su amigo; fiaba también poquísimo en la milicia, en los palos de la milicia y en la soñada concordia entre la libertad y la Iglesia. Declarando todo su pensamiento, aseguró que no esperaba ver en toda su vida más que desaciertos, errores, luchas estériles, ensayos, tentativas, saltos atrás y adelante, corrupciones de los nuevos sistemas, que aumentarían los partidarios del antiguo, nobles ideas bastardeadas por la mala fe, y el progreso casi siempre vencido en su lucha con la ignorancia.

-Los días mejores -dijo señalando con su bastón el horizonte-, están aún tan lejos que seguramente ni usted ni yo los veremos. La reforma es lenta, porque el mal es grave y profundo, y sólo se ha de curar trabajándose a sí mismo. Pienso vivir alejado de toda acción política. Estoy abrumado de experiencias; he visto mucho; cumplí mi misión. Hay mil caminos abiertos por donde pueden lanzarse los hombres nuevos. Los que no lo son, deben quedarse a un lado mirando y viviendo. Mi ideal está lejos. El tiempo le tiene tan guardado aún, que no se le vislumbra aquí por ninguna parte. Pero vendrá, y aunque no hemos de ver esa realidad, digna de ser admirada, desde aquí nos consuela el penetrar con el pensamiento en un porvenir oscuro, y contemplar las hermosas novedades de la España de nuestros nietos. En tanto, no puedo tener entusiasmo como usted, porque no creo en el presente. Me parece que asisto a una mala comedia. Ni aplaudo ni silbo. Callo, y quizás me duermo en mi luneta. No tengo que soñar en mi felicidad doméstica, que es ya un hecho positivo; soñaré con ese porvenir lejano de nuestra patria, con ese tiempo, querido amigo mío, en que la mayoría de los españoles se reirá de la angelical inocencia política de usted.



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Arriba- XXXI -

Basta ya.

Aquí concluye el narrador su tarea, seguro de haberla desempeñado muy imperfectamente, pero también de haberla terminado en tiempo oportuno (váyase lo uno por lo otro) y cuando el continuarla habría sido causa de que las imperfecciones y faltas de la obra llegaran a ser imperdonables. Los años que siguen al 34 están demasiado cerca, nos tocan, nos codean, se familiarizan con nosotros. Los hombres de ellos casi se confunden con nuestros hombres. Son años a quienes no se puede disecar, porque algo vive en ellos que duele y salta al ser tocado con escalpelo. Quédese, pues, aquí este largo trabajo sobre cuya última página (a la cual suplico que me sirva de Evangelio) hago juramento de no abusar de la bondad del público, añadiendo más cuartillas a las diez mil de que constan los Episodios Nacionales. Aquí concluyen definitivamente estos. Si algún bien intencionado no lo cree así y quiere continuarlos, hechos históricos y curiosidades políticas y sociales en gran número tiene a su disposición. Pero los personajes novelescos, que han quedado vivos en esta dilatadísima jornada, los guardo, como legítima pertenencia mía, y los conservará para casta de tipos contemporáneos, como verá el lector que no me abandone al abandonar yo para siempre y con entera resolución el llamado género histórico.




 
 
FIN DE LA NOVELA Y DE LOS EPISODIOS NACIONALES
 
 


Santander.- Noviembre-Diciembre de 1879.



  —I→  

En el breve Prólogo impreso a la cabeza de la presente edición me dejé decir que tenía preparado un largo escrito sobre el origen e intención de esta obra, los elementos históricos de que dispuse, y los datos y anécdotas que recogí, comprendiendo además algunos desahogos sobre la novela española contemporánea. Pronto me arrepentí de esta precipitada oferta, y la tuve por grandísima tontería en la parte que se refiere a juicios generales de crítica y a opiniones sobre el género literario que más se cultiva en España. Y al desempolvar los papelotes en que estaba el mal pensado y peor escrito Ensayo, me revolví airado contra mí mismo por la pícara maña de ofrecer lo que en manera alguna puedo ahora cumplir.

