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Capítulo VIII

Mozo de fonda y mercader de vinos



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- I -

     Mi pensamiento no era otro que el de establecerme de algún modo en San Francisco.



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- II -

     El oficio de minero sería el mejor indudablemente, si hubiéramos podido explotar las minas en sociedad; pero nuestro carácter aventurero y sujeto a frecuentes caprichos se presta difícilmente a la asociación. Al reunirse veinte o treinta individuos juran no separarse, y forman los más bellos proyectos; pero una vez en los placeres y empezados los trabajos, las obligaciones que necesariamente trae consigo la asociación se hacen insoportables; y cada asociado tira por su lado, disolviéndose la compañía.

     De aquí resulta que, sucediendo en esto lo que en todas las empresas humanas, de cincuenta mineros que van a los placeres, solo cinco o seis, dotados de un carácter perseverante, llegan a hacer fortuna, mientras los otros, con menos fe y más ambición, se disgustan, cambian repetidas veces de comarca, y acaban por volver a San Francisco tan pobres o más aún que cuando salieron.



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- III -

     El que tenga intención de explotar los placeres como minero, y permítaseme este consejo, hijo de mi experiencia, debe ceñirse a las siguientes prescripciones:

     1ª   Proveerse de víveres y de municiones suficientes para todo el tiempo que piense pasar en los placeres y llevar consigo todas las herramientas necesarias para el trabajo.

     2ª   Fijarse irrevocablemente en un lujar desde el momento en que se ve que da productos.

     3ª   Construirse un buen albergue, a fin de no exponerse a las enfermedades producidas por la humedad de la noche y el rocío de la madrugada.

     4ª   No trabajar en el agua bajo el ardor del sol, es decir, desde las once de la mañana hasta las tres de la tarde.

     Y 5ª   Someterse a un régimen de sobriedad y templanza y prescindir por completo de los licores espirituosos.

     Puédese asegurar que el que eche en olvido estas condiciones, lejos de alcanzar un producto regular se disgustará, contraerá enfermedades, y según todas las probabilidades, morirá.



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- IV -

     Aparte del oficio de minero, hay en California, y especialmente en San Francisco, mil medios de hacer fortuna. En los tres meses que había permanecido en la ciudad había conocido que, entre las pequeñas especulaciones a que podía dedicarme, la de mercader de vino o tabernero era indudablemente la mejor y más productiva.



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- V -

     Dije en otra ocasión que, una vez en California, se da al olvido la vida pasada, y que los recuerdos del rango social que se haya ocupado en el antiguo mundo se desvanecen como una nube, como un vapor que, si continuase, serviría tan sólo para oscurecer sin la menor utilidad el cielo del porvenir.

     Al volver a San Francisco, la primera persona a quien encontré en el puerto, fue al hijo de un par de Francia, que se había hecho barquero. Este encuentro me demostró que podía abrazar, sin denigrarme en manera alguna, el oficio de mozo de fonda, que me serviría de aprendizaje para ascender luego a tabernero.



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- VI -

     Tillier encontró una colocación que tenía ciertos puntos de contacto con nuestro anterior ejercicio, y entró de mozo en una carnicería, con cien piastras al mes. En cuanto a mí, pude entrar en el restaurant de Richelieu, donde comía mi amigo Gauthier, con el sueldo de ciento veinticinco piastras mensuales.

     El cubierto en mesa redonda costaba dos piastras, y cada parroquiano tenía derecho a media botella de vino.

     Este precio es el doble que en París, pero en cambio, los manjares eran mucho peores.



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- VII -

     Permanecí un mes en la fonda, y durante este tiempo, aprendí lo que era necesario para poder dedicarme sin temor al comercio de los vinos.

     Por consecuencia de los trabajos venatorios de la sociedad Aluna, Tillier y compañía, tenía en mi gabeta unas mil piastras, cantidad suficiente para fundar mi pequeño establecimiento.

     Dejé, pues, el hotel de Richelieu, y me dediqué a buscar un local a propósito para realizar mi proyecto.



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- VIII -

     Le encontré al final de la calle del Pacífico: era una casilla de madera que tenía un pequeño almacén, una sala, un gabinetito y dos dormitorios.

