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Capítulo IV

Una familia de jaguares



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- I -

     Referiré otra aventura que demuestra con la mayor claridad hasta qué punto llegaban el valor, la serenidad y la sangre fría del viejo aventurero. Hallábase un día al pie de las montañas Pedregosas, entre la falda de la cordillera y un lago poco importante, al cual ningún viajero ha tenido la idea de dar un nombre; perseguíale una familia de indios apaches, y perdido, comprendiendo que montando sus enemigos caballos descansados, mientras el suyo estaba rendido de fatiga, acabarían por alcanzarle, el cazador resolvió aprovecharse de las sombras de la noche, que avanzaban rápidamente, para escapar por un subterfugio que aun en aquella situación extrema le parecía de éxito infalible.

     El subterfugio no podía ser más sencillo: se reducía a hacer que el caballo continuase galopando solo y permanecer oculto en aquel sitio; era indudable que los indios, persiguiendo al caballo, pasarían sin verle, y que el fugitivo, desembarazado de su ginete, redoblaría su velocidad, alejando a los perseguidores.



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- II -

     Dirigióse, pues, a un bosquecillo de pinos, y desembarazándose de los estribos en el momento que pasaba bajo uno de los árboles, se asió a una fuerte rama, de la cual quedó suspendido, en tanto que el caballo continuaba su carrera.

     Aluna trepó por las ramas, y en un momento estuvo escondido en lo más espeso del árbol.

     Poco después, una docena de salvajes pasó a todo galope a muy corta distancia: Aluna los vio y los oyó; pero ninguno de ellos vio al astuto aventurero.

     Cuando estuvieron ya lejos y el rumor de su carrera se hubo perdido, Aluna descendió del árbol y buscó un lugar a propósito para pasar la noche.



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- III -

     No tardó en encontrar una de esas hendiduras, tan comunes en la base de las montañas Pedregosas, que comunicaba con una gran caverna, tan espaciosa como sombría, pues no recibía luz más que por la grieta que acababa de descubrir el aventurero.

     Deslizóse éste como una serpiente, busca y encuentra una gruesa piedra que coloca cerrando la entrada, para que nadie más que él, hombre o animal, pudiese introducirse en la cueva; se envuelve en su poncho, y al cabo de un instante, rendido por el cansancio, sus sonoros ronquidos denotaban que dormía profundamente.



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- IV -

     Por bien que durmiese, sobre todo en su primer sueño, preciso le fue, sin embargo, despertar para ocuparse de algo que pasaba en la extremidad inferior de su persona.

     Parecíale que dos o tres gatos u otros animales de uñas agudas, se entretenían en arañarle las piernas.

     Aluna levantó la cabeza, se aseguró de que no soñaba, extendió la mano y tocó dos cachorros de jaguar tan grandes como gatos, los cuales, atraídos sin duda por el olor de la carne viva, jugaban con las piernas del aventurero y trataban de hundir sus uñas en el lugar en que la abertura del pantalón dejaba la pierna desnuda.



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- V -

     Inmediatamente comprendió que había entrado en una caverna que servía de vivienda a un jaguar y sus hijuelos, que el padre y la madre estarían de caza y no tardarían en volver, y que por consecuencia, la mejor resolución que podía tomar era salir de allí cuanto antes.

     Tomó, pues, su fusil, recogió su poncho y se dispuso a retirar la piedra que cerraba la salida, a fin de ganar la hendidura que conducía al campo.

     Pero, apenas había puesto la mano sobre la piedra, cuando escuchó a menos de cien pasos de distancia un ruido que le anunciaba que era ya demasiado tarde; la hembra del jaguar llegaba a su madriguera, y no tardó el cazador en sentir la violenta sacudida que dio a la piedra el animal para abrirse paso.

     Los cachorros, por su parte, mayaban de una manera impaciente, contestando a los rugidos de su madre.

     Aluna tenía su fusil, pero en su lucha con los indios, se le había roto el disparador, y el arma estaba, por consecuencia, fuera de servicio.

     Sin embargo, el cazador encontró medio de utilizarla.



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- VI -

     Apoyóse de espaldas contra la piedra, a fin de mantener cerrada la hendidura, a pesar de los esfuerzos de la fiera, y con toda la prontitud que le fue posible, se puso a cargar el fusil.

