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Una cala en la perspectiva filosófica de Ortega

Antonio Rodríguez Huéscar





Comenzaré con una frase que parece un juego de palabras, pero cuyo desarrollo será toda esta conferencia: la perspectiva filosófica de Ortega consiste justamente en ser una «perspectiva» y saber que lo es. En mi estudio Perspectiva y verdad creo que quedó claro que el «perspectivismo» no es en Ortega meramente una etapa o fase de su doctrinal filosófico -como a veces se ha dicho-, sino una intuición fundamental y una idea básica, perfectamente traducible en un «principio», que preside e informa el despliegue total de su pensamiento, por lo menos desde 1910 («Adán en el Paraíso») hasta el fin de su vida (lo que, por otra parte, confirman declaraciones del propio Ortega, como la del «Prólogo-conversación con Fernando Vela» al Goethe desde dentro, donde dice: «Advierta usted que esta teoría no es una teoría independiente y aparte en mi obra. Es la teoría general de mi filosofía: el perspectivismo»). Lo cual implica que éste tampoco es sólo el nombre de una doctrina gnoseológica -otra opinión repetida-, sino el de una nueva posición metafísica que, por supuesto, tiene una primordial proyección en su teoría del conocimiento, como la tiene en cualquier otro tema o problema, grande o pequeño, canónico o inusual, de los muchos que solicitaron su ávida e inquieta atención intelectual. Siempre he sostenido que el pensamiento de Ortega en su integridad, incluso en los escritos aparente o realmente más «de circunstancias» -no digo «más circunstanciales», pues esto lo son todos, en el sentido preciso y «deliberado» metódicamente postulado por él-, en los de más minúsculo tema o más aparentemente lúdicos, y hasta en el pensamiento exteriorizado en el terreno coloquial, tiene siempre una intención, un trasfondo y, por tanto, un último sentido metafísico -afirmación que habrá que entender, claro es, teniendo en cuenta el giro significativo que la voz «metafísica», y la misma voz «filosofía», experimentan justamente por obra del pensamiento orteguiano-. En virtud de este giro, en la «perspectiva filosófica» de Ortega -y con esto adelanto algo de lo que después hemos de ver más detenidamente- los problemas todos se organizan, metódicamente, dentro de un «campo metafísico» que les confiere coherencia última por su común pertenencia -aunque también por su distinta «localización topográfica»- en él. (Es la que llamamos «perspectiva de problemas», de que luego hablaré). Todo ello determina una serie de exigencias metodológicas que tienen el sentido de condiciones sine quibus non para un tratamiento de tales problemas adecuado a dicha radicación -exigencias de que me ocupé con algún detalle en mi mencionado estudio-.

Y tendríamos con esto un primer rasgo o, por mejor decir, una primera vista o aproximación al rasgo fundamental de la «perspectiva filosófica» orteguiana, que podríamos resumir así: la «perspectiva filosófica» de Ortega, precisamente por ser una «perspectiva», en el sentido técnico que esta palabra tiene en él, no puede menos de ser una perspectiva organizada desde una óptica esencialmente metafísica. (Espero que esta fórmula, que a primera vista puede parecer un tanto crítica, se vaya aclarando progresivamente en lo que sigue). A esa consideración responde, en efecto, el que yo haya recabado para esta idea básica de Ortega el rango de «tercera gran metáfora», pues aunque el propio Ortega propusiera como tal la, digamos, más elegante de los Dioscuros o dii consentes, frente a «las dos grandes metáforas» (1924) -la del «sello y la cera» y la del «continente y contenido»- en que resume las dos grandes etapas históricas de la filosofía anteriores a él (la realista y la idealista), creo que esta de la «perspectiva» expresa mejor que aquellas ciertos aspectos decisivos del giro metafísico orteguiano, es decir, resulta, a este respecto, más eficaz como «medio esencial de intelección» -que es el papel «cognoscitivo» estricto