Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Siguiente


Siguiente

Un marido ideal

Comedia en cuatro actos

Oscar Wilde

PERSONAJES
 

 
CONDE DE CAVERSHAM,   de la Orden de la jarretera.
VIZCONDE GORING,   su hijo.
SIR ROBERTO CHILTERN,   barón, subsecretario del Ministerio de Estado.
VIZCONDE DE NANJAC,   agregado a la Embajada francesa en Londres.
SEÑOR MONTFORD.
MASON,   mayordomo de sir Roberto Chiltern.
PHIPPS,   criado de lord Goring.
JAMES,    lacayo.
HAROLD,   lacayo.
LADY CHILTERN.
LADY MARKBY.
CONDESA DE BASILDON.
MISTRESS MARCHMONT.
MISS MABEL CHILTERN,    hermana de sir Roberto Chiltern.
MISTRESS CHEVELEY.

Acto primero

Salón de forma octogonal, en la Casa de SIR ROBERTO CHILTERN, de Grosvenor Square. La habitación aparece espléndidamente iluminada. Numerosos invitados, que son recibidos en lo alto de la escalera por LADY CHILTERN, dama de sereno aspecto, de un tipo de belleza griego y cuya edad frisa en los veintisiete años. Coronado el hueco de la escalera, una gran araña ilumina vivamente un tapiz francés del siglo XVIII, que representa el Triunfo del Amor, según un dibujo de Boucher; este tapiz está colgado sobre la pared de la escalera. A la derecha, la entrada al salón de baile. Oyense apagados los sones de unos instrumentos de cuerda. La puerta de la izquierda da a otros salones de recepción. MISTRESS MARCHMONT y LADY BASILDON, dos damas lindísimas, están sentadas juntas en un canapé Luis XVI. Parecen dos exquisitos y frágiles «bibelots». La afectación de sus maneras posee un delicado encanto. Watteau se hubiera complacido en pintar sus retratos.

MISTRESS MARCHMONT.-  ¿Irá usted a casa de los Hartlocks esta noche, Olivia?

LADY BASILDON.-  Creo que sí. ¿Y usted?

MISTRESS MARCHMONT.-  Sí... Dan unas reuniones aburridísimas, ¿verdad?

LADY BASILDON.-  ¡Horriblemente aburridas! No sé por qué voy. Por supuesto, yo nunca sé por qué voy a unos sitios o a otros.

MISTRESS MARCHMONT.-  Yo vengo aquí a educarme.

LADY BASILDON.-  ¡Oh! A mí me resulta odioso recibir lecciones.

MISTRESS MARCHMONT.-  Y a mí. Se pone una casi al mismo nivel de los tenderos, ¿verdad? Pero nuestra querida Gertrudis Chiltern está siempre diciéndome que debo señalarme un

objetivo serio en la vida. Así que vengo a su casa para ver si encuentro alguno.

LADY BASILDON.-   (Lanzando una mirada circular con sus impertinentes.)  Esta noche no veo aquí a nadie a quien se pueda calificar de objetivo serio. El señor que me ha ofrecido el brazo en la cena me ha estado hablando todo el tiempo de su mujer.

MISTRESS MARCHMONT.-  ¡Qué hombre más trivial!

LADY BASILDON.-  de lo más trivial. Y su pareja, ¿de qué le ha hablado a usted?

MISTRESS MARCHMONT.-  De mí.

LADY BASILDON.-    (Con tono lánguido.)  ¿Le ha interesado a usted eso?

MISTRESS MARCHMONT.-  Absolutamente nada.

LADY BASILDON.-  ¡Somos unas mártires, querida Margarita!

MISTRESS MARCHMONT.-   (Levantándose.)  ¡Y qué bien nos sienta nuestro martirio, Olivia!

(Se levantan y van hacia el salón de baile. El VIZCONDE DE NANJAC, joven agregado de Embajada, a quien sus corbatas y su anglomanía han puesto de moda, se acerca, inclinándose ceremoniosamente, y toma parte en su conversación.)

MASON.-   (Anunciando a los invitados en lo alto de la escalera.)  El señor y la señora Jane Bartford, lord Caversham.

(Entra LORD CAVERSHAM, viejo «gentleman» de setenta años, que ostenta la cinta y la estrella de la Jarretera. Tiene un magnífico tipo de liberal y recuerda exactamente un retrato de Lawrence.)

LORD CAVERSHAM.-  Buenas noches, lady Chiltern. ¿Está por aquí la inutilidad de mi hijo menor?

LADY CHILTERN.-   (Sonriendo.)  Me parece que lord Goring no ha llegado aún.

MABEL CHILTERN.-   (Yendo al encuentro de LORD CAVERSHAM.)  ¿Por qué llama usted inutilidad a lord Goring?

(MABEL CHILTERN es el modelo perfecto de la belleza inglesa, tipo flor de manzano. Tiene todo el perfume y toda la libertad de una flor. Las oleadas de reflejos de sol se suceden sobre sus cabellos, y su boquita de labios entreabiertos tiene una expresión de espera como la de un niño. Posee la tiranía fascinadora de la juventud y el aplomo desconcertante del candor. Para la gente sana de espíritu no suscita en modo alguno la idea de una obra de arte; pero se parece, en realidad, a una figulina de Tanagra, y la contrariaría bastante que se lo dijesen.)

LORD CAVERSHAM.-  Porque hace una vida de holganza.

MABEL CHILTERN.-  ¿Cómo puede usted decir eso? Da su paseo a caballo por el Row a las diez de la mañana. Asiste a la Opera tres veces por semanay cambia de traje lo menos cinco veces al día ¡y come fuera de casa todas las noches durante la «season»! No creo que pueda usted llamar a eso una vida de holganza.

LORD CAVERSHAM.-   (Mirándola con un guiño de ojos lleno de indulgencia.)  Es usted una muchacha encantadora.

MABEL CHILTERN.-  ¡Qué amable es usted, lord Caversham! Venga a vernos más a menudo. Ya sabe que nos quedamos en casa todos los miércoles, ¡y resulta usted tan bien con esa estrella!

LORD CAVERSHAM.-  Ya no voy a ninguna parte. Estoy harto de la sociedad londinense. No me importaría nada que me presentasen a mi propio sastre: vota siempre a las derechas... ¡Pero encontraría muy mal que me hicieran comer con la modista de mi mujer! No he podido nunca acostumbrarme a los sombreros de lady Caversham.

MABEL CHILTERN.-  ¡Oh, pues a mí me gusta la sociedad londinense! Ha progresado notablemente. Hoy día está compuesta de guapos imbéciles y de deslumbrantes lunáticos. Que es precisamente lo que debe ser la sociedad.

LORD CAVERSHAM.-  ¡Hum! ¿Y a qué categoría pertenece Goring? ¿A la de los guapos imbéciles o a la otra?

MABEL CHILTERN.-   (Con gravedad.)  Por ahora he tenido que colocar a lord Goring en una categoría especial para él solo. ¡Pero hace grandes progresos! Lo cual es encantador.

LORD CAVERSHAM.-  ¿Por qué?

MABEL CHILTERN.-   (Con una ligera reverencia.)  Espero poder decírselo muy pronto, lord Caversham.

MASON.-   (Anunciando a unos invitados.)  Lady Markby, mistress Cheveley.

(Entran LADY MARKBY y MISTRESS CHEVELEY. LADY MARKBY es una dama agradable a la vista, buena, sencilla, con cabellos grises de marquesa y bellos encajes. MISTRESS CHEVELEY, que la acompaña, es muy alta y algo delgada. Labios finísimos y muy rojos; una línea escarlata en su rostro pálido. Cabellos de un rojo veneciano, nariz aguileña y cuello esbelto. El rojo de su pelo acentúa la palidez natural del cutis. Ojos gris verde, muy inquietos. Lleva un vestido color heliotropo y muchos brillantes. Tiene en cierto modo el aspecto de una orquídea y excita vivamente la curiosidad. Posee una gracia infinita en sus movimientos. En fin, parece una obra de arte en la que se revelase, sin embargo, la influencia de un número demasiado grande de escuelas.)

