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Un servilón y un liberalito, o Tres almas de Dios

Novela

Fernán Caballero



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ArribaAbajoPrólogo

Sr. D. Fermín de la Puente y Apecechea.

Mi muy respetado y querido amigo: Recibo la grata de Vd. y la novela de Fernán Caballero, titulada Un servilón y un liberalito, acerca de la cual me pregunta Vd. ¿qué me parece? añadiéndome que lo hace con el deliberado propósito de contárselo al público.

No tema Vd. que esta última circunstancia influya para nada en mi respuesta. Fuera de que hace tiempo ambicionaba yo la honra de poner mi nombre entre los admiradores del gran novelista, estoy ya tan acostumbrado a tratar con el público, que a veces cuando le hablo, dudo si hablo conmigo a solas. Además, ¿qué podría yo decirle que él no supiera, en justa alabanza de aquel escritor eminentemente español y cristiano, y de esta obra, que es una de las joyas más preciosas que enriquecen su corona?

Usted sabe que nosotros los aficionados a los libros, escogemos amigos entre los escritores; y yo puedo asegurarle, que apenas comenzó a sonar por España el nombre de Fernán, ya le tuve por mi amigo, y no me cansaba de leer sus obras, y las leía hasta con gratitud, como es natural sentirla hacia el ser benéfico que posee el secreto de adormecer los dolores del alma, y fortalecer en sus abatimientos al espíritu contristado.

Y cierto no robaba mi atención tanto la gala del estilo; sino la nobleza de las ideas y la pureza del sentimiento: no veía yo en el incógnito escritor o escritora a la matrona deslumbrante con riquísimos joyeles, sino a la mujer sencillamente ataviada, que no ha menester otro adorno que su belleza, y en cuya sonrisa se descubre la bondad del alma, y en el mirar de sus ojos un pudor y una inocencia como si fueran del cielo.

Bajo esta forma se me ha representado siempre Fernán, porque yo, francamente, siempre me sentí inclinado a creer, -aunque no me conste la verdad- que no era hombre el autor de ciertas páginas, que solo el corazón de una mujer sabe escribir.

Y aun creí más: que esa mujer -si es que lo era-, debía ser de la misma sangre, de la misma familia que cierto amigo mio, cuyo nombre no estampo aquí, por no ofender su modestia, que hace tan amable su talento; pero que Fernán adivinará, si lee estas líneas, -adivinará, y se gozará.

Quiero, pues, creer, que su Musa es hermana de la Musa de mi amigo; ¡pero una hermana adorable!... y sobre ello, el más gentil y amable cicerone que jamás guió al pasajero curioso, para hacerle conocer y admirar las maravillas del arte en los tiempos pasados y presentes.

Sirviéndome, pues, ella de introductor, acabo de penetrar en el castillo de Mnesteo, «adalid muerto y petrificado, grandioso y fuerte esqueleto con pies fenicios, cuerpo romano, cabeza morisca y brazos españoles»; y en verdad que no me ha asustado el temor de fantasmas, ni gemidos misteriosos han helado la sangre en mis venas; porque de aquella vivienda pacífica ahuyentaron a los malos espíritus «las oraciones, y el sol de Dios».

Tampoco tropecé en sus corredores, ni vi en la plaza de Armas «a fenicios, romanos, moros, o a los guerreros del sabio Rey»; pero he pasado un buen rato con los habitantes que les han sucedido -«los gorriones y tórtolas, que se han posesionado del nido abandonado por las águilas y los milanos»-, y sobre todo, no me arrepentiré nunca de haber estrechado relaciones de amistad con aquellas tres almas de Dios, D. José Mentor el ex-maestro de escuela, Doña Escolástica su esposa, y su hermana Doña Liberata.

Gracias a Fernán, que me ha proporcionado conocer tan buenas personas, que no son del mundo, «señorón que en nuestro globo se emancipa de su Criador, relegándole -¡y gracias!- a los templos y a los libros»; sino que pasan por el mundo, andando siempre en la presencia de Dios.

Habrá acaso quien los califique de gentecilla de escaso valer, pues el D. José dejó de ser Maestro porque le faltaron discípulos, y es contrahecho de figura, y sospecho que raro de genio; y su esposa y su hermana, mujeres al fin de cortos alcances, pero viejas en cambio, -y no hay que negarlo- feas por añadidura. Y sin embargo de esto, seguro estoy de que Vd., amigo mio, y yo con Vd., viviéramos muy a gusto en su compañía y en la de «los palomos pisaverdes y golondrinas que charlan hasta por las alas» en el desmantelado y adusto castillo.

Porque ellos eran «pobres de espíritu, mas ricos de corazón».

Porque eran lo que se dice de un modo tan sencillo como admirable: «¡Tres almas de dios!»

Discurra ahora el lector inocente o malicioso, si estaría muy a sus anchas entre aquellos cristianos viejos un mozo de cabeza no sana, aunque de sano corazón, forzado a esconder entre las paredes del castillo sus opiniones, por las que andaba fugitivo; filósofo de veinte años, imbuido por desgracia «en las máximas anti-religiosas, que por ese instinto de verdad que hay en todo corazón recto, rechazaban las gentes religiosas, a las que tan ampliamente ha dado razon el tiempo».

Mas si el lector tiene curiosidad de saber con certeza lo que entre ellos acaeció, pase adelante, y penetre en el castillo; que Fernán Caballero en persona se brinda a ser su cicerone; y departirá amigablemente con Leopoldo y sus huéspedes; y verá y oirá cosas que le harán reír y llorar a un mismo tiempo -y conocerá a una perla-, que tal es una niña, la más indiscreta y deliciosa que pueda imaginar, -niña cuya atolondrada inocencia ahora obliga a Leopoldo a la fuga, ahora le pone en riesgo de muerte y sin embargo, crece para ser la esposa de su corazón y el encanto de su vida; y después asistirá a la muerte de D. José Mentor, que se durmió aquí en la tierra para despertar en el cielo-; y riendo y llorando, se asombrará ante esa nobleza de los corazones sanos «que lo alzan todo a su pura esfera, así como lo rebaja a la mustia suya el que está gangrenado por la hiel de la malevolencia y el agraz de la malicia»; y adorará por fin la Providencia de Dios, que pone a ruda prueba la virtud de dos infelices mujeres, a quienes llegadas ya al extremo del infortunio, consuela y salva, enviándoles como dos ángeles a Leopoldo y a su esposa... Pero nada más apuntaré ya sobre el argumento de la novela ¡oh amigo lector! Fernán te lo contará todo, o te lo hará ver, con su gracia ingenua y con su amable sencillez.

Sí diré, que nada hay más sencillo que el argumento de Un servilón y un liberalito; nada más natural y sin pretensiones que el estilo que usa Fernán; y sin embargo, su lectura tiene sabrosamente embebido el espíritu, y lo que es más, le instruye y le mejora.

Ahora, si atiendo a las prendas de Fernán como escritor, hallándoselas aventajadas siempre, encuentro unas en que compite con los que las posean más sobresalientes, y aun en otras no le descubro competidor.

Porque en primer lugar cuenta y describe bien, y no sólo describe, sino que pinta; no sólo narra, sino que da vida a la narración.

Y sabe trazar caracteres, que revelan una mano siempre hábil, y a veces maestra.

Y habla perfectamente la lengua del pueblo, en lo cual no sé quién le lleve ventaja.

Y sabe la lengua de lo que llamamos culta sociedad, en la cual no le conozco rival, ni entre los mejores.

Pero con ser estas prendas tan estimables y tan raras, entiendo que no nace de ellas el gran valor, que hará vivir, después de muertos nosotros que los admiramos, a los escritos de Fernán. Lo que los preservará de la muerte, es un no sé qué, que escapa al análisis, y hace amar al autor y a la obra; un quid divinum que atrae, hechiza, enamora al espíritu: un perfume, digámoslo así, de amor de Dios y de casta poesía, que se exhala deliciosamente de todas las creaciones de su ingenio.

Recuerdo al leerlas, ese libro singular que llaman el Kempis, y esa Odisea de la desgracia que Italia nos regaló con el título de «Mis prisiones». Descuella en otras obras más vigorosa imaginación, deslumbran imágenes más atrevidas; seduce estilo más florido o pomposo; mas yo prefiero leer el Kempis, Mis prisiones y las novelas de Fernán, porque me parece oír la voz del Buen pastor y los sollozos del hijo pródigo.

Y es que la Musa de Fernán es la Musa del pesebre de Belén, y la del Monte Olivete; y como ella bajó del cielo, sabe cosas que ignora esa otra musa que suele inspirarnos a nosotros.

