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Un perfil de la picaresca: El pícaro hablador

Gonzalo Sobejano


University of Pennsylvania (Philadelphia)



La picaresca española ha sido examinada desde muy varios ángulos. Principalmente se ha insistido en definir la concepción del mundo del pícaro, en analizar el contenido de su relato y en discernir la estructura del mismo; fecunda insistencia que tiene por resultado el que cada vez podamos comprender mejor una serie de aspectos que sería largo enumerar. No se ha estudiado, en cambio, que yo sepa, el lenguaje de la picaresca como elemento que en todos o en los mejores ejemplares del género pueda ofrecer notas comunes. Lo que en este dominio del lenguaje o el estilo se ha realizado, refiérese siempre a una obra en particular1. Pero no se ha intentado distinguir los rasgos generales, quizá por creer que entre el Lazarillo de 1554 y el Guzmán de 1599 había trascurrido demasiado tiempo para admitir semejanzas de estilo, que entre Mateo Alemán y Cervantes la disparidad de caracteres e intenciones interponía un abismo, que el idioma de Quevedo era demasiado inventivo para consentir parangones, o que los epígonos brindaban heterogéneo y escaso fruto considerados desde el punto de vista de la expresión.

Mi propósito no es otro que apuntar, sólo apuntar, algunos de esos posibles rasgos generales, y por lo pronto me parece curioso destacar precisamente aquellos que, por no afectar a la materialidad del idioma, sino a lo que pudiera llamarse la forma interior generadora del modo de usarlo, descubren el talante expresivo del narrador. Dos cualidades estimo primordiales: el pícaro habla mucho, y habla -con típica frecuencia- para censurar las acciones ajenas y aun las propias; locuacidad, pues, y crítica, o sea: locuacidad crítica.

Avistando el conjunto de las historias llamadas picarescas, resulta evidente que Guzmán y Justina, Berganza, Alonso mozo de muchos amos, y Estebanillo González, son grandes habladores y, en múltiples ocasiones, censores incontinentes; como lo son, aunque en menor grado, Lazarillo, Elena, Marcos de Obregón, el ladrón Andrés, Pablos de Segovia, Trapaza, o Gregorio Guadaña. Todos hablan mucho y hablan «mal». Lazarillo, en sus apartes y en el curso de su decidora epístola, no deja de marcar las tachas del prójimo, y es sintomático que, al final, para sobrevivir, haya de coserse los labios y tapiarse las orejas en defensa de su propio bienestar. Guzmán se confiesa largamente, corrige, predica, se enreda en inacabables digresiones y no pierde oportunidad de criticar a los malos y acusar los males. El libro de Justina es aplastante prueba de charlatanería llevada al paroxismo. A Berganza tiene que recordarle Cipión constantemente que no divague, que no murmure, que no añada colas y más colas al cuento de su vida. Pablos de Segovia, aunque (como Lazarillo) más amigo del breve aparte reprobatorio que del largo discurso, ejecuta verbales juegos malabares ante los orates con quienes tropieza en su camino. Y las memorias de Marcos de Obregón ¿no tienen un dejo de soliloquio senil prolongable a placer? ¿No es grávido testimonio de verborrea la historia del donado hablador Alonso, metido siempre a dar consejos a quien no quiere escucharlos? ¿Y no es ejemplo de dicacidad bufonesca el memorial de servicios de Estebanillo González?

Esbozada queda así, someramente, la crítica locuacidad a que me refiero. Para que se distingan mejor sus perfiles convendrá recordar que esta locuacidad crítica no se da en otros tipos de novela de la misma época: los caballeros andantes pronuncian caudalosas alocuciones en momentos solemnes, pero su propósito no es comentar la realidad, sino modificarla por la acción (enderezar tuertos de aventura en aventura); moros y cristianos rivalizan en hazañas, sin perder el tiempo en palabras inútiles; los pastores dialogan apaciblemente, debatiendo conceptos y sentires, pero jamás rebatiendo conductas ajenas; tenue margen al comentario de la vida dejan, en fin, los autores de novelas bizantinas y de cortas novelas a la italiana, puesto que su objeto es narrar enmarañadas peregrinaciones y ejemplos maravillosos de amor y fortuna.

En cambio, si contemplamos la literatura anterior y posterior a la picaresca, fácil es reconocer aquella locuacidad crítica en los cuadros de costumbres y fantasías morales que de la picaresca derivan (Quevedo, Vélez de Guevara, Gracián, Zabaleta, Francisco Santos, Torres Villarroel) y en algunos de sus más probables precursores, conocidos o no de los autores picariles: Celestina peroraba y murmuraba, Trotaconventos era llamada por su tutelado «picaza parladera», el Momo -tan citado por la pícara Justina- miraba para encontrarlo todo mal y hablaba para decir mal de todo, y mucho antes reconoceríamos la aludida locuacidad en el asno de Apuleyo, o en el gallo decidor y entretenido de Luciano de Samosata.

No intento hacer una historia de la locuacidad crítica, sino más bien asociarla, tal como se da en la picaresca, con otras formas en que se ofrece fuera del estricto relato picaresco. Y a tal propósito ningún caso me parece tan iluminador como el de la voz anónima que habla a través de las letrillas satíricas de un Quevedo, por ejemplo.

La letrilla satírica es como una glosa pública interpretada por un sujeto. El sujeto actúa de portavoz de la pública opinión, censurando los males del tiempo presente, señalando los defectos de ciertos tipos sociales, ridiculizando los errores generalizados. Por eso, temáticamente estas letrillas no suelen tener por blanco un único vicio o tipo de vicioso sino que tienden a exhibir su abigarrado desfile, pasando, sin más transición que el estribillo, y a veces dentro de una misma estrofa, de un vicio a otro, de un tipo a otro, como en un balance que recoge uno por uno los sumandos pero sin extraer la suma total.

Es característico del espíritu que dicta las letrillas satíricas la coincidencia de muchos estribillos en la significación de 'silencio prudente' («Chitón», «Y no lo digo por mal», «Mas no ha de salir de aquí», «Punto en boca»), lo cual contrasta con la enumeración crítica de errores y vicios que las estrofas exponen. Por ejemplo:


   Santo silencio profeso:
no quiero, amigos, hablar;
pues vemos que por callar
a nadie se hizo proceso.
Ya es tiempo de tener seso:
bailen los otros al son,
      chitón2.



Pero, en seguida de esto, el silenciario pasa revista nada piadosa a pasteleros, letrados, falsas doncellas, maridillos, sastres, jueces, pedigüeñas y presumidas.

