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Capítulo IV

La sierra.



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- I -

     La Sierra Nevada, llamada también Sierra Negra, hacia la cual nos dirigimos en busca de una fortuna tan deseada, atraviesa las comarcas californianas en toda su extensión de Nordeste a Sudeste.

     Esta cadena de montañas tiene una elevación superior en mucho a todas las demás de California, y sus cumbres se ven perpetuamente cubiertas de nieve. Su desarrollo es inmenso, y a intervalos casi iguales ofrece a la vista anchas mesetas cubiertas de bosques, del centro de las cuales arrancan soberbios picos de carácter volcánico que se elevan hasta doce o quince mil pies sobre el nivel del mar. Estos picos, coronados por un turbante de nieves eternas, han dado a la cordillera el nombre de Sierra Nevada.



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- II -

     Elévase ésta en mesetas sucesivas; las pendientes de las faldas son bastante suaves, pero poco a poco se van haciendo más rápidas a medida que se acercan a las regiones superiores. La distancia media, desde la base a la cima, es de veintiséis a veintiocho leguas.

     Como los Alpes y otras muchas cordilleras importantes, la Sierra Nevada puede considerarse dividida en distintas regiones, cada una de las cuales posee una vegetación particular; por ejemplo, en las faldas crecen los robles y los cedros, en las mesetas secundarias se ven bosques de encinas, en las regiones superiores dominan los pinos.

     Éstos, sin embargo, crecen también en las regiones más bajas.

     Entre los montes californianos propiamente dichos y la Sierra Nevada están encerrados todos esos ricos depósitos de oro que han atraído a California gentes de todas las nacionalidades y muestras de todas las razas.

     Las dos cordilleras, reuniéndose al Sur, forman el magnífico valle de Tucares, el más fértil, o por lo menos, uno de los más fértiles de California.



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- III -

     Antes de ponernos en marcha, habiendo visto que el método del lavado por medio de la batea daba resultados muy lentos para nuestra impaciencia y demasiado medianos para nuestra ambición, resolvimos construir una máquina de lavar.

     Carecíamos, sin embargo, de los materiales y de las herramientas necesarias para llevar a cabo esta obra.

     En primer lugar, necesitábamos una docena de tablas de seis pulgadas de ancho por tres pies de largo, que habían de constituir el fondo de la máquina.

     Hacer estas tablas era perder un tiempo que a cada instante nos parecía más precioso y en cuanto a comprarlas, no éramos bastante ricos para pensar en ello.

     Ocurrióseme entonces la idea de ir al campo americano, situado a legua y media del lugar en que nos hallábamos, y donde sabía que podría encontrar cajas viejas que habrían contenido víveres.

     Hicímoslo así, y compramos las cajas vacías, que nos costaron dos piastras, y una pequeña cantidad de clavos.

     Necesitábamos también una hoja de palastro; pero tuve la fortuna de encontrar, en el momento en que nos decidíamos a hacer esta adquisición, un pedazo de hoja de lata, arrancada indudablemente del forro de la silla de una mula, y este feliz hallazgo nos permitió economizar lo que en la compra hubiéramos gastado.

     A las ocho de la mañana estábamos de vuelta en nuestra tienda, y acto seguido nos pusimos a construir la proyectada máquina, que dimos por concluida tras dos horas de trabajo, sin haber empleado otras herramientas que una sierra y nuestros cuchillos.

     Inmediatamente la sometimos a un ensayo, para ver si los resultados correspondían a nuestras esperanzas, y quedamos perfectamente satisfechos.

     Sólo nos faltaba llegar a Sierra Nevada y encontrar un buen terreno.



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- IV -

     Desarmamos la tienda, cargamos las mulas, y a las nueve de la mañana nos pusimos en marcha, empezando a subir las primeras pendientes de la cadena de montañas que se elevaba ante nuestra vista.

     Allí el camino se reducía a un estrecho y tortuoso sendero que parecía abierto por el paso de los animales salvajes. Las mulas nos conducían a su capricho, y nos dejábamos guiar por ellas, seguros de que sabrían encontrar el buen camino mejor que nosotros. El calor era sofocante, sin que bastasen a librarnos de él las altas yerbas que orlaban los lados del sendero, y de tiempo en tiempo nos deteníamos para descansar a la sombra de los espesos bosquecillos, compuestos casi en su totalidad de robles y de abetos.

     Dos veces, durante esta ascensión, encontramos corrientes de agua pura y cristalina que descendían al valle para unirse al arroyo.

     En la segunda hicimos alto, dimos de beber a las mulas, las dejamos pastar la fresca yerba de las márgenes y nos pusimos a comer.



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- V -

     A las cinco de la tarde, debilitada ya la fuerza del sol, continuamos nuestra marcha, con la intención de acampar sobre la cima de la montaña, a donde llegamos a las nueve y medía de la noche.