que Ortega asigna a la metáfora-. Ese valor indudable tiene ya en las Meditaciones (1914), cuando escribe: «el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, no es cosa alguna determinada, sino una perspectiva». Ortega habla aquí del «mundo», pero es evidente que se trata ya de la «realidad radical», de la vida humana, puesto que toda perspectiva implica de modo absolutamente esencial un «punto de vista», es decir, un alguien, un yo, que mire, y en función de cuyo mirar la perspectiva se constituya. Se trata, pues, ya de la inescindible coexistencia e interrelación originaria de «yo y mi circunstancia», fórmula que aparece, como es sabido, en el mismo escrito con el rango de «principio» de toda su filosofía, y sobre la cual volveré después. Pero, llegado a este punto, se me ocurre que alguien podría preguntar si, a pesar de todo, se puede hablar propiamente, y, en todo caso, en qué sentido o sentidos, de una «perspectiva filosófica». A lo que yo empezaría por responder que la expresión no es mía, sino del propio Ortega. La encontraremos en diferentes textos, de los que citaré ahora sólo dos, ambos de La idea de principio en Leibniz: «[...] todas las filosofías -dice- son ya logro en cuanto que son, sin más, filosofía. Por muy erradas que sus doctrinas sean, lo son en una perspectiva -la filosófica- que es radical en su método y universal en su tema -ya de suyo más verdad que cualquiera no filosófica, es decir, parcial e intramundana» (344)-. El segundo es éste: «Muy especialmente es la filosofía lo contrario de todo provincianismo, porque consiste, quiera ella o no, en una perspectiva radical por su método y universalísima por su tema. Todas las demás perspectivas humanas son parciales y su "modo de pensar" o de sentir o de ser es un provincianismo del pensar, del sentir o del ser» (374).

En estos textos la expresión «perspectiva filosófica» tiene, al parecer, un sentido genérico que reclamaría validez para todo el pensar filosófico, o al menos, más estrictamente, para todo el pensar genuinamente, «auténticamente», filosófico. Pero, por otra parte, es claro que lo que dichas expresiones enuncian acerca de la filosofía pertenece a la peculiar visión orteguiana de la misma, es decir, a su propia «perspectiva filosófica». En efecto, los dos rasgos por los que ésta se define: la radicalidad del tema y la universalidad del método van a ser, como veremos -adecuadamente entendidos- los que confieren a esta «perspectiva» su máxima originalidad. El adjetivo «radical» es quizá la palabra que más se repite en los escritos de Ortega, et par cause: es uno de los términos «técnicos» de su filosofía absolutamente insustituible en ella. Por eso, aunque su repetición parezca a veces tópica y convencional, e incluso pueda vulnerar un tanto al estilo orteguiano, resulta ser todo lo contrario. Y en cuanto a la «universalidad», representa igualmente el otro rasgo esencial, y complementario del primero, por el que dicha «perspectiva» plenifica su sentido irrenunciablemente metafísico y necesariamente sistemático. En la misma obra a que las anteriores citas pertenecen Ortega usa, también abundantemente, la expresión «modos de pensar», que en unos lugares viene a coincidir con la de «perspectiva intelectual» y en otros con la de «método». Y desde el comienzo mismo enuncia un postulado general que liga funcional e indisolublemente el «modo de pensar» o método -formulado o no- que cada filosofía encarna y practica, con su idea del «ser» o, más propiamente, de la realidad. Y establece de entrada -esto es importante- una prioridad del «modo de pensar» sobre la doctrina de la realidad que mediante él se exponga o mantenga, hasta el punto de afirmar que si en una filosofía no se transparenta claramente su método, es que no es una buena filosofía (27-28). Todo el Leibniz, portentoso libro, aun en su increíblemente largo inacabamiento -valga la paradoja-, es una lúcida aplicación de estos postulados al desenvolvimiento histórico del pensar teorético occidental, y en