LADY MARKBY.-  Buenas noches, querida Gertrudis. ¡Qué amable ha sido usted en permitirme que la presente a mi amiga, mistress Cheveley! Dos mujeres tan encantadoras deben conocerse.

LADY CHILTERN.-   (Se adelanta hacia LADY CHEVELEY con una sonrisa afable, pero se detiene repentinamente y la saluda más bien con frialdad.)  Me parece que ya nos conocíamos mistress Cheveley y yo. No sabía que se hubiera vuelto a casar.

LADY MARKBY.-   (Con cordialidad.)  ¡Ah! En estos tiempos la gente se casa lo más a menudo que puede, ¿verdad? Está eso muy de moda.  (A la DUQUESA DE MARYBOROUGH.)  Mi querida duquesa, ¿cómo está el duque? Con el cerebro todavía débil, ¿no? Era de esperar. A su excelente padre le pasaba lo mismo. No hay nada como la raza, ¿verdad?

MISTRESS CHEVELEY.-   (Jugando con el abanico.)  ¿Está usted segura de que nos habíamos visto ya, lady Chiltern? No consigo recordar dónde... He vivido tanto tiempo lejos de Inglaterra...

LADY CHILTERN.-  Ibamos juntas al colegio, mistress Cheveley.

MISTRESS CHEVELEY.-   (Con aire de superioridad.)  ¡Ah, sí! He olvidado todo cuanto se relaciona con mi vida escolar. Tengo una vaga idea de que fue una época detestable de mi vida.

LADY CHILTERN.-   (Con frialdad.)  No me extraña.

MISTRESS CHEVELEY.-   (Con su acento más suave.)  Sepa usted, lady Chiltern, que he hecho todo lo posible por conocer a su marido, un hombre de una inteligencia tan asombrosa. ¡Han hablado tanto de él en Viena, desde que entró en el Ministerio de Estado! Los periódicos lograron, por fin, escribir con ortografía su nombre. Solo esto representa ya la gloria en el continente.

LADY CHILTERN.-  No creo que pueda haber nada común entre usted y mi marido, mistress Cheveley. (Se aleja.) 

VIZCONDE DE NANJAC.-  «Ah! Chére madame, quelle surprise!» No la he vuelto a ver desde Berlín.

MISTRESS CHEVELEY.-  No desde Berlín, conde, sino desde hace cinco años.

VIZCONDE DE NANJAC.-  Y está usted más joven y más hermosa que nunca. ¿Qué hace usted para ello?

MISTRESS CHEVELEY.-  Pues únicamente imponerme la obligación de no hablar más que con gente tan encantadora como usted.

VIZCONDE DE NANJAC.-  Ah, eso es alabarme! Usted exagera. Me confunde usted, como dicen aquí.

MISTRESS CHEVELEY.-  ¿Dicen eso aquí? ¡Es terrible esa manera de hablar!

VIZCONDE DE NANJAC.-  Sí, la gente habla aquí un lenguaje sorprendente, que debía conocerse mejor.

(Entra SIR ROBERTO CHILTERN. Es un hombre de cuarenta años, pero que parece más joven. Va completamente afeitado, tiene los rasgos agradables y el pelo y los ojos negros. Es una notable personalidad. Nada popular; los hombres notables lo son rara vez. Pero la minoría escogida le demuestra una ferviente admiración y las masas sienten por él un profundo respeto. La nota característica de sus maneras es una distinción suprema, acompañada de un ligero viso de orgullo. Se nota que tiene conciencia de la posición que se ha creado en la vida. Temperamento nervioso, con aspecto de laxitud. La boca y el mentón, por la energía de su contorno, contrastan con la expresión romántica de los ojos, muy hundidos. Contraste que hace pensar en una separación absoluta de la pasión y la inteligencia, como si el pensamiento y la emoción se mantuvieran cada cual en la misma esfera, merced a una intervención casi violenta de la voluntad. Las aletas de la nariz y las manos, pálidas, afiladas y pequeñas, delatan un gran nerviosismo. Sería inexacto calificarle de hombre pintoresco: el aspecto pintoresco no podría resistir el ambiente de la Cámara de los Comunes. Pero a Van Dyck le hubiera complacido copiar su cabeza.)

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Buenas noches, lady Markby. ¿Supongo que habrá usted traído a sir John?

LADY MARKBY.-  ¡Oh! He traído a una persona mucho más encantadora que sir John. Al consagrarse seriamente a la política, mi marido se ha vuelto de un carácter insoportable. Realmente, desde que esa Cámara de los Comunes intenta ser útil, hace muchísimo daño.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  No lo crea, lady Markby. En todo caso, lo único que hacemos es procurar malgastar el tiempo del público lo mejor posible. ¿Y quién es esa encantadora dama que ha tenido usted la bondad de traemos?

LADY MARKBY.-  Se llama mistress Cheveley, y creo que pertenece a la familia de los Cheveley, del Dorsetshire. Pero no estoy segura. ¡Están tan mezcladas las familias hoy día! En realidad, cualquier advenedizo resulta luego alguien por regla general.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Mistress Cheveley? Me parece conocer ese apellido.

LADY MARKBY.-  Ha llegado hace poco de Viena.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Ah, sí! Ya sé de quién habla usted.

LADY MARKBY.-  ¡Oh! Va a todas partes, ¡y cuenta tan bonitos chismes de todas sus amistades! Tengo que ir a Viena este invierno. Espero que tendrán un buen cocinero en la Embajada.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Y si no lo hay, habrá que dar el cese al embajador. Presénteme usted a mistress Cheveley, se lo ruego. Me gustaría mucho conocerla.

LADY MARKBY.-  Permítame entonces.  (A MISTRESS CHEVELEY.)  Amiga mía: sir Roberto Chiltern desea vivamente conocerla.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Inclinándose.)  Todo el mundo desea vivamente conocer a la deslumbrante mistress Cheveley. Nuestros agregados en Viena no hacen más que hablarnos de ella en sus cartas.

MISTRESS CHEVELEY.-  Gracias, sir Roberto. Un conocimiento que principia con una galantería tiene que concluir forzosamente en una sincera amistad. Es un buen comienzo. Y además resulta que conocía ya a lady Chiltern.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Sí?

MISTRESS CHEVELEY.-  Sí; acaba de recordarme que hemos ido juntas al colegio. Ahora lo recuerdo perfectamente. Ella se llevaba siempre el premio de conducta, me acuerdo de ello perfectamente.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Sonriendo.)  ¿Y qué premios se llevaba usted, mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY.-  Mis premios los he logrado algo después en la vida. No creo haber obtenido ninguno por mi buena conducta... ¡Pero soy tan desmemoriada!

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Estoy seguro de que se los darían a usted por algo encantador.

MISTRESS CHEVELEY.-  No sé que hayan recompensado nunca a las mujeres por ser encantadoras. Más bien creo que esa cualidad les acarrea castigos, por regla general. Verdad es que en nuestros tiempos las mujeres envejecen más gracias a la infidelidad de sus admiradores que a cualquier otra cosa. Al menos, esta es la única explicación que encuentro a ese aire terriblemente huraño que han adoptado la mayoría de las mujeres bonitas en Londres.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Esa es una filosofia aterradora. Intentar clasificarla a usted, mistress Cheveley, sería una impertinencia. Pero ¿me estará permitido preguntarle si es usted optimista o pesirnista en el fondo? Según parece, esas son las dos únicas religiones que permite la moda actual.

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Oh! No soy ni lo uno ni lo otro. El optimismo empieza por un amplio gesto de satisfacción, y el pesimismo acaba en unas gafas azules. Además, tanto uno como otro son simples «poses».

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Y prefiere usted la naturalidad?

MISTRESS CHEVELEY.-  De cuando en cuando; ¡pero es una «pose» tan dificil de mantener!

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Qué dirían de semejante teoría esos novelistas psicólogos modernos de quienes tanto se habla?

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Oh! La fuerza de las mujeres está precisamente en que la psicología no puede explicarnos. Puede analizarse a los hombres; pero a las mujeres..., solo es posible adorarlas.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Cree usted que la ciencia no puede estudiar el problema femenino?