Parecido juego irónico en otra letrilla:


   Yo, que nunca sé callar,
y sólo tengo por mengua
no vaciarme por la lengua,
y el morirme por hablar,
a todos quiero contar
cierto secreto que oí.
Mas no ha de salir de aquí3.



Y es en este efecto de contraste entre el silencio aconsejable y la locuacidad irreprimible donde estriba una de las más graciosas tensiones de estas coplas en las que el satírico, situado al margen de la sociedad como siempre ha de situarse el satírico para verla mejor, va apuntando con su índice acusatorio los males, los errores, las deformidades.

Tal es, según creo, la íntima disposición que mueve en la mayoría de los casos al autor picaresco: vaciarse por la lengua, morirse por hablar: contra todos en general, contra ninguno en particular; sabiendo que lo más cuerdo es el silencio, pero no pudiendo dejar de dirigir hacia los hombres su irritado sentido de la justicia, y renunciando, por tanto, a la cautelosa cordura, porque en empezando a galopar, difícil es ya detenerse. Como Mateo Alemán repetía: «No hay hombre cuerdo a caballo». A la luz de esta locuacidad crítica pueden aclararse los elementos básicos del relato picaresco, los cuales, iniciados por Lazarillo y desarrollados en el Guzmán, son los tres que ha especificado concisamente Fernando Lázaro Carreter: «a) la autobiografía de un desventurado sin escrúpulos, narrada como una sucesión de peripecias, con fórmula radicalmente diversa de la que caracteriza a la novella; b) la articulación de la autobiografía mediante el servicio del protagonista a varios amos, como pretexto para la crítica; c) el relato como explicación de un estado final de deshonor»4. El sentido de la locuacidad crítica es, fundamentalmente, un desahogo sin trabas, la libertad de expresar aquello que las normas y buenos usos vedan, al modo de Diógenes cínico. Confesión autobiográfica, crítica de la sociedad, y explicación del deshonor, encuentran apoyo en esa «libertad del decir».

Indudablemente no es Lazarillo ni el más locuaz de los pícaros ni el más malédico, y aun se diría que, rememorada en conjunto, su historia lo manifiesta más viviendo que hablando y que sus palabras son parcas y sus silencios frecuentes. Pero se trata de una impresión superficial, debida a la sucinta hechura del relato y a la gracia preponderante de los lances contados. En el fondo se dibuja el crítico locuaz que resume con desparpajo en una epístola (enviada a un gran señor para que se divierta leyéndola a un círculo de amigos) el proceso de sus mudanzas desde destrón a pregonero, y que no reprime la glosa censuradora cuando la ocasión se le brinda: empezando por aquel «¡Cuántos debe de haber en el mundo, que huyen de otros porque no se veen a sí mesmos!» hasta llegar al desenlace: «Que fue un oficio real, viendo que no hay nadie que medre, sino los que le tienen». La fugacidad de los placeres, los humos de la negra honra, la ausencia de caridad, la burladora explotación de los ignorantes y, desde luego, las flaquezas de sus amos, arrancan a Lazarillo exclamaciones y lamentos, preguntas y protestas que, si sólo levemente se dejan notar, es por su concisión y sobre todo porque vienen apuntadas como incisos soliloquiales o breves apartes: «dije yo entonces», «quedé yo diciendo», «dije entre mí».

Pero es Guzmán de Alfarache, modelo de pícaros, quien, desenvolviendo las direcciones germinalmente encerradas en el Lazarillo, otorga decisiva magnitud a la locuacidad crítica.

Guzmán de Alfarache concibe su autobiografía como una «confesión general», como un «alarde público» de sus cosas para que, sabidas, el lector corrija las suyas en sí. Toda confesión de errores -o, cristianamente hablando, de pecados- implica distancia entre la conducta errónea seguida hasta el momento de la confesión y la doctrina a cuyos resplandores el que confiesa reconoce errónea esa conducta. Constituye tal distancia, según es bien sabido, la actitud cardinal del libro de Mateo Alemán: el convertido a la verdad contempla, desde la cumbre del monte de las miserias, sus propios descarríos y los descarríos de la sociedad. Y este punto de vista del pícaro determina la composición de la obra a base, principalmente, de relato y reflexión, yuxtapuestos o enlazados (como Francisco Rico recuerda: «consejas» y «consejos»)5.

Según ha demostrado Edmond Cros en su monografía Protée et le gueux, el cimiento ideal del Guzmán consiste en la dialéctica de la justicia y la misericordia: lo que Mateo Alemán se propuso fue «proteger el dominio de la misericordia contra la explotación del espíritu de caridad por los falsos mendigos», recomendando que a la misericordia le asignase límites la justicia6. Este mensaje, según Cros, lo lleva Mateo Alemán al espíritu del lector mediante un empleo sabio y complejo, pero en el fondo muy tradicional, de los más varios recursos de la elocuencia, encaminada a promover afectos: admiración y repulsa, contrición y lamentos, compasión, indignación o resignación.

Más que la elocuencia de las pasiones -de una fuerza no igualada por otro libro picaresco- me interesa subrayar aquí la locuacidad crítica. Y aunque ésta aparezca casi siempre envuelta en aquella elocuencia briosa, sobre todo en los momentos en que Guzmán habla de sí mismo, no es difícil registrar sus efectos más particulares: la abundancia y la maledicencia, el mucho hablar y el murmurar de todo.

En el plano de la autobiografía es notable la prolijidad con que Guzmán cuenta sus desgracias y fechorías, con el propósito de no dejar en sombra ninguno de los malos pasos que le llevan a perderse, y más notable aún su constante apelación al comentario quejumbroso y autocorrectivo. Lamentos y correcciones no son, de ordinario, inmediatos al obrar, sino muy posteriores, como producto de la iluminación alcanzada a última hora, y de ahí que aparezcan flanqueados de excusas. Estas excusas, cortando a veces las digresiones, las hacen más animadas, y el narrador las esparce cuando, consciente del probable límite de resistencia de sus lectores, desea reavivar su atención.

Guzmán no se hubiese condenado por hablar mucho, sino por obrar mal; pero desde su paradero de galeote contrito habla mucho para condenar su conducta pretérita, y para no condenarse. Los soliloquios que directamente atañen a su historia personal -cuajados de interrogantes y exclamaciones, antítesis y frases enumerativas, interpelaciones a sí mismo o a un tú que puede ser el mismo todavía, o bien el lector, o un «hermano mío» cristianamente colectivo- sirven de cauce a su última voluntad de corregirse, de ver claro para no reincidir.