     Por sencilla que sea esta operación en circunstancias ordinarias, complicábase entonces de una manera terrible.

     A dos pies del cazador, detrás de la piedra conmovida a veces por violentas sacudidas, rugía ferozmente la hembra del jaguar, y Aluna sentía llegar hasta él la respiración poderosa de la fiera, que introducía la cabeza y las garras en las hendiduras de la piedra, pugnando por separar el obstáculo que la impedía entrar en su albergue.

     Aun alguna vez la punta de sus uñas llegó a rozar la espalda del aventurero; pero esto no detenía a Aluna, y en pocos momentos tuvo cargada su arma.



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- VII -

     Sacó luego el cazador avíos de encender y empezó a golpear la piedra con el eslabón a fin de inflamar un pedazo de yesca. A cada choque del acero contra el pedernal se iluminaba levemente el interior de la caverna y el aventurero la veía sembrada de huesos de animales devorados por la familia de jaguares.

     La fiera continuaba en tanto escarbando la piedra para abrirse paso.

     Pero Aluna tenía ya cargado su fusil y encendida la yesca y podía a su vez tomar la ofensiva.

     Volvióse, pues, sosteniendo la piedra con un pie e introdujo el cañon de su carabina en el intersticio por donde la fiera había metido su cabeza y sus garras.



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- VIII -

     Viendo aquel objeto desconocido que se aproximaba a ella y le amenazaba, la fiera le cogió con los dientes intentando hacerle pedazos.

     Esto era lo que esperaba Aluna; inmediatamente aproximó al cebo la yesca encendida, salió el tiro y la fiera cayó sin vida.

     Un rugido ahogado, seguido del estertor de la agonía, indicó a Aluna que se había desembarazado de su enemigo, y el atrevido cazador suspiró libremente.



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- IX -

     Pero la tregua fue corta; cuando ponía la mano sobre la piedra para separarla y salir, oyó un nuevo rugido más terrible que los anteriores: era el jaguar que acudía a los gritos de su hembra.

     Felizmente llegaba demasiado tarde para combinar sus esfuerzos con los de su compañera; pero a tiempo, sin embargo, para crear a Aluna un nuevo peligro.

     Por su parte, el cazador estaba tan satisfecho del éxito de su estratagema, que en manera alguna tenía la intención de variar su plan de defensa, proponiéndose, por el contrario, tratar al macho del mismo modo que había tratado a la hembra.

     Por consecuencia, apoyó de nuevo su espalda en la piedra, y empezó a cargar su carabina.



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- X -

     El jaguar se detuvo un instante cerca del cadáver de su compañera, rugiendo de una manera terrible; pero después de esta especie de oración fúnebre, se lanzó contra la piedra conmoviéndola violentamente.

     -Espérate un poco, -murmuró Aluna;- antes de mucho ajustaremos cuentas.

     En efecto, cargada la carabina, preparábase Aluna para echar lumbres, cuando se apercibió de que habla perdido la yesca.



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- XI -

     La situación no podía ser más grave; sin yesca no era posible tener fuego, y sin fuego no había medios de defensa. La carabina, reducida a su más simple expresión, era solamente un tubo de hierro que no podía servir más que como una maza.

     Aluna, sin separarse de su sitio, buscó con sus manos a derecha e izquierda; pero inútilmente: la yesca se había perdido.

     Durante este tiempo la piedra era sacudida violentamente; el jaguar metía sus garras por los huecos, y algunas veces las puntas de sus uñas llegaron a tocar la espalda del aventurero, cuya frente empezaba a bañar el sudor.



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- XII -

     Al fin, Aluna comprendió que a oscuras como se hallaba era imposible que encontrase la yesca, y meditó un nuevo plan para librarse de su enemigo.

     He dicho que la carabina sólo le podía servir de maza, y debía haber añadido que también le podía servir de lanza.

     La cosa no podía ser más fácil; el cazador de las praderas llevaba siempre arrollada a su cintura una cuerda con la cual se ata a las ramas de los árboles, en los cuales tiene algunas veces que dormir, y Aluna no iba desprovisto de este utensilio.



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- XIII -

     Sujetó, pues, valiéndose de esta cuerda, el gran cuchillo al extremo de la carabina, y la lanza quedó hecha.

     Entonces se volvió, preparándose a la lucha, pero sin dejar de sostener con todas sus fuerzas el obstáculo que impedía al jaguar la entrada en su cabaña.