una adecuada exégesis de los mismos enderezada a calar en el pensamiento el propio Ortega encontraríamos inestimables claves para nuestro asunto. Pero no basta con el Leibniz, claro está. Como pasa con cualquier tema o problema filosófico que quiera ser bien comprendido en Ortega, hay que perseguirlo en el gran movimiento mental que son su obra y su vida íntegras, y ello no tanto en el sentido usual de buscar su línea «evolutiva» cuanto en lo que podríamos llamar las «circunvoluciones» o giros cicloides o espirales de sus diferentes y sucesivos contextos -mentales y vitales-, que es la forma peculiar en que se despliega el pensamiento orteguiano en su efectivo desarrollo, de acuerdo con las exigencias o requisitos «circunstanciales» y, precisamente, «perspectivistas» -otros dos términos técnicos de su filosofía-, y de acuerdo, por tanto, con su «método de Jericó» o de las «series dialécticas» (de todo ello me he ocupado con detalle en mi mencionado estudio). Y todo esto pertenece, por supuesto, esencialmente a su «perspectiva filosófica». En mi largo repensar a Ortega, insistentemente he tratado de entender el verdadero significado de su «innovación filosófica», o «metafísica» -en él son términos equivalentes-, y puedo decir, si es que sirve de algo -aunque sólo sea como mínimo resultado de tan sostenida atención intelectual- lo siguiente: primero, que sólo ese tipo de «lectura», capaz de captar cada una de las «vistas» que son los escritos orteguianos dentro de su interno «movimiento dialéctico», es decir, dentro de su «perspectiva» -o «contexto»- a la vez «panorámica» y «giroscópica» (él dice a veces que el progreso de la filosofía no es lineal, sino circular, sólo, digo, teniendo muy presente ese estar sostenida cada parte de su filosofía por la totalidad de ese gran movimiento mental que fue su íntegra vida pensante -y ése es el sentido de su «sistematismo abierto» -, puede irse descendiendo a niveles de intelección cada vez más profundos de su pensamiento. Digo también, en segundo lugar, que ese tipo de lectura es laborioso y exige concentrado y sostenido esfuerzo. El pensamiento orteguiano encierra, tras su tersa claridad, elegancia y facilidad expositiva, una enorme complejidad actual, y mayor aún potencial, por corresponder al estadio o nivel más avanzado, del desarrollo histórico de la filosofía: justamente el del descubrimiento pleno y efectivo de la historicidad intrínseca y constitutiva del pensar mismo (como parte de la de todo lo humano), es decir, el descubrimiento de la «razón histórica» -que marca, como él dice, el «nivel de su radicalismo»-, por lo que sobre él está gravitando, quizá con más constancia, proximidad y «actualidad» que sobre ningún otro de nuestro tiempo, toda la aporética esencial de la filosofía, en la perspectiva dialéctica de su historia. Y el Leibniz constituye precisamente sólo un pequeño e incompleto, pero inestimable ejemplo entre todos los escritos orteguianos de lo que esto quiere decir, inestimable digo, porque es el primer y único ensayo que Ortega llevó a cabo con la intención de hacer, por vía «ejecutiva», más patente de lo que hasta entonces lo había sido este rasgo de su pensamiento, ante los que se empecinaban en ignorarlo, que eran entonces casi todos -y que siguen siendo hoy todavía la inmensa mayoría-. Diré, en fin, y en tercer lugar, que casi todos los filosofemas orteguianos, como primeros productos que son de ese nuevo «modo de pensar», de esa «instauratio» que es la razón viviente o histórica, cuya «aurora» está representada, más que por ningún otro filósofo, por el propio Ortega, encierran esa virtualidad innovadora a que antes me he referido, sin cuya percepción no hay comprensión completa de ellos. Por eso, con Ortega sucede algo paradójico, y es que suele entenderlo mejor -aunque, claro está, más «superficialmente»- el lego en filosofía que el diserto en ella, porque éste casi nunca está dispuesto a realizar el gran esfuerzo -del que el lego está dispensado- de repensarlo a fondo.

