Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Un sueño en la ventana

(25 relatos breves)

Milia Gayoso Manzur



Portada



  —7→  

-A Melissa, mi niña
de ojitos negros
donde habitan las estrellas.
-A mamá, mi amiga.
-A Sonia Paredes Cabral,
por su afecto. [8] [9]



  —8→     —9→  

¿Qué siento?
Un aluvión de burbujas
en la piel. [10] [11]





  —10→     —11→  

Dibujo





  —12→     —13→  

ArribaAbajoEl aleteo de las mariposas

Él le había contado que todas las cosas tienen un color, algunos más lindos que otros, pero que absolutamente todo, aun las cosas tristes, le habían copiado el color a las flores. Las flores... esas cositas aterciopeladas y olorosas que solía tocar y oler. Él le había enseñado a caminar sin miedo, moviendo alegremente el bastoncito hacia la derecha o a la izquierda, buscando obstáculos o haciéndola girar en el aire cuando quería demostrar que podía andar sin tener que utilizarlo y no llevarse los objetos por delante.

Le hizo sentir que ella no era diferente a las demás personas, que podía también inspirar amor y sentirlo..., tanto, que a veces parecía que le iba a estallar el corazón. Le habló de la forma de todas las cosas y fue aprendiendo todo aquello que durante veinte años no supo, porque en su casa siempre estaban muy ocupados trabajando. No había tiempo para enseñarle a diferenciar la forma del pétalo de una margarita del de una rosa, nunca se sentaron a leerle un poema o un cuento, ni le hablaron de los diferentes colores del mar.

Cuando apareció él, dejó de sentarse durante horas en el patio sin ocuparse de nada, solo, mirando sin ver y comenzó a interesarse hasta en las mínimas cosas. Él le consiguió varios libros escritos en braille, le grabó cassettes con hermosas canciones, le llevaba a la orilla del río para que aspirara con el olor a «aromitas» que venía del norte y escuchara el chac, chac dulce de las olas al chocar contra las piedras de la orilla. Él le quitó el velo que le impedía ver el lado bueno de todo... y entre ruidos de olas despeñadas, piar de garzas y olor a culantrillo, le develó el secreto del amor más allá de las caricias.

Pero como la felicidad es sólo rayos calentitos de sol entre días de lluvia, le contó que iría a estudiar a otro país, que era inevitable porque le dieron una beca solicitada mucho antes de conocerla. Trató de consolarla prometiéndole una carta cada quince días y su amor y pensamiento todas las horas del día. Le enseñó a   —14→   sentir el aleteo de las mariposas amarillas a su alrededor. «¿Para qué?», le preguntó ella, completamente triste. «Para que te avisen que viene una carta mía en camino».

Y volvió a su rutina de ayudar a lavar cubiertos, arreglar su cama, releer sus pocos libros y esperar cartas. Se sentaba durante horas en el jardín ansiando escuchar los aleteos. Cuando llegó la primera carta su alegría se convirtió en desazón porque no sabía a quién pedir que se la leyera. Sentía vergüenza de sus hermanos y de su madre, entonces se lo pidió a la vecinita adolescente, pero luego a la hora de contestarla fue peor, porque él no leía en braille y no quería un intermediario para escribirle en escritura normal. No habían previsto este problema. Entonces grabaron sus pensamientos, y en vez de cartas, se enviaban cassettes.

Con o sin aleteo previo de mariposas pálidas, recibió noticias de él durante un año, luego, hacia enero del año entrante, la ciudad se vio invadida por miles de mariposas y ya no llegaron los cassettes ni cartas. Hacia marzo, no quedaron mariposas ni esperanzas.


Volvía del almacén de la otra cuadra cuando tropezó con alguien. «Disculpe» -dijo-, apuntando su bastón hacia la derecha... Él le tomó las manos y le contó que una pequeñísima mariposa lila iba delante de ella, aleteando con todas sus fuerzas para avisarle que él se estaba acercando.



  —15→  

ArribaAbajoEsperanos...

Hacía mucho calor. Llovió un poco, después salió el sol, volvió a llover. Luego cuando escampó, arregló su camisa dentro del pantalón y salió. Un arco iris enorme le saludó en la calle, un arco de colores intensos, mucho amarillo, verde limón, naranja, un poco de azul y lila, y rosa muy paliducho al final de la hilera.

Se olvidó de cambiarse los zapatos y salió con las chancletas gastadas que tenían bigotes en las puntas, de tan viejas. Cruzó con precaución las calles sorteando los charcos, las pequeñas correntadas, los agujeros en el pavimento, las piedras que sobresalían, las ramas arrastradas por el agua. Subió a un micro y casi peleó con el chofer, que no quería cobrarle medio pasaje sino que pasaje entero.

«Su libreta, su libreta», le gritó completamente ofuscado el hombre. «No permita que el calor lo haga salirse de sus casilla», le dijo don Tomás, mientras sacaba de su billetera su carné de excombatiente.

Se acomodó en el último asiento para que le resulte más fácil el descenso. Por las calles sólo caminaban los perros y alguna que otra vaca con manchones oscuros. La gente hace la siesta todavía, pensó. Un grupo de chiquilines alborotadores subió al vehículo y rompió la tranquilidad con sus risotadas y palabras de grueso calibre, sin importarles que muchas personas mayores estuvieran cerca. En el grupo estaban dos niñas con dos shorts pequeñísimos que mostraban sus piernas en su totalidad y el comienzo de los glúteos redonditos. «Qué bárbaro», pensó don Tomás, «la juventud está perdiendo la cabeza», y pensó en sus nietas y no quiso imaginarse que dentro de tres o cuatro años quizás se pondrían ropas tan pequeñas y provocativas como ésas.

El chofer les aulló a los jovenzuelos que no hicieran tanto bochinche y los amenazó con bajarlos del colectivo. Las calles del centro tenían un poco más de movimiento, las puertas y las persianas de los negocios estaban cerradas y los letreros descansaban,   —16→   de vacaciones. Se preparó para bajar, tocó el timbre una cuadra y media antes para que el ogro del volante parara en la esquina, pero de todos modos le hizo pasar media cuadra.

Caminó hacia la casa de su hija, y sonrió pensando en que al entrar en el portón las criaturas saldrían corriendo a su encuentro y le llenarían de besos.

Sólo lo recibió el perro, Poroto, cariñoso como un niño que se le enredó entre las piernas. Tuvo ganas de llorar, la casa estaba toda cerrada. Se sentó en una silla, agotado. Miró hacia la puerta y vio un papel, una hoja de cuaderno. Se acercó a leer: «Papá, esperanos, fuimos a comprar pan y dulce para la merienda...».



  —17→  

ArribaAbajoCon cara de payaso triste

Se le corrió la media exactamente sobre la rodilla. Una uña sin limar fue la causa del agujerito que se extendió hacia norte y sur. Con fastidio buscó otro par en el cajón de la ropa interior. Encontró las de color marrón, azul y verde oscuro, pero ninguna negra. Desparramó todas las bombachas en la búsqueda, pero no dio con ninguna, entonces buscó entre las cosas de su hija y encontró una muy hermosa, la media de salir de Margarita, con mariposas de alas brillantes a los costados. «Voy a comprarle otra», pensó Mercedes mientras se la colocaba con cuidado para no estropearla. Le quedaba un poco ajustada.

Se puso el vestido gris con voladitos en el escote. Alguna vez alguien, un hombre dulce y amable, le había dicho que ese vestido la dejaba más delgada y joven, por eso se lo ponía a menudo, para verse mejor y con la esperanza de que lo volvería a encontrar para que le repita esos piropos. Se había olvidado de un detalle. Se bajó las medias hasta la media pierna y se puso talco, atrás y adelante, su bombacha azul adquirió una tonalidad más clara y una de las mariposas de la media se llenó de puntitos blancos. Se perfumó abundantemente, con el perfume que compraba de una proveedora a domicilio. «Ésta es una marca famosa», le había dicho la última vez, pero una compañera le advirtió que aquello era una falsificación. Pero de todos modos tenía muy lindo olor y duraba casi toda la noche, aunque a veces de tanta mezcla con varios cuerpos, varios aromas y sudores, su olor ya no era su olor sino el conjunto de aromas ajenos, resumidos todos en un olor extraño que le costaba sacarse por la mañana.

Con paciencia se sentó frente al espejo y distribuyó manchones rojos en ambas mejillas, se pasó delineador por los labios como había visto que hacen algunas mujeres, pero el resultado no le agradó y lo uniformó todo con un rojo intenso. Mezcló azul y verde para los párpados. Con mucho cuidado, pero no se veía bonita. A veces, antes de salir, se miraba una y otra vez en el espejo y sonreía satisfecha   —18→   reconociendo que aún a su edad tenía una cara llamativa, pero en ese momento se vio fea, mal pintada, con cara de payaso triste.

No se dio cuenta de que estaba caminando descalza con las medias. Eligió el zapato rojo porque los voladitos de su vestido estaban ribeteados de ese color y con los años, copiando de otras mujeres fue aprendiendo a combinar la ropa, aunque a veces no lo lograba, o no le importaba, «cada uno tiene su tipo diferente» solía decir cuando otras compañeras le hablaban de la cantidad de chicas nuevas que poblaban las calles, con unas minifaldas tan cortitas que a algunas apenas les cubrían las nalgas. Mercedes no podía competir con ellas y ponerse un vestido así, porque se le verían las varices y la enorme quemadura sobre la rodilla derecha. La quemadura que le había hecho un gringo maniático que prendió diez velas en los bordes de la cama mientras...

Se quitó los ruleros y los mechones saltaron hacia sus hombros. Mechones mestizos: medio negros, medio rojizos, medio amarillentos. Miró el reloj, eran casi las siete de la tarde, más o menos en quince o veinte minutos Margarita volvería del colegio con ganas de devorarse medio litro de café con leche y un pan entero. Dejó sus cabellos a medio peinar y fue a ver si había pan o galleta en la cocina. Después continuó peinándose con esmero y se roció perfume en medio de la cabeza, hacia la nuca, en la frente, «para oler como una reina», dijo mientras controlaba su «pinta» frente al espejo.

Eligió cuatro anillos de fantasía, uno de ellos con piedra verde, «una feroz esmeralda», dijo con humor y se puso unos aros redondos de plástico color rojo.

Tardaba de propósito, esperando a Margarita, quería verla antes de salir, a pesar de que a su hija no le agradaba en absoluto encontrarla «con su pinta de campaña» como le decía entre broma y reproche. «Un año más mi amor y dejo, busco otra cosa», le había prometido tiempo atrás, pero no cumplía. «Un día va a verte un amigo y no sabré dónde meter la cara cuando me lo diga», le rezongaba su hija.

Se arregló un mechón rebelde frente al espejito del baño. Definitivamente, tenía cara de payaso triste, pintarrajeada y angustiada. No queda lo mismo para Margarita.



  —19→  

ArribaAbajoUn viernes de mañana

Doña María solía cantar alegres canciones en la pequeña cocina. Vivía en un inquilinato, donde su reino se reducía a una pieza y otra aún más pequeña que servía como cocina, comedor y lugar para guardar los trastos, que ella tenía a montones.

Era morena, de cabellos ensortijados poblados de numerosas canas. Tenía un carácter jovial, le gustaba conversar, reunirse con los demás inquilinos, pero la gente en general le huía porque exhalaba un tufo insoportable.

