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Un paraguas bajo la lluvia: comedia en dos actos y ocho cuadros1

Mujeres insignificantes: en la guerra como en la guerra

Víctor Ruiz Iriarte





«Juguetón esquema de ballet» (Enrique Llovet. Abc 16 sept. 1965); «leve, alegre, encantador scherzo» (José Montero Alonso. Madrid 15 sept. 1965); «juego escénico» (Francisco García Pavón. Arriba,16 sept. 1965); «enredo» (J. Téllez Moreno. Hoja Oficial del Lunes 20 sept. 1965). Tales eran los comentarios de la crítica madrileña, después del estreno, el 14 de septiembre de 1965, de la amable comedia de Víctor Ruiz Iriarte Un paraguas bajo la lluvia, obra que parece pensada para el lucimiento de los actores y actrices y, de manera especial, de la cómica Gracita Morales. El propio autor -lo recordaba Nicolás González Ruiz en Ya (15 sept. 1965)- había definido en su Autocrítica esta nueva producción como un divertimiento, marcando con dicha palabra el modesto límite de sus aspiraciones.

El número de actores y actrices utilizados era muy reducido porque Gracita Morales, Mabel Karr y Alfredo Landa daban vida a variantes distintas de personajes con los que el autor venía a representar la misma idea de fondo en tiempos distintos: la mujer se veía obligada a trabajarse el amor del hombre de sus sueños. Sobre la escena el hilo conductor de otra actriz prestigiosa, Julia Caba Alba, daba vida a la madre de la protagonista, se supone que habitante de una existencia distinta de esta mortal, la cual explica las vicisitudes del pasado a la joven que, desde el presente, recaba su ayuda. Teatro, en definitiva, fácil, pero únicamente para quien, como Ruiz Iriarte a estas alturas de su vida, andaba sobrado de oficio.

Se plantean cuatro situaciones distintas en sendos tiempos históricos, todos los cuales tienen en común un punto de partida: el deseo, por parte de una mujer sin especiales atractivos físicos, de conquistar a un hombre inicialmente no interesado por ella. Lo consigue utilizando en cada caso un ardid diferente. Podríamos hablar de una sucesión de cuadros que serían independientes si no fuera por el argumento común y por la presencia de un engarce único: la mujer que, bajo la protección de un paraguas y situada sobre una plataforma, conoce las vicisitudes de tres de las mujeres afectadas (su abuela, su madre y ella misma) y está a punto de saber cuál es el problema que afecta a su hija.

No es fácil encontrar profundidad en una obra como la examinada ni, con toda seguridad, Ruiz Iriarte quiso ofrecerla a un público ansioso, más que nada, de entretenimiento. Sin embargo, como de costumbre en el autor, existe un cierto didactismo. Es sencillo y nada inhabitual, por otra parte, en él: el amor triunfa frente a cualesquiera obstáculos que las circunstancias o las personas le impongan. Si hay mujeres, como las Floritas de estos cuadros, empeñadas en hacer que salve las barreras, tal cosa sucederá. La muralla más importante, en Un paraguas bajo la lluvia, es la presencia de ella, la otra, la contraria, aquella mujer que puede despertar el interés del hombre porque su atractivo es superior al de la Florita de turno. No hay, sin embargo, enemigo pequeño. Las Floritas son casi insignificantes pero tienen armas que pueden hacer valer. Sabe cocinar como la de hacia 1885. Es astuta e intrigante como la de 1905. Maternal y protectora como la de 1936 o, incluso, puede llegar todo lo lejos que resulte posible, como la de 1965. En el amor, como en la guerra, todo vale.

La evolución de estas Floritas se ha acompasado a los tiempos. Una mujer del siglo xix era una buena ama de casa y eso explica la figura de la Florita del primer cuadro. Su pareja, Octavio, no puede justificarse de manera realista en esta obra a fin de cuentas no realista porque no es más que una figura teatral. Se trata de un marqués que no parece percatarse del carácter como mínimo liviano de la Adelina a la que lleva a su casa. Además, contra toda lógica, necesita a esta mujer por la que se ha interesado para que cocine, lave y planche para él, como si esas tareas no pudiera ejecutarlas con más eficacia una sirvienta. No más lógico es que unos pocos días pasados en una casa basten para que una simple cocinera se enamore de un marqués y, sin más estímulo que ese, abandone la casa en que sirve y se presente, con todas sus pertenencias, en la de aquel. Antes de casarse con el noble abrumará al espectador con una larga parrafada sobrada de frases para las que no puede encontrarse otra justificación que no sea la búsqueda del lucimiento de la actriz. Feliz final posible solo en el mundo de la comedia.

Resolución grata para el espectador, y no más verosímil, tiene el segundo episodio, lance de adulterio sorprendentemente no conocido por el esposo pero sí descubierto por la Florita del cuadro, que arregla a su manera el enredo para, de forma imposible de aceptar en buena lógica, casarse con quien asaltaba el hogar de sus tíos. El adulterio, tema tan habitual en Ruiz Iriarte, aparece despojado de cualquier sombra de dramatismo, hasta el punto de ser el que propicia el casamiento de Florita. Poco enamorada debía de estar la adúltera Rosalía, y lo mismo cabe decir del donjuán Teodoro, cuando ambos prestaron oídos a los débiles testimonios que harán tambalear su relación y que permiten que surja el interés del joven por Florita. El cornudo, para reforzar la comicidad de la obra, es quien bendice la nueva relación. Este es el episodio en el que se introducen más cuñas sociohumorísticas, como la que alude a la tolerancia moral de Francia con respecto a la supuesta intransigencia española.

Otras observaciones tienen un carácter puramente jocoso: «-Aquí [en Madrid] todo es miserable y mezquino... -¿Y adónde iremos? -¡A Soria!». Después de lo cual, Rosalía le pide a su amante que no olvide que ella es una mujer decente. No pocas de las frases pronunciadas por Florita parecen escritas exprofeso para Gracita Morales, poseedora de una peculiar voz y una característica manera de actuar, merecedoras ambas de la sonrisa cómplice del espectador: «¡Madre mía! ¡Qué adulterio! Pero ¡qué adulterio!». O: «¡Perdido! ¡Libertino! ¡Que es usted un libertino!». Pueden intuirse los modos actorales de la Morales en la parte final del audio Esta es su vida, <http://ruiziriarte.com/biografia/estaessuvida.htm>.

Desde el principio del cuadro quinto, inicio del acto segundo -innecesaria partición obligada por simple convención teatral-, queda clara la fecha en que la tercera Florita, la que ha sido invocada al principio de la obra, habrá de utilizar sus artes amatorias: 18 de julio de 1936. En el curso del cuadro se juega de vez en cuando con el valor histórico de dicha fecha, dándole un carácter dilógico: «¿Me prometes que no olvidarás nunca este día? [...] ¡Oh! ¡Lo que nos espera, Guillermina!». Ni lo imagina. El protagonista del lance, Adolfo, va a casarse con Guillermina, a quien ha conocido quince días atrás, pero terminará haciéndolo con Florita, una joven más bien desmañada y poco atractiva que jugaba en su infancia con aquel y que lo conquistará escondiendo a este hombre de derechas en su casa durante los tres años que duró la guerra civil. Para que su fechoría tenga un pase moral habrá de quedar claro que la tal Guillermina «dio que hablar en Burgos». «De menuda se libró tu padre...», refuerza la tercera Florita. Previamente habrá dejado caer el nombre de otro individuo pretendidamente relacionado con Guillermina, quien, a su vez, reprochará la relación supuestamente mantenida por su novio con una vicetiple. La historia del segundo caso, pues, se repite: sospechas, nombres lanzados contra la otra persona, acusaciones. Naturalmente, la beneficiada es Florita, que sacará el mejor partido de su vena protectora en la difícil circunstancia histórica por la que está a punto de atravesar España. «En la guerra como en la guerra», se justifica la Florita vencedora de la refriega.

La última Florita, la actual, se ha equivocado de habitación. El resultado ha sido una relación sexual con Mateo, de quien se enamoró ocho días atrás y que hasta entonces se había interesado por ella más bien poco. Lo había invitado a un parador con fines como mínimo poco claros y termina sucediendo lo no previsto. ¿O acaso sí? Es igual. El resultado es este por el que ahora la cuarta Florita no sabe si reír o llorar. Lo cierto es que en 1965 los tiempos fluyen con rapidez y, por lo que se ve, ya no es el hombre quien toma la iniciativa en los asuntos del amor. De hecho, Mateo es pusilánime, timorato y no se da cuenta de la naturaleza del movedizo terreno que le está obligando a pisar Florita, que lleva la voz cantante de la relación en todo momento, ante el apocamiento de su reticente pareja: «Un hombre es un hombre, señorita. Y un hombre tiene una reputación». Los papeles se han invertido en este nuevo tiempo reflejado en la conversación entre Mateo y la joven, ejemplo de las preocupaciones satirizadas más de una vez en el teatro de estos años por Ruiz Iriarte: las inquietudes sociales, el cine intelectual, la literatura sesuda, el régimen político español, la homosexualidad; y sobre todo, la mujer. Las reticencias de Mateo a mantener relaciones físicas con Florita permiten dar entrada al tema de la homosexualidad, uno de los motivos secundarios reiteradamente presentes en Ruiz Iriarte. Florita se encargará de disipar las dudas expresadas por la actriz Nina, personaje tópico y no del todo necesario porque únicamente alarga el texto de manera poco procedente: «Ahora hay muchos así...». Habrá boda porque será Mateo quien se la solicite a Florita, consiguiendo así que sea esta quien haga que aquel se sienta culpable de lo sucedido.

Todas las Floritas están condenadas a repetir la misma historia: emprender la caza de un hombre que se les resiste y hacerlo con las pocas armas con que Dios o la naturaleza les han dotado. No es mucho, pero sí suficiente para una comedia sin mayores pretensiones, sobre todo si consideramos su naturaleza fragmentada. Precisamente en su estructura, por lo que tiene de variedad que impide el aburrimiento, halla la obra su aliado y, al mismo tiempo, su mayor enemigo, como hubo de ver Pérez Fernández, el crítico de Informaciones (15 sept. 1965), quien señaló que el ritmo de la comedia era declinante desde la primera pieza, «la mejor de todas» a su juicio, hasta la última, la más floja, porque «el tipo del muchacho pudoroso está ya demasiado visto», pasando por una segunda «todavía plenamente teatral» y una tercera que era «apenas un apunte fugaz».

Al final, la Florita madre trasmitirá la moraleja buscada, no por tópica menos grata al espectador: «Después de todo, nuestros pecados, nuestras pequeñas y grandes travesuras, fueron por amor. Estábamos enamoradas. Y es tan dulce y tan bonito y tan grande, Señor, estar enamorada». Aventura para su hija la misma felicidad que ella, su madre y su abuela disfrutaron. Claro que los años sesenta del pasado siglo eran ya una época turbulenta por lo que a este y otros aspectos se refiere. Pero ahí se detiene el amable examen de Ruiz Iriarte.

Obras citadas:

Ruiz Iriarte, Víctor. «Autocrítica». Teatro español: 1965-1968. Ed. Federico Carlos Sainz de Robles. Madrid: Aguilar, 1967. 101.

Edición y notas de Óscar Barrero Pérez

Esta comedia se estrenó en el teatro de la Comedia, de Madrid, la noche del 14 de septiembre de 1965, con el siguiente reparto



PERSONAJES
 
ACTORES
 
FLORITA.GRACITA MORALES.
DOÑA FLORITA.JULIA CABA ALBA.

En 1885

 
FLORITA.GRACITA MORALES.
ADELINA.MABEL KARR.
OCTAVIO.ALFREDO LANDA.

En 1905

 
FLORITA.GRACITA MORALES.
ROSALÍA.MABEL KARR.
TEODORO.ALFREDO LANDA.
DON LEANDRO.ANTONIO VICO.

En 1936

 
FLORITA.GRACITA MORALES.
GUILLERMINA.MABEL KARR.
ADOLFO.ALFREDO LANDA.

Hoy

 
FLORITA.GRACITA MORALES.
DOÑA FLORITA.JULIA CABA ALBA.
NINA VALENTI.MABEL KARR.
MATEO.ALFREDO LANDA.



ArribaAbajoActo I


Cuadro I

 

Se apagan todas las luces. Se hace un oscuro absoluto. Dentro, un ritmo musical muy del día que, en seguida, súbitamente, se extingue.

 
 

Y, de pronto, un débil rayo de luz rasga las sombras, cae sobre el escenario y descubre, en el centro, muy en primer término, un paraguas abierto de color azul celeste, que brilla como mojado por la lluvia. Cuando el rayo de luz se ensancha un poco, bajo el paraguas aparece FLORITA, que lo sostiene. Está en pie, sobre una pequeña plataforma que, adherida al borde del escenario, en un plano inferior, avanza hacia el patio de butacas. Es una muchacha de aspecto insignificante, que se cubre con un impermeable y lleva un pañuelo a la cabeza. Está mirando hacia arriba, hacia el cielo, con los ojos muy abiertos, como buscando algo. Parece que se encuentra en un gran apuro.

 

FLORITA.-  ¡Mamá! ¡Mamaíta! ¿Estás ahí? ¿Me oyes? Soy yo, tu Florita. ¡Mamá! Si estás en el cielo, estás ahí, y si estás ahí, me estás escuchando. ¡Mamá! ¿Puedes venir? ¡Por Dios! Mira que me haces muchísima falta. Ven, mamá. Date prisa. Estoy en una carretera, a setenta kilómetros de Madrid, a la puerta de un parador que se ha puesto de moda. ¿Que por qué? Ya te lo contaré. ¡Mamá! Hace una noche negra. Está lloviendo desde hace horas y horas. ¡Ay, mamá! Precisamente esta lluvia tiene la culpa de todo lo que ha pasado. Bueno. Eso no es verdad. La culpa es mía, porque demasiado sabía yo que iba a llover. Ven, mamá. Mira que te necesito. ¡Que tengo que contártelo todo! ¡Dios mío! Pero ¿por qué no haces un milagro para que mamá acuda ahora, a mi lado, desde el otro mundo? ¡Un milagro pequeñito! ¡Un milagro chiquitín! ¡Mamá, mamaíta!...  (Se oye un estampido lejano, lejanísimo, como de un trueno remoto. Al mismo tiempo se apaga la luz y, en medio de una total oscuridad, se oye la voz de FLORITA, que grita.)  ¡Ayyy! ¡Qué noche!

 

(Vuelve el rayo de luz. Pero ahora, junto a FLORITA, en la plataforma, muy cerquita de ella y resguardándose bajo el mismo paraguas, aparece DOÑA FLORITA. Una señora un tanto estrafalaria, que viste de oscuro y lleva un gran sombrero con flores.)

 

DOÑA FLORITA.-  Hola, hijita. ¿Cómo estás?

 

(FLORITA la mira estupefacta y se estremece.)

 

FLORITA.-  ¡Ayyy!...

DOÑA FLORITA.-  Hace fresquito, ¿eh? ¡Qué lata!

FLORITA.-  ¡Mamá! ¿Eres tú?

DOÑA FLORITA.-  Pues claro, hija. ¿No me has llamado?

FLORITA.-  ¡¡Mamá!!

DOÑA FLORITA.-  La misma...

FLORITA.-  ¡Ay, mamá, mamaíta!

DOÑA FLORITA.-  ¡Hala, hala! No te quedes ahí como una tonta. Pero si esto es muy natural...  (Se la queda mirando un instante. Sonríe.)  ¡Je! Has cambiado mucho, Florita. Y se comprende. Cuando te dejé eras todavía tan niña, tan niña...

FLORITA.-   (De pronto.)  ¡Mamá!

DOÑA FLORITA.-  ¡Ay! ¿Qué?

FLORITA.-  ¿Estás bien?

DOÑA FLORITA.-  Pues estaba de primera, hija; pero ahora, con esta nochecita, no sé, no sé qué te diga. Me parece que voy a volver con una gripe. ¡Qué gaita!