Pero aunque Guzmán no se hubiese condenado por charlatán, un tiempo pasó en que estuvo a punto de resbalar por esa pendiente, y fue cuando, en Roma, prestó servicio al embajador de Francia: «yo era su gracioso, aunque otros me llamaban truhán chocarrero»7. Admite Guzmán que entonces, aún muy joven, no reunía las condiciones precisas para tal cometido: natural donaire, oportunidad, memoria de casos y personas, y solicitud en inquirir flaquezas ajenas. Concede, no obstante, que hay juglares discretos que saben advertir, aconsejar y revelar cosas graves en son de chocarrerías, e incluso graciosos ignorantes o simples «por cuya boca muchas veces acontece hablarse cosas misteriosas y dignas de consideración»8. Está validando así, en tono de disculpa, el procedimiento de la mayoría de los pícaros: censurar todo desde el punto de vista de quien nada tiene que perder.

El procedimiento adquiere magnas proporciones, como es lógico, en aquellas partes de reflexión, no de relato, en que el protagonista examina tipos y estados sociales. Cuando era criado del embajador, pensaba: «¿A mí qué se me da de no decir verdad? ¿Qué me importa que sea vicio de viles y pasto de bestias? [...] el mundo está de manera, que por el mismo caso que miento me sustentan, me favorecen y estiman. Mentir y adular apriesa, que es manjar de príncipes»9. Pero al contar su historia desde la humillación extrema y el postrer arrepentimiento, Guzmán adopta la actitud opuesta: decir la verdad cuando viene a pelo, y cuando no, traerla por los pelos; decir la verdad siempre. Hasta el principio de la segunda parte del libro, Guzmán cuenta haber servido a varios amos: posadero, cocinero, capitán, cardenal, embajador; y aprovecha el recuerdo de estos amos para denunciar los defectos de ellos y de sus congéneres (salvo el cardenal). Pero después Guzmán se independiza y, tanto en dependencia como en libertad, no pierde ocasión de criticar estados, oficios, tipos, figuras, figurillas y figurones cuyas debilidades va observando. Lazarillo tenía ocho amos, y sus censuras, a ellos se referían. El Guzmán apócrifo de Lujan tiene nueve amos. El Guzmán de Mateo Alemán, comprendidas por tanto ambas partes, sólo cuenta cinco. Pero es que Alemán desborda este artificio del «mozo de muchos amos» y expande la sátira a la sociedad entera, como luego harían muchos de sus seguidores. No voy a enumerar los miembros de la sociedad sobre quienes recae la censura del pícaro; quizá en el desfile no estén todos los que son, pero todos los que están son: son frágiles, flacos, vulnerables, imperfectos, ¿quién no lo es? La posición del satírico no se explica sentenciando despectivamente que consiste en el resultado de una mirada envilecedora, pues con igual extremosidad podríamos descartar, por demasiado embellecedora, la posición del autor pastoril o caballeresco, para quien la humanidad sería un muestrario esplendente de fidelidad y heroísmo. La posición del satírico se explica si se la considera como una concentración, saneadora, de miradas al mal con la mira orientada hacia el bien, y tan orientada hacia el bien que aquellas miradas sueltan la lengua del observador en un despliegue incontenible de teóricos castigos.

La incontinencia y la agresividad, o lo que es lo mismo, la locuacidad crítica desanuda el relato de Guzmán de Alfarache en reflexiones censorias de las que él es primera víctima, pues ni quiere ni podría nunca aplacar su exasperación ante el desorden. Reprobando las limosnas de comida en los hospitales por lo que tienen de misericordia arbitraria propicia al abuso de tantos, se interna en largos parlamentos y, previendo la extrañeza del lector, exclama: «¡Oh qué gentil disparate! ¡Qué fundado en Teología! ¿No veis el salto que he dado del banco a la popa? ¡Qué vida de Juan de Dios la mía para dar esta dotrina! Calentóse el horno y salieron estas llamaradas. Podráseme perdonar por haber sido corto. Como encontré con el cinco, llévemelo de camino. Así lo habré de hacer adelante las veces que se ofrezca. No mires a quien lo dice, sino a lo que se te dice; que el bizarro vestido que te pones, no se considera si lo hizo un corcovado. Ya te prevengo, para que me dejes o te armes de paciencia»10. Esto dice Guzmán al lector, en el umbral mismo de su confesión, y cuántas ocasiones tiene el lector de comprobar tal aviso. Guzmán lo sabe, y se excusa: «Alejado nos hemos del camino. Volvamos a él [...]. De mi vida trato en éste [libro]: quiero dejar las ajenas; mas no sé si podré, poniéndome los cabes de paleta, dejar de tiralles; que no hay hombre cuerdo a caballo»11. Y luego, habiendo condenado de paso a los ricos exentos de caridad: «¿No ves mi poco sufrimiento, cómo no pude abstenerme y cómo sin pensar corrió hasta aquí la pluma? Arrimáronme el acicate y torcíme a la parte que me picaba. No sé qué disculpa darte...»12. Más adelante, hablando de Sevilla, el narrador alude a la falta de conciencia y a los turbios negocios: «Déjese a una banda todo género de trato y contrato, que sería, si comenzase, no salir dello. Apuntado se quede, y como si lo dijera, piensen que lo digo, que quizá lo diré algún día»13. ¿No es éste el «chitón», o el «punto en boca», de las letrillas de Quevedo?

Incidiendo una y otra vez en su indomable celo crítico, el pícaro aleccionador se compara, como acabamos de ver, con el hombre a caballo, y también con los borrachos «que cuanto dinero ganan todo es para la taberna»14, y con el cazador o el pendenciero: «¡Oh qué gallardo y qué cierto tiro aquéste, qué cerca lo tengo y cómo aguardan los traidores bien! ¡Qué tentación me da de tirarles [a los mohatreros] y no dejarles hueso sano! Que, como soy ladrón de casa, conózcoles los pensamientos. ¿Queréisme dar licencia que les dé una gentil barajadura?»15; o bien: «Amas dije. ¿No sería bueno darles una razonable barajadura o siquiera un repelón?»16. Como en las letrillas, un mismo capítulo, un solo párrafo, una única frase pueden contener disparos centrífugos contra los más varios sujetos: si se habla contra los afeminados, se reprenderá en seguida a las mujeres; si el ataque empieza con los hipócritas en general, pasará muy pronto a los testigos falsos, a los ladrones, a los escribanos, regidores, etc.