Según lo expuesto, para hacer nuestra cala en la perspectiva filosófica de Ortega, y precisamente en función del «modo de pensar» que le es peculiar, deberíamos enfrentarnos de algún modo con la totalidad de ese pensar suyo. Es evidente que esto es, aquí y ahora, imposible -aunque se supone que el intento implique ya el haberlo hecho, con mayor o menor eficacia-. Pero sí es posible -y es lo que haremos- tomar como puntos de referencia, algunos de los más significativos en las principales «circunvoluciones» orteguianas en torno a este tema, y, por otra parte, seleccionar, dentro del complejo asunto, sólo unos pocos aspectos del mismo. En cuanto a lo primero, he elegido como textos referenciales más esclarecedores -aunque sin pretensión alguna de exhaustividad- los siguientes: Meditaciones del Quijote (1914), Verdad y perspectiva (1916), El tema de nuestro tiempo (1923), Kant. Reflexiones de centenario (1924), ¿Qué es filosofía? (1929), Unas lecciones de metafísica (1923-33), En torno a Galileo (1933), Prólogo para alemanes (1934), Ideas y creencias (1935), Apuntes sobre el pensamiento (1941), Sobre la razón histórica (1940-44), Prólogo a la «Historia de la Filosofía» de Brehier (1942), Origen y epílogo de la filosofía (1943-45-46) y La idea de principio en Leibniz (1947). Es obvio que no se trata de hacer aquí ni siquiera un extracto sinóptico de estos textos, sino sólo de señalarlos como fuentes más directas y, según he dicho, como obligados lugares de referencia, de lo que aquí voy a decir (o he dicho ya). En cuanto a lo segundo, he elegido tres aspectos del vasto tema, atendiendo, por una parte, a su idoneidad para caracterizar la «perspectiva filosófica» de Ortega, pero también, por otra parte, a las posibilidades que ofrecen de internarnos en ellos en el limitado tiempo de que disponemos, y, por último, también, a la relativa novedad de enfoque de la cuestión que representan. (Desde luego -casi es innecesario advertirlo-, todo lo dicho y lo aún por decir en esta conferencia presupone un conocimiento general del pensamiento de Ortega suficiente para recoger las numerosas alusiones y para suplir las no menos numerosas omisiones de partes del mismo que en toda conferencia de filosofía son forzosas). Los tres aspectos elegidos se pueden resumir en los siguientes epígrafes, que trataremos en este orden:

  1. Una filosofía de y para la crisis.
  2. Una filosofía de y para la libertad.
  3. Una filosofía de y para la salvación.

Las tres responden a dimensiones esenciales del pensamiento orteguiano que se dan en íntima conexión y articulación y que representan otros tantos vectores de originalidad de este pensamiento. Y las tres, naturalmente, podrían quedar absorbidas en un solo enunciado, que sería: «Una filosofía de y para la vida».

Comencemos, pues, por el primero: Una filosofía de y para la crisis.

Es evidente que la «perspectiva filosófica» de Ortega pertenece al tipo histórico de las perspectivas de crisis. Toda perspectiva filosófica es en algún grado y modo «crítica», puesto que nace como reacción a una crisis o «quiebra» de creencias en el filósofo, en el individuo que será filósofo justamente como consecuencia de esa crisis personal. Pero el filósofo por antonomasia «crítico» -en este sentido, no en el «escolar» en que, por ejemplo, se habla del «criticismo» kantiano -es aquel en que esta crisis personal coincide, más o menos, con una «crisis histórica». Podríamos decir que en esos filósofos -en sus filosofías- la crisis histórica cobra máxima conciencia de sí misma. En la de Ortega esto sucede incluso -quizá por primera vez en la historia- temáticamente. Una gran parte del pensamiento orteguiano está consagrado, como se sabe, a una profunda auscultación reflexiva de la crisis de nuestro tiempo, (de los filósofos contemporáneos de Ortega el que más se le aproxima en este terreno es Jaspers), a un indagar sin pausa en su complejo y peculiar problematismo. La perspectiva histórica en que Ortega ve nuestra crisis arranca desde la del Renacimiento, que se abre en el siglo XV y que da de sí la modernidad -en rigor, el tránsito de perspectivas que fue aquella crisis, el desprenderse de un sistema