MISTRESS CHEVELEY.-  La ciencia no puede versar sobre lo irracional; por eso no tiene porvenir en este mundo.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Y las mujeres representan lo irracional?

MISTRESS CHEVELEY.-  Las mujeres bien vestidas al menos.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Con una inclinación cortés de cabeza.)  Temo no poder estar de acuerdo con usted sobre ese punto. Y ahora dígame: ¿qué motivo le ha hecho a usted dejar su brillante Viena por nuestro Londres tan sombrío?... Aunque quizá sea indiscreta la pregunta.

MISTRESS CHEVELEY.-  Las preguntas no son nunca indiscretas; las respuestas lo son algunas veces.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Bien; en todo caso, ¿puedo saber si ha sido la política o el placer?

MISTRESS CHEVELEY.-  La política es mi único placer. Ya ve usted: en nuestros días no está permitido «flirtear» hasta los cuarenta años, ni ser romántica antes de los cuarenta y cinco; hasta el extremo de que a nosotras, las pobres mujeres que no hemos cumplido los treinta años o que así lo afirmamos al menos, no nos queda más carrera libre que la política o la filantropía. Y para eso parece ser que la filantropía se ha convertido únicamente en el refugio de las personas que quieren fastidiar al prójimo. Prefiero la política... Encuentro que nos sienta mejor...

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Una vida política es una doble carrera.

MISTRESS CHEVELEY.-  Algunas veces. Otras, en cambio, es un juego hábil, sir Roberto. Y otras, en fin, una gran calamidad.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Y para usted, ¿qué es?

MISTRESS CHEVELEY.-  Pues para mí es una mezcla de todo eso.  (Deja caer su abanico.) 

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Recogiéndolo.)  Permítame...

MISTRESS CHEVELEY.-  Gracias.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Pero todavía no me ha dicho usted el motivo que la ha impulsado a honrar tan súbitamente a Londres con su presencia. Nuestra «season» está casi terminada.

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Oh! No me preocupo para nada de la «season» londinense. Es demasiado matrimonial. Unas personas se dedican a la caza de maridos, y otras a esconderse de estos. Quería verle a usted. Esta es la pura verdad. Ya sabe lo que es la curiosidad femenina: casi tan grande como la del hombre. Me interesaba enormemente verle a usted... y rogarle que hiciese algo por mí.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Espero que no me pedirá usted una cosa insignificante, mistress Cheveley. Encuentro que las cosas pequeñas son siempre dificilísimas de hacer.

MISTRESS CHEVELEY.-   (Después de un momento de reflexión.)  No, no creo que sea precisamente una cosa insignificante.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Me alegro mucho. Dígame de qué se trata.

MISTRESS CHEVELEY.-  Más tarde.  (Se levanta.)  Y ahora, ¿puedo recorrer su magnífica casa? He oído decir que sus cuadros son admirables. El pobre barón de Arnheim (se acordará usted de él, ¿verdad?) me decía con frecuencia que tenía usted unos Corot maravillosos.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Con un estremecimiento casi imperceptible.)  ¿Trató usted mucho al barón de Arnheim?

MISTRESS CHEVELEY.-   (Sonriendo.)  Íntimamente. ¿Y usted?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Yo, en cierta época.

MISTRESS CHEVELEY.-  Era un hombre asombroso, ¿verdad?

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Después de un momento.)  Notabilísimo en muchos aspectos.

MISTRESS CHEVELEY.-  Muchas veces pienso que ha sido verdaderamente una lástima que no escribiera sus memorias. Hubieran sido de las más interesantes.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Sí; conoció a fondo a los hombres y a las ciudades, como el antiguo griego.

MISTRESS CHEVELEY.-  Sin la terrible desventaja de tener una Penélope esperándole en casa.

MASON.-  Lord Goring.

(Entra LORD GORING. Treinta y cuatro años, pero dice siempre ser más joven. Cara distinguida, pero desprovista de expresión. Inteligente, pero no le agrada que le tomen por tal. «Dandy» irreprochable. Le mortificaría enormemente que le considerasen novelesco. Juega con la vida y está en las mejores relaciones con la sociedad. Le gusta ser mal comprendido; esto le proporciona la ventaja de la posición.)

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Buenas noches, mi querido Arturo. Mistress Cheveley, permítame que le presente a lord Goring, el hombre más despreocupado de Londres.

MISTRESS CHEVELEY.-  Conocía ya a lord Goring.

LORD GORING.-   (Inclinándose.)  Creí que no se acordaría usted ya de mí, mistress Cheveley.

MISTRESS CHEVELEY.-  Conservo admirablemente mi memoria. ¿Y qué? ¿Siempre soltero?

LORD GORING.-  Eso creo.

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Qué romántico!

LORD GORING.-  ¡Oh! Yo no soy nada romántico. No tengo bastante edad para serlo. Dejo lo romántico a los que tienen más años que yo.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Lord Goring es el producto del Boodlees Club, mistress Cheveley.

MISTRESS CHEVELEY.-  Hace un gran honor a esa institución.

LORD GORING.-  ¿Puedo preguntarle si permanecerá mucho tiempo en Londres?

MISTRESS CHEVELEY.-  Eso depende, en parte, del tiempo; en parte, de la cocina, y en parte, de sir Roberto.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Espero que no irá usted a meternos en una guerra europea?

MISTRESS CHEVELEY.-  Por ahora no hay cuidado...

(Hace un gesto divertido con la cabeza a LORD GORING y sale con SIR ROBERTO CHILTERN. LORD GORING se dirige despacio hacia donde se halla MABEL CHILTERN.)

MABEL CHILTERN.-  Muy tarde llega usted.

LORD GORING.-  ¿Ha notado usted mi ausencia?

MABEL CHILTERN.-  De un modo terrible.

LORD GORING.-  Entonces siento muchísimo no haberme retrasado más. Me gusta que noten mi ausencia.

MABEL CHILTERN.-  Cosa bien egoísta por su parte.

LORD GORING.-  Yo soy muy egoísta.

MABEL CHILTERN.-  Me habla usted siempre de sus malas cualidades, lord Goring.

LORD GORING.-  Y eso que no le he dicho a usted más que la mitad, miss Mabel.

MABEL CHILTERN.-  ¿Tan malas son las otras?

LORD GORING.-  Terribles. Cuando pienso en ellas por la noche..., me duermo en seguida.

MABEL CHILTERN.-  Bueno, pues me encantan sus malas cualidades. Quisiera que no renunciase usted a ninguna de ellas.

LORD GORING.-  Es encantador en usted. Por supuesto, siempre es usted encantadora. A propósito, quería hacerle una pregunta, miss Mabel. ¿Quién ha traído aquí a mistress Cheveley, esa señora de vestido heliotropo, que acaba de salir del salón con su hermano?

MABEL CHILTERN.-  ¡Oh! Creo que ha sido lady Markby. ¿Por qué lo pregunta usted?

LORD GORING.-  Pues, sencillamente, porque hace años que no la veía.

MABEL CHILTERN.-  ¡Absurdo motivo!

LORD GORING.-  Todos los motivos son absurdos.

MABEL CHILTERN.-  ¿Qué clase de mujer es esa?

LORD GORING.-  ¡Oh! Un genio durante el día y una belleza por la noche.

MABEL CHILTERN.-  La odio ya.

LORD GORING.-  Eso prueba su admirable gusto.

VIZCONDE DE NANJAC.-   (Acercándose.)  ¡Ah! La muchacha inglesa es el dragón del buen gusto, ¿verdad? El dragón del buen gusto, por completo.

LORD GORING.-  No cesan de decirnos eso en los periódicos.

VIZCONDE DE NANJAC.-  Leo todos los periódicos ingleses. ¡Los encuentro tan divertidos!

LORD GORING.-  Entonces, mi querido Nanjac, será seguramente que los lee usted entre líneas.

VIZCONDE DE NANJAC.-  Eso quisiera yo, pero mí profesor se opone a ello.  (A MABEL CHILTERN.)  ¿Tendré el placer de acompañarla a usted hasta la sala de conciertos, señorita?

MABEL CHILTERN.-   (Con aire contrariado.)  Encantada, vizconde, encantada.  (Dirigiéndose a LORD GORING.)  ¿No viene usted a la sala de conciertos?