La misma voz que se lamenta y se corrige en el relato autobiográfico, deplora y trata de corregir, sin dar paz a la lengua, los males de la colectividad, en reflexiones incontables. Y esa misma voz, al unificar relato y reflexión para explicar un último estado de deshonor, predica a todos, irrestañable, la justicia ideal, la verdad, la caridad, la honra como virtud, y todo lo que para muchos lectores de entonces y de hoy, e incluso para Mateo Alemán, era materia de sermón. Para Alemán, digo, porque éste, mediante su pícaro, no deja de sentir el abuso didáctico que con sus destinatarios está cometiendo. Pero no por ello cesa de misionar, amigo de Platón y más de la verdad, contrastando imaginariamente las objeciones del descontento, trascribiendo sermones de iglesia y prolongándolos en absorto soliloquio, reconociendo lo enojoso de sus propias digresiones, preconizando terco el conocimiento de sí mismo y avistando, como atalaya de la vida humana, la fugacidad de los usos y las modas, y la variedad de gentes y lugares, con una mirada que a veces no parece subir desde la galera, sino descender de una altitud estelar.

Finalizando su confesión, en el último capítulo, Guzmán narra una de las muchas historietas a que nos tiene acostumbrados. Esta vez se trata de un famoso pintor a quien un caballero rico le encargó que pintase «un hermoso caballo, bien aderezado, que iba huyendo suelto»17. El artista cumplió a perfección el encargo. Vino el señor a recoger la tabla y el pintor se la mostró. «Y como, cuando se puso a secar la tabla no reparó el maestro en ponerla más de una manera que de otra, estaba con los pies arriba y la silla debajo». Protestó el caballero que él había pedido un caballo corriendo y no aquél, que parecía estaba revolcándose. Volvió el pintor la tabla y quedó aclarado el aparente engaño. «Si se consideran las obras de Dios -moraliza Guzmán-, muchas veces nos parecerán el caballo que se revuelca; empero, si volviésemos la tabla hecha por el soberano Artífice, hallaríamos que aquello es lo que se pide y que la obra está con toda su perfección». En este curioso ejemplo del tópico «deus pictor» podemos hallar cifrada la imagen del mundo del pícaro maldiciente: su vivir y el vivir de todos se le antoja absurdamente invertido, caótico, informe, patas arriba; y todo cuanto habla, procede del anhelo de poner al derecho el caballo que se revuelca.

La crítica locuacidad de Guzmán fue plagiada, sin ningún toque original, por el apócrifo continuador Mateo Lujan de Sayavedra, que calcó los procedimientos del modelo: soliloquios, interpelaciones al lector, disculpas por el mucho digresar, sátiras enzarzadas, etc. Poco después publicaba Francisco López de Úbeda su Libro de entretenimiento de la pícara Justina (1605), hecho o rehecho a imagen del Guzmán. Pero la parlería de Justina olvida a cada instante la función del modelo (corregirse, corregir, predicar) y sólo viene a ser locuacidad sin sentido crítico, garrulería abufonada, atropello lenguaraz. Mateo Alemán había sabido relatar con alentada pluma el proceso de su pícaro, injertando en el relato, con maestría orquestal, un tesoro de refranes, proverbios, anécdotas, fábulas, apólogos, reformaciones «políticas», sátiras, meditaciones morales, prédicas, monólogos, diálogos y reflexiones generales. El autor de Justina, preocupado en principio del entretenimiento y no de la enseñanza, hace largo alarde de las vanidades de una mujer libre, más codiciosa que deshonesta, y añade luego, por vía de resumen moral, consejos o advertencias aplicables, y más a menudo inaplicables, al asunto de cada capítulo. A pesar de esta separación del relato y la reflexión, aquél da una impresión menos clara y seguida que en el Guzmán, y es porque Justina envuelve y arrastra el hilo narrativo en un ciclón de palabrería: no sólo en «cuentos accesorios, fábulas, jeroglíficos, humanidades y erudición retórica», como ella dice, y en «lección varia» de «dulces facecias» destinadas a «dar bohemio a los principotes cansados de cansar y estar cansados»18, sino en pura bernardina. Siempre que repaso las páginas de La pícara Justina me viene a la mente el famoso entremés de Los habladores, donde un hombre y una mujer desarrollan la más delirante competición sobre quién dice más dislates en menos tiempo, incapaces de dejar en reposo la tarabilla de la lengua. Cien mil demonios tiene Justina revestidos en la suya. El libro comienza (y por el mismo tono prosigue y termina) de este modo:

Un pelo tiene esta mi negra pluma.

¡Ay pluma mía, pluma mía! ¡Cuan mala sois para amiga, pues mientras más os trato, más a pique estáis de prender en un pelo y borrarlo todo!

Pero no se me hace nuevo que me hagáis poca amistad, siendo, como lo sois, pluma de pato. El cual, por ser ave que ya mora en el agua como pez, ya en la tierra como animal terrestre, ya en el aire como ave, fue siempre símbolo y figura de la amistad inconstante, si ya no dicen los escribanos del número, y aun los sin número, que con ellos han hecho treguas sus plumas.

En fin, señor pelo, no me dejáis escribir.

No sé si dé rienda al enojo o si saboree el freno a la gana de reírme, viendo que se ha empatado la corriente de mi historia y que todo pende en el pelo de una pluma de pato.

Mas no hay para qué empatarme; antes os confieso, pluma mía, que casi me viene a pelo el gustar del que tenéis, porque imagino que con él me decís mil verdades de un golpe y un golpe de mil verdades.

Y entenderéis el cómo, si os cuento un cuento, que puede ser cuento de cuentos19.



El propósito principal de López de Úbeda al escribir su jocunda apología del vivir picaresco, no es censurar los males a la luz de la fe y la justicia ideal, como Mateo Alemán, sino regocijar el ánimo del lector ofreciéndole chistes y situaciones cómicas. Orgullosa de su «abolengo parlero»20, Justina es abrumadoramente más locuaz que Guzmán, pero de una locuacidad apenas crítica (si se exceptúa la «sátira bastante feroz de la obsesión genealógica» señalada por Marcel Bataillon, quien ha mostrado asimismo el parentesco del autor con los bufones o chocarreros de la Corte)21. He relacionado el estilo de esa locuacidad con la «bernardina» o camelo, porque consiste en un parlar vano, redundante y vertiginoso, a base de repeticiones y juegos de palabras.

Justina, que se llama «la Guzmana de Alfarache» e interrumpe su historia a raíz de sus nupcias con el pícaro sevillano, trata de imitar a veces la elocuencia satírica de éste, pero careciendo de un ideal de justicia que defender, y enamorada de la filosofía del contentamiento del ánimo expuesta por Sabuco (una de sus autoridades más citadas), se mantiene siempre a nivel cómico; tal vez paródico, según supone Parker22. Si improvisa una digresión sobre el sueño, pronto se corta, porque: «Mil cosas pudiera decir del sueño muy a propósito, mas no quiero que me digan que yendo caballera en una burra predico el sermón de las vírgenes locas. Dígalo otra, que a mí no me vaga»23. Los reproches del lector contra la abundancia de reflexiones, tan seria y delicadamente imaginados por Guzmán, los expresa Justina en tono vulgar, no ya fingiendo que no desea predicar, sino en verdad no deseándolo:

Dirás, hermano lector:

-Pues, Justina, ¿adonde apuntan los registros de ese breviario?

