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Un precursor hispano del CIL [Corpus Inscriptionum Latinarum] en el siglo XVIII: el marqués de Valdeflores

Alicia María Canto y de Gregorio





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España ha sido con frecuencia un país ingrato con muchos de sus hijos, y entre ellos, ocupan lugar preferente los intelectuales. Unas veces por circunstancias históricas o políticas, por falta de medios económicos o de agilidad administrativa y burocrática; otras por simples cuestiones personales, como envidias, rencillas, viejas deudas de juventud o de escuela académica (que situaban al autor de un proyecto brillante bajo la capacidad decisoria de un rival o de un enemigo, muchas veces más mediocre); en ocasiones por simple desidia, hemos ido perdiendo como colectivo la posibilidad de haber dispuesto de resultados científicos cimentadores de otros muchos a su vez. Ésta sería una circunstancia más en la larga historia de por qué España, como conjunto, arrastra, hablando ahora sólo del mundo de la ciencia, un déficit tan difícil de recuperar.

En el transcurso de últimas investigaciones, en la hospitalaria Real Academia de la Historia, para trabajos epigráficos sobre Itálica y otras ciudades romanas, he tropezado con una de estas figuras tan lamentablemente perdidas en la negrura del olvido científico. De tal forma me ha impresionado la «modernidad» de sus planteamientos de trabajo, hasta tal punto lamentable la pérdida de sus años de esfuerzo, con el provecho y el avance para la ciencia histórica posterior (y en particular para la Historia Antigua de España) que hubieran supuesto; tan injustas las circunstancias últimas de   —500→   de su vida, que he estimado ineludible dedicar a esta figura, D. Luis José Velázquez de Velasco, marqués de Valdeflores y señor de Sierrablanca1, unas páginas, siquiera a modo de mínimo y modesto homenaje personal.

El 2 de Noviembre de 1752, por Real Orden, el marqués de Valdeflores recibe el encargo del rey Fernando VI de hacer «una nueva Historia General de la Nación», desde el punto de vista de la historia civil. Previamente, la Real Academia de la Historia le había designado, con este fin, «para inquirir y recoger las antigüedades de todo el Reino2». Esta parte civil debía complementarse con la historia eclesiástica, encargada a su vez al Rvdo. Pérez Bàyer, que la había comenzado ya dos años antes. El coordinador de tan vasto empeño fue otro personaje, el P. Andrés Marcos Burriel, cuya romántica figura (murió muy joven, con 42 años, por «exceso de estudio») sería menester comentar en otra ocasión por lo que a la Historia Antigua de España se refiere3.

El encargo hecho por el Rey se enmarcaba en los trabajos previos a la firma del importante Concordato con la Santa Sede, que se cerraría en 1753. Fernando VI, a quien interesaba la defensa de sus pretensiones regalistas, había decidido para ello, ya en diciembre de 17494, el nombramiento, efectuado   —501→   formalmente en abril de 1750, de una «Comisión de Archivos». El P. Burriel contaba entonces con sólo 31 años. Pronto el proyecto fue tomando la forma y la pretensión de un vasto y glorioso empeño nacional, denominándose «Viaje literario»5.

Quizá sea injusto atribuir el interés de Fernando VI por la investigación histórica sólo a intereses políticos o económicos. Desde su subida al trono en 1746 (un año antes de que Valdeflores concibiera el primer plan de su obra), se distinguió a lo largo de su reinado por sus inteligentes creaciones en el orden civil (caminos, canales, puertos como el de Cartagena, potenciación de la Marina, reorganización de la hacienda, auge de la industria y el comercio...), y también por sus medidas protectoras del arte y de la ciencia, entre ellas el fomento de la lengua latina, la creación del Jardín Botánico de Madrid, del observatorio astronómico y, muy especialmente, de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando6. La Universidad, en cambio, tendría que esperar para su reforma, ligada a la expulsión de los jesuitas en 1767, al reinado de Carlos III y al impulso del erudito Conde de Campomanes, como L. Gil, hace unos años, puso brillantemente de relieve7.

