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Capítulo II

Del Havre a Valparaíso.

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- I -

     He dicho ya que el número de pasajeros era de ciento cincuenta, entre ellos quince mujeres, dos de las cuales habitaban la cámara del capitán.

     La tripulación se componía del capitán, el piloto, un contramaestre, ocho marineros y un mozo o camarero.

     El entrepuente, reservado a los viajeros, estaba libre de mercancías: había sido arreglado para el trasporte de pasajeros y tenía cuatro filas de camarotes.

     En cada camarote había dos lechos superpuestos y se alojaban dos personas.

     M. de Mirandola era mi compañero de cámara.

     Las mujeres estaban separadas: se había dispuesto para ellas, a babor y cerca de la proa, una especie de sala.



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- II -

     Nuestros ciento cincuenta pasajeros eran alistados en tres distintas compañías, alguna de las cuales no había cumplido sus obligaciones, aunque todos los pasajeros hubiesen pagado escrupulosamente su dinero.      De aquí resultaba que, como apenas había lugar para las personas, no lo había absolutamente para los equipajes.

     Cada cual tenía su maleta en el camarote y ella le servía de mesa y de tocador.

     El resto de los equipajes había sido depositado en la sentina.

     Todo el espacio que quedaba en el buque, estaba destinado a las mercancías, pertenecientes tanto al armador como a los pasajeros.

     Estas mercancías consistían en bebidas alcohólicas y artículos de quincalla.



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- III -

     Nuestra primera comida a bordo tuvo lugar a las cinco de la tarde, en el momento mismo en que acabábamos de perder de vista la tierra. Nadie sentía aún el mareo; pero sin embargo, ningún pasajero tenía gran apetito.

     La mesa estaba puesta sobre cubierta, o por mejor decir, la cubierta servía de mesa: el lugar destinado a comedor era bastante reducido, pues la cubierta estaba en su mayor parte ocupada por cajas de ácido sulfúrico, por toneles de agua que habían de vaciarse durante la travesía, y por tablas preparadas para ser unidas las unas a las otras y constituir las casas que habíamos de habitar a nuestra llegada.

     Teníamos diez casas perfectamente construidas, y no hacía falta más que armarlas como si se tratara de un reloj.

     Se habían construido en el Havre, y costaban de ciento a ciento veinticinco francos cada una.

     El primer día, según costumbre al salir del puerto, la comida se componía de sopa, una ración de carne cocida, un cuartillo de vino y un pedazo de pan bastante pequeño.

     Esto nos indicó que el pan no era muy abundante a bordo. En efecto, más adelante no comíamos pan sino los jueves y domingos; para los demás días teníamos galleta.

     Nos dividimos en ranchos de a ocho pasajeros, y sentados a la manera de los orientales, empezamos la comida.



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- IV -

     El mismo día, a las ocho de la noche, soplaron vientos del Sur, que se sostuvieron hasta la mañana del día siguiente, siendo tan fuertes al amanecer que nos hicieron avistar las costas de Inglaterra.

     Un pescador vino a bordo: su lancha estaba llena de pescado, lo comprados todo, y enseguida empezó la correspondencia.

     Una de las grandes necesidades del hombre que se aleja, que atraviesa una gran extensión de agua, que se encuentra entre el cielo y el océano, es la de dar noticias suyas a los seres queridos a quienes acaba de abandonar.

     Se encuentra tan pequeño, tan miserable en aquella intensidad, que comunicándose con la tierra por medio de una carta, encuentra el consuelo de asegurarse a sí mismo que no está perdido.

     ¡Desgraciado el que, en semejante situación, no tiene a quién escribir!

     El pescador se alejó tan cargado de cartas como un conductor de correos.

     En la tarde del segundo día de viaje el viento cambió, sin habernos hecho perder mucho camino ni causado una gran fatiga. A partir de aquel instante, tuvimos una buena navegación.

     El capitán, que, como llevo dicho, tenía respecto al pan una gran economía, viendo la poca cantidad de harina que había a bordo, nos ofreció que tocaríamos en Madera para embarcar patatas; pero como el viento era bueno no quiso detenerse, haciendo valer la economía del tiempo para no modificar el rumbo.

     Se le hicieron algunas observaciones dándole a entender nuestras dudas respecto a las verdaderas economías que pensaba hacer; pero el capitán es el rey a bordo de un buque, y el nuestro decidió que mientras hubiese buen viento no tocaríamos en ningún puerto.



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- V -

     Es verdad que daba gusto vernos andar: el Cachalote era un buque muy velero, y en los días más desgraciados tragaba, sin embargo, seis o siete nudos por hora.

     Hallándonos a la altura del cabo Verde el vigía señaló un buque: era una fragata americana en crucero. Perseguía la trata, y viniendo sobre nosotros, izó su pabellón. La imitamos, nos dimos mutuamente la longitud y latitud, ese saludo de los marinos, y luego proseguimos nuestro rumbo, mientras la fragata continuaba su crucero.

     Esta longitud y esta latitud no eran, por cierto, inútiles para nosotros, atendiendo a que no teníamos a bordo más que un malísimo cronómetro.

     No pudimos saber el nombre de la fragata que nos había prestado tal servicio. Aparte de la faja encarnada que indicaba la línea de su batería, era enteramente negra, como el bajel del Corsario rojo.