Anda, déjame, lectorcillo, que en haciendo un pinico de predicadora, luego me tiras nabos. ¿Sabes a qué voy? A que nadie se espante si nos viere a las mujeres fingidoras, disimuladoras, recetistas, bizmadoras, saludadoras y todo sobre falso, que todo es heredado, y más que yo me callo24.

[...]

Bien está, tornemos a poner los bolos, y vaya de juego, que no quiero predicar, porque no me digan que me vuelvo pícara a lo divino y que me paso de la taberna a la iglesia25.



López de Úbeda conocía, pues, que Mateo Alemán había hecho obra innovadora con su pícaro a lo divino, pero no podía seguirle en este terreno, y no por razones de homogeneidad artística (como harían Cervantes y Quevedo), sino por incapacidad para rebasar su propio credo literario, el cual estribaba precisamente en mezclar y disponer una ensalada de divertimientos:

Yo pienso que la bondad de las cosas no consiste tanto en la sustancia de ellas cuanto en menudencias y accidentes de ornatos y atavíos. Asimismo pienso yo que la bondad de una historia, no tanto consiste en contar la sustancia de ella, cuanto en decir algunos accidentes, digo acaecimientos transversales, chistes, curiosidades y otras cosas a este tono, con que se saca y adorna la sustancia de la historia, que ya hoy día lo que más se gasta son salsas, y aun lo que más se paga26.



A buenos escritores, conscientes de la finalidad artística de la novela tanto como de la íntima e iluminadora relación de la novela con la realidad, no podía satisfacer la solución demasiado moral de Mateo Alemán ni menos aún la fútil receta de López de Úbeda. El Buscón de Quevedo, según es notorio, se aparta de las directrices del Guzmán de Alfarache reduciendo al mínimo la enseñanza explícita y dejando que el sentido moral se desprenda por sí solo de la sucesión de los hechos, los cuales son entretenidos por la intensa ingeniosidad con que se describen, no por la comicidad sobrepuesta de los arrequives verbales (y en esto, Quevedo se aparta de las pautas de La pícara Justina). Tanto o más que una vuelta a la sencillez del Lazarillo, el Buscón representa la selección que Quevedo hubo de hacer del paradigma aportado por los dos Guzmanes, el auténtico y el apócrifo. De ese paradigma eliminó la reflexión, pero acató las líneas generales del relato: Pablos es hermano de Guzmán, como él emancipado pronto de los amos pero observador de los más diversos transeúntes, como él estudiante universitario, pupilo hambriento, pícaro de facinerosa cofradía, ladrón, mujeriego, comediante, fullero, estafador, encarcelado, tránsfuga. Por lo demás, Quevedo mismo, en el conjunto de su obra, revela afinidad señalada con Mateo Alemán: cristianos celosos, vehementes satíricos, obsesionados por el pecado, pesimistas en su contemplación de la sociedad, difíciles y severos los dos. Lo que más les diferencia, en el terreno que aquí importa, es que Mateo Alemán quiso coordinar en un solo libro las burlas y las veras, mientras Quevedo tendió a mantenerlas disociadas, dedicando a las primeras los opúsculos cómicos, los Sueños, el Buscón, las letrillas y jácaras, y a las segundas su Política de Dios, La cuna y la sepultura, Vida de San Pablo, o sus poemas morales y metafísicos. En el Buscón apenas hay locuacidad, pero sí crítica: una crítica modulada en las acciones y las figuras. No hay digresiones, pero sí dibujo satírico. Pablos corrige por modo indirecto, pero no se corrige ni predica.

Otra fue, y muy fecunda, la vía tomada por Cervantes ante el florecer de la literatura picaresca. A López de Úbeda nada le debe, y es sabido el desdén que profesaba a su «librazo». A Mateo Alemán, en cambio, debe no poco Cervantes.

Gracias a Américo Castro, Joaquín Casalduero, Carlos Blanco y otros comentaristas, venimos reconociendo todos las diferencias entre estos genios de la novela rigurosamente coetáneos: Alemán y Cervantes, los cuales nunca se nombraron aunque habían de conocerse en sus obras27. La diferencia sustantiva es que Alemán crea la novela moral y Cervantes la novela vital, aquélla levantada sobre un realismo dogmático y cerrado que estorba al espontáneo despliegue existencial de la figura, y ésta sobre un realismo prismático y abierto que presenta en diálogo y en multiplicidad de perspectivas la libre autocreación del personaje. Para documentar estas actitudes divergentes y la falta de atracción de Cervantes hacia el arquetipo narrativo de la picaresca, suelen los críticos recurrir al Quijote, Rinconete y Cortadillo, La ilustre fregona y el Coloquio de los perros. Aquí voy a fijarme sólo en esta última novela, porque el tema lo requiere.

Las palabras iniciales que intercambian los perros Cipión y Berganza comentan la maravilla: la posesión excepcional de un lenguaje humano. Para acercar esa maravilla a una benévola credibilidad Cervantes pone en boca de los perros la alabanza del perro, amigo del hombre, criatura vivaz y aguda, de buena memoria, agradecido y fiel. A lo largo del diálogo nunca se olvida la condición canina de los interlocutores: se habla de cadenas, collares, lamidos, ladridos y gruñidos, se contempla a Berganza con un chapín o una carpeta entre los dientes, presto al salto o al mordisco, etc. De esta forma Cervantes da a la alegoría una verosimilitud dentro del portento que desde el principio se admite.

Junto al deseo de explicarse los canes el milagro que están viviendo, aparece en las primeras páginas la característica temperamental que dominará el coloquio: una murmuración incontinente, una mordacidad satírica. La primera anécdota que se cuenta (acerca del exceso de estudiantes de medicina en Alcalá) es ya un preludio a la crítica que llenará la plática nocturna. Porque el perro es, sí, inteligente, memorioso, fiel, pero es también un animal que muerde. Errar y murmurar serán las dos funciones capitales en la conducta del locuente Berganza. El cual manifiesta ya a su compañero el deseo que tiene de desahogar su memoria aprovechando aquel divino don del habla. Y Cipión le invita a que refiera su vida, prometiéndole contarle la suya a la noche siguiente, si el milagro se repite. Toma, pues, la palabra Berganza e inicia la relación de sus trances, interrumpida una y otra vez por Cipión, que enfrena de continuo la propensión de aquél a divagar y murmurar. Como hizo ver Casalduero, preside el coloquio un «movimiento torrencial constantemente dominado», una «antitética impresión de torrentera y de cauce, de fuga y de freno»28. La atención del lector sigue las incidencias contadas por Berganza con doble interés, al ver que la continuación de ellas resulta breve y gustosamente aplazada, acá y allá, por las digresiones del mismo y por las injerencias de su interlocutor.