No olvidaré jamás, que cuando niño, oyendo recitar la Noche Serena de Fray Luis de León, pensé y dije para mí: «no se escribe esa poesía con sólo un gran talento; esa poesía es la expresión, y como el sonido natural de un alma pura y elevada». Lo mismo pienso, y lo mismo digo ahora al leer las obras de Fernán Caballero. Y creo además, que a un escritor que aspire, profanamente hablando, a subir al templo de la inmortalidad, le conviene mucho -si es cosa esta en que puede entrar para algo la convenencia- ser buen cristiano; porque siéndolo, tiene ya andada la mitad del camino. Que la virtud es la belleza moral, y la belleza moral es el alma de toda obra, la cual no podría vivir mucho tiempo sólo por las formas, que si quier seductoras, al fin no constituye sino una especie de hermosura física.

El espíritu heroico de Corneille encontró fácilmente el «¡Quil mourut!» que después de tres siglos aún nos hace palpitar de entusiasmo. Pero a Fernán le es más fácil encontrar ideas y expresiones, aunque de otro orden, más sublimes todavía. ¿No lo es la caridad cuando busca ingeniosa y hasta sutil, disculpas generosas a la misma ingratitud? ¿No lo es la resignación, ese heroísmo del alma cristiana, que la hace hollar vencedora, sobre sus más horribles enemigos, la calumnia, el desamparo, la miseria, y en medio de deshechas borrascas la conserva tranquila y serena bajo las miradas de Dios complacido?

¿Qué le cuesta a Fernán obligarnos a bajar la cabeza con amor y admiración ante un pobre hombre y dos pobres mujeres? Muy poco en verdad... ¡prestarles su alma!

A mi entender fue su principal intento pintar, «la grandeza según Dios», que no es la grandeza según los hombres y cierto, lo consiguió; porque nadie ha de negar que el ex-maestro y su esposa y su hermana aparecen sabios en su ignorancia, nobles en su miseria, sublimes en su infortunio. ¿Qué es, comparado con ellos, y qué vale Leopoldo, con ser gallardo mancebo, de ingenio vivo, y de alentado corazón? Lo que son y lo que valen a par de los grandes principios del catolicismo, de las virtudes inefables del Evangelio, el vano alarde de una filantropía estéril, o las fosfóricas luces de una filosofía de la nada.

Hasta cierto punto se personifica en aquellos tres caracteres la sencillez, la piedad, la grandeza de los siglos pasados; y se hace despuntar en el segundo la liviandad y la petulancia, de la época presente. Pero el ex-maestro y su familia no sólo tienen indulgencia para los extravíos de Leopoldo, sino que le aman a pesar de ellos. El tiempo antiguo mira con dolor, pero disculpa hasta donde es posible los errores del nuevo; y aunque no puede aprobarlos, y aunque ha de condenarlos, lo hace lleno de caridad hacia las personas extraviadas... Sí; sin duda debajo de una lección moral encubre nuestro insigne novelista un gran consejo político, que ¡ojalá no olvidáramos nunca! acordándonos siempre de que la tolerancia es la hija primogénita de la caridad.

Cuando yo considero las obras de Fernán, y de otros escritores, que sin desdeñar lo bueno que brindan los innegables adelantamientos del tiempo presente, se complacen en recordarnos a todas horas la santa imagen de nuestra antigua, católica, monárquica y querida España; que en vez de avergonzarse del escándalo de la Cruz, valerosamente la levantan en medio de Europa, como signo de gloria, de civilización y de libertad; cuando esto considero de una parte, y de otra pongo los ojos en esa gran batalla que se está dando en el mundo, y de cuyo éxito penden sin duda los destinos futuros de la humanidad, verdaderamente me siento sobrecojido por una idea dolorosa, y quisiera tener tan gran voz que resonara en España, para gritar de día y noche sin tregua ni reposo: «¿Qué hacen nuestros grandes, en qué piensan nuestros ricos? ¿en qué piensan y qué hacen, que no veo, no ya en las casas opulentas sino en las modestas, sino en las humildes, y en todas partes y en todas las manos los cristianos escritos de Donoso, de Balmes, y de Fernán? ¿Qué hacen y en qué piensan, que no se apresuran a esparcir las ideas salvadoras, a los cuatro vientos del cielo, o inundan a toda España, para evitar esa otra inundación de ideas corruptoras y perversas, que a modo de los ejércitos del Anti-Cristo, ó siéndolo en realidad, traspasan los montes, saltan los muros, penetran cautelosos o invisibles en nuestros hogares, a enloquecer la cabeza de nuestros jóvenes, a manchar el casto seno de nuestras hijas, hallanando sus caminos a esa espantable revolución que nos amenaza con un nuevo diluvio?...»

Pero... ¿dónde voy, amigo mio, dónde voy?... Usted, aun juzgándome con su bondad proverbial, de seguro recordará las palabras del viejo Horacio, sed non erat his locus. Será así: no tengo dificultad en confesarlo; mas lo escrito está escrito! Hora es sin embargo de poner punto a lo que no merece el nombre ni tiene las pretensiones de prólogo -líneas desaliñadas, trazadas de cualquier modo sobre el papel, pero que contienen la expresión íntima y verdadera de los sentimientos que en mi alma ha despertado la obra de Fernán Caballero.

En conclusión, y por decir en dos palabras cuanto siento acerca de nuestro ilustre amigo, yo aseguro a Vd., y Vd. sabe que hablo verdad, quo cuando leo sus obras admiro su bello talento; pero amo sobre todo su alma, que es incomparablemente más bella.

Adiós, amigo mio: lo es, y lo será siempre de Vd. sincero y apasionado

Antonio Aparisi y Guijarro

Valencia 11 de Noviembre de 1857.






ArribaAbajoCapítulo I

El castillo de Mnesteo



   Souvent a l'aspect d'une belle
contrée on est tenté de croire
qu'elle á pour unique but d'exciter
en nous des sentiments
élevés et nobles.


    Al contemplar una hermosa
vista, suele uno sentirse llevado
a creer que es su único objeto
excitar en nosotros sentimientos
elevados y nobles.


Madame de Stael                


Ya en otra ocasión hemos hecho mención del antiguo castillo de Mnesteo, que existe en el Puerto de Santa María, y pertenece a los Duques de Medinaceli,. Fue llamado de Mnesteo por haber sido construido por un príncipe fenicio de igual nombre. Pasó después a la dominación romana: luego a la de los moros; hasta que en 1264 lo conquistó el Rey D. Alfonso el Sabio, para cuya conquista le alentó, apareciéndosele la Virgen de los cristianos; en memoria de lo cual dio el sabio y religioso Rey su venerado nombre a aquella población, perdiendo así la bautizada villa su pagano nombre de Mnesteo.

Mas si interesase ahora a alguno de nuestros lectores penetrar con nosotros en su recinto, le serviremos gustosos de cicerone. Haremos aun más; toda vez que en ello le complazcamos, le haremos conocer a sus moradores, y tendremos, según la expresión de una amiga nuestra de infinito talento y gracia1, un rato de comadreo.

Sentimos que a fuer de verídicos no nos sea posible divertir al lector con una descripción lúgubre y medrosa en el género de las de la autora inglesa Anna Radeliff, en vista de que, según dice Custine, l'imagination aime á frémir (la imaginación gusta de extremecerse). Porque opuestamente, para ser verídicos, tenemos que descender a los pormenores más sencillos, más cándidos, y si se quiere, más triviales de la vida común, si hemos de describir el estado actual del castillo, de este adalid muerto y petrificado, de este grandioso y fuerte esqueleto con pies fenicios, cuerpo romano, cabeza morisca y brazos españoles, que ostenta el Puerto como antiguo y noble blasón de cuatro cuarteles sobre una eminencia, a la entrada de su río Guadalete, a cuya orilla y al amparo de su valiente defensor, se ha ido extendiendo la población, como crece el vástago a la sombra del árbol que lo cría.

Al penetrar en el recinto por la puerta que se halla en la gran plaza a que da nombre, esto es, la plaza del Castillo, se atraviesa un pequeño espacio, se suben unas gradas, y se entra en el compás que precede a la iglesia, que es el punto céntrico del edificio. Fórmala un espacio grande, abovedado, cuyo techo está sostenido por enormes pilares, sin tener más luz que la que recibe por una gran ventana que está al pie de la iglesia, y la toma de un corral interior. No hemos podido averiguar el primitivo destino de esta vasta pieza: si fue aduana, lonja, mezquita o almacenen que se depositasen víveres. Hoy es el adornado, bendito y recogido santuario de un culto sostenido y devoto, al que con gran asiduidad concurren los habitantes de la ciudad.