LORD GORING.-  No, si están tocando ahora, sea lo que fuese, miss Mabel.

MABEL CHILTERN.-   (Con tono severo.)  Es música en alemán. No la comprendería usted.

(Sale del brazo del VIZCONDE DE NANJAC. LORD CAVERSHAM se acerca a su hijo.)

LORD CAVERSHAM.-  ¿Qué hay, caballerete? ¿Qué hace usted aquí? Perder el tiempo, como de costumbre. Debía usted estar en la cama. Trasnocha usted demasiado. Me he enterado de que anoche estuvo usted bailando hasta las cuatro de la madrugada en casa de lady Rufford.

LORD GORING.-  Hasta las cuatro menos cuarto solamente, papá.

LORD CAVERSHAM.-  No concibo cómo puede usted soportar la sociedad inglesa. Es cosa perdida: una pandilla de gente sin relieve, que habla de naderías.

LORD GORING.-  Me gusta hablar de naderías papá; es de lo único que entiendo un poco.

LORD CAVERSHAM.-  Me hace usted el efecto de no vivir más que para el placer.

LORD GORING.-  ¿Vale, acaso, la pena vivir para otra cosa, papá? Nada envejece tanto como la felicidad.

LORD CAVERSHAM.-  No tiene usted ni pizca de corazón, caballerito, ni pizca de corazón.

LORD GORING.-  No creo lo mismo, papá. Buenas noches, lady Basildon.

LADY BASILDON.-   (Frunciendo graciosamente las cejas.)  ¡Ah! ¿Usted aquí? No creí yo encontrarle en veladas políticas.

LORD GORING.-  Adoro las veladas políticas; son las únicas en las que no se habla de política.

LADY BASILDON.-  Me encanta hablar de política. Me paso el día hablando de política. Pero no puedo acostumbrarme a oír hablar de ella. No sé cómo los infelices diputados pueden resistir esos largos debates.

LORD GORING.-  Pues no escuchando nunca.

LADY BASILDON.-  ¿Sí?

LORD GORING.-   (Con la mayor seriedad.)  Naturalmente. Mire usted: es muy peligroso escuchar. Escuchando se expone uno a que le convenzan, y quien se deja convencer con un argumento demuestra ser profundamente irracional.

LADY BASILDON.-  ¡Ah! Ahora me explico por qué hay tanta gente a quien no he comprendido y tantas mujeres que no son apreciadas por sus maridos.

MISTRESS MARCHMONT.-   (Suspirando.)  Nuestros maridos no aprecian nunca nada en nosotras. Tenemos que recurrir para eso a otros hombres.

LADY BASILDON.-   (Impetuosamente.)  Sí, tenemos que recurrir siempre a otros, ¿verdad?

LORD GORING.-   (Sonriendo.)  ¡Y así piensan las dos señoras que tienen los maridos más admirables de Londres, como todo el mundo sabe!

MISTRESS MARCHMONT.-  Eso es, precisamente, lo que no podemos sufrir. Mi Reginaldo es absolutamente irreprochable, hasta el punto de desesperarme. Hay momentos en que eso le hace completamente insoportable. No siente una la menor emoción en tratarle.

LORD GORING.-  Eso es terrible. Realmente, es algo que debía ser más conocido.

LADY BASILDON.-  No vale mucho más Basildon; es tan metódico como si estuviera soltero.

MISTRESS MARCHMONT.-   (Estrechando la mano a LADY BASILDON.)  Mi pobre Olivia, nos hemos casado con unos maridos perfectos, ¡y bien castigadas estamos!

LORD GORING.-  Yo creí que los castigados eran ellos.

MISTRESS MARCHMONT.-   (Irguiéndose.)  ¡Ah, eso sí que no! ¡Ellos son todo lo felices que pueden ser! Y en cuanto a tener confianza en nosotras, tienen ya tanta que resulta trágico.

LADY BASILDON.-  Completamente trágico.

LORD GORING.-  O cómico, lady Basildon.

LADY BASILDON.-  Realmente, no tienen nada de cómico, lord Goring. Hace usted muy mal en insinuar semejante cosa.

MISTRESS MARCHMONT.-  Temo que lord Goring sea del bando contrario, como de costumbre. Le he visto hablando con esa mistress Cheveley cuando llegó.

LORD GORING.-  ¡Mistress Cheveley es una mujer bellísima!

LADY BASILDON.-   (Con despego.)  No alabe usted a otras mujeres en presencia nuestra, se lo ruego. Podía usted haber esperado a que lo hiciésemos nosotras.

LORD GORING.-  Y eso esperaba.

MISTRESS MARCHMONT.-  Pues bien: nosotras no la elogiamos. Me he enterado de que fue a la Opera el lunes por la noche y que dijo a Tommy Rufford durante la cena que la sociedad londinense se componía únicamente de cursis y elegantes.

LORD GORING.-  Y tiene muchísima razón. Los hombres son todos cursis y las mujeres son todas elegantes, ¿verdad?

MISTRESS MARCHMONT.-  ¡Oh! ¿Cree usted realmente que mistress Cheveley quería decir eso?

LORD GORING.-  Naturalmente. Y hasta es una observación muy atinada por parte de mistress Cheveley.

(Entra MABEL CHILTERN y se une al grupo.)

MABEL CHILTERN.-  ¿Por qué están ustedes hablando de mistress Cheveley? ¡Todo el mundo habla de ella! Lord Goring decía... ¿Qué iba usted a decir de mistress Cheveley, lord Goring? ¡Ah, sí, ahora recuerdo! Que era un genio durante el día y una belleza por la noche.

LADY BASILDON.-  ¡Qué horrible mezcolanza! ¡Y qué falta de naturalidad!

MISTRESS MARCHMONT.-   (Con su aire más soñador.)  Me gusta contemplar a los genios y escuchar a las bellezas.

LORD GORING.-  ¡Ah! Eso llega en usted hasta lo morboso, mistress Marchmont.

MISTRESS MARCHMONT.-   (Con el rostro animado hasta expresar un verdadero placer.)  ¡Me alegra tanto oírle a usted hablar así! Hace ya seis años que Marchmont y yo estamos casados y no me ha dicho nunca que yo fuese morbosa. Y es muy posible que lo sea,¡son tan poco observadores los hombres!

LADY BASILDON.-   (Dirigiéndose a ella.)  Yo siempre he dicho, querida Margarita, que era usted la persona más morbosa de Londres.

MISTRESS MARCHMONT.-  ¡Ah, usted siempre tan amable, Olivia!

MABEL CHILTERN.-  ¿Es algo morboso tener siempre ganas de comer? Porque tengo muchísimas ganas de comer. ¿Querría usted acompañarme al «buffet»?

LORD GORING.-  Con mucho gusto, miss Mabel.

(Se aleja con ella.)

MABEL CHILTERN.-  ¡Ha estado usted odioso! No me ha dicho una sola palabra en toda la noche.

LORD GORING.-  ¿Cómo iba a decírsela? Se fue usted con el «bebé» diplomático.

MABEL CHILTERN.-  Podía usted habernos seguido. La insistencia no hubiera sido más que cortesía, en este caso. No creo que me guste ya en toda la noche.

LORD GORING.-  En cambio, usted me gusta enormemente.

MABEL CHILTERN.-  Bueno, pues deseo que me lo demuestre más a las claras.

(Bajan la escalera.)

MISTRESS MARCHMONT.-  Olivia, experimento una rara sensación de desfallecimiento. Creo que tomaría algo, y estoy segura de que no me disgustaría cenar.

LADY BASILDON.-  Pues yo me muero materialmente de hambre, Margarita.

MISTRESS MARCHMONT.-  ¡Son tan egoístas los hombres! No piensan nunca en estas cosas.

LADY BASILDON.-  Los hombres son materialistas, groseramente materialistas.

(Entra el VIZCONDE DE NANJAC, que viene de la sala de conciertos con otros invitados. Después de examinar minuciosamente a todas las personas presentes, se acerca a LADY BASILDON.)