En la labor cultural de Fernando VI, que define un «renacimiento» de gran interés en los comedios del siglo, en violento contraste con los decenios de Felipe V8, participó el propio Conde de Campomanes, por entonces   —502→   en los comienzos de su carrera política y más dedicado a sus estudios filológicos (en griego y árabe) e históricos9, en los que el propio Velázquez, junto con el P. Sarmiento, pudo ser su introductor10.

Ahora nos interesa, sin embargo, atribuir buena parte de los intereses históricos, como inspiradores principales en las mencionadas tareas de Fernando VI, a sus dos influyentes ministros, José de Carvajal y Lancaster y el menos estudiado11 Cenón de Somodevilla, Marqués de la Ensenada12, que fue además el principal y eficaz protector de Valdeflores. Que ambos tenían un especial interés en la preservación de las antigüedades, se demuestra además por el expediente de los hallazgos romanos en las obras de cimentación del nuevo arsenal de Cartagena, entre 1750 y 1752, recordado, hace treinta años ya, por A. de Béthencourt13.

Luis José de Velázquez había nacido en Málaga, el 5 de Noviembre de 1722. A los 13 años, cuando ya contaba con una previa formación en la lengua latina, fue enviado a estudiar a Granada, al Colegio Imperial de San Miguel (a cargo, como la mayoría de las instituciones de enseñanza en la España de entonces, de los jesuitas). Allí estudió Lógica y Jurisprudencia y se inició en su afición literaria, que es por la que después ha sido más conocido.

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Entabla relación, en estos años de estudio, con el Conde de Torrepalma, fundador de la literaria y granadina Academia del Trípode, en la que es aceptado en 1743. Se doctora en Teología en 1745 y llega a Madrid en 1748, con veintiséis años. Ya en este momento, como se dijo, cuenta con la simpatía y protección del poderoso Ministro (de Hacienda y otros ramos) de Fernando VI, el Marqués de la Ensenada, lo que explica, aparte de sus merecimientos personales, su meteórica relevancia en la villa y corte.

Agustín de Montiano y Luyando, miembro fundador como Torrepalma, y primer director de la Real Academia de la Historia14, se contó pronto entre los protectores del joven Velázquez y, de hecho, en abril de 1751, éste, con sólo 28 años, es elegido en su seno como académico supernumerario.

Velázquez de Velasco contaba entre tanto con otras varias influencias, debido seguramente, aparte de su talento y protectores, a un trato agradable y refinado. Pues se le cuenta también, a partir de septiembre de 1750, entre los reducidos miembros de la Academia del Buen Gusto, uno de los más selectos núcleos literarios de Madrid, que desarrollaba sus tertulias quincenales, desde enero de 1749, en el palacete de la Condesa de Lemos, en la calle del Turco15. A esta Academia pertenecían también Montiano y Torrepalma, con sus pseudónimos correspondientes, que, en el caso de Valdeflores, era «el Marítimo»16.

En 1752, un año brillante para Valdeflores, publica en Madrid su Ensayo sobre los alfabetos desconocidos17 y, también por influencia de Ensenada,   —504→   el Rey le concede el hábito de la Orden de Santiago18. Son años de trabajo en su más conocida obra, Orígenes de la poesía castellana, que verá la luz en 175419, y en los que es elegido asimismo miembro de la Academia de Inscripciones, Medallas y Bellas Letras de París20.

El 10 de Noviembre del mismo año de 1752, la Academia, ya quedó dicho, le había designado oficialmente, con provisión de fondos reales y los oportunos pases y permisos, para el estudio de las antigüedades hispanas. Pocos días después, el 1 de Diciembre, salía de Madrid Valdeflores, en compañía de su primer dibujante, D. Esteban Rodríguez (que fallecería más tarde, en 1754), camino de Extremadura, reino por donde había decidido comenzar su enorme investigación.