Desde que el perro biógrafo empieza a hablar de su pasado hasta el momento en que los dos se despiden para la noche siguiente, desarróllase en forma coloquial una novela picaresca, la más armoniosa de las escritas hasta entonces. Esta novela, sin perjuicio de su poderosa originalidad, reúne la gracia ejemplificativa del Lazarillo, la franqueza crítica del Guzmán y la sagacidad tipológica del Buscón, evitando los mayores defectos de estas obras: la tenuidad social del Lazarillo, el peso de las disquisiciones morales del Guzmán y el negro y desfigurador sarcasmo del Buscón.

Se discute si el Coloquio pertenece o no a la picaresca, con tendencia a fallar en contra en razón de que Cervantes no adopta, antes bien rechaza, la visión pesimista que iguala a todos los hombres en el mal. Pero no creo que la picaresca deba ponerse en estricta dependencia de esta premisa, pues de hacerlo así tendríamos que reducirla a Lazarillo, Buscón, Estebanillo y algún pícaro de menos monta que conocen el mal y a él se adhieren al final de su historia, debiendo excluir de ella no sólo a los bondadosos Marcos de Obregón y el donado Alonso, sino a Guzmán, quien, llegado a un punto de ínfimo deshonor, lo supera y se convierte. No: lo que determina suficientemente el género picaresco no es tanto el estado final de deshonor como los otros dos elementos: la ingeniosa relación de la vida de un sujeto humilde, normalmente referida por él mismo, y la crítica de la sociedad desde esa situación humilde (criado de muchos amos, o apartado espectador de gentes que pasan). Aquella historia expone las penalidades del protagonista, hijas de su condición menesterosa; la crítica social puede ser implícita (a través de los hechos) o explícita (a través de los hechos y de los comentarios a los hechos), y asimismo puede ser grave o leve, sombría o alegre, según el carácter del artista que ha dado forma a la obra.

En el Coloquio se combinan ambos elementos: ingeniosa historia de la vida de un perro (sujeto más humilde no cabe pensar) y crítica social explícita, pero no grave en exceso, y nada sombría. A nueve amos sirve Berganza, y lo que va deduciendo de sus servicios no es precisamente la bondad del género humano: lo que halla es alcahuetería en el Matadero de Sevilla, ladrocinio en la majada de los pastores, complicidad criminal entre los alguaciles, chocarrería entre tamborileros y gitanos, avaricia en el morisco, hambre al lado del poeta y palos en el tablado de la farándula, de suerte que sólo un amo, el mercader, trata bien al perro y parece un hombre cabal. Huyendo de los palos, Berganza en fin se acoge al hospital como guardián de enfermos y recaudador de limosnas, y es allí donde asiste a la conversación entre los cuatro soñadores sin mecenas: el alquimista, el poeta, el matemático y el arbitrista; porque es propio del relato picaril presentar, además de personajes típicos, algunas figuras extravagantes, como ésas, o como el esgrimista loco y el verdugo infatuado en el Buscón.

La sociedad que pinta, con más línea que color, Berganza no da una sensación lóbrega. Pero no es porque Cervantes practique sátiras de luz, y no de sangre, señalando sin herir ni acabar a ninguno en cosa señalada, como allí se dice, pues ningún autor picaresco critica a éste o aquél, sino a todos en general. Lo que ocurre es sencillamente que Berganza es un sujeto siempre bondadoso, que ve el mal y no se adhiere a él por ningún caso. Su locuacidad crítica recae sobre los otros, nunca sobre sus propios errores, ya que no los hay. Pero locuaz y crítico es Berganza en grado sumo, y en esto coincide Cervantes con Mateo Alemán. El Coloquio, construido conforme al método de la digresión crítica de una voz, entrecortada por las objeciones antidigresivas de otra voz, implica necesariamente el conocimiento del Guzmán, montado sobre el mismo método aunque con un interlocutor mudo (mudo, pero no sordo). Cuando se piensa que las censuras de Cipión contra el procedimiento digresivo, sus prevenciones contra la sátira y la murmuración, sus consejos en favor de la brevedad, sus avisos a Berganza para que no incurra en hábitos de predicador, y sus cortes bruscos («Basta, Berganza», «No te diviertas; pasa adelante», etc.) significan una indirecta reprobación de los modos compositivos del Guzmán, se olvida que, por el contrario, Cervantes está haciendo uso (un uso personal y felicísimo, no hay que decirlo) de esos modos compositivos y jugando el mismo juego estimulante de la locuacidad crítica que se desenfrena y se enfrena, se explaya y se comprime, precisamente para endulzar la purga de la reflexión satírica.

Esto es evidente en expresiones de Berganza que recuerdan otras de Guzmán: «si no me avisaras -dice a Cipión-, de manera se me iba calentando la boca, que no parara hasta pintarte un libro entero, destos que me tenían engañado; pero tiempo vendrá en que lo diga todo...»; «A la fe, Cipión, mucho ha de saber y muy sobre los estribos ha de andar el que quisiere sustentar dos horas de conversación sin tocar los límites de la murmuración; porque yo veo en mí, que con ser un animal, como soy, a cuatro razones que digo, me acuden palabras a la lengua como mosquitos al vino, y todas maliciosas y murmurantes...»29. Este Berganza a quien tan presto se le calienta la boca, promete varias veces a Cipión no divagar ni reprender, pero no sólo él mismo incumple lo asegurado, solicitando de Cipión que le deje «filosofar un poco», o diciendo: «Muérdase el diablo; que yo no quiero morderme»30, luego de haber quedado en morderse la lengua cada vez que se sorprendiese en pecado de murmuración, sino que además arrastra a su compañero a la misma actividad. Cipión, en ocasiones, replica a las críticas de Berganza, con otras suyas, corregidas y aumentadas, aplaza las suyas para cuando le toque contar su vida, o, por ejemplo, exceptúa de toda censura a los escribanos fieles y legales, precisamente para dar margen a Berganza que pueda seguir refiriendo las bellaquerías de uno de ellos. En cierto momento Cipión alude a los que presumen de saber griego y latín ignorando ambas lenguas, y Berganza corrobora el juicio proponiendo que a esos pedantes los pongan en una prensa hasta exprimirles el jugo de su saber para que no anden «engañando el mundo con el oropel de sus gregüescos rotos y sus latines falsos». Y exclama Cipión: «Ahora, sí, Berganza, que te puedes morder la lengua, y tarazármela yo; porque todo cuanto decimos es murmurar»31.