FLORITA.-  Cuéntame, mamá. ¿Cómo se está en la vida eterna? ¿Es verdad todo lo que dicen?

DOÑA FLORITA.-   (Vagamente.)  Mira, niña, dejemos eso...

FLORITA.-  ¿Estás en el cielo, mamá?

DOÑA FLORITA.-   (Muy suya.)  ¡Florita! ¡No seas preguntona! ¡Ea!

FLORITA.-  ¡Ay, mamá!

DOÑA FLORITA.-   (Estornudando.)  ¡Atchís! ¡Atchís! ¡Vaya! ¿No lo dije? Lo pesqué...  (De pronto se queda mirando a un lugar imaginario, entre las sombras.)  Oye. ¿Qué edificio es ese?

FLORITA.-  «El Palacio de los Infantes».

DOÑA FLORITA.-   (Respetuosamente.)  ¡Vaya! ¿Es que ha vuelto la Monarquía?

FLORITA.-  ¡No! ¡Qué va!

DOÑA FLORITA.-  Entonces, ¿qué infantes son esos?

FLORITA.-  No se sabe.

DOÑA FLORITA.-   (Muy divertida.)  ¡Anda! ¡Qué cosas!

FLORITA.-  ¡Mamá! «El Palacio de los Infantes» es un parador para turistas...

DOÑA FLORITA.-  ¡No!

FLORITA.-  ¡Sí!

DOÑA FLORITA.-   (Se ríe.)  ¡Jesús! ¿Y le llaman así? ¡Pero qué fantasía tiene la gente!  (Ríe; pero ahora en una transición, casi con misterio.)  Oye. Por curiosidad: ¿han llegado ya los rusos a la luna?

FLORITA.-  Todavía no.

DOÑA FLORITA.-  ¡Qué pesados! ¿Y los americanos? ¿Cómo se portan?

FLORITA.-  Como siempre...

DOÑA FLORITA.-  ¡Anda! Pues estáis aviados.

FLORITA.-  ¡Ay, mamá! ¡Pero qué cosas dices!...

DOÑA FLORITA.-   (Muy interesada.)  Oye. ¿Sigue la gente veraneando en Torremolinos?

FLORITA.-  ¡Naturalmente!

DOÑA FLORITA.-   (Indignada.)  ¡Vaya! Pues me parece una tontería, ¡ea! Porque, vamos, donde esté San Sebastián...

FLORITA.-   (Atónita.)  Pero, mamá, ¿es que has venido del otro mundo para preguntarme por los rusos, por los americanos y por Torremolinos?

DOÑA FLORITA.-  ¡Ay, hija! Disculpa. Es que como Allá a todo eso no se le da ninguna importancia, una está sin noticias. Y yo siempre he sido muy curiosa. ¡Je!

 

(Un silencio levísimo. Y, de pronto, FLORITA se decide.)

 

FLORITA.-  ¡Mamá!

DOÑA FLORITA.-  ¿Qué?

FLORITA.-  He cometido una locura...

DOÑA FLORITA.-  ¿Quién? ¿Tú?

FLORITA.-  ¡Sí!

DOÑA FLORITA.-  ¡Hola! ¿Y qué has hecho?

FLORITA.-  ¡Mamá! Pero, qué tontísima estás...

DOÑA FLORITA.-  ¡Niña!

FLORITA.-  ¡Mamá! ¡Por favor! ¡Te lo suplico! Compréndeme. ¡Yo tenía que conquistar a un hombre!

DOÑA FLORITA.-  ¡Acabáramos!

FLORITA.-  Le quiero, ¿sabes?  (Muy indignada.)  Pero es un tonto, que vive en la luna y no se entera de nada. ¡Ay, mamaíta! Tú no sabes lo difíciles que se han puesto los hombres. Nada, que no quieren, ¿sabes? Se empeñan en que no y no. ¡Claro! Pero si es natural, si es que están muy distraídos. Entre el coche, las novelas policíacas, lo del cosmos, lo social y la televisión, se les pasan las horas sin sentir...

DOÑA FLORITA.-   (Muy impresionada.)  ¡Anda! Pero ¿es que ya hay televisión?

FLORITA.-   (Chillando.)  ¡Mamá!

DOÑA FLORITA.-  ¡Ay! Calla, hija. Es que esta condenada curiosidad me pierde...

FLORITA.-  ¡Ay, mamá, mamá, cómo estás!...

DOÑA FLORITA.-  Bien, bien. A lo nuestro. Conque te has enamorado y has hecho una buena...

FLORITA.-   (Con rubor.)  Sí, mamá...

 

(DOÑA FLORITA mira a su hija, suspira y mueve la cabeza, tiernamente comprensiva.)

 

DOÑA FLORITA.-  ¡Tú también!...

FLORITA.-   (Sorprendidísima.)  ¿Cómo?

DOÑA FLORITA.-  ¡Qué destino!

FLORITA.-   (Muy impresionada.)  Pero, mamá, ¿qué quieres decir?

DOÑA FLORITA.-  Lo dicho, hija, lo dicho. ¡Que la historia se repite!

FLORITA.-  ¡Ay, mamá! ¿Es que tú también...?

DOÑA FLORITA.-  ¿Cómo yo? ¡Anda! Y mi madre y mi abuelita...

FLORITA.-  ¡Mamá!  (Alarmadísima.)  ¿Qué dices?

DOÑA FLORITA.-   (Un suspiro.)  Ya te digo que es nuestro destino, hija. Las mujeres de nuestra familia, cuando nos enamoramos, para conquistar al hombre de nuestros sueños siempre tenemos que dar un golpe de mano. Si no, estamos perdidas...

 

(Se calla. Se ensimisma. Comienza a oírse, al piano, suavemente, como muy lejana, la música del romance de la reina Mercedes... FLORITA se vuelve hacia su madre.)

 

FLORITA.-  ¿En qué estás pensando, mamá?

DOÑA FLORITA.-  ¡Je! Estaba pensando en mi abuelita. Fue la primera Florita, la fundadora de la dinastía. La pobrecita se había enamorado de un tunante, más tunante...

 

(Oscuro.)

 


Cuadro II

 

Hacia 1885. Un saloncito en una elegante casa madrileña. Al fondo, un mirador. Una entrada a la izquierda y dos puertas en el lateral de la derecha -siempre términos del público-. Un sofá y unos sillones. En el ángulo del fondo izquierda, una mesa escritorio. Una tarde. En invierno.

 
 

Cuando vuelve la luz, deja de oírse la música y en el centro aparecen, en pie, muy juntos, estrechamente abrazados y sumidos en un larguísimo beso, OCTAVIO y ADELINA. Él es un joven muy compuesto. Ella es una hermosa mujer, ataviada de calle, bastante llamativa, con abrigo y un sombrero de plumas. Hay un silencio fugaz. Y luego:

 

OCTAVIO.-  ¿Cómo se llama usted?

ADELINA.-  Adelina.

OCTAVIO.-  ¡Oh!

ADELINA.-  ¿Y usted?

OCTAVIO.-  ¡Octavio!

ADELINA.-  ¡Qué bien!

OCTAVIO.-  ¡Oh, Adelina, Adelina!

ADELINA.-  ¡Ay, Octavio! Pero ¡qué arrollador es usted!...

 

(Se besan otra vez. Él está radiante y emocionado.)

 

OCTAVIO.-  ¿Me permite usted que la tutee?

ADELINA.-  Si ha llegado el momento...

OCTAVIO.-   (Jubiloso.)  ¡Sí! ¡Ha llegado! ¡Ha llegado!

ADELINA.-  Entonces, ¿por qué no?

OCTAVIO.-   (Con entusiasmo.)  ¡Oh, el amor!...

ADELINA.-   (Muy femenina.)  Calla, tonto, calla...

OCTAVIO.-  ¡Lo que es la vida! Anoche, en el Real, durante el primer acto de «La Favorita», todavía no nos conocíamos...

ADELINA.-  ¡Qué va! Ni pizca.

OCTAVIO.-  Pero después, en el descanso, cuando yo cruzaba el vestíbulo...

ADELINA.-   (Muy contenta.)  ¡Aparecí yo!...

OCTAVIO.-  ¡Sí!

ADELINA.-  ¡Toma! ¿Y sabes por qué? Porque iba al ambigú con una amiga para tomar un refresco de grosella.

OCTAVIO.-   (Romántico.)  Y en ese momento me pareció que el cielo se llenaba de músicas celestiales y que la tierra se convertía en un inmenso jardín. Luego, cuando me acerqué a ti y te dije, muy bajito: «¡Señorita! Mañana, a las cinco, plaza de la Encarnación...», tú, pobrecita, te pusiste muy colorada y me dijiste: «¿Qué número, caballero?».  (Se ríe.)  ¡Je! Porque a mí, con la emoción, ¡je!, se me había olvidado el número. ¡Figúrate!  (Se ríe más.)  ¡Se me había olvidado el número! ¡Je! ¡Qué tonto! ¡Pero qué tonto!...

 

(Se ríe, divertidísimo.)

 

ADELINA.-  ¡Je!  (Mira en torno con curiosidad.)  Oye. ¿Y de verdad eres soltero?

OCTAVIO.-  De verdad.

ADELINA.-  ¿Y de verdad vives tú solo en este piso tan bonito?

OCTAVIO.-  Pues claro que sí...

ADELINA.-  Pero ¿solo, solo?...

OCTAVIO.-  Del todo. Tranquilízate. Estoy incluso sin criada.  (Mira alrededor de sí mismo, con una infinita melancolía.)  ¡Ay! Es fatal. Las criadas jóvenes no quieren nada conmigo por el qué dirán. ¿Comprendes? Y las viejas, ya se sabe: si tienen que servir a un soltero, prefieren un canónigo, que es más tranquilo...

ADELINA.-  ¡Qué egoístas!

OCTAVIO.-   (Desolado.)  Y entonces, ¿qué pasa aquí? Pues pasa que en esta casa no se enciende jamás la cocina. Tengo que comer por ahí, en el Casino, de café en café, de hotel en hotel, de restaurante en restaurante. ¡Siempre! ¡A mediodía, por la noche!... ¡Todos los días! ¡Huy! ¡Y qué cosas como! Ya no puedo más. Estoy harto. Tengo el estómago hecho trizas. El hígado destrozado y los nervios de punta...

ADELINA.-  ¡Dios mío! ¡Qué vida tan triste la de los solteros! ¿Verdad?

OCTAVIO.-  ¡Oh! Si supieras...

ADELINA.-  Todos cuentan igual.

OCTAVIO.-  ¿Me perdonas este desahogo, Adelina?

ADELINA.-  Calla, hombre. ¿A qué está una?  (Y, de pronto, con mucha espontaneidad.)  Por cierto: ¿dónde tienes la alcoba?

OCTAVIO.-  ¡Mujer! Pero ¿ya?

ADELINA.-  Lo digo porque me gustaría quitarme algo. A mí la ropa me da sofoco...

OCTAVIO.-  Está bien. Ahí tienes la alcoba.  (Y señala la primera puerta de la derecha. Con evidente intención, muy mundano.)  Está puesta al estilo francés...

ADELINA.-  ¡Ah! ¿Sí?

OCTAVIO.-  Sí, sí...

ADELINA.-  ¡Qué pillo eres!

 

(Muy ligerita llega hasta la puerta de la alcoba. Una vez allí, se vuelve y le envía un beso por el aire.)

 

OCTAVIO.-  ¡Je!  (Ella entra en la alcoba. OCTAVIO, solo, muy contento, se frota las manos, satisfechísimo.)  ¡Oh! ¡Qué criatura! Pero, qué criatura...

 

(Muy diligente, empieza a preparar unas copas. Y, en seguida, vuelve ADELINA, que se ha despojado de su abrigo y su sombrero. Viene como deslumbrada.)

 

ADELINA.-  ¡Ay, madre! ¡Qué alcoba! Con edredones y todo...

OCTAVIO.-  ¡Je! ¿Te gusta?

ADELINA.-  ¿Que si me gusta? Como que de buena gana me acostaría y no me levantaría en todo el invierno. ¡Hijo! ¡Qué cama! ¡Qué ilusión!

OCTAVIO.-  ¡Je! Es una cama Luis XV... De matrimonio.

ADELINA.-  ¡Claro! Como tú eres soltero...

OCTAVIO.-  ¡Je! Eres un ángel, Adelina. ¿Una copa?

ADELINA.-  ¡Huy! Las copas. Esto es lo peor...

OCTAVIO.-   (En su mundo.)  ¿Qué vas a tomar? ¿Champán?

ADELINA.-  ¡Ay, no! ¡Que luego me da risa y te vas a enfadar!

OCTAVIO.-  ¿Moscatel? ¿Cariñena? ¿Anisete?

ADELINA.-  Mira. A mí dame de eso verde...

OCTAVIO.-  ¿Pipermín?

ADELINA.-  Como se llame...

OCTAVIO.-  ¡Je! Toma.

 

(Y le brinda, gentilmente, una copita. Ella le observa con admiración.)

 

ADELINA.-  ¡Chico! ¡Qué fino! ¡Qué modales! Da gusto contigo.

OCTAVIO.-  ¡Bah! ¡Que tengo cierto mundo! ¡Que viajo! ¡Que leo! ¡Que soy liberal!

 

(Beben los dos.)

 

ADELINA.-  Oye. La portera me ha dicho que eres marqués. ¿Es verdad o son ganas de exagerar?

OCTAVIO.-  ¡Je! Pues es verdad...

ADELINA.-  ¡Qué gachó!

OCTAVIO.-   (Con muchísimo interés.)  Oye. ¿Y tú, a qué te dedicas?

ADELINA.-  Hombre...

OCTAVIO.-  Bueno. Quiero decir que si eres costurera o peinadora o planchadora o algo así. Ya sabes que hay casos.

ADELINA.-  Quita, quita. Ni costurera ni nada. Yo siempre he tenido que trabajar para ganarme la vida. Y sin suerte, ¿sabes?, que es lo que me tiene desesperada. Porque las hay que consiguen todo lo que quieren. Pero una, que vale lo suyo, pues, ya ves, ni pum. Mira tú: mi sueño sería encontrar una cosa segura. Algo tranquilo, ¿comprendes? Pero ¡quia! No me sale. Lo más fijo que tengo es un senador que me llama los sábados...

OCTAVIO.-  ¡Calla! ¡Calla! ¡Pobre muchacha! ¡Qué vida!

ADELINA.-  ¡Huy! ¡Maldita sea! Me da un coraje...

OCTAVIO.-  Ea, ea. ¡Cálmate!

ADELINA.-  En España hay mucha injusticia, ¿verdad?

OCTAVIO.-  ¡Adelina!

ADELINA.-  ¿Qué?

OCTAVIO.-   (Insinuante.)  ¿Y, si, de pronto, hubiera cambiado tu sino?

 

(Ella se vuelve y le mira, suspensa.)

 

ADELINA.-  ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

OCTAVIO.-  ¡Adelina! ¿Sabes que, anoche, cuando te vi pasar ante mí por el vestíbulo del Real tuve una inspiración y me dije: «¡Octavio! ¡No busques más! ¡Mírala! ¡Esta! ¡Esta es la mujer que necesitas!».

ADELINA.-   (Atónita.)  ¿Quién? ¿Yo?

OCTAVIO.-  ¡Sí!

ADELINA.-  ¡Quia!

OCTAVIO.-  ¡Oh! Si lo sabré yo...

ADELINA.-  Oye, oye. Pero, entonces...

OCTAVIO.-  ¡Ea!  (Muy resuelto.)  No se hable más. Tú ya no sales de aquí. Tú te quedas conmigo...

ADELINA.-  ¿Cómo?  (Impresionadísima.)  ¿Que me quede?

OCTAVIO.-  ¡Sí!

ADELINA.-  ¿Aquí?

OCTAVIO.-  Aquí, aquí...

ADELINA.-  ¿Para siempre?

OCTAVIO.-  Para siempre.

ADELINA.-   (Emocionadísima.)  ¡Ay, madre! Pero, entonces, ¿esto es una cosa segura?