El plan de toda la obra, en efecto, lo había concebido ya en 1747, según él mismo afirma en una de sus obras publicadas21, aunque es de suponer que lo fuera perfeccionando con el tiempo. La idea básica que presidía su trabajo no era la de escribir una Historia de España como las que había al uso, basadas primordialmente en fuentes textuales antiguas más o menos interpoladas o mal editadas y citadas, ellas y sus interpretaciones, de tercera o cuarta mano. Por el contrario, Velázquez quería, como dice ya en el título de la obra, «dar noticia de una nueva Historia General de la Nación sacada de los escritores y monumentos originales...».

Por lo tanto, para él era fundamental la recopilación de todos los autores antiguos, pero no menos que la búsqueda de los monumentos antiguos originales, fueran éstos del tipo material que fueran (edificios, monedas, inscripciones de todas las épocas), añadiendo la recopilación de cuantos manuscritos, diplomas, códices o cédulas, le fueran posible lograr, con objeto de cotejar de forma directa toda la información. A mediados del siglo XVIII, es admirable la modernidad científica que supone el criterio de la comprobación directa.

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En efecto, en cuanto a las inscripciones, afirma22 que «se ve que los documentos antiguos esparcidos sobre la tierra entre las ruinas, no se copiaron fielmente; hay que cotejar con sus originales estas copias defectuosas y copiarlos de nuevo...», lejos, pues, de dar por buenas las lecturas contenidas en las colecciones epigráficas al uso.

El plan de la obra era como sigue23: se proponía «hacer una obra sobre los Orígenes y Antigüedades de España, deducida principalmente de los monumentos descubiertos en el viaje que por todas sus provincias ha hecho de orden de su Majestad». En detalle, se compondría de las siguientes partes:

I) Listado de todos los autores que han tratado de historia de España hasta el siglo XVI. Estudio sobre las etnias de la península y su marco geográfico. Establecimiento de listas cronológicas.

II) Geografía antigua comparada con la moderna. Análisis etimológico de la toponimia actual para situar correctamente las antiguas ciudades y sus noticias.

III) Colección de inscripciones, tanto prerromanas como griegas y latinas: las recogidas de su viaje y las publicadas en las obras de Apiano, Dono, Reinesio, Ocon, Grútero, Muratori y Maffei, a las que añadir las que figuraban en manuscritos no publicados.

IV) Colecciones de monedas ordenadas según su cronología, con los prólogos correspondientes.

V) Obras de escultura y de arquitectura, ordenadas según «sus tipos» (es decir morfológica y funcionalmente).

VI) Monumentos góticos (scil., visigodos), hebreos y árabes.

Según él mismo dice (ad loc.), las partes III a VI estarán constituidas por los monumentos, mientras que en la I y II, además de lo dicho, irá «lo aprovechable», es decir, todos aquellos datos para reconstruir la Historia de   —506→   España que sea dado deducir desde el mundo material, unidos y contrastados a los ya conocidos por las fuentes textuales. Esto es, nada menos que el concepto de la Historia Antigua propiamente dicha.

Con todo ello, según el propio marqués escribía en una carta24, dirigida desde Mérida a D. Agustín de Montiano, «ninguna nación tendrá tan bien averiguados sus orígenes como la nuestra, y ésta es la única ventaja que podemos sacar de haber sido los últimos en emprender este trabajo».

El método que seguía, en los pocos viajes que pudo realizar de forma oficial, era dirigirse en primer lugar al Intendente de la Provincia, provisto de la autoridad real que le estaba conferida, para que éste hiciera «una encuesta para averiguar de todos los pueblos bajo su mando las antigüedades, ruinas, inscripciones y colecciones» que en ellos existieran. Una vez hecho ello, establecía un itinerario en cierto modo de seguros resultados, deteniéndose a copiar las inscripciones y monedas, o para que el dibujante realizara los alzados o plantas de los monumentos singulares que encontraba (muchos de ellos perdidos, pero algunos se encuentran aún en la RAH, y deberían ser objeto de otro estudio separadamente).

