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Capítulo Primero

La partida.

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- I -

     Tenía veinticuatro años, el trabajo escaseaba y en Francia no se hablaba de otra cosa que de las riquísimas minas de California.

     En todas las esquinas se veían anuncios de compañías que se organizaban para el trasporte de viajeros, y los negociantes agotaban su capital de magníficas promesas. Yo no era bastante rico para permanecer cruzado de brazos; pero, en cambio, era bastante joven para poder emplear uno o dos años en buscar la fortuna, y resolví arriesgar en la empresa las dos únicas cosas que me pertenecían y de las cuales podía disponer libremente; es decir, mil francos y mi pellejo.

     El viaje no me inspiraba temor, pues de antiguo tenía hecho conocimiento con las aguas azules, como dicen las gentes de mar; los trópicos eran mis amigos y había recibido el bautismo de la línea. Embarcado en clase de grumete había hecho con el almirante Dupetit-Tohuars el viaje a las islas Marquesas, tocando a la ida en Tenerife, Río-Janeiro, Valparaíso, O'Taití y Nouka-Iva, y al regreso en Voilhavo y en Lima.



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- II -

     Resuelta mi partida, faltábame saber a qué sociedad o compañía daría la preferencia; esta cuestión valía la pena de reflexionar un poco.

     Y en efecto, reflexioné tanto y tan bien, que fui a fijarme precisamente en una de las más desgraciadas, es decir, en la Sociedad mutua, establecida en París, calle Pigale, número 24.

     Cada asociado debía contar con mil francos para el pasaje y la alimentación: trabajaríamos de concierto, partiendo los beneficios, y además, si algún pasajero embarcaba cualquier pacotilla de comercio, la compañía se encargaba de la venta, asegurando los productos.

     Por otra parte, por esos mil francos que cada uno de los asociados depositaba, la compañía debía darnos, una vez llegados al término del viaje, alojamiento en las casas de madera que, desarmadas, trasportaría nuestro buque. Teníamos un médico y una farmacia agregados a la expedición; pero además, cada uno se debía proveer a sus expensas de un fusil de dos cañones del calibre reglamentario, con una bayoneta y las municiones correspondientes.

     Las pistolas podían ser a gusto de cada cual.

     Como buen cazador, dediqué una gran atención a esta parte de mi equipaje, y por cierto que nada hice demás, como se verá más adelante.



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- III -

     Una vez en California, trabajaríamos divididos en cuadrillas, bajo la dirección de jefes elegidos por nosotros mismos.

     Cada tres meses se renovarían estos jefes, que trabajarían con nosotros y como nosotros.

     Los alistamientos se hacían en París; pero se eligió a Nantes como punto de reunión.

     En Nantes se debía comprar un buque de cuatrocientas toneladas, armado por un comerciante de aquel puerto, con el cual, según los directores de la compañía, estaba hecho de antemano el contrato.

     El buque debía conducir, a beneficio nuestro, un buen cargamento, cuyos gastos hacía el comerciante, reservándose un honrado beneficio.

     Este cargamento estaba también afecto a la sociedad, que debía reembolsar el capital, abonando un interés de 5 por 100.

     Como se ve, todo esto era magnífico, sobre el papel a lo menos.



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- IV -

     El 21 de mayo de 1845 me puse en camino para Nantes y me instalé en el hotel del Comercio.

     Me acompañaban dos de mis amigos, alistados también en la compañía, y con los cuales debía hacer el viaje.

     Estos buenos amigos eran MM. Mirandola y Gauthier.

     Además, uno de los vecinos de mi pueblo, Tillier de Grozlay, se había ya embarcado para alejarse de Francia. Una sincera amistad nos unía desde la niñez, y su marcha había influido mucho en mi determinación.

     Tillier se había alistado en la Sociedad Nacional.



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- V -

     Apenas llegamos a Nantes empezaron las dificultades. Hubo discusiones y disidencias entre los asociados y los directores, y el banquero se negó rotundamente a proporcionar los fondos necesarios. De aquí resultó que el armador que había vendido el buque y contratado al capitán y los marineros se vio obligado a faltar a sus compromisos, y como estaba en su derecho, como sus actas con la sociedad estaban en toda regia, la pérdida cayó sobre los asociados y perdimos cuatrocientos francos cada uno.

     Con los seiscientos francos restantes la sociedad estaba obligada a trasportarnos a California. ¿Cómo? Eso no era de nuestra incumbencia.

     A consecuencia de todo esto, la compañía puso a nuestra disposición algunos carruajes que nos trasportaron de Nantes a Laval, de Laval a Cayenne, y de Cayenne a Caen.

     En Caen pasamos a un buque de vapor que nos llevó al Havre.



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- VI -

     Debíamos partir el 25 de julio.

     Pero trascurrieron el 25, el 26 y el 27, abusando de nuestra paciencia con pretextos tan soberanamente ridículos y absurdos, que, en este último día, los directores se vieron obligados a confesar que no partiríamos antes del 30.

     Eran tres días de paciencia puestos al servicio de la sociedad. Acordándonos de que, en febrero del 1848, los trabajadores habían sacrificado tres meses de miseria en aras de la patria, encontramos que nuestro sacrificio era muy pequeño comparado al suyo, y nos resignamos a esperar.

     Desgraciadamente el 30 de julio tuvo lugar una nueva confesión, esto es, que no partiríamos hasta el 20 de agosto.

     Los más pobres de entre nosotros hablaban de sublevarse, y es que algunos de ellos no tenían absolutamente con qué vivir durante esos veinte días.