OCTAVIO.-  ¿Cómo segura? ¡Segurísima!

ADELINA.-   (Alborozadísima.)  ¡Ayyy! ¡Virgen de la Paloma! Si lo sé, me traigo el baúl.

OCTAVIO.-  ¡Ea! ¿Has comprendido ya?

ADELINA.-  ¡Toma! ¡Que nos liamos!

OCTAVIO.-  ¡Adelina! ¡No digas palabrotas!

ADELINA.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

OCTAVIO.-  ¡Criatura! Lo que yo te ofrezco es un hogar. Un hogar digno, honorable y español...

ADELINA.-   (Alegrísima.)  ¡Ay, chato!

OCTAVIO.-  ¡Je! ¿Estás contenta?

ADELINA.-  ¡Marqués! Pero ¿tanto te gusto?

OCTAVIO.-  ¡Adelina! Me gustas una barbaridad. Pero no es eso solo...

ADELINA.-  ¡Ah! ¿No?

OCTAVIO.-  ¡Ca! Yo voy más lejos...  (Se la queda mirando penetrantemente. Y luego, con un emocionado anhelo, ilusionadísimo.)  ¡Adelina! ¿Tú sabes guisar?

ADELINA.-   (Estupefacta.)  ¿Quién? ¿Yo?

OCTAVIO.-  ¿Sabes coser?

ADELINA.-  ¡No!

OCTAVIO.-   ¿Sabes planchar?

ADELINA.-  ¡No! ¡Tampoco!

OCTAVIO.-   (Indignadísimo.)  ¡Demonio! Pues si no sabes guisar, ni coser, ni planchar, ¿qué es lo que sabes hacer tú?

ADELINA.-  ¡Anda! ¡Qué pregunta!

OCTAVIO.-  ¡Adelina! ¿No te da vergüenza?

ADELINA.-  ¡Ay, hijo!

OCTAVIO.-  ¡Holgazana!

ADELINA.-  Pero si es que no he tenido tiempo de practicar...

OCTAVIO.-  ¡¡Hum!!  (Se deja caer en el sofá. Está abatidísimo. Desolado.)  ¡Qué pena! ¡Qué desilusión! ¡Qué desencanto! Y yo que me había llegado a creer...

ADELINA.-   (En jarras.)  Pero ¡leñe! ¿Me quieres explicar qué tiene que ver el arreglo de la casa...?

OCTAVIO.-   (Rencorosísimo.)  ¡Calla! ¡Insensata! Pero ¿es que todavía no te has dado cuenta de mi tragedia? Estoy harto de restaurantes, de hoteles y de cafés. No soporto ya el consomé y las espinacas, los «tournedós», los «rosbif» y los escalopes. Yo quiero comer otras cosas. Yo quiero comer lo que come todo el mundo. ¿Te enteras? Esos fritos. Esas sopas. ¡Sí! Sopas, sopas. ¡Muchas sopas! Y esos guisaditos ricos, olorosos, que cuando hierven hace el puchero así: bum, bum, bum... ¡A la española, Señor, a la española! Como hay que comer. Y quiero almorzar y cenar aquí, en mi casa, calentito, con mi bata y mis zapatillas. ¡Maldita sea! Pero ¿es que no tengo derecho?  (Transición.)  A veces, como tengo este genio tan fuerte, me rebelo contra mi destino y me paso tres o cuatro días sin aparecer por el restaurante. Y, claro, me muero de hambre. Me estoy quedando en los huesos. Anoche, cuando llegué al teatro, llevaba veinticuatro horas con un bocadillo de «foie-gras» que tomé en Lhardy la víspera...  (De pronto, con súbita indignación.)  ¡Hombre! Esa es otra. ¡El «foie-gras»! Me gustaría a mí echarme a la cara al sujeto que ha inventado esa porquería. Vamos, hombre. ¡Menos «foie-gras», señor mío, menos «foie-gras»! A mí deme usted cordero con patatas. ¡Pero con muchas patatas, caballero, con muchas patatas! Es espantoso. Desde hace varios años solo he vivido quince días de felicidad. Fueron quince días maravillosos que pasé invitado, este verano, en la finca de unos amigos que veranean en Santander  (Con vivísima nostalgia.)  ¡Cómo se comía en aquella casa! ¡Qué guisados! ¡Qué salsas! ¡Qué magras! ¡Qué potajes! ¡Hum! Tenían una criada que era un milagro. Se llamaba Florita. ¡Y cómo me cuidaba! ¡Oh! ¡Florita, Florita! ¡Qué criatura!  (Torvo.)  Por eso, como las criadas se resisten a venir a esta casa, pensé que por otros caminos encontraría la mujer que yo necesito. ¡Porque las hay! ¿Te enteras? ¡Digo! ¡Que si las hay! ¡Y más limpias que los chorros del oro! Anoche te vi tan dispuesta, tan airosa, que me dije a mí mismo: «¡Octavio! Esta chica guisa. ¡Vaya si guisa! Y plancha y cose y zurce y todo lo demás».  (Airadamente.)  Pero sí, sí. En eso piensa ella, la muy frívola. ¡Menudo chasco! ¡Señorita! Usted es una fresca, ea. Para que se entere...

ADELINA.-   (Da un paso con una vivísima resolución.)  ¡Basta! Me has llegado al corazón. Yo te juro que antes de tres días guiso, coso y plancho como la primera...

OCTAVIO.-   Calla, calla. Pero si no sabes nada, infeliz...

ADELINA.-  ¡No importa! ¡Aprenderé! Por estas...

OCTAVIO.-   (Ilusionadísimo.)  ¡Adelina! ¿Serías capaz? ¿Harías eso por mí?

ADELINA.-  ¡Digo! Como que voy yo a dejar escapar una cosa segura así como así.  (Heroica.)  Si hay que guisar, se guisa...

OCTAVIO.-  ¡Adelina! Eso sería maravilloso...

ADELINA.-  ¡Cállate! ¡Que todavía no conoces tú a la hija de mi madre! Y prepárate, porque te vas a chupar los dedos y en la camisa de tu frac me voy a mirar yo todas las noches para ver si estoy guapa...

OCTAVIO.-   (Alborozado.)  ¡Bravo! ¡Bravísimo!

ADELINA.-   (Sensatísima.)  Pero, Señor, si esto es lo decente...

OCTAVIO.-  ¿Verdad que sí?

ADELINA.-  Nada, nada. ¡Que nos liamos! ¡Y que se vaya a freír espárragos el senador! ¡Y el coronel de alabarderos que me espera esta noche en el Suizo, que cene con su padre!

OCTAVIO.-  ¡Bravo!

ADELINA.-  Y el médico, ¡a la porra!

OCTAVIO.-  ¡Soberbio! Eres admirable, Adelina. ¡Que sentido moral has adquirido en un momento!

ADELINA.-  ¡Ah! Pues esto no es más que empezar, marqués. Ya verás, ya verás tú cuando salga la señora que una lleva dentro. Porque sale, vaya si sale.  (Mira en torno, con un infinito arrobo.)  ¡Ay, marqués de mi alma! ¡Qué felices vamos a ser los dos aquí solitos! Ya te estoy viendo, ahí, repantigado en ese sofá, comiendo y comiendo. Y yo de aquí para allá, de la cocina al salón y del salón a la cocina, como una mártir...  (De pronto, se vuelve y se queda en éxtasis ante la puerta de la alcoba.)  ¡Y esa alcoba! ¡Ay, madre! ¡Qué alcoba! Pero, qué alcoba...

 

(Entra rapidísimamente. OCTAVIO en sus glorias, se dispone a seguirla.)

 

OCTAVIO.-  ¡Oh! ¡Adelina! ¡Adelina!

 

(Y en este justo instante repica, dentro, con júbilo, la campanilla de la puerta de entrada. OCTAVIO se detiene. Se oye la voz de FLORITA que llama alegremente.)

 

FLORITA.-   (Dentro.)  ¿Se puede? ¿Da usted su permiso? ¡Señor marqués! ¿Está usted ahí?

OCTAVIO.-  ¡Caramba! ¿Quién será ahora? ¡Qué oportunidad!

 

(Cruza muy aprisa la escena y desaparece por la entrada de la izquierda. Se oye otra vez la voz de FLORITA.)

 

FLORITA.-   (Dentro.)  ¡Señor marqués! ¡Ay! ¡Ay, señor marqués! ¡Ay, que ya está aquí el señor marqués!  (Por la izquierda irrumpe en escena FLORITA seguida de OCTAVIO. FLORITA es una muchacha que viste con modestia. Pero con mucho primor y mucha gracia. Lleva un pañuelito a la cabeza y un mantoncillo sobre los hombros. Trae un hatillo de ropa.)  ¡Ay, ay, ay! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya está aquí! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya!  (Ella está contentísima. Él está muy asustado.)  ¡Ay! ¡Ay, el señor marqués!

OCTAVIO.-  ¡Florita! ¿Tú?

FLORITA.-  ¡Esa...!

OCTAVIO.-  ¡La de Santander...?

FLORITA.-  ¡La misma!

OCTAVIO.-  ¡Oh! ¡Florita!

 

(Se vuelve la muchacha y se queda quieta ante OCTAVIO. Le mira intensamente, como fascinada, enamoradísima.)

 

FLORITA.-  ¡Dios mío! Pero ¡qué majo, y qué elegante, y qué bien plantado está el señor marqués!...

OCTAVIO.-  ¡Je! Mujer...

FLORITA.-  ¡Ay, señor marqués!

OCTAVIO.-  ¡Florita! ¿Vas a llorar?

FLORITA.-  ¡Ay! ¡Si es que no sé lo que me pasa! ¡Oiga! ¿Se ha acordado de mí el señorito en todo este tiempo? ¿A que no? ¡Virgen! ¡Qué ingratos son los hombres! En cambio, a mí, ya ve usted, el señorito no se me ha borrado ni un día del pensamiento. ¡Ay! Una servidora tiene tantos recuerdos del señorito... ¿Se acuerda? ¿Se acuerda usted, señor marqués, cuando yo le entraba el desayuno todas las mañanas y el señorito me esperaba sentado en su cama, tan ricamente, con su camisón y su gorrito?

OCTAVIO.-  ¡Je!

FLORITA.-  Porque el señor marqués, como es tan presumido, duerme con gorrito, ¿verdad?  (Se ríe, llena de felicidad.)  ¡Huy! ¡Había que ver al señor marqués venga a comer mojicones y mojicones y venga a decir cosas graciosas! Porque vamos, el señorito, no es porque esté delante, pero es más chistoso y más salado...

OCTAVIO.-  ¡Je! Esta Florita...

FLORITA.-  ¡Oiga!

OCTAVIO.-  ¿Qué?

FLORITA.-  ¿Y lo contento que se ponía el señorito cuando se le apetecía algún plato para comer y yo se lo preparaba...?

OCTAVIO.-  ¡Oh!

FLORITA.-  ¿Se acuerda el señorito?

OCTAVIO.-  ¡Que si me acuerdo!

FLORITA.-  ¿Se acuerda usted de aquellas chuletitas asadas, empapaditas en aceite, con mucho ajo y mucho perejil?

OCTAVIO.-  Calla, Florita.

FLORITA.-  ¡Oiga! ¿Y los huevos con choricito...?

OCTAVIO.-  ¡Calla!

FLORITA.-  ¿Y las magras con tomate?

OCTAVIO.-   (Conmovidísimo.)  ¡Florita! Por lo que más quieras, no me nombres las magras...

FLORITA.-  ¡Oiga! ¿Se ha emocionado el señorito?

OCTAVIO.-  ¡Hija! Es que son tantos recuerdos...

FLORITA.-  ¡Ea, ea, señorito!...

OCTAVIO.-  ¡Vaya, vaya con Florita! ¿Y qué? ¿Qué te trae por aquí?

FLORITA.-  ¡Anda! Pero ¿no lo adivina el señorito?

OCTAVIO.-  ¿Algún recado de la señora condesa?

FLORITA.-  ¡Huy! ¡Qué va! Vengo a quedarme con el señorito.

 

(OCTAVIO se pone en pie, sobresaltadísimo, aterrado.)

 

OCTAVIO.-  ¿Cómo? ¿Dices que te vas a quedar?

FLORITA.-  ¡Sí, señorito!

OCTAVIO.-  ¿Ahora?

FLORITA.-  Pues claro... ¡Pero si hasta me he traído la ropa!

 

(OCTAVIO se lleva las manos a la cabeza, casi gritando.)

 

OCTAVIO.-  ¡Florita!

FLORITA.-   (Contentísima.)  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay, qué contento se ha puesto el señorito! Pero si ya sabía yo que le iba a gustar. Si me lo decía el corazón, que a mí no me engaña nunca...

OCTAVIO.-  ¡Florita! ¿Me quieres explicar? ¿Cómo se te ha ocurrido esta idea?

FLORITA.-  Pues verá usted, señorito, que todo tiene su razón. Resulta que ayer la señora condesa tenía invitadas a merendar a unas amigas. Bueno. Ya sabe el señorito cómo son las amigas de la señora condesa. Feas, viejas, cotorronas. ¡Huy! Y, de pronto, mientras una servidora servía el chocolate, todas empezaron a hablar del señorito...

OCTAVIO.-  ¿De mí?

FLORITA.-  Sí, señorito.

OCTAVIO.-  ¡Hola! ¿Y qué decían?

FLORITA.-  ¡Huy!  (Muy enfadada.)  Pues, ¿qué quiere usted que digan? Cotillerías, infamias, calumnias. Porque, cuidado que son malas esas señoras...

OCTAVIO.-  ¡Caramba!

FLORITA.-  En fin, lo que es la vida de sociedad. Pero ¡ay, señorito! En lo que estaban todas de acuerdo es en que el señorito desde que se quedó huérfano es muy desgraciado. ¡Que vive aquí solo! Abandonadito, sin que nadie le cuide. ¡Que come mal y se va a poner enfermo! ¡Que así no se puede seguir ni un día más! Bueno, para qué le voy a contar a usted, señor marqués. Cuando yo oía tantas penas no daba pie con bola con las tazas y los bollos, y se me llenaban los ojos de lágrimas. Y me dije: «¡Florita! ¡Cumple con tu deber!». Y del dicho al hecho. Esta mañana me despedí de la señora condesa, y aquí me tiene el señor marqués para toda la vida...

OCTAVIO.-   (Apuradísimo.)  Escucha, Florita...

FLORITA.-  Hala, hala. Pero si no tiene nada que agradecerme el señor marqués. Si es que yo le tengo mucha ley. De veras. ¡Oiga! ¿Dónde está la cocina? Bueno, deje. Ya la encontraré yo, que después de todo me tengo que ir haciendo a la casa.  (Llega hasta la segunda puerta de la izquierda. Pero una vez allí, se vuelve.)  ¡Oiga! ¿Qué quiere cenar esta noche el señorito? ¡Ay, no! Déjelo. No cavile, que ya pensaré yo algo. ¡Que ya le conozco el gusto al señorito! ¡Ah! De lo que no hemos hablado todavía es del sueldo de una servidora. Pero eso es lo de menos. ¡Que yo no soy interesada! ¿Sabe? La señora condesa me daba dos duros al mes. Pero si al señorito le parece mucho, me da ocho pesetas y una servidora tan contenta...

 

(Se va por la segunda puerta de la derecha. OCTAVIO se hunde en el sofá. Está asustadísimo.)

 

OCTAVIO.-  ¡Santo Dios! ¡Qué conflicto!

 

(Por la puerta de la alcoba surge, impetuosamente, ADELINA. Se ha despojado de su vestido y está en paños menores, con sus pantaloncitos y su espléndido escote, llena de encajes y de puntillas por todas partes.)

 

ADELINA.-  ¡Amor mío! ¿Dónde estás?

 

(OCTAVIO al verla pega un salto y se pone en pie, lívido.)

 

OCTAVIO.-  ¡Adelina! ¡Canastos!

ADELINA.-  ¡Ay! ¿Qué pasa?