Simultáneamente, catalogaba las bibliotecas, públicas, privadas y eclesiásticas, consultando y anotando los manuscritos que en ellas se contenían que fueran pertinentes para la historia de la nación y dando de ello nota al P. Burriel, que seguía los trabajos desde Toledo. Mantenía también correspondencia o se entrevistaba personalmente con estudiosos y aficionados locales, que le facilitaban, sobre todo, copias de inscripciones. Entre éstos hay que citar al médico emeritense J. Alsinet, autor de muchas de las schedae epigráficas extremeñas de Velázquez25. Otros estudiosos, como el siromaronita Miguel Casiri, colaboraban con él traduciéndole los textos de las inscripciones árabes26.

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Es particularmente interesante el caso de las inscripciones, que eran, como puede suponerse, uno de los soportes básicos de la información histórica para el diligente Valdeflores. Trata con más detalle de su organización en uno de sus libros citados27. Debían ir divididas de la siguiente forma:

  • 1) Griegas y desconocidas.
  • 2) Inscripciones romanas hasta el siglo IV d. C.
    • 2.1. Inscripciones fechadas.
    • 2.2. Inscripciones no fechadas.
      • 2.2.1. Inscripciones de dioses.
      • 2.2.2. Inscripciones de personas ilustres.
      • 2.2.3. Inscripciones sepulcrales.
      • 2.2.4. Inscripciones de aedificia.
  • 3) Inscripciones de los godos, del siglo V al fin del VII.
  • 4) Inscripciones del año 711 al 1516 (árabes, hebreas y cristianas).

Aún añade28, cómo debe publicarse cada epígrafe: «A la cabeza de cada uno, el nombre del pueblo y provincia donde se halla. Nota de haberla visto y copiado el autor, o el nombre de la persona de quien la recibió, y si éste la vio o copió de otro. La bibliografía de donde se sacan inscripciones que no se han podido cotejar, las lecturas más importantes y la cronología». Es decir, un aparato crítico al modo actual en toda regla.

Para darse una idea del trabajo de catalogación de epígrafes que llevó a cabo, sólo en los cortos años en que pudo dedicarse a ello de forma completa, hay que recordar que, en 1765, llevaba recogidos 4.134 epígrafes para lo que él llamaba Corpus Inscriptionum Hispaniarum29, de los que la mayor parte eran de época romana, y configuran seis volúmenes en folio.

Los 69 volúmenes (80 para E. Hübner, cf. infra) que llevaba formados acreditan que la obra iba por un camino inmejorable, y que hubiera podido coronarla. En cuanto a viajes, había podido hacer de forma completa el de Extremadura y buena parte de los cuatro reinos de Andalucía30.

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En este momento de tan fecunda labor, concurren varias circunstancias desgraciadas, de orden político e histórico, que dan al traste con el proyecto en su conjunto y, más específicamente, con la parte de él de la que Valdeflores era responsable.

En primer lugar, tras la repentina muerte del Ministro de Estado, Carvajal y Lancaster, cae en desgracia, en 1754, el Marqués de la Ensenada. Posiblemente a causa de sus posturas francófilas en la política exterior, Ensenada es desterrado el 20 de Julio de ese año. Víctima además de la rivalidad, quizá no exenta de envidias, de anglófilos como el Duque de Huéscar, el general Wall y el embajador británico, Benjamín Keene31. Un incidente de este momento es especialmente revelador de la nada ambigua personalidad del marqués de Valdeflores. A punto de publicarse su historia de la poesía castellana, en el mismo 1754, Montiano le aconseja que cambie la dedicatoria, que había hecho al derrocado valido, y dedique el libro al Duque de Huéscar, uno de los hombres clave en la nueva situación. Velázquez se niega a ello, con el argumento de que, en cualquier caso, prefiere ser agradecido.

La caída de Ensenada, que algunos autores consideran «el epicentro político del reinado de Fernando VI»32, cesado y desterrado en Granada, pero no procesado, fue, de todos modos, progresiva, pues aún contaba con la protección de la reina Bárbara de Braganza, y no es hasta 1756 en que se consigue la caída del P. Rávago, el confesor jesuita del Rey33 y otro de los favorecedores del célebre «Viaje literario». No obstante, los proyectos y las personas protegidos por Ensenada, sin consideración por su valor científico, fueron sufriendo poco a poco los efectos políticos, y el Rey manda suspender, sin otra razón aparente, la misión, los permisos y los dineros.