     La cosa se arregló, sin embargo, partiendo sus fondos los ricos con los pobres, y se esperó el 20 de agosto.



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- VII -

     Pero en el momento de partir hicimos el descubrimiento de que la sociedad, hallándose o fingiéndose más pobre que nosotros, no podía proveernos de una porción de cosas absolutamente necesarias para un viaje tan largo como el que íbamos a emprender.

     Estas cosas eran té, café, azúcar, ron, aguardiente, etc. Hicimos enérgicas reclamaciones, nos irritamos, amenazamos con quejarnos, hablamos de un nuevo proceso, pero la sociedad bajaba la cabeza, y los pobres asociados nos vimos en la precisión de registrar lo más escondido de nuestros bolsillos.

     ¡Por desgracia nuestros bolsillos eran tan profundos, que no tenían fondo!

     Hízose como se pudo una regular provisión de los artículos indicados, y se prometió mutuamente la mayor discreción respecto al uso que se hiciera de estos artículos.



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- VIII -

     Llegó, al fin, el día de la partida, y el Cachalote, antiguo ballenero, conocido como uno de los mejores buques del puerto, estaba dispuesto a recibirnos a su bordo.

     El Cachalote era un bergantín de quinientas toneladas.

     La víspera y antevíspera del día en que debíamos hacernos a la mar, la mayor parte de nuestros parientes habían llegado al Havre con el objeto de darnos el último adiós.

     Entre ellos había muchas madres y hermanas que eran profundamente religiosas, y entre nosotros había muy pocos ateos, porque ante la idea de un viaje que debe durar seis meses y en el cual hay que luchar contra todo el poder de los elementos, se piensa involuntariamente en la eternidad.

     Decidióle, pues, hacer un nuevo gasto, mandando decir una misa para que Dios nos concediese un feliz viaje.

     Nada hay más solemne que una misa en circunstancias semejantes, porque no es imposible que para algunos de los que la escuchan sea una misa de difuntos.

     Esta fue la reflexión que me hizo un amable joven que oía aquella misa religiosamente a mi lado: era un redactor del Journal du Commerce, llamado Bottin.

     Precisamente estaba diciéndome lo mismo, y me contenté con hacer una señal de aprobación.

     Cuando el sacerdote elevó la hostia, volví los ojo s en torno mío: todos los asistentes estaban de rodillas, rezando con fervor.



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- IX -

     Dicha la misa, se propuso un banquete fraternal, a un franco cincuenta céntimos por cabeza.

     Éramos ciento cincuenta pasajeros, entre ellos quince mujeres.

     Arañando todos los bolsillos se pudieron reunir doscientos veinticinco francos.

     Era lo que hacía falta.

     Pero este desembolso abría una enorme brecha en nuestros capitales.

     Excusado es decir que nuestros parientes y amigos tuvieron que pagar su escote, pues no estábamos bastante ricos para invitarlos.

     Mirandola y otros dos fueron nombrados comisionados, y se encargaron de hacer preparar un banquete espléndido.

     La comida tuvo lugar en Ingouville.

     A las cuatro de la tarde debíamos reunirnos en el puerto y a las cinco sentarnos a la mesa.

     Todo el mundo fue exacto, y durante la comida procuró parecer risueño.

     Y digo procuró, porque aunque todos tenían el corazón algo duro, tengo la evidencia de que tras algunas risas se ocultaban lágrimas.

     Hubo brindis por el éxito feliz de nuestro viaje, por los ricos placeres del San Joaquín y los preciosos filones del Sacramento.

     Tampoco fue olvidado el armador del Cachalote. Es verdad que, además de pagar su escote de un franco cincuenta céntimos, nos había enviado dos cestas de botellas de Champagne.

     La comida se prolongó hasta una hora bastante avanzada; las cabezas estaban algo calientes, y se sentía algo parecido a la embriaguez.



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- X -

     Por su parte los marineros, al amanecer el día siguiente, dieron el acostumbrado paseo por la ciudad con sus banderas y ramilletes.

     Este paseo terminó en el puerto, donde estaba reunida toda la población para saludar nuestra partida y darnos el último adiós.

     Muchos viajeros corrían afanados de tienda en tienda, pues hasta el momento de la marcha no habían reparado en que les faltaban muchas cosas indispensables.

     Por mi parte, solo tuve que hacer mi provisión de municiones, compuesta de diez libras de pólvora y cuarenta de balas.

     A las once el buque largó sus amarras y salió del puerto, empujado por una fresca brisa del Noroeste. Ante él navegaba un buque americano remolcado por el vapor Mercurio.

     Seguimos a lo largo del muelle, cantando la Marsellesa, el Canto del proscripto y Morir por la patria. Innumerables pañuelos se agitaban saludándonos sobre el muelle, y nosotros contestamos con los nuestros desde el buque.

     Algunos parientes y amigos habían subido a bordo en nuestra compañía. Una vez fuera de la rada, el armador y el práctico abandonaron el buque, y los que nos acompañaban regresaron con ellos: fue una segunda despedida más dolorosa que la primera.

     Entonces los que debían correr juntos la misma fortuna se encontraban aislados.

     Las mujeres lloraban; los hombres hubieran querido ser mujeres para llorar también.

     En tanto que la tierra fue visible, todas las miradas se dirigieron hacia ella.

     Por la tarde, poco antes de las cinco, desapareció.

     No debíamos volverla a ver hasta el cabo de Hornos, es decir, hasta la otra extremidad del Nuevo Mundo.

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