A la derecha del compás hay una escalera empinada que conduce a lo alto. La plataforma o azotes que está sobre la iglesia, constituye un gran espacio enladrillado, que fue, -y conserva aún hoy día el nombre- de Plaza de Armas. Alrededor de esta plazoleta están las habitaciones que fueron morada de los caudillos, y salas de armas; y que hoy subdivididas forman habitaciones. Vive en la mejor el capellán del castillo; en otra el sacristán; en otra un maestro de escuela; en la más pequeña una anciana viuda: todos tipos los más genuinos de gentes pacíficas; por lo cual uno de los formidables torreones se ha convertido en oratorio, otro en cocina, otro en palomar y otro en jardín. ¿Cómo, pues, amalgamamos con estos objetos la aparición de un moro feroz llevando su cortada cabeza debajo del brazo o de un formidable caudillo cristiano entre cuya celada se divisase una calavera siniestra? ¿Cómo podrían oírse gemidos ni amenazas entre las bóvedas y escaleras de aquellas torres, en que tan pacíficamente cuelgan los chorizos y ristras de pimientos, en que tan amorosamente arrullan los palomos; en que unidas están las almenas con las flores, a las que sirven de reclinatorio, y que por ellas han olvidado de un todo dardos, flechas y arcabuces; en las que tan suaves suenan las preces, y con tan esforzado ¿qué se me da a mi retumba el doméstico almirez?... No, no; allí no hay malos espíritus, asombros ni horrores: las oraciones, el sol de Dios, la paz material y la del alma, las buenas conciencias y las flores los han ahuyentado.

Si nos asomamos por la ventana de la sala del capellán, que está a la derecha de la plaza de armas, vemos un corral, que sería quizás el cementerio en tiempos de guerra, convertido en un diminuto huerto, presidido por una aislada y austera torre cuadrada, en la que se han amontonado gran cantidad de huesos de bizarros cristianos y valientes moros enterrados en aquel lugar. En cuanto a los huesos romanos que allí puedan hallarse, deben bailar de contento, al considerar que la tierra, a fuerza de oír su famosa plegaria, de que les sea ligera, se ha ido aligerando hasta el punto de no cubrirlos. Los honrado moradores actuales del castillo suplicaron atentamente a estos huesos errantes que cediesen su sitio a las coles y rábanos, a la yerba-buena y al perejil; y que se fuesen apiñando en amor y compañía en aquella torre, testigo de sus hazañas. Los huesos no se negaron a acceder a lo que con tan buen modo se les pedía, y allí están sin que nadie se meta con ellos, sino unos preciosos conejos caseros, que viven, juegan y procrean alegre y pacíficamente a su lúgubre sombra.

Necesaria, es, pues, una fuerza de abstracción, -que no le es dada sino al historiador o al anticuario-, para poder prestar todo el vivo y solemne colorido de su heroico pasado, a aquella mansión de sol, de flores, de paz y silencio, de lindos animalitos caseros y de buenos vecinos.

Hasta los ecos que repitieron los bélicos sonidos de trompas y clarines, han caído en un obstinado mutismo, no queriendo descender a alternar con el canto del gallo, cantor que cual no otro, cumple con una de las primeras reglas de su arte, que es la de echar la voz; con la algarabía de las golondrinas que charlan hasta por las alas; con el ronco y poco armonioso arrullo de los palomos, amantes formales, fieles y comedidos; ni con los destemplados arranques de los patos poco filarmónicos, que sin la más mínima aprehensión, hieren el aire que los rodea y los oídos que los oyen; pero ni aun con los alegres cantares del canario saltimbanqui, que prefiero a las de laurel, coronas de jaramago.

Un lugar hay, sin embargo, en que la mente deja de sonreír, y el alma se eleva ampliamente a otras esferas. Es esta la plataforma de las altas torres, que coronadas de sus almenas, se alzan erguidas en su ancianidad y abandono, tan bellas, tan derechas y tan señoras, como cuando dominaban y defendían el país.

La vista que desde su altura se descubre admira, eleva, embelesa; y si nos es permitido decirlo, deslumbra. ¡Tal es el esplendor de la atmósfera, del cielo y de la mar, la lontananza de los horizontes, la belleza de los objetos, y lo grandioso del inmenso paisaje, que desde aquellas alturas se presenta a la vista!

Al lado del Sur, se extiende en toda su majestad y su brillo el mar, que hacia la izquierda viene a ostentar sobre la barra que precede al río Guadalete el garbo de sus olas y la blancura de sus espumas. Al frente se ve a Cádiz, que aunque distante dos leguas, muestra claro sus tersos y delineados contornos, como dibujados con firme pulso en el esmalte del horizonte.

A la izquierda, siguiendo con la vista el recto camino real por medio de un verde coto, se llega con él, a las dos leguas, al elegante Puerto Real, y siguiéndolo después en su curva, se llega a la isla, o ciudad de San Fernando, donde muere entre albinas la bahía, dejándoles por legado gran cantidad de la afamada sal, que en blancos montes apiñan. En lontananza se extiende Chiclana en su llano, llevando por bandera una ruina, que fue lindísima capilla de Santa Ana, y se encarama Medina en su monte, como vigilando sus verdes campos y sus ganados.

Volviendo la vista a la derecha, se ve subir la carretera en suave cuesta por entre viñas y arboledas, la que más adelante se arrastra por ricos campos de trigo, hasta llegar a San Lucar de Barrameda.

Al Norte, esto es, en dirección opuesta al mar, vése el camino de Jerez atravesar la vega, derecho como el que quiere llegar pronto, y torcer después a la derecha, para salvar los altos cerros, en cuyo seno se ocultan las magníficas canteras que hace tantos siglos están formando los edificios que levanta el hombre, y dedica ya al culto, ya a labrarse sus moradas; y después de pasar cerca de lo que fueron ruinas del castillo de doña Blanca, desaparece detrás del monte.

Este castillo, de que apenas resta vestigio, fue edificado por D. Alonso el Sabio sobre una eminencia que dominaba el río; pero el río ha tomado las de Villadiego como un desertor, si no a sus banderas, a su cauce. Relevado por consiguiente el castillo del cargo de vigilarlo, cansado de su soledad y de su farniente, se ha caído como una barraca sin respeto a su poético nombre de Castillo de doña Blanca, nombre que debe a la tradición, que jura y perjura que en aquel solitario albergue encerró el Rey D. Pedro a la mujer que le faltó a la fe debida.

Vése también en la vega otro objeto lleno de actualidad y palpitante de interés (según se espresan en francés traducido los periódicos de la corte y sus socios de las provincias), se ve, sí, se ve, poniendo cuidado o sacando un anteojo de larga vista, el camino de hierro; pero... ¡qué chico! ¡qué mezquino! Cuando en seguida se baja la vista, y se mira aquel castillo de otras edades, tan grande, tan fuerte y sólido; cuando se miran las iglesias seculares, allí, en Cádiz, en Puerto Real, serenas e inmutables entre huracanes, vicisitudes, guerras y siglos... y se comparan a esa moderna obra magna, no puede uno menos de considerar que mientras más se emancipa el hombre de Dios, más mezquinas, efímeras, e inconsistentes son, no solamente sus ideas, sino también sus obras.

Sirven de punto de vista a este cuadro del Norte, los montes de Ronda, que el San Cristóbal tiene á sus pies, mientras alza su cabeza entre nubes.

Esta vista toda es magnífica y grandiosa. Ostenta el país tan abierta y completamente sus contornos, como muestra su índole una persona franca. Todo lo alcanza la mirada, que después de vagar con delicia por la tierra, tan bella como la ha hecho Dios, se alza al cielo más bello aun, lleno de admiración y gratitud ofreciendo ambos al Criador; que agradecer es amar, y admirar es tributar homenaje

Pero volvamos a bajar con cuidado para no perder pie, los vetustos y carcomidos escalones de las escaleras, y regresemos a la Plaza de Armas, la más pacífica del mundo que conserva, -a pesar de ser el más descarado anacronismo, -su nombre, como prueba palpable de la fuerza de la tradición.

A la derecha de la escalera está la habitación del sacristán, que es la menos buena, por tener Inces a corrales; en esta es donde se halla el torreón, poco elevado, sobre cuyo turbante de almenas ha puesto la sobrina del sacristán una corona de flores.

Una vez en la Plaza de Armas, vemos a la izquierda la habitación de la viuda, dueña del corral de gallinas y del torreón-palomar, torreón bonachón que no se desdeña de proteger al palomo persergido por el gavilán, como protegió a príncipes contra reyes, a caudillos contra caudillos.

A la derecha está la habitación del capellán, que es la mejor, y tiene la hermosa torre ochavada que le sirve de oratorio, y donde la Virgen de la Paz la derrama en los corazones.

Al frente está la habitación en que vive el maestro de escuela D. José Mentor, con su buena mujer Doña Escolástica, y su buenísima hermana Doña Liberata.

No hemos querido describir las anteriores habitaciones, por no cansar al lector, que es probable que no sienta la simpatía que tenemos nosotros por el castillo de Mnesteo. Pero, en cuanto a esta, nos precisa describirla gráficamente, por ser en ella en la que van a tener lugar la mayor parte de los eventos que vamos a referir.

Después de atravesar la alegre y tranquila Plaza llamada de Armas por antonomasia,. en la que en lugar de fieros hombres de guerra, se ven como ya indicamos, hermosos palomos que andan presumido, volviendo sus cabecitas para lucir los tornasoles de su plumaje, se entra en una pequeña antesala o pasadizo, que a la izquierda tiene una puerta, que da entrada a un cuarto con una ventana a la Plaza de Armas, y que es el que ocupa Doña Liberata.