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Pero no fue ésta la única circunstancia que se combinó para hacer fracasar el proyecto. Aún habría que contar otra importante, como fue la de los prolegómenos de la expulsión de los jesuitas. No olvidemos que Andrés Burriel, el inteligente coordinador, pertenecía a la Orden, como muchos de sus colaboradores, y que dentro de ella o en su entorno se habían educado y progresado otros, como el caso del mismo Valdeflores.

En efecto, en España se presentía, desde mucho atrás de 1767, la reacción, muy extendida, tanto entre políticos como entre otras órdenes religiosas, contra el inmenso poder de los jesuitas, en ámbitos como la enseñanza y la investigación, ligado éste indefectiblemente a la labor de censura del Santo Oficio34. De hecho, el propio Campomanes, promotor de su posterior expulsión, ya había elevado a Fernando VI, nada menos que doce años antes, en 1755, «un programa claro de desmantelamiento de esta plataforma de proselitismo y poder»35 que, naturalmente, no surtió efecto en su momento por la protección que, ya se ha dicho, sobre todo por la Reina, Bárbara de Braganza, se dispensaba a los jesuitas. Pero las circunstancias habían ido cambiando, y, de hecho, los miembros de la Compañía habían sido entre tanto expulsados de otros países, como de Portugal en 1759 y de Francia en 1764. Ensenada, por otra parte, también aparecía vinculado a los futuros proscritos y, con todos ellos, inevitablemente, fue cayendo Luis de Velázquez.

En 1755, cuando hereda los señoríos de Valdeflores y Sierrablanca, se le retira definitivamente la asignación para sus trabajos anticuarios. Él, sin embargo, se dedica a viajar y escribir por su cuenta, continuando así la obra comenzada, pero sin duda con muchas mayores dificultades. Envía un Memorial, ese mismo año, a la Academia, con un resumen de lo que llevaba visto36. Se instala otra vez en Málaga, su ciudad natal, de la que es «regidor perpetuo». Su hundimiento moral se va consumando, aunque el llamado «espíritu del ensenadismo» permitía no desatar aún las venganzas, puesto   —510→   que eran tantas, en los niveles intermedios de la Administración, las personas agradecidas al antiguo ministro37.

Curiosamente, el 9 de Mayo del mismo año de 1755 se fecha una «representación» o consejo, dirigido precisamente por Pedro de Campomanes a la Real Academia de la Historia, «sobre la formación de una colección de inscripciones»38. Campomanes no menciona ni una sola vez el trabajo comenzado por Valdeflores, exactamente como si éste no hubiera existido entre los proyectos patrocinados por la misma Academia, o como si él mismo se ofreciera para heredar la obra.

En su planteamiento, la variación más notable es que propone encargar la recogida de inscripciones de cada provincia al académico correspondiente, «sin temor de que se obscurezca su nombre y diligencia». Otro académico (D. Tomás Andrés de Gúseme) formaría la biblioteca de autores recopiladores previos de epígrafes39. No es difícil imaginar cómo estos contratiempos debieron influir psíquicamente sobre Valdeflores, pues la adversidad es particularmente dura de sobrellevar para aquellos a los que la fortuna sonrió demasiado pronto.

Dispuesto a no perder por completo su trabajo, publicó dos obras al menos sobre ella. La primera, en su Málaga natal en 1759, se llamó Anales de la nación española desde el tiempo más remoto hasta la entrada de los romanos, sacados únicamente de los escritores originales y monumentos contemporáneos. Evidentemente, era el tomo dedicado a la Prehistoria y la Protohistoria, que debía preceder a los demás. Contenía, entre otras cosas, una tabla cronológica de Roma desde el 776 al 218 a. C., con la lista de las parejas consulares romanas desde el 509 a. C. Junto a ésta, también en Málaga y en el mismo año, una obra indirectamente relacionada con los resultados del viaje, que al parecer tenía acabada y sin poder ver la luz desde 1752: su Conjetura sobre las medallas de los reyes godos y suevos de España (cf. infra).