VIZCONDE DE NANJAC.-  ¿Me concederá usted el honor de aceptar mi brazo para ir al comedor, condesa?

LADY BASILDON.-   (Con frialdad.)  Gracias. No ceno nunca, vizconde.  (El VIZCONDE va a retirarse. LADY BASILDON se levanta y le coge vivamente del brazo.)  Pero tendré mucho gusto en bajar con usted.

VIZCONDE DE NANJAC.-  ¡Me gusta tanto comer! Soy muy inglés en todos mis gustos.

LADY BASILDON.-  Parece usted un perfecto inglés, vizconde, un perfecto inglés.

SEÑOR MONTFORD.-  ¿Le gustaría a usted tomar algo, mistress Marchmont?

MISTRESS MARCHMONT.-   (Con languidez.)  Gracias, señor Montford; no pruebo nunca la cena.  (Se levanta con presteza y le coge del brazo.)  Pero iré a sentarme al lado de usted para vigilarle.

SEÑOR MONTFORD.-  Confieso que no me agrada mucho que me vigilen mientras como.

MISTRESS MARCHMONT.-  Entonces miraré a cualquier otro.

SEÑOR MONTFORD.-  Confieso que eso tampoco me agradaría mucho.

MISTRESS MARCHMONT.-   (Con tono severo.)  Le ruego, señor Montford, que no me haga usted estas penosas escenas de celos en público.

(Bajan la escalera con los demás invitados, cruzándose con SIR ROBERTO CHILTERN y MISTRESS CHEVELEY, que entran en aquel momento.)

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Irá usted a alguna de nuestras casas de campo antes de abandonar Inglaterra, mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Oh, no! Me resultan insufribles las temporadas de campo inglesas. La gente hace hoy día, en Inglaterra, todos los esfuerzos imaginables por lucir su ingenio en las comidas. ¡Es tan terrible!... Solo la gente mediocre luce su ingenio en las comidas. Y, además, siempre está allí presente el espectro familiar leyendo sus oraciones. En realidad, mi estancia en Inglaterra depende de usted, sir Roberto. (Se sienta en el canapé.) 

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Sentándose en una silla, a su lado.)  ¿Lo dice usted en serio?

MISTRESS CHEVELEY.-  Completamente en serio. Tengo que hablarle a usted de un gran proyecto financiero y político. En una palabra, se trata de esa Compañía argentina del Canal.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Ese es un tema de conversación aburridísimo y prosaico para usted, mistress Cheveley.

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Oh! A mí me gustan los temas aburridos y prosaicos. Detesto únicamente a las personas aburridas o prosaicas. Son dos cosas muy diferentes. Además, ya sé que se ha interesado usted por los proyectos internacionales de canalización. ¿Era usted secretario de lord Radley, verdad, cuando el Gobierno compró las acciones del Canal de Suez?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Sí, pero el Canal de Suez era una empresa grandiosa, espléndida. Nos abría ruta directa de la India. Tenía un valor para el Imperio. Necesitábamos controlarlo. Ese proyecto argentino no es más que una estafa bursátil de las más vulgares.

MISTRESS CHEVELEY.-  Es una especulación, sir Roberto; una especulación brillante y atrevida.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Créame usted, mistress Cheveley: no es más que una estafa. Llamemos a las cosas por su verdadero nombre; esto simplifica las cuestiones. Tenemos en el Foreign Office toda clase de datos sobre este asunto. He enviado una comisión especial para que redacte un informe oficioso. Según su dictamen, los trabajos están casi sin empezar, y en cuanto a las cantidades ya suscritas, parece ser que nadie sabe lo que ha sido de ellas. Todo este asunto es un segundo Panamá, y ni siquiera tiene la cuarta parte de probabilidades de éxito que tuvo aquel otro desdichado asunto. Espero que no habrá usted arriesgado ninguna cantidad en ello. La considero demasiado inteligente para hacerlo...

MISTRESS CHEVELEY.-  He invertido sumas considerables en ese negocio.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Quién le ha podido aconsejar semejante disparate?

MISTRESS CHEVELEY.-  Un antiguo amigo de usted... y mío.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Quién?

MISTRESS CHEVELEY.-  El barón de Arnheim.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Frunciendo las cejas.)  ¡Ah, sí! Recuerdo haber oído decir, a raíz de su muerte, que había estado mezclado en ese asunto.

MISTRESS CHEVELEY.-  Fue su última aventura. No, su penúltima, para hacerle justicia.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Levantándose.)  Pero no ha visto usted todavía mis Corot. Están en la sala de conciertos. Corot parece armonizarse con la música, ¿verdad? ¿Puedo enseñárselos?

MISTRESS CHEVELEY.-   (Moviendo la cabeza.)  No me encuentro hoy en disposición de poder apreciar crepúsculos plateados o rojizas auroras. Quiero hablar de negocios.  (Con un movimiento de abanico le invita a sentarse de nuevo a su lado.) 

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Temo no poder darle ningún consejo, mistress Cheveley, como no sea el de que se interese usted por otro asunto menos peligroso. Evidentemente, el éxito del Canal depende de la actitud de Inglaterra, y mañana por la noche debo someter a la Cámara el dictamen de la Comisión.

MISTRESS CHEVELEY.-  No lo hará usted. En interés suyo, por no decir en el mío, no debe usted hacer eso.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Mirándola asombrado.)  ¿En interés mío? ¿Qué quiere usted decir, mi querida mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY.-  Sir Roberto, voy a ser franca con usted. Quiero que suprima usted el dictamen que pensaba enviar a la Cámara, diciendo que tiene usted razones para creer que los comisionados han sido parciales, mal informados o lo que usted quiera. Además, tengo empeño en que pronuncie usted algunas palabras declarando que el Gobierno va a examinar de nuevo la cuestión y que tiene usted razones para afirmar que el Canal, si se termina, tendrá una gran importancia internacional. Ya conoce usted el lenguaje que emplean los ministros en tales ocasiones. En la vida moderna, nada hace tanto efecto como una elocuente vulgaridad. Es como un lazo familiar entre todo el mundo. ¿Quiere usted hacer esto por mí?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Mistress Cheveley, es imposible que me hable usted en serio.

MISTRESS CHEVELEY.-  Se lo digo completamente en serio.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Con frialdad.)  Perdón; permítame creer que no es así.

MISTRESS CHEVELEY.-   (Hablando en un tono meditado, que subraya su insistencia.)  ¡Ah! Le aseguro que hablo con la mayor seriedad. Y si hace usted lo que le pido..., yo le pagaré con largueza.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Pagarme?

MISTRESS CHEVELEY.-  Sí.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Temo no comprender bien lo que quiere usted decir.

MISTRESS CHEVELEY.-   (Recostada en el canapé y contemplándole.)  ¡Lo cual es muy fastidioso! Yo que he venido desde Viena para que pudiera usted comprenderme perfectamente.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Temo que no suceda así.

MISTRESS CHEVELEY.-  Mi querido sir Roberto, es usted un hombre de mundo y supongo que tendrá usted su tarifa. Todo el mundo la tiene actualmente. ¡Pero lo malo es que la mayor parte de las personas son terriblemente caras! Yo sé muy bien que lo soy. Espero que usted será más razonable en sus condiciones.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Levantándose con indignación.)  Si usted me lo permite, voy a decir que avisen a su coche. Ha vivido usted tanto tiempo en el extranjero, mistress Cheveley, que no parece usted en situación de comprender que habla a un «gentleman» inglés.

MISTRESS CHEVELEY.-   (Le retiene junto a ella tocándole el brazo con el abanico.)  Comprendo perfectamente que hablo a un hombre que ha cimentado su fortuna en la venta de un secreto de Estado a un especulador de la Bolsa.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Mordiéndose los labios.)  ¿Qué quiere usted decir?

MISTRESS CHEVELEY.-   (Levantándose y mirándole cara a cara.)  Quiero decir que conozco el verdadero origen de su fortuna y de su carrera, y que además tengo en mi poder su carta.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Qué carta?

MISTRESS CHEVELEY.-   (En tono despreciativo.)  La carta que escribió usted al barón Arnheim cuando era secretario de lord Radley, diciéndole que adquiriese acciones de Suez, carta escrita tres días antes que el Gobierno hiciese pública su propia compra.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Con voz ronca.)  Eso no es cierto.