Los que la conocían de antaño contaron que vivía allí desde hacía cuarenta años atrás, llegó de España con su primer marido y se instalaron en esa pieza. Diez años después enviudó y volvió a casarse enseguida. Por aquella época ella era una mujer hermosa, de aspecto cuidado, pero años después volvió a enviudar, entonces se descuidó por completo.

Vivía sola, con un gato negro con quien se pasaba horas conversando. Le hablaba al animal como si éste fuera a entenderle, le reprochaba constantemente que orinara sobre el piso de madera y no en la caja de cartón con aserrín que le preparaba. La pieza de doña María era un misterio, siempre tenía la puerta y la enorme persiana cerradas, y sólo se percibía un poco de luz por las rendijas. Solamente otra señora española que tenía casi el mismo tiempo que ella en el inquilinato solía contar que tenía hermosos muebles, finas joyas. Pero algunos comentaban que seguramente sus sábanas estaban duras como una lona de tanta mugre.

Los jueves, un olor insoportable salía de la pieza de doña María, y todos los demás inquilinos se tapaban la nariz cuando pasaban cerca, pero no le decían nada porque conocían el origen de tal olor desagradable. En dos enormes tachos, sobre sus calentadores, hervía todo tipo de menudencias de vaca, para alimentar a veinticuatro perros, protegidos suyos. Tales animales vivían con una anciana amiga y una vez a la semana doña María salía cargada con dos enormes bolsones en los cuales llevaba bofe, corazón o riñón hervido,   —20→   además de galletas duras que compraba en los almacenes. Nadie sabía de dónde sacaba el dinero para mantenerse y comprar la comida para sus perros, entonces se conjeturaba que tal vez fuera vendiendo sus joyas de a poco, o que su anterior marido le haya dejado dinero en el banco. Lo cierto es que, aunque doña María no cuidaba su aspecto exterior, sí cuidaba su alimentación, y jamás dejaba de comer galletitas de hojaldre con su mate de la mañana, y solía preparar aromáticos bifes que compartía con su gato.

Una vez estuvo sin salir tres días de su pieza, entonces tres vecinos forzaron su puerta y entraron a verla, la encontraron con fiebre y delirando, sobre su colchón húmedo de orín. Trajeron un médico para atenderla y cuando estuvo mejor, una de las vecinas la llevó al baño y munida de jabón y esponja, la bañó como a un bebé, le cambió la ropa y las sábanas y le barrió la habitación.

Los muebles de su pieza, la cama, la araña, correspondían a la habitación de una princesa. Una larga cortina de terciopelo rojo, ennegrecido por el tiempo, cubría casi toda una pared, y todo estaba extrañamente ordenado, nada fuera de lugar. Los aparadores y el ropero estaban llenos de hermosos vestidos que no usaba desde mucho tiempo atrás.

Sanó. Continuó hirviendo bofe los jueves y peleando con su gato, amenazándole de que le iba a cortar la cabeza y ponérselo en un florero por orinar en el piso. Continuó comiendo galletitas con el mate y canturreando mientras ofrecía un sandwich de queso a la vecina que nunca le aceptaba comida alguna.

Muchísimos jueves después, un viernes de mañana, se escuchó llorar al gato dentro de la pieza, la vecina española golpeó la persiana, pero doña María no abría, entonces pidió ayuda para forzar la cerradura.

Vestida con un vestido de lana verde, doña María dormía. En su rostro blanco, se veían perfectamente los surcos negros y las manchas.

A un costado de la cama estaban los dos bolsones con comida, y uno de ellos ya había sido asaltado por el gato, que sentía mucha hambre.



  —21→  

ArribaAbajoLa casa vacía

Eloísa se despertó a las tres. Cuando sacó el brazo de entre las mantas sintió un frío intenso que la obligó a taparse nuevamente hasta la cabeza, remoloneó un ratito sobre la almohada, pero haciendo un esfuerzo se levantó de golpe sin pensarlo, porque de lo contrario se le iba a hacer muy tarde. Se colocó un sacón viejo sobre el camisón y fue directo a la cocina, puso agua para el cocido y acomodó tres tazas sobre el mantel raído de la pequeña mesa.

Mientras hervía el agua fue al baño a asearse y a ponerse la ropa para salir. Una vez que estuvo preparada fue a controlar el agua que aún no hervía, entonces entró despacio a la piecita donde dormían sus dos hijos, les tapó mejor y arregló sobre una silla los guardapolvos blancos y los abrigos de ambos, colocó las bufandas y los saquitos al lado de las carteras para que los niños no se olvidaran de ponérselos antes de ir a la escuela.

Fue a la cocina a preparar el cocido. Mientras lo cargaba en el termo tomó una taza, parada, porque se le hacía tarde. Puso la bolsa de galleta en medio de la mesa junto al termo y las tazas, revisó la heladera para asegurarse de que quedara carne para la comida. Tapó a su compañero y tomando sus bolsones y su monedero se enfrentó al viento helado del amanecer.

Llegó al mercado cuando sus compañeras se estaban instalando en sus puestos, ocupó su lugar y comenzó a sacar una a una sus mercaderías; las medias finas de mujer y las de hombre, las blancas para la escuela, los bikinis, los guantes de lana, las bufandas suaves. Mientras hacía todo eso, las manos se le helaban por efecto del viento y pensaba en Lorenzo que dormía tranquilo mientras ella se deslomaba trabajando en el mercado y luego en la casa al volver por la noche. Pensó en Lorenzo que siempre tenía una excusa para salir de cada trabajo que conseguía y chuparse en caña el dinero que ella solía dejar para que se prepare la comida. Muchas veces volvía a la casa y la nena le decía que no merendaron   —22→   porque se acabó el azúcar o la galleta y no había plata en la cajita donde ella solía dejar para los gastos del día.

La vendedora de pulóveres y toallas le ofreció mate y le contó que los precios en Clorinda habían subido, con respecto al jueves pasado en que fue a traer mercaderías. Eloísa la escuchaba pero tampoco dejaba de pensar en su familia y en sus cuentas; en tres días más vencía la cuota del televisor, el gas estaba por acabarse, Joelito no tenía zapatos para la escuela y Marta necesitaba un pulóver nuevo para salir y ella misma necesitaba... de todo.

Pensó en Lorenzo que por la noche le había pedido treinta mil guaraníes para pagar una deuda de juego, prometiendo que iba a conseguir trabajo esa misma semana y que le iba a devolver, y hasta se puso exageradamente cariñoso para que ella cediera. Eloísa le dijo que no tenía plata, pero que si vendía bien se lo iba a dar al día siguiente.

A eso de las nueve de la mañana llovió. Las vendedoras aguantaron el agua como pudieron y el frío se hizo más sensible aún. A la hora de la comida Eloísa pensó en los niños, y deseó que Lorenzo haya salido realmente a buscar trabajo. A las ocho de la noche volvió a su casa, cansada y desilusionada por lo poco que había vendido.

Cuando abrió la puerta se encontró con los niños llorando. Joel tenía la cara lastimada y Marta trataba de curarlo con un trapo mojado en alcohol. Antes de preguntar lo ocurrido, fijó los ojos en la habitación, todo estaba vacío. Faltaban los muebles, la heladera, la...

«Lorenzo llevó todo lo que había», le dijo Martita, «y como Joel le quiso impedir que vaciara la casa, le dio una buena paliza», le explicó. Eloísa miró en la habitación y encontró sus ropas tiradas por el suelo, porque hasta el pequeño ropero había llevado.

  —23→  

Dibujo



  —24→     —25→  

ArribaAbajoGuardame el sol

Un vecino prestó su camioneta para que lo trajeran a la ciudad, porque en el centro de salud dijeron que ya no podían hacer nada, que precisaba atenciones especializadas. Dejaron a las otras criaturas con la abuela y vinieron los dos con él. Trajeron sus pocas pertenencias en dos bolsones y su pelota para que pudiera jugar cuando estuviera mejor.

«Mamá, tengo frío», dijo cuando lo acostaron en la angosta cama del hospital, en una sala repleta de criaturas quejumbrosas y rostros de madres preocupadas. Su papá se quitó la campera, lo arropó y se acostó a su lado para darle más calor, pero vino la enfermera y le dijo que no podía acostarse con el paciente, entonces trató de explicarle que lo hacía sólo para que no sintiera frío, pero ella le ordenó que se levantara inmediatamente.

Les dieron una enorme lista de remedios que debían comprar, revisaron su billetera y se dieron cuenta que el dinero no les alcanzaría, entonces él se quitó la alianza y dijo que la iba a empeñar. Regresó en una hora con los remedios, un pan y un sachet de leche pero Raulito no quiso tomar ni comer nada. Pidió su pelota y la tuvo a su lado, pegada al ángulo formado entre su costado y su brazo.

Al día siguiente le hicieron varios análisis y una radiografía y compraron más remedios. Fue necesario empeñar también la alianza de ella para pagar los gastos. Se turnaron para descansar. Extendían la campera de él bajo la cama de Raulito, así como hacían los otros padres de la sala y jugaban a olvidarse un momento de la preocupación para intentar conciliar el sueño.

El médico les dijo que lo prepararan para una intervención al día siguiente, que le dijeran que iba a ser sencillo y rápido, sólo se trataba de un pequeño tumor en el pulmón derecho. Trataron de animarlo hablándole de sus hermanitos y los amigos que dejó en el pueblo, de la cercana Navidad y la visita de los Reyes Magos que   —26→   este año quizás le traerían una bicicleta para jugar con Teodoro, Pocho, Lalo y Francisco bajo el sol hermoso de enero.

La idea lo entusiasmó y dijo que no le tenía miedo a la operación, que iba a ser valiente como un hombrecito, porque si no, ¿quién iba a recibir su bicicleta, si él no se curaba? Iba a precisar sangre, dos padres de la sala se ofrecieron para donarle, para que no hiciera falta empeñar la cadena.

Lo despertaron muy temprano, y lo acostaron en la camilla para llevarlo hacia la sala de operaciones. Los dos fueron con él hasta la entrada para que no tuviera miedo. Le dieron muchos besos antes de dejarlo entrar. «Mamá, guardame el sol para cuando salga y pueda jugar con mi pelota», le dijo antes de entrar lloroso.

La operación duró casi tres horas, cuando salió dormía profundamente y su intensa palidez los asustó tanto que ella fue corriendo a llorar al pasillo. El médico dijo que lo volvieron a coser sin quitarle nada, que ya no había caso, que había que esperar sólo un milagro.

Les dieron una larga lista de remedios y cuidados a seguir hasta que... Empeñaron la cadena de ella y sus aros de filigrana para llevar todo lo que hiciera falta porque a veces en el pueblo no se consiguen algunos medicamentos, y se fueron.

Partieron de mañana, con el sol de diciembre alumbrando y quemando tan fuerte como el dolor quemaba sus corazones. «¡Mamá, me guardaron el sol!», dijo Raulito cuando salió a la calle en brazos de su padre. «Cuando estés mejor vas a jugar con los otros chicos», le dijo su papá, deseando en lo más profundo de su corazón que ocurra el milagro.



  —27→  

ArribaAbajoLa decisión

El café estaba frío. Laura olvidó que lo había preparado, tomó un sorbo pero tuvo el impulso de expulsarlo de la boca porque además de helado estaba amargo. El café se enfrió porque mientras la estaba esperando en la taza, ella vagaba perdida por la habitación, trató de entretenerse arreglando la cama y poniendo en orden los pulóveres de invierno, pero solamente sus manos estaban ocupadas, en eso, pues su mente se encontraba completamente en otra cosa.