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Pero su situación aún iba a empeorar. El 27 de Agosto de 1758 muere la Reina; Fernando VI, deprimido y desinteresado del gobierno, la sigue, menos de un año después, a comienzos de Agosto de 1759. La llegada de Carlos III, en diciembre del mismo año, supone un alivio provisional. Al Marqués de la Ensenada, como a otros desterrados, se le permite en 1760 regresar del exilio a la Corte e incluso formar parte de la Junta del famoso Catastro de su nombre40. Valdeflores, por su parte, recibe un perdón similar, y el Rey le ofrece el marquesado, que, como se dijo más arriba, solicita disfrute en primer lugar su anciano padre.

Entonces, confiado en una cierta mejora de la situación, publica, en 1763, una obra de sátira política, la Colección de diferentes escritos relativos al Cortejo, que encuentra un buen eco, a juzgar por su rápida segunda edición, al año siguiente. Pero es el principio de su fin. En 1764, contando 42 años de edad y justo cuando salía a la luz su Cronología de los musulmanes en España, es arrestado por orden de Carlos III y, tras un juicio secreto, recluído en el castillo de Alicante41. Sus manuscritos quedaron en Madrid, a disposición del Gobierno, al igual que sus libros (cf. infra). Una segunda parte del extrañamiento la pasaría en Alhucemas, a la vez tan cerca y tan lejos de Málaga.

En 1765, desterrado y perdida ya definitivamente la esperanza de poder continuar su obra, rescata él mismo del olvido su segundo libro relacionado con el viaje que nos ocupa y publica, en Madrid, su Noticia General de la Nación... hasta 1516... sacada de los escritores y monumentos originales... Como su título indica, la magna obra había quedado reducida al final a ser una simple Noticia.

Fue una de las primeras y tempranas víctimas de la segunda y definitiva caída de Ensenada. Éste fue vinculado con los motines de 1766, y represaliado a través de las acciones anti-jesuíticas (muerta ya su protectora, la Reina Madre) que llevarían a la «Pesquisa Secreta», base del Dictamen Fiscal, en 1767, del ya poderoso conde de Campomanes, y que culminaría con la expulsión de la Compañía de Jesús, en la noche del 1 de Abril de ese mismo año. El inteligente e industrioso Marqués de la Ensenada, cuya vuelta al poder (y concretamente a los ministerios ocupados por mi antepasado, Esquilache),   —512→   se temía42, fue desterrado nuevamente, esta vez a Medina del Campo, donde moriría en 178143.

Valdeflores fue acusado y procesado otra vez, en el mismo año de 176744, por su hipotética implicación en el motín (¿quizá Campomanes, también aficionado al estudio de la Antigüedad, mantenía hacía él alguna antigua rivalidad profesional?45) y por mantener, según se dijo entonces, relaciones estrechas con el P. Isidro López y, en consecuencia, sospechoso de ser un «fanático terciario»46 o un agente externo, en la causa supuestamente regicida y antimonárquica de los jesuitas. En 1768, tenemos referencias de que algunas personas se mueven, sin éxito, en su favor47.

Es lo cierto que no puede volver libre a Málaga hasta enero de 1772. Como bien dice J. Mathias48, debía ser, a sus sólo 49 años, un hombre totalmente abatido por las adversidades y el exilio. Había publicado 7 obras, la mayoría a su costa y en medio de muchas dificultades y retrasos, y otras 22 dejaba manuscritas. Pero su más grande obra, la que había iniciado con tanta ilusión y expectativas en 1752, la que pondría en pie una Historia de   —513→   España al estilo europeo, la que le hubiera consagrado como historiador, llevaba 20 años en cajones y legajos de incierto destino.

