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Capítulo VI

Mi primera ocupación



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- I -

     Eran las ocho de la mañana de diciembre cuando pusimos el pie en territorio californiano.

     Aquel día debíamos emplearlo en arreglar el terreno que habíamos escogido y en levantar las tiendas, que eran, como ya he dicho, los únicos albergues de que podíamos disponer.

     Nos dividimos en tres tandas: los que componían la primera fueron a buscar estacas; los de la segunda abrían agujeros en la tierra para plantarlas; y el resto se ocupaba en levantar las tiendas: yo pertenecía a los últimos.



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- II -

     En cuanto a las mujeres que habían hecho el viaje en nuestra compañía, trece habían marchado inmediatamente a San Francisco, pues si ellas habían estado impacientes por llegar al término de nuestra larga navegación, se las esperaba com más impaciencia todavía.

     Nada tenía esto de sorprendente; en la época de nuestro arribo sólo había en San Francisco, según mis noticias que creo ciertas, veinte mujeres por noventa o cien mil hombres.

     La falta del sexo débil, dicho sea sin intención bastarda, se dejaba sentir con exceso, y para remediarla, algunos buques habían ido a buscar mujeres a Chile.

     Confieso que he sentido siempre que mis ocupaciones me hayan privado de contemplar el efecto que la llegada de nuestras trece pasajeras debía necesariamente producir en San Francisco.



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- III -

     En la mañana de aquel mismo día tuve el gusto de encontrar a mi antiguo amigo y vecino Tillier, que había llegado quince días antes que yo y se halla establecido en el campo francés.

     Inútil es decir que volvimos a vernos con la mayor alegría de uno y otro y que partió conmigo su cabaña hasta que la mía estuvo en disposición de ser habitada.

     Tillier era demandadero en el puerto.

     Uno de nuestros asociados tenía en su compañía a su mujer; ella se encargó de hacernos la comida, y un compañero fue enviado a comprar provisiones, no sin que antes le diese Tillier noticias exactas acerca de los precios corrientes en el mercado.

     El encargado compró carne de vaca para hacer caldo, lo que nos permitiría preparar una buena sopa.

     La sopa era el objeto de nuestra ambición; la sopa era lo que más habíamos echado de menos durante la travesía.

     Afortunadamente, la carne de vaca no tenía un precio muy alto; de cinco francos que costaba algún tiempo antes, había bajado a poco más de dos la libra.



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- IV -

     Lo que Tillier nos dijo respecto a los precios de todas las cosas, era verdaderamente espantoso.

     El pan variaba de uno y medio a dos francos la libra, y estaba muy barato, pues poco antes había estado a un dollar.

     Una habitación de seis a ocho pies de anchura se alquilaba por término medio en quinientos francos al mes, pagando adelantado.

     Una casa que no tuviera más que tres o cuatro aposentos alcanzaba un alquiler mensual de tres mil francos.

     El Eldorado, que este nombre se daba a un edificio construido en la plaza de Portsmouth había costado cinco millones y medio, y su locación o arrendamiento ascendía a seiscientos mil francos mensuales.

     Teniendo en cuenta estos precios, no puede sorprender a nadie que el jornal de un esportillero o de un cavador fuera de cuarenta a sesenta francos, y de ciento a ciento veinte el de un carpintero.

     Un terreno concedido casi gratuitamente por el gobierno seis o siete meses antes de nuestra llegada valía a principios de 1850 de ciento veinte a ciento cuarenta mil francos, los cien pies cuadrados, y sé de un compatriota que, en licitación pública, adquirió un terreno de cuarenta y cinco a cincuenta pies; de frente, por el precio de sesenta mil francos pagaderos en cinco años.

     Tres días después de la compra lo arrendó por diez y ocho meses en sesenta y cinco mil francos, con la condición de que todas las construcciones hechas en él durante este tiempo pasarían a ser luego de su propiedad absoluta.



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- V -

     Los precios de los artículos pequeños guardaban proporción con los que llevo indicados. Infinitas veces he oído el cuento de pobre vendedor de huevos, que viendo a un vendedor de castañas hacer fortuna gritando: «¡Castañas de Lyon!» tuvo la ocurrencia de gritar a su vez: «¡Huevos frescos de Lyon!» Este vendedor, yo lo aseguro, se hubiera enriquecido en San Francisco, donde los huevos frescos, que llegaban de Francia se pagaban a cinco francos.

     Hay una historia de dos quesos de Gruyère, que se ha hecho proverbial en la gran ciudad californiana. Como eran los dos únicos quesos de esta especie que habían llegado a la población, constituían una especie de aristocracia, y se vendieron hasta a trece francos la libra.

     Un bote con dos marineros no se podía alquilar en menos de doscientos francos por seis horas.

     Un par de botas de aguas, indispensables durante la temporada de lluvia, valía de doscientos a doscientos cincuenta francos en invierno y ciento a ciento veinte en verano.

     Había un gran número de médicos, pero la mayor parte no eran más que charlatanes, que al cabo tuvieron que abrazar otras industrias; solamente tres o cuatro tenían reputación o inspiraban confianza, y éstos se hacían pagar ochenta y cien francos por cada visita.

     También se hablaba de fortunas verdaderamente maravillosas; algunos de mis compatriotas, que habían llegado a California un año antes con uno o dos mil francos en el bolsillo, tenían entonces veinticinco mil libras de renta, no al año, sino al mes, aparte de los beneficios de su comercio.

     Por regla general, estas enormes fortunas procedían de arrendamientos de habitaciones, o de especulaciones hechas con terrenos adquiridos a bajo precio.

     Todas estas historias, que casi parecían cuentos de hadas, eran muy a propósito para llevar juntamente la esperanza y el temor al corazón de los pobres emigrantes.



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- VI -

     Nuestra sociedad había quedado reducida a veinticinco individuos; los otros cuatro habían marchado a las minas el mismo día de nuestra llegada.

     Éstos eran los que aún tenían dinero.

     No nos extrañaba que las noticias que habíamos adquirido en Valparaíso fuesen tan contradictorias. En San Francisco mismo no se sabía a quien creer, y los placeres más próximos, es decir, los del San Joaquín, estaban a diez o doce jornadas de la ciudad.

     Sin embargo, por opuestos que fuesen los rumores que de eco en eco llegaban hasta nosotros, podíamos deducir que el oficio de buscador de oro era todavía el más lucrativo.

     Pero para ser buscador de oro en California, como para ser mendigo en San Eustaquio o en Nuestra Señora de Loreto, era casi necesario ser rico.      Por otra parte, en el momento de nuestra partida para las minas no hicimos alto en ciertos detalles, y ya se verá cuanto necesitábamos, con corta diferencia, para remontar el Sacramento o el San Joaquín y hacernos mineros.

     He aquí porqué he dicho que solo los más ricos habían podido dirigirse inmediatamente a los placeres.

     Se sabe que yo era de los más pobres, puesto que he vuelto mis bolsillos ante los lectores.

     La cuestión estaba, pues, reducida a ganar la suma necesaria para el viaje.

Fin del tomo primero.

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