Se preguntó qué estaría haciendo en esos momentos, «tal vez mire la televisión o quizás esté cargando puntos en su aguja de tejer para comenzarle un pulóver a uno de los chicos... o puede que esté muy triste». Laura trató de arreglar un punto flojo en su pulóver verde, pero en vez de solucionar el pequeño agujero lo agrandó aún más.

Le dolía la cabeza de tanto pensar. Desgraciadamente tuvo que tomar la decisión ella sola porque su marido no la ayudó ni apoyó en absoluto, cuando le planteó que la situación era insostenible, él se limitó a callar y decirle a ella que decida. «Es tu madre», le gritó Laura, «entonces sos vos quien tiene que tomar una determinación, porque ya no soporto más». Esteban la miró impotente y le decía que no sabía qué hacer, que su hermano Pedro no la podía tener y no había otros parientes con quienes destinarla.

Entonces ella comenzó la búsqueda de un lugar, un hogar de ancianas. Uno estaba lleno, el otro le pareció un lugar horrible, aceptó el tercero porque era un poco más limpio y había muchas ancianitas adorables. Cuando la suegra vino a vivir con ellos, cinco años atrás era diferente, ella estaba aún muy fuerte, bien de salud y le ayudaba bastante con las criaturas, pero en los últimos meses era como una criatura más, estaba la mayor parte del tiempo enferma, se plagueaba todo el día, insubordinaba a los niños, les llenaba de dulces a la hora del almuerzo o de la cena y se metía en cuanta discusión tenían ella y su esposo.

  —28→  

Laura conversó largamente con ella sobre la cuestión, le explicó que tenía muy poco tiempo para ocuparse de arreglar lo que ella desarreglaba o para ponerse a discutir con Esteban por su causa, le explicó que llegaba cansada del trabajo, que tenía que batallar con los tres varones y la nena para que se bañen, hagan los deberes, arreglen sus cuartos y no se peleen, se lo explicó varias veces. La suegra prometía no incomodar, callarse cuando ellos conversaban o discutían y quedarse quietita en la cama si se encontraba con achaques, pero no cumplió. Si estaba resfriada se levantaba temprano y andaba en camisón regando las plantas, mojándose los pies, luego entraba con las chancletas sucias a mojar el piso de madera, se quejaba de la tos, de la comida, de su soledad en compañía.

Laura ya no aguantó. Se lo dijo por última vez a Esteban, pero él no le daba soluciones, «¿aunque sea hablale vos», le repetía ella, pero él no se animaba a decirle a su madre que era una caiga y que si no se tranquilizaba, la iban a llevar a un asilo. Entonces ella sola se lo comunicó el domingo, tres días antes para que prepare sus cosas con tiempo. La anciana no dijo nada, sólo atinó a arrastrar sus chancletas sobre el hermoso piso del comedor y se dirigió hacia su pieza.

Laura la llevó al hospicio, pagó tres meses por adelantado, le dejó dinero y muchas frutas, le dejó cinco tipos de agujas de tejer, abundante lana, en su mesita de noche le colocó un retrato de los chicos. Le encargó que se portara muy bien y dándole un beso en la frente la dejó sentada en un corredor amplio, rodeada de veinte ancianitas de mirada muy triste.



  —29→  

ArribaAbajoNoventa poemas

En la penumbra de las cinco de la tarde Deidamia continuaba escribiendo. Escribía unos versos tristes que hablaban de tardes de llovizna junto al río, delgada y pequeña esperando la llegada de la balsa que cruzaba desde el otro lado trayendo gente, con la esperanza de que en ella volviera un día su madre.

Tenía amontonados sobre un costado de la mesa cientos de papeles llenos de escritos, cuadernos, hojas sueltas, hasta papel de almacén pulcramente cortado estaban repletos de relatos que unían lo real con lo imaginario, en una mezcla de su pasado, su presente y lo que no pudo ser.

Deidamia preparaba un montón de sus mejores versos porque su sobrino de la ciudad le dijo que se los iba a publicar en un libro. Entonces le encargó que pasara en hojas limpias noventa poemas, aquellos que ella consideraba mejores, para llevarlos a la Editorial. «Mientras tanto, llevo esto para entretenerme», le dijo, tomando cuatro cuadernos de cincuenta hojas en los que estaba escrito una novela. De esto hacía como tres meses. Deidamia seleccionó los poemas, corrigió algunos, creó otros nuevos y preparó una carpeta con los noventa que ella consideraba dignos de ser presentados al público.

Su sobrino le había dicho que él iba a correr con todos los trámites para la publicación, y que al estar todo preparado se encargaría de lo referente a la parte económica que le correspondía. Le agradó la idea y le agradeció que hiciera por ella todos esos trámites, porque sus achaques ya no le permitían hacer otra cosa que no fuera cocinar para ella y sus dos perros, sacudir los muebles, escribirle una vez al mes a su hijo que vivía en Asia y sentarse a escribir por las tardes. Le gustaba muchísimo escribir, tenía varias cajas de cartón llenas de cuadernos que empezó a llenar de versos y relatos desde los trece años. Los primeros hablaban de las flores silvestres y los pirañitas anaranjados del río, de los sauces llorones que poblaban la orilla, del viento costero. Cuando entró en la   —30→   adolescencia sus versos reían de felicidad ante la presencia de los primeros acordes del corazón.

Luego vendrían tiempos de tristeza. Se sucedieron muertes que le marcaron profundamente, entonces escribía versos nostálgicos. Cuando llegó el buen amor todo tomó el color de la alegría, se mudaron lejos y llegó el niño. Entonces compuso bonitas canciones de cuna. A su marido le gustaba todo lo que ella escribía, y siempre le pedía leer una y otra vez sus composiciones. Eran tiempos dichosos. Pero como nada es permanente, él también se fue, se apagó un mediodía de diciembre, diez días antes de Navidad.

Abrió un almacén para sobrevivir y educar al hijo, éste creció y fue a trabajar muy lejos, donde echó raíces, pero sin desatenderla económicamente. Cuando se quedó sola se dedicó más horas a escribir, pero nunca se le había ocurrido que podía publicar sus obras, escribía sólo para ella, para plasmar sus tristezas y alegrías. Escribía cuentos alegres cuando recibía carta de su hijo o poemas muy tristes cuando se sentía inmensamente sola.

En esos días apareció uno de sus sobrinos, inspeccionó sus papeles, le habló de planes, de que se podía ganar mucho dinero y le dijo que era un desperdicio alimentar a los ratones con tanto talento. Entonces se llevó la novela; «para mí que esta obra es la mejorcita que escribiste y la quiero leer otra vez», le dijo.

Deidamia se quedó preparando al futuro libro con noventa poemas que publicaría, ignorando por completo que en la ciudad se estaba vendiendo desde hacía un mes una novela excelente según los críticos, de un autor joven hasta entonces desconocido y que prometía para dentro de poco tiempo un libro de poemas, específicamente con noventa poemas hermosos.



  —31→  

ArribaAbajoMarcadores de colores

El inspector la sacó de su ensimismamiento cuando le tocó el brazo para que le mostrara el boleto. Una vez que se lo mostró continuó mirando por la ventanilla, los comercios, las cosas, los peatones, los automóviles. Miraba los letreros de colores que empezaban a encenderse, a horas muy tempranas a causa del invierno que hacía oscurecer antes.

Un hombre extraño se sentó a su lado, le preguntó la hora y la observó en forma insistente por un buen rato. Nadua se removió inquieta en su asiento y miraba hacia el otro lado, de pronto la insistencia de la mirada de ese extraño fue tan molesta que tuvo el impulso de ir a sentarse en otra parte del colectivo, pero todos los asientos estaban ocupados.

Tenía ganas de gritarle al intruso que dejara de observarle, pero pensó que tal vez su actitud la haría pasar por una desequilibrada, entonces se calló. Realmente se sentía desequilibrada emocionalmente, pero no era como para demostrarlo públicamente en un micro. No es para menos, pensó; a punto de perder el empleo, con su mamá internada y sin nadie que le cuide a su hijo, a tal punto que tuvo que dejarlo con una vecina que tiene siete. Desde quince días atrás vivía con la incertidumbre de saber si su niño estaba bien cuidado, si le daban la comida a hora, si no estaba descalzo y con frío.

Repartía su tiempo entre el trabajo, el hospital y unas horas para estar con el niño. En esos días corría la versión de que iba a haber disminución en la tienda donde trabajaba como vendedora, y cuando esto ocurre, el golpe siempre cae sobre las empleadas que tienen más ausencias o las que llegan tarde, y ella últimamente era una de éstas. Tenía muchos pedidos de permiso en las dos últimas semanas, para poder asistir a su mamá, hacerle radiografías, ver todo lo relacionado a la operación a la que iban a someterla. Más que nunca sintió la ausencia de una hermana. Tenía dos hermanos, pero no servían de gran ayuda. A la hora de atenderla, ninguno de   —32→   ellos era apto, y mucho menos a la hora de pagar, uno tenía la excusa de la manutención de su numerosa prole y el otro, no trabajaba.

En la cabeza de Nadua se mezclaban todos los hechos, pasados y presentes, y de pronto quería tener la mente en blanco, porque a veces, de tanto pensar en cómo solucionar los problemas, terminaba doliéndole intensamente la cabeza. De pronto se proponía pensar en algo alegre, soñar. Soñar que no iba a quedarse sin trabajo, que su madre sanaría pronto, que su hijito, mientras tanto era muy bien cuidado por la vecina, que no le pegaban los otros chicos, que le daban su comida y el jarabe para el catarro a hora.

En Calle Última varios vendedores de manzanas y chipas invadieron el colectivo ofertando a viva voz su mercadería. Subió también un hombre con acento argentino para «regalar», decía, el producto que estaba haciendo falta en su hogar. Se trataba de una maravillosa plasticola, que pegaba eternamente y no manchaba, acompañada de cuatro hermosos marcadores de colores, todo por una suma irrisoria.

Le pasó a cada pasajero una bolsita conteniendo la ganga. Nadua dio vueltas en su mano tales objetos, mientras pensaba en que sería realmente maravilloso que esa plasticola pudiera servir para pegar de nuevo su corazón hecho pedazos.

En algún momento le devolvió su producto al vendedor y continuó mirando por la ventanilla, se había olvidado de su compañero de asiento. Éste había comprado tres bolsitas, tal vez para sus hijos, pensó.

Cuando se dio cuenta que estaba llegando a destino, se preparó para bajar, entonces su vecino viajero, el que le había molestado tanto con su mirada, le pasó una bolsita con la plasticola y los marcadores de colores, «para usted», le dijo, «para que pinte una sonrisa en su hermoso y triste rostro».



  —33→  

ArribaAbajoDe nuevo la oscuridad

La oscuridad. Esta oscuridad ya vieja pero a la que no me acostumbro. Esta oscuridad que fue creciendo conmigo, que va a envejecer conmigo, que me va a acompañar hasta la tumba. Me habían dicho que tenía que aprender a quererla para que no sea tan difícil, que tenía que aprender a soportarla, que tenía que hacerla mi compañera, porque de lo contrario se convertiría en mi enemiga y libraríamos una batalla eterna en la que ella podría vencerme a cada instante.

¿Por qué me preocupa tanto ahora? Quizás porque me siento solo, los amigos se fueron. Cuando acabó el dinero algunos descubrieron que ser mi guía ya no era tan producente, otros formaron sus familias o sus respectivos trabajos les lleva demasiado tiempo. O por lo menos eso es lo que dicen cuando alguna vez hablamos por teléfono. Quiero volver a hacer algo.