MISTRESS CHEVELEY.-  ¿Creyó usted que la carta había sido destruida? ¡Qué necedad en usted! La tengo yo.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  El asunto a que usted se refiere no era más que una pura especulación. La Cámara de los Comunes no había votado aún el proyecto de ley; hubiera podido rechazarlo.

MISTRESS CHEVELEY.-  Era una estafa. Llamemos a las cosas por su verdadero nombre; esto simplifica las cuestiones. Ahora vengo a venderle esa carta, y el precio que pido es que preste usted públicamente su apoyo al proyecto argentino. Ha hecho usted su fortuna gracias a un canal. Es preciso que me ayude y que ayude a mis amigos a hacer fortuna por medio de otro.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Es una infamia lo que usted me propone..., una infamia...

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Oh, no! Es el juego de la vida tal como tenemos todos que jugarlo, tarde o temprano, sir Roberto.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  No puedo hacer lo que usted me pide.

MISTRESS CHEVELEY.-  Querrá usted decir que le es imposible dejar de hacerlo. Bien sabe usted que está arrinconado al borde de un precipicio. Y no es a usted a quien corresponde poner condiciones. Su papel consiste en aceptarlas. Suponiendo que se negase usted...

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿En tal caso?

MISTRESS CHEVELEY.-  En tal caso, mi querido sir Roberto, estaría usted perdido, sencillamente. Acuérdese adónde le ha elevado su puritanismo en Inglaterra. En otros tiempos, nadie se creía mejor que su vecino ni en un ápice. Realmente, al que era un poco mejor que su vecino se le consideraba como un ser excesivamente vulgar, muy clase media. En nuestros días, con nuestra moderna manía de la moralidad, cada cual tiene que exhibirse como modelo de pureza, de incorruptibidad y de las otras siete virtudes mortales. Y todo, ¿para qué?... Caen ustedes todos como bolos, uno tras otro. No pasa un solo año en Inglaterra sin que se desplome alguien. Antes, los escándalos prestaban cierto encanto a un hombre o, al menos, le hacían interesante; ahora, le aplastan. Y el de usted es un escándalo muy sucio. ¡No podría usted sobrevivir a él! Si la gente supiese que en su juventud, siendo usted secretario de un grande e importante ministro, había usted vendido por una fuerte suma un secreto de Gabinete, y que este era el origen de su opulencia y de su carrera, sería usted expulsado de la vida pública como un perro, tendría que desaparecer para siempre. Después de todo, sir Roberto, ¿por qué va usted a sacrificar todo su porvenir en vez de pactar, diplomáticamente, con su enemiga? Porque, hoy por hoy, soy su enemiga, lo reconozco. Y tengo mucha más fuerza que usted. Los grandes batallones están de mi parte. Ocupa usted una situación espléndida; pero es ese esplendor el que la hace vulnerable. No puede usted defenderla. Y yo estoy atacándola. Como usted ve, no le he hablado para nada de moral. Tiene usted que reconocer lealmente que le dispenso de ello. Hace años cometió usted un acto hábil, sin escrúpulos; la cosa tuvo un éxito perfecto. Le debe usted su fortuna y su posición. Y ahora se ve en la obligación de pagar el pasado. Más tarde o más temprano, tendremos todos que pagar lo que hayamos hecho. Ahora le toca a usted. Antes de irme esta noche tiene usted que prometerme que suprimirá ese informe y que hablará en la Cámara en favor de ese proyecto.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Lo que pide usted es imposible.

MISTRESS CHEVELEY.-  Tiene usted que hacerlo posible. Hará usted que sea posible. Sir Roberto, ya sabe lo que son los periódicos ingleses. Supóngase que al salir de esta casa me dirijo a la redacción de uno de ellos y hago público ese escándalo, presentando las pruebas. Figúrese la alegría desvergonzada de esa gente, el placer que sentirán en arrastrarle por los suelos, y el lodo, el cieno en que van a hundirle. Imagínese al hipócrita de untuosa sonrisa redactando su artículo de fondo y combinando el título más sugestivo.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Basta! ¿Me pide usted que retire el dictamen y que pronuncie un breve discurso en que declare que considero que el proyecto ofrece ciertas posibilidades?

MISTRESS CHEVELEY.-   (Sentándose en el canapé.)  Esas son mis condiciones.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (En voz baja.)  Le daré a usted la cantidad que me pida.

MISTRESS CHEVELEY.-  Ni usted mismo es lo suficientemente rico, sir Roberto, para rescatar su pasado. Nadie lo es.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  No haré lo que usted me pide. No quiero hacerlo.

MISTRESS CHEVELEY.-  No tendrá más remedio. Si no lo hace usted... (Se levanta del canapé.) 

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Trastornado, nervioso.)  Espere un momento. ¿Qué me proponía usted? Dijo usted que me devolvería mi carta, ¿no es eso?

MISTRESS CHEVELEY.-  Sí. Es lo convenido. Estaré en la tribuna de señoras mañana por la noche, a las once y media. Si a esa hora, y no le habrán faltado a usted ocasiones, ha hecho usted en la Cámara la declaración en los términos que deseo, le devolveré su carta, acompañada de las más expresivas gracias y de mis mejores cumplidos o, por lo menos, de los más apropiados a las circunstancias que pueda encontrar. Quiero jugar de un modo perfectamente leal con usted. Se debía jugar siempre limpio... cuando tiene uno todos los triunfos entre manos. El barón me lo ha enseñado, entre otras cosas...

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Tiene usted que darme tiempo para reflexionar sobre su posición.

MISTRESS CHEVELEY.-  No; debe usted decidirse sin dilación.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Concédame una semana..., tres días.

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Imposible! Tengo que telegrafiar a Viena esta noche.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Dios mío! ¿Quién le habrá hecho a usted mezclarse en mi vida?

MISTRESS CHEVELEY.-  Las circunstancias. (Se dirige hacia la puerta.) 

SIR ROBERTO CHILTERN.-  No se vaya usted. Acepto. Será retirado el informe. Me las arreglaré de manera que me dirijan una pregunta sobre este asunto.

MISTRESS CHEVELEY.-  Gracias. Ya sabía yo que acabaríamos por firmar un acuerdo amistoso. Comprendí su carácter desde el primer momento. Le he analizado, aunque no sienta usted adoración por mí. Y ahora, sir Roberto, puede usted ordenar que avisen a mi coche. Veo a unas cuantas personas que vienen de cenar, y los ingleses se ponen románticos después de una comida, lo cual me aburre terriblemente.

(Sale SIR ROBERTO CHILTERN. Entran varios invitados: LADY CHILTERN, LADY MARKBY, LORD CAVERSHAM, LADY BASILDON, MISTRESS MARCHMONT, el VIZCONDE DE MANJAC, el SEÑOR MONTFORD.)

LADY MARKBY.-  Supongo, mi querida Margarita, que se habrá usted divertido. Sir Roberto es muy interesante, ¿verdad?

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Interesantísimo! La conversación que he tenido con él me ha producido un gran placer.

LADY MARKBY.-  Su carrera ha sido de las más notables, de las más brillantes. Y se ha casado con la más admirable de las mujeres. Lady Chiltern es una persona que tiene los más elevados principios, me complazco en proclamarlo. Yo soy ya un poco vieja para tomarme el trabajo de dar buen ejemplo, pero admiro siempre a los que lo dan. Y lady Chiltern adopta una actitud que da mucha nobleza a la vida, aunque a sus comidas les falte algunas veces animación. Pero no puede una tenerlo todo, ¿verdad? Y ahora, amiga mía, tengo que irme. ¿La veré mañana?

MISTRESS CHEVELEY.-  Gracias.

LADY MARKBY.-  Podríamos dar un paseo en coche por el Parque, a las cinco. ¡Tiene todo un aspecto tal de lozanía en el Parque, en este momento!

MISTRESS CHEVELEY.-  Excepto la gente.

