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Acto tercero

La biblioteca en casa de lord Goring. Habitación estilo Adams. A la derecha, puerta que da al
«hall». A la izquierda, otra, que comunica con el salón de fumar. Otra puerta de dos hojas, abierta, al salón. La chimenea está encendida. Phipps, el mayordomo, coloca unos periódicos sobre la mesa. La nota característica de Phipps es su impasibilidad. Algunos entusiastas le han proclamado el mayordomo ideal. La Esfinge no es tan inquebrantable. Su porte le crea una máscara impenetrable. La historia lo ignora todo de su vida intelectual o emotiva. Representa el imperio de la forma.

Entra LORD GORING vestido de etiqueta, con una flor en el ojal. Lleva sombrero de copa,
capa Inverness, guantes blancos y bastón Luis XVI. No le falta ni uno de los fútiles adornos de la moda. Se ve que es siempre el hombre de la vida moderna, que, en suma, la crea y así la gobierna. Es el primer filósofo bien vestido que existe en la historia del Pensamiento.

     LORD GORING.- ¿Me ha comprado usted otra flor para el ojal?

     PHIPPS.- Sí, señor.

(Le despoja del sombrero, el bastón y la capa, y le presenta una nueva flor sobre la bandeja.)

     LORD GORING.- Esta es bastante distinguida, Phipps. Soy el único de los personajes poco importantes de Londres que llevan una flor en el ojal actualmente.

     PHIPPS.- Sí, señor; ya lo he notado.

     LORD GORING.- (Quitándose la flor que llevaba.) Como ve usted, Phipps, la moda es lo que lleva uno mismo. Y lo anticuado, lo que llevan los demás.

     PHIPPS.- Sí, señor.

     LORD GORING.- Así como la vulgaridad es simplemente la manera de comportarse los demás.

     PHIPPS.- Sí, señor.

     LORD GORING.- Los demás son completamente detestables. La única sociedad posible es la de uno mismo.

     PHIPPS.- Sí, señor.

     LORD GORING.- Amarse a sí mismo es el punto inicial de una novela que dura toda la vida, Phipps.

     PHIPPS.- Sí, señor.

     LORD GORING.- (Mirándose al espejo.) No se figure usted que encuentro esta flor para el ojal completamente de mi gusto. Me envejece quizá demasiado. O me transporta casi a la niñez. ¿No, Phipps?

     PHIPPS.- No he notado ningún cambio en el aspecto del señor.

     LORD GORING.- ¿De verdad, Phipps?

     PHIPPS.- No, señor.

     LORD GORING.- Estoy completamente seguro. En lo sucesivo me traerá usted los jueves por la noche una flor más vulgar para el ojal.

     PHIPPS.- Se lo diré a la florista, señor. Ha perdido últimamente a un pariente, y esto explica quizá el defecto de vulgaridad de la flor para el ojal de que se queja el señor.

     LORD GORING.- Cosa extraordinaria en la clase baja de Inglaterra: no hace más que perder parientes.

     PHIPPS.- Sí, señor; se ve muy favorecida bajo ese aspecto.

     LORD GORING.- (Se vuelve y le mira. PHIPPS sigue impasible.) ¡Hum! ¿Hay cartas, Phipps?

     PHIPPS.- Sí; aquí están, señor.

(Le presenta las cartas sobre una bandeja.)

     LORD GORING.- Mi «cab» dentro de veinte minutos.

     PHIPPS.- Bien, señor.

(Se dirige hacia la puerta.)

     LORD GORING.- (Con una carta de sobre rojo en la mano.) ¡Ah! Phipps, ¿cuándo ha llegado esta carta?

     PHIPPS.- La trajeron esta mañana a la mano, nada más salir el señor para el club.

     LORD GORING.- Está bien. (Sale PHIPPS.) La letra de lady Chiltern sobre el papel de membrete rojo de ella. Es bastante curioso. Creí que era Roberto el que me escribía. ¿Qué puede tener que decirme lady Chiltern? (Se sienta ante su mesa, abre la carta y lee.) «Le necesito. Confío en usted, acudo a usted. Gertrudis.» ¡Así es que lo ha descubierto todo! ¡Pobre mujer! ¡Pobre mujer! (Saca el reloj y mira la hora.) Pero ¡qué hora de hacer una visita! ¡Las diez! Tendré que dejar de ir a casa de los Berkshire. Después de todo, es encantador ser esperado y no ir. No me esperan en el club de los Solteros. Por tanto, me presentaré allí. Haré que se ponga de parte de su marido. Es lo único que debe hacer una mujer. El desarrollo del sentido moral en las mujeres es lo que hace del matrimonio una institución tan desesperada, tan reducida a un solo aspecto. ¡Las diez! Llegará dentro de un momento. Tengo que decir a Phipps que no estoy en casa para nadie más.

(Se dirige hacia el timbre.)

     PHIPPS.- Lord Caversham.

     LORD GORING.- ¡Ah! ¿Por qué los padres aparecen siempre en el momento inoportuno? Supongo que será por algún error extraordinario de la Naturaleza. (Entra LORD CAVERSHAM.) ¡Encantado de verte, papá!

(Va a su encuentro.)

     LORD CAVERSHAM.- Quítame el abrigo.

     LORD GORING.- No vale la pena, papá.

     LORD CAVERSHAM.- ¡Claro que vale la pena, caballerito! ¿Cuál es el sillón más confortable?

     LORD GORING.- Este, papá. Es el que utilizo yo cuando tengo visitas.

     LORD CAVERSHAM.- Gracias. Supongo que no habrá corriente de aire en este cuarto.

     LORD GORING.- No, papá.

     LORD CAVERSHAM.- (Sentándose.) Me alegra saberlo. No puedo soportar las corrientes de aire. En mi casa no las hay.

     LORD GORING.- Allí hay muchas brisas, papá.