de creencias e irse habituando a otro, esas dos «rudas faenas», como las llama Ortega, las «cumplen las generaciones europeas de 1350 a 1550»1 (1)-. Viene después el período de vida asentada de la modernidad. «La vemos hoy» -escribe Ortega- «como un trayecto completo, con su fin reciente y su comienzo en 1600»2, y es ese mundo de convicciones el que ha perdido vigencia o entrado en crisis, el que ya no nos sirve, sin que aún hayamos podido sustituirlo por otro. Y estamos hoy -y en nuestro hoy aún más agudamente que en el de aquellas palabras de Ortega- en plena «ruda faena» de transición. Esta nueva crisis general, la nuestra, podemos decir, pues, que se inicia con el siglo. Hay toda una serie de fenómenos y síntomas característicos (el de la «rebelión de las masas», por ejemplo, es de los más notorios y divulgados, pero es sólo uno de ellos) que Ortega señala y estudia, y en los que ahora no podemos detenernos, que dibujan la figura de esa nuestra gran mutación histórica. De ellos se desprende la conclusión de que estamos sumergidos en la crisis más importante de todos los tiempos. (Esta idea se va acentuando en Ortega a lo largo de su vida, a medida que va penetrando más y más en su desarrollo, y en sus penúltimos y últimos escritos hay ya signos de un pesimismo que sería un rasgo nuevo e inquietante en su estilo vital y en su «modo de pensar» -lo apunto sólo de pasada, y sólo como «hipótesis de trabajo», aunque tengo razones para pensar que es mucho más que eso). Nos importa ahora, más que ningún otro aspecto de la crisis, su manifestación en el pensamiento, lo que se suele llamar «crisis de la inteligencia» o «crisis de la razón», es decir, lo que puede afectar más directamente a la perspectiva filosófica. De este aspecto se ha ocupado Ortega también ampliamente, y quizá el texto más significativo a este respecto -además del Leibniz- sea los Apuntes sobre el pensamiento (1941), de donde son las siguientes palabras: «Es dentro del Pensamiento, en sus senos profundos, donde se ha producido una radical peripecia, cuyo calibre no sabemos al de cuál otra comparar en todo el pasado occidental. Un aforo mínimo nos llevaría a emparejarla con la crisis de ideas que abrió el siglo XV. Pero apenas ensayamos la confrontación nos parece que la similitud es insuficiente, lo mismo en cantidad que en calidad. La crisis actual es más honda y más súbita. Por otra parte, su calidad es, en cierto modo, inversa de la que observamos en el gran drama mental que se suele llamar Renacimiento»3. La crisis de la razón no significa una pérdida total de confianza o fe en ella -esa fe que fue justamente la que cimentó todo el suelo intelectual de la modernidad. Ortega caracteriza así «nuestra íntima situación frente a la razón, frente a la inteligencia»: «Perdido el hombre en la selva selvaggia de las ideas que él mismo había producido, no sabe qué hacer con ellas. Sigue creyendo que sirven de algo inexcusable, pero no sabe bien de qué. Sólo está seguro de que su servicio es diferente del que se les ha atribuido en los últimos tres siglos. Presiente que la razón tiene que ser colocada en otro lugar del que ocupaba en el sistema de acciones que integran nuestra vida. En suma, que de ser la gran solución, la inteligencia se nos ha convertido en el gran problema4. Ortega menciona repetidamente, como expresión de esa situación intelectual de significado agudamente revelador, la famosa «crisis de los fundamentos» dentro del campo de la ciencia, en las primeras décadas de nuestro siglo. Pero es evidente que donde la crisis de la razón halla su manifestación -o su repercusión- más genuina y profunda es en la filosofía. Habrá que preguntar, pues, cuál es la «perspectiva filosófica» que Ortega encuentra y cómo reacciona ante ella, es decir, por cuál va a sustituirla. El mismo nos ha dibujado en diversos lugares aquella perspectiva como un paisaje de vías muertas o de experiencias intelectuales, en el mejor de los casos -como sucede con la fenomenología-, en espléndida fulguración final («canto de cisne» -la llama- del idealismo y del racionalismo). Y también nos ha contado -especialmente en Prólogo para alemanes- cuál fue su reacción juvenil