Me desdigo resueltamente, recojo mi palabra, y como en aquella espontaneidad pueril no hubo nada de juramento, ni se trata de un caso de conducta moral, espero quedar bien con mis lectores y con mi conciencia. Y si me apuran, prefiero pasar por poco formal a meterme en sabidurías y honduras de crítica, investigando las recónditas leyes de la belleza o las mudanzas que el tiempo y la moda les imprimen, y olfateando los caminos que este y el otro autor siguieron para su gloria o descrédito. Para cumplir lo prometido sería preciso que me saliese de las filas de la procesión y me pusiese a repicar. Hay escritores dichosos que desempeñan admirablemente este doble trabajo, y andan en la procesión y repican que se las pelan. Estos tienen el don maravilloso de practicar el arte y de legislar sobre él, y son maestros en todo cuanto cae debajo del fuero de la pluma. Sabe Dios que daría cualquier cosa por que me infundiesen algo de su aptitud, aunque no fuera sino para salir airoso en la ocasión presente; pero como esto no puede ser, me resigno,   —II→   y queda circunscrito el compromiso a la primera parte tan sólo de lo ofrecido, es decir, que no tengo ya más obligación que hablar un poco de cómo y cuándo se escribieron estas páginas. Esto me lo tengo muy sabido, no es cosa de ciencia sino de experiencia; pertenece a la erudición fácil y profunda de las propias acciones, y saldrá como una seda, sin temor de opiniones adversas ni de que los descontentadizos lo tengan por más o menos aproximado a la verdad; como que es la certeza misma.

A principios de 1873, año de grandes trastornos, fue escrita y publicada la primera de estas novelas, hallándome tan indeciso respecto al plan, desarrollo y extensión de mi trabajo, que ni aun había fijado los títulos de las novelas que debían componer la serie anunciada y prometida con más entusiasmo que reflexión. Pero el agrado con que el público recibió La Corte de Carlos IV sirviome como de luz o inspiración, sugiriéndome, con el plan completo de los EPISODIOS NACIONALES, el enlace de las diez obritas de que se compone y la distribución graduada, de los asuntos, de modo que resultase toda la unidad posible en la extremada variedad que esta clase de narraciones exige. Cuatro novelas aparecieron puntualmente cada año con regularidad de Almanaque, y en la Primavera de 1875 quedó terminada con La Batalla de los Arapiles la primera serie. Tantos lectores tuvo (dentro de la cifra reducida de lectores españoles), que creí oportuno emprender una segunda serie. Verdaderamente, la pintura de la guerra quedaba manca, incompleta y como descabalada si no se le ponía pareja en el cuadro de las alteraciones y trapisondas que a la campaña siguieron. El furor de los guerreros de 1808 sólo había cambiado de lugar y de forma, porque continuaba en el campo de las Conciencias y de las ideas. Esta segunda guerra, más ardiente tal vez aunque menos brillante que la anterior, pareciome buen asunto para otras diez narraciones, consagradas a la política, a los partidos y a las luchas entre la tradición y la libertad, soldado veterano la primera, soldado bisoño la segunda; pero ambos tan frenéticos y encarnizados, que aun en nuestros días, y cuando los dos van para viejos, no se nota en sus acometidas síntoma alguno de cansancio.

Con Un Faccioso más y algunos frailes menos quedaron terminados los EPISODIOS NACIONALES, y no obstante las excitaciones de algunos aficionados a estas lecturas, me pareció juicioso dejar en aquel punto mi trabajo, porque la excesiva extensión habría mermado su escaso valor, y porque, pasado el año 34, los sucesos son demasiado recientes para tener el hechizo de la historia y no tan cercanos que puedan llevar en sí los elementos de verdad de lo contemporáneo. Abrazan, pues, los EPISODIOS NACIONALES veintinueve años, los cuales, de fijo, dieron de sí más acontecimientos y produjeron más hombres, y, en una palabra, hicieron más historia que todo el siglo precedente. Si damos valor a una ilusión de tiempo, podremos decir que aquellos veintinueve años fueron nuestro siglo décimo octavo, la paternidad verdadera de la civilización presente, o del conjunto de progresos y resabios, de vicios y cualidades que por tal nombre conocemos.