     LORD CAVERSHAM.- ¿Cómo? No comprendo lo que quieres decir. Quiero tener una conversación seria con usted, caballerete.

     LORD GORING.- ¿A esta hora, papá?

     LORD CAVERSHAM.- ¿Y qué? No son más que las diez. ¿Qué tienes que decir de esta hora? La encuentro admirable.

     LORD GORING.- ¡Si es que hoy no es el día que tengo destinado para conversaciones serias, papá! Lo siento mucho, pero no es mi día.

     LORD CAVERSHAM.- ¿Qué quiere decir con eso, caballerete?

     LORD GORING.- Durante la «season» no hablo en serio más que el primer martes de cada mes, de cuatro a siete.

     LORD CAVERSHAM.- Bueno; pues suponte que estamos hoy a martes...

     LORD GORING.- Pero ¡si son más de las siete, papá, y mi médico me ha prohibido toda conversación seria pasadas las siete! Luego, eso me hace hablar en sueños.

     LORD CAVERSHAM.- ¿Hablar en sueños? ¿Y qué importa eso? Tú no estás casado...

     LORD GORING.- No, papá; no estoy casado.

     LORD CAVERSHAM.- ¡Hum! De eso precisamente venía a hablarte. Tienes que casarte en seguida. A tu edad era yo un viudo inconsolable desde hacía tres meses, y hacía ya la corte a tu admirable madre. Tienes el deber de casarte, ¡qué diablo! No puedes pasarte la vida en continua diversión. Hoy día todos los hombres de posición están casados. Ya no están de moda los solterones. Son un artículo averiado. Los conoce ya demasiado la gente. Tienes que elegir mujer. Mira adónde ha llegado tu amigo Roberto Chiltern por medio de su rectitud, de un trabajo asiduo y de un matrimonio ventajoso con una mujer lista. ¿Por qué no le imita usted, caballerito? ¿Por qué no le toma usted por modelo?

     LORD GORING.- Ya lo haré, papá; ya lo haré.

     LORD CAVERSHAM.- Quiero que lo hagas. Entonces me quedaré satisfecho. En la actualidad hago ahora la vida muy penosa a tu madre por culpa tuya. No tienes corazón, caballerito; no tienes corazón.

     LORD GORING.- Creo que no, papá.

     LORD CAVERSHAM.- Ya es hora de que te cases. Tienes treinta y cuatro años, hijo mío.

     LORD GORING.- Sí, papá; pero no confieso más que treinta y dos; treinta y uno y medio cuando llevo una flor aceptable en el ojal. Esta no es... bastante trivial.

     LORD CAVERSHAM.- Te digo que tienes treinta y cinco años. Y además hay una corriente de aire en este cuarto, lo cual empeora tu conducta. ¿Por qué no me has dicho que había una corriente de aire? Siento una corriente de aire; la siento perfectamente.

     LORD GORING.- Y yo también, papá. Es una corriente terrible. Iré a verte mañana, papá. Hablaremos de todo lo que quieras. Déjame que te ayude a ponerte el gabán.

     LORD CAVERSHAM.- No, caballerito; he venido esta noche con un fin determinado, y he de cumplir mi misión sin tener en cuenta para nada tu salud o la mía. Deje usted otra vez mi gabán en la percha, caballerete.

     LORD GORING.- Muy bien, papá; pero vámonos a otra habitación. (Llama al timbre.) Hay aquí una corriente terrible de aire. (Entra PHIPPS.) Phipps, ¿hay un buen fuego en el salón de fumar?

     PHIPPS.- Sí, señor.

(Sale.)

     LORD GORING.- Entra aquí, papá; tus estornudos parten el corazón.

     LORD CAVERSHAM.- ¡Alto ahí, caballerete! Creo que tengo derecho a estornudar cuando se me antoje.

     LORD GORING.- (Disculpándose.) Ni que decir tiene, papá. Me limitaba a expresarte mi simpatía.

     LORD CAVERSHAM.- ¡Al diablo la simpatía! Hay ya demasiada en las cuestiones de hoy día.

     LORD GORING.- Opino exactamente lo mismo que tú, papá. Si hubiese menos simpatía en el mundo, habría menos dificultades.

     LORD CAVERSHAM.- (Dirigiéndose hacia el salón de fumar.) Eso es una paradoja, caballerito. Detesto las paradojas.

     LORD GORING.- Y yo también, papá. Todas las personas que se encuentra uno hoy día son paradojas. Es muy molesto. ¡Por eso la sociedad está tan adelantada!

     LORD CAVERSHAM.- (Dando media vuelta y contemplando a su hijo, con las espesas cejas fruncidas.) ¿Comprendes siempre realmente lo que dices?

     LORD GORING.- (Con una ligera vacilación.). Sí, papá, cuando escucho con atención.

     LORD CAVERSHAM.- (Indignado.) ¡Cuando escuchas con atención!... ¡Criatura presuntuosa.

(Se traslada gruñendo al salón de fumar. Entra PHIPPS.)

     LORD GORING.- Phipps, esta noche vendrá a verme una señora para un asunto particular. Cuando llegue, hágala usted entrar en el salón. ¿Comprende?

     PHIPPS.- Sí, señor.

     LORD GORING.- Es para un asunto grave e importante, Phipps.

     PHIPPS.- Comprendido, señor.

     LORD GORING.- No deje pasar a nadie con ningún motivo.

     PHIPPS.- Comprendido, señor.

(Oyese sonar el timbre.)

     LORD GORING.- ¡Ah! Debe de ser esa señora. La recibiré yo mismo.

(En el preciso momento en que se dirige hacia la puerta aparece otra vez LORD
CAVERSHAM por la del salón de fumar.)

     LORD CAVERSHAM.- ¿Y qué, caballerito? ¿Voy a tener que dormirme esperándote?