Los primeros años, ese comienzo de la oscuridad fue un golpe terrible. Dos años casi sin salir a la calle, caminando con miedo de tropezar con todo y de caer, pero apareció ella y supo mitigar mi angustia y me enseñó a no estar tan amargado por la situación. Y llegaron los chicos. Me enseñó a cambiarlos, a darles el biberón. Con ellos aprendí nuevos pasos en la oscuridad. Y nació de nuevo el valor, me propuse salir adelante, no dejarme vencer por las circunstancias.

Conseguí un trabajo. Al principio, un familiar me acompañaba hasta llegar a reconocer el terreno palmo a palmo. Aprendí de memoria cuántos pasos había desde la avenida hasta el trabajo, el número de pasos que contenía una cuadra y una calle, hasta que me valí por mí mismo. El bastón blanco fue de gran ayuda, porque entonces la gente me identificaba y me ayudaba a cruzar las calles o a encontrar un asiento en los colectivos.

Retomé mis estudios universitarios, aunque cambié de carrera, pues cuando llegó la oscuridad yo estudiaba Arquitectura. Gracias a Dios la facultad me quedaba cerca de casa, entonces no tenía problemas para ir. Los primeros días alguien me acompañaba,   —34→   pero después ya aprendí el número de pasos hasta el portón, del portón a la entrada, el número de escalones, la cantidad de pasos de la escalera al pasillo, del pasillo al aula. Pero al asomarme al portón no faltaba quien viniera a mi encuentro, entonces todo era fácil, simplemente me dejaba guiar. Incluso a la salida tenía un número fijo de amigos que me acompañaban hasta casa. Nunca estaba solo.

O por lo menos no me sentía solo. Y tal vez por eso cambié con ella. No la traté como se mereció, y se alejó, o bien, la alejé. No sé muy bien qué ocurrió. Los chicos crecieron, ellos iban y venían. El mayor era mi compañía inseparable: cocinábamos juntos, limpiábamos la casa, paseábamos. Los papeles se invirtieron: él me cuidaba a mí. Ella andaba sola por allí, trabajando y criando a los chicos.

Yo estudiaba, rodeado siempre de gente. Pero acabó la facultad y las esperanzas de conseguir empleo en la profesión fueron nulas, no pasaban de intentos o de trabajos no remunerados. Nada positivo económica ni profesionalmente. Por suerte conservaba mi antiguo empleo y algún otro ingreso. Ella venía de vez en cuando con los niños, arreglaba la casa, preparaba la comida y me cuidaba. Pero yo trataba de sentirme autosuficiente y se lo hacía saber a cada instante. Creo que durante ese tiempo viví hiriéndola e hiriéndome a mí mismo, por esa testarudez de no querer reconocer que realmente la necesitaba con urgencia. No sólo para que me atienda. La necesitaba para sentir su tibieza poblando la cama, la necesitaba para hablar de cosas que desde hacía tanto tiempo no conversábamos.

Y ahora estoy sin empleo. Esa maldita creencia de la gente que piensa que los impedidos físicos no podemos realizar bien determinados trabajos, que somos incapaces. Dios, para no castigarme tanto, la hizo volver y estamos de nuevo juntos, toda la familia. Pero no soy feliz del todo, de nuevo, después de muchos años vuelvo a sentirme inútil, como cuando se inició la entrada a la oscuridad.

En la pared está colgado un título enorme que jamás podré ver, sólo palpar. En mi escritorio a punto de herrumbrarse, está mi máquina de escribir en braille, y en el armario pilones de papel duro llenos de agujeritos hechos con el punzón. Pero esos agujeritos son palabras, tienen vida.

Después de mucho tiempo, esta oscuridad vuelve a molestarme tanto.

  —35→  

Dibujo



  —36→     —37→  

ArribaAbajoLas campanillas me abrazarán

«Duele mucho», pensó Claudia mientras enormes gotas de lágrimas le empapaban la cara. Estaba acurrucada en el sofá sosteniendo con la mano derecha la muñeca izquierda llena de sangre. A un lado, sobre el piso, estaba tirado el cuchillo de cortar pan que le habían regalado años atrás en... no se acordaba en qué acontecimiento. Al lado del cuchillo, muchas gotas de sangre, hileras de gotitas de sangre que iban endureciéndose sobre las baldosas verdes. «¿Por qué no muero?», decía, mientras hacía palanca sobre la muñeca para que brotara más sangre para apresurar la partida. «¿Por qué no muero?», repitió mientras se retorcía de dolor e impotencia. Se levantó tambaleando y fue hasta el baño. Abrió la canilla y sumergió el brazo bajo el agua, el dolor se acentuó mucho más y tuvo ganas de gritar, pero se contuvo porque no quería llamar la atención. Odiaba la actitud de muchos suicidas que se cortan las venas y se ponen a gritar para que los auxilien, o se toman un frasco lleno de pastillas y van a desmayarse en presencia de alguien.

Cuando se decidió a autoeliminarse comprobó muy bien que no aparecería nadie por la casa y cuando el cuchillo fue entrando en la carne, un dolor tremendo le atravesó hasta los huesos pero no gritó, se mordió los labios con fuerza hasta hacer brotar sangre y lloró, pero no gritó. El primer corte no fue demasiado profundo, por eso volvió a cortar en el mismo sitio e hizo un nuevo corte un poco más arriba, porque se imaginó que la mano izquierda ya no iba a tener fuerzas para cortar la muñeca derecha.

«Tal vez debí usar el cuchillo con serruchito», pensó mientras el agua que comenzaba a salir tibia limpiaba las heridas y penetraba en ellas. La piletita blanca se tiñó de rojo. Se miró en el espejo y descubrió su palidez. «Ya tengo poca sangre», pensó mientras seguía llorando. Las lágrimas no sólo brotaban por la herida, brotaban por los desengaños, la tristeza acumulada gota a gota hasta formar una laguna, la impotencia de no haber encontrado   —38→   otro camino más que ése, por la cobardía o la valentía de matarse. Recordó que había leído una vez que algunos consideran muy valientes a quienes se matan, mientras que otros dicen que es un acto de cobardía porque es una manera fácil de evadirse de los problemas, inseguridades y agonía. Claudia no sabía en cuál de las dos corrientes se podría ubicar.

No supo cuándo comenzó a madurar la idea, porque ésta tomó tiempo. No fue una decisión de momento, a los apurones, llevada por una desilusión pasajera. No. Necesitó tiempo y meditación, una medición equitativa entre los pro y los contra, una lucha contra las enseñanzas de su creencia religiosa y el cariño hacia algunos seres. Pero ella sabía desde un principio que por más que lo pensara y lo sopesara, terminaría haciéndolo en algún momento porque sus puertas estaban bloqueadas y no tenía voluntad para derribarlas o intentar hallar otra salida

Volvió a mirarse en el espejo. El agua caliente levantó un vapor grisáceo que empañó el espejo, entonces se vio más demacrada aún. Recordó una frase: «Prohibido suicidarse en Primavera», de Alejandro Casona. «¿Es el título de un libro o una frase extraída de un libro?», no lo recordaba. Las ideas se agolparon en tropel, se atropellaban una a otra. De pronto no tuvo nada en claro en su mente. «¿Por qué no suicidarse en Primavera? -pensó-, mejor, así van a haber muchas campanillas silvestres en el cementerio y aunque nadie me lleve flores, las campanillas van a trepar hasta mi montículo de tierra y me van a abrazar como no me ha abrazado nadie desde hace tantísimo tiempo».

Dejó la canilla chorreando y volvió al sofá. Se acurrucó de nuevo como una niña triste, apoyó su brazo izquierdo sobre un almohadón que comenzó a sorber el líquido rojo de su vida. Le dolía la cabeza intensamente. Hubiera dado cualquier cosa porque alguien estuviera a su lado un instante, en ese instante, pero no había nadie. Tan sólo el agua hacía ruido al escurrirse por las cañerías y su cuerpo se relajaba lentamente, en plena tarde de setiembre.



  —39→  

ArribaAbajoLa diferencia

Tenía una cara sumamente bonita. Los ojos marrones oscuros, muy grandes, bordeados por pestañas largas y abundantes. Si fuera por la cara... pensaba Dalila frente al espejo. Cara linda, veinticinco años, un título universitario, agradable y conversadora, pero con un problema: su pierna derecha. Desde que tenía uso de razón su pierna la atormentaba, no era igual a la otra. La pierna derecha era más corta, más delgada, diferente y por eso ella también se sintió diferente desde pequeña.

Jamás usó pollera o vestido, siempre andaba en pantalones, pantalones en el colegio, en la universidad, en el trabajo pantalones para salir de paseo, para bailar... Le encantaba bailar. Salía a bailar en grupo y siempre fue consciente de que se convertía en el centro de todas las miradas por su particular forma de moverse, pues por la dificultad de la pierna su ritmo era desigual, pero no le importaba, o por lo menos trataba de demostrar que no le importaba lo que pudieran pensar o decir.

Había tenido varios novios, pero ninguno duró mucho tiempo. Si no huían ellos, los corría ella cuando comenzaban a mimarse más de la cuenta. No era precisamente por hacerse la santa ni mucho menos, a veces ella también queda y debía hacer un esfuerzo para no ceder, pero la vergüenza la vencía. No queda mostrar su pierna deforme, no queda ver asombro o lástima en la cara de su pareja. Dalila sabía que el novio de turno seguramente imaginaba la forma de su pierna por debajo del pantalón, pero una cosa era que lo imaginara y otra muy diferente que lo viera.

«Alguna vez tiene que pasar», pensaba, «y seguramente fuera del matrimonio porque ni siquiera es seguro que alguien quiera casarse conmigo». Y finalmente, esto se convirtió en una obsesión, se imaginaba desvistiéndose lentamente delante de un hombre: la blusa, el corpiño... y el pantalón. «Si no querés que te vea, apagá la luz», le había dicho su amiga, «pero no podés vivir atormentándote porque te sentís inferior y no querés que te mire, no importa, si   —40→   siente algo por vos no le va a importar la forma de tu pierna, tu yo es lo que vale», agregaba. Pero Dalila pensaba que lo haría con alguien especial, que le diera la confianza necesaria y la seguridad de que no se marcharía al día siguiente.

Un domingo de tarde lo conoció en el colectivo. Ella subió sobre Eusebio Ayala con su sobrino, al que había llevado al circo. Él se levantó para dejarla pasar al asiento de al lado y se ofreció para cargar al niño, le compró un turrón de maní y se puso a conversar con la criatura como sí lo conociera desde siempre. «Un hombre así me hace falta», pensaba Dalila, escuchándolo hablar de leones y calesitas con su sobrinito, en un lenguaje cargado de sencillez.

Empezaba a lloviznar cuando estaban por descender en barrio Obrero. El chico se había dormido sobre las rodillas del amable desconocido. «Voy a bajarle, porque pesa mucho para usted», le dijo él y ella no supo qué responder, es más, él no le dejó opción.

Dalila se encontró de pronto, caminando al lado de alguien que cargaba sonriente a su sobrinito, protegiéndole con su campera para que no se mojara. «Le voy a invitar con un café caliente para compensarle la molestia», le dijo. «Entonces vamos a comprar masitas en aquella panadería», le dijo, mientras le señalaba un letrero luminoso en la siguiente cuadra.



