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Capítulo II

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- I -

     Había en San Francisco una institución anterior al teatro y que había precedido también a los conciertos y a los bailes de máscaras: eran las casas de juego.

     Apenas fue hallado el oro, se encontró también el modo de derrocharlo.

     El juego era, pues, la distracción por excelencia.

     Nada más curioso, nada más digno de atención que la organización interior de una de estas casas.

     La más respetada, la más concurrida, la más rica en mineral, era indudablemente la llamada el Eldorado.

     Y he dicho rica en mineral, porque allí es muy raro, extremadamente raro, una verdadera casualidad, que la plata y el oro se jueguen bajo la forma de moneda.

     Allí, en el sentido literal de la palabra, se juegan montones de oro.

     A uno y otro lado de la gran mesa de juego se ven balanzas para que los concurrentes puedan pesar sus lingotes.

     Cuando ya no hay más lingotes, se juega el reloj, la cadena, los dijes: todo puede entrar en suerte, todo tiene su estimación, todo tiene precio.

     Solamente que se va allí como se va a un combate: con el fusil al hombro y las pistolas en la cintura.

     Cuantas mujeres había en San Francisco asistían por las tardes a la casa de juego, y si decididos son los hombres, ellas se hacen notar por su tenacidad en las apuestas y la tranquilidad con que soportan las pérdidas.

     Allí se proclama la igualdad en toda la extensión de la palabra; banqueros y esportilleros, capitalistas y aguadores, arriesgan juntos su dinero y juegan en la misma mesa.

     En todas las casas de juego se ha establecido una especie de botillería o cafetín donde se venden licores y refrescos a precios elevadísimos; baste decir que una copa de aguardiente o un vasito de vino cuesta dos reales chilenos, o lo que es lo mismo, un franco veinticinco céntimos.

     Junto a la sala de juego se bailaba; los músicos estaban instalados en una habitación contigua, y tocaban desde el amanecer hasta las diez de la noche.

     A esta hora concluía la fiesta y cada cual se marchaba a su casa. Los jugadores perdidosos permanecían allí, se reunían y organizaban otra vez el juego.

     He dicho que las mujeres se hacen notar, entre todos, por su encarnizamiento en jugar y su tranquilidad para perder.



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- II -

     La población femenina se aumentaba de día en día y de una manera rápida, gracias a los buques, de los cuales he hablado ya, que llegaban de Chile y del Perú, con cargamento de bello sexo.

     Y he aquí unos negreros de nuevo género, cuya industria no había podido ser prevista en los tratados del derecho de visita.

     Infinitos buques estaban anclados en los mejores puertos de la costa occidental de América, desde el cabo Blanco hasta el archipiélago de Chiloe, y allí hacían un llamamiento, especie de enganche voluntario, a todas las mujeres, especialmente las jóvenes, que arrastradas por un espíritu aventurero, quisieran tentar fortuna en California.

     En aquella comarca no era difícil encontrar mujeres que hablasen perfectamente el español. El capitán del buque las contrataba bajo la base de sesenta piastras por pasaje y alimentación, pagados al llegar a San Francisco y cuando la mujer hubiese encontrado una colocación provechosa. Muy rara era la que no hallaba, apenas ponía el pie en tierra, un adorador generoso que la hacía los más bellos ofrecimientos, y como la primera cantidad que recibía no bajaba generalmente de trescientas o cuatrocientas piastras, podía muy bien pagar en el acto al capitán el precio estipulado y aún le quedaba un regular beneficio.

     Sucedía con no poca frecuencia que, al día siguiente de haber recibido las trescientos piastras, descontenta sin duda del contrato, la mujer abandonaba la casa de su reciente dueño y se marchaba con otro. El hombre ponía, como se dice vulgarmente, el grito en el cielo; pero como no había una ley que protegiese o garantizase este tráfico, no podía hacer reclamaciones de ninguna especie, y se quedaba sin dinero y sin mujer.