     LORD GORING.- (Muy azarado.) Voy dentro de un momento, papá. Dispénsame. (LORD CAVERSHAM desaparece nuevamente.) Phipps, acuérdese usted de mis instrucciones. A este salón.

     PHIPPS.- Sí, señor.

(LORD GORING entra en el salón de fumar. HAROLD, el ayuda de cámara, introduce a
MISTRESS CHEVELEY. Va vestida de verde y plata, como una Lamia. Lleva un abrigo de raso negro, bordado en seda color hoja de rosa mustia.)

     HAROLD.- ¿A quién anuncio, señora?

     MISTRESS CHEVELEY.- (A PHIPPS, que se adelanta a su encuentro.) ¿No está aquí lord Goring? Me han dicho que estaba en su casa.

     PHIPPS.- El señor está ocupado en este momento con lord Caversham, señora.

(Lanza una mirada glacial y vidriosa a HAROLD, que se retira inmediatamente.)

     MISTRESS CHEVELEY.- (Aparte.) ¡Qué respeto filial!

     PHIPPS.- El señor le ruega que tenga la bondad de esperar en el salón, adonde irá en seguida a reunirse con la señora.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Sorprendida.) ¿Me espera lord Goring?

     PHIPPS.- Sí, señora.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¿Está usted completamente seguro?

     PHIPPS.- El señor me ha dicho que si venía una señora, le rogase que le esperara en el salón. (Se dirige hacia la puerta del salón y la abre.) Las órdenes que me ha dado el señor sobre este punto son muy precisas.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Cuánta previsión por su parte! Esperar visitantes que llegan de improviso demuestra una inteligencia completamente moderna. (Se dirige hacia el salón y echa un vistazo en él.) ¡Ah!, un salón de soltero tiene siempre un no sé qué taciturno. Tendré que variar todo esto. (PHIPPS coge la lámpara que estaba sobre la mesa de despacho.) No; esa lámpara, no; tiene una luz demasiado cruda. Encienda usted esas otras.

     PHIPPS.- Perfectamente, señora.

     MISTRESS CHEVELEY.- Espero que esas luces tendrán unas pantallas de buen gusto.

     PHIPPS.- No hemos recibido todavía ninguna queja sobre ese particular, señora.

(Pasa al salón y empieza a encender luces.)

     MISTRESS CHEVELEY.- (Aparte.) ¿A qué mujer esperaba él esta noche? Será delicioso sorprenderle. ¡Los hombres se quedan tan corridos cuando se los coge «in fraganti»! Y se dejan siempre coger. (Mira a su alrededor y se acerca a la mesa de despacho.) ¡Qué habitación más interesante! ¡Qué bonito cuadro! ¿Qué aspecto tendrá su correspondencia? (Coge unas cartas.) ¡Oh, qué correspondencia más poco interesante! ¡Invitaciones, tarjetas, facturas y cartas de viudas pensionistas! ¿Quién puede escribir en papel rojo? ¡Qué tonto resulta escribir en papel rojo! Parece el comienzo de un idilio romántico en la clase media. Un idilio romántico no debe nunca empezar por el sentimiento. Debe empezar por la ciencia y acabar en una dote inalienable. (Deja la carta y después la vuelve a coger.) Conozco esta letra: es la de Gertrudis Chiltern. La recuerdo perfectamente: los diez mandamientos en cada rasgo de pluma, y la ley moral, de punta a punta de cada carilla. ¿Qué le escribirá Gertrudis? Seguramente, horrores de mí. ¡Cómo aborrezco a esa mujer! (Lee la carta.) «Le necesito. Confío en usted. Acudo a usted. Gertrudis.» «Le necesito. Confío en usted. Acudo a usted.»

(Una expresión de triunfo ilumina su rostro. Va a robar la carta en el momento en que entra
PHIPPS.)

     PHIPPS.- Señora, las luces del salón están encendidas, como usted ha mandado.

     MISTRESS CHEVELEY.- Gracias.

(Se levanta con presteza y mete la carta debajo de una gran carpeta orillada de plata que
hay sobre la mesa.)

     PHIPPS.- Espero que las pantallas serán del gusto de la señora. Son las más apropiadas que tenemos; las mismas que emplea el señor cuando se viste para la cena.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Sonriendo.) Entonces estoy segura de que serán perfectas.

     PHIPPS.- (Con gravedad.) Gracias, señora.

(MISTRESS CHEVELEY entra en el salón. PHIPPS cierra la puerta y se retira. Entonces se
abre la puerta lentamente, sale MISTRESS CHEVELEY y se dirige a paso de lobo hacia la mesa. De pronto óyense voces en el salón de fumar. MISTRESS CHEVELEY palidece y se detiene. Las voces suenan más fuertes. Vuelve al salón, mordiéndose los labios. Entran LORD GORING y LORD CAVERSHAM.)

     LORD GORING.- (En tono de súplica.) Mi querido papá, si no tengo más remedio que casarme, me permitirás seguramente elegir la fecha, el sitio y la persona... Sobre todo, la persona.

     LORD CAVERSHAM.- (Malhumorado.) Eso es cuenta mía, caballerete. Harías con toda seguridad una elección de lo más deplorable. A mí es a quien hay que consultar primero. A mí deben consultarme, y no a ti. El título está en juego. No es un asunto afectivo. El afecto llega más adelante, en la vida conyugal.

     LORD GORING.- Sí; en la vida conyugal el cariño llega cuando los esposos han acabado por odiarse ferozmente. ¿Verdad papá?

(Ayuda a su padre a ponerse el abrigo.)

     LORD CAVERSHAM.- Claro, caballerito. Claro que no, he querido decir. Estás diciendo muchas tonterías esta noche. Lo que te repito es que el matrimonio es un asunto de sentido común.

     LORD GORING.- Pero ¿no es curioso, papá, que las mujeres con sentido común sean siempre feas? Como es natural, hablo sólo de oídas.