     Las sacudidas que sufría la roca demostraron al cazador que tenía que habérselas con un enemigo terrible por su fuerza.



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- XIV -

     Aluna colocó su carabina como un soldado que carga a la bayoneta, y en el momento en que el jaguar se precipitaba contra la piedra, la improvisada lanza se deslizó junto a ella, hiriendo al terrible animal.

     Rugió el jaguar de una manera furiosa; oyóse un chasquido seco, y la carabina, arrancada de manos de su dueño, rodó a dos pasos de él, en tanto que el jaguar se pronunciaba en retirada.



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- XV -

     Aluna recogió su arma y la examinó: la hoja del cuchillo había saltado y no quedaba más que un trozo de pulgada y media unido al mango; el resto había quedado en la herida.

     El cazador se alegró grandemente de la retirada de la fiera, que le daba algunos momentos de tregua, de que tenía gran necesidad, pues sus fuerzas comenzaban a agotarse.

     Aprovechóla primeramente para desembarazarse de los dos cachorros, que mayaban sin cesar, cual si contestasen a los rugidos de su padre.

     Cogiólos, pues, por las patas de atrás, estrellándolos contra la roca, y luego, como tenía gran necesidad de apagar la sed y carecía absolutamente de agua, bebió la sangre de uno de los pequeños.



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- XVI -

     Lo que Aluna temía, sobre todo, era la necesidad de sueño que comenzaba a sentir, pues sabía perfectamente que al cabo de cierto tiempo esta necesidad sería absoluta y que tendría que ceder a ella. El jaguar, alejado momentáneamente, podía volver mientras dormía, separar la piedra, penetrar en la caverna, caer de improviso sobre el cazador y devorarle. En cuanto a salir, era inútil pensar en ello; el animal podía estar emboscado en los alrededores y saltar de improviso sobre el fugitivo.

     Aluna se resolvió a dormir en la misma posición en que se hallaba, es decir, con la espalda apoyada en la piedra que cerraba la entraba en la caverna; de esta manera, el menor movimiento de la roca tendría necesariamente que despertarle.

     La piedra no fue movida, y Aluna durmió con la mayor tranquilidad hasta las dos de la mañana.



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- XVII -

     A esta hora abrió los ojos, despierto por un ruido que se oía en la parte superior de la caverna; algunas piedrecillas mezcladas con tierra caían como una lluvia, indicando un trabajo exterior, y Aluna no podía impedirlo de ningún modo.

     Tomó, sin embargo, su carabina: inútil como arma de fuego, inútil también como lanza, podía aún servirle de maza.

     Después, con la mirada fija, el corazón tranquilo, y dispuesto a todo, esperó.



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- XVIII -

     La lluvia de piedras era a cada momento más espesa, demostrando que el momento de la lucha se aproximaba. Oía la respiración del animal a través de los intersticios del techo, y bien pronto la escavación le permitió

distinguir el día, o más bien la noche, iluminada por la luna, que vertía verticalmente sus rayos sobre el agujero que hacía el jaguar.

     De tiempo en tiempo la escavación quedaba herméticamente cerrada, y era sin duda que el animal, para ver si el paso era practicable, metía en ella su cabeza.

     Entonces los rayos de la luna eran interceptados, y en lugar de su pálida luz y del trémulo resplandor de las estrellas, brillaban en la oscuridad como dos carbunclos los ojos inflamados del jaguar.



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- XIX -

     Poco a poco se agrandó el agujero. El animal introdujo primero la cabeza, después los hombros, luego todo el cuerpo y cayó sobre sus cuatro patas enfrente de Aluna.

     Felizmente la hoja del cuchillo, que aún llevaba clavada en un costado, le impidió arrojarse inmediatamente sobre el aventurero. Tuvo sin duda un momento de dolor, y este momento bastó a su adversario.

     La culata de la carabina cayó como una maza sobre la cabeza del jaguar, que rodó aturdido.

     Aluna se lanzó rápidamente sobre él, y con el trozo del cuchillo que le quedaba, le degolló.



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- XX -

     Ya era tiempo: Aluna, rendido de fatiga, arrastró al animal hasta un lugar de la caverna en que estaba alfombrado de arena menuda, y haciéndose una almohada de su cuerpo palpitante, tardó muy poco en quedarse dormido.

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