Sin invalidar en absoluto el indulgente humorismo que, como todos sabemos, caracteriza a Cervantes, convendría, pues, no dejarse envolver más allá de lo prudente por la idea de un Cervantes negado a la sátira, reacio a toda tentación picaresca y opuesto a su contemporáneo Mateo Alemán. La especial viveza del Coloquio de los perros, su encanto dialogal, reside precisamente en ese juego de la locuacidad crítica interrumpida, reanudada, vuelta a interrumpir, contrastada por el freno del «chitón» de Cipión, animada por las promesas y los incumplimientos de Berganza, método que es el introducido por Mateo Alemán en su libro famoso, mal imitado por Lujan y por López de Úbeda, y asimilado y sobrepujado por el Cervantes del Coloquio. Sobrepujado en sentido ético a causa de la consistente bondad de Berganza, y en sentido estético porque el monodiálogo de Guzmán consigo o con el lector en el caudaloso vehículo de dos gruesos tomos queda transformado en un coloquio breve entre dos canes, con todo lo que esto supone en claridad dialéctica y atmósfera de prodigio. Cervantes, además, hace que Berganza filosofe no para condenar la condición humana, sino para mostrarnos cómo le fue posible y no difícil distinguir el mal del bien y abarcar nítidamente la realidad social. Sirviendo a sus amos y conociendo gentes, aprende Berganza a desenmascarar a los hombres, a iluminarlos (sátira de luz) y a comprender que, incluso para un perro vagabundo, el más fructuoso empleo es la caridad.

La locuacidad correctiva del Guzmán se transfigura, pues, en el Coloquio cervantino, en una locuacidad distintiva que deslinda, alumbra y comprende desde la bondad.

Como no es cuestión de repasar aquí todos los libros picarescos, indicaré que uno de los más ilustres, entre los posteriores, la Vida de Marcos de Obregón, de Vicente Espinel, sostiene del principio al fin un tono apacible de rememoración desde el umbral de la vejez poco propicio al ataque crítico. Marcos detesta a los habladores impertinentes y se declara poco amigo de hablar ni de oír hablar mucho, lo cual no impide que acceda a contar sus largas relaciones al curioso ermitaño, en un tono de divagación tranquila, ni impide que sepa finalmente distinguir la vil murmuración de la curativa sátira: «Llaman satírico, de pocos años a esta parte, al que tiene ruin lengua; mas impropiamente, que no tiene lo uno parentesco con lo otro; porque las sátiras no nacen de la ponzoña de la lengua, sino del celo de reprehender un vicio, que por ser insensible él en sí, se reprehende en quien lo tiene»32.

Especial interés ofrece a nuestro intento Alonso mozo de muchos amos (1624-26), de Jerónimo de Alcalá Yáñez, libro ordinariamente conocido con el título de El donado hablador. En una primera parte Alonso informa acerca de su vida al vicario de un convento de Navarra donde él sirve como donado; en la parte segunda, muchos años después, completa su autobiografía teniendo por interlocutor a un sacerdote, el Cura de San Zoles.

Alonso es un hombre devoto, caritativo, fiel y bien inclinado. Posee, sin embargo, una cualidad fatídica: siempre tiene que hablar, nunca puede callarse. Más todavía: urgido por esta ansia de hablar, dice y proclama la verdad. Y lo que es más grave: aquello que verdaderamente piensa de una persona no se lo dice a otra persona, sino a ella misma en su cara, y, para colmo, le da consejos sobre cómo debe corregir sus defectos. Es obvio que un sujeto así ha de tener un fin desdichado; y esto es lo que le sucede a Alonso: que se pierde por la lengua.

La locuacidad de Alonso no es vehemente, como la de Guzmán, ni impetuosa, como la de Berganza: es sólo abundante, dilatada en prolijos discursos. Hablando a su interlocutor, Alonso se desvía a menudo de su relación para ensartar anécdotas y cuentecillos, leyendas y fábulas, o reflexiones sobre la caridad, la medicina, la hipocresía, la muerte. Los coloquios van sucediéndose día tras día. En ellos no es raro tropezar con alguna expresión de disculpa del hablador («Pero paréceme que salgo de la materia; quédese para otro día»), aceptada por el interlocutor o contrarreplicada amablemente («No, hermano; dígalo, que despacio estamos...»)33. Hay aquí una primera forma, muy leve, de tensión: el temor del que habla a fatigar al que escucha; procedimiento que recuerda el de Marcos de Obregón. Como es lógico, la mayoría de las digresiones tienen por objeto censurar costumbres: la excesiva libertad que los padres dan a los hijos, las novatadas en los colegios, la soberbia con los humildes, las vanidades de la honra, la milagrería, la liviandad femenina, y otros hábitos perniciosos.

Pero la tensión más eficaz no se entabla dentro de la plática misma, sino dentro de lo referido, o sea, dentro de la vida de Alonso, y consiste en la manía aconsejadora del mozo frente a la aversión con que sus amos oyen los no solicitados consejos. Alonso es el protagonista picaresco que sirve a más amos (diecinueve en total), y muchos de ellos le despiden a causa de aquel pertinaz prurito de aconsejar. Sirve Alonso a un sacristán y le censura su falta de respeto con las imágenes sagradas y que permita a las mujeres hablar en el templo: «Mancebito predicador -responde el sacristán-, yo no os pido consejos, ni vos sois persona para darlos». Sirve a un gentilhombre y reprende a éste la vanagloria hidalga y a su esposa el despilfarro: «No es la miel para la boca del jumento...», opone el gentilhombre. Sirve a gentes de justicia y las enfada con sus amonestaciones hasta merecer el nombre de «procurador de enfadados», «hablador» y «soploncillo». Sirve a un médico y le riñe por su carácter presuntuoso y colérico: «Anda enhorabuena y en la otra; limpiad vos la mula y tenedla al punto, y no os metáis en lo que ni habéis estudiado ni sabéis», dícele el galeno. Sirve a un caballero portugués y se dedica a reprobar la liviandad de las mujeres de su casa, obteniendo por resultado que una portuguesita le amenace con hacerle «moler a palos por hablador». Sirve a un pintor, pero -confiesa Alonso- «yo era de tan mal natural, que cuanto mal me parecía nunca guardaba respeto, y sin tener polilla en la lengua, lo decía a las claras, topase donde topase»34. Su servicio como donado del convento navarro lo pierde porque los frailes se cansan de verle entrometerse en negocios de régimen interno, en vez de consagrarse a la obediencia, el silencio y el bien de su propia alma. No se le oculta a Alonso que juzgar vidas ajenas es cosa que en lo espiritual compete al obispo y en lo temporal al corregidor; admite que sus lecciones de cordura son «predicar en desierto», y se lamenta: «Si yo hubiera siempre callado, disimulando con las cosas, dejándolas para el superior tribunal, bien sé que me hubiera ido mejor; que no es para todos la reprensión. [...] Pero, señor licenciado, yo confieso mi culpa; en no me pareciendo bien cualquier negocio, luego decía los inconvenientes que podía traer, no me ajustando con los doctores que le querían seguir, granjeando yo de decir verdades, mortales enemigos para mis pretensiones»35. En medio de un mundo en que «priva la mentira, gobierna la lisonja y adulación, y la doblez y mal trato está en su punto», Alonso arriesga el sustento por decir la verdad36. Aunque su manía muchas veces parezca ridícula -por la diferencia entre el alto mensaje y la conducta, no baja, pero tampoco suficientemente nutrida de trascendentales designios- tan insensata sensatez no puede menos de resultarnos amable.