     LORD CAVERSHAM.- Las mujeres, feas o guapas, carecen de sentido común. El sentido común es un privilegio de los hombres.

     LORD GORING.- Tienes razón. Y nosotros los hombres somos tan altruistas que no lo empleamos nunca; ¿verdad, papá?

     LORD CAVERSHAM.- Yo lo empleo, caballerete. No empleo otra cosa.

     LORD GORING.- Eso dice mamá.

     LORD CAVERSHAM.- Es el secreto de la felicidad de tu madre. Tú no tienes corazón; no tienes corazón.

     LORD GORING.- Eso creo, papá.

(Sale un momento y en seguida vuelve, con aire bastante confuso, en compañía de SIR
ROBERTO CHILTERN.)

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¡Qué suerte más grande encontrarle en la puerta! Su criado acababa de decirme que no estaba usted. ¡Es extraordinario!

     LORD GORING.- El caso es que estoy atrozmente ocupado esta noche, y por eso había dado orden de que no estaba para nadie. Mi mismo padre ha tenido una acogida relativamente fría. Todo el rato se ha estado quejando de una corriente de aire.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¡Ah! Tiene usted que estar para mí, Arturo. Es usted mi mejor amigo; mañana quizá sea usted mi único amigo. Mi mujer lo ha descubierto todo.

     LORD GORING.- ¡Ah! Me lo figuré.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- (Mirándole sorprendido.) ¿Sí? ¿Cómo es eso?

     LORD GORING.- (Después de una ligera vacilación.) ¡Oh! Sencillamente: por algo en la expresión de su cara al entrar. ¿Quién se lo ha revelado?

     SIR ROBERTO CHILTERN.- La propia mistress Cheveley. Y la mujer que amo sabe ahora que he comenzado mi carrera con un acto de bajo deshonor; que he traficado, como un chalán cualquiera, con el secreto que me había sido confiado como a un hombre de honor. Doy gracias al Cielo de que el pobre lord Radley haya muerto sin saber que yo le traicionaba. ¡Daría muchísimo por haber muerto antes de haberme visto expuesto a aquella espantosa tentación, antes de haber caído tan bajo!

(Se tapa la cara con las manos.)

     LORD GORING.- (Después de una pausa.) ¿No ha recibido usted todavía noticias de Viena en contestación a su telegrama?

     SIR ROBERTO CHILTERN.- Sí; he recibido esta noche, a las nueve, un telegrama del primer secretario.

     LORD GORING.- ¿Y qué?

     SIR ROBERTO CHILTERN.- No se sabe nada absolutamente en contra de ella; al contrario, ocupa un puesto bastante elevado en la sociedad. Es una especie de secreto a voces que el barón Arnheim le ha dejado la mayor parte de su inmensa fortuna. Fuera de esto, no he podido saber nada.

     LORD GORING.- Entonces, ¿no se sabe si es una espía?

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¡Oh! Actualmente los espías no sirven para nada. Son los periódicos los que hacen esa labor.

     LORD GORING.- Y la realizan a las mil maravillas.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- Arturo, estoy muerto de sed. ¿Me deja usted llamar para que me traigan algo? ¡Un poco de vino con agua de Seltz!

     LORD GORING.- ¡Ya lo creo! Permítame...

(Llama.)

     SIR ROBERTO CHILTERN.- Gracias... No sé qué hacer, Arturo; no sé qué hacer. Y usted es mi único amigo. ¡Qué gran amigo es usted! El único a quien me puedo confiar. Puedo contar con usted para todo, ¿verdad?

     LORD GORING.- Naturalmente, mi querido Roberto. ¡Ah! (A PHIPPS.) Traiga usted vino añejo y agua de Seltz.

     PHIPPS.- Bien, señor.

     LORD GORING.- ¡Eh, Phipps!

     PHIPPS.- ¿Señor?

     LORD GORING.- Perdóneme usted un momento, Roberto. Tengo que dar algunas órdenes a mi criado.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- Es usted muy dueño.

     LORD GORING.- (Aparte, a PHIPPS.) Cuando venga esa señora, dígale que lo más seguro es que no vuelva esta noche a casa, y que me han llamado de repente fuera de Londres. ¿Comprende usted?

     PHIPPS.- La señora está en ese salón, milord. Me dijo el señor que la pasase ahí.

     LORD GORING.- Ha hecho usted muy bien. (Sale PHIPPS.) ¡En qué lío me encuentro! Creo que conseguiré salir de él. Voy a darle una lección a través de la puerta. Maniobra difícil, sin embargo.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- Arturo, dígame qué debo hacer. Parece que mi vida se ha desplomado a mi alrededor. Soy como un barco sin timón en una noche oscura.

     LORD GORING.- Roberto: usted ama a su mujer, ¿verdad?

     SIR ROBERTO CHILTERN.- La amo más que a nada en el mundo. Antes creía yo que la ambición era la cosa suprema. No lo es. El amor es lo más grande del mundo. No hay nada como el amor, y yo amo a Gertrudis. Pero estoy deshonrado ante sus ojos. Soy un ser innoble para ella. Desde ahora hay un gran abismo entre nosotros. Ha descubierto lo que soy, Arturo. ¡Lo ha descubierto!

     LORD GORING.- ¿Y ella no ha cometido nunca ninguna tontería en su vida, ninguna ligereza, para no poder perdonarle a usted su falta?

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¿Mi mujer? ¡Jamás! No sabe lo que es debilidad o tentación. Yo soy de barro como los demás hombres. Ella, en cambio, es una criatura aparte, como las mujeres honradas; inexorable en su perfección, fría, austera, inquebrantable. Pero la amo, Arturo. No tenemos hijos y yo no tengo a nadie más a quien querer, ni nadie más que me quiera. ¡Puede que si Dios nos hubiera concedido hijos, sería ella ahora más indulgente! Pero Dios nos ha dado un hogar solitario. Y Gertrudis me ha destrozado el corazón. No hablemos de esto. He sido brutal con ella esta noche. Pero me figuro que los pecadores son siempre brutales cuando hablan a los santos. Le he dicho cosas que eran espantosamente ciertas, según yo, desde mi punto de vista, desde el punto de vista de los hombres. Pero no hablemos más de eso.