OCTAVIO.-  ¿Qué facha es esa? ¿Te has vuelto loca?

ADELINA.-  ¡Ay, hijo! Es que tengo sofoco...

OCTAVIO.-  ¡Que te vas a enfriar!

ADELINA.-  ¡Huy! ¡Qué va! Tengo una costumbre...

OCTAVIO.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

ADELINA.-  ¡Calla! ¡Que para ti no quiero tener yo nada oculto! ¡Agorero! ¡Que eres un agorero!  (Se abalanza sobre él, le rodea el cuello con los brazos y le besa.)  ¡¡Pichón!!

OCTAVIO.-  ¡¡Adelina!!

ADELINA.-  Oye. ¿Sabes lo que he pensado? ¡Que vamos a reformar la casa! Mira. Todas estas paredes las vamos a llenar de espejos. Porque sí, porque a mí me chiflan los espejos. ¡Ea! Y ahí pondremos un biombo chino. Porque sí, porque un biombo chino hace muy aristocrático y muy fino. ¿Verdad? Y ahí una palmera así. Y todo esto lleno de almohadones. Muchos almohadones. Grandes y pequeñitos. De todos los colores. Porque a mí me encanta pisar blandito. ¡Ay, marqués! ¡Cómo lo vamos a pasar!  (De pronto, lanzadísima, canta y baila un poco.)  «La petite tonquinesse»... Larán, larán, larán larán larán, larito...  (Con un fabuloso entusiasmo.)  ¡Ay, madre mía! Lo que es una cosa segura...

 

(Entra en la alcoba. Y en el acto, por la segunda puerta de la derecha aparece FLORITA. Viene muy feliz, en su mundo. Se ha quitado su mantoncillo y su pañuelo y se ha puesto un delantalito blanco.)

 

FLORITA.-  ¡Cordero con patatas!

OCTAVIO.-  ¿Cómo?

FLORITA.-  Y macarrones para empezar. ¡Hala! Eso es lo que va a cenar esta noche el señor marqués...

OCTAVIO.-   (Muy emocionado.)  ¡Cordero con patatas! ¡Macarrones!

 

(FLORITA, muy campechana, toma asiento en el sofá, al lado de OCTAVIO.)

 

FLORITA.-  ¡Ay, señor marqués! La pena que da ver esa cocina abandonada. Y ese fogón apagado. Y esos pucheros llenos de polvo. ¡Qué tristeza! ¡Señor! ¡Qué tristeza!

OCTAVIO.-  ¡Oh, Florita! ¡Florita! Si tú supieras...

FLORITA.-  Calle, calle. Lo que ha debido usted sufrir. ¡Pobrecito!

OCTAVIO.-  ¡Ah!

FLORITA.-  Bueno. Pero todo eso se acabó. ¡Digo! ¿Para qué está una aquí?

OCTAVIO.-  ¡Je!

FLORITA.-  ¡Ea! Yo soy feliz así, trajinando y yendo de aquí para allá, y moviéndome mucho, ¿sabe usted? ¡Ay! Por eso he tenido tantos oficios. Mire: a los quince años me metió mi madre en un taller de plancha. Y no quiera usted saber: ¡la de camisas que han almidonado estas manos! ¡Huy! ¡Tenía una afición! Pero en seguida me di cuenta de que la plancha no tenía porvenir y me fui de florista a la puerta del Real. Eso es bonito, ¿verdad? Una noche... Hacían «Lohengrin», no se me olvida. De pronto, a la puerta del teatro, se organizó un tumulto... La gente que va y viene, que corre, que se empujan unos a otros, que se atropellan. Y un coche negro, reluciente como el charol, que se para. Y yo que me cuelo entre los soldados, que le doy un pisotón a un coronel, que le sacudo un tantarantán a un guardia, que me planto delante del coche. ¿Y quién dirá usted, señorito, que estaba allí? Pues, agárrese usted: ¡los Reyes! Don Alfonso y doña Cristina. Ella tan seria, tan seria y tan señorona. Él tan joven, tan sonriente y un poquito triste, no sé por qué. Yo me eché a temblar, ¿sabe usted, señorito? Pero en estas que doy un paso y le pongo a la Reina un manojito de violetas en las manos y, luego, sin pensarlo más, le planto al Rey un nardo pequeñito en la solapa. ¿Y sabe usted lo que pasó? Pues que los dos se miran y se echan a reír, así, bajito, como se ríe la gente muy fina, y la Reina va y me dice: «¿Cómo te llamas, niña?». Y yo voy y le digo: «¡Florita! Para servir a Su Majestad y al Rey». Y entonces va Don Alfonso XII y me da un duro. ¡Un duro! ¡Señor marqués! ¡Hay que ver! Lo que son los Reyes, ¿verdad? ¡Claro! Ellos no miran el dinero. ¡Je! Todavía guardo ese duro, ¿sabe usted? Y le doy brillo todas las mañanas. ¡Y lo tengo más limpio y más reluciente!  (Una transición. Con cierta melancolía.)  Bueno. Pues, a pesar de que aquel trajín me gustaba muchísimo lo tuve que dejar y me puse al servicio doméstico que es más tranquilo. Porque no sabe usted, señorito, la de frescos que por una peseta a cambio de un clavel se creen con derecho a qué sé yo. Y no es que una vaya para monja. No, señor. ¡Qué va! Lo que pasa es que una está enamorada. Pero, enamoradísima, ¿sabe? Con un amor...  (Se vuelve hacia OCTAVIO que, en este momento, está como ausente, en su mundo, y se le queda mirando con embeleso. Luego, escamadísima.)  ¡Oiga! ¡Señorito! Pero ¿es que no se ha enterado usted de nada de lo que le he dicho?

 

(Poco a poco, OCTAVIO, como volviendo de un sueño, se vuelve a FLORITA y la mira penetrantemente.)

 

OCTAVIO.-  ¡Florita! ¿Puedo hacerte una pregunta?

FLORITA.-  ¡Ay, sí! Pregunte, pregunte el señorito...

OCTAVIO.-  Se trata de una pregunta delicada. ¡Je! Vamos a ver, Florita, con franqueza.  (Muy resuelto.)  ¿Tú crees que una mujer puede aprender a guisar en tres días?

FLORITA.-   (Estupefacta.)  ¿Qué ha dicho?

OCTAVIO.-  ¡Hala! Contesta, contesta...

FLORITA.-  ¿En tres días?

OCTAVIO.-  ¡Sí!

FLORITA.-   (Escandalizada.)  ¡Virgen! Pero ¿quién le ha dicho a usted eso?

OCTAVIO.-  ¡Je! Pues, te diré...

FLORITA.-   (Indignadísima.)  ¡Pero qué mujeres tan embusteras hay por ahí! ¡Pero qué malas artes tienen para cazar a un hombre! ¡Pero qué tías...!

OCTAVIO.-   (Asustado.)  ¡Chis! ¡No chilles!

FLORITA.-  ¡Aprender a guisar en tres días! ¡Qué invención! ¡Qué mentira! Pero si la cocina ni siquiera se aprende, señorito...

OCTAVIO.-  ¡Ah! ¿No?

FLORITA.-  Si para guisar se nace o no se nace. Si es un don...

OCTAVIO.-  ¿Verdad que sí?

FLORITA.-  ¡Claro!

OCTAVIO.-   (Rencorosísimo.)  ¡Ah! ¡Embustera, más que embustera! Si ya lo sabía yo...

FLORITA.-  ¡Oiga! ¿Y quién es esa mujer? ¿Alguna señorita de la aristocracia que se ha propuesto engatusar al señorito porque sabe que al señorito le gusta comer?

OCTAVIO.-  ¡Quia! ¡No es una señorita!

FLORITA.-  ¡Jesús! Entonces, ¿es una pájara?

OCTAVIO.-  ¡Sí! ¡Una pájara! Eso es lo que es...

 

(Y en ese momento, tan contenta, en ropas íntimas, como antes, aparece ADELINA en la puerta de la alcoba.)

 

ADELINA.-  ¡Marqués! ¿Vienes o no vienes?

 

(OCTAVIO y FLORITA se ponen en pie, a un tiempo, y gritan a la vez.)

 

LOS DOS.-  ¡Ayyy!

ADELINA.-  ¡Atiza! ¿De dónde ha salido esta chica?

FLORITA.-   (Horrorizada.)  ¿Es ella?

OCTAVIO.-  ¡Sí!

FLORITA.-  ¿La pájara?

OCTAVIO.-  ¡Sí!

 

(FLORITA se transforma. Se vuelve y, en jarras, se queda mirando a ADELINA con los ojos echando chispas.)

 

FLORITA.-  ¡La madre que la parió...!

ADELINA.-  ¿Cómo?

FLORITA.-  ¡¡So pendón!!

ADELINA.-  ¡Ay! ¿Qué ha dicho?

FLORITA.-  ¡Golfa! La araño, la muerdo... Por estas.

ADELINA.-  ¡Ay!

OCTAVIO.-   (Aterrado.)  Estate quieta, Florita...

FLORITA.-  ¡Indecente! ¡Perdida! ¡Mala mujer! ¡Vístase usted!

 

(ADELINA escapa. OCTAVIO se ve y se desea para contener a FLORITA.)

 

ADELINA.-  ¡Socorro!

FLORITA.-  ¡Cupletista! ¡Suripanta!

ADELINA.-  ¡Auxilio!

OCTAVIO.-  Florita!

FLORITA.-  ¡La arranco el moño!

ADELINA.-  ¡Marqués! ¡Sujétala!

FLORITA.-  ¡Que se vista!

ADELINA.-  ¡Huy! ¡Qué fiera!

FLORITA.-  ¡Que se vista o no respondo...!

OCTAVIO.-  ¡Adelina! ¡Vístete! ¡Ea!

ADELINA.-  ¡Ayyy!

FLORITA.-  ¡Largo!

ADELINA.-  ¡Ayyy!

FLORITA.-  Pingo, más que pingo...  (ADELINA, casi de un salto, huyendo de FLORITA, entra en la alcoba.)  ¡Madre de los Desamparados! ¡Virgen del Calvario! ¡Santa Rosa de Hungría!

OCTAVIO.-  ¡Florita! ¡Cálmate!

FLORITA.-  ¡Jesús! ¡Lo que he visto...!

OCTAVIO.-  Escucha, yo te explicaré...

FLORITA.-  ¡Y la tenía usted ahí, escondida...?

OCTAVIO.-  ¡Je! Verás...

FLORITA.-   (Escandalizadísima.)  Pero ¿qué casa es esta? ¿Dónde me he metido yo?

OCTAVIO.-  ¡Criatura!

FLORITA.-   (Gritando.)  ¿Qué hago yo aquí?

OCTAVIO.-  ¡Florita!

FLORITA.-  ¿Quién me ha traído?

OCTAVIO.-  ¡Florita!

FLORITA.-  ¡Cállese usted! ¡No me diga nada!

OCTAVIO.-  Date cuenta, Florita. En la vida, a veces...

FLORITA.-  ¡Que se calle! ¡Cínico! ¡Mujeriego! ¡Que es usted un mujeriego!

OCTAVIO.-  ¡Oh, Florita, Florita!

FLORITA.-  ¡Virgen! Pero si tenían razón la señora condesa y sus amigas. Si es que el señor marqués es un perdido...

OCTAVIO.-  ¡No! Eso, no...

FLORITA.-  ¡Pero si resulta que era verdad! ¡Que tenía citada para esta tarde, en su casa, a una pindonga!

OCTAVIO.-   (Atónito.)  ¿Cómo? ¿Lo sabías?

FLORITA.-  ¡Huy! ¡Qué charrán!

OCTAVIO.-  ¡Florita!

FLORITA.-  ¡Cállese! ¡No me diga nada! ¡Y no me mire! ¡Y no se acerque!

OCTAVIO.-  ¡Oh!

 

(De pronto, FLORITA se sienta en un sillón y se echa a llorar sin consuelo.)

 

FLORITA.-  ¡Ay, Señor! ¡Qué desengaño! ¡Qué desilusión! ¡Y qué pena tan grande! Pero si la culpa la tiene una. Si ya está visto, si no se puede creer en los hombres, si son todos iguales. Presumidos, golfos, más que golfos...

OCTAVIO.-  ¡Florita! Antes de seguir adelante, debo decirte que esa mujer no significa nada para mí...

FLORITA.-   (Airadísima.)  ¡A callar! ¡Embustero!

OCTAVIO.-  Te lo juro, Florita...

FLORITA.-  Entonces, ¿por qué se ha quitado ella el vestido? ¿Me lo quiere usted explicar?

OCTAVIO.-  ¡Toma! Porque tiene esa costumbre...

FLORITA.-  ¡Claro! Se comprende...

OCTAVIO.-  Dice que tiene sofoco...

FLORITA.-  ¡Qué poca vergüenza!

OCTAVIO.-  ¡Florita! Ten compasión de mí. ¡No me agobies más!

 

(FLORITA se pone en pie muy decidida.)

 

FLORITA.-  ¡Hala! Pues, ¿sabe usted lo que le digo? ¡Que hasta aquí hemos llegado! ¡Que se acabó! ¡Que ya puede usted elegir entre ella y yo!

OCTAVIO.-  ¡Espera!

FLORITA.-  ¡Ea! Ya está dicho. Y decídase pronto, que voy a preparar mi equipaje por si acaso. Porque para que se entere usted: una servidora, en una casa con líos no se queda. ¡Quia! Eso sí que no. ¡Que yo soy honrada y muy honrada! ¡Y con la honra de una mujer no se juega, caballero, no se juega!

 

(Sale por la segunda puerta de la derecha. OCTAVIO, agotado, se hunde en un sillón.)

 

OCTAVIO.-  ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

 

(Y como una tromba, por la alcoba, surge ADELINA, ya vestida, arrastrando su abrigo y su sombrero.)

 

ADELINA.-  ¿Dónde está? ¿Dónde está esa fiera? Dile que salga, que ahora nos vamos a ver las caras...

OCTAVIO.-  ¡Adelina! Ven aquí...

ADELINA.-  Arpía, condenada, echadora de cartas...

OCTAVIO.-  ¡¡Adelina!!

 

(ADELINA se revuelve y se queda ante él como una leona, dispuesta a todo.)

 

ADELINA.-  Y tú, lioso, enredador, mal hombre. ¿Por qué me dijiste que no tenías criada? ¿Por qué? ¿Por el placer y el gusto de verme cocinar y barrer y fregar los suelos con estas manos de princesa que Dios me ha dado? ¡Contesta! ¿Es por eso? ¡Degenerado!

OCTAVIO.-  ¡Hum!

ADELINA.-  ¡Morboso!

OCTAVIO.-  ¡Adelina!

ADELINA.-  ¡Maldita sea mi estampa! De un momento a otro le voy a dar una bofetada a un marqués...

OCTAVIO.-   (Dignísimo.)  ¡Adelina! Estate quieta...

ADELINA.-  Pero, hombre, con lo felices que hubiéramos sido los tres poniendo las cosas en su sitio. Ella, en la cocina, guisa que te guisa, y nosotros, a lo nuestro, como Dios manda. Pero, quia, no señor. Al marqués le había entrado la obsesión de hacerme guisar. ¡A mí! ¡A la Adelina! Una mujer que, como dice mi madre, que sabe un rato, ha venido al mundo para vivir entre flores y perfumes y joyas y pieles. Para pasarse horas y horas comiendo bombones. Para pasear en berlina. Para cenar en Lhardy. Para volver locos a los hombres. Para todo eso. ¡Huy! Y todavía me quería pegar a mí esa, esa, esa... ¿Dónde está?

OCTAVIO.-  Adelina, Adelina...

ADELINA.-  ¡Que salga!

OCTAVIO.-   (Frenético.)  ¡¡Basta!!

ADELINA.-  Oye. A mí no me chilles tú. ¡Que todavía no ha nacido el hombre que a mí me dé voces!

OCTAVIO.-  ¡Adelina!

ADELINA.-  ¡Me llaman!

OCTAVIO.-  ¡Márchate!