Por más que la generación actual se precie de vivir casi exclusivamente de sus propias ideas, la verdad es que no hay adelanto en nuestros días que no haya tenido su ensayo más o menos feliz, ni error al cual no se le encuentre fácilmente la veta a poco que se escarbe en la historia para buscarla. Todos los disparates que   —III→   hacemos hoy los hemos hecho antes en mayor grado. Y si parece que faltan ahora los grandes impulsos que en otro tiempo determinaron hechos inmortales, es porque no se producen las circunstancias que los estimulan; que si se produjeran, aquellos impulsos saldrían. Y si no, que lo prueben de veras.

Es y será siempre un gran placer para toda generación el mirarse en el espejo de la que le ha precedido inmediatamente. De esto, en primer término, y de la circunstancia, feliz para mí, de no existir en la literatura española contemporánea novelas de historia reciente, ha dependido el buen éxito de estos libros y la estimación que por sus condiciones literarias no habrían alcanzado nunca.

Esta obra fue empezada antes de que estuvieran en boga las tendencias en literatura, al menos aquí; pero aunque se hubiera escrito un poco más tarde, seguro que habría nacido limpia de toda intención que no fuera la de presentar en forma agradable los principales hechos militares y políticos del período más dramático del siglo, con objeto de recrear (y enseñar también, aunque no gran cosa) a los aficionados a esta clase de lecturas. Ni remotamente se me ocurrió mortificar poco ni mucho a los naturales de un país enemistado con el nuestro en aquellos trágicos días. La demencia patriótica que nuestros vecinos llaman chauvinisme es tan contraria a mi manera de sentir, que me tengo por libre de tal enfermedad ahora y siempre. Consigno aquí esta declaración como respuesta, tardía sí, pero categórica a lo escrito en una célebre revista de circulación universal por un discretísimo y malogrado publicista francés 26, que al mismo tiempo que favorecía mi obra con apreciaciones lisonjeras, indicaba que el autor de ella se proponía concitar los ánimos de sus compatriotas contra Francia. De que en una o varias novelas aparezcan pintados los sentimientos de los españoles de 1808 con la vehemencia que exige la propiedad histórica, no se puede deducir que los presentes sintamos antipatía hacia una nación a la cual nos unen hoy vínculos más fuertes que todas las alianzas políticas. La proximidad entre ambos países es tan grande a cansa del mutuo comercio y de las fáciles comunicaciones; es tan incontrastable la influencia que en nosotros ejercen las ideas, las costumbres, la industria y aun la riqueza de nuestros vecinos, que aunque existiera aquí el chauvinisme, los hechos lo curarían de golpe. Por lo demás, los franceses mismos, en su literatura patriótica, no han sido nunca tan escrupulosos ni se han parado en barras en lo de molestar con más o menos justicia a naciones que han tenido con ellos algún altercado. Otros dos escritores extranjeros, al ocuparse ligeramente del mismo asunto, han seguido el criterio de Mr. Louis-Lande. A ellos dirijo también estas observaciones.