     LORD GORING.- Su mujer le perdonará. Quizá en este mismo momento le perdona. Le ama a usted, Roberto. ¿Cómo no iba a perdonarle?

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¡Dios lo quiera! (Se cubre la cabeza con las manos.) Pero tengo que decirle otra cosa, Arturo.

(Entra PIHPPS con las bebidas.)

     PHIPPS (Presentando una copa de Hockeim y el agua de Seltz a SIR ROBERTO.) ¡Hockeim y agua de Seltz, señor!

     SIR ROBERTO CHILTERN.- Gracias.

     LORD GORING.- ¿Tiene usted abajo su coche, Roberto?

     SIR ROBERTO CHILTERN.- No; he venido a pie desde el club.

     LORD GORING.- Sir Roberto se irá en mi coche, Phipps.

     PHIPPS.- Bien, señor.

(Sale.)

     LORD GORING.- Roberto, ¿le molestará a usted que le despida?

     SIR ROBERTO CHILTERN.- Permita usted que me quede cinco minutos más, Arturo. Ya tengo decidido lo que voy a decir esta noche en la Cámara. El debate sobre el Canal Argentino empezará a las once. (Se oye el ruido de una silla que cae en el salón.) ¿Qué ha sido eso?

     LORD GORING.- Nada.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- He oído caer una silla en la habitación de al lado. Alguien estaba escuchando.

     LORD GORING.- No; no hay nadie en mi casa.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- Hay alguien. Se ve luz en la habitación y la puerta está entornada. Alguien ha sorprendido todos los secretos de mi vida escuchando detrás de esa puerta. ¿Qué significa esto, Arturo?

     LORD GORING.- Roberto, está usted excitado, nervioso. Le digo que no hay nadie en esa habitación. Siéntese usted, Roberto.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¿Me da usted su palabra de que no hay aquí nadie?

     LORD GORING.- Sí.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¿Su palabra de honor?

(Se sienta.)

     LORD GORING.- Sí.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- (Levantándose.) Arturo, déjeme usted cerciorarme con mis propios ojos.

     LORD GORING.- No, no.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- Si no hay nadie en esa habitación, ¿por qué no me deja usted entrar en ella? Arturo, tiene usted que dejarme entrar para que me cerciore. Pruébeme que no había nadie escuchando detrás de la puerta; que nadie ha sorprendido el secreto de mi vida. Arturo, no se da usted cuenta de la crisis por que atravieso.

     LORD GORING.- Acabemos, Roberto. Ya le he dicho que no hay nadie en esa habitación: es suficiente.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- (Precipitándose hacia la puerta del salón.) No es suficiente; insisto en entrar. Me ha dicho usted que no hay nadie; ¿por qué se opone entonces a que entre?

     LORD GORING.- ¡No entre usted, por Dios! Sí, hay una persona en esa habitación; una persona a quien no debe usted ver.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¡Ah, me lo sospechaba!

     LORD GORING.- Le prohíbo entrar en esa habitación.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¡Atrás! Mi vida está en juego. No me importa quién esté aquí. Sabré a quién he revelado el secreto de mi deshonor.

(Entra en la habitación.)

     LORD GORING.- ¡Dios mío! ¡Su propia mujer!

(Vuelve a salir SIR ROBERTO CHILTERN con una expresión de desprecio y de cólera en
su rostro.)

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¿Cómo explica usted la presencia de esa mujer aquí?

     LORD GORING.- Roberto, le juro por mi honor que esa mujer es intachable, que es inocente de toda ofensa contra usted.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¡Es una mujer vil e infame!

     LORD GORING.- No diga usted ese Roberto. Ha venido en interés de usted, para intentar salvarle. Ama a usted, a nadie más que a usted.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- ¡Está usted loco! ¿Qué tengo yo que ver con sus intrigas? ¡Que siga siendo su querida! Son ustedes tal para cual. Ella, corrompida y abyecta; y usted, un amigo falso, pérfido como ni un mismo enemigo lo...

     LORD GORING.- Eso no es verdad, Roberto. Le juro ante el Cielo que no es verdad. Delante de ella y de usted lo explicaré todo.

     SIR ROBERTO CHILTERN.- Déjeme pasar, caballero. Ya ha mentido usted bastante bajo su palabra de honor.

(Sale SIR ROBERTO CHILTERN. LORD GORING se precipita hacia la puerta del salón en
el preciso instante en que sale MISTRESS CHEVELEY, radiante y con aire muy divertido.)

     MISTRESS CHEVELEY.- (Haciendo una reverencia burlona.) ¡Buenas noches, lord Goring!

     LORD GORING.- ¡Mistress Cheveley! ¡Santo Dios! ¿Puede saberse qué hacía usted en mi salón?

     MISTRESS CHEVELEY.- Escuchaba. Me apasiona muchísimo escuchar por los agujeros de las cerraduras. Se oyen por ellos mil cosas sorprendentes.

     LORD GORING.- Ese lenguaje significa una provocación a la Providencia.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Oh! Seguramente la Providencia puede resistir a la tentación en la actualidad.

     LORD GORING.- Me alegro mucho de que haya usted venido. Voy a darle algunos buenos consejos.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Oh! Se lo ruego: no haga usted eso. No se debe dar a una mujer nada que no pueda llevar por la noche.

     LORD GORING.- Veo que sigue usted tan original como siempre.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Oh, mucho más! He ganado una enormidad. Tengo más experiencia.

