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Capítulo VI

La caza de osos



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- I -

     Encontramos a Gauthier y a Mirandola bastante mal, comercialmente hablando, a consecuencia del último fuego.

     Al día siguiente de nuestra llegada tuvimos el gusto de ver a uno de nuestros antiguos amigos, llamado Adolfo, que habitaba en un modesto rancho, entre la bahía de San Francisco y los montes de California; invitónos a pasar uno o dos días con él, prometiendo hacernos asistir a una cacería de osos; aceptamos sin vacilar y partimos en su compañía.



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- II -

     La caza prometida fue fijada para el amanecer del día siguiente al en que llegamos al rancho, y por consecuencia, Tillier y yo tuvimos tiempo para consultarnos mutuamente respecto al nuevo estado que debíamos adoptar.



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- III -

     El oso de que se trataba era un oso gris, el ursus feroz de los naturalistas. Hacía algún tiempo que descendía todas las noches de las montañas, y no contento con devastar los tiernos retoños de los cañaverales que crecían en la margen de los arroyos, estropeaba completamente los campos de maíz y a veces se atrevía a atacar a los animales, con no poco perjuicio de los habitantes del rancho.

     Reuniéronse, pues, éstos contra el enemigo común, y siendo en su mayor parte mejicanos, decidieron cazar al animal por medio del lazo.



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- IV -

     Aluna, cuya destreza en esta caza era muy conocida, se había colocado a la cabeza de la expedición.

     Los cazadores, en número de treinta, se emboscaron en los sitios convenientes, dispuestos a socorrerse mutuamente, si la situación lo requería.

     Al romper el día el oso descendió de la montaña: el viento le daba de cara, llevándole las emanaciones de los cazadores, y al llegar a cierta distancia el animal se detuvo, como vacilando entre afrontar el peligro o retroceder.



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- V -

     Al fin pareció decidirse, y se encaminó directamente hacia un grupo de árboles, en el cual estaba oculto el primer cazador.

     Era este nuestro amigo Aluna, que aceptando valerosamente el combate, salió de su escondite y se dirigió a la fiera.

     Llegado a treinta pasos del oso, que acababa de levantarse sobre sus pies, le arrojó el lazo, cuyo nudo corredizo enredó en su cuello y uno de sus brazos, y luego, sujetando el extremo de su larga cuerda al arzón de su silla, gritó a sus compañeros.

     -¡Eh! ¡Ya le tenemos!



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- VI -

     El oso permaneció un instante inmóvil, como sorprendido por aquel extraño ataque que parecía no comprender.

     Había recibido un golpe sin experimentar dolor alguno, y parecía mirar con extrañeza, pero sin inquietud, aquella cuerda que se le había enroscado al cuello.

     Tres o cuatro lazos fueron arrojados casi al mismo tiempo, desde distintos puntos, cayendo sobre el animal y envolviéndole más o menos estrechamente.

     Entonces quiso el oso lanzarse sobre los cazadores; pero éstos, sacando sus caballos al galope, intentaron arrastrarlo tras sí.



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- VII -

     En menos de un minuto, treinta lazos estuvieron rodeados al cuello del animal, que comprendiendo que era imposible luchar contra aquellas extrañas armas, se volvió y quiso retroceder.

     Más para esto necesitaba, por decirlo así, el permiso de los cazadores.



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- VIII -

     Por un momento pudo creerse que los arrastraría tras sí, porque los caballos cejaron y hasta fueron obligados a retroceder algunos pasos.

     Pero los jinetes, lanzando penetrantes gritos y haciendo uso de sus punzantes espuelas, animaron a los caballos, que venciendo los esfuerzos del oso le arrastraron con violencia.



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- IX -

     Había algo de espantoso en la enorme resistencia de aquel animal, que viéndose un momento solo contra todos, y perdido su fuerte apoyo, era arrastrado a su vez.

     Sus ojos parecían dos fuentes, de donde corría la sangre; su boca, considerablemente dilatada, dejaba colgar su enorme lengua, y sus rugidos de furor resonaban a más de una legua de distancia.



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- X -

     En fin, después de una hora de combate, más bien que de caza, el animal fue arrastrado hasta el rancho vecino donde se lo remató a tiros.

     Pesaba mil doscientas libras, es decir, el doble de lo que pesa un buey ordinario, y fue repartido entre los cazadores.

     Una gran parte de su carne fue vendida en el mercado de San Francisco, a razón de una piastra la libra; los carniceros nos la habían comprado al precio de tres francos.



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- XI -

     Esta caza, que recordó a Aluna los bellos días de su juventud, le inspiró la idea de proponernos que fuésemos a cazar osos en la sierra de la Mariposa, para no volver a San Francisco hasta mediados de setiembre.

     Aceptamos la proposición, y aquella misma tarde volvimos a la ciudad para disponernos a ejecutarla lo más pronto posible.

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