     Había una magnífica luna, y no habíamos encontrado ningún animal peligroso, por más que nos hubiesen hablado mucho de serpientes de cascabel, de víboras y hasta de boas. Todas huyen, sin embargo, ante el hombre, y si alguna vez se aproximan a los sitios frecuentados, es, como diré en otra ocasión, para buscar el calor del sol.

     Nos entregamos al descanso sin temor alguno y con la intención de partir al amanecer el día siguiente.

     Una cosa nos inquietaba, sin embargo; la subida había sido trabajosa, pero no sabíamos como sería el descenso.



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- VI -

     Al romper el día emprendimos la marcha, bajando por una suave pendiente cubierta de praderas y de bosques.

     Aquella pendiente nos condujo a las márgenes del Murfis, uno de los principales afluentes del río Estanislao.

     No existía ninguna de las dificultades que temíamos; aquella comarca parecía un rincón del Paraíso.

     Desgraciadamente, no es el Paraíso para los buscadores de oro.

     Así como el Judío Errante oye continuamente detrás de sí la voz de un ángel que le grita: ¡anda! el minero oye sin cesar la voz de un demonio que le dice: ¡busca!

     Llegamos al Murfis, cuyas orillas son bastante escarpadas, le atravesamos, seguimos por su margen durante una hora, y acampamos a un kilómetro de distancia de una montaña elevada que habíamos rodeado, y a unas cinco leguas de las primeras pendientes de la Sierra Nevada.

     Al día siguiente, apenas rompió el día, continuamos la marcha.



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- VII -

     Desde que habíamos salido de Sonora, no habíamos encontrado alma viviente, y la comarca parecía completamente desierta.

     Sin embargo, otros aventureros habían emprendido y realizado antes que nosotros el mismo viaje; pero había sido en la época de la licuación de las nieves, durante la cual la enorme cantidad de agua que cae de las montañas inunda las llanuras inferiores donde se encuentra el oro, y por consiguiente, ningún trabajo habían podido llevar a efecto.

     Nosotros llegábamos en mejor tiempo y era posible que consiguiéramos nuestro objeto.



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- VIII -

     A las diez de la mañana alcanzamos el lugar donde pensábamos establecernos, y en sus alrededores vimos las señales de trabajos más o menos recientes.

     Esto era un antecedente que nos indicaba que era allí donde debíamos cavar; armamos nuestra tienda, dejamos las mulas en libertad de pacer la yerba de la llanura y nos pusimos a buscar un sitio a propósito para que nuestras tareas fuesen productivas.

     Como no hay ningún signo exterior que indique los buenos o malos sitios, esta faena era completamente aventurada, y lo mismo podía dar un bueno que un mal resultado.



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- IX -

     Emprendimos con ardor el trabajo apenas habíamos alcanzado una profundidad de dos pies, saltó un chorro de agua bajo los golpes de la piqueta.

     Esta contingencia imprevista hacía imposible el trabajo.

     Subimos la pendiente que se elevaba ante nosotros y empezamos en ella dos o tres minas; pero también allí, a más o menos profundidad, encontramos capas de agua.

     Estas contrariedades no eran bastantes para abatir nuestro ánimo.

     Habíamos encontrado varios filones de tierra rojiza, pero sometida al lavado, no dio la más pequeña cantidad de oro.

     Entonces empezamos a trabajar en una cañada.

Se llama cañada al antiguo cauce de un arroyo seco.

     Allí encontramos algunas pepitas auríferas, pero en muy corta cantidad.



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- X -

     Volvimos a la tienda bastante desanimados y abatidos. Aquella vez, desvanecidas nuestras esperanzas, nos veíamos frente a frente de una realidad dolorosa.

     Habíamos gastado más de setecientas piastras, y el oro que habíamos recogido apena llegaba a doscientos francos.

     Cenamos, sin embargo, con muy buen apetito, pues todo lo que nos quedaba era la esperanza en nuestras propias fuerzas, y era preciso que no se debilitasen.

     Nuestra cena se compuso de una sopa, judías con jamón, y tortas de harina que ocupaban el lugar del pan.

     Estas tortas las hacíamos con las manos nosotros mismos, y eran una especie de galletas aplastadas con las manos y cocidas bajo la ceniza.

     Terminada la cena, hicimos nuestros preparativos para pasar la noche.

     A la altura a que nos hallábamos, a más de tres mil pies sobre el nivel del mar, las noches empezaban a estar algo frescas. Esta circunstancia hizo conservar, alimentándole con mecha, durante toda la noche un buen fuego, que encendido cerca de la entrada de la tienda nos calentaba los pies.



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- XI -

     Empezábamos a quedarnos dormidos cuando oímos a larga distancia un grito plañidero y prolongado, que repitieron los ecos de la montaña.