     LORD GORING.- Puede ser peligroso tener demasiada experiencia. Le ruego me acepte usted este cigarrillo. La mitad de las mujeres bonitas de Londres fuman. Pero yo, particularmente, prefiero la otra mitad.

     MISTRESS CHEVELEY.- Gracias. No fumo nunca. No le gustaría a mi modista, y el primer deber que hay en la vida de una mujer es complacer a su modista. En cuanto al segundo..., no lo ha descubierto nadie todavía.

     LORD GORING.- Ha venido usted a venderme la carta de Roberto Chiltern, ¿verdad?

     MISTRESS CHEVELEY.- He venido a ofrecérsela si acepta usted mis condiciones. ¿Cómo lo ha adivinado?

     LORD GORING.- Porque usted no lo ha dicho. ¿La trae usted ahí?

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Oh, no! Un vestido bien hecho no tiene bolsillos.

     LORD GORING.- ¿Qué pide usted por ella?

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Qué absurdamente inglés es usted! Los ingleses se figuran que un talonario de cheques resuelve todas las dificultades de la vida. Pero, mi querido Arturo, ¡si tengo mucho más dinero que usted y casi tanto como puede haber ganado Roberto Chiltern! No es dinero lo que necesito.

     LORD GORING.- ¿Qué necesita usted entonces, mistress Cheveley?

     MISTRESS CHEVELEY.- ¿Por qué no me llama usted ya Laura?

     LORD GORING.- No me gusta ese nombre.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Usted, que lo encontraba adorable!

     LORD GORING.- Precisamente por eso.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Le indica con un gesto que se siente a su lado. LORD GORING sonríe y la obedece.) Arturo, usted me amó en otro tiempo.

     LORD GORING.- Sí.

     MISTRESS CHEVELEY.- Y me pidió que fuese su esposa.

     LORD GORING.- Era la consecuencia natural de mi amor.



     MISTRESS CHEVELEY.- Y me dejó usted porque vio, o creyó ver, al pobre lord Mortlake intentar tener conmigo un apasionado «flirt» en el invernadero, en Tenby.

     LORD GORING.- Me parece recordar que mi abogado arregló este asunto con usted mediante ciertas condiciones... dictadas por usted.

     MISTRESS CHEVELEY.- Entonces era yo pobre y usted rico.

     LORD GORING.- Nada más exacto; por eso precisamente fingía usted amarme.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Encogiéndose de hombros.) ¡Pobre lord Mortlake! Sólo tenía dos temas de conversación: su gota y su mujer. No llegué nunca a comprender de cuál de los dos hablaba. Empleaba los términos más horribles refiriéndose a la una y a la otra. Pues bien: se equivocó usted, Arturo. Lord Mortlake no fue nunca para mí más que un entretenimiento, una distracción. Uno de esos entretenimientos completamente apabullantes que solo se toleran en las casas de campo inglesas y durante un domingo inglés. No creo que nadie pueda ser moralmente responsable de lo que se haga en una casa de campo inglesa.

     LORD GORING.- Sí; ya sé que mucha gente opina lo mismo.

     MISTRESS CHEVELEY.- Arturo, yo le he amado a usted.

     LORD GORING.- Mi querida mistress Cheveley, ha sido usted siempre demasiado inteligente para entender nada en materia de amor.

     MISTRESS CHEVELEY.- Le amaba. Y usted me correspondía. Bien sabe usted que me amaba. Y el amor es una cosa maravillosa. Creo que cuando un hombre ha amado a una mujer, hará todo por ella; todo, menos seguir amándola.

(Coloca su mano sobre la de LORD GORING.)

     LORD GORING.- (Retirando suavemente su mano.) Sí; todo menos eso.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Después de una pausa.) Estoy cansada de vivir en el extranjero. Quiero volver a Londres. Quiero tener aquí una casa encantadora. Quiero abrir un salón. Si se pudiese enseñar a los ingleses a hablar y a los irlandeses a escuchar, la sociedad londinense sería completamente civilizada. Además, he llegado a mi fase romántica. La última vez que le vi a usted en casa de los Chiltern comprendí que era usted la única persona que me haya inspirado cierta simpatía, si es que alguna vez la he sentido por algo o por alguien, Arturo. Por consiguiente, la misma mañana del día en que se case usted comnigo le daré la carta de Roberto Chiltern. Esta es mi proposición; es más: se la daré ahora si me promete usted casarse conmigo.

     LORD GORING.- ¿Ahora?

     MISTRESS CHEVELEY.- (Sonriendo.) Mañana.

     LORD GORING.- ¿Habla usted en serio?

     MISTRESS CHEVELEY.- Completamente en serio.

     LORD GORING.- Sería yo un malísimo marido para usted.

     MISTRESS CHEVELEY.- No me preocupan los malos maridos; he tenido ya dos y me han divertido enormemente.

     LORD GORING.- ¡Querrá usted decir que se ha divertido enormemente!

     MISTRESS CHEVELEY.- ¿Qué sabe usted de mi vida conyugal?

     LORD GORING.- Nada; pero puedo leer en ella como en un libro.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¿Qué libro?

     LORD GORING.- (Levantándose.) El libro de cuentas.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¿Le parece a usted bonito mostrarse tan poco amable con una mujer y en su propia casa?

     LORD GORING.- Tratándose de mujeres seductoras, el sexo es un reto y no una defensa.

     MISTRESS CHEVELEY.- Supongo que eso es una galantería en usted. No, querido Arturo; a las mujeres no se las desarma nunca con una galantería. En cambio, a los hombres sí. Esta es la diferencia entre uno y otro sexo.

     LORD GORING.- Las mujeres no están nunca desarmadas, que yo sepa.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Después de una pausa.) De modo que está usted dispuesto a llevar a la ruina a su mejor amigo, a Roberto Chiltern, antes que casarse con una mujer que conserva todavía muchos atractivos. Creí que sería usted capaz de llegar a las cimas del sacrificio, Arturo; me parece que ese es su deber. Así podría usted pasarse el resto de su vida contemplando sus propias perfecciones.