Entrase por este pasadizo a la sala, que es lindísima, por tener al andar una azotea que domina la pescadería, la aduana, el muelle, el río, y va a descansar en el siempre verde coto de la orilla opuesta. La sala está aseadamente amueblada, con su estera, sus sillones de caoba, que cubren con una careta de tela de algodón blanco, unas crines contemporánea, de las de Bucéfalo, que cansadas de sentirse aplastadas, se esfuerzan por salir de su purgatorio. En el testero hay una mesa puritana, sin ninguna clase de adornos sobre la cual se ve un nicho de caoba y cristales que encierra una hermosa efigie de la Virgen. En la pared cuelga un cuadro, antiguo de poca estima como obra artística, pero de muchísima como objeto de veneración, que representa al Santo de la profunda y sincera devoción de la familia, de Padres a hijos, San Cayetano.

Debajo de este cuadro, en otro de media caña pintado de negro, está un mamarracho con una banda azul y blanca, que pasa por el retrato de Don Fernando VII, y fue colocado allí por el dueño cuando la guerra de la Independencia.

A la izquierda, a los pies de la sala, hay una puerta pequeña, por la que se entra en la alcoba del matrimonio, la cual tiene ventana a la referida azotea, y no tiene nada de notable sino una cómoda papelera vetusta y secular, cuya tapa viene a cerrarse en diagonal sobre una tabla angosta, en la que se ven un Crucifijo y algunos libros; y encima de la cómoda, colgado en la pared, otro cuadro de San Cayetano.

Esta alcoba tiene una puerta que comunica con un pasadizo triangular, en cuyo extremo está la entrada del valiente torreón convertido en cocina. ¿Quién vio nunca un caballero con cota de malla y lanza en ristre, convertido en ranchero? Con entrada a ese mismo pasadizo hay un cuarto pequeño con ventana a la Plaza de Armas, que sirve de comedor a la familia.

En este partido, (nombre que se da en Andalucía a cada una de las partes en que se divide un edificio grande, para que sirva a vecinos), vivía desde innumerables años la familia del maestro de Escuela. Ahora, pues, que conocemos el local, vamos a ocuparnos de los habitantes que han sucedido en él a fenicios, romanos y moros, y a los guerreros del sabio Rey; esto es, los gorriones y tórtolas que se han posesionado del nido abandonado por las águilas y milanos.

Es de suponer que, si los miembros de la Sociedad de la Paz tuviesen noticias de las transformaciones que en beneficio de ésta ha sufrido el descrito castillo, ese león hecho cordero, ese Hérculos hilando, ese Aquiles vestido de Matrona, ese dragón narcotizado, lo hubiesen elegido para punto de reunión de sus sesiones; pues ciertamente con plena aprobación de sus habitantes se habrían podido anatematizar en aquella Plaza de Armas todas ellas, inclusas las flechas de Cupido.




ArribaAbajoCapítulo II

Tres almas de Dios


Bienaventurados los pobres de espíritu.


Evangelio de San Lucas                



    Il est vrai qui la grandeur selon
les hommes n'est pas le
grandeur selon Dieu.


Alexandre Dumas                


Don José Mentor era, como ya hemos dicho, un Maestro de escuela. Los adelantos de la época atrasaron al pobre D. José: el colegio, la gratuita, la escuela mutua, aquellos rayos de las luces del siglo, le arrebataron todos sus niños como lo habían hecho los de Apolo con los de Niobe. Pero D. José no se descorazonó: siguió viviendo en su pacífico castillo, en su tranquilo hogar doméstico; con su mujer y su hermana, en paz y en gracia de Dios, tan confiados los tres en el Santo de su devoción, San Cayetano, ahogado de la Providencia, que a ninguno robó su desgracia un cuarto de hora de sueño.

Don José contaba con un vitalicio en que vendió una casa ruinosa. Consistía aquel en una peseta diaria -¿qué tal sería la finca?- vitalicio que con su imprevisión de niño, puso sobre su cabeza, sin acordarse de que su mujer y su hermana deberían probablemente sobrevivirle. Tenía algunos otros recursos; era el uno llevar del brazo a misa a una anciana extranjera ciega, por cuyo obsequio recibían tres cuartos; y era otro, algunas lecciones de leer y de escribir que daba a las Maritornes con pretensiones de ilustrarse, con lo que lograban leer novelas perversas, descuidar sus quehaceres y la aguja, y llevar calcetas con puntos. -Mire Vd., niña, solía decir D. José a las talludas discípulas que hacían palotes, ¿ve Vd. esas viguitas del techo? Pues así deben ir, derechitos y bien alineados.

Don José era feo, -preciso es confesarlo; que amor no quita conocimiento-; de un feo que llamaba la atención. Sus narices desmedidamente salientes y gruesas, necesitaban todo el extremado largor de la cara en que se ostentaban, para vivir en paz con la boca y la frente, sus vecinas. No eran menos largas sus orejas, ni menos gruesos sus labios, siendo el inferior colgante y pendiente como pabellón. Sus ojos pequeños, enterrados en gruesos párpados, tenían una expresión bondadosa, a la par que atónita o curiosa; lo que era debido a su sordera; y eran cobijados por unas cejas tremendas, que formaban un entrecejo formidable, que hubiera sentado bien en un busto de Júpiter, pero que estaban en la cara de nuestro buen D. José completamente fuera de lugar, y podían competir con la carabina de Ambrosio. Era alto, y su cuerpo se había torcido de una manera lastimosa, teniendo un hombro muy alto y otro muy bajo, como si se esforzase en probar que nada hay igual en este mundo, -que es lo que le hace original-; nada... ni aun los hombros en un mismo sujeto!

Sin embargo, cuando por Semana Santa o el día del Corpus, vestía D. José un frac negro que estrenó a principios del siglo, y salía pavoneándose y arrastrando los pies, su mujer y su hermana lo seguían con la vista al atravesar la Plaza de Armas, mirándose después con una sonrisa de satisfacción que parecía decir: ¡que se presente otro!

Doña Liberata tenía la misma fealdad que su hermano, en pequeño, así como la misma sordera; aunque como mujer, era menos torpe, y se enteraba más pronto de lo que deseaba saber, o de lo que se le quería comunicar. Ligera, dispuesta, hacendosa, acudía a todo con paso menudo y precipitado, y ayudaba a los gastos, cosiendo ageno. Nunca se había casado por no habérselo presentado ocasión, ni haberla ella buscado jamás.

Doña Escolástica era algo gruesa, muy pastorona, sin hiel, como los palomos pisaverdes, que paseaban la Plaza de Armas; de un feo menos subido, pero de una insulsez más marcada que su cuñada.

Estas tres personas tan semejantes, existían felices y bien avenidas en medio de sus escaseces, no amargaban su pan con quejas, ni su vida con apuros; y nunca se vieron en la triste situacion, a que gradualmente fueron descendiendo, genios más alegres, ni índoles más apacibles: pues la alegría y la apacibilidad, las dan las conciencias limpias y la fe virgen y firme, que poseen los ricos de corazón y pobres de espíritu. Este su envidiable temple de alma, esta completa sumisión y confianza en Dios, crea la mansedumbre; y esta ahuyenta los angustiosos cuidados, los excesos de la sensibilidad, la hiel contra los hombres y las cosas. Y sobre todo, crea el hermoso don de la conformidad, que espontáneamente brota en las almas de aquellos, y que las cobija con su dulce sombra, sin que noten ellos siquiera que la tranquilidad de su espíritu es debida a la excelencia de sus almas, y que el epíteto burlesco de alma de dios con que con tanta ligereza los ridiculiza el mundo, significa nada menos que haber llegado al apogeo del cristianismo. Ha dicho muy bien Dumas; que la grandeza, según Dios, no es la grandeza según los hombres. Por lo cual nada de extraño tiene, que a pesar de la bondad de los individuos que hemos descrito, ocupasen en la sociedad una posición más que subalterna, tanto por su clase, como por su pobreza, como por su desgraciado exterior, como por esas mismas virtudes, que desdeña el mundo, ese señorón que en nuestro globo se emancipa de su Criador, relegándole, -¡y gracias! -a los templos y a los libros no sin mofarse de los que sacan su santo nombre de la clausura de las obras teológicas, que no lee. Miran los hombres descreídos que a él pertenecen, estas virtudes de alto abajo, como miran los bullidores delfines y peces espadas que se agitan en la superficie del mar, a la perla que tranquila yace en el firme fondo.