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- VI -

     A medida que avanzábamos hacia el trópico, notábamos los signos particulares de la zona tórrida. Las aguas del mar tomaban un matiz azul oscuro; se encontraban extensos bancos de esas yerbas a que han dado los marinos el nombre de raíces de los trópicos; los peces volantes se lanzaban fuera del agua, veíanse numerosos bandos de bonitos y doradas y el calor se hacía sofocante.

     La pesca de doradas y bonitos empezó en seguida.

     Esta pesca es sencillísima y fácil, si se la compara con los complicados procedimientos que emplean los viejos pescadores de las orillas del Sena: puede decirse que es la infancia del arte. Se suspenden del bauprés cierto número de cordeles, al extremo de los cuales se sujeta un pez volador cubriendo el anzuelo, que el balanceo del buque sumerge, y hace salir alternativamente del agua. Las doradas y los bonitos toman el cebo por un pez vivo, saltan sobre él y quedan pendientes del anzuelo.

     Es un verdadero maná que, bajo esta calorosa latitud, envía Dios a los pobres navegantes.

     Los productos de la pesca eran comunes.

     Atravesamos la línea equinoccial, y excusado es decir que este acontecimiento fue celebrado con todas las ceremonias de costumbre. En mi calidad de viajero, habiendo tenido ya el sol ante mí y detrás de mí, pude asistir al espectáculo desde lo alto de la toldilla.



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- VII -

     Hablaré ahora un poco de las viajeras.

     Se comprende que habían dejado la Francia para hacerse monjas, y esto nos permitió, entre la lotería, las damas, el ecarté y el dominó, que nos distrajésemos del fastidio de la navegación con un juego particular llamado el matrimonio, que se compone de las dos bases particulares de este importante acto de la -vida del hombre, es decir, del casamiento y del divorcio.

     Tres de las viajeras estaban comprometidas desde antes de partir y tenían a bordo verdaderos maridos, o mejor dicho, verdaderos amantes; de suerte que, si se casaban, era in partibus y suprimiendo las tarjetas de invitación.

     Cada uno de estos matrimonios burlescos era acompañado de ceremonias análogas a las que tienen lugar en las verdaderas bodas, y estas ceremonias se cumplían con una gravedad maravillosa.



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- VIII -

     Todavía hubo otra ceremonia mucho más grave, y en la cual resplandeció la más alta imparcialidad.

     Se trataba de un juicio.

     He aquí la cuestión:

     Uno de nuestros compañeros, M. B... viajaba acompañado de su querida; era una de las tres mujeres casadas por nosotros, y antes de salir de Francia, había hecho a expensas propias una magnífica pacotilla compuesta de vestidos de seda, de lana y de popelina, de chales grandes y pequeños, de gorras y de sombreros, etc.

     Pero sucedió que una vez en camino, por uno de esos caprichos que es necesario añadir siempre a la cuenta de viaje, Mlle. X... encontró a M. D... preferible a su primer amante, y sin tomarse la pena de hacer pronunciar el divorcio, se volvió a casar con M. D...

     Esto dio margen, como era natural, a quejas y reclamaciones del primer marido, el cual pretendía que, si había perdido sus derechos sobre la mujer, los conservaba sobre los efectos, y por consecuencia, se apoderó una mañana de todo el equipaje, dejando a Mlle. X... con una sola camisa.

     Por calorosa que sea la temperatura del clima ecuatorial, donde nos hallábamos cuando sucedió lo que refiero, preciso es confesar que una camisa era un vestido demasiado ligero. Mlle. X... acudió en queja a todos los pasajeros.

     Aunque nosotros creíamos que semejante traje sentaba admirablemente a Mlle. X...éramos demasiado justos y equitativos para no escuchar sus quejas. Constituyóse el tribunal y se nombraron árbitros.

     He aquí la creación de una nueva magistratura.

     Los árbitros dieron un fallo que, en mi concepto, puede rivalizar con el del célebre juicio de Salomón.

     Decidieron:

     1.º Que Mlle. X... tenía el derecho incontestable de disponer de su persona como le pareciese conveniente.

     2.º Que no podía ser enteramente despojada, puesto que Juno solo tenía el derecho de ser vista

     ... en la sencilla apariencia

     de una belleza que abandona el lecho,

y que, por consiguiente, M. B... debía devolverla lo puramente necesario, es decir, sus camisas y toda su ropa blanca, el calzado, una gorra y un sombrero.

     3.º Todos los demás efectos, siendo considerados como superfluidades, pertenecían a M. B...

     Este fallo fue notificado a los litigantes con las formalidades de costumbre, y como no había apelación, tuvieron necesariamente que someterse.

     Mlle. X... aportó, pues, al matrimonio con su nuevo esposo, tan solo lo estrictamente necesario para no ir desnuda, lo que D... remedió en cierto modo regalándola una bata y un sobretodo, de que ella se arregló una falda y un gabancillo.

     Inútil es decir que Mlle. X... estaba encantadora con su nuevo traje.



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- IX -

     Nuestro viaje continuó con buen viento. Distinguimos varias veces la costa del Brasil, rozamos la tierra en Montevideo y vimos desde lejos esta moderna Troya, después de ocho años de sitio.

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