     LORD GORING.- ¡Oh, ya lo hago! Por otro lado, el sacrificio es una cosa que debía suprimir la ley. Es muy desmoralizador para las personas por quienes uno se sacrifica. Acaban siempre mal.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Como si a Roberto Chiltern pudiera desmoralizarle algo! Se olvida usted de que conozco perfectamente su valor moral.

     LORD GORING.- Lo que usted sabe de él no es su verdadero valor moral. Aquello fue un acto de locura cometido en su juventud; deshonroso, si usted quiere; infamante, indigno de él, lo reconozco...; pero no es su verdadero valor moral.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Cómo se defienden ustedes los hombres unos a otros!

     LORD GORING.- ¡Y cómo se atacan ustedes las mujeres unas a otras!

     MISTRESS CHEVELEY.- (Con amargura.) Yo no ataco más que a una mujer: a Gertrudis. La odio. La odio ahora más que nunca.

     LORD GORING.- Supongo que será porque ha provocado usted una tragedia en su vida.

     MISTRESS CHEVELEY.- (En tono burlón.) ¡Oh! No hay más que una tragedia en la vida de una mujer, y es la siguiente: que su pasado es siempre su amante, y su porvenir es, invariablemente, su marido.

     LORD GORING.- Lady Chiltern no conoce esa clase de vida a la que usted se refiere.

     MISTRESS CHEVELEY.- Una mujer que usa guantes del siete y tres cuartos no sabe nunca gran cosa de nada. Y ya sabe usted que Gertrudis ha usado siempre guantes de esa medida. Es uno de los motivos que han hecho imposible toda simpatía moral entre nosotras... En fin, Arturo, creo que esta entrevista romántica puede darse por terminada. Convendrá usted en que era romántica, ¿verdad? Por el solo privilegio de ser su esposa estaba dispuesta a desprenderme de una gran presa, que constituye el punto culminante de mi carrera diplomática. ¿No acepta usted? Está bien. Si Roberto Chiltern no apoya mi proyecto argentino, le denuncio, «voilá tout».

     LORD GORING.- No hará usted eso. Sería un acto vil, horrible, infame.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Encogiéndose de hombros.) ¡Oh! Nada de palabras gruesas, se lo ruego. ¡Tienen tan poco sentido! Es una transacción comercial, y nada más. Es inútil mezclar en ella el menor sentimiento. He ofrecido a Roberto Chiltern venderle una cosa; si no quiere pagar por ella el precio que le pongo, tendrá que pagarla al mundo con un precio más caro. Y no hay más que hablar. Me voy. Buenas noches. ¿Quiere usted darme la mano?

     LORD GORING.- ¿A usted? No. Su transacción con Roberto puede pasar por una repugnante transacción comercial en un siglo innoblemente mercantilizado. Pero parece usted olvidar que ha venido aquí esta noche a hablar de amor; usted, cuyos labios profanan la palabra amor; usted, para quien el amor es como un libro cerrado y sellado; usted, que ha ido esta tarde a casa de una de las mujeres más nobles y más dulces del mundo para humillar a su marido en presencia de ella, para intentar matar su amor, para verter veneno en el corazón de esa mujer y amargura en su vida, para destruir su ídolo si ello fuese posible, para manchar su alma. Y esto no puedo perdonárselo. Fue horrible. Para eso no puede haber perdón.

     MISTRESS CHEVELEY.- Arturo, es usted injusto conmigo, créame; es usted completamente injusto. No he ido a mofarme de Gertrudis. No tenía semejante intención cuando llegué. Fui, con lady Markby, sencillamente a preguntar si se había encontrado en su casa un adorno, una alhaja que he perdido no sé dónde. Si no me cree usted, pregúnteselo a lady Markby; verá cómo le dice que es verdad. La escena ha ocurrido después de marcharse lady Markby, y



me ha sido impuesta por la dureza y la malquerencia de lady Chiltern. Fui a su casa un poco por burla, si usted quiere; pero, sobre todo, con intención de preguntar si se había encontrado allí un broche de brillantes. Ese es el origen de toda la cuestión.

     LORD GORING.- ¿Un broche en forma de serpiente, de brillantes con rubíes?

     MISTRESS CHEVELEY.- Sí. ¿Cómo lo sabe usted?...

     LORD GORING.- Porque ha aparecido. Yo mismo lo encontré y he sido tan tonto que no me acordé de decírselo al mayordomo al irme. (Se dirige hacia su mesa y abre un cajón.) Está en este cajón. No, en este otro. Es este broche, ¿verdad?

(Levantándolo en el aire.)

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Sí! Cuánto me alegro haberlo encontrado... Era... un regalo...

     LORD GORING.- ¿No quiere usted ponérselo?

     MISTRESS CHEVELEY.- Sí, con tal que usted me lo cierre. (LORD GORING Se lo coloca de pronto en el brazo.) ¿Por qué lo pone usted como brazalete? No tenía ni la menor idea de que pudiera llevarse como brazalete.

     LORD GORING.- ¿De veras?

     MISTRESS CHEVELEY.- (Extendiendo su hermoso brazo.) Y resulta muy bien como brazalete, ¿verdad?

     LORD GORING.- Sí; mucho mejor que la última vez que lo vi.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¿Cuándo lo vio usted la última vez?

     LORD GORING.- ¡Oh! Hace diez años, en el brazo de lady Berkshire, a quien se lo ha robado usted.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Sobresaltada.) ¿Qué quiere usted decir?