LADY MARKBY.-  Quizá la gente esté un poco cansada. He notado con frecuencia que, a medida que avanza la temporada, produce una especie de reblandecimiento cerebral. Sin embargo, creo que todo es preferible al agotamiento intelectual. Nada sienta peor; hincha de un modo extraño la nariz de las muchachas. Y no hay nada más difícil de colocar que una nariz hinchada; no les gusta a los hombres. ¡Buenas noches, querida!  (A LADY CHILTERN.)  Buenas noches, Gertrudis.

(Sale del brazo de LORD CAVERSHAM.)

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Qué casa tan encantadora tiene usted, lady Chiltern! He pasado una noche deliciosa. Y he tenido un verdadero placer en conocer a su marido.

LADY CHILTERN.-  ¿Por qué tiene usted ese empeño en ver a mi marido, mistress Cheveley?

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Oh! Voy a decírselo. Me importaba mucho interesarle en ese proyecto del Canal argentino, del que habrá usted oído hablar, seguramente. Y lo he encontrado muy bien dispuesto...; muy bien dispuesto a lo razonable, quiero decir. ¡Cosa rarísima en un hombre! Mañana por la noche hablará en la Cámara en favor de ese proyecto. Tenemos que ir a la tribuna de señoras a oírle. Será un gran día.

LADY CHILTERN.-  Debe de haber en eso algún equívoco. Mi marido no puede apoyar ese proyecto.

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Oh! Es asunto concluido, se lo aseguro. Ahora ya no siento haber hecho este molesto viaje desde Viena. Ha sido un éxito. Pero, naturalmente, hay que guardar la más absoluta reserva durante las próximas veinticuatro horas. Se trata de un secreto.

LADY CHILTERN.-   (A media voz.)  ¿Un secreto? ¿Entre quiénes?

MISTRESS CHEVELEY.-   (Con un relámpago de alegría en los ojos.)  Entre su marido y yo.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Entrando.)  Ya está abajo su coche, mistress Cheveley.

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Gracias! Buenas noches, lady Chiltern. Buenas noches, lord Goring. Estoy instalada en el Claridge Hotel. ¿No cree usted que podría ir allí a dejar una tarjeta?

LORD GORING.-  Si usted lo desea, mistress Cheveley...

MISTRESS CHEVELEY.-  ¡Oh! No adopte usted un aire tan solemne por tan poca cosa; porque, si no, me veré obligada a dejar una tarjeta en su casa. No creo que estaría bien visto en Inglaterra. En el extranjero estamos más civilizados. ¿Querría usted acompañarme hasta abajo, sir Roberto? Ahora que tenemos los mismos intereses, espero que seamos grandes amigos.

(Sale, con gran revuelo, del brazo de SIR ROBERTO CHILTERN. LADY CHILTERN se adelanta hacia la barandilla de la escalera y los sigue con la mirada mientras bajan. Tiene el rostro agitado. Al cabo de un momento se ve rodeada de invitados y pasa con ellos a otro salón.)

MABEL CHILTERN.-  ¡Qué horrible mujer!

LORD GORING.-  Debía usted irse a la cama, miss Mabel.

MABEL CHILTERN.-  ¡Lord Goring!

LORD GORING.-  Mi padre me dijo hace una hora que me fuese a acostar. No veo por qué no iba a darle a usted el mismo consejo. Transmito siempre a los demás los buenos consejos. Es lo único que debe hacerse con ellos. Imposible utilizarlos por cuenta propia.

MABEL CHILTERN.-  Lord Goring, no hace más que echarme de la habitación. Encuentro eso muy valiente por su parte. Sobre todo cuando pienso esperar muchas horas antes de acostarme.  (Se dirige al canapé.)  Puede usted venir a sentarse si quiere, y hablarme de todo, menos de la Real Academia, de mistress Cheveley o de las novelas en dialecto escocés. No son temas que le hacen a una progresar.  (Ve de pronto un objeto que está sobre el canapé, medio escondido entre los almohadones.)  ¿Qué es esto? Se le ha caído este broche de brillantes. Es precioso, ¿verdad?  (Enseñándoselo.)  Desearía que fuese mío, pero Gertrudis no quiere dejarme llevar más que perlas, y estoy cansada de ellas. ¡Hacen una cara tan fea, tan virtuosa, tan intelectual! ¿A quién podrá pertenecer este broche?

LORD GORING.-  Y yo me pregunto a quién se le habrá caído.

MABEL CHILTERN.-  Es un broche precioso.

LORD GORING.-  Es un brazalete muy bonito.

MABEL CHILTERN.-  No es un brazalete, es un broche.

LORD GORING.-  Se puede usar como brazalete. (Se lo quita de las manos, saca un tarjetero verde, coloca en él cuidadosamente la alhaja y luego se lo guarda todo en el bolsillo de la cartera, con la mayor tranquilidad.) 

MABEL CHILTERN.-  ¿Qué hace usted?

LORD GORING.-  Miss Mabel voy a hacerle a usted una petición bastante extraña.

MABEL CHILTERN.-   (Con viveza.)  ¡Oh, hágala, se lo suplico! La he estado esperando toda la noche.

LORD GORING.-   (Se queda algo desconcertado, pero se repone.)  No diga usted a nadie que me he guardado este broche. Si escribe alguien reclamándolo, avíseme inmediatamente.

MABEL CHILTERN.-  Es una petición muy extraña.

LORD GORING.-  Es que..., mire..., he regalado este broche a cierta persona, hace años...

MABEL CHILTERN.-  ¿Se lo regaló usted?

LORD GORING.-  Sí.

(Entra LADY CHILTERN sola. Los otros invitados se han ido ya.)

MABEL CHILTERN.-  Entonces solo me resta decirle adiós. Buenas noches, Gertrudis.

LADY CHILTERN.-  Buenas noches, querida.  (Sale MABEL CHILTERN. A LORD GORING.)  ¿Ha visto usted a quién nos ha traído esta noche lady Markby?

LORD GORING.-  Sí, ha sido una sorpresa desagradable. ¿A qué ha venido esa mujer aquí?

LADY CHILTERN.-  Según parece, a intentar obtener el apoyo de Roberto para algún proyecto deshonroso en el cual está interesada. En realidad, se trata del Canal Argentino.

LORD GORING.-  Se había equivocado de puerta, ¿verdad?

LADY CHILTERN.-  Es incapaz de comprender un carácter tan íntegro como el de mi marido.

LORD GORING.-  Sí, me figuro que si intentara atrapar a Roberto en sus redes, lo pasaría mal. ¡Es asombroso ver los enormes errores que cometen las mujeres inteligentes!

LADY CHILTERN.-  Yo no llamo inteligentes a las mujeres de esa clase; son tontas.

LORD GORING.-  Muchas veces viene a ser lo mismo. Buenas noches, lady Chiltern.

LADY CHILTERN.-  Buenas noches.

(Entra SIR ROBERTO CHILTERN.)

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿No se irá usted ya, mi querido Arturo? Quédese un momento.

LORD GORING.-  Temo no poder. Gracias. He prometido echar un vistazo en casa de los Hartlocks. Creo que han contratado una «troupe» húngara color malva, que ejecuta música húngara, color malva también. Hasta muy pronto. Buenas noches. (Sale.) 

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Qué bonita estás esta noche, Gertrudis!

LADY CHILTERN.-  No es cierto, ¿verdad? Tú no vas a prestar así tu apoyo a esa especulación del Canal Argentino... No podrías.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Estremeciéndose.)  ¿Quién te ha dicho que pensara hacerlo?.

LADY CHILTERN.-  Esa mujer que acaba de marcharse. Mistress Cheveley es el nombre que ha adoptado ahora. Parecía burlarse de mí al decírmelo. Roberto, conozco a esa mujer. Tú no la conoces. Ibamos al colegio juntas. Era falsa, indigna. Ejercía una influencia perniciosa sobre todos aquellos cuya confianza o cuya amistad había logrado ganar. Yo la odiaba, la despreciaba. Cometía robos. Era una ladrona. La echaron por haber robado. ¿Por qué te dejas influir por ella?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Gertrudis, lo que me dices quizá sea verdad, pero ha sucedido hace ya muchos años. Es preferible olvidar. Mistress Cheveley ha podido cambiar después. No hay que juzgar a nadie por su pasado.