Lo que comúnmente se llama Historia, es decir, los abultados libros en que sólo se trata de casamientos de Reyes y Príncipes, de tratados y alianzas, de las campañas de mar y tierra, dejando en olvido todo lo demás que constituye la existencia de los pueblos, no bastaba para fundamento de estas relaciones, que o no son nada, o son el vivir, el sentir y hasta el respirar de la gente. Era forzoso pedir datos a los olvidados anales de las costumbres y aun de los trajes, a todo   —IV→   eso que la tradición no sabe defender de las revoluciones de la moda, y que se pierde en la marejada del tiempo, dejando rastro muy débil en los archivos del Estado. Era indispensable pedir también auxilio a la literatura anecdótica y personal, como Memorias y colecciones epistolares. Pero de estos tesoros están muy pobres nuestras bibliotecas. Son pocos los que han referido los lances verídicos de su vida. Hay en nuestro carácter un fondo de modestia que perjudica a la formación de la verdadera historia, y adolecemos además de falta de sinceridad. Lo que llaman vida pública es una fastidiosa comedia representada por confabulación de todos, amigos y enemigos. La vida efectiva no aparece nunca, y nos apresuramos a hacer desaparecer los documentos de ella, arrebatando a la publicidad las cartas de personajes fenecidos, por ese ridículo miedo a la verdad que es propia de los que se habitúan a vivir en una atmósfera de artificios. De aquí la oscuridad que envuelve sucesos casi recientes. Las cartas escritas para el público no llenan este vacío, y las verdaderas no salen nunca a luz, o por la razón de falsos respetos, o quizás porque el público mismo no manifiesta inclinación a esta literatura de verdad palpitante, y protege con su demanda las cosas sobadas, compuestas y mentirosas. Poco o ningún fruto obtuve, pues, de la literatura familiar.

La prensa periódica ha podido, en algún caso, prestar servicios al novelista, aunque en las épocas de régimen autoritario es difícil hallar en los papeles públicos un reflejo, ni aun siquiera pálido, de la vida común. En cuanto a la Gaceta de aquellos tiempos, justo es reconocer que arroja gran luz sobre los sucesos de Turquía, Moscovia, Transilvania y Galitzia, observando, respecto a lo que en Madrid pasaba, una discreción tal, que no es posible imaginar papel más estúpido. Pero donde menos se piensa hallamos un tesoro. El Diario de Avisos, que en estupidez iguala a la Gaceta y le supera en garrulería, ha sido para mí de grande utilidad, por los infinitos datos de la vida ordinaria que atesora... ¿dónde creeréis? en sus anuncios. En esta parte del periódico más antiguo de España he hallado una mina inagotable para sacar noticias del vestir, del comer, de las pequeñas industrias, de las grandes tonterías, de los placeres y diversiones, de la supina inocencia de aquella generación. Créanlo o no, digo que todo lo que en esta obra es colorido, acento de época y dejo nacional, procede casi exclusivamente de los anuncios del Diario de Avisos. Para la ensambladura histórica tuve siempre a la vista la historia anónima de Fernando VII, que se atribuye a D. Estanislao de Koska Bayo, y para Zaragoza los Sitios de Alcaide Ibieca. Con esto, las Memorias de algunos generales del Imperio y otras historias menos conocidas y una buena dosis de buena voluntad, que suple a veces la falta de ciertas facultades, salí del paso como Dios me dio a entender.

Gran ventura habría sido para mí tropezar con testigos presenciales; pero no habiendo hallado ninguno que pudiera contar hechos de la primera época, tuve que fiar la empresa a las fatigas del trabajo inductivo y de probabilidades, auxiliado por datos de tercera mano y referencias incompletas o desvirtuadas. Después, al acometer la segunda serie, pude obtener ventajas de la conversación con personas de tanto ingenio, sagacidad y feliz memoria como el Sr. Mesonero Romanos y algún otro. En las obras de este insigne fundador de la literatura de costumbres en España, en las de Larra, Miñano, Gallardo, Quintana, etc., y aun en   —V→   las comedias, sainetes o articulillos de escritores oscuros, así como en diferentes periódicos no políticos, sin excluir los de modas, he allegado elementos indirectos para sortear las dificultades de empresa tan ruda.