     Nos levantamos de un salto, y por un movimiento instintivo, tendimos la mano hacia nuestros fusiles.

     Un momento después, distintos gritos parecidos o iguales al primero, se dejaron oír mucho más cerca, y reconocimos los ahullidos de los lobos.

     Aquellos repugnantes animales descendían de la montaña que habíamos rodeado por la mañana, y sus quejumbrosos ahullidos iban en aumento, oyéndose cada vez más próximos.

     Cogimos los fusiles y nos preparamos a la defensa, paran el caso de que atacasen a las mulas.

     La alerta, sin embargo, fue corta; los lobos siguieron la margen del río y poco después se perdieron en la sierra.

     Indudablemente nuestras emanaciones no habían llegado hasta ellos ni habían olido la presencia de las mulas.

     Éstas eran las que más nos preocupaban; estaban atadas a una estaca, a cuarenta pasos de nosotros, y fuimos a buscarlas fusil en mano; las sujetamos a los palos de la tienda y esperamos la llegada del día.



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- XII -

     El resto de la noche se pasó tranquilamente y pudimos entregarnos al sueño.

     Llegado el día levantamos el campo y nos pusimos en marcha.

     Volvimos sobre nuestros pasos, y en vez de remontar la corriente de Murfis, bajábamos con ella.

     A las once y media hicimos alto, comimos y después de descansar un rato intentamos otra escavación.

También allí encontramos agua, pero en tan poca cantidad que no impedía los trabajos.

     A la profundidad de cinco o seis pies, la tierra rojiza se ofreció a nuestros ojos; era una especie de arena gruesa, cuyo aspecto nos infundió esperanzas.

     La recogimos, sometiéndola al lavado, y después de cinco horas de trabajo teníamos en nuestro poder algo más de una onza de oro, es decir, un valor equivalente a cien francos, con corta diferencia.

     Al fin habíamos encontrado un buen filón, y resolvimos permanecer allí.

     La noche nos encontró llenos de alegría y prometiéndonos un día mejor aún para el siguiente, puesto que sólo habíamos trabajado durante la tarde y pensábamos no descansar en todo el día.



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- XIII -

     Al anochecer tuvimos cuidado de sujetar las mulas a los palos de la tienda y de encender un gran fuego para combatir el frío.

     Sin embargo, no teníamos leña, y en tanto que yo preparaba la comida, Tillier cogió el hacha y fue a partirla en los árboles de un bosquecillo cercano.

     Diez minutos después, a la pálida claridad de la luna le vi regresar a la tienda; no traía leña alguna, andaba hacia atrás y parecía que buscaba con la mirada entre las tinieblas de la noche un objeto que le causase gran preocupación.

     -¡Eh! -le grité,- ¿qué es eso? ¿qué hay por ahí?

     -Hay, -respondió acercándose,- que esta vez los lobos nos han olido y nos rodean por todas partes.

     -¿De veras?

     -Como lo oís; acabo de ver uno.

     -¿Un lobo?

     -Sí; bajaba de la montaña, nos hemos visto al mismo tiempo y los dos nos detuvimos en seguida.

     -¿Y dónde le habéis visto?

     -A cien pasos de aquí, poco menos, hacia el bosquecillo. Como no me dejaba pasar ni daba señal de moverse, temí que aquello durase tanto tiempo que pudierais inquietaros, y resolví volverme.

     -¿Y el lobo?

     -No viéndome ya, habrá continuado su camino.

     -Tomemos los fusiles hagamos un reconocimiento por aquí cerca.



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- XIV -

     Cogimos las armas, que desde la noche anterior estaban cargadas con bala, y nos separamos de la tienda dirigiéndonos al bosquecillo.

     Tillier iba delante, con el fusil preparado, y yo le seguía.

     A unos treinta pasos del río Tillier se detuvo, y recomendándome silencio, me mostró el lobo, que estaba en la orilla de uno de los pequeños arroyuelos que atravesaban la llanura para verter luego sus aguas en el Murfis.

     No era posible dudar: los dos ojos del animal, fijos sobre nosotros, brillaban en la oscuridad como carbones encendidos.

     Nuestros fusiles se alzaron a un tiempo, como impulsados por la misma mano, y los dos disparos no formaron más que una detonación.

     El lobo cayó de cabeza y rodó hasta el arroyo.

     Los dos tiros, reunidos en uno solo, tuvieron en las montañas un eco formidable.

     Recogimos el lobo: estaba muerto. Una de las balas le había dado en el pecho; la otra en la garganta.

     Le arrastramos hasta la tienda y allí le dejamos.

     La noche fue horrible: los lobos pasaban y repasaban en bandadas cerca de nosotros; las mulas se agitaban y coceaban, intentando escaparse, medio locas de terror.

     El fuego que manteníamos encendido los tenía alejados; pero sin embargo, no pudimos dormir un solo momento.

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