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Capítulo II

La yerba de la serpiente



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- I -

     Hallábase Aluna una tarde sobre la ribera izquierda del río Colorado, en el territorio de los indios navajos, después de haber guiado a través de la pradera a un inglés y dos misioneros americanos que habían perdido su camino.

     El atrevido aventurero, que tenía verdadero horror a los caminos frecuentados, lanzóse a todo el galope de su caballo a través de la pradera, llegó a la orilla de un arroyo, y juzgando aquel sitio a propósito para pasar la noche, echó pie a tierra, dejó caballo en su libertad de pacer la fresca yerba de la margen, y para asar algunos trozos de carne, así como para alejar las fieras durante la noche, encendió un gran fuego, no sin haber tenido previamente el cuidado de arrancar la yerba alrededor del sitio en que se hallaba, a fin de evitar el peligro de que el fuego se comunicase a la pradera.



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- II -

     Encendida la lumbre y puestas sobre las ascuas las tajadas de antílope, Aluna creyó no tener bastante leña para conservar la hoguera durante la noche, y viendo al otro lado del arroyo un gran pino casi seco, abrió su cuchillo mejicano para ir a cortar algunas ramas y saltó ágilmente a la orilla opuesta.

     Al tocar en tierra su pie se apoyó en algún objeto resbaladizo, y perdiendo su punto de apoyo, el cazador cayó de espalda.

     Inmediatamente vio enderezarse sobre la yerba el manchado cuerpo de una serpiente de cascabel, y acto continuo un vivo dolor que sintió en la pierna izquierda le hizo conocer que el reptil acababa de morderle.

     Aluna, ciego de cólera, se arrojó sobre el venenoso ofidio, y atacándole con su cuchillo le partió en dos pedazos.

     Pero desgraciadamente estaba herido, y según todas las probabilidades, de una manera mortal.

     No valía, pues, la pena de ir a cortar leña para conservar el fuego: antes que la lumbre se apagase, Aluna habría muerto.



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- III -

     Triste, cabizbajo y murmurando entre dientes una oración, que pensaba sería la última, el cazador volvió a pasar el arroyo y se acercó a la lumbre, pues empezaba ya a sentir por todo su cuerpo una penosa sensación de frío.

     Su pierna se hinchaba rápidamente, produciéndole dolores agudísimos, y ya el cazador se preparaba resignado a morir, cuando recordó que, al arrancar la yerba en rededor suyo para encender la lumbre, había visto algunas matas de una planta a que los indios dan el nombre de yerba de la serpiente.

     Aluna hizo un esfuerzo, y se arrastró como pudo hasta el lugar donde, según recordaba, había visto aquella yerba.

     Encontró, en efecto, dos o tres matas, que había arrancado con sus raíces.



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- IV -

     Con una rapidez febril, Aluna limpió perfectamente su cuchillo, viscoso y húmedo aún en la sangre de la serpiente, y después de machacar la raíz, cortó la yerba en pequeños pedazos, poniéndola a hervir en la taza de plata que le había dado el inglés en pago del servicio que le hiciera poniéndole en el buen camino.

     Luego, recordando lo que los indios acostumbraban a hacer en semejante caso, puso la raíz machacada sobre la doble herida de la pierna: este era el primer procedimiento.

     En tanto, la raíz hervía en la taza de plata, componiendo un brebaje de un color verde oscuro, que exhalaba un penetrante olor alcalino.

     Tal como era, aquel brebaje hubiera sido insoportable; Aluna le añadió un poco de agua, y a pesar de su repugnancia, apuró completamente la taza.



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- V -

     Ya era tiempo: apenas había apurado la bebida, la fiebre se apoderó de él; la tierra parecía dar vueltas en rededor suyo, parecíale que el cielo se desplomaba sobre su cabeza, y lanzando un largo suspiro, que creyó fuese el último, cayó sin movimiento sobre su manta.

     A la mañana siguiente, cuando empezaba a amanecer, Aluna fue despertado por su caballo, que no comprendiendo el prolongado sueño de su amo, le lamía el rostro.

     Al despertar no recordaba el cazador nada de lo que había pasado; sentía un entorpecimiento general, un dolor sordo en todos sus miembros, una laxitud profunda, y alguna cosa parecida a una muerte parcial se había apoderado de toda la parte interior de su cuerpo.

     Recordó entonces la desgraciada aventura de la tarde anterior, y con una curiosidad profunda se inclinó sobre su pierna herida, abrió su pantalón y buscó la mordedura bajo la cataplasma de raíces que había asegurado con su pañuelo.

     La herida estaba roja y la hinchazón de la pierna había bajado considerablemente.

     Renovó entonces el vendaje, coció otra porción de yerba, y a pesar de su olor alcalino y de su sabor repugnante, apuró la bebida sin mezclarla una sola gota de agua.

     Después, sin fuerzas para arrastrarse hasta la sombra, se tendió en el suelo, formando sobre él con su manta una especie de tienda.



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- VI -

     Allí, dominado por un sudor copioso, permaneció hasta las tres de la tarde; sintióse entonces bastante fuerte para arrastrarse hasta la orilla del arroyo, lavó perfectamente la herida de la pierna y bebió algunos sorbos de agua fresca.

     Aunque sentía la cabeza muy pesada y la fiebre no había desaparecido del todo, Aluna se encontraba en realidad mucho mejor.

     Llamó a su caballo, que acudió dócilmente a su voz, le ensilló, arrolló su manta, colocándola sobre el arzón de la silla, hizo provisión de la yerba salvadora, y cabalgando; a costa de esfuerzos inauditos, lanzó el caballo en dirección de una aldea de navajos, distante cinco o seis leguas.

     Tenía allí algunos amigos y le recibieron admirablemente. Un viejo indio emprendió su curación, y como estaba ya casi en convalecencia, tardó muy poco en hallarse completamente restablecido.



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- VII -

     Desde entonces Aluna consideraba la mordedura de la serpiente de cascabel como un accidente ordinario; es verdad que llevaba constantemente sobre sí en un pequeño saco de cuero la yerba y la raíz salvadoras, renovando una y otra siempre que se le presentaba ocasión.

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