La índole bondadosa y la falta de hiel de D. José eran tan conocidas en el pueblo, que para pintarla burlescamente, habían inventado sus paisanos, que necesitan poco para ejercitar su humor burlesco, el siguiente chascarrillo.2

Contábase que D. José entró un día en su casa cuando menos se le aguardaba y halló a un amante con su mujer. ¿Qué hace el ultrajado marido? coge en los brazos a su rival, le lleva al fin del paseo de la Victoria, esto es, de extremo a extremo del pueblo; allí le deposita en el suelo, y le dice con voz severa: -«¡esto es por la primera vez! Pero le prevengo a Vd., que si otra vez le encuentro con mi mujer, que como me llamo José, y como espero salvarme, le llevaré hasta allí!» y le señaló un ventorrillo que se halla a un cuarto de legua. D. José, satisfecho con la reparación que había dado a su ultrajado honor, se volvió a su casa. Añadían que desde aquella época databa el desquiciamiento de los hombros del héroe de la aventura.

Para principiar nuestra Relación desde el principio, -como suele hacerse-, es preciso retroceder al año 1823, en cuya época estaban el castillo y sus habitantes idénticos a como los volveremos a hallar después, y a como los hemos descrito. Hay personas que no tienen juventud, así como hay otras que son jóvenes toda su vida, no sólo en su sentir sino hasta en su físico; jóvenes arrugados, modernizados con modas de París, embalsamados con ungüentos, encurtidos con esencias; a cuyos miembros no pesan, y a cuyas cabezas no sirven de lastre los años. Si a las primeras falta la fragancia de la primavera; a los segundos falta la madurez del otoño.

Como hemos dicho, el torreón del ángulo izquierdo servía de cocina a la familia del ex-maestro de escuela. Una noche de dicho verano, estaba Doña Liberata majando con el mayor ahínco, la miga, el ajo, la sal y el tomate para el gazpacho. Aunque no hubiese sido un poco sorda, la atención profunda que prestaba a su faena, y los vigorosos golpes que daba al mortero, habrían bastado para abstraerla completamente. ¡Cuál sería, pues, su asombro, cuando de repente y como llovido de la bóveda, se vio a un hombre enfrente de ella! Las cejas de Doña Liberata, -que como las de su hermano, tenían una aptitud particular para alzarse, formando un arco agudo-, arrastrando detrás de sí a los párpados, dejando sus ojitos negros desmesuradamente abiertos; su boca los imitó, y la mano del mortero quedó levantada inmóvil en la suya.

Un ladrón en aquel castillo, donde no había nada que robar, -era un fenómeno más extraño y sobrenatural que hubiese podido serlo la aparición de un mero o do un romano.

Sin embargo, la persona aparecida no justificaba tanto espanto. Era un joven de vinos veinte años; traía una chaqueta y un pantalón estrafalario, y en la cabeza una gorra con visera, y ésta muy echada a la cara. Un tanto de barba juvenil, que no había sido afeitada en varios días, daba alguna sombra y algo de varonil a aquel rostro de colegial. De estatura mediana, tenía elegantes formas, y su flexible cuerpo parecía hallarse poco a gusto en el traje que llevaba, en el cual se movía extraño e impaciente; como la serpiente que ansía por soltar y zafarse de su deslucida piel, cuando debajo tiene otra más adherente, más lucida, y más nueva.

-Pe... ro... -articuló Doña Liberata, que no pudo acabar de pronunciar el nombre de sus hermanos.

-Señora, -dijo el aparecido-; me vais a perder Soy perseguido por fieros esbirros; he trepado por grietas de este desmoronado muro con la intención de entrar por esa abierta ventana, y con la esperanza de hallar pechos nobles e independientes que amparasen una víctima del despotismo.

Doña Liberata, que era sorda, que era novicia en percances aventureros, y que a esto añadía el haber perdido la cabeza por el miedo, contestó temblando:

-¡Señor! ¡por la Virgen del Carmen! somos unos pobres; a mi hermano le han cerrado la escuela; yo no he cobrado todavía la costura de esta semana. Nada tengo, sino mi rosario y mi caja de plata; si usted las quiere...

La pobre doña Liberata metió con dolor profundo su temblorosa mano en la faltriquera.

El aparecido, haciéndose cargo de la dificultad de oído de su interlocutora, se acercó a ella, y le dijo:

-Yo no soy ladrón.

-¿No? -contestó Doña Liberata algo tranquilizada, y soltando con íntima satisfacción el rosario y la caja de plata que tenía asidas.- Pues entonces, ¿a qué se entra Vd. a deshoras por las ventanas?

-Porque un poder tiránico me persigue para prenderme, contestó en recia voz el aparecido.

Las cejas de Doña Liberata, que habían emprendido su descenso, se remontaron instantáneamente.

-¿Qué? ¿quieren prender a Vd.? ¡Ave María Purísima! -exclamó angustiada-, ¡éste ha hecho una muerte! -añadió mentalmente-; si chisto me deja en el sitio. ¡Dios tenga misericordia de mi!

El desconocido conoció cuanto pasaba por la aterrada mente de su interlocutora, y se apresuró a decirle.

-No he cometido delito alguno; soy un prófugo político.

Esta voz culta que significa fugitivo, errante, y que ha sido aplicada por la ley al que se sustrae al servicio de las armas, el pueblo la ha adoptado con la variante de préfulo, y ha hecho de ella la denominación genérica y exclusiva de aquel que acude a la huida para escapar al sorteo. Bajo este concepto inspira siempre un préfulo interés y lástima.

-¿Un préfulo? ¡pobrecito! -dijo la buena Doña Liberata, volviendo sus cejas a ocupar su línea recta.- Vamos, esté Vd. sosegado, añadió con bondad, que nosotros no le hemos de delatar. Pero voy a avisar a Escolástica y a Pepe, para que no se asusten.

Doña Liberata se fue, con los pasitos cortos y precipitados que le eran propios, dejando abierta la ventana por la que había entrado el fugitivo, y la puerta por la que ella salió, con tanta confianza en el intruso, como terror le había inspirado al aparecerse.

Don José, que mediante a ser sordo, tenía algo de desconfiado y otro algo de gruñón (ambas cosas empero en dosis muy inofensivas), no estuvo tan propicio como su hermana para esconder a un fugitivo, ni para creer sobre su palabra, que lo fuese por huir de la quinta.

-¡Qué prófugo!... -gruñó con su gruesa y pastosa voz-; ¡si ahora no hay quinta! ese es un prófugo, pero prófugo de presidio. Los tiempos están revueltos, y cuando esto sucede, hacen los tunantes de las suyas. ¿Por qué le dejaste entrar?

-¿Acaso me pidió licencia? -contestó su hermana-. Pero mira, José, no tiene mala traza, y es casi un chiquillo.

-¡Chiquillo que de noche trepa por las paredes y allana las casas!... nada, nada; que se vaya... o voy a llamar a la guardia.

-¡Hombre! cómo se va, si está cerrado el castillo y es preciso despertar al sacristán para que abra la puerta!... observó Doña Escolástica.

-Que se vaya por donde ha venido; no quiero líos con la justicia, ni dimes ni diretes con los franceses, aunque no sean éstos los malvados de Napoleón.

-Pepe, no te conozco; ¡qué despiadado estás! -le dijo su hermana-; por los cantos descarnados ha podido subir, pero no se puede bajar por ellos.

Mientras que con su acostumbrada calma discutían D. José, su hermana y su mujer el asunto, el fugitivo cansado de esperar, había seguido el camino que vio tomar a Doña Liberata, y se presentó de repente con mucha soltura a los ojos atónitos del trío.

Don José frunció sus cejas jupiterianas, y se levantó erguido, con su hombro izquierdo más remontado que nunca.

Pero el que se presentaba no era hombre a quien impusieran las cejas de D. José, puesto que si la impavidez y el sans fazon francés se hubiesen unido, habrían engendrado al que se presentó a su vista. Habíase quitado el prófugo su feísima gorra, y levantado de sobre su frente, tersa y erguida, sus negros rizos; su boca sonreía, luciendo la bella dentadura que la adornaba, y dirigiéndose a su huésped, dijo con gran frescura:

-¿Usted es D. José Qué-sé-yo-qué hermano de esa señora Qué-sé-yo-cuánto, a la que he dado, mal que me pese, un susto magno?

-Don José Mentor, servidor de Vd., -contestó Doña Escolástica-; no ha oído a Vd. porque es un poco tardo...

-¿Mentor? -exclamó, soltando una carcajada el aparecido-; por consiguiente, Vds. serán los Calipsos de esta gruta, y yo vengo de molde para ser el Telémaco.

-¿Qué dice? -preguntó D. José a su mujer.

-Que se llama Telémaco -contestó ésta.

-No digo eso, -repuso alzando la voz, y redoblando sus carcajadas el aparecido-; me llamo Leopoldo Ardaz. ¡Ay! -añadió, golpeándose la frente-: lo primero que me encargó Ramón fue que ocultase mi nombre.

-No hay cuidado por eso, advirtió D. José; que lo que a Vd. ni a nadie pueda perjudicar no saldrá nunca de nuestros labios. ¡Mas que fuese Vd. Barrabás en propia persona! además... yo no lo he oído.

La hermana, que se preciaba de oír mejor que su hermano, se acercó a su oído y le dijo sin gritar: se llama D. Deopolvo Ardaz.