  —41→  

ArribaAbajoNubia

Nubia llegó a la Terminal con el colectivo de las cuatro de la tarde. Miró con asombro a la gente que se atropellaba para bajar primero, ella se movió despacio de su asiento. Miró hacia abajo por la ventanilla esperando encontrar una cara conocida, aunque sabía muy bien que no la encontraría. Tomó su bolsón y caminó por el pasillo hacia la puerta. Se mezcló con la gente, mirando hacia uno y otro lado, esperando que alguien la recoja.

Le tocaron el brazo. Era una señora elegante, muy linda. «¿Sos Nubia?», le preguntó y ella apenas contestó con un sí apagado que se le atragantó en la garganta. «Yo soy tu patrona -le dijo-, conmigo vas a trabajar». Y se dejó conducir por el pasillo largo atestado de gente. Subieron a un auto lujoso de color granate y partieron hacia lo que sería su nuevo «hogar». La señora tendría como cincuenta años, tenía las manos blancas y delicadas y manejaba el volante como si se tratara de una cacerola. Le dijo que eran cuatro en la casa: su marido, sus dos hijos y ella, y que tres veces a la semana venía una señora a limpiar a fondo la casa. Ella asentía levemente y contestaba con timidez a las preguntas.

Prefirió mirar por la ventanilla y descubrir tantas cosas lindas, tantas calles entrecruzadas, tantos autos... tanta diferencia con el verde tras verde de su valle. «No pienses en nosotros porque vas a ponerte triste», le había dicho su madre al salir de casa, pero no podía evitarlo. Es difícil tener catorce años y dejar la casita cálida para ir a trabajar lejos, es difícil tener catorce años y tener que abandonar las amigas, los coqueteos al atardecer, las fiestas del pueblo. Es difícil cambiar de golpe el paisaje verde salpicado de flores de agosto por el paisaje blanco y gris de la ciudad.

Llegaron sin que se diera cuenta. La señora tuvo que sacudirla para que reaccionara. La casa estaba bastante ordenada, la otra chica se había ido una semana atrás, pero seguramente la otra empleada habrá venido a limpiar hoy, pensó Nubia mientras acomodaba su bolsón sobre una mesita en la pieza que le indicaron.   —42→   Se cambió de ropa y fue a preparar la merienda para los chicos, como le indicó la señora. La niña tenía diez años y era gorda y desagradable. Protestó porque el pan estaba mal tostado. «Agradecé que no se quemaron del todo», pensaba Nubia, quien nunca había hecho tal cosa. A las siete llegó él, pero no era un niño, sino casi un hombre. Tenía puesto un conjunto blanco que le daba el aspecto de un médico y a ella le encantaban los médicos. Se esmeró en no quemar las tostadas y esperó con toda el alma que él se presentara para que ella le pudiera decir su nombre. Pero no ocurrió tal cosa, él se limitó a tomar su café y a mordisquear el pan sin siquiera mirarla.

Los días transcurrieron sin descanso, aprendiendo a repasar, cocinar y poner la ropa en la máquina de lavar, rompiendo vasos y soportando el rezongo de la patrona que se quejaba todo el día de que ella fuera tan inexperta y despotricando en contra de quien la recomendó.

Esa noche los patrones habían salido a cenar en casa de unos parientes, entonces ella pudo mirar un rato la televisión hasta que llegó el «Principito», entonces lo apagó y se iba a su pieza cuando él le pidió que le prepare algo para cenar. Él la observó mientras cortaba la carne y cuando finalmente estuvo cocinada, dijo que ya no quería. Nubia se fue a la cama enseguida. No supo a qué hora volvieron los patrones, pero de pronto escuchó voces en su puerta y como pensó que la llamaban, se sentó en la cama.

Eran voces masculinas. «Anímate maricón», decía la voz más gruesa que identificó como la del coronel, su patrón. «Es una nena papá, no debo», le decía él, su principito. «¿Qué preferís?», le decía el viejo. «¿Comenzar con ella o con una prostituta?», al momento en que abría la puerta y lo obligaba a entrar. «Me quedo aquí en la puerta», le dijo, «para que no me engañes».

Nubia vio la sombra blanca que se sentó en su cama y levantó de golpe la sábana gastada.



  —43→  

ArribaAbajoDe tanto soñar

Nos conocimos en el hospital, yo era enfermera y él estaba internado. Lo habían ingresado durante mis vacaciones, así es que cuando volví a retomar mi trabajo, él ya estaba allí desde varios días. Estaba perdiendo la vista; aún veía un poco, pero la perdía indefectiblemente y no había nada que los médicos pudieran hacer por él. Era un paciente especial. A pesar de lo que le ocurría, no perdió su buen humor, o quizás por esa especie de flechazo que sentimos desde el primer día, a mí me pareció muy buen mozo y simpatiquísimo.

Estuvo internado como dos meses, tiempo suficiente para que naciera algo muy profundo entre los dos. Entonces cuando abandonó el hospital continuamos viéndonos. Casi siempre era yo quien le visitaba, porque a él le era muy difícil llegar hasta mi casa en las condiciones en que estaba. Me pidió que me casara con él y aunque sabía todo lo que podía implicar estar casado con un no vidente, que a lo mejor estaría mucho tiempo sin trabajar, no lo pensé dos veces, acepté movida inmediatamente por lo que sentía hacia él.

Nuestra vida transcurría bastante bien, el amor que sentíamos nos ayudaba mucho porque él tenía de pronto grandes depresiones, pero con algunos amigos comunes tratamos de hacerle entender que no todo estaba perdido y que era posible conseguir un empleo y aprender a andar solo por la calle. Logró un trabajo de medio día no muy lejos de nuestra casa, entonces le resultó más fácil el desplazamiento.

Llegó nuestro bebé y con él la alegría. Nunca antes habíamos estado más unidos. Fue hermoso enseñarle a cambiar al niño, a prepararle las mamaderas, a criarlo juntos. Cuando yo estaba en el trabajo, la niñera sólo los controlaba porque él se encargaba por completo del bebé. Por esa época él se sentía mejor que nunca, entonces se animó y fue a inscribirse a la facultad, pero coincidiendo con eso, comenzaron nuestros problemas. El segundo bebé nació en medio de discusiones e incertidumbre. Yo continuaba trabajando   —44→   y cuidando de los tres, pero él estaba cada vez menos con nosotros, su trabajo, su curso y sus amigos consumían todo su tiempo.

Me dijo que ya no me quería, que me fuera. Y me fui. Me fui con los niños, nuestras pocas cosas y el corazón destrozado. Él se quedó con la casa llena de amigos y una amiga diferente cada vez. Cada cierto tiempo traía a las criaturas para que vieran al papá, pero no podía con mi genio y como un esclavo me ponía a limpiar la casa, lavarle la ropa, ordenarle todo antes de volver a irme. Y fue así durante cuatro años. Jamás él volvió a darme siquiera una caricia o una palabra afectuosa, pero yo romántica, mujer al fin, continuaba soñando que podíamos volver a estar juntos.

Y tal vez fue de tanto soñar que volvimos a compartir nuestras vidas. Él anduvo con problemas, bastante triste y solo. Fue a buscarnos. En una hora me dijo todo lo que yo estuve ansiando escuchar durante cuatro años y como la primera vez lo decidí en un segundo. Volví con él. Ahora él está en el jardín atajando el hilo de la pandorga que nuestro hijo mayor hizo para su hermanito, y yo preparo la comida para los cuatro.



  —45→  

ArribaAbajoUn rato más

Son las doce de la noche. Rita canta «Estamos todos solos» en inglés, por supuesto no entiendo casi nada de la letra, sólo que en algún momento habla de una ventana. De las clases de inglés en la secundaria sólo rescaté algunas palabras que aún recuerdo. Habla de una ventana. ¿Abierta o cerrada? No puedo captar más, creo que hay una versión en castellano, pero las traducciones nunca reflejan la letra original. Ventana. A todo esto, creo que dejé abierta la ventana de la cocina, tendré que levantarme a cerrarla porque si no pueden entrar los gatos de doña Ernesta y comer el pan que quedó en la mesa, y lo que es peor, si viene algún ladrón, la va a tener muy fácil con la ventana abierta.

La selección musical es excelente, pasan temas suaves, tranquilizadores y que llegan muy hondo, bien cerquita del corazón. La cena ha de estar completamente fría y aunque se la caliente ya no va a estar muy rica. Pero a este paso, si todavía no llegó, cuando lo haga lo que va a comer ya va a ser el desayuno. Se enfría la cena, se enfría la ilusión, las ganas de jugar a tener diez años menos y a tirarme en sus brazos sin ropa, sin pudor. En realidad no me prometió nada, no dijo que llegaría temprano ni que lo esperara, pero no sé por qué pensé que debía esperarlo con una cena especial, con un camisón nuevo, que de tan diminuto casi no pude ponérmelo y me saltan las carnes por varios lugares.

Lo espero. Algún pájaro hace ruidos en la planta de limón, quizás sea un gorrión perdido o el loro de la vecina que anda de visita por todos los árboles de la cuadra. «Los pájaros nocturnos picotean las primeras estrellas que centellean como mi alma cuando te amo...», dice Neruda en algún poema que leí alguna vez, antes, cuando era más joven y tenía tiempo para leer, antes cuando no tenía cinco pares de cada ropa para lavar. Antes cuando me despertaba a las seis para salir a trabajar y podía acostarme a las nueve, pero ahora me levanto a las cuatro y media y como hoy, pasada la medianoche, aún lo espero para calentarle la cena,   —46→   pasarle la toalla y preguntarle cómo le fue con el trabajo, aunque sé muy bien que a tal hora ya no viene del trabajo sino vaya a saber de dónde.

Es hermoso este camisón. Me costó casi veinte guaraníes, pero no me di el gran lujo de ahorrar para comprarlo para esta ocasión. Me bañé con jabón de flores y me puse abundante colonia, me peiné durante varios minutos los cabellos para que estén bien sedosos, me puse crema en las piernas, en los tobillos y las manos, me limé las uñas. Les di de cenar temprano a las criaturas y los acosté para que no molestaran, limpié la casa como un espejo y puse las sábanas celestes, las más lindas, para esperarle. Pero él no llega. La radio continúa lanzando canciones dulcísimas y tristes. Voy a esperarlo despierta un rato más, quizás se acordó de que hoy es nuestro aniversario, pero no consigue ómnibus para llegar a casa.

  —47→  

Dibujo



  —48→     —49→  

ArribaAbajoLos ruidos y las plantas

Estaba leyendo «Un puente sobre el Drina» cuando escuchó ruidos en el patio. Eso ocurrió como a las once de la noche, comenzó a leer el libro cuando terminó el noticiero en la televisión.

Los ruidos no eran claros, de pronto parecían pasos o el ruido de un mueble que se arrastra. Nora dejó el libro sobre la cama y se levantó, fue hasta la ventana y miró a través del vidrio, alzando levemente la cortina. No vio nada, pero continuó escuchando ruidos, entonces dijo para sí que a lo mejor era el viento que soplaba muy fuerte y movía las ramas del paraíso que estaba en el patio. «O mueve las hojas duras de esa planta horrible de la vecina», pensó La planta de la vecina que ella aborrecía era una especie rara, de tallos duros y hojas alargadas en forma de vaina, muy duras, pero lo más llamativo eran sus flores, unas flores extrañas en forma de capullo cerrado que estaban formados por numerosos pétalos blancos y duros que tienen la forma de dientes humanos. El odio hacia esa planta tenía su historia. Cuando Nora era chica había una en el fondo del patio de la casa de sus abuelos y una tarde cuando jugaba con sus amigas, una de ellas le dijo que esa planta crecía donde estaba enterrado un muerto, por eso la forma de dientes de sus flores. Nunca más se acercó hacia el Pondo, especialmente si ya estaba oscureciendo.