 

(ADELINA se queda inmóvil de estupor.)

 

ADELINA.-  ¿Cómo? ¿Has dicho que me marche?

OCTAVIO.-  ¡Sí!

ADELINA.-  Pero ¿adónde?

OCTAVIO.-  ¡A la calle!

ADELINA.-  ¿Quién? ¿Yo?

OCTAVIO.-  ¡Sí! Tú, tú...

ADELINA.-   (Extrañadísima.)  Pero ¿es que me echas?

OCTAVIO.-  ¡Sí! Te echo, te echo, te echo...

ADELINA.-  ¿A mí?

OCTAVIO.-  ¡Sí!

ADELINA.-  Oye, marqués. Pero ¿no habíamos quedado en que esto era una cosa segura?

OCTAVIO.-  ¡Claro! Pero, hija, eso hubiera sido en el caso de que tú hubieras sabido guisar, coser y planchar...

ADELINA.-  ¡Y dale! ¡Otra vez! ¡Pero si ya te he dicho que aprenderé!

OCTAVIO.-   (Muy superior.)  Vamos, vamos, señorita. No me venga usted a mí con fantasías. Demasiado sabe uno que la cocina no se aprende así como así. ¡Que se nace o no se nace! ¡Que es un don! ¡Ea!

ADELINA.-  ¡Ah! ¿Sí?

OCTAVIO.-  ¡Naturalmente!

ADELINA.-  ¡Hala! Pero, entonces, ¿ya no hay lío?

OCTAVIO.-  ¡Ah, no! Eso sí que no. Líos, no. En esta casa, desde hoy, ya no hay líos...

ADELINA.-  ¡Marqués!

OCTAVIO.-  ¡Je! Naturalmente, mañana te enviaré un regalito...

ADELINA.-  ¡Marqués! Pero ¿me vas a hacer a mí tú eso? Después que te he dedicado mi vida. Después de que por ti he roto con el senador, con el coronel y con el médico...

OCTAVIO.-   (Con espanto.)  Pero ¿qué estás diciendo, insensata? Si no me has dedicado nada, si todavía no has roto con nadie, si acabas de llegar...

ADELINA.-  Pero había hecho la intención...

OCTAVIO.-  ¡Oh!

ADELINA.-  ¡Marqués!

OCTAVIO.-  ¿Qué pasa?

ADELINA.-  ¿Conque a la calle...?

OCTAVIO.-  ¡Sí!

ADELINA.-  ¡Quia!

OCTAVIO.-  ¿Cómo?

ADELINA.-  A mí no se me puede hacer esto. ¡Yo soy una señora!

OCTAVIO.-  ¡¡Adelina!!

 

(De pronto, OCTAVIO, enloquecido, a punto de estallar, llega en un brinco hasta el escritorio y mete una mano en un cajón.)

 

ADELINA.-   (Asustada.)  ¿Qué vas a hacer?

OCTAVIO.-   (Blandiendo un revólver.)  ¡O te vas o te pego un tiro!

ADELINA.-  ¡Ay!  (Y escapa horrorizada hasta la entrada de la izquierda.)  ¡Asesino!

OCTAVIO.-  Conque asesino, ¿eh? Lo que yo soy es un hombre muy hombre...

ADELINA.-  ¡Criminal!

OCTAVIO.-  ¡Largo! ¡A la calle! ¡Pájara, más que pájara!

ADELINA.-  ¡Socorro!

OCTAVIO.-  ¡Que disparo!

ADELINA.-  ¡Socorro!

 

(Se va enloquecida. Se oye un portazo y el temblor de la campanilla. OCTAVIO suspira profundamente y guarda el revólver.)

 

OCTAVIO.-  ¡Ea! ¡Se acabó!  (Mira en torno. Saca un pañuelo y se seca el sudor que le inunda copiosamente la frente. Ahora su mirada se detiene en la segunda puerta de la derecha. Y todo él se transforma. Sonríe. El rostro se le inunda de ilusión. Da unos pasos, llega hasta la puerta, golpea tibiamente con los nudillos.)  ¡Je! ¡Florita! ¿Estás ahí? Oye. Ya, ya se fue la pájara. ¿Me oyes, Florita? ¡Qué frescas son estas mujeres! ¿Verdad? Oye. Pues ¿no me quería llenar esto de espejos, de palmeras y de biombos chinos? ¡Ah! Pero ya se acabaron todas las aventuras. ¡Todas! Esta es una casa decente, ¿no crees? ¡Pues no faltaría más! Desde hoy viviremos aquí tú y yo, solitos, solitos, tan felices y tan ricamente. Y para siempre. ¡Ay, Florita! ¡Qué bien lo vamos a pasar! Oye, ¿cómo va ese corderito? ¿Y las patatitas? ¿Eh? ¿Y los macarrones?

 

(Abre la puerta despacito y entra. Queda la escena sola. Comienza a oírse, como antes, al piano, suavísimo, la música del romance. Después, poco o poco, las luces descienden hasta llegar al...

 
 

Oscuro.)

 


Cuadro III

 

DOÑA FLORITA y FLORITA, en la plataforma como estaban, sentadas en el borde del escenario cobijadas bajo el paraguas, iluminadas por el rayo de luz, en medio de las sombras. Un silencio. DOÑA FLORITA sonríe inefablemente.

 

FLORITA.-  ¿Y qué pasó después?

DOÑA FLORITA.-  ¡Preguntona!

FLORITA.-  ¡Ay, mamá!

DOÑA FLORITA.-  Después, el marqués comprendió que ya no podía vivir sin su Florita y se casó con ella en la iglesia de san José, una mañana de mayo.  (Orgullosamente.)  ¡Ay, hija mía! La aristocracia española, digan lo que digan, siempre ha sido muy demócrata...

FLORITA.-  ¡Es fantástico!

DOÑA FLORITA.-  Todo Madrid acudió aquella mañana a la calle de Alcalá para ver salir a Florita de la iglesia del brazo de su marqués. El pueblo, la nobleza, qué sé yo. Un gentío. Los novios, en viaje de bodas, recorrieron media Europa. De tren en tren, de hotel en hotel. De balneario en balneario. Era la «belle époque», ¿comprendes? Estuvieron en Londres, en Berlín, en París, en Niza, en Montecarlo y en Biarritz.  (Muy sarcástica.)  ¡Je! Me río yo de Torremolinos...

FLORITA.-  ¡Mamá! No empecemos...

DOÑA FLORITA.-  Y a la vuelta, la abuelita, como era tan lista, tan lista, ya hablaba en francés.  (Transición, con un tremendo entusiasmo.)  ¡Oh! ¡Qué mujer aquella! ¡Qué gracia! ¡Qué encanto! ¡Qué señorío! ¡Qué marquesa!  (De pronto, en una transición. Con una repentina dignidad, muy engallada.)  ¡Y tan decente, eso sí! Porque a nosotras, a decentes no hay quien nos gane.

FLORITA.-   (Tímida.)  ¿Estás segura, mamá?

DOÑA FLORITA.-  ¡Digo! Y si lo dudas, te doy un sopapo, niña.

FLORITA.-  ¡Ay, mamá!

DOÑA FLORITA.-  Vamos, hombre.

FLORITA.-  ¡Mamá! Pero qué cosas dices...

 

(DOÑA FLORITA se calma y suspira.)

 

DOÑA FLORITA.-  ¡Florita! La conquista del hombre es muy dura, hija mía, muy dura. Date cuenta de que en la vida no hay más que uno. El que a una le gusta. Además como todos son iguales...

FLORITA.-  Eso es verdad...

DOÑA FLORITA.-  Pero ¡ay! Para ese hombre único siempre hay dos mujeres. «Ella» y una de nosotras.  (Con cierto desdén.)  Bueno, cuando digo ella, ya sabes a quién me refiero. Es esa mujer hermosa, hermosísima, arrebatadora, que luce, que brilla, que deslumbra, que se lleva a los hombres de calle...

FLORITA.-  ¡Sí!

DOÑA FLORITA.-  Nosotras, en cambio, somos muy poquita cosa, nena. Muy poquita cosa. Tú eres mi vivo retrato, cuando yo tenía tu edad; yo fui igual que mi madre, y mi madre, pobrecita, era igual, igual que mi abuela. Todas. Todas las mujeres de nuestra familia, desde hace cuatro generaciones contando con la tuya, somos así: menudas, delgaditas, insignificantes. Pero con unos arrestos y un brío. ¡Ay! ¡Por eso, la lucha ha sido terrible!  (Una transición.)  Bien. Pero volvamos a lo nuestro... ¿Qué ha pasado, hijita? Cuéntamelo todo... Una madre es una madre.

FLORITA.-  Sí, mamá.  (Un silencio. FLORITA se ruboriza un poco.)  Verás. Hace ocho días, en un Cine-club, conocí a un muchacho...

 

(DOÑA FLORITA rompe a reír estrepitosamente.)

 

DOÑA FLORITA.-  ¡Ay! ¡Ay, qué chica!

FLORITA.-  ¿Quién? ¿Yo?

DOÑA FLORITA.-  ¡No! ¡Qué va! ¡Mi madre!

FLORITA.-  Pero, mamaíta...

DOÑA FLORITA.-  ¡Qué chica! Pero qué chica...

FLORITA.-  ¡Mamá! ¿Por qué te ríes?

DOÑA FLORITA.-  Calla, hija. Verás. Es que ahora me acuerdo de la aventura de mi mamá. Mira, en la misma casa de la plaza de la Encarnación, en el entresuelo, vivía un primo hermano del marqués. Este señor era un caballero respetable de cierta edad, que se había casado con una mujer joven, guapa, guapísima...

 

(Oscuro.)

 


Cuadro IV

 

Cuando se hace de nuevo la luz, en el decorado del cuadro segundo se han efectuado los cambios suficientes como para sugerir al espectador la idea de que nos hallamos en la misma habitación correspondiente al piso inferior de la misma casa. El escritorio, por ejemplo, ha sido sustituido por un piano. Estamos ahora en 1905.

 
 

Las vidrieras del mirador están abiertas de par en par. Sentada ante el piano, tocando un vals, está ROSALÍA. Una bella dama que viste una bata larga y vaporosa. Toca durante unos instantes muy entregada a la música. Pero, de pronto, como dominada por una intensa preocupación, se levanta, va hasta la primera puerta de la derecha, la entreabre y escucha. Cierra. Cruza muy ligera la escena, llega hasta la entrada de la izquierda, se asoma. Vuelve. Va hasta el fondo, presurosa. Allí, desde el mirador, fisga la calle en una y otra dirección como buscando a alguien que no encuentra. Torna a escena. Va de aquí para allá nerviosísima, desasosegada. Y en este momento, sube de la calle un silbido larguísimo y penetrante. ROSALÍA se estremece. Llena de susto, como temiendo ser sorprendida, mira a un lado y a otro. Corre hasta el mirador. Se asoma. Con la cabeza y con las manos hace desesperados gestos de que no. Pero, entonces, se oye otra vez el silbido, emitido ahora con mayor energía, si cabe. ROSALÍA se tapa la cara con las manos, horrorizada. Luego, atraviesa el salón corriendo y se va por la izquierda. La estancia queda sola. Y unos segundos más tarde, por la entrada de la izquierda, entra ROSALÍA seguida de TEODORO. Este es un distinguido joven lleno de ímpetu que apenas pisa la alfombra grita con el mayor entusiasmo.

 

TEODORO.-  ¡Rosalía! ¡Mi vida! ¡Amor mío!

ROSALÍA.-   (Muy asustada.)  ¡Cuidado! ¡Por Dios! ¡Cuidado!

TEODORO.-  ¿Qué ocurre?

ROSALÍA.-  ¡Mi marido!

TEODORO.-   (Un respingo.)  ¡Cuerno! ¿Dónde está?

ROSALÍA.-  Ahí. En su despacho.

 

(Y señala la primera puerta de la derecha.)

 

TEODORO.-   (Indignadísimo.)  ¿Todavía?

ROSALÍA.-  Sí.

TEODORO.-  Bueno. Pero ¿se puede saber qué hace ese hombre en su casa, a las cinco de la tarde? ¿Por qué no está en el Congreso cumpliendo con su obligación de diputado?

ROSALÍA.-  Eso digo yo. Pero ya ves...

TEODORO.-  ¡Qué poca vergüenza!

ROSALÍA.-  ¡Ay, Teodoro!

TEODORO.-  ¡Así está la política! ¡Y así está España! Y mientras el pueblo pidiendo puentes, carreteras y ferrocarriles. ¡Qué asco! Pero qué asco...

ROSALÍA.-  ¡Ay, amor mío! Figúrate tú que, apenas terminamos de almorzar, en vez de pedir el coche como todas las tardes, se metió en su despacho. Y ahí le tienes, rodeado de libros y papelotes, preparando un discurso. Está furioso, ¿sabes? No sé por qué. Dice que esta noche, pase lo que pase, acaba con el Gobierno...

TEODORO.-  ¡Hola! Conque esas tenemos...

ROSALÍA.-  ¡Sí! Está decidido...

TEODORO.-  ¡Qué malvado! ¡Ah! Pues que lea mañana mi periódico y verá. ¡Hum! Le hundo, le trituro, le pulverizo. Le doy un palo feroz...

ROSALÍA.-  ¡No! ¡Teodoro! ¡No hagas eso!

TEODORO.-  ¡Hola! ¡Y puede saberse por qué?

ROSALÍA.-  ¡Teodoro! Porque, después de todo, Leandro es mi marido...

 

(TEODORO se vuelve y la contempla lleno de admiración.)

 

TEODORO.-  ¡Qué decente eres, Rosalía!

ROSALÍA.-  ¡Oh!

TEODORO.-  Y qué señora y que europea y qué...

ROSALÍA.-  ¡Calla! ¡No me pongas colorada!

TEODORO.-  Oye...

ROSALÍA.-  ¿Qué?

 

(TEODORO mira en torno y, luego, con sutil intención.)

 

TEODORO.-  Entonces, esta tarde...

ROSALÍA.-   (Ruborosa.)  ¡No! Esta tarde, no...

TEODORO.-   (Rabiosísimo.)  ¡Huy! ¡Maldita sea su estampa!

ROSALÍA.-  ¡Por Dios! ¡Habla más bajo! ¡Que te va a oír!

TEODORO.-  ¡Ah, España, España! En Francia no pasaría esto...

ROSALÍA.-  Domínate, Teodoro. Te lo suplico. ¿Crees que yo no lo siento tanto como tú? ¡Pobre de mí!

 

(Y toda rubores, escapa hacia el fondo. Se queda allí, en pie, ante el mirador, mirando hacia la calle. TEODORO lanza una mirada alrededor de sí mismo lleno de desolación.)

 

TEODORO.-  Entonces, ¿quieres que me vaya?

ROSALÍA.-   (Muy bajito.)  ¡Sí!

TEODORO.-  Está bien. Me iré.  (Y marcha con mucha dignidad, muy despacio hacia la entrada de la izquierda. Allí se detiene y lleno de amargura dice para sí mismo.)  Después de todo, ¿quién soy yo? Nadie. El amante. ¡Pche! Un pobre enamorado que se toma y se deja. Y si un día estorba, ¡pum!, a la calle. ¡Ah! Pero él se queda, eso sí. Él es el marido  (Furioso.)  Y, claro, como en España el marido tiene todos los derechos...

ROSALÍA.-   (Aterrada.)  ¡Teodoro! ¡No chilles!

 

(TEODORO mira todo lo que le rodea con una infinita repugnancia.)

 

TEODORO.-  ¡Qué país! ¡Cuánta incultura, cuánta sordidez, cuánto atraso...!

ROSALÍA.-  ¡Amor mío! No empieces con la política...

TEODORO.-  ¡Rosalía!

ROSALÍA.-  ¿Qué?

TEODORO.-  ¿Y mañana...?

ROSALÍA.-   (Prudente.)  Depende. Si no hay crisis...

TEODORO.-   (Con furia.)  ¡Ah! Esto, además. ¡La crisis!

