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Capítulo V

Los americanos.



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- I -

     Era imposible que permaneciésemos en aquel lugar.

     Los lobos, detenidos una noche por el resplandor de la hoguera, podían volver en la siguiente, envalentonarse, atacarnos y devorar las mulas, cuando no intentasen hacerlo también con nosotros.

     No era este ciertamente el objeto que nos había llevado a California.

     Así, pues, a la mañana siguiente continuamos descendiendo por la margen del río, haciendo altos en los sitios que nos parecían a propósito para abrir escavaciones.

     Recogimos algún oro, pero muy poco: menos de un franco por cada lavadura.



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- II -

     Decididamente ningún filón valía tanto como el que habíamos abandonado, y a pesar de la mala vecindad de los lobos, dándonos valor la luz del día, ya nos decidíamos a regresar, cuando de repente distinguimos un formidable oso negro que bajaba tranquila y lentamente por la montaña.

     La tentación era grande y de buena gana hubiéramos tirado sobre él; pero nos detuvo una tradición muy acreditada en California.

     Aseguran los indios que un oso herido reúne a todos sus compañeros de la montaña, y que juntos vuelven sobre el cazador, que muere inevitablemente en sus garras.

     Esto es, como se comprende, lo más absurdo del mundo; pero ni Tillier ni yo estábamos aún bastante acostumbrados a aquella vida agreste y solitaria, y el poco conocimiento de aquel país nuevo nos hacía un poco tímidos.

     La presencia de la terrible fiera nos hizo comprender que era peligrosa la permanencia en aquellos lugares y resolvimos volver directamente al Paso del Pino y reanudar allí nuestro trabajo.

     Por consecuencia, plegamos nuestra tienda, cargamos las mulas, nos orientamos y nos pusimos en camino.



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- III -

     En la mañana siguiente tuvimos la fortuna de encontrar, en un pliegue del terreno, un bellísimo corzo, que saltaba entre los arbustos.

     Le hicimos fuego al mismo tiempo, y cayó herido por las dos balas.

     Esto era, a la vez, una economía y una especulación.

     Partimos el corzo por la mitad, le pusimos sobre las cargas de las mulas, y una vez en el Paso del Pino, vendimos una de las mitades por veinticinco piastras.

     De regreso a nuestro punto de partida, vimos que la escavación por nosotros empezada había sido continuada por otros, y abandonada después por falta de herramientas.

     Todos los mineros encontraban oro; pero solo los que estaban asociados en gran número podían alcanzar buenos productos.

     Y por desgracia las asociaciones, o por mejor decir, los deberes que toda asociación impone a unos asociados respecto de los otros, son antipáticos al carácter francés, en tanto que, por el contrario, los americanos parecen destinados a la asociación.



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- IV -

     Allí tuve ocasión de ver un ejemplo de la insaciable rapacidad de los médicos. Sucedió que, habiendo caído enfermo un minero americano, hizo llamar un doctor, americano también, el cual le visitó tres veces y le proporcionó una poción de quinina. Cuando se llegó a tratar de los honorarios, el médico reclamó una onza de oro por cada visita y dos onzas

por el medicamento: total, cinco onzas, o lo que es lo mismo, cuatrocientos ochenta francos.

     Todos los médicos obraban en California de una manera igual, y así era que los enfermos querían mejor dejarse morir que ponerse, en sus manos.



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- V -

     En el Paso del Pino había entonces ciento treinta trabajadores próximamente.

     Entre ellos, treinta y tres franceses de París y de Burdeos se habían reunido, y un poco más arriba de su campo habían cambiado el curso del río.

     En este trabajo habían empleado cuatro meses, en cuyo tiempo consumieron sus provisiones y agotaron su dinero.

     Pero en el momento en que iban a recoger el fruto de sus tareas y de sus sacrificio, ciento veinte americanos, que no esperaban más que esta ocasión, se presentaron a ellos y les declararon que el territorio del Paso del Pino les pertenecía, que el río era un curso de agua americana, y que por consecuencia nadie, a excepción de los americanos, tenía el derecho de hacerle variar de cauce. Hubo algunas contestaciones, y los invasores acabaron por intimar a los mineros franceses que abandonasen el valle, o que, de lo contrario, como eran en mucho mayor número y estaban perfectamente armados, ni un solo francés saldría vivo del territorio.