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- III -

     Por lo demás, todas las industrias eran productivas y había entre ellas gran concurrencia.

     A la cabeza de las de primera necesidad estaba la de panaderos.

     Eran estos casi todos americanos o franceses y hacían un pan excelente. Este pan se vendía a un precio elevado; pero como dije antes, desde nuestra llegada había bajado mucho. Vendióse primeramente a una piastra la libra, pero en la época de nuestro arribo había descendido a un franco veinticinco céntimos, precio que se sostiene todavía, según presumo.



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- IV -

     Los especieros o tenderos de artículos alimenticios seguían en importancia a los panaderos. Eran en su mayor parte americanos, lo que no dejaba de ser una circunstancia sumamente perjudicial para los recién llegados de otros países que no sabían una palabra del ingles, atendido a que lo especieros americanos tienen gran parecido con los comerciantes turcos.

     No entendiendo a la primera vez lo que se les pide, tampoco se toman el trabajo de servir al comprador, y éste se ve en la necesidad de indicar por señas el objeto que desea o de cogerlo y de ponerlo sobre el mostrador para que el comerciante se disponga a vendérselo.



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- V -

     Los cafés cantantes ocupaban el tercer lugar: eran unos magníficos establecimientos, que atraían todas las noches una considerable concurrencia. El más importante era el de París, llamado también de los Ciegos y del Salvaje.

     En este café se oyen canciones francesas, y cualquiera creería hallarse en el pasaje Verdeau o en los Campos Elíseos.

     En el Café de la Independencia la cosa variaba de aspecto y tomaba cierto carácter aristocrático: allí se cantaba ópera, y solo se pagaba el consumo.

     En verdad que este era sumamente caro, como se puede juzgar de los siguientes precios: una copa de aguardiente costaba dos reales chilenos; un vaso de leche una piastra, una botella de Burdeos tres, y una de Champagne cinco.



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- VI -

     Las fondas y reposterías pertenecían por regla general a los chinos, que tenían la deplorable costumbre de condimentar todos los manjares según la moda de su país: se comprende que era una cocina abominable; pero aun así no faltaban consumidores.

     Los posaderos y hosteleros eran franceses y su nacionalidad se revelaba en los títulos de sus establecimientos.

     Había, pues, el hotel de Lafayette, el hotel de Francia, la hostería Imperial, la de Los Dos Mundos, etc., etc.



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- VII -

     También había establecidas algunas encantadoras modistas; pero como a mi llamada a California no había en San Francisco más que veinte o veinticinco mujeres, y a mi partida más que dos o tres mil, número demasiado reducido para que pudiesen sostenerse aquellos establecimientos, las pobres modistas que no contaban con otros recursos que los productos de su trabajo lo pasaban bastante mal.

     Sin embargo, a mi salida de California, aumentada considerablemente, como ya he dicho, la población femenina de la ciudad, estos establecimientos empezaban a prosperar.



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- VIII -

También habían llegado algunos agricultores provistos de sus útiles de labranza y de gran cantidad de semillas destinadas a la siembra. Después de visitar y reconocer los terrenos en venta, compraban los que les parecían más convenientes, y acto seguido empezaban las roturaciones.

     Estos terrenos pertenecían en su totalidad al gobierno americano o a los emigrados de Méjico.

     Los compradores pagaban el precio de la adquisición con los productos de la cosecha.

     Castro y su hermano, los antiguos jefes de la insurrección californiana, se han dedicado al comercio y tienen en el día un capital de cinco o seis millones.

     Les pertenecen todas las tierras de la costa occidental de la rada de San Francisco, y en ellas se alimentan rebaños numerosos.



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- IX -

     Queda aún el oficio de buscador de oro, el más seductor y productivo de todos los que se practican en California, y este era el que Tillier y yo queríamos abrazar, dándonos sus brillantes promesas el valor necesario para hacer rápidas economías.

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