Puede adivinarse el deseo de abandonar tan injusta lucha de D. Luis José de Velázquez. A los pocos meses de recuperar su libertad, el 7 de Noviembre de 1772, recién cumplidos los 50 años, al «infatigable y desgraciado marqués»49 le sobreviene una apoplejía fulminante, de la que no se recupera. Sus restos fueron enterrados en la cripta de los Melgarejos de la iglesia de San Pedro de Alcántara, cerca de Málaga. En el Acta de la Real Academia de la Historia del día 27 de Noviembre siguiente se notificó oficialmente el fallecimiento del académico y se acordó encargar por su alma las cincuenta misas de rigor.

Si lamentable es hasta aquí el fin de tan vasto esfuerzo, no lo es menos el decurso posterior de sus ingentes manuscritos que, al fallecimiento de Valdeflores, habían quedado en propiedad de su familia. Hacia 1795 parece que se suscita de nuevo el interés por terminar de una vez la recopilación de fuentes documentales para la Historia de España. M. Abellà propone al Príncipe de la Paz un nuevo plan de viajes, que es aprobado con fecha 11.8.1795.

Sólo unos días antes, y en clara conexión con este proyecto, el 31 de Julio de 1795 (y por lo tanto 23 años después de la muerte de Valdeflores) la Real Academia de la Historia, consciente del valor del trabajo allí contenido, para servir de base indispensable al nuevo plan, se dirige también al Príncipe de la Paz, para solicitarle que, de parte del Rey, se reclamaran del heredero del marqués, entonces su hermano Francisco Velázquez, que vivía en Málaga, los manuscritos50, puesto que, después de todo, los viajes y estudios se habían hecho a cargo de Fernando VI. A ello accede el Rey en carta del 15 de Agosto51. El 30 de Abril de 1796, Francisco Velázquez, al tiempo que conviene en la petición, solicita otra vez, para otro hermano, título de Castilla como Marqués de Valdeflores.

Y manda, en efecto, cuatro cajones de manuscritos y documentos diversos a la Real Academia, acompañado de un índice de sus contenidos. Entre   —514→   varios académicos se acordó comenzar la revisión de todo ello, repartiéndose el trabajo. En Septiembre de 1798, el académico J. Traggia se encargó de revisar los volúmenes que incluían la colección de inscripciones, que «llegaban a 4000 en seis volúmenes en folio», del n.º 26 al n.º 3152. De 1801 a 1806 hay noticia de que los académicos seguían intentando ordenar los 69 volúmenes totales, elaborando informes sobre su viabilidad y grado de elaboración.

Los acontecimientos, las inquietudes y los cambios políticos derivados de la ocupación francesa y de la Guerra de la Independencia debieron detener el ritmo, de todas formas no muy acelerado, de los trabajos de revisión. Otras partes ya hechas, con gran esfuerzo, por otros de los componentes del «Viaje» de 1750, fueron objeto de lamentables infortunios. Quizá sea paradigmático en este sentido recordar el destino final de los ocho grandes volúmenes que F. Pérez Bàyer había compuesto, a partir de 1762, con la minuciosa catalogación de los riquísimos fondos manuscritos, en lenguas latina, vulgar, griega y hebrea, de la Biblioteca de El Escorial. No se publicaron; seis de ellos quedaron en la Biblioteca de la Universidad de Valencia (la ciudad natal de Pérez Bàyer) y dos en el propio Escorial. Los seis de Valencia quedaron reducidos a cenizas en el incendio de la citada biblioteca durante la Guerra de la Independencia53.

Es el caso que la Academia no continuó con la ingente tarea, aunque conservó cuidadosamente los fondos. Hacia 1860-1, cuando E. Hübner, comisionado por la Academia Imperial de Berlín para la elaboración del vol. II (Hispania) del Corpus Inscriptionum Latinarum, comienza el expolio bibliográfico de manuscritos epigráficos de la Real Academia de la Historia, casi un siglo después de la desgracia y muerte del marqués de Valdeflores, queda impresionado.