Mis compatriotas estaban en su perfecto derecho; pero el alcalde era americano, y naturalmente, dio la razón a sus paisanos.

     Los franceses se vieron, pues, obligados a ceder. Unos se retiraron a San Francisco, otros a Sonora, algunos a Murfis, y el resto, en fin, permaneció en el valle, haciendo nuevas escavaciones.

     Por lo demás, aquel robo, que así se le puede llamar, no aprovechó a los americanos, a pesar de su miserable astucia.



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- VI -

     El rumor de esta depredación se había extendido por las cercanías; todos los franceses establecidos en aquella comarca acudieron al valle en un día dado, permanecieron ocultos en la montaña, y durante la noche cegaron el nuevo cauce y volvieron el río a su curso natural.

     Al amanecer el día siguiente, los americanos encontraron el Paso del Pino corriendo por su lecho primitivo.

     Nadie, por consecuencia, pudo aprovecharse de un trabajo de cuatro meses que hubiera podido producir millones.

     En cuanto a nosotros, viendo que nada absolutamente podíamos hacer en el Paso del Pino, nos dirigimos al campo de Sonora, donde el alcalde, la primera vez que habíamos estado, nos había señalado un terreno.



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- VII -

     He dicho ya que la distancia entre el Paso del Pino y la Sonora era de tres o cuatro leguas.

     Llegamos a las once de la noche, plantamos la tienda en el mismo lugar que ocupara anteriormente, y dispusimos nuestra comida, que por cierto no había variado ni una sola vez, y que, aparte de los extraordinarios de caza, se componía siempre de jamón y judías.

     Al día siguiente nos pusimos a trabajar en una cañada llamada el Creusot.

     Esta cañada estaba abierta en una especie de arcilla o greda, mezclada de esquitas pizarrosas muy blandas, que se presentaban en hojas delgadas, disolviéndose fácilmente en el agua.

     Allí trabajamos casi sin descansar, durante toda la semana, desde el amanecer del lunes hasta el anochecer del sábado.

     Habíamos ganado una cantidad equivalente, a ochenta francos por día, o lo que es lo mismo cuatrocientos ochenta francos en la semana. Esto era precisamente lo que gastábamos; pero nuestras provisiones estaban casi agotadas.



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- VIII -

     El domingo, día dedicado al reposo, todo el mundo dejaba de trabajar en las minas, y nosotros resolvimos consagrar a la caza este día de asueto.

     Por desdicha, la caza comenzaba a desaparecer, retirándose a la montaña.

     Pudimos, sin embargo, matar dos o tres faisanes y algunas de aquellas sabrosas perdices moñudas, de que hablé en otra ocasión.

     Al caer la tarde nos retiramos a la tienda, entristecidos al ver que empezaba a faltar la caza.

     A nuestro regreso recogimos un pobre cocinero francés, que había desertado de un buque ballenero, figurándose, sin duda, que no era necesario más que besar la tierra para hacer fortuna en California. Empezamos, pues, a desengañarle, haciéndole ver las cosas tal como eran.

     El hombre llevaba su manta que era todo lo que poseía.

     Durante algunos días se aprovechó de nuestros víveres y de nuestra tienda, pero en esto no había, por nuestra parte, tanta generosidad como pudiera creerse a primera vista.

     El tal cocinero hablaba perfectamente el español y juzgamos que podía sernos muy útil.

     Transcurridos algunos días de prueba vimos que su carácter nos convenía y le recibimos en nuestra sociedad.



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- IX -

     Además de sus funciones de intérprete nos prestaba otros servicios sumamente importantes.

     Nos hacía el pan.

     Este pan lo amasaba en la batea, pero no llevaba levadura alguna; luego extendía sobre la tierra un lecho de ascuas, y sobre ella ponía la masa, cubriéndola con una capa de ceniza caliente, como se hace para asar las patatas: cocido el pan, se le sacudía para hacer caer la ceniza.