     Le alquilé en cuatrocientas piastras mensuales, y sin perder tiempo me puse a mi trabajo, pues cuando no se posee más que un capital de mil piastras, de las cuales han sido ya gastadas cuatrocientas, no se puede perder un día sin exponerse a que el alquiler del local consuma por completo los fondos destinados al comercio.



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- IX -

     Como había previsto, la especulación ofrecía ganancias, pues los americanos comen y beben desde la mañana hasta la noche, dejando a menudo su trabajo para echar un trago y tomar un bocado.

     Viene luego la noche, durante la cual se vende mucho, pues la policía, que siendo menos experimentada que la francesa, es, sin embargo, más inteligente, permite que los cafés, restaurants y tabernas permanezcan siempre abiertas; esto hace que la ciudad viva tanto de noche como de día.



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- X -

     No se crea, sin embargo, que a pesar de que a cada veinte pasos se encuentra una puerta abierta e iluminada, no se cometen robos ni asesinatos. Todo al contrario, no pasa noche sin que tengan lugar unos y otros; pero los homicidios son más frecuentes que los robos, y casi siempre producidos por la venganza.

     Los bailes y las casas de juego son las que viven por la noche, y como mi establecimiento estaba a dos pasos del Eldorado, a él acudían todos los jugadores, ya gananciosos, ya desgraciados, de modo que reunía en mi casa las dos fases de la humanidad, la parte que ríe y la parte que llora. Podía hacer allí magníficos estudios de filosofía práctica.



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- XI -

     Una noche oímos a poca distancia de mi casa gritos de muerte, y corrimos a donde sonaban.

     Era un francés a quien acababan de herir tres mejicanos; había recibido seis puñaladas, todas mortales.

     Le trasportamos moribundo a casa y murió a los pocos minutos; llamábase Lacour.



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- XII -

     De los tres asesinos solamente uno fue preso y condenado a la horca; era la segunda o tercera ejecución que tenía lugar desde mi regreso, y todo el mundo estaba ya cansado de estos espectáculos.

     Desgraciadamente el lugar en que debía erigirse la horca, -patíbulo que había de ser permanente, a fin de atacar a los criminales,- estaba ocupado por trabajadores y escombros, y en él se abría un pozo artesiano destinado a surtir de agua a todas las fuentes de San Francisco.



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- XIII -

     En defecto de una horca terrestre hubo que contentarse con una horca marítima. Una fragata americana ofreció su arboladura, que fue aceptada con reconocimiento por las autoridades judiciales de San Francisco, sobrado expeditivas en esta ocasión, porque en vez de tratarse de un súbdito de los Estados-Unidos se trataba de un mejicano.



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- XIV -

     La ejecución debía tener lugar a las once de la mañana, y desde las ocho, la calle del Pacífico, donde estaba situada la cárcel, se vio lleno de gente.

     A las diez y media aparecieron los agentes de policía, con sus bastones blancos, insignia de su autoridad, y entraron en la prisión para sacar al reo.

     Poco después se abrió la puerta de la cárcel y apareció éste, con las manos libres, la cabeza descubierta y vestido con el poncho nacional, que llevaba caído sobre la espalda.



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- XV -

     En el puerto, a donde se le condujo, le esperaba una barca, en la que entró con los ejecutores y algunos agentes de policía. Veinte o treinta botes partieron al mismo tiempo, cargados de curiosos que no querían perder un solo detalle del espectáculo.

     La playa y los muelles estaban cubiertos de espectadores. Yo era de los que permanecían en tierra; me había faltado el valor para ir más lejos.



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- XVI -

     Una vez a bordo de la fragata, el reo se preparó a morir, ayudando con un valor imponderable al verdugo a anudar la cuerda en su cuello.

     Luego le echaron sobre la cabeza un velo negro que ocultó su rostro a los espectadores.

     Después, hecha la señal, cuatro marineros tiraron de la cuerda, y se vio al desdichado perder pie y elevarse hasta el penol de la verga mayor.

     Durante un momento el cuerpo se agitó en las convulsiones de la agonía y luego permaneció inmóvil. La ejecución había terminado.

     Se dejó el cadáver expuesto durante una parte del día , y a las cinco de la tarde se le bajó, trasportándolo al cementerio del presidio.

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