Muchas veces, por las noches escuchaba el rugir del viento y le parecía que se mezclaba con ese ruido un llanto lastimero o un pedido de auxilio. Cuando pasó el tiempo y se mudó jamás dejó de pensar en esa planta y aunque con los años ésta desapareció del patio, no le agradaba estar en el lugar donde había crecido. Cuando se mudó a la casa que ocupaba ahora descubrió que la vecina tenía una gran cantidad de esas plantas que crecían en el lindero de su terreno, formando una muralla natural. Le pareció infantil seguir temiéndole a unas inofensivas plantas, a sus años.

Los ruidos continuaban, por supuesto que no pensaba salir a averiguar qué estaba pasando. «Por mí que roben el juego de jardín,   —50→   si son ladrones», se dijo, y se acostó para continuar leyendo. No hubo caso, por más que leía y leía no entendía en absoluto lo que el autor narraba, el dichoso libro tenía como protagonista un puente, centenario y vetusto y lo que ella necesitaba era algo más ágil, más entretenido. Entonces se levantó, fue hasta su biblioteca y repasó los títulos en busca de algo que le ayudara a relajarse. Tomó una novela, de esas llamadas rosa, y se acomodó sobre sus cuatro almohadones dispuesta a concentrarse en la obra y olvidarse de los ruidos, pero éstos no se olvidaron de ella. Continuaron más intensos, de pronto parecían voces, pasos, o el roce de un cuerpo al sentarse. Entonces perdió la serenidad. «Necesito un perro», pensó, «tengo que comprar inmediatamente un perro enorme, de policía, que con su sola presencia infunda terror».

Se dispuso a salir en el momento en que los ruidos eran más intensos, preparada con un martillo en una mano y un cuchillo en la otra. Abrió la puerta de golpe como para sorprender a quien estuviera, pero no encontró nada. No había ni siquiera viento, sólo un rayo de luna habitaba el frente de su casa. Miró hacia el costado, donde estaba la muralla natural de plantas con flores en forma de dientes. Allí estaban las inocentes plantas, exhalando su extraño aroma mezcla de su néctar y el anhídrido carbónico nocturno. Caminó hacia ellas y las miró desafiante. «Qué tontería -pensó-, tenerle miedo a una hilera de plantas, y que también si están creciendo sobre una hilera de muertos, éstos no hacen daño, peores son los vivos», dijo, y se fue a dormir. Pero por las dudas puso todas las trancas en puertas y ventanas.

Intentó dormir, pero los ruidos continuaban, entonces decidió que a primera hora le iba a proponer a la vecina hacer una muralla que ella costearía íntegramente. Se imaginó que la vecina no se negaría a que le regalen una blanca muralla en reemplazo de sus antiestéticas plantas.



  —51→  

ArribaAbajoEl mismo miedo

Carmen sintió la sensación de que alguien la seguía. Se detuvo y miró hacia atrás detenidamente pero no vio más que a una pareja que caminaba lentamente, besándose, enredándose mientras avanzaban. No la seguía nadie, sólo era su miedo que la hacía escuchar pasos. Muchas veces se le antojaba que una mano le estiraba la cartera o le rozaba levemente las nalgas. Algunos clientes del bar donde trabaja, solían contar que en los edificios en construcción muchas mujeres eran violadas por las noches.

Cuando llegó a la parada se sintió más tranquila porque había tres personas esperando, aunque ninguna de ellas era la que habitualmente coincidía con ella a esa hora. Había dos hombres y una mujer. Ella tendría aproximadamente cuarenta años y quizás era también una moza de algún bar del centro. Uno de los hombres era un individuo bien vestido, rubio, con algunas carpetas en las manos, y el otro tenía los cabellos negros y ensortijados, estaba desprolijamente vestido y fumaba un apestoso cigarrillo.

Mientras esperaba el colectivo que la llevaría hacia su casa, en Luque, Carmen se entretenía observando a la gente que esperaba el micro. A esa hora generalmente no había muchas personas en la parada, y casi siempre eran las mismas, hombres y mujeres que trabajan en bares y restaurantes como mozos, cocineros o limpiadores, que terminan sus tareas a últimas horas de la noche y luego deben esperar durante larguísimos minutos un vehículo que los acerque a su casa.

El tipo del pelo enrulado la observaba detenidamente mientras hacía girar el cigarrillo entre sus dedos. «No voy a sentir miedo, ni voy a desconfiar de nadie», se prometió a sí misma mientras fijaba su mirada hacia la otra cuadra, esperando ver aparecer su colectivo. El hombre con libros se fue en un 28 y quedaron los tres, pero al rato se sumó a ellos la pareja de enamorados que continuaba besándose sin pausa. «Van a comerse los labios», pensó Carmen mientras le recorría un poco de envidia.   —52→   El hombre de los rulos le preguntó la hora a la otra mujer y la invitó con un cigarrillo. Para asombro de Carmen ella aceptó y la vio conversar animadamente con el desconocido. Se acercó un micro pero no era el que ella esperaba, la mujer hizo el ademán de pararlo, pero él la convenció de que no se fuera aún y tomándola del brazo la alejó del sitio.

Ya llevaba cuarenta minutos esperando, le dolían los pies y tenía mucho sueño. La parejita tomó un taxi y ella quedó completamente sola en la parada. Oliva estaba bien iluminada y pasaban algunos autos, pero no había nadie en la cuadra, ni en la siguiente. Carmen sintió miedo, el miedo repetido de todas las noches. Y cada noche se prometía buscar otro empleo para no volver a pasar noche a noche por la tortura de la espera y el miedo.

El hombre de los cabellos ensortijados regresó, pero solo. Carmen tuvo ganas de preguntarle por la mujer. Él se acercó para averiguar la hora, luego le preguntó sobre el número de colectivo que esperaba y se ofreció a acompañarla mientras éste venía. Carmen no le contestó. Le pareció ver rastros de uñas en el cuello del hombre. Éste la miraba de arriba a abajo y tamborileaba el cigarrillo entre los dedos, de una mano a otra.

Esperando el cambio de la luz del semáforo, vio dos colectivos. Se fue en el primero que se acercó aunque no era el que le correspondía. Ya se bajaría por el camino a tomar otro... Pero detrás de ella subió también el hombre de los cabellos ensortijados.



  —53→  

ArribaAbajoUn sueño en la ventana

Afuera la lluvia caía sin parar. Ella trataba de mirar a través del vidrio empañado de la ventanilla del ómnibus; miraba hacia la izquierda, seria y pensativa. La niña tenía los cabellos lacio, cortos y desparejos; cortados a la tijera a la buena de Dios por manos que de peluquería seguramente sabían muy poco; su blusita lila con hilachas, su carita manchada con imagen somnolienta. La niña soñaba.

De pronto, sus dedos se deslizaron sobre el vidrio empañado y trazaron dos líneas cruzadas, grandes, un rato después completó la palabra: el nombre de una artista famosa. Sólo eso escribió y se quedó mirando su obra. Se dio vuelta y notó que la observaba y se sonrojó; quiso borrar la huella que la delataba, tal vez porque imaginó que la pillé infraganti en pleno sueño de no ser una nena tan humilde y haraposa, que la pillé chiquita y levantándose de madrugada para trabajar, con tan poco tiempo para jugar y soñar que no era ella sino otra con una vida mucho menos complicada, mucho menos difícil, con tan poco tiempo para ser una verdadera niña.

Miré hacia otro lado para que ella pensara que no le daba importancia a lo que hacía, entonces dibujó otros palitos cruzados cerca del nombre; unos palitos cruzados y juntitos que a mí me parecieron estrellas. Volvió a mirarme, le sonreí y me correspondió. Llevada por mi propia fantasía, soñé también para ella un porvenir mejor del que tal vez le esperara. Soñé para ella sueños dulces sobre almohadas limpias, sueños hasta las seis y media o siete de la mañana para ir luego a la escuela y no hasta las tres o cuatro de la madrugada solamente.

Continuó mirando a través del vidrio y me pregunté qué representaba esa palabra, ese nombre, para ella. ¿Quizás sólo pensaba en su artista favorita y la imaginaba bailando y cantando rodeada de tantísimo lujo o tal vez quería creer por un momento que ella no era esa nena llamada Juana?, ¿Ramonita...?, sino una   —54→   hermosa niña-adolescente que cantaba y reía todo el tiempo porque no le dolía ni faltaba nada.

Su abuelita le dio un sacudón y le dijo que se prepare para bajar. Quise pedirle que no borre sus estrellitas, del vidrio, que las deje iluminando ese viejo colectivo del interior hasta que el calor las vaya derritiendo y se deslicen como gotitas hasta el piso. Y las dejó, titilando en la ventana. Se pararon las dos, arreglaron sus casas y bolsones de arpillera llenos de no sé qué.

Primero bajó la abuelita y ella fue pasando los bolsones enormes uno a uno y, antes de bajar, se quitó sus zapatitos para que el agua no los estropeara más de lo que ya estaban. Se bajaron cerca del Mercado de Abasto con todo su cargamento de cosas para vender... y la nena con su cargamento de sueños y sus poquitos años.


Allí las recibió el asfalto resbaladizo y la lluvia. Luego, ese auto, las pocos ágiles piernas de su abuelita... Tiró sus bultos y corrió a atenderla, intentando entre sollozos y desesperación, que volviera a hablarle.



  —55→  

ArribaAbajoCon sabor a muerte

La latona verde se desbordó bajo la ducha y el agua cayó formando pequeñas cascadas que se deslizaron por las patas de la silla hasta el piso rústico de cemento. Ursulina cerró la llave del agua y sacudió la latona para volcar el exceso de agua. Metió la mano adentro para probar la temperatura y tuvo que agregar agua fría porque la encontró muy caliente.

El pequeño remoloneaba abrazado a un perro azul de peluche y no daba señales de querer levantarse. «No insistas, no quiero verlo, no quiero verlo, no quiero verlo», la voz retumbaba en sus oídos. «No quiero verlo». Ursulina tomó al bebé en brazos y lo llenó de besos a la par que lo desvestía. Lo dejó chapotear en el agua durante un buen rato hasta que finalmente lo sacó y lo envolvió en una sábana vieja, provocando su llanto. Lo vistió con su ropa más linda, la babucha azul y la remera con patitos, le puso talco y lo besó interminablemente en la cabeza, en las manitos gordas, en los pies. Le dio el frasco con talco para que jugara mientras ella continuaba con los preparativos.

Se duchó con agua fría y metió la cabeza bajo la canilla como queriendo limpiarla por fuera y por dentro... Se secó con cuidado, despacio, presionando la piel con la toalla y se puso un vestido viejo pero bonito. Preparó la merienda para los dos, la del bebé salió aguada porque se acabó la leche en polvo, para ella hizo un café negro bien cargado.

Del cajón del ropero sacó un estuche de madera que en otro tiempo había servido como envase de un pan dulce de Navidad. En la caja ordenadamente apiladas se encontraban varias cajitas y sobres con pastillas: solpan, frisium, ansietil, valium. Eran restos que fue acumulando con el tiempo, así como se fueron acumulando sus penas y frustraciones. Tomó algunos y los curubicó sobre la mesa presionando con un cuchillo, una vez convertido en polvo, los vertió dentro de la mamadera y la agitó con fuerza para que se derritieran las pastillas.