y el propósito o programa de acción filosófica que a sí mismo se impuso ya entonces, y que efectivamente llevó a cabo a lo largo de su vida con ejemplar fidelidad. Todo esto es bien conocido y no voy a insistir sobre ello. Lo que importa ahora es subrayar que la crisis filosófica que Ortega contempla, y que se empeñará en superar, corresponde, pues, por su importancia y profundidad, a las de la crisis histórica general que marca la iniciación del siglo XX, y que es, en su opinión, la de una época entera. Se trata, pues; de una situación de encrucijada histórica. La luz que la ilumina es, por tanto, tenue, crepuscular; pero el crepúsculo puede ser de ocaso -como lo vio Spengler- o de aurora, y ambos se dan a su tiempo en toda crisis. Ortega, llevado de su temple animoso y de su innato entusiasmo intelectual, propende a destacar las luces alborales del nuevo tiempo, de la nueva «sensibilidad histórica» que se anuncia, «nada moderna y muy siglo XX», pero sin ignorar la gravedad y trascendencia del «tránsito», sin dejar de ver que se trata aún de una incierta aurora, de una luz indecisa, y todo ello se va reflejando en las etapas de su filosofía, con diverso acento e intensidad, como un grave contrapunto a su característico «temple jovial». Y, por lo pronto, Ortega advertirá que una filosofía que sea respuesta a una situación tan honda y ampliamente problemática como la suya -es decir, la de su tiempo, la suya personal y la de la filosofía misma- tiene que decidirse a un máximo de «radicalidad», lo que equivale, en su lenguaje, a un máximo de filosofía. O, dicho en otros términos, tiene que atreverse a ser metafísica, con todas sus consecuencias, esto es, afrontando todas las enormes dificultades que ello implica en una tesitura histórica como la nuestra. Y esto, lejos de ser una «petición de principio», es justamente lo contrario: la inexorable necesidad de buscar un nuevo principio para la filosofía. En esto Ortega se alinea en todo el movimiento de entresiglos que se suele llamar vagamente de «restauración de la metafísica», pero con acento y actitud propios y, en varios esenciales respectos, incluso opuestos a los de los principales representantes de ese movimiento. Ahora bien, el hallazgo de un nuevo principio, en una coyuntura crítica de las características de la de nuestro tiempo, implica -además de genialidad filosófica, naturalmente- unas exigencias en el punto de partida especialmente rigurosas y que afectan, en estricta correlación, también a los momentos que le subsiguen, en este orden: 1) Toma de conciencia de una situación prefilosófica -por tanto, vital, creditual»- de extrema desorientación. 2) Iniciación de la filosofía en una duda de similares características. 3) Traducción de esa duda en un preguntar adecuado, esto es, planteamiento del problema, o los problemas, fundamentales: constitución, pues, clara y precisa de una adecuada «perspectiva de problemas». 4) Formulación del, o de los, nuevos principios resultantes del proceso anterior, y pautas metodológicas para su estricta observancia y aplicación. 5) Constitución de la nueva «perspectiva filosófica» completa, es decir, elaboración de la nueva doctrina metafísica. Y en todas estas etapas se postula -no por una decisión o elección más o menos discrecional, o más o menos «justificada» externamente, sino por inexorable necesidad de la situación misma de que se parte y con una justificación interna, por tanto, que funcione ya como principio, es decir, como parte esencial y primordial de la doctrina filosófica misma -un nuevo nivel de radicalidad: el requerido por el momento histórico-dialéctico (no en el sentido hegeliano de un despliegue lógico, sino en el nuevo sentido orteguiano que corrige y desarrolla en forma original la Realdialektik a que aspiraba Dilthey), o, dicho en locución más vernácula -también orteguiana-, el requerido por la «altura de los tiempos». En efecto, la constitutiva historicidad de la vida humana, que Ortega definitivamente descubre -esto es, que no sólo entrevé, sino que eleva a expresión filosófica suficiente-, hace que todo lo humano, y, por tanto, la filosofía misma, se dé en niveles que no sólo sitúan el