En su Index Auctorum (p. XXII, núm. 70) se admira de sus opera vastissima, de cómo Valdeflores procedere solebat diligentia... in universum a falsis satis caute cavit..., de los exempla titulorum optima quae continent... magnae utilitatis... delineata et descripta perite et accurate... Para terminar   —515→   su comentario, supongo que asombrado de tanto buen trabajo perdido, con una frase que creo merece la pena recordar: Dolendum sane est, quod tantae molis tantaeque utilitatis opus ipse non perfecerit; at bonum factum quod non perierunt subsidia ad illum parandum collecta. Ex recentioribus certe cum Bayéro imprimis Velázquez huic operi profuit.

Tenía además D. Luis de Velázquez la rara virtud de evitar la soberbia en los temas conflictivos: así, en su libro sobre las monedas de los reyes godos y suevos, ya citado, cerca ya del final (p. 120), incluye este párrafo: «Cuando las materias de que se trata son tan obscuras como la presente, el Escritor debe caminar entre la verosimilitud y la desconfianza, el Público entre la equidad y la reserva.»

Examinado desde hoy, el plan de trabajo y el trabajo mismo que el marqués de Valdeflores pudo llevar a cabo le revelan como un verdadero precursor. Faltaban más de 100 años para que, en 1848, Theodor Mommsen propusiera a la Academia de Berlín su vasto plan para recopilar en un corpus toda las inscripciones latinas del antiguo Imperio Romano, basándose en similares criterios.

Pero el plan de Valdeflores era todavía más amplio, aún dentro de un más restringido marco geográfico, pues aspiraba a combinar los Fontes Hispaniae Antiquae54 (haciendo una especie de Monumenta Hispaniae Historica), con el propio Corpus Inscriptionum Latinarum de Hispania, añadiendo todavía la documentación medieval de todo tipo y la numismática.

De otro lado, la parte II de su obra no es ni más ni menos que el proyecto de una Iberische Landeskunde, que no se realizó hasta 1955, hecha y publicada por Adolf Schulten (I: Geographie des antiken Hispanien) y generosamente terminada, incluso más allá de su propia muerte, por Antonio Tovar (II: Die Völker und die Städte des antiken Hispanien: I. Baetica, 2. Lusitanien, 3. Citerior Tarraconense55.

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No hay que decir lo que el permitir que Valdeflores terminara su obra hubiera supuesto para la cimentación de tres ciencias, hoy autónomas, como son la Epigrafía, la Numismática y, en definitiva, la Historia de España Antigua, que han empezado a ocupar el lugar que merecían en nuestros planes de estudios universitarios sólo casi al comenzar la década de 1970. Pero nos faltó para lograrlo, sin duda, la implacable precisión con que, por encima y al margen de los avatares políticos y de los intereses personales, otros pueblos consiguen coronar las empresas de carácter nacional.

Ciento veinte años después de la publicación, en Berlín, de nuestras inscripciones latinas de Hispania (1863 y Suplemento, en 1895), no habiendo podido ponernos de acuerdo otra vez los españoles para hacer su reedición, con unos 13.000 epígrafes nuevos sobre aquellos primeros 6.000 de Hübner, ha sido nuevamente una institución germana, el Deutsches Archäologisches Institut, quien ha conseguido formar un equipo de trabajo, en el que colabora un buen número de especialistas hispanos. En febrero de 1992 acaban de entrar en imprenta, en Berlín otra vez, los fascículos que cubren la zona sur del conventus Tarraconensis y el conventus Cordubensis en su totalidad, por G. Alföldy (Heidelberg) y A. U. Stylow (Munich, éste coordinador de la obra), con los más modernos criterios de presentación e ilustración.

Cierto es que, para el avance de la ciencia, se considera lo más importante que los trabajos sean hechos y no tanto quiénes los hagan o de qué nacionalidad sean. Pero creo que D. Luis de Velázquez y Velasco pensaría que, 200 años después de su infortunada empresa, no habíamos avanzado gran cosa. Es menester asimilar, aunque tarde, la lección, y rendir un tributo sentido a la preclara memoria del Marqués de Valdeflores, mientras esperamos que, por nosotros o nuestros sucesores, se conmemore, en el año 2022, el tercer centenario de su nacimiento.





 
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