En la primera serie adopté la forma autobiográfica, que tiene por sí mucho atractivo y favorece la unidad; pero impone cierta rigidez de procedimiento y pone mil trabas a las narraciones largas. Difícil es sostenerla en el género novelesco con base histórica, porque la acción y trama se construyen aquí con multitud de sucesos que no debe alterar la fantasía, unidos a otros de existencia ideal, y porque el autor no puede, las más de las veces, escoger a su albedrío ni el lugar de la escena ni los móviles de la acción. Tales dificultades obligáronme a preferir en casi todas las novelas de la segunda serie la narración libre, y como en ellas la acción pasa de los campos de batalla y de las plazas sitiadas a los palenques políticos y al gran teatro de la vida común, resulta más movimiento, más novela, y por tanto, un interés mayor. La novela histórica viene a confundirse así con la de costumbres. En los tipos presentados en las dos series y que pasan de quinientos, traté de buscar la configuración, los rasgos y aun los mohines de la fisonomía nacional, mirando mucho los semblantes de hoy para aprender en ellos la verdad de los pasados. Y la diferencia entre unos y otros, o no existe, o es muy débil. Si en el orden material las trasformaciones de nuestro país han sido tan grandes y rápidas que apenas se conoce ya lo que fue, en el orden espiritual la raza defiende del tiempo sus acentuados caracteres con la tenacidad que pone siempre en sus defensas, ya lo sean de una ciudad, como en Numancia y Zaragoza, ya de una costumbre, como se muestra en la perpetuidad de los Toros y de otras mañas nacionales. No es difícil, pues, encontrar el español de ayer, a poco que se observe el que tenemos delante.

Al pensar en la ilustración de esta obra, quise, como he dicho al principio de la edición, que manos de otros artistas vinieran a dar a las escenas y figuras presentadas por mí la vida, la variedad, el acento y relieve que yo no podía darles. Poco tengo que añadir a lo que dije al principio de la edición. Bien se ha visto que el plan primitivo ha sufrido alguna mudanza. Anuncié que la ilustración total estaba a cargo de dos artistas eminentes; pero las dificultades que en la práctica ofreció lo excesivo del trabajo en obra tan extensa, obligáronme a repartir la ilustración entre mayor número de artistas. Tuve la suerte de que todos cuantos llamé en mi auxilio respondieron con entusiasmo; todos han trabajado con fe, encariñados con la obra más de lo que esta merecía. El resultado ha sido admirable. La habilidad de los insignes pintores y dibujantes que han trabajado en esta edición, su entusiasmo y mi constancia (que no quiero renunciar a la parte de gloria que me toca), han producido una obra editorial de relevante mérito, un verdadero museo de las artes del diseño aplicadas a la tipografía, y marcan un verdadero progreso en el gusto nacional. Creo haber acertado al preferir los facsímiles ejecutados sobre zinc a los antiguos procedimientos del boj, pues si la madera bien trabajada da finezas y matices, que en el clisé directo se obtienen pocas veces, en cambio este reproduce fielmente la creación del artista, y traslada el acento, el trazo, la personalidad.   —VI→   De aquí la seducción que ejerce en el observador entendido un relieve de zinc cuando es de manos bien ejercitadas en el lápiz o la pluma. Muy grande tiene que ser la destreza de un grabador para arrancar de la madera efectos iguales, y sobre todo, para imprimir con el buril ese sello de espontaneidad y frescura que en el clisé directo compensa la tosquedad del trazo.

No he de ocultar que la escasez de medios industriales en nuestro país ha sido parte a mermar los efectos que habrían podido obtenerse en esta ilustración, utilizando todos los progresos que la zincografía ha realizado últimamente en Europa. Pero en la ruda campaña que ha sido preciso sostener con la carencia de elementos materiales se ha llegado hasta donde se ha podido, y sólo han cesado los esfuerzos ante el convencimiento de no poder avanzar más en esta senda de asperezas y entorpecimientos de todas clases. Se ha ido hasta el fin del terreno conocido en nuestra limitada vida industrial, no retrocediendo sino cuando era humanamente imposible dar un paso más. La tristeza que produce el no haber llegado a la perfección se atenúa con la idea de haber puesto los cinco sentidos y los recursos todos en la empresa, y con la seguridad de que otros llegarían hasta donde hemos llegado: pero no más allá.