     Era en verdad un pan demasiado grosero y sumamente indigesto, pero también muy económico: así comíamos menos, lo que era una ventaja, porque en los placeres el precio de la harina no bajaba de dos y medio o tres francos la libra.



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- X -

     En la mañana del lunes decidimos abrir otra escavación. Ganamos, en consecuencia, la orilla del arroyo de Yaqui, cercano a la antigua mina, y allí encontramos unos seiscientos trabajadores establecidos antes que nosotros.

     Empezamos el trabajo, y hasta una profundidad de cuatro pies no encontramos más que una tierra gris que más bien presentaba los caracteres de un producto volcánico que la apariencia de la tierra propiamente dicha. Sabíamos que aquella tierra era completamente estéril, y por consecuencia, no nos tomamos el trabajo de someterla al lavado.

     Después de la tierra gris apareció la rojiza y empezó la operación.

     Habíamos ya recogido una cantidad de oro que valía ocho piastras, cuando Tillier encontró un lingote que podría pesar cuatro onzas.

     De un solo golpe recogíamos el valor de trescientos ochenta francos.

     En señal de regocijo y para celebrar aquel feliz hallazgo, nos bebimos una botella de Burdeos-San Julián que nos costó cinco piastras.

     Sucedió esto el 24 de mayo.

     Este encuentro nos devolvió el primitivo ardor, la antigua animación, y nos pusimos a cavar con creciente afán, con una ansiedad febril, recogiendo los tres asociados en igual número de días, una cantidad de oro equivalente a dos mil cuatrocientos francos.



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- XI -

     En la mañana del 27, cuando íbamos a trabajar, vimos fijada sobre los árboles una circular del gobierno.

     Decía esta circular que a partir de aquel día, 27 de mayo, ningún extranjero podría explotar los placeres sino pagando al gobierno americano un impuesto de veinte piastras por cada hombre que trabajase en las minas.

     Nuestra sociedad tenía, por consecuencia, que pagar sesenta piastras, y esto de ninguna manera nos convenía.

     Cerca de las diez, estando reunidos los mineros para tratar del asunto y tomar una resolución, apareció una tropa de americanos armados que entraba en el campo para percibir el impuesto.

     Por unanimidad rehusamos pagarle.

     Esta fue la señal de la guerra.



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- XII -

     El número de franceses allí reunidos apenas llegaba a ciento treinta, pero todos los mejicanos de las minas se reunieron a nosotros, diciendo que ellos eran tan propietario del suelo como los americanos.

     Eran cuatro mil o poco más, lo que, tratándose de otros hombres, hubiera sido una fuerza invencible, atendiendo a que los americanos no eran más que dos mil quinientos o tres mil hombres.

     Propusiéronnos formar un ejército y organizar una resistencia formal, ofreciendo a los franceses los primeros grados en aquella nueva tropa.

     Por desgracia, o más bien, por fortuna, conocíamos perfectamente a aquellos hombres: a la primera lucha un poco seria, habrían huido cobardemente y todo el peso hubiera caído sobre nosotros.

     Por consecuencia, rehusamos.



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- XIII -

     A partir de aquel momento no hubo en los placeres la menor seguridad.

     Todos los días se oía hablar, no de una muerte, sino de cuatro o cinco, cometidas, ya por los americanos, ya por los mejicanos.

     Tan solo la manera de proceder era distinta.

     Los americanos se acercaban al borde de la excavación, y sin decir una palabra tendían al minero de un pistoletazo.

     El lavador volaba en auxilio de su compañero, y se le tendía de un tiro de fusil.

     El mejicano, por el contrario, se aproximaba a su enemigo en son de amistad, le saludaba, pedíale noticias de la mina, se informaba de si era o no productiva, y de pronto, cuando le veía más descuidado, le partía el corazón de un navajazo.

     Dos de nuestros compatriotas fueron asesinados por los americanos.

     Dos mejicanos quisieron atacarnos, pero el negocio se volvió en contra suya y murieron a nuestras manos.

     Después, viendo que los americanos no cedían y que los asesinatos se multiplicaban, enviamos mensajeros a Murfis, a James-town, a Jackson-ville, llamando a los franceses en nuestro socorro.