El huésped volvió a empezar a reírse, y como la risa se pega, sobre todo entre gentes sin hiel, uno después de otro se pusieron todos a reír.

-Pero vamos al caso, -dijo después de un rato don José-; aunque Vd. perdone, ¿Vd. quién es, señor Ardaz? ¿Qué ha hecho, y por qué se esconde?

-¿Quién soy? -contestó éste-: un hombre libre; ¿qué he hecho? ¡Defender la libertad! ¿Por qué me escondo? porque volvemos a los tiempos (y se puso a cantar) en que se asaban, cual salmonetes, la carne humana.

-¡Dios del cielo! ¡Un nacional de Madrid! -exclamó asustado D. José.

-¡Jesús, un tragalista! -murmuró temblando Doña Escolástica.

-¡Madre mía, un bullanguero! -dijo con dolor Doña Liberata.

-Vamos, -dijo Leopoldo, que notó la impresión que había causado su terminante declaración, conozco que deben Vds. estar en dudas sobre mi persona; pero voy a tranquilizar a Vds. Dádme avíos de escribir; escribiré a quien salga responsable de mí, y llevareis la carta, señor Mentor.

-¡Que lleve yo la carta a las diez de la noche, y quizás a los quintos infiernos! ¡En eso estaba yo pensando! -gruñía D. José, mientras estaba escribiendo su huésped.

Después de cerrar la esquela, preguntó éste a Don José:

-¿Vd. conocerá al Gobernador?

-¿Don Juan de Soto? ¡pues no le he de conocer!

-Id a su casa; preguntad por su ayudante Valverde, y entregadle en mano propia esta esquela.

-¡El ayudante del Gobernador! -exclamó D. José-. Este se quiere perder, y nos va a comprometer, -pensó apurado; y añadió en voz recia-: Señor, es tarde.

-No le hace, id.

-Es que el castillo está cerrado.

-Haced que os abran

-¡Cascabeles con el mocito este, y como sabe mandar! ¡Parece que en su vida ha hecho otra cosa! -gruñó D. José.

-Pepe, le dijo su hermana, complácele; se conoce que es persona fina.

-Lo mismo me da a mí, si es delincuente, que sea fino o que sea basto.

-Hombre, si se vale de ti, ¿le has de huir cara? -le dijo su mujer-; haz lo que te dice, en caridad; que él sabrá lo que le conviene; ¡es tan bonito!

-¡Pues mire que recomendación para un consejo de guerra!... ¡Y si siquiera lo pidiese con buen modo!... -gruñó D. José, y salió arrastrando los pies, precedido de su hermana, que iba alumbrando con el velón.




ArribaAbajoCapítulo III

Un servilón y un liberalito



   Las plazas abundaban en legisladores
de veinte años, que encontraban
a Cristo demasiado viejo,
y que deseaban suplirle abrogándose
el cuidado de dirigir la humanidad.


Julio Sandeau                


No es el tormento, sino la causa, lo que constituye el martirio.


Santos Padres                


Apenas había transcurrido un cuarto de hora, cuando se oyeron pasos acelerados por la plaza de armas, y entró la persona a quien iba dirigida la carta, que se precipitó hacia el recién venido, al que abrazó, exclamando.

-¡Leopoldo! ¡Leopoldo! ¡Tú aquí, tú, escondido! ¿Qué locura o qué desgracia es esta?

Dona Escolástica y Doña Liberata se retiraron consideradamente, y se fueron con una luz a aguardar a su Pepe en la escalera.

Cuando estuvieron solos, hizo Leopoldo la siguiente relación a su amigo:

-Habiéndose unido mi regimiento a las tropas del Rey, tres oficiales, que éramos exaltados, desertamos. Pudimos llegar a Gibraltar donde nos recibieron los ingleses como héroes, y nos embarcamos disfrazados, llevando pasaportes con nombres supuestos, y con algunos pasageros de pésimas trazas en un queche con destino a Cádiz; pero apresados por una lancha cañonera, fuimos traídos aquí. Como esto sucedió de noche, pude esconderme entre los dobleces de una vela que estaba arrollada en el camarote. Los demás fueron desembarcados, y yo permanecí todo el día en mi escondite; pero llegada la noche, salí, y me dí a conocer a los dos marineros que habían quedado guardando la embarcación. Estos me depositaron sigilosamente en tierra, y atravesaba la plaza de la Pescadería, cuando oí que desde la casilla del muelle me llamaban. Aunque era claro que esto sería para cerciorarse de que no llevaba contrabando, no creí prudente exponerme a ninguna clase de registro, y proseguí mi camino.

Entonces oí que salían a alcanzarme, y para que no lograsen su intento, puse mis piernas a todo vapor. No sabiendo dónde refugiarme, presentóse ante mí el torreón de ese castillo, con su abierta y alumbrada ventana, que parecía decirme: -pase usted adelante.-Sabes desde el colegio que soy buen gimnasta; trepando por los intersticios de los descarnados cantos, subí a la ventana, por la que entré, y me encontré frente a frente con una de las castellanas de este castillo, a la que aparecí bajo la celada de mi yelmo (vulgo a la sombra de mi visera), algún Orlando furioso, o Barbarroja renegado... y... colorín colorado, cate Vd. mi cuento acabado.

-¿Y qué hacemos ahora? -exclamó Valverde apurado.

-Respirar para no ahogarnos. -repuso Leopoldo con su imperturbable calma.- ¿Tan imbuido y contaminado estás con las ideas y máximas tiránicas de los que te rodean en la actualidad, que te parece ver colgado sobre mi cabeza, a guisa de espada de Damocles, un nudo corredizo?

-Desertar de sus banderas, ser cogido disfrazado y con pasaporte falso, al ir a entrar en una plaza sitiada, con todo el carácter de un espía... -exclamó con dolor su amigo, ¡y te muestras tan impasible y tan sobre ti!

-¿Y qué quieres que haga? -repuso Leopoldo-, ¿que me eche de cabeza en lo patético? No; lo patético me es antipático; (¡qué lindo esdrújulo!). El hombre debe ser franco y verdadero; el hombre noble y liberal nunca sale de su carácter, y si me condenasen, me verías ir al patíbulo cantando.

Leopoldo, que no tenía muy bonita voz, se puso a cantar.


   Se levante Merino mil veces,
se reúna la turba servil,
me designen por víctima suya,
me preparen mil muertes y mil...



-No temas a las mil muertes, ni a una tampoco -dijo sonriendo Valverde-; no se trata de eso. Se trata de que no se pueda sospechar en ti una acción vil; de que tu ilustre nombre no figure en los tribunales, y de que tu persona no sufra detenciones y disgustos. Debes, por ahora, quedar oculto.

-No tengo inconveniente, con tal que no sea por mucho tiempo, repuso Leopoldo, porque este castillo, que chochea, y sus moradores que le imitan, son capaces de convertirme en idiota en poco tiempo. Y si en breve no me procuras los medios de salir de aquí por la puerta, me saldré por la ventana por la que he entrado, aunque al bajar me encuentre a la derecha con los bigotes negros de tu Fierabrás Soto, y a la izquierda con los rubios del Duque de Angulema, esa sosa y ajada flor de lis.

-Cuánto confías propuso Valverde, en tu buena estrella, en la amistad de tus amigos, y en la falta de tiranía de la causa a la que gratuitamente se la atribuye! Pero, en fin, vuestra insolencia misma y vuestra osadía hace nuestro elogio. No volveré cuanto deseo, por no despertar sospechas, pero trabajaré por sacarte de aquí con seguridad y honor. Prométeme tener entretanto paciencia, y ser prudente.

-Procúrame ante todo mi equipaje, excelente Pílades; porque la ropa que tengo puesta me pesa y agobia como la concha de una tortuga. Además, quiero hacer la conquista de aquella torre matrona que se atreve a descollar entre las demás, y ver por ese medio de infundirle algunas ideas liberales sobre la igualdad.

Valverde le prometió lo que le pedía, y se fue después a recomendar a sus huéspedes el sigilo.

Mientras la conversación de los dos amigos, habían las hermanas preparado lo mejor posible la piececita que les servía de comedor; habían pedido al capellán un catre de tijera y cubiértolo con ropas no finas, pero blanquísimas y sahumadas con alhucema, y habían aprestado, con huevos frescos y con el gazpacho tan bruscamente interrumpido en su confección, una frugal cena a su huésped, el que se la engulló con un apetito propio de los veinte años, reforzado por un día de ayuno; y durmió como un bienaventurado.

-Don Leopoldo, -le dijo a la mañana siguiente Doña Escolástica, que a fuer de mujer, era curiosa, y a fuer de buena, se interesaba por él-, ¿tiene usted Madre?

-Este contestó: Madre, Padre, Abuela, tías, tíos, hermanos, primos, cuñados y sobrinos, y cuidado, añadió vizqueando, que no caiga sobre Vd. un vizconde con toda su parentela.