Cuatro años y medio ha durado la publicación, plazo relativamente corto y que aún lo parecerá más si se atiende a que la obra consta de quinientos veintiocho pliegos, a que ha sido preciso obtener de nuestros artistas, algunos de ellos avecindados en Barcelona y en el extranjero, mil doscientos dibujos próximamente, enviarlos fuera de Madrid casi siempre, para la elaboración de los clisés, y estampar al fin estos con la prolijidad y el esmero que exige tal trabajo. Los que conozcan de cerca las faenas tipográficas y además hayan visto experimentalmente los horizontes que tiene en España el comercio de libros, se pondrán de mi parte cuando me oigan repetir lo que dijo primero el loco de Cervantes y después Pereda en esta forma: «no es para todos la tarea de hinchar perros en esta catadura».

Los nombres de los colaboradores artísticos de esta edición, pintores eximios los unos, dibujantes habilísimos los otros, van a la cabeza de los diez tomos. Estos nombres, algunos de los cuales gozan ya de universal fama, y los demás la obtendrán seguramente, son demasiado conocidos y no necesitan que se les haga aquí un panegírico. Poco añadirían a su reputación mis encarecimientos, que, por otra parte, parecerían quizás interesados. Es ocioso encomiar lo que está a la vista. Ponerse a describir bellezas fácilmente apreciables por cuantos tienen ojos y gusto es más de cicerone que de crítico. Penetrad por la primera página, salid por la última después de haber recorrido esta inmensa galería, y tengo por cierto que haréis justicia, sin necesidad de apuntador, al ingenio, la fuerza de expresión y la gracia con que el arte del dibujo ha hermoseado estas pobres letras.

Otros colaboradores ha tenido, en esfera más modesta, la presente edición, los cuales nadie conoce, y que, no obstante, merecen que sus nombres sean sacados de la oscuridad. Yo lo haré como recompensa a los constantes esfuerzos, a la inteligencia y buena voluntad con que han coadyuvado al éxito de este difícil trabajo. Servicios, tan útiles no son los menos importantes, ni la parte de gloria que les corresponde en el resultado total es la más pequeña. Merece, pues, una mención aquí el encargado de los trabajos tipográficos de la edición, D. Guillermo   —VII→   Cano, por cuyas manos han pasado todas mis obras desde La Fontana de Oro hasta la última que he compuesto, y todas las ediciones, grandes y chicas, buenas y malas que de ellas se han hecho. La tirada de los EPISODIOS NACIONALES ilustrados y de sus innumerables grabados ha sido hecha con el mayor esmero, desde el principio hasta el fin, por el maquinista D. Antonio López.

Creo haber dicho todo lo que tenía que decir, cumpliendo la oferta de marras, y pagando el acostumbrado tributo de cortesía a un público con el cual se ha estado en comunicación no interrumpida durante muchos años. A este público que me admitió la edición primitiva de estos libros, que recibe bien la ilustrada, y que tal vez, andando el tiempo, no ponga mala cara a otra, presentada en forma y condiciones diferentes, debo gratitud eterna. Mientras su favor me dure, yo no he de pecar de ingrato ni de perezoso. Este es el único poderoso de la tierra, cuya munificencia no tiene límites y cuyos dones se pueden admitir siempre sin ofensa del decoro, porque es el único que sabe y puede ser Mecenas en los tiempos que corren. Cuando el favor desmaye y observe yo en el inmenso semblante asomos de ceño o de cansancio, me dejaré caer poco a poco del lado de la oscuridad, hasta quitarme de en medio completamente, siempre con la debida reverencia.

Madrid.- Noviembre de 1885