LADY CHILTERN.-   (Con tristeza.)  El pasado de un hombre se parece a ese hombre. Es el único medio que hay para juzgar a las personas.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Durísimo criterio, Gertrudis.

LADY CHILTERN.-  Es la verdad, Roberto. Pero ¿qué quería decir cuando se jactaba de haber conseguido, de haberte inducido a prestar tu apoyo y tu nombre a un asunto que te he oído describir como el proyecto más deshonroso y más fraudulento que se haya presentado en el mundo político?

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Mordiéndose los labios.)  Me equivocaba en mi apreciación sobre ello. Todos podemos equivocarnos.

LADY CHILTERN.-  Pero si me dijiste ayer que habías recibido el informe de la Comisión, y que condenaba en absoluto toda esa empresa.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Yendo de un lado para otro.)  Ahora, en cambio, tengo motivos para creer que la Comisión era parcial o que estaba, por lo menos, mal informada. Además, Gertrudis, la vida pública y la vida privada son dos cosas diferentes. Tienen leyes diferentes, se mueven en distintas esferas.

LADY CHILTERN.-  Tanto una como otra deben representar al hombre en su apogeo. No veo ninguna diferencia entre ellas.

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Deteniéndose.)  En este caso, se trata de un asunto de política práctica. He cambiado de opinión; eso es todo.

LADY CHILTERN.-  ¿Todo?

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Con aspereza.)  Sí.

LADY CHILTERN.-  ¡Roberto! ¡Oh, es horrible tener que hacerte esta pregunta! Roberto, ¿me dices toda la verdad?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Por qué me haces semejante pregunta?

LADY CHILTERN.-   (Después de una pausa.)  ¿Por qué no la contestas?

SIR ROBERTO CHILTERN.-   (Sentándose.)  Gertrudis, la verdad es una cosa muy compleja y la política un asunto muy complejo así mismo. Son engranajes sobre engranajes. Puede suceder que tenga uno con la gente ciertas obligaciones que sea necesario cumplir. En la vida política llega uno, tarde o temprano, a tener compromisos. Todo el mundo los tiene.

LADY CHILTERN.-  ¿A tener compromisos? Roberto, ¿por qué tu lenguaje es tan distinto del que te he oído siempre? ¿Por qué has cambiado?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  No he cambiado. Muchas circunstancias modifican las cosas.

LADY CHILTERN.-  Las circunstancias no pueden variar en nada los principios.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Pero si yo te dijese...

LADY CHILTERN.-  ¿Qué?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Que eso era necesario, ¡de una necesidad vital!

LADY CHILTERN.-  Nunca puede ser necesario hacer una cosa deshonrosa. O si es necesario, ¿a quién he amado yo? Pero eso no puede ser..., Roberto, dime que eso no puede ser... ¿Por qué iba a serlo? ¿Qué ibas a ganar con ello? ¿Dinero? No lo necesitamos. Y el dinero que tiene un origen sucio denigra el poder... Pero el poder no es nada en sí mismo; lo hermoso es el poder que permite hacer bien. Eso y solo eso. Por tanto, ¿qué ocurre? Roberto, dime por qué ibas a cometer esa acción deshonrosa.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Gertrudis, no tienes derecho a emplear ese calificativo. Ya te he dicho que se trataba de un compromiso razonable. No hay más.

LADY CHILTERN.-  Roberto, eso es bueno para otros, para los que tan solo ven en la vida una sórdida especulación, pero no para ti, Roberto, no para ti. Tú eres muy diferente. Te has mantenido apartado de los demás durante toda tu vida. No te has dejado nunca mandar por el mundo. Para el mundo y para mí has sido siempre un ideal. ¡Oh, sigue siendo ese ideal! No rechaces esa gran herencia... No destruyas esa torre de marfil. Los hombres pueden amar cosas muy por bajo de ellos. Roberto, cosas indignas, sucias, deshonrosas. Nosotras las mujeres adoramos al amar, y cuando perdemos nuestra adoración lo perdemos todo. ¡Oh, no mates mi amor hacia ti, no lo mates!

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Gertrudis!

LADY CHILTERN.-  Ya sé que ciertos hombres tienen en sus vidas horribles secretos, ya sé que hay hombres que han cometido alguna acción vergonzosa y que, en un momento crítico, se ven obligados a pagar su pasada falta cometiendo una nueva infamia. ¡Oh, no me digas que tú eres uno de esos hombres! Roberto, ¿hay en tu vida algo deshonroso, alguna llaga secreta? Dímelo, dímelo en seguida..., para que...

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Para... qué?

LADY CHILTERN.-   (Hablando muy despacio.)  Para que nuestras vidas puedan deslizarse separadamente.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Deslizarse separadamente?...

LADY CHILTERN.-  Para que puedan estar separadas por completo; sería preferible para los dos.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Gertrudis, no hay nada en mi vida que no puedas conocer.

LADY CHILTERN.-  Estaba segura de ello, Roberto, estaba segura. Pero entonces, ¿por qué dices esas terribles cosas que se parecen tan poco a lo que eres en realidad? No volvamos a hablar de ese asunto. Escribirás, ¿verdad?, a mistress Cheveley, diciéndole que no puedes favorecer su escandaloso proyecto. Si le has hecho cualquier promesa, retírala y nada más.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¿Es necesario que escriba diciéndole eso?

LADY CHILTERN.-  Ciertamente, Roberto. ¿Qué otro medio puede haber?

SIR ROBERTO CHILTERN.-  Podía tener una entrevista con ella. Sería preferible.

LADY CHILTERN.-  No debes volver a verla nunca, Roberto. Es una mujer a la que no debías volver a dirigir jamás la palabra. No es digna de hablar con un hombre como tú. No, es preciso que le escribas en seguida, ahora mismo, y que tu carta esté redactada en términos que le demuestren que tu decisión es irrevocable.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Escribir a esta hora!

LADY CHILTERN.-  Sí.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Pero es tan tarde: cerca de las doce!

LADY CHILTERN.-  No importa. Es preciso que sepa ella sin tardanza que se ha equivocado respecto a ti, y que tú no eres un hombre que obras con bajeza y a escondidas, que no haces nada deshonroso. Escríbele, Roberto. Dile que te niegas a secundar su proyecto porque lo consideras una empresa deshonrosa. Sí, escribe la palabra «deshonrosa». Ya conoce ella el sentido de esta palabra.

(SIR ROBERTO se sienta y escribe una carta. Su mujer la coge y la lee.)

Bien, eso es.  (Llama.)  Y ahora, el sobre.  (SIR ROBERTO escribe el sobre sin apresurarse. Entra MASON.)  Que lleven esta carta al Hotel Claridge. No tiene contestación.  (Sale MASON. LADY CHILTERN se arrodilla junto a su marido y le abraza.)  Roberto, el amor da el instinto de las cosas. Siento esta noche que te he salvado de algo que hubiese podido ser un peligro para ti, de algo que hubiese podido amenguar el respeto que te tienen. No creo, Roberto, que te des perfecta cuenta de esto: de que has introducido en la vida política de nuestro tiempo un ambiente más noble, una actitud más bella ante la vida, un aire más libre, formado de fines más puros, de ideales más elevados. Yo lo sé, y por eso te amo, Roberto.

SIR ROBERTO CHILTERN.-  ¡Oh! Ámame siempre, Gertrudis; ámame siempre.

LADY CHILTERN.-  Te amaré siempre, porque siempre serás digno de ser amado. Debemos forzosamente dirigir nuestro amor hacia el ser más alto, cuando lo encontramos. (Le da un beso, se levanta y sale.) 

SIR ROBERTO CHILTERN.-   ( Va de un lado para otro, un momento; luego se sienta y esconde la cara entre sus manos. Entra el criado y empieza a apagar las luces. SIR ROBERTO alza los ojos.)  Apague las luces, Mason, apague las luces.

(El CRIADO obedece. La habitación queda casi a oscuras. La única luz que alumbra la escena la difunde la gran araña colgada en lo alto de la escalera y cae sobre el tapiz que representa el Triunfo del Amor.)

TELÓN

Siguiente