Alonso es donado de un convento, empleo silencioso por regla; pero es el donado hablador. Acerca de su nombre circulaba entonces un refrán: «Alonso, buen nombre y mal mozo»; y, en efecto, Alonso es el peor mozo posible, puesto que afea sus vicios a sus amos. Las pláticas palabreras de Alonso se desarrollan en un convento y en una ermita, lugares callados por antonomasia. Estas paradojas imprimen alguna gracia a la obra de Alcalá Yáñez, como también el rasgo final de la historia: cautivo con otros cristianos condenados a muerte por el virrey de Argel, Alonso es el único que se atreve a hablar en defensa propia, y salva así el pellejo, mientras sus compañeros sufren martirio. Pero haciéndole observar su interlocutor que, de haber callado, hubiese merecido él también la palma y alcanzado el nombre de «santo mártir Alonso», éste ha de reconocer: «No merecí yo tanto bien; que aun hasta en esto me hizo daño el hablar; que si callara y no tomara la mano por mis compañeros, era forzoso acabar con el dichoso fin que ellos tuvieron»37.

En suma, Alonso es otro criticador locuaz. Se perjudica a sí mismo por hablar en nombre de la cordura, importunando a sus señores, tratando de corregirlos, y aunque no llega nunca al deshonor, termina siempre viendo fracasar sus consejos y, con ellos, sus sucesivos esfuerzos por lograr bienestar y protección. Más parecido a Guzmán y a Berganza, que a Lazarillo o Pablos, su historia nos deja una impresión más bien melancólica, pues le vemos acabar no en el fervor del convertido Guzmán, ni en la caridad práctica del limosnero Berganza, sino en el retiro de una ermita solitaria.

En este difuminado ocaso de la picaresca pone unas últimas llamaradas de espectacular fin de fiesta la locuacidad desaprensiva y cínica de Estebanillo González. En su autobiografía alardea Estebanillo de sus propias perversiones, con una inconsciente voluntad de autopunición. Servidor de amos ilustres, el desasosegado correo conoce a muchas gentes, a las cuales arroja sus burlas con igual ligereza que a su propia persona. Locuaz como bufón de Corte, Estebanillo no tiene que llegar a un último estado de deshonor, pues desde el principio se ha situado en el punto más bajo, del que no pretende alejarse. Su desvergüenza acaso pueda ser edificante, pero él no intenta nunca criticar, predicar ni edificar, sino -como Justina, aunque en el fondo amargamente- decir chilindrinas, provocar a risa, alegrar a todos, y «ande yo caliente, y ríase la gente». Estebanillo escribe su libro para hacerse memorable, no para enseñar verdades que ya nadie quiere oír. Bien parece haber aprendido los escarmientos del donado Alonso cuando afirma: «Aquí me hacen cosquillas mil cosas que pudiera decir, tocantes a lo que pueden las dádivas y a lo que mueve el interés, y lo presto que se convencen los interesados, y los daños que resultan por ellos, y las penas que merecen; pero como es fruta de otro banasto y no perteneciente a Estebanillo, no doy voces, porque sé que sería darlas en desierto»38. Ya no se trata del juego que conocemos por Berganza, Guzmán o Alonso: ese juego que consistía en ir a decir verdades, comprender que no gustan, prever los reparos y, sin embargo, a pesar de todo, decir esas verdades. Estebanillo se encuentra positivamente fatigado, y sólo quisiera reír, hacer reír.

El lenguaje de la picaresca se degrada: del frenesí retórico de Guzmán y el ímpetu dialogal de Berganza, hemos pasado a la verbosa conversación de Alonso, y de aquí a la bufa dicacidad de Estebanillo. Paralelamente: de la moral rigurosa de Guzmán y el moralismo contemplativo de Berganza, a la moralina piadosa de Alonso y a la amoralidad del degenerado Estebanillo González.

Conozco las varias etimologías que se han propuesto de la voz pícaro, y no voy a proponer una nueva; pero perdóneseme el capricho de asociarla por un momento con otras como pico, picaza, picotear, picante.

La locuacidad crítica, temple cardinal en los autores picarescos, impregna aspectos importantes de sus libros. En el orden estructural, aclara el hecho de que los módulos de composición sean la epístola semipública39, la confesión general y las memorias, cauces autobiográficos que admiten digresiones sin cuento, monólogos vivaces y diálogos con un supuesto oyente, entre una silva de ocurrencias, anécdotas y ejemplos adventicios. Por lo que se refiere al destino mismo del pícaro, no pocos datos dependen de su crítica locuacidad: la eventual condición bufonesca del sujeto, el uso de ardides verbales, el lamento, la ostentación, el cambio de señores, el predicar en desierto y el perderse por el pico. Finalmente, el lenguaje de las historias picarescas debe a la locuacidad crítica sus notas más peculiares: la abundancia de palabra (repeticiones, sinonimias, enumeraciones, anáforas, paronomasias, sartas de refranes, cadenas de lugares comunes) y la mordacidad de la frase (invectivas, improperios, reticencias, etc.). El mucho hablar implica cierta enajenación, y el hablar franco cierto candor; y ya se sabe que los locos y los niños dicen siempre las verdades, las pertinencias «impertinentes».

Atosigados por las presiones del honor, los españoles de aquella época habían de encontrar en la literatura picaresca una tregua de libertad excepcional. Pero no sólo entonces, sino en cualquier tiempo es de primordial necesidad curativa la resonancia de voces despiertas que atestigüen, critiquen y protesten. Hablar es comprometerse, intervenir en la existencia común, interesarse por el hombre, engendrar la acción.

Abril, 1971.





 
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