     LORD GORING.- Quiero decir que ha robado usted esta alhaja a mi prima Mary Berkshire, a quien se la envié yo como regalo de bodas. Las sospechas recayeron sobre un pobre criado que fue despedido afrentosamente. Lo reconocí anoche. Decidí no decir una palabra hasta encontrar a la ladrona. Ya tengo ahora a la ladrona y he oído su propia confesión.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Denegando con la cabeza.) Eso no es verdad.

     LORD GORING.- Ya sabe usted que sí. Mire, se está leyendo ahora mismo en su cara.

     MISTRESS CHEVELEY.- Lo negaré todo. Diré que no he visto nunca ese mísero objeto y que no ha estado nunca en mi poder.

(MISTRESS CHEVELEY intenta quitarse el brazalete de la muñeca, sin conseguirlo. LORD
GORING la contempla con aire divertido. Los finos dedos de la dama aprietan inútilmente la alhaja. Se le escapa una maldición.)

     LORD GORING.- El único inconveniente que tiene cometer un robo es que no sabe uno nunca las maravillas que encierra el objeto robado. No podrá usted quitarse ese brazalete como no sepa dónde está el resorte. Y veo que no lo sabe usted. Es bastante dificil encontrarlo.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Canalla! ¡Es usted un cobarde!

(Intenta de nuevo, y en vano, quitarse el brazalete.)

     LORD GORING.- ¡Oh, nada de palabras gruesas, se lo ruego! ¡Tienen tan poco sentido!

     MISTRESS CHEVELEY.- (Se pone otra vez a tirar del brazalete, en un paroxismo de rabia, emitiendo sonidos inarticulados. Después se detiene y mira a LORD GORING.) ¿Qué va usted a hacer?

     LORD GORING.- Pues llamar a mi criado. Es un criado admirable: viene siempre cuando se le llama; y, una vez que esté aquí le diré que vaya a buscar a la Policía.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Temblando.) ¿A la Policía? ¿Para qué?

     LORD GORING.- Mañana los Berkshire la perseguirán a usted. Para eso sirve la Policía.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Se encuentra ahora en el colmo del terror físico. Su cara está trastornada y su boca torcida. Se ha desprendido de sus rasgos una máscara. Da terror verla en este momento.) No haga usted eso... Haré todo lo que quiera; sí, todo lo que exija.

     LORD GORING.- Déme usted la carta de Roberto Chiltern.

     MISTRESS CHEVELEY.- ¡Un momento! ¡Un momento! Déjeme usted reflexionar.

     LORD GORING.- Déme la carta de Roberto Chiltern.

     MISTRESS CHEVELEY.- No la llevo aquí. Se la daré a usted mañana.

     LORD GORING.- Está usted mintiendo. Démela ahora mismo. (MISTRESS CHEVELEY saca la carta y se la entrega; está atrozmente pálida.) ¿Es ésta?

     MISTRESS CHEVELEY.- (Con voz muy ronca.) Sí.

     LORD GORING.- (Coge la carta, la examina, suspira y la quema en una vela.) Aun siendo una mujer tan elegante, mistress Cheveley, tiene usted momentos de admirable sentido común. La felicito por ello.

     MISTRESS CHEVELEY.- (Viendo la carta de LADY CHILTERN, cuyo sobre asoma un poco por el borde de la cartera.) Déme un vaso de agua, se lo ruego.

     LORD GORING.- Con mucho gusto. (Se dirige a un extremo de la habitación y llena un vaso de agua. Mientras está de espaldas, MISTRESS CHEVELEY se apodera de la carta de LADY CHILTERN. Cuando LORD GORING vuelve con el vaso lo rechaza con un ademán.)

     MISTRESS CHEVELEY.- Gracias. ¿Quiere usted hacer el favor de ponerme el abrigo?

     LORD GORING.- Con mucho gusto.

     MISTRESS CHEVELEY.- Gracias. No volveré a hacer nada que pueda perjudicar a Roberto Chiltern.

     LORD GORING.- Afortunadamente, no tiene usted medios para ello, mistress Cheveley.

     MISTRESS CHEVELEY.- Y aunque la suerte me los proporcionase, no haría uso de ellos. Por el contrario, pienso hacerle un gran favor.

     LORD GORING.- Me alegra mucho saberlo. Es una conversión.

     MISTRESS CHEVELEY.- Sí; no puedo acostumbrarme a la idea de que un «gentleman» inglés tan recto y caballeroso sea engañado con tanta desvergüenza y...

     LORD GORING.- ¿Y qué?

     MISTRESS CHEVELEY.- Acabo de notar que la suprema confesión de Gertrudis moribunda se ha extraviado en mi bolsillo no sé cómo.

     LORD GORING.- ¿Qué quiere usted decir?

     MISTRESS CHEVELEY.- (Con tono amargo, pero triunfante.) Quiero decir que pienso enviar a Roberto Chiltern la carta de amor que le ha escrito a usted esta noche su mujer.

     LORD GORING.- ¿Una carta de amor?

     MISTRESS CHEVELEY.- (Riendo.) «Le necesito. Confío en usted. Acudo a usted, Gertrudis.»

     LORD GORING.- (Se precipita hacia la mesa y coge el sobre vacío. Se vuelve rápidamente.) ¿Es que tiene usted que estar robando siempre, miserable? Devuélvame esa carta. Se la quitaré a la fuerza. No saldrá usted de aquí hasta que la tenga otra vez en mi poder.

(Se precipita hacia ella, pero MISTRESS CHEVELEY apoya un dedo en el botón que hay
sobre la mesa. El timbre resuena agudamente. Entra PHIPPS.)

     MISTRESS CHEVELEY.- (Después de una pausa.) El señor llamaba únicamente para que me acompañase usted. Buenas noches, lord Goring.

(Sale seguida de PHIPSS, con el rostro iluminado por una sonrisa de triunfo perverso.
Brillan sus ojos de alegría. Parece rejuvenecida. Su última mirada es como una rápida flecha. LORD GORING se muerde los labios y enciende un cigarrillo.)

TELÓN

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