  —56→  

Años atrás, cuando una amiga intentó suicidarse, el médico que la atendió le había comentado que como mínimo se necesitan cien miligramos para morir. Se puso a sumar: diez pastillas de seis miligramos, cinco de tres, ocho de cinco..., pero finalmente descargó todas en su mano izquierda y las fue tomando con el café, de a dos, de tres... El bebé comenzó a llorar de nuevo. Ursulina agarró la mamadera y fue con el niño hasta el sillón de mimbre para dársela.

Acercó el chupón a la boca del bebé que succionó con ganas su extraña merienda, con sabor a poca leche, tristeza y muerte. Ursulina no lloró porque se le habían agotado las lágrimas y sólo le quedó una sensación de sequía en los ojos, la garganta y el corazón. «No quiero verlo, no es mi hijo, no quiero verlo», la frase volvió a su memoria. El bebé dejó un momento la mamadera para sonreírle a su madre que lo apretó contra su pecho. «No quiero verlo, no voy a ayudarte, ¿por qué tengo que ayudarte?». Moviendo los pies hamacaba el sillón lentamente. En el fondo de la mamadera se veían las partículas que no se derritieron. «No quiero verlo». El bebé se durmió con el chupón en la boca mientras a Ursulina le llegaba un cansancio recargado de otros viejos cansancios que la fue sumiendo en la inconsciencia. Después de algún momento, el sillón de mimbre se fue quedando quieto y los dos se durmieron.


A las cuatro y media de la tarde del día siguiente, diez vecinas llorosas y niños que portaban rústicas coronitas de helechos y malvones, llevaban en silencio un cajoncito blanco cubierto de sinias amarillas..., y en el hospital para indigentes una mujer casi esquelética, casi demente, lloraba sin consuelo.



  —57→  

ArribaAbajoSu amiga preferida

Extrañísimo: Papá fue a buscarme al colegio. Cuando salí al portón prendida del brazo de Susana porque iba a acompañarla hasta el súper de la otra cuadra para comprar un cuaderno, vi a mi papi. Tenía cara de cansado, pobrecito, y los ojos rojos e hinchados. Le pregunté riendo si había llorado, porque él nunca llora y me dijo que no, que los ojos se le pusieron rojos por el calor, el humo de los caños de escape, el humo de su cigarrillo nuevo y no sé cuántas cosas más. No le creí demasiado porque para mí que había llorado, tal vez su jefe le retó o algo así (pensé en ese momento).

Me llevó a tomar un helado, después dimos mucha vueltas por la ciudad, él se veía muy triste pero no quiso contarme lo que le pasaba. Le dije que estaba cansada y que quería volver a casa para quitarme el guardapolvo y bañarme. Me preguntó si no quería comer una hamburguesa y le dije que primero me quería bañar porque tenía demasiado calor, entonces él dijo que me tenía que hablar. Entonces nos fuimos a comer la hamburguesa, pero no comí, apenas metí en la boca alguna que otra papa frita y tomé tres botellas de gaseosa, pero más que por sed habrá sido por rabia y para disimular las ganas enormes que tenía de echarme a llorar como un bebé, pero como ya tengo doce años me tengo que comportar como una mujercita, como dice mamá.

Mamá. Parece que ella es el problema. Todavía no entiendo demasiado bien lo que pasó porque papá da muchos rodeos para hablar sobre el tema, pero algo hizo, «es una cuestión de tremenda infidelidad», dijo papi cuando justificó la separación y me di cuenta por qué había llorado.

Sí, dijo que se van a separar y yo voy a vivir con él, ni siquiera me preguntó con quién de los dos quiero quedarme, sólo me aseguró que con mamá no me quedaría nunca pero nunca. «¿Por qué?», le pregunté ya sin poder atajar un enorme «puchero» que me transformaba la cara, y me contestó que cuando sea más grande lo   —58→   entendería, pero que ahora me quería evitar que quedándome con ella lo descubriera.

«¿Se enamoró de otro señor?», le pregunté, y me dijo que algo así, no precisamente, pero algo así, y quiso que coma mi hamburguesa, pero yo no tenía ganas, y la aparté hacia un lado de la mesa.

«Cuando llegues a casa, empieza a preparar tus cosas porque mañana nos vamos, ya conseguí una casa cerca de tu colegio», me dijo. Olvidándome de mis doce años y de la gente que pudiera verme me puse a llorar sin disimulo, «¿por qué mañana?, no quiero dejarle a mi mamá, no quiero», le dije levantando la voz y llorando aún más. «Porque es mejor para los dos», y eso fue todo lo que dijo en el resto de la noche.

Mamá no estaba en la casa. La sala se encontraba desordenada, con una silla tumbada y los almohadones por el piso. Cuando entré a mi habitación encontré a Ramona, nuestra empleada, preparando mis cosas. Le pregunté qué había pasado, y cuando se dio vuelta para contestarme vi que sus ojos también estaban rojos. Me dio un fuerte abrazo como para acunarme como cuando era chiquita, entonces comprendí que ella sabía mucho y le obligué a contarme. «Contame o le digo a papá que te despida», le intimé varias veces, pero no me dijo nada y continuó guardando mis cosas en varias cajas.

Escuché el ruido del auto de mamá en el garaje y salí corriendo a su encuentro.

Como siempre la acompañaba una de sus numerosas amigas, con las que siempre estaba a todas horas. Pero ésta parecía ser la preferida, porque solía venir casi todos los días a almorzar con ella y creo que después se quedaba a dormir la siesta en casa, no sé muy bien porque después de comer yo me voy al colegio.

Les escuché discutir en la habitación y ella salió corriendo de la casa sin darme ni siquiera un beso.

  —59→  

Dibujo



  —60→     —61→  

ArribaAbajoSe cayó en la rendija

Cuando volvió del mercado notó que algo había ocurrido en su ausencia. Fue a la cocina a acomodar las verduras y la carne en la heladera, los paquetes de fideos en el estante y el café en el frasco de vidrio. «Adela, quiero hablarte», escuchó la voz de su patrona, «Adela, se perdió el anillo del señor y como no entró otra persona en la casa durante una semana, creemos que fuiste vos, así es que devolvelo por las buenas porque de lo contrario...». «Pe... Pero yo no fui señora, se lo juro, para qué quiero un anillo, yo no fui», balbuceó confusa y asustada.

«Lo único que te digo es que lo devuelvas por las buenas o te mandamos al Buen Pastor para que te pudras, tenés medio día para pensarlo», y dicho esto la dejó sola, estrujando una papa con las manos. Se sentó en una silla y tomándose la cabeza entre las manos se puso a llorar silenciosamente. «Yo no toqué nada, tengo que tranquilizarme, tengo que tranquilizarme», se repitió varias veces. Sacó fuerzas y continuó con su tarea, arregló las cosas y puso el agua en la cacerola, para la comida. Terminó de limpiar la casa, hizo el almuerzo y cuando estaba todo servido lo anunció a los patrones. No hubo charla en la mesa, sólo caras largas e indirectas.

Como estaba recién casada y vivía a tres cuadras, le daban permiso para ir a su casa durante una hora por la siesta para almorzar con su marido. Pero no pudo comer, apenas lo vio comenzó a llorar y entre sollozo y sollozo le contó que le acusaron de un robo que no cometió. Cuando regresó a las tres de la tarde todo parecía más tranquilo y tuvo la esperanza de que si bien no aparecía el anillo se olvidaran del incidente. No volvieron a decirle nada durante el día y cuando volvió a su casa a las nueve de la noche se sintió más aliviada.

Al día siguiente los patrones salieron temprano, como a las ocho, antes de irse la patrona le encargó que preparara temprano el almuerzo y que lavara toda la ropa, además de baldear el patio y repasar toda la casa. A las once y media de la mañana entró el   —62→   jardinero a la cocina y le dijo que preguntaban por ella. «Nde reka hikuai caperucitape»1, le recalcó.

Apenas le dejaron sacarse el delantal mojado y agarrar su monedero. La sentaron entre dos oficiales y ante sus preguntas insistentes y su llanto le contestaron que la acusaron de un robo. Llenaron unos papeles con sus datos y la destinaron a una celda. Era viernes, Adela pensó en su marido, en sus padres que estaban lejos, en la injusticia que estaban cometiendo con ella. «No es cierto, no es cierto, no es cierto», le repitió una y otra vez a la policía que le tomó los datos y le dijo que iba a quedar presa. «Yo no robé nada, nada, pero si apenas era un anillito barato, ha de estar por ahí, yo no robé nada». A nadie le importó. Se puso a llorar sentada sobre la estrecha cama en su jaula triste.

No permitieron a sus familiares que la vieran, porque era fin de semana, por esto, por lo otro. No comió durante tres días, no tuvo ganas ni fuerzas. Recién el lunes pudo ver a su marido y a una señora con quien había trabajado durante ocho años que fue a visitarla, enterada de su situación. Con su poco dinero pudieron pagar a un abogado, que logró liberarla.

Una semana después, golpearon a la puerta de su humilde piecita de alquiler. Era su ex patrona. «Adela, quiero hablarte un ratito», le dijo, sonriente, como si nada hubiera pasado. Ella no supo si cerrarle la puerta en la cara o salir corriendo. «Adela, quiero decirte que encontramos el anillo, había sido que se cayó en la rendija de la cabecera de la cama».



  —63→  

ArribaAbajoTres cuerpos en el asfalto

Se lo llevaron a rastras. «¿Cuál ha de ser su nombre?», les escuchó preguntarse a los hombres que vestidos con el mismo uniforme continuaron hablando de él durante todo el trayecto: «Tiene mucho olor, es un degenerado por andar semidesnudo mostrando sus partes, no puede continuar suelto molestando a toda la gente, hay que internarlo en el hospital». Por fin pararon en un lugar, lo hicieron descender a empujones y lo encerraron en una celda. Unas horas después le deslizaron un plato de comida que devoró en minutos, un poco con la cuchara, otro poco con las manos.

Cuando se había echado sobre el catre para dormir sintió que una mano lo sacudía. Sin entender por qué, se encontró de nuevo en la calle. No reconoció el lugar, no era su zona de siempre. Lo dejaron en otra parte. No había tantos autos, tanta gente, tantos restos de frutas semipodridas, tantos trozos de pan amontonados cerca de la alcantarilla. Se rascó la cabeza coronada por una melena larga y hedionda; se rascó la barba, tan larga y sucia como sus cabellos. De pronto, le venían a la memoria algunos retazos, como fotos, de cosas que no entendía: él y otras personas vestidos con guardapolvos blancos rodeando a alguien acostado, algunos cuchillitos en sus manos, o de pronto la cara de una mujer y de dos niños que corrían detrás de un perrito peludo.

Sonreía a la gente con quien se cruzaba, pero todos le huían. Nadie respondió a su sonrisa. Se acomodó el pantalón abierto por delante y se sentó en el primer lugar que encontró, pero vino un señor amable y le dijo que se fuera de allí, que ése no era lugar para sentarse porque le podía pasar un auto encima, y vio que muchos de ellos venían hacia él y tuvo miedo, se aferró al brazo del desconocido que trató de tranquilizarlo y lo llevó hacia otra parte. «Cerrate el pantalón, compañero», le dijo, pero él no podía: tenía entorpecidas las manos. Entonces lo ayudó a arreglarse y lo dejó sentado en la vereda, viendo pasar los colectivos llenos de gente colgada de las puertas.