ROSALÍA.-  ¡Teodoro! ¡Cálmate!

 

(TEODORO, en una transición, vuelve y se hunde en el sofá.)

 

TEODORO.-  ¡Rosalía! Soy muy desgraciado. Mi vida está llena de amarguras y sinsabores. No puedo más. Yo no sabía que en esto del adulterio el marido tiene todas las ventajas...

ROSALÍA.-  ¿Tú crees?

TEODORO.-  ¡Digo! Pero si a la vista está. Gracias a que, por fin, tu doncella se ha hecho cómplice de nuestro amor, nuestra felicidad consiste en estas dos horas que pasamos aquí, juntos, todas las tardes, desde hace tres meses.  (Nostálgico.)  ¡Qué tardes! ¿Verdad, Rosalía?

ROSALÍA.-   (Con rubor.)  ¡Calla!

TEODORO.-   (Irritadísimo.)  Y, de pronto, un día, el tío decide quedarse en casa y se acabó. Pero, hombre, ¿con qué derecho?

ROSALÍA.-  ¡Ay, Teodoro, Teodoro!

TEODORO.-  Rosalía, esto no puede continuar. Hay que hacer algo...

ROSALÍA.-  Pero ¿qué podemos hacer?

TEODORO.-  Huyamos...

ROSALÍA.-  ¿Qué dices?

TEODORO.-  Sí, sí. Vámonos. Juntos. Y lejos, muy lejos. Madrid resulta pequeño para nuestro amor. Aquí todo es miserable y mezquino...

ROSALÍA.-  ¿Y adónde iremos?

TEODORO.-   (Con arrogancia.)  ¡A Soria!

ROSALÍA.-  ¡No! Eso, no...

TEODORO.-  ¡Sí! Un amigo mío tiene allí una hermosa finca y nos dará albergue, si yo se lo pido. Ya verás. Será algo maravilloso.  (Lleno de ilusión.)  Me han dicho que en Soria la gente es muy moderna y muy mundana...

ROSALÍA.-  Pero, Teodoro, ¿te has vuelto loco? Yo no puedo ir contigo a Soria...

TEODORO.-  ¿Es que no te gusta Soria?  (Resueltísimo.)  Entonces, ¡a Badajoz! El alcalde es de mi partido...

ROSALÍA.-  ¡Y dale! Pero si no es eso...

TEODORO.-  ¡Ah! ¿No?

ROSALÍA.-  ¡No!

TEODORO.-  ¡Rosalía!

ROSALÍA.-  Pero, Teodoro, ¿cómo te atreves a proponerme una cosa semejante? ¿Te has olvidado de que soy una mujer decente?

TEODORO.-   (Abrumado.)  ¡Calla! Es verdad...

ROSALÍA.-  Me has ofendido. Debería darte vergüenza, Teodoro.

TEODORO.-  Calla, calla...  (Un silencio. Luego, con profunda amargura.)  ¿Por qué eres tan decente, Rosalía?

ROSALÍA.-  ¡Qué sé yo! Porque se nace así...

TEODORO.-  Entonces, no se hable más. Ya me voy. Adiós, Rosalía.

 

(Y marcha lentamente hacia la entrada de la izquierda. ROSALÍA le ve marchar y, de pronto.)

 

ROSALÍA.-  ¡Espera!  (TEODORO se detiene. Ella corre hacia la puerta de la derecha, la entreabre y mira al interior. Cuando se vuelve tiene el rostro resplandeciente.)  ¡Teodoro!

TEODORO.-  ¿Qué?

ROSALÍA.-  ¡Se ha dormido!

TEODORO.-  ¿Que se ha dormido?

ROSALÍA.-  ¡Sí!

TEODORO.-  El muy...

ROSALÍA.-  ¡Calla! Y dame un beso...  (Ella se le queda mirando enamoradísima. Y, de pronto, corre hacia él, impetuosa, y le rodea el cuello con los brazos.)  ¡Oh! Loco, loco, loco mío...

TEODORO.-  ¡Rosalía!

ROSALÍA.-  ¡Calla! ¿Por qué te excitas? ¿Por qué sufres?

TEODORO.-  Es que, a veces, Rosalía...

ROSALÍA.-  ¡Tonto! Pero ¿es que no sabes que nuestro amor tiene que ser así? Un secreto. Un maravilloso secreto. Calla, tonto, tonto, más que tonto...

TEODORO.-  ¡Rosalía! Te quiero tanto, con tanta pasión...

ROSALÍA.-  ¡Oh!

 

(Se besan, enamoradísimos. Y en ese preciso instante surge FLORITA por la izquierda. Una chica muy joven. Entra, decidida. Pero al ver a la pareja besándose, se detiene en seco, pega un respingo y grita, horrorizada, con toda su alma.)

 

FLORITA.-  ¡Ayyy!

 

(TEODORO y ROSALÍA se separan de súbito, asustadísimos.)

 

ROSALÍA.-  ¡Jesús!

TEODORO.-  ¡Leñe!

FLORITA.-   (Chillando.)  ¡¡Virgen!!

ROSALÍA.-  ¡Ay! ¡Florita! Estamos perdidos...

FLORITA.-  ¡Virgen Santa! ¡Ángeles y arcángeles! ¡Santos y santas de la Corte Celestial! ¡Jesús Dulcísimo!

 

(Está impresionadísima. Se santigua nerviosamente.)

 

ROSALÍA.-   (Aterrada.)  ¡Florita! Escucha...

FLORITA.-  ¡Madre mía! ¡Qué adulterio! ¡Pero qué adulterio!...

ROSALÍA.-  ¡Florita! Escúchame...

 

(FLORITA se revuelve ante ROSALÍA, indignadísima.)

 

FLORITA.-  ¡¡Fresca!!

TEODORO.-  ¡Ay!

FLORITA.-  ¡Inmoral! ¡Pecadora! ¡Mala mujer!

ROSALÍA.-   (Muy nerviosa.)  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

FLORITA.-  ¡Dios mío! ¿Qué va a pasar ahora, cuando yo se lo cuente todo a tu marido?

 

(Y se va por donde vino. ROSALÍA y TEODORO se miran, espantados.)

 

TEODORO.-   (Lívido.)  ¿Ha dicho que se lo va a contar?

ROSALÍA.-  ¡Sí!

TEODORO.-  ¿Y tú crees que se lo contará?

ROSALÍA.-  ¡Seguro!

TEODORO.-  ¡¡Demonio!! Pero ¿quién es esa chica?

ROSALÍA.-   (Desolada.)  Es Florita. Una sobrina de mi marido. Vive en el piso de arriba, con sus padres. Siempre está así, entrando y saliendo... Y se entera de todo lo que pasa en la vecindad...

TEODORO.-  ¡Hum! Entonces, estamos perdidos...

 

(Vuelve FLORITA por donde se fue. Impetuosamente, llena de furia, se encara con TEODORO.)

 

FLORITA.-  ¡Monstruo!

TEODORO.-  ¿Quién? ¿Yo?

FLORITA.-  ¡Sí! ¡Usted! ¡Monstruo! ¡Monstruo!

TEODORO.-  ¡Señorita!

FLORITA.-  ¡Perdido! ¡Libertino! ¡Que es usted un libertino!

TEODORO.-  ¡Señorita! Permítame usted que me presente...

FLORITA.-  ¡A callar! ¡Sinvergüenza!

TEODORO.-  ¡Oh! Es una fiera...

 

(Y lleno de confusión y de azoramiento, entra en el mirador. En el salón están ahora FLORITA y ROSALÍA frente a frente.)

 

ROSALÍA.-  ¡Florita! ¿Escúchame! ¿Quieres que te lo pida de rodillas?

FLORITA.-  ¡Calla! ¡No te acerques!

ROSALÍA.-  ¡Nena! Yo te explicaré...

FLORITA.-   (Indignadísima.)  Pero ¿qué es lo que me vas a explicar? ¡Descarada! ¡Si lo he visto todo! Si te tenía así, apechugada. ¡Vamos! Como el cochero del primero cuando se encuentra en la escalera con la cocinera del segundo, que también los he pillado. Porque ya está visto que en esto del vicio no hay clases...

ROSALÍA.-  ¡Florita! ¡Florita!

FLORITA.-  ¡Vete! ¡Quítate de mi vista!

ROSALÍA.-  ¿Que me vaya?

FLORITA.-  ¡Sí!

ROSALÍA.-  Pero ¿adónde?

FLORITA.-  ¡A rezar!

ROSALÍA.-  ¿Ahora?

FLORITA.-  ¡Claro! Pero ¿no te das cuenta, desgraciada, de que estás en pecado mortal?

ROSALÍA.-  ¡Ay! No me digas eso, Florita...

FLORITA.-  ¡¡Vete!!

ROSALÍA.-  Sí, Florita. Ya me voy. Rezaré. Yo hago todo lo que tú digas. ¡Ay! ¡Ay, Dios mío! Dios te salve, María...

 

(Y se va, precipitada y apuradísima, por la primera puerta de la derecha. Queda sola FLORITA, en primer término, y allá, de espaldas, TEODORO, en el mirador. Inmediatamente, el rostro de FLORITA se transforma. Sonríe, satisfechísima. Y muy resuelta, va hasta el piano. Se sienta, muy dispuesta, y toca. Es el levísimo preludio de una canción con el aire de la época. Y en seguida canta.)

 
FLORITA.-
Rosa del amor,
que has prendido en mi pecho el dolor.
Rosa, dulce flor,
primorosa rosita de olor...

 

(Apenas han brotado del piano las primeras notas de la canción, TEODORO se ha vuelto vivamente. Escucha, atentísimo. Entra en el salón despacito, casi de puntillas. Y mientras la muchacha canta él avanza. Ella sigue cantando tranquilamente, indiferente por completo a la presencia de TEODORO. Pero, de pronto, parece que le advierte y se detiene. Él se lanza.)

 

TEODORO.-  ¡Je! Canta usted muy bien...

FLORITA.-  ¡Pche! ¡Que pongo sentimiento!

TEODORO.-  ¡Ah! Se ve, se ve...

FLORITA.-  Pues, además, escribo versos, pinto abanicos y hago «filtiré» y encaje de bolillos...

TEODORO.-  ¡Qué hacendosa!  (Él se sienta en el sofá. Un silencio. Está turbadísimo. Ella sigue tecleando suavemente.)  ¿No sabe usted? Yo también hago versos...

FLORITA.-  ¡Ah! ¿Sí?

TEODORO.-  Sí, sí...

FLORITA.-  ¿De piratas o de amor?

TEODORO.-  No, no. De Salamanca.

FLORITA.-  ¡Qué raro!

TEODORO.-  ¡Je! Me llamo Teodoro García Requejo...

FLORITA.-  Bueno. Por mí...

 

(Se levanta y, con mucha dignidad, sin mirarle, cruza la escena y llega hasta el umbral del mirador. Él, de pronto, con un gran esfuerzo, muy mundano.)

 

TEODORO.-  Conque vive usted en el piso de arriba, con su papá y su mamá...

FLORITA.-  Sí, señor.

TEODORO.-  ¡Qué suerte! Este barrio es muy aristocrático.

FLORITA.-  ¡A ver!

TEODORO.-  ¿Dónde veranean ustedes?

FLORITA.-  En Cestona.

TEODORO.-  ¡Ah! El gran mundo...

FLORITA.-  ¿Y usted? ¿Dónde pasa los veranos?

TEODORO.-   (Modestamente.)  En Alicante...

FLORITA.-  ¡Qué granuja!

TEODORO.-   (Un respingo.)  ¡Señorita!

FLORITA.-  Otra amante que tendrá usted por allí...

TEODORO.-  ¡No! ¡En Alicante, no!

FLORITA.-  ¡Oiga! Ahora mismo me lo va usted a contar todo...

TEODORO.-  Bueno. Si se empeña...

FLORITA.-  ¿Dónde conoció usted a mi tía Rosalía?

TEODORO.-   (Un suspiro.)  En el tren...

FLORITA.-   (Admiradísima.)  ¿En el tren?

TEODORO.-  ¡Sí!

FLORITA.-  ¡Qué barbaridad! No, si no me choca; si ya dice papá que de tanto progreso no puede salir nada bueno.

TEODORO.-  ¡Je!

FLORITA.-  ¿Y cómo fue?

TEODORO.-  Pues verá. Yo había tomado un billete de primera clase hasta La Coruña...

FLORITA.-  ¡Qué aventurero es usted!

TEODORO.-  Llegué a la estación. Subí al vagón, abrí la puerta del departamento. Entré. Y allí estaban don Leandro y Rosalía, que también iban a La Coruña. Me presenté, naturalmente. Ella, en silencio, me miraba y me miraba...

FLORITA.-  Por curiosidad. ¿Cómo iba vestida?

TEODORO.-  Muy sencilla. Como para el tren. Llevaba un sombrero lleno de tules y de flores. Una capa de pieles. Un manguito. Los guantes. El bolso y una sombrilla.

FLORITA.-   (Indignada.)  ¡Lagarta! ¡Lagarta!

TEODORO.-  ¡Florita! Si se va usted a enfadar, me callo.

FLORITA.-  ¡No! ¡Siga usted!

TEODORO.-  ¡Je! Bueno...

FLORITA.-  ¿Y allí empezó todo?

TEODORO.-  ¡Claro! Como La Coruña está tan lejos y don Leandro se durmió en seguida...

FLORITA.-  ¡Dios mío! ¡Pobrecito tío Leandro!  (Muy sentimental.)  Es tan infeliz que cuando él se duerme se cree que se ha dormido todo el mundo. Y se equivoca. Porque la vida sigue.

TEODORO.-   (Con entusiasmo.)  ¡Qué lista es usted, Florita! Y qué penetrante y qué sutil...

FLORITA.-  ¡Cállese!  (Furiosa.)  Y no me adule, ¿eh? ¡A mí no me adule!

TEODORO.-   (Confundidísimo.)  ¡Señorita! Le aseguro que no ha sido esa mi intención.

FLORITA.-   (Inflexible.)  ¡Siga! ¿Qué ocurrió después en La Coruña?

TEODORO.-  ¡Oh! En La Coruña pasamos unos días maravillosos. Don Leandro se fue a recorrer la provincia para hacer propaganda electoral. Rosalía y yo, entretanto, salíamos de excursión todas las mañanas. ¡Ah, Galicia, Galicia! ¡Qué hermoso país! Recorrimos las rías, ¿sabe? Una vez llegamos hasta La Toja...

FLORITA.-  ¡Infames! ¡Infames!

TEODORO.-  Bueno. Después de todo, don Leandro no se puede quejar. Ganó las elecciones. Luego volvimos a Madrid, juntos los tres. Y desde entonces ya se figurará usted: cartas y recados que van y vienen. Citas furtivas en el Retiro y en la Moncloa. En la tribuna del Congreso, en los cafés solitarios, en la misa de San Ginés. Por fin, la complicidad de una doncella, que me facilita la entrada en esta casa mientras don Leandro está ausente...

FLORITA.-   (Con horror.)  ¡Calle!

TEODORO.-  ¡Florita! ¿Qué pensará usted de mí?

FLORITA.-  ¡Cállese!

TEODORO.-  ¡Oh!

FLORITA.-  ¡Teodoro! ¿Está usted muy enamorado de mi tía Rosalía?

TEODORO.-  ¡Hum!  (Se calla. Luego, con mucha sutileza.)  ¡Enamorado! Enamorado! Esa no es precisamente la palabra.

FLORITA.-   (Muy interesada.)  ¡Ah! ¿No?

TEODORO.-   (Prudente.)  No. Lo que yo siento por Rosalía es...

FLORITA.-  ¿Qué?

TEODORO.-  Una loca pasión.

FLORITA.-   (Suspensa.)  ¡Ah! ¡Ya! La pasión...  (Un silencio. Parece que FLORITA medita. Y, de pronto, interesadísima.)  ¿Y qué es eso?

TEODORO.-   (Un brinco.)  ¿Cómo?