hecho humano dentro de una serie o escala, sino que lo cualifican internamente, que lo afectan de un modo esencial e irreductible. La situación -concepto estrictamente complicado con el de «perspectiva» -pertenece, pues, a la estructura metafísica de la vida humana. Pero la situación, en su efectiva realidad, implica no sólo la dimensión de su intrínseca historicidad, sino también, encajada en ella, la de su no menos intrínseca «circunstancialidad» individual, es decir, su localización y singularización espacio-temporal y personal. Y es esa situación integral, efectiva, la que llevará a Ortega a un dudar, un preguntar y un responder filosóficos peculiares que constituyen un nuevo «modo de pensar» -en el sentido que él da a esta expresión en el Leibniz- y que representa ese nuevo nivel de radicalidad postulado por la profundidad de la situación crítica de que parte. Mas, como el nivel, según acabo de decir, no es sólo una variante escalar del hecho humano al que pertenece, sino también una variante cualitativa, resultará que la duda orteguiana -y, correlativamente, sus momentos filosóficos subsiguientes- no sólo se da en un estrato más hondo que la cartesiana (que es la que corresponde a la última crisis epocal anterior a Ortega), sino que tendrá un significado distinto -como la cartesiana lo tiene, aun a mayor distancia, por ejemplo, con respecto a la agustiniana, a pesar de sus sorprendentes similitudes de formulación. Es decir, que los términos mismos «duda», «pregunta», etc., adquieren en cada caso un nuevo sentido. (Y al decir esto, entre paréntesis, no estoy haciendo sino practicar una aplicación de otra de las innovaciones orteguianas: su doctrina de la «universalización» de los conceptos ocasionales en las «humanidades», en general, y en la teoría de la vida humana, es decir, en la metafísica, de modo, diríamos fundamental.) Pues bien, sucede que esas variaciones de nivel y de sentido, no sólo difieren en su contenido, sino también en su magnitud, y ambos índices de variación se corresponden y, a la vez, «convergen» tendencialmente. En cuanto a lo primero, el nivel, hay que decir que el radicalismo que Ortega exige para la filosofía, dada la magnitud de la crisis -en las tres dimensiones señaladas-, no se contenta con menos que con llevar la duda adonde nunca llegó, nivel que él caracterizó como «un cartesianismo de la vida»; se trata de extremar y sutilizar la duda hasta los linderos mismos del escepticismo, pero sin llegar a esterilizarla cayendo en éste, aunque sería más apropiado decir: llegando hasta él, pero entendiendo por «escepticismo» algo distinto de lo que este término ha venido significando como denominación de una posición gnoseológica. Es algo qué está, sin duda, en Ortega, aunque más como una vislumbre que como una idea bien perfilada. Es éste un punto difícil y no dilucidado -ni apenas advertido- del pensamiento orteguiano, sobre todo: -repito- en su penúltima y última fase. Aflora en unos cuantos textos suyos que plantean todo un problema de interpretación, por cuanto parecen encerrar un sentido opuesto a toda su doctrina expresa del conocimiento. Y lo que no se puede hacer es ignorarlos, porque están ahí. Citaré algunos de los que me parecen más expresivos y daré luego mi interpretación, advirtiendo el carácter no definitivo de ésta, y, por tanto, cautelarmente abierto a posibles rectificaciones. He aquí las citas: «[...] el progreso en el filosofar...», «puede consistir, a la postre, en que otro buen día» -se ha referido antes al de su nacimiento en Grecia- «descubramos que no sólo este o el otro "modo de pensar'' filosófico era limitado, por tanto erróneo, sino que en absoluto, el filosofar, todo filosofar, es una limitación, una insuficiencia, un error, y que es menester inaugurar otra manera de afrontar intelectualmente el Universo que no sea ni una de las anteriores a la filosofía, ni sea ésta misma. Tal vez estamos en la madrugada de ese otro "buen día"»5. Aquí se trata de mera posibilidad, y lo dicho está en perfecto acuerdo con la idea orteguiana de la esencial historicidad de todo lo humano. A esa posibilidad la llama en otro lugar la de una «ultrafilosofía». Aquí no