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Capítulo VII

La caza



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- I -

     Viendo que Aluna no daba señales de querer disparar su carabina, nos preguntábamos mentalmente si, a pesar de habérnoslo presentado como un cazador de primer orden, no nos sería útil de otra manera que por los servicios de su caballo, cuando de pronto le vimos detenerse y hacernos señales de permanecer inmóviles.

     Repetí estas señales a Tillier, que estaba a pocos pasos de mí, y nos detuvimos.

     Aluna se llevó el dedo a los labios para recomendarnos el silencio, y luego tendió el brazo indicando una colina que se elevaba a nuestra derecha.

     No nos fue posible, por más esfuerzos que hicimos, distinguir lo que nos mostraba; nada veíamos más que las moscas revoloteando bajo el follaje, y algunas ardillas grises, que saltaban de un árbol a otro.



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- II -

     Aluna nos previno con un gesto que nos agacháramos entre la yerba; y luego condujo con grandes precauciones el caballo a un bosquecillo de encinas, cuya espesura le ocultaba enteramente.

     Después, desembarazándose de su poncho y de su sombrero, empezó a dar la vuelta para ganar el viento al animal que intentaba sorprender.

     Nosotros permanecimos inmóviles, con los ojos fijos sobre el lugar que nos había indicado, y que era una parte de la montaña, cubierta de malezas y de abrojos, presentando a la vista el aspecto de un tallar.

     Aluna había desaparecido entre la yerba, y aunque mirábamos atentamente en la dirección que seguía, ni oíamos el más leve rumor, ni veíamos que agitase la maleza.

     Una serpiente o un zorro no se hubieran deslizado más silenciosamente que lo hacía el cazador.



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- III -

     De repente vimos aparecer entre el tallar un objeto que podría confundirse con una rama seca; otra rama igual apareció al lado de la primera, y algunos movimientos especiales nos hicieron reconocer la cornamenta de un ciervo.

     El animal a que pertenecía debía ser enorme, pues en su extremidad, aquellas ramosas astas tenían metro y medio de separación.

     Sin duda un primer sentimiento de inquietud le había hecho levantar; tal vez un soplo de la brisa que acababa de pasar sobre nosotros, le había anunciado la proximidad de un peligro.

     Nos agachamos entre la yerba y permanecimos inmóviles para no hacer el más pequeño ruido. El ciervo, por otra parte, estaba fuera de tiro, y no veíamos más que su cabeza.

     Tampoco era posible que él nos viese; pero en cambio, era indudable que nos había olido, porque tendió el cuello hacia nosotros, alzando el hocico al viento, y sus orejas se inclinaron para mejor percibir los sonidos.

     Al mismo tiempo se dejó oír una detonación; el animal dio un enorme salto y cayó a plomo.

     Corrimos a él; pero estábamos a una distancia de ochocientos pasos, y cuando llegamos al tallar donde había caído, estaba ya muerto.

     En su caída había roto un tierno bananero, cuyo follaje estaba tinto en sangre.

     Era el primer ciervo que veíamos de cerca, y no pudimos menos de contemplarle con admiración. Su talla era tan grande como la de un caballo, y su peso pasaría de cuatrocientas libras.

     Buscamos la herida; la bala, cuyo agujero era apenas visible, había entrado por la parte posterior del brazuelo, atravesando el corazón del animal.



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- IV -

     Eran las cinco de la tarde próximamente y el lugar era magnífico para pasar la noche. Un fresco arroyuelo corría a poca distancia del sitio en que había caído el ciervo. Tillier fue a buscar el caballo y le dejó en libertad de pacer la yerba de la montaña.

     Con gran trabajo, a causa de su enorme peso, arrastramos el ciervo hasta la margen del arroyo, donde le colgamos por los pies de las ramas de un roble cuyo follaje era tan espeso que, bajo él, la tierra estaba casi mojada.

     Aluna reunió las liebres, ardillas y perdices que habíamos muerto, y las colgó junto al ciervo, separando lo que necesitábamos para comer. Tratábase de conservar toda aquella caza, que nos era ya inútil hasta que pudiéramos ir a venderla.

     Acto continuo armamos la tienda, encendimos la lumbre y empezamos a preparar la comida.

     Aluna era el encargado de este trabajo.

     El hígado del ciervo, condimentado con yerbas aromáticas y sazonado con un vaso de vino y unas gotas de aguardiente, era un excelente manjar que debía proporcionarnos una comida de primer orden.

     Teníamos aún pan fresco, lo que nos permitió hacer una comida completa bajo todos sus aspectos, que comparamos ventajosamente a nuestros antiguos banquetes de las minas, compuestos de judías y de tortas de harina.



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- V -

     Terminada la comida, Aluna nos invitó a dormir, no sin preguntarnos antes cual de nosotros había de quedar en la tienda después de media noche, en tanto que el otro le acompañaba a la espera.

     En efecto, era necesario que uno permaneciese allí para alejar a los zorros y lobos que acudiesen al olor de la caza.

     De tal modo teníamos llena la imaginación de la cacería de la tarde, que ni Tillier ni yo queríamos quedarnos y tuvimos que acudir a la suerte jugando la guarda a cara y cruz. Favorecióme la fortuna y Tillier tuvo que resignarse a quedar de centinela.

     Arreglado el asunto, nos envolvimos en las mantas, entregándonos al sueño.



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- VI -

     Pero este primer reposo no fue largo; apenas habíamos cerrado los ojos cuando fuimos despertados por los ahullidos de los lobos de la pradera.

     Más de una vez habíamos escuchado estos ahullidos en nuestros anteriores campamentos, pero nunca en tanto número y de una manera tan furiosa.

     El olor de la carne fresca los había atraído, y era evidente que la precaución indicada por Aluna de dejar un centinela para guardar la caza no tenía nada de inútil.



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- VII -

     Después de media noche, Aluna y yo partimos, subiendo la montaña contra el viento, a fin de que la caza que pudiera haber en las regiones superiores no se espantase oliendo nuestras emanaciones.

     Pedí a Aluna algunas noticias respecto a la caza que allí pensaba encontrar; supe entonces que el ciervo que había muerto por la tarde debía formar parte de una manada numerosa, y que, apostándonos en las márgenes del arroyo, era indudable que antes de las tres de la mañana habríamos trabado conocimiento con el resto de la banda.

     Si se engañaba en sus esperanzas respecto a los compañeros del monte, la orilla del arroyo era, de todos modos, un buen lugar para toda clase de caza.

     Aluna me señaló mi puesto en un hacinamiento de rocas, y se ocultó cien pasos más arriba.

     Me agaché en mi apostadero, metí la baqueta en el cañón de la carabina, para asegurarme de que estaba bien cargada, y viéndolo todo en buen estado, esperé.

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