 

(FLORITA, muy decidida, se sienta otra vez, al lado de TEODORO, en el sofá.)

 

FLORITA.-  ¡Hala, hala! Cuénteme...

TEODORO.-  ¡Señorita! ¿Qué quiere que le cuente?

FLORITA.-  Eso, eso...

TEODORO.-  ¡No! ¡No quiero!

FLORITA.-  ¡Teodoro! ¡No sea usted rebelde!

TEODORO.-  ¡Hum!  (Tragando saliva.)  ¡Florita! ¡Criatura! La pasión es una fuerza arrolladora, que crece y crece dentro de uno hasta desbordarse, como un río enloquecido. Es un delirio. Un ímpetu. Un frenesí.

FLORITA.-   (Emocionadísima.)  ¡Qué bárbaro!

TEODORO.-   (Embalado.)  Mire, para que se entere usted mejor le pondré un ejemplo: figúrese usted que, de pronto, aparece ante mí Rosalía, hermosa, fascinante, cautivadora. ¿Qué siento yo entonces? Pues entonces yo, pobre hombre, loco de pasión, me convierto en un salvaje y siento unos atroces deseos de estrecharla entre mis brazos, y de besarla, y de...

FLORITA.-  ¡Huy! ¡Qué bruto!

TEODORO.-  Pero, en cambio, si es usted la que llega, y yo la veo como es, tan niña, tan angelical, tan candorosa, ¿qué ocurre? Pues todo lo contrario. Que el alma se me llena de gozo y de pureza. Y ni siquiera se me pasa por el pensamiento la idea de rozarla a usted con la punta de mis dedos...

FLORITA.-  ¡Ah! ¿Sí?

TEODORO.-  Sí.

FLORITA.-   (Preocupadísima.)  ¡Toma! Pues estoy lista...

TEODORO.-   (Muy azorado.)  ¡Je! ¡Qué Florita esta! ¡Pero qué Florita!

 

(FLORITA, en silencio, sin dejar de mirar a TEODORO, se pone en pie lentamente.)

 

FLORITA.-  ¡Teodoro! ¡Béseme usted!

TEODORO.-   (Un salto.)  ¿Cómo?

FLORITA.-  ¡Que me bese!

TEODORO.-   (Muy asustado.)  ¿Ahora?

FLORITA.-  ¡Sí!

TEODORO.-  ¡Ca!

FLORITA.-  ¡Que sí!

TEODORO.-  Pero, Florita...

FLORITA.-  ¡Béseme usted! Con locura, con ardor, con arrebato...

TEODORO.-  ¡Florita! ¿Se ha vuelto usted loca?

FLORITA.-  Béseme, Teodoro, béseme...

TEODORO.-  ¡Ay!

FLORITA.-  ¡Teodoro!

 

(FLORITA se abalanza, impetuosa, sobre TEODORO, le rodea el cuello con los brazos y le besa con un fantástico entusiasmo. Y en ese mismo instante se abre la primera puerta de la derecha y surgen en escena ROSALÍA y DON LEANDRO. Este DON LEANDRO es un caballero de cierta edad, muy solemne. Los dos recién llegados se quedan inmóviles y aterrados viendo a FLORITA entre los brazos de TEODORO. ROSALÍA grita con toda su alma. DON LEANDRO se estremece.)

 

ROSALÍA.-  ¡Ayyy!

DON LEANDRO.-  ¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué es esto?

 

(FLORITA y TEODORO se separan muy aprisa, llenos de susto.)

 

FLORITA.-  ¡Virgen Santísima!

TEODORO.-  ¡Ahí va!

 

(FLORITA, muy sofocada, escapa y, corriendo, llega hasta el mirador. Se queda allí.)

 

FLORITA.-  Dios te salve, Reina y Madre...

ROSALÍA.-   (Celosísima.)  ¡Teodoro!

DON LEANDRO.-   (Muy enardecido.)  ¡Florita! ¡Sobrina! ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que han visto mis ojos?

 

(ROSALÍA avanza, muy decidida. Se planta ante TEODORO. Se le queda mirando fijamente, con los ojos abiertos de par en par, echando chispas.)

 

ROSALÍA.-  ¡¡Canalla!!

 

(Y le pega una bofetada.)

 

TEODORO.-  ¡Hum!

FLORITA.-  ¡Jesús!

 

(ROSALÍA se va hacia la izquierda. DON LEANDRO ante Teodoro le mira de arriba abajo con una imponente gravedad.)

 

DON LEANDRO.-  ¡Pollo! Reconocerá usted que la reacción de mi mujer está más que justificada...

TEODORO.-   (Sincerísimo.)  Me hago cargo, sí, señor.

DON LEANDRO.-   (Muy excitado.)  ¡Ah! ¡Los jóvenes! ¡Rosalía! Esta, esta es la juventud. Esta es la nueva generación. Pero ¿adónde va el país con esta juventud que no cree en nada, que no respeta nada? ¿Qué va a ser de España?

TEODORO.-   (Tímidamente.)  ¡Don Leandro!

DON LEANDRO.-  ¡Cállese! ¡Desventurado! Pero ¿se da usted cuenta de las consecuencias de su acción? ¿Qué ha hecho usted? Se trata de una niña, señor mío. Una niña pura e inocente. ¡Una niña que lleva mi apellido! ¡Ah! Y eso sí que no. ¡No y no! No lo aguanto, ¡ea! Con mi apellido no se juega. ¡Las mujeres de mi familia son sagradas!

FLORITA.-   (Ruborosa.)  ¡Tío Leandro! ¡Qué cosas dices!

DON LEANDRO.-   (Altanero.)  ¡Señor García Requejo!

TEODORO.-   (Humildísimo.)  ¡Mande!

DON LEANDRO.-  ¡Para mí lo primero es el honor...!

FLORITA.-  ¡Ay, madre mía!

DON LEANDRO.-  ¡Que lo diga mi mujer!

FLORITA.-  ¡Jesús! ¡Jesús!

DON LEANDRO.-  ¡Vamos! ¡Necesito una explicación! ¿Qué ha pasado aquí? ¿Por qué he visto yo lo que he visto? ¿Por qué está usted en mi casa sin haber sido invitado? ¡Aprisa! ¡Justifíquese!

TEODORO.-  ¡Don Leandro...!

DON LEANDRO.-  ¡Sin rodeos! Ya sabe usted que yo, en el Parlamento, como miembro de la oposición, siempre voy a lo directo...

TEODORO.-  Pero, don Leandro...

DON LEANDRO.-  ¡Hable! ¡Le digo que hable! ¡Y pronto!

 

(De pronto se vuelve FLORITA, llena de ímpetu.)

 

FLORITA.-  ¡Basta! Se acabó...

TODOS.-  ¿Cómo?

FLORITA.-  Hablaré yo... Y diré toda la verdad.

 

(Y avanza muy resuelta. ROSALÍA y TEODORO palidecen y van hacia ella.)

 

ROSALÍA.-  ¡Florita!

TEODORO.-  ¿Qué va usted a hacer? ¡Por su madre!

FLORITA.-   (Muy autoritaria.)  ¡Ea! ¡A callar!

ROSALÍA.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

TEODORO.-  ¡Florita! ¡Florita!

DON LEANDRO.-  ¡Caramba! Pero ¿qué pasa aquí?

 

(FLORITA se vuelve hacia DON LEANDRO emocionadísima.)

 

FLORITA.-  ¡Tío Leandro! La verdad es que Teodoro y yo nos amamos y nos queremos casar...

LOS OTROS TRES.-  ¿Cómo?

 

(TEODORO, anonadado, se derrumba en un sillón. ROSALÍA se tapa la boca con la mano para sofocar un grito y escapa hacia el mirador.)

 

TEODORO.-  ¿Qué...?

ROSALÍA.-  ¡Ayyy!

 

(A DON LEANDRO le invade una inmensa ternura y sonríe encandilado.)

 

DON LEANDRO.-  ¡Florita! ¡Criatura! Pero ¿era eso?

 

(FLORITA, llena de rubor y de sofoco, corre y se refugia entre los brazos de DON LEANDRO.)

 

FLORITA.-  ¡Sí, tío, sí!

DON LEANDRO.-  ¡Oh! ¡Paloma!

FLORITA.-  ¡Nos queremos locamente!

DON LEANDRO.-  ¿De veras?

FLORITA.-  ¡Oh! Con una pasión y un fuego y un...

DON LEANDRO.-  ¡Oh! ¡Chiquilla! ¡Chiquilla!

FLORITA.-  ¡Ay, tío! ¡Qué sofoco tengo! No me mires...

DON LEANDRO.-  ¡Ángel de Dios!

FLORITA.-  No me mires, no me mires...

DON LEANDRO.-  ¡Je! Pero ¿tú has oído, Rosalía?

ROSALÍA.-  ¡Sí! Lo he oído, lo he oído...

DON LEANDRO.-  ¿Y no te conmueve?

FLORITA.-  ¡Anda! Pero si tía Rosalía lo sabe todo. (ROSALÍA y TEODORO se vuelven, aterrados.)  ¡Claro! Pero si es ella la que nos protege y nos ayuda y nos encubre. Porque lo que pasa es que papá no me deja tener novio...

DON LEANDRO.-   (Contentísimo.)  ¡No me digas!

FLORITA.-  Mira, tío Leandro. Para que te enteres. Desde hace tres meses, todas las tardes, cuando tú te vas al Congreso, se presenta aquí Teodoro...

DON LEANDRO.-   (Divertidísimo.)  ¿Aquí?

FLORITA.-  ¡Sí!

DON LEANDRO.-  ¡No!

FLORITA.-  ¡Que sí!

DON LEANDRO.-  Pero si no puedo creerlo...

FLORITA.-  ¡Qué inocente eres, tío!

DON LEANDRO.-  Conque desde hace tres meses...

FLORITA.-  ¡Sí!

DON LEANDRO.-   (Encantado.)  ¡Y yo en la luna...!

FLORITA.-  Ahí, ahí.

 

(DON LEANDRO está cada vez más divertido.)

 

DON LEANDRO.-  ¡Caramba! Esto sí que es grande. De manera que, cuando yo salgo de casa, este caballerito, ¡je!, este caballerito, ¡je!, entra...

FLORITA.-  Eso...

DON LEANDRO.-  ¡Je! Así, sencillamente...

FLORITA.-  Bueno. Primero, en la calle, desde la acera de enfrente, pega un silbido...

DON LEANDRO.-   (Rápido. Muy agudo.)  ¡Para ver si está el campo libre! ¿A que sí?

FLORITA.-  ¡Qué vista tienes, tío!

DON LEANDRO.-  Sigue, sigue. ¿Y después?

FLORITA.-  ¡Hombre! Después...

DON LEANDRO.-  ¡Anda! Cuéntamelo todo...

FLORITA.-  ¡Rosalía! ¿Se lo cuento?

ROSALÍA.-  ¡Oh!

FLORITA.-  Bueno. La tía Rosalía se asoma al mirador y le hace señas...

DON LEANDRO.-   (Regocijadísimo.)  ¿Tú?

ROSALÍA.-  ¡Sí!

DON LEANDRO.-  ¡Qué criatura! ¡Santo Dios! ¡Lo que son las mujeres! ¡Pero qué cosas inventan! Lo que se va a reír la gente cuando yo lo cuente por ahí...

FLORITA.-   (Asustada.)  ¡Tío Leandro! Pero ¿es que lo vas a contar?

DON LEANDRO.-  ¡Digo! Esta misma tarde. ¡En el Congreso!

FLORITA.-  ¡Ay, Virgen!

 

(DON LEANDRO se vuelve hacia TEODORO y le sacude unas reconfortantes palmaditas en la espalda.)

 

DON LEANDRO.-  ¡Ea! ¡Pollo! Levante esos ánimos. No se amilane. Yo me hago cargo de todo, hijo. Yo también he sido joven, ¡qué caramba! Pero ¡hay que ver! ¡Las cosas que pasan en la vida! ¿Quién me iba a decir a mí que aquel muchacho tan tímido que conocimos en el tren camino de San Sebastián...?

TEODORO.-   (Torvo.)  De La Coruña...

DON LEANDRO.-  Eso es. De La Coruña. El de San Sebastián es el otro...

TEODORO.-   (Inquieto.)  ¡Ah! Pero ¿es que hay otro?

DON LEANDRO.-  Sí, hombre. ¡Federico!

FLORITA.-  ¡Vaya! Pero ¿qué pasa en el tren?

DON LEANDRO.-  Es un viajante de comercio, muy simpático, por cierto, que le hace muchísima gracia a mi mujer...

TEODORO.-  ¡Ah! ¿Sí?

ROSALÍA.-  ¡Oh!

DON LEANDRO.-  ¡Sí! En cambio, usted, al principio, la verdad sea dicha, la verdad es que a Rosalía no le cayó bien...

TEODORO.-   (Picadísimo.)  ¡Ah! ¿No?

DON LEANDRO.-   (Divertidísimo.)  ¡No! ¡Qué va!

ROSALÍA.-   (En vilo.)  ¡Leandro! ¡Por Dios! ¿Quieres callar?

DON LEANDRO.-   (Se ríe.)  ¡Je! ¿Sabe usted...?

ROSALÍA.-  ¡Leandro!

DON LEANDRO.-  ¡Je! ¿Sabe usted lo que me dijo Rosalía aquella noche, en el tren, cuando nos quedamos solos?

TEODORO.-  ¿Qué le dijo?

ROSALÍA.-  ¡Leandro!

DON LEANDRO.-  Pues me dijo: «¡Leandro! Este chico es medio tonto...».

 

(ROSALÍA y TEODORO se mueven como movidos por un resorte.)

 

TEODORO.-  ¿Cómo?

ROSALÍA.-  ¡No!

TEODORO.-   (Furioso.)  ¿Eso dijo?

ROSALÍA.-  ¡No! ¡No lo dije!

DON LEANDRO.-   (Encantado.)  ¡Que sí! ¡Que sí!

TEODORO.-   (Terco.)  ¿Eso dijo?

ROSALÍA.-  ¡No! No lo dije, no lo dije...

DON LEANDRO.-   (Muy suyo.)  ¡Sí! Lo dijo, lo dijo. ¡Vaya si lo dijo! ¡Digo!  (Con picardía.)  Y ya se ha visto luego. ¡Tonto ha resultado el pollo! Sí, sí. Tonto, tonto. Menudo pájaro. ¡Perillán! ¡Que es usted un perillán!  (Le propina unos cachetitos. Se ríe con toda su alma. Y de pronto.)  ¡Muchacho! Me es usted simpático...

TEODORO.-  ¡Je!

DON LEANDRO.-  Y desde hoy, cuente con un amigo. Por mi parte todo serán facilidades...

TEODORO.-  Don Leandro...

DON LEANDRO.-  ¡Ea! ¿Y sabe usted lo que le digo? ¡Que antes de un mes está usted casado con Florita!

Todos.-  ¿Cómo?

 

(TEODORO se pone en pie casi de un brinco. ROSALÍA sofoca un chillido. FLORITA abre los ojos de par en par.)

 

TEODORO.-  ¡¡Porras!!

ROSALÍA.-  ¡Leandro!

FLORITA.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

TEODORO.-  ¡¡No!! ¡No puede ser!

DON LEANDRO.-  ¡Anda! ¿Cómo que no? De eso me encargo yo...

TEODORO.-  ¡Don Leandro! ¿Qué va usted a hacer?

DON LEANDRO.-   (Con mucha sensatez.)  Lo natural, hijo, lo natural. Lo que haría cualquiera en mi lugar. Ahora mismo, mi mujer y yo subiremos al piso de arriba y hablaremos con los padres de Florita...

 

(Un estremecimiento unánime en los otros. FLORITA se alegra muchísimo. Y TEODORO y ROSALÍA llenos de pavor.)

 

LOS OTROS TRES.-  ¡No!

DON LEANDRO.-  ¿Cómo que no? ¡Vaya! Y sin perder un minuto. Andando, Rosalía.

ROSALÍA.-  ¡No!  (Apuradísima.)  ¡Por Dios! ¡Leandro! ¡Vas a cometer una imprudencia!