  —64→  

Cuando sintió hambre vagó durante varias cuadras buscando algo que comer en el piso. Caminó mirando el suelo, entonces tropezó con varias personas que le recriminaron por no atender por donde andaba. Cansado de buscar se sentó nuevamente en la vereda a esperar, entonces vio, al otro de la calle, varios pollos que giraban uno tras otro, uno tras otro, interminablemente. Se levantó y fue directo hacia los mismos, queriendo calmar su hambre. Entró al bar y fue hacia su objetivo agarrando uno de los pollos con las manos. Gritó de dolor, estaba muy caliente. Cuando se entretuvo friccionándose las manos, sintió que alguien lo sacudía con fuerza y lo sacaba a empujones del lugar.

Apretó sus manos contra la pared para intentar mitigar el dolor. Volvió a vagar sin rumbo determinado, y vio a lo lejos el puente sobre la calle, entonces se dio cuenta que estaba por llegar a su lugar de siempre. Encontró manzanas podridas amontonadas en pequeños basurales y las comió con ganas, deleitándose con cada trozo negruzco. Llevó tres manzanas, un pedazo de pan y buscó un lugar donde acomodarse para dormir.

Se tendió boca arriba sobre un montón de césped al lado de una casilla. De a poco comenzaron a aparecer las estrellas y en su cabeza se agolparon imágenes suyas con el guardapolvo blanco y tres cuerpos ensangrentados sobre el asfalto: de una mujer hermosa y dos niños que lo llamaban papá.



  —65→  

ArribaAbajoEl refugio

Aún hoy, el baño sigue siendo para Nara un lugar de sosiego. Allí piensa, lee el diario o el capítulo de algún libro; allí llora, se desahoga, allí sueña. Cuando era niña solía encerrarse durante horas en el baño a fin de huir de los problemas. Vivió algunos años en Buenos Aires, en una casa de inquilinato en donde los dos únicos baños se compartían entre la docena de departamentos y generalmente uno de los dos estaba ocupado por ella durante largo tiempo.

¿Qué hacía allí durante lapsos interminables? Nada. Simplemente bajaba la tapa del inodoro y se sentaba encima: los codos sobre las rodillas y la cara entre las manos esperando que pase la tormenta. Una de las inquilinas, doña Dominga, española y temperamental pero de gran corazón, fue quien influyó muchísimo en su formación porque le daba consejos. La pileta de lavar ropa, también compartida, se encontraba al lado de la puerta de la buena señora, entonces mientras Nara lavaba la ropa, doña Dominga sermoneaba todas las mañanas: «Haz esto, aquello no se hace, esto debe ser así o de aquella manera».

Hablaban, discutían sobre diferentes puntos sobre el amor, la amistad o la moralidad. Doña Dominga le hablaba de su niñez en un enorme viñedo en su lejana España, de los hombres con pies enormes que pisaban la uva, de las bondades del vino para darle brillo a los cabellos, del recuerdo de su madre, del marido muerto muy joven, de los años duros para sacar adelante la crianza de sus dos hijos varones. Uno de ellos estaba casado, el otro, con más de cuarenta años vivía con ella. A Nara le gustaba escuchar la historia de Cervando: él había tenido parálisis infantil y le practicaron una operación exitosa para que caminara bien, pero al abandonar el hospital, cuando cruzaban una plaza, un niño que jugaba lo lastimó con su pelota. Todo fue inútil, no lo pudieron recurar y él quedó rengo.

Día a día, doña Dominga le sermoneaba sobre lo incorrecto de pasar encerrada tanto tiempo en el baño cuando los demás tenían   —66→   que estar esperando para entrar, pero no todo era sermón, porque entre plagueo y plagueo le preparaba enormes sandwiches que la gula de los diez años de Nara devoraba en dos minutos.

Cuando llegaba el momento del encierro en el baño, doña Dominga le golpeaba la puerta y le gritaba que no era la única que necesitaba el baño. Esto ocurrió durante bastante tiempo, hasta que un día relacionó los gritos, los ruidos y los golpes con los escapes de la niña: Nara se encerraba en el baño cuando su mamá y su padrastro se peleaban.

Entonces nunca más la apuró a salir, a abandonar su refugio, sólo le decía: «Quedate tranquila, nena, vamos a usar el otro baño».



  —67→  

ArribaAbajoLos manchones

«Uno, dos, tres. ¿Lo mojo o no lo mojo?». Flaviana apretó contra su pecho el enorme oso de peluche y lo acunó como si fuera un niño. «Se va a deformar y va a quedar peor que ahora», pensó mientras diluía el jabón en polvo dentro de la pileta. Uno, dos, tres. Al apretar al oso cerraba en ese abrazo un montón de recuerdos atesorados durante años... veinte años, para ser más precisos.

Con un fondo de música de calesita y fiesta patronal, le volvían a la mente imágenes pasadas y queridas. Como tantas veces en su memoria, se volvió a ver vestida con una ropa alegre, llena de guardas y encajes, luciendo su alegría de la mano de Mario. Fue durante la fiesta patronal. Por la mañana habían asistido juntos a la misa y a la procesión, después fueron al parque donde se habían instalado la calesita, los juegos de azar y los vendedores de muñecos de barro y de fantasía.

Había también un puesto de tiro al blanco con hermosos premios para los ganadores. Apenas vio el oso lo quiso para sí y Mario tuvo que gastar todo lo que tenía para alquilar las flechitas con qué intentar llegar al centro del arco, hasta que lo consiguió y pudo ganar para ella el oso amarillo con manchones lilas. «Los osos de verdad no son de este color», le había dicho muerto de risa, pero precisamente por eso le gustaba tanto, porque era un oso diferente a todos los demás.

Cuando acabó su permiso, Mario volvió al trabajo como marinero de un barco, pero prometió volver para las fiestas, y para eso sólo faltaban dos meses. Flaviana guardó con amor su oso y sus ilusiones y se consolaba abrazándolo cuando lo extrañaba demasiado. Cada quince días recibía cartas, y en cada una le enviaba algún pétalo o una flor pequeña. «Una margarita de Puerto Rosario para mi rosa», decía a veces, o bien «Una flor de camalote para la reina del río», y Flaviana se sentía una verdadera reina, amada y recordada todo el tiempo.

Un anochecer estaba cosiendo sus zapatillas en el corredor   —68→   cuando llegó don Ernesto, el papá de Mario. Cuando lo vio se dio cuenta de que algo había ocurrido. Se paró frente a ella y no pudo hablar, la abrazó con fuerza y lloró desconsoladamente. «Se cayó al agua y no lo encuentran», le dijo, con la voz entrecortada por el llanto, «se cayó al agua y todavía no flotó...». Creyó que iba a volverse loca del dolor. Se encerró en su pieza durante días, tuvieron que obligarla a comer. Acurrucada en su cama con el oso en los brazos dejaba pasar las horas esperando que alguien viniera a decirle que no fue Mario quien cayó al agua, sino que un bulto cualquiera y que él había aparecido en otro puerto, que no había muerto sino que se demoró recogiendo alguna flor silvestre para ella.

Pero jamás apareció, ni siquiera encontraron el cadáver. Muchos dijeron que la hélice pudo haberlo triturado, entonces los peces...: No volvió a sonreír en muchísimos años. Ya no quiso estudiar, ni comer, ni vivir. Se convirtió en una muñeca de trapo que rondaba las esquinas para releer las cartas en la penumbra y esparcir los pétalos marchitos sobre la cama.

El oso estaba muy sucio. Movió las manos dentro del agua para que el jabón hiciera espuma. Uno, dos tres: introdujo al juguete lentamente y con el peso del agua su volumen aumentó. Lo fregó una y otra vez hasta sacarle toda la tierra acumulada y lo colgó de las orejas en el alambre del patio. Sentada en una silla vio cómo se iba secando de a poquito, y observó con tristeza que las manchas lilas desaparecieron para dar lugar a manchones marrones tan oscuros y tristes como los de su corazón.



  —69→  

ArribaEl panteón 87

Bajó del colectivo en la puerta del cementerio. Junto a la florista dudó entre una docena de margaritas o un ramo de rosas pálidas a medio abrir, con tallos cortos y muchas espinas. Se decidió por estas últimas. Recorrió el largo pasillo y el ruido de sus tacos retumbó en el campo santo molestando la quietud de la siesta.

Hacia el fondo, un albañil terminaba presuroso un panteón, seguramente el habitante llegaría en unas horas, para compartir con esos miles el lugar donde quedan dormidos los últimos sueños.

El sol de las dos de la tarde le quemaba la piel y hacía brotar gotitas por los poros. Frente a un panteón enorme, una anciana de luto sentada en una silleta, acomodaba jarrones con viejas flores de plástico mientras algunas lágrimas enormes y silenciosas salpicaban el piso. Se perdió en un laberinto de tumbas, cruces y grupos de malezas, le costó encontrar el panteón. «La tercera hilera después de la calle principal, el panteón 87, está pintado de amarillo y siempre tiene flores frescas y parece un lugar alegre en medio de tanta tristeza», le había dicho su madre.

Allí estaba. Recién pintado, con veredita y dos manchones de flores bien cuidadas en los costados. En el frente, a un lado de la puerta, una foto y una placa dorada que rezaba: «De tu esposa y tus hijos», volvió a repetir mientras un nudo enorme en la garganta se desató produciendo un llanto ruidoso.

Sacó las flores del florero y anque estaban frescas las reemplazó por las rosas pálidas. Miró a través del vidrio, estaba, el cajón tapado con un cobertor blanco bordado y lleno de encajes. Y adentro él, su padre, quizás ya apenas huesos, apenas un montón de ropa hechas añicos y huesos descarnados.

Cuando empezó a enfermar le habían escrito varias veces «papá quiere verte, papá quiere verte», pero no acudió al llamado, estaba demasiado ocupada con su éxito de bailarina en una discoteca europea. «Papá quiere verte», había dicho la última carta que   —70→   recibió antes de aquella en la que le contaron que había muerto llamándola repetidas veces.

Y no vino, ni siquiera cuando murió. Ni para las misas, ni las novenas, ni en el primer aniversario. Sólo ahora, diez años después, y encontró a su madre ya cansada y vieja, a sus hermanos muy rencorosos y dolidos con ella. Por eso cuando pidió que alguien le acompañe al cementerio todos se negaron, ni siquiera le quisieron explicar la ubicación. Sólo su madre la recibió como siempre y la acogió con afecto.

No supo en qué momento se encontró hablándole, pidiéndole perdón por no haber venido cuando aún vivía, o aunque sea para traerle flores antes de que su cuerpo se marchitara del todo. Le conto de esos años lejos, creyéndose feliz sin necesitar de nadie, ganando mucho dinero, recibiendo el aplauso y la admiración de los hombres y de vez en cuando el amor un poco duradero de alguno. «¿Me vas a perdonar?», le repetía una y otra vez, «tenés que perdonarme para que sea realmente feliz».

«No tiene que llorar tanto, señorita», le dijo un nene con un balde de agua en la mano, «le va a perdonar porque ese señor es bueno, por eso ha de ser que todas las semanas vienen todos sus hijos a verle». El nene con el balde se alejó y queriendo ayudarla, la hizo sentir más culpable. «Vienen todos sus hijos a verle», repitió.

Cuando iba a marcharse notó que las rosas se abrieron completamente.





Indice