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- XIV -

     A la mañana siguiente, trescientos cincuenta compatriotas, perfectamente armados y equipados, se aproximaron al valle.

     Los americanos, por su parte, habían hecho un llamamiento a los suyos, consiguiendo que se les reuniese un centenar de hombres llegados de los placeres inmediatos.

     Hacia las ocho de la noche, nuestros compatriotas recién llegados nos hicieron prevenir su aproximación; habían establecido su campo entre dos montañas, desde donde se dominaba el camino, y abandonando el trabajo, cogimos las armas y marchamos a reunirnos con ellos.

     Algunos americanos, avergonzados tal vez del innoble proceder de sus compatriotas se habían unido a nosotros, y también nos seguían doscientos mejicanos. El resto de la gente, comprendiendo que se iba a entablar un combate, había desaparecido.



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- XV -

     Tomamos posiciones, coronando las laderas de dos montañas que dominaban el camino, y los trescientos cincuenta recién llegados permanecieron a caballo en el mismo paso.

     Éramos setecientos hombres o poco más y teníamos una posición magnífica: podíamos interceptar indefinidamente las comunicaciones con Stockton.

     Muchos americanos y gentes de otros países fueron detenidos.

     La noche se pasó en vela, y apenas amaneció vimos que se aproximaba un destacamento de ciento cincuenta enemigos.

     Nos ocultamos entre las yerbas y detrás de los árboles; solo algunos hombres permanecieron visibles detrás de las barricadas levantadas en el camino.

     Los americanos, creyéndose en número suficiente para desalojarnos, empezaron el ataque.

     Entonces se dio la voz de fuego; las dos montañas se inflamaron instantáneamente y veinte americanos cayeron muertos o heridos.

     El resto emprendió la fuga, perdiéndose en la llanura o escondiéndose en los bosques.

     Los fugitivos regresaron a Sonora.



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- XVI -

     A la mañana siguiente los vimos reaparecer con el alcalde a la cabeza y una bandera de parlamento.

     Habían dado cuenta de lo que sucedía al gobernador y esperaban su respuesta.

     Por consecuencia, se convino en una tregua.

     Durante ella, cada cual era libre de volver a su trabajo.

     La respuesta del gobernador no tardó en llegar, confirmando el impuesto y dando al alcalde derecho de vida y muerte sobre los extranjeros.

     Ya no había medio de permanecer más tiempo en Sonora. Vendimos, pues, nuestros utensilios, compramos algunos víveres y nos dirigimos a Stockton.

     Desde allí pensábamos regresar a San Francisco. ¿Qué haríamos después? No lo sabíamos.



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- XVII -

     En Stockton vendimos las mulas por doscientas piastras, y tomamos pasaje en un falucho que iba a San Francisco.

     El viaje de regreso fue mucho más rápido que el de ida.

     Las orillas del San Joaquín estaban cubiertas de cañaverales, en los que vivían mezcladas y en innumerable cantidad, focas y tortugas.

     Estos cañaverales se unían a bosques espesos, habitados por abundante caza y en los que, según mis noticias, se cogían fuertísimas calenturas.

     Más allá de los bosques se extendían magníficas praderas, en las cuales pastaban innumerables rebaños.

     En algunos puntos la pradera ardía.

     ¿Se había prendido el fuego por accidente, a todo propósito, o se había inflamado la yerba bajo la acción del ardiente calor del sol?

     Nuestros conductores no lo sabían.



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- XVIII -

     El viaje duró tres días; pero llegados a la desembocadura del río, encontramos una gran dificultad para entrar en la bahía: había marejada, teníamos el viento de proa, y nos era casi imposible vencer este nuevo obstáculo.

     Al fin pudimos salir del río, y el jueves 22 de junio, a las nueve de la mañana, entramos en San Francisco, encontrando nuevos barrios enteramente cubiertos de edificios.

     Barrios y edificios habían sido construidos en nuestra ausencia, que, sin embargo, no había durado más que cuatro meses.

     Estábamos rendidos de fatiga, y tanto Tillier como yo resolvimos consagrar tres o cuatro días al descanso, antes de elegir una nueva ocupación.

     Nuestro camarada el cocinero había quedado en las minas.

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