DON LEANDRO.-  ¡Qué tontería!

ROSALÍA.-  Piénsalo un poco...

DON LEANDRO.-  Quita, quita. Ya está pensado.

ROSALÍA.-  ¡Leandro! ¡Ay, Leandro!

DON LEANDRO.-  Comprenderás, querida, que este noviazgo no puede continuar en secreto ni un día más...

ROSALÍA.-  ¡Leandro! Esto es prematuro...

DON LEANDRO.-  ¡Quia! En caliente, en caliente...

ROSALÍA.-  ¡No! ¡Espera!

FLORITA.-  ¡Y dale!  (Enfadada.)  Pero, tía, ¿por qué le quitas al tío Leandro la voluntad?

ROSALÍA.-  ¡Cállate tú!

FLORITA.-  ¡Huy!

DON LEANDRO.-  Hala, hala. Vamos.

ROSALÍA.-  ¡Leandro! No seas impulsivo. Te lo suplico.

 

(DON LEANDRO se vuelve a TEODORO, que está horrorizado, mirando a unos y a otros, y le guiña un ojo.)

 

DON LEANDRO.-  ¡Oiga! ¿Sabe usted lo que le pasa a mi mujer? ¡Que está celosa!

FLORITA.-   (Admiradísima.)  ¡Qué talento tienes, tío Leandro!

DON LEANDRO.-   (Muy paternal.)  ¡Hijita! Pero, si es muy fácil de comprender. Ten en cuenta que hasta hoy tu tía ha sido vuestra única protectora. Y ella, pobrecita, como es tan romántica, tan sentimental y tan soñadora, era feliz así. Pero, de pronto, entro yo en escena y me dispongo también a ayudaros. ¿Y qué sucede? Pues sucede, ni más ni menos, que mi mujercita tiene celos...  (Se ríe. Y va hacia ROSALÍA muy cariñoso.)  ¡Je! ¿Verdad que es eso?

ROSALÍA.-  ¡Oh! Leandro...

DON LEANDRO.-  ¡Je! Hala, hala. ¡Tonta! ¡Al piso de arriba! No se hable más. Verás cómo en cinco minutos convenzo yo a mi primo Octavio y a su mujer y, entre los cuatro, hacemos la felicidad de esta parejita...

ROSALÍA.-  ¡Oh!

 

(ROSALÍA, conteniendo un sollozo, se va por la puerta de la izquierda. DON LEANDRO la ve marchar muy contento y casi enternecido.)

 

DON LEANDRO.-  ¡Je! Es una niña...  (Y a punto de salir se vuelve hacia TEODORO, muy sentimental y muy profundo.)  ¡Señor García Requejo! El matrimonio es algo muy difícil, ¿sabe usted? Muy difícil, hijo mío, muy difícil. Un puro azar. Pero yo, ya ve usted, he tenido suerte. Y le deseo a usted, ¡je!, sí, sí, señor, le deseo a usted de todo corazón que Florita salga a su tía...

 

(Sale. Quedan solos FLORITA y TEODORO en medio de un silencio impresionante. Él continúa inmóvil, hundido en el asiento, con los ojos fijos en alguna parte, anonadado. Ella junto al mirador, muy asustada, le mira de reojo. Muy bajito.)

 

FLORITA.-  ¡Teodoro! ¿Está usted asustado?  (Un silencio.)  ¡Oiga! ¿Por qué no dice usted algo?

 

(TEODORO se vuelve y la mira. Y, bruscamente, se pone en pie de un salto, con una furia loca.)

 

TEODORO.-  ¡Bruja!

FLORITA.-  ¡Ay!

TEODORO.-  ¡Criatura del infierno! ¡Perversa! ¡Intrigante!

FLORITA.-  ¡Teodoro! ¡Que soy una señorita!

TEODORO.-  ¡Trapisondista!

FLORITA.-  ¡Jesús!

TEODORO.-  ¿Qué es lo que pretende?

FLORITA.-  ¡Ay, Virgen Santísima! Modérese, Teodoro...

TEODORO.-  ¡No me da la gana!

FLORITA.-   (Ofendidísima.)  ¡Maleducado!

TEODORO.-  ¡Huy!

FLORITA.-  ¡Que grito!

 

(En este momento surge ROSALÍA por donde se fue como un vendaval.)

 

ROSALÍA.-  ¡Florita! ¡Mala persona! ¿Dónde estás?

FLORITA.-  ¡Ay! ¡Socorro!

 

(Y entra despavorida en el mirador. ROSALÍA y TEODORO han quedado frente a frente. TEODORO se revuelve como un león.)

 

TEODORO.-  ¡Hola! Conque hay otro...

ROSALÍA.-  ¡No! ¡No es verdad!

TEODORO.-  Conque soy medio tonto...

ROSALÍA.-  ¡No! ¡Falso! Te digo que no...

TEODORO.-   (Rabiosísimo.)  ¡Vaya usted a paseo, señora! ¡Vaya usted a paseo!

ROSALÍA.-   (Toda sofoco.)  ¿Cómo? ¿Qué has dicho? ¡¡Grosero!!

TEODORO.-  ¡¡Largo!!

ROSALÍA.-  ¡Grosero! ¡Estúpido! ¡Mequetrefe!

DON LEANDRO.-   (Dentro.)  ¡Rosalía!

ROSALÍA.-   (Súbita.)  ¡Voy!

TEODORO.-  ¡Hum!

 

(ROSALÍA se precipita hacia la entrada de la izquierda, voladísima.)

 

ROSALÍA.-  ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh!

 

(Y sale. Asoma FLORITA por el mirador.)

 

FLORITA.-  ¿Se ha ido mi tía?

TEODORO.-   (Fuera de sí, gritando.)  ¡¡Florita!! ¡Quítese de mi vista! ¡Enredadora! ¡Que es usted una enredadora!

FLORITA.-  ¡Teodoro! Serénese. Y oiga usted lo que voy a decirle. ¡Por Santa Rita se lo pido! ¡Teodoro! Ahora mismo se va usted a su casa. Haga una maleta con lo más imprescindible. Tome un coche. Plántese en la estación. Saque un billete para París y no vuelva usted a Madrid hasta dentro de un año. ¡Vamos! Corra. Dese prisa...

TEODORO.-  Pero ¿por qué?

FLORITA.-  ¡Virgen! ¿Y todavía lo pregunta? ¡Infeliz! Porque si no desaparece usted le casan conmigo...

TEODORO.-   (Aterrado.)  ¿Usted cree?

FLORITA.-  ¡Ay! ¡Si lo sabré yo! Estoy segurísima. Dentro de diez minutos estarán aquí el tío Leandro y la tía Rosalía con mi papá y mi mamá. Todos tan contentos. Y nos casan, Teodoro. Le digo que nos casan. ¡Huy! ¡Que si nos casan! Con las ganas que tiene mamá, pobrecita...

TEODORO.-  ¡Florita! ¡Insensata! ¿Qué ha hecho usted? ¿Por qué ha provocado usted esta situación? ¿Por qué se empeñó en que le diera un beso? ¿Por qué ha urdido usted todo esto? ¿Por qué? ¡Santo Dios! ¡Dígamelo! ¿Por qué?

FLORITA.-  ¿Que por qué?

TEODORO.-  ¡Sí! ¿Por qué? ¿Por qué?

FLORITA.-  ¡Dios mío! Pero ¿todavía no se ha dado usted cuenta? ¡Ay! Pero qué infelices y qué cándidos son los hombres. Pero ¿por qué va a ser? ¡Porque estoy enamorada de usted como una loca!

 

(Y se echa a llorar, ruborizadísima, con un infinito desconsuelo.)

 

TEODORO.-   (Estupefacto.)  ¡¡No!!

FLORITA.-  ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!  (Y llora desgarradoramente.)  ¡Ay!

TEODORO.-  ¡Florita! Pero, Florita...

FLORITA.-  ¡Calle! ¡No se acerque! ¡No me diga nada! Y no me mire. Por la Virgen Purísima, no me mire, que me muero de vergüenza y ahora es de veras. ¡Ay, que sofocación! ¡Ay, qué nerviosa me estoy poniendo! Pues no tiemblo...

TEODORO.-  ¡Señorita!

FLORITA.-  ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

TEODORO.-  Pero ¿de verdad está usted enamorada de mí?

FLORITA.-  ¡Huy! La mar...

TEODORO.-  Pero, criatura, si nos acabamos de conocer...

FLORITA.-   (Indignadísima.)  ¿Qué está usted diciendo? ¡Atontado!

TEODORO.-  ¡Florita!

FLORITA.-  Pero si nos conocemos hace muchísimo tiempo...

TEODORO.-  ¡Ah! ¿Sí?

FLORITA.-   (Transición.)  Bueno, claro, le conozco yo a usted. Porque usted a mí no me ha mirado ni una sola vez. Y es natural. Yo nunca llamo la atención de los hombres. Yo soy muy poquita cosa...

TEODORO.-  Florita...

 

(FLORITA, poco a poco, se va serenando.)

 

FLORITA.-  ¡Ay, Teodoro! Fue una noche, en el teatro. Yo iba con papá y mamá. Hacían un drama estupendo, estupendo. En verso, ¿sabe?, como tienen que ser los dramas. Había una mala mujer hermosísima, como la tía Rosalía, que hacía sufrir a los hombres y luego se moría abandonada en una buhardilla, la muy pécora. ¡Castigo de Dios! ¿Verdad? De pronto, apareció usted de puntillas por el pasillo del patio de butacas y se sentó usted a mi lado. Yo le miré así, de reojo, y me quedé... ¡Dios mío! ¡Cómo me quedé! ¡Me hizo usted una impresión! Y en estas que saca usted un paquetito de bombones y yo me digo: «Pues ya está, ahora me dirá lo que se dice siempre: «¿Un bombón, señorita?»». Pero ¡quia! Se los comió usted todos, seguiditos, seguiditos, sin rechistar...  (Se echa a llorar otra vez.)  ¡Egoísta! ¡Que es usted un egoísta!

TEODORO.-  ¡Je!

FLORITA.-  Aquella noche no pude dormir. Empecé a soñar unas fantasías. ¡Uf! Pero, al día siguiente, estaba yo asomada al mirador, triste, triste, porque nunca le volvería a ver, cuando de pronto aparece usted en la esquina y empieza a pasear por la acera de enfrente. ¡Virgen! Me dio un vuelco el corazón. Porque, a ver, lo que yo pensé: «Este hombre está loco por mí...».

TEODORO.-  ¡Oh!

FLORITA.-  Pero, sí, sí. Por mí...  (Y llora otra vez, desconsoladísima.)  Era la tía Rosalía.

TEODORO.-  ¡Florita!

FLORITA.-  ¡Ay! ¡Ay, qué pena! ¡Y qué desilusión! ¡Y qué desencanto!

TEODORO.-  ¡Por favor! No llore...

FLORITA.-  Una tarde le seguí...

TEODORO.-  ¿A mí?

FLORITA.-  Sí, sí.

TEODORO.-  ¿Es posible?

FLORITA.-  ¡Oh! Y luego le he seguido muchas tardes más. Mire. Para mí no tiene usted ya secretos. Yo lo sé todo. Vive usted en una pensión de la calle de la Ballesta. Por las mañanas va usted al café de Levante y por las tardes, cuando anochece, al Colonial. Tiene usted tres trajes, un hongo y un canotier. De corbatas está usted mal, pobrecito. Es usted periodista. Leo todos sus artículos de El Liberal...  (De pronto, con evidente reproche.)  ¡Oiga! Usted es de izquierdas, ¿eh?

TEODORO.-   (Modestamente.)  ¡Señorita! Yo soy un heredero de la Revolución francesa...

FLORITA.-  Calle, hombre. No diga usted eso.

TEODORO.-  ¡Je! Los Derechos del Hombre...

FLORITA.-  Quite, quite...

TEODORO.-  ¡Oh!

FLORITA.-  ¡Ah! Y todavía sé algo más. Los domingos sale usted con una modista que se llama Paca...

TEODORO.-  ¡Cielos! Pero ¿también sabe usted lo de la Paca?

FLORITA.-  También.

TEODORO.-  ¡Oh!

FLORITA.-  ¡Sí! Lo sé, lo sé todo... Por eso, como lo sé todo y sufría tantísimo, y ya no podía más, esta tarde me dije: «¡Florita! Para empezar, esto de Teodoro y la tía Rosalía se tiene que acabar». Y dicho y hecho, los pillé...  (Se vuelve hacia él y le mira, conteniendo los sollozos.)  Pero he sido una tonta, ¿verdad?

TEODORO.-   (Abrumado.)  ¡Oh, Florita, Florita!

FLORITA.-  ¿Qué pensará usted de mí, ahora? Bueno. Después de todo, ¿qué importa, si ya nunca, nunca, nos volveremos a ver? Y usted será muy feliz con la Paca y, a lo mejor, a mí, con el tiempo se me pasa esta pasión y este arrechucho y me caso con un militar...

TEODORO.-   (Conmovido.)  ¡Florita! ¡No llore más!

FLORITA.-  Pero si ya no lloro...

TEODORO.-  ¡Florita! ¡Que me va usted a emocionar!

FLORITA.-  ¡Ay! ¿Sí? ¡Qué tonto es usted!

TEODORO.-  ¡Florita! Escuche...

FLORITA.-  ¡Váyase usted, Teodoro! ¡Váyase! ¡Que están al llegar papá y mamá, mi tío y mi tía! ¡Que está usted en peligro, Teodoro! ¡Que lo sé yo!

TEODORO.-   (Inquieto.)  ¡Florita!

FLORITA.-  ¡Corra! ¡A la estación! No se detenga! ¡Y mándeme una postal desde París para que yo sepa que ha llegado y me quede tranquila...

 

(Escapa corriendo y llega hasta el umbral del mirador.)

 

TEODORO.-  ¡Florita!

 

(FLORITA se detiene.)

 

FLORITA.-  ¿Qué?

TEODORO.-  Yo quisiera...

FLORITA.-  ¿Qué es lo que usted quisiera, Teodoro?

TEODORO.-  No, nada...  (TEODORO, emocionadísimo, marcha hacia la entrada de la izquierda.)  Adiós, Florita.

FLORITA.-  ¡Adiós, Teodoro! ¡Para siempre!  (Y, muy conmovida, entra en el mirador. Desaparece. TEODORO, solo, junto a la puerta, con el sombrero entre las manos, duda un instante. Pero, en un arranque, sale. La escena queda sola. Un silencio. Y, por el mirador, asoma de puntillas FLORITA. Escucha. Espera un instante con el alma en vilo. Y de pronto, decidida, avanza muy aprisa, se sienta al piano y empieza a tocar su canción. Pronto, por donde se fue, asoma, sigiloso, TEODORO. Entra muy despacio, de puntillas, y se sienta en el sofá, con el sombrero entre las manos. FLORITA, sin volver la cabeza.)  ¡Teodoro! ¿Todavía está usted ahí?

TEODORO.-  ¡Je! Pues sí...

FLORITA.-  Pero, Teodoro, que va usted a perder el tren de París.

TEODORO.-  ¡Je! Es que he cambiado de idea...

FLORITA.-   (Emocionadísima.)  ¿Sí?

TEODORO.-  Me quedo...

FLORITA.-  ¿Que se queda?

TEODORO.-  ¡Sí!

FLORITA.-  ¡Oh!  (A punto de llorar otra vez.)  ¡Teodoro! ¡Me va usted a hacer muy desgraciada!

TEODORO.-  ¡Je!

FLORITA.-  ¡Teodoro! ¿Va usted a terminar con la Paca?

TEODORO.-  ¡Oh!

 

(Y, entre lágrimas, FLORITA rompe a cantar:)

 
FLORITA.-
Rosa del amor,
que has prendido en mi pecho el dolor.
Rosa, dulce flor,
primorosa rosita de olor...

 

(Y entretanto, muy despacio, va cayendo el...

 

 
 
TELÓN)
 
 
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