-¿Y es su padre de Vd. de tropa? -tornó a preguntar Doña Escolástica.

-Sí; es guardia de Corps del Padre Quieto, por orden superior del general Gota.

-Pues sino tiene más pan y prest que los que le dé ese Padre, tendrá su estómago que alistarse en la compañía de hambrientos, dijo haciéndose gracioso contra la voluntad del que le crió, D. José.

-Tiene rentas propias, individuales e independientes, sin contar con la bolsa ajena, -esto es, la paga del Gobierno, que sale de las contribuciones que aniquilan el país.

-Pero, ¿qué es su Mercé? -tornó a preguntar la curiosa.

-Su Mercé no es Mercé, que es Señoría; y Conde y Marqués.

-¡Hola! ¡Marqués! ¡Sea para bien, y por muchos años! -dijo respetuosamente Doña Escolástica, repitiendo recio la noticia a su marido y a su cuñada.

-También San Cayetano era hijo de título, dijo Doña Liberata, del Conde Gaspar Tiene. Felicito a Vd.

-¿Y eso qué significa para que me feliciten ustedes? -exclamó impaciente Leopoldo; y poniéndose de pie se puso a cantar gesticulando esta canción, en voga en aquella época.


    Todo Conde o Marqués nace hombre.



-¿Qué dice? -preguntó D. José al verlo tan enfuncionado.

-Que todo Conde o Marqués nace hombre, contestó su mujer.

-¿Y qué había de nacer mujer? -repuso Don José.

Leopoldo entretanto había concluido la discreta copla, y cantaba el estribillo o coro:


    ¡A, las armas corred, ciudadanos!
¡A lidiar, a morir o vencer!



Don José entretanto movía impaciente su cabeza.

Leopoldo proseguía:


    Guerra a muerte a la tiranía...



-¿Y quién es el tirano? -preguntó D. José.

-Ese Nerón, -contestó Leopoldo, señalando al mamarracho que figuraba la hermosa Persona del Rey Fernando a caballo.

-Mocito, repuso D. José, no hable Vd. así del Rey de España, mientras humea aún en los campos y en las ciudades la sangre noble y leal de los que murieron por él; que eso saca los colores a la cara a todo español legítimo.

-¿Es Vd. por lo visto un servilón de siete suelas? -exclamó sofocado Leopoldo.

-¿Y Vd., según parece, un liberalito a casquete quitado? -repuso D. José.

-Ser lo que soy lo tengo a mucha gloria, -dijo Leopoldo.

-Ser lo que soy lo tengo a mucha honra, -repuso D. José.

-¿Cómo tiene Vd. valor, -exclamó muy en sí Leopoldo-, de expresarse así en la presencia de un mártir de la santa libertad?

-Dice Vd. dos despropósitos, mocito.

-Y Vd. cada salomonada que asombra; es Vd. un badulaque, o está loco.

-Estoy muy cuerdo, señorito. ¿Dónde ha visto usted canonizada esa santa y abogada de las bullangas? Santo quiere decir el que posee la santidad, el que es perfecto y libre de toda culpa; y sólo se dice de las cosas de Dios en español puro, ¿está usted? Tampoco es Vd. un mártir, pues dicen los Santos Padres que no constituye el martirio el tormento que se padece, sino la causa por lo cual se sufre ¿está Vd.?

-A Vd, es preciso o matarlo o dejarlo, -exclamó furioso Leopoldo. Es Vd., añadió saliéndose, un bolonio, un fanático, un preocupado, un... un... ostrogodo!

-¡Pues está bueno! dijo D. José, cuando su contrincante hubo salido. ¡Que me diga que soy un atrevido en decir que soy realista, cuando anda él escondido y huyendo por no serlo! ¡Habráse visto tal descaro!... ¡Vaya con el mocito!

-¡Pobrecito! dijo Doña Liberata: déjale, José, no le respondas; está caído; y a los caídos no se les canta el trágala como hacen ellos.

-¿Y yo se lo he cantado, ni nada que se le parezca? -repuso D. José-. No he hecho más que responderle; que para decir mi parecer, tengo boca como cualquier liberal, y voz, aunque no tan chillona como las suyas.

-José, ya ves, opinó su mujer, que como es hijo de Marqués...

-Y aunque sea hijo de Duque, ¿qué derecho tiene, me querrás decir, para decirme a mí badulaque, loco, bolonio, y hasta ostrogodo? -repuso su marido.

-Oye, Pepe, y eso ¿qué quiere decir?

-Mira tú, que yo soy y no lo sé. Pero me hago, cargo que querrá decir un hombre muy rudo, muy basto, y muy templado a la antigua. ¡Puede echar plantas lo moderno!, ¡cascabeles!

Leopoldo a los pocos días sintió un fastidio desmedido, como es de suponer. Su humor era tan malo y estaba tan propenso a la impaciencia, que sería largo al referir las escenas que tuvieron lugar entre él y los pacíficos habitantes del castillo, víctimas todos ya de sus bromas, ya de sus arranques de impaciencia ya de sus desdeñosos aires de superioridad, ya de sus travesuras.

Sin embargo, como Leopoldo aunque tenía desparpajo, no tenía acritud; como aunque era desvergonzado, no era acerbo; como desdeñaba y befaba sin despreciar; como sus pocos años, su viveza, y su buen fondo, al través de la maleza que lo cubría, se patentizaban a cada instante, y como todos los que le rodeaban eran tan buenos, no sólo se interesaban por él, sino que le iban tomando sincero cariño. Y así, nunca estuvo un escondido más seguro que él entre aquellos contrarios a su opinión, a quienes cada día contradecía, atacaba, burlaba, y escandalizaba descaradamente y con la más completa falta, no ya de delicadeza sino de equidad.

Cuando Doña Liberata le veía muy desesperado, le decía:

-Don Deopolvo, encomiéndese Vd. a San Cayetano, abogado de la Providencia. Sus devotos nunca llegan a ricos; pero nunca, nunca les falta la subsistencia. Hágale Vd. una promesa, y verá Vd. cómo le saca en bien de este atajo.

-¡Vaya Vd. a freír monas! -contestaba con coraje Leopoldo-. Pues qué, ¿me cree Vd. algún fanático supersticioso como Vd.?

Leopoldo estaba entonces, por desgracia imbuido en las acerbas máximas anti-religiosas que de la mano traía consigo el liberalismo, que, -por ese instinto de verdad que hay en todo corazón recto-., rechazaban las gentes religiosas, a las que tan ampliamente ha dado razón el tiempo.

Cuando entraban en la sala, solían siempre las hermanas hallar a su amado protector San Cayetano vuelto de cara a la pared.

-Lo ven Vds., les decía entonces Leopoldo, autor del trastorno, el Santo les vuelve las espaldas. ¡Milagro! ¡milagro! Pronto un ex-voto, para conservar la memoria de que al santo no le gusta que le muelan, como hacen Vds., y no quiere pesados delante de sus ojos.

Un día, no sabiendo qué hacerse se entró en el oratorio del Capellán que estaba ausente. Era este aficionado a la pintura, y tenía sobre el caballete un cuadro sin concluir, que representaba a Santa Ana enseñando a leer a la Virgen. No bien lo hubo visto Leopoldo, cuando, sin pensarlo dos veces, cogió un pincel con pintura negra, y trazó en las hojas del abierto libro que en sus manos tenía la Santa estas palabras: Código de la Constitución. Se salió muy serio silbando, y se subió a una de las torres donde se echó de bruces sobre el pretil, y se puso a mirar a la bahía, sin acordarse más de lo que había hecho.

Cuando D. José con su mujer y su hermana se ponían a rezar por el Rey, como tenían de costumbre, interrumpía los rezos para decirles impaciente:

-¿Qué les importa a Vds. el Rey? ¡El Rey es un pecador como yo, y un zoquete, tan zoquete como los que rezan por él!

Las hermanas se ponían entonces las manos en la cabeza exclamando:

-¡Por Dios, por Dios, no diga Vd. eso ni en chanza, señor! que se debe dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César; esto dice el Evangelio.

Y D. José añadía:

-Al Rey lo ha puesto Dios en el trono, y debemos acatarle, ¿está Vd., mocito? Hemos de ser mandados, no hay tu tía; y para eso está ahí el Rey legítimo, que lo tiene de derecho, por herencia, y en la masa de la sangre. Y esto vale más que cien reyezuelos, a cual más malo, a cual más amigo de destruir, que están abriendo una puerta... por la que se nos entrarán muchos males!

-En teniendo yo veinte y cinco años, -respondía con coraje Leopoldo-, si hay entonces Constitución, he de procurar ser diputado a Cortes, nada más que para meter el palo en candela, y proponer que se les ponga una mordaza a Vd., y a otros malvados servilones como Vd.

-No lo dudo, no dudo, que si vuelven Vds. a sacar la cabeza, así lo hagan, -contestaba D. José-. Lo que tiene que a la Verdad no se la podrán Vds. poner, y cuando no hable por boca de los hombres, hablará por medio de los hechos ¿Está Vd., mocito?

-¡Cuándo saldré de este maldito castillo! -exclamaba Leopoldo tirando la silla-: ¡castillo de la tontería, digna morada de la vejez, cuartel general de ineptos, mansión del opio, fortaleza del statu quo!!!




ArribaAbajoCapítulo IV

La tertulia a la luna


De la misma manera que excita el asombro el recio nadador, que corta con fuerza y vence una corriente impetuosa, así también admira que haya imaginaciones bastante vigorosas para hallar inspiraciones poéticas al través de las tendencias y del espíritu del siglo actual.


Velisla                


A la caída de una tarde estaban los habitantes del castillo reunidos en la Plaza de Armas tomando el fresco. Ya el sol había hecho su última caricia a la alta torre, que más encumbrada que las demás, alza sobre todas sus almenas, las que parece haber levantado, como pirámides conmemoratorias, a cada siglo que cuenta y ha visto morir. La luna, que empezaba su lenta y silenciosa ascensión, las alumbraba triste y pálidamente, como si fuese un gran cirio que en sufragio de sus hijas hubiese encendido su Padre el Tiempo. Las estrellas, que están más altas que la luna, brillaban alegremente, cual si alcanzasen a ver a su Criador.

Los animales domésticos, moradores del castillo, no prorrumpían ya sino en aquellas voces lentas y arrulladoras, precurosas del sueño que anuncian, y que precede a su descanso; cuando de repente y como bajados del cielo, se oyeron unos sonidos encantadores. Al resonar aquellos suaves acentos en aquel severo y callado edificio, los ecos que se durmieron al extinguirse los últimos sonidos de las trompas y clarines guerreros, despertaron dulcemente sorprendidos al oír las melodías de Rossini; si eran estos ecos moros, pudieron creerse muertos en los campos de batalla, y resucitados entre huríes. Y no fueron ellos los solos agradablemente sorprendidos, sino todos los demás moradores del castillo. Los palomos posados sobre las almenas, torciendo en todas direcciones sus cabecitas, buscando con su serena mirada a su alado vate el ruiseñor. Los conejitos salieron de su confortable osario, se pusieron en dos pies lavándose sus caras con ambas manitas a compás. Los jilgueros y canarios se entusiasmaron, lanzando a deshoras sus más puros trinos y más sonoros gorjeos, como para formar el coro a aquellas encantadoras melodías. El gallo salió erguido de debajo de su higuera, como Aquiles de debajo de su tienda, levantando tan bien y metódicamente sus patas, como si se lo hubiese enseñado un maestro de equitación; las gallinas, más prosaicas, fueron las que no se distrajeron de sus únicas ocupaciones, que son buscar con qué llenar el buche, y nido donde poner el huevo.

-¿Qué es esto? -dijo el ama del Capellán.

-Es, -respondió Doña Escolástica- D. Deopolvo...

-Dale con el Deopoldo, -observó D. José- te he dicho que es Leopoldo, Leo-pol-do, ¿te enteras?

Doña Escolástica hizo una señal de asentimiento, y continuó:

-Don Leopoldo, pues, recibió esta mañana su equipaje que por fin pudo rescatar su amigo; en él venía su flauta, y se ha ido a tocarla a la torre: ¡y qué bien lo hace!

-¡Qué primor! -añadió la sobrina del sacristán, que no por ser sobrina, dejaba de poder ser tía-; ¡no parece sino que baja del cielo la música, como si fuera la de los ángeles!

-Oye, Pepe, -preguntó Doña Liberata, que medio se enteró-, ¿toca el Santo Dios?

-¡No, qué! -respondió su hermano-: toca cosa profana y alegre: ¡unas seguidillas o cosa por el estilo, pero bonitas,... bonitas!

-Preciosas, repuso con fe -Doña Liberata.

A poco sonó la Oración, y los vecinos del castillo se pusieron a saludar a la Señora con el Ángel, en seguida a rezar el rosario.

Leopoldo no lo notó; y es probable que aunque lo hubiese notado, no habría interrumpido su tocar. Y no obstante, como todo lo que son cosas sentidas se armonizan unas con otras en el corazón, sin profanarse y sin despoetizarse, aquellas voces monótonas, que con respeto se alzaban, y aquellas dulces y sonoras melodías que alegres bajaban, parecían responderse, como el pájaro enjaulado que no puede volar, y la alegre alondra en altas esferas. Todas las cosas de este mundo tienen dos modos de mirarse, el uno con la helada mirada de la razón, que todo lo enfría y lo rebaja, como la luz de la bujía, y el otro con la ardiente y simpática mirada del corazón, que todo lo dora y vivifica como el sol de Dios. Esta vista del corazón se llama Poesía. ¡Felices aquellos que, teniéndola, la expresan en palabras armoniosas! ¡Y más felices aun los que la conservan y entretejen en la vida práctica, en la que se la cree inútil, y aun nociva, por los que no la comprenden, siendo un don del cielo!

Cuando concluyeron de rezar, hacía rato que Leopoldo había dejado de tocar. Porque Leopoldo, aunque amaba la música,-si no con pasión, con extremo, como lo amaba y odiaba todo-, no tenía paciencia para hacer mucho tiempo de seguido una misma cosa.

-Ya calló el canario sin jaula, -dijo Doña Escolástica-; ¿qué estará haciendo?

-Puede que haya mandado por almagra, como hizo al otro día, para echarla en mi tinaja, -dijo la sobrina del sacristán.

-O por pimiento chile para untar los bordes de mi alcarraza, como hizo ayer, de manera que me abrasé los labios: ¿ve Vd. la pupa? -dijo don José señalando su gran labio.

-¡Si esto no se puede tolerar! -dijo el sacristán.

-No lleva mala intención, -repuso Doña Escolástica.

-¡Cascabeles! -exclamó D. José-, ¡con buena o mala intención... a mi me dolió de lo lindo!

-¿Qué estará haciendo? -volvió a decir al cabo de un rato Doña Escolástica.

-Ve a verlo, si tanto empeño tienes en averiguarlo, -le respondió su marido.

Pero, ¡cuál sería el asombro de todos, cuando vieron a su huésped elegantemente vestido de paisano, y puesto de punta en blanco, que con un junquito en la mano, y silbando el himno de Riego, atravesó la Plaza de Armas, les hizo un saludo con la mano, y se echó a la calle.

Fue tal el general asombro, que todos quedaron gran rato callados y con la boca abierta.

-Pues valía la pena, -dijo al fin D. José- de romperse las uñas y exponerse a quebrarse la cabeza trepando por un muro, y entrarse por la ventana, para salirse con tanto descaro por la puerta.

-¡Quién vio otra! -opinó el sacristán-. Disfrazado se esconde, ¡y con su ropa se deja ver tan cariparejo!

-¡Y cantando que iba el himno de pliego! -exclamó asustada Doña Escolástica.

-¡Vaya por Dios! -dijo Doña Liberata-, pues siempre que sale el cante del niño de Diego, hay jarana.

-Te he dicho cien veces, -le gritó su hermano- que no se dice el niño de Diego, sino el himno de Riego.

-Oye, José; -preguntó ésta- ¿qué es himno?

-Himno es -contestó su hermano-, un canto en alabanza de Dios o de sus Santos, o bien entre los gentiles un poema para celebrar sus dioses o sus héroes.

-Pues no le viene bien el nombre a ese cante -observó su hermana.

-Ya se ve que no -repuso D. José-. Pero si han trabucado todos los nombres, porque les ha dado la gana, ¿eso quién lo remedia?

-¡Si no fuera más que los nombres!... -suspiró el sacristán.

-Pues si le digo eso a ese mocito, -prosiguió Don José- me dice con el salero del mundo, bolonio, badulaque y loco.

-Y ostrobobo -añadió su mujer.

-¡Pues eso es jarabe de pico! En el fondo es un infeliz; alegría... pocos años!... -observó Doña Liberata.

-Sí, -dijo D. José- pero tiene una lengua muy larga.

-Como todos -repuso el sacristán.

-¿Si estará libre? -dijo la viuda

-NO; sino que al loco y al aire, darle calle -repuso D. José.

-¡Dios vaya con él, y le libre de mal! -dijo Doña Liberata.

-¡Y a nosotros también! -repuso su hermano suspirando- Pero este mocito no ha de parar hasta que nos atraiga una desazón: ¡ya lo verán Vds.!...

-Dios quiera que no hayan cerrado el castillo cuando vuelva -dijo Doña Escolástica.

-A bien que se entrará por la ventana, -repuso mal humorado su hermano- o puede que acabe la noche en la cárcel. Un hombre que estaba aquí como la propia rosa, ir tan impávido a meterse por los ojos, diciendo ¡aquí estoy yo!... ¡Vamos; sí es preciso que haya perdido los pocos sesos que tiene! Bien dice la copla.


   Un loquito del Hopicio
me dijo en una ocasión:
«Ni son todos los que están,
ni están todos los que son.»





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