parece, pues, tratarse todavía de escepticismo, pero destaco en primer lugar este pasaje, porque me parece necesario para el buen entendimiento de los que ahora voy a transcribir, y en los que el término «escepticismo» está ya presente. Por ejemplo: «la filosofía más rigurosa es el platonismo, por su entraña de "escepticismo"» (L. 389). Y: «El nombre que mejor declara la víscera del conocimiento en cuanto pensar exacto es "escepticismo"; el hombre no tiene derecho a más y tiene la obligación de ser escéptico. Es el nivel propio al ser humano, que es animal hipotético, que vive de hipótesis, como Platón enseñó para siempre» (ibid.). (Aquí podríamos encontrar una atenuante en la expresión «en cuanto pensar exacto» -ya sabemos que éste es para Ortega uno sólo de los posibles «modos de pensar»-.) El contexto de estas frases es la crítica del existencialismo y de su idea del «compromiso»: «La obligación básica del filósofo» -sigo citando- «es hacerse cargo de la dubitabilidad sustancial constitutiva de todo lo humano y es, por tanto, el compromiso de ne pas s'engager» (L., 388). Desde la nueva «perspectiva filosófica» -que es la de la vida- esa «sustancial dubitabilidad» se hace patente, y al «preguntamos qué son los grandes problemas tradicionales de la filosofía en su raíz» -continúa la cita- «descubrimos que siempre han sido planteados en un aspecto ya secundario, derivado y no primitivo, espigados ya y no en su hipogea radicación» (L., 334). La cosa es fenomenal. Ortega denuncia así a todo el pasado filosófico de insuficiente radicalismo: «No se trata, pues» -dice- «de que las soluciones recibidas parezcan insuficientes, sino que parecen los problemas insuficientemente problematizados. Tenemos que aprender a verlos más exasperadamente» -subrayo fuertemente el adverbio- «haciéndonos cuestión de lo que menos se esperaría. Y esto no por alarde ni diversión, sino porque de hecho esa nueva y más honda y grave potencia de su problematismo está ya actuando -sin palabras, sin definiciones- en los senos de la vida actual. Quiérase o no, con favor del contorno o bajo la presión de su hostilidad, habrá que cumplir en el tiempo inmediato una gran faena filosófica; porque todo está en crisis, es decir, todo lo que hay sobre el haz de la tierra y de las mentes se ha vuelto equívoco, cuestionable y cuestionado». E insiste: la filosofía «tiene una vez más que ir por debajo de los cimientos mismos, so las cosas que parecían más incuestionables y últimas...». Este es su menester esencial, aun cuando sepamos que la filosofía «consiste en fracasar siempre, porque lo necesario, lo ineludible en ella, no es el logro, sino el intento» (L., 340). «[...] Cuando un criterio de verdad falla, se busca otro; cuando éste falla también, se busca un tercero, y así sucesivamente», «[...] los errores cometidos...», «se condensan en una experiencia general de frustración que automáticamente nos hace desconfiar de todo nuevo esfuerzo. Es la situación de escepticismo. Pero esta desconfianza...», «no anula la necesidad que sentimos de poseer ese criterio». ¿Qué sentido tiene todo esto? Para mí, se trata de la expresión superlativa del radicalismo crítico que Ortega postula para la filosofía de hoy, y que, no sabiendo ya cómo expresarlo de otro modo, lo hace recurriendo a una especie de paso al límite o, si se quiere, de una asíntota. En suma, que ese «escepticismo» orteguiano no es sino la superlativización del sentido crítico, dentro de una «perspectiva filosófica» -y, antes aún, de una perspectiva vital- de crisis parejamente radical; pero que tiene como necesario reverso -o quizá mejor, como «término» o meta- una idea igualmente «asintótica» de la verdad, que plasma en ese inquietante vocablo de «ultrafilosofía», y que paradójicamente implica la necesidad de que la verdad -se trata siempre de la verdad filosófica, que para Ortega es la verdad intelectual pleno sensu- vaya siempre sostenida por la duda («tanto de duda, tanto de filosofía» -dice-). Porque -Ortega insiste en ello- el papel o la función primordial de la duda no se limita aquí -como parece suceder en Descartes- al origen o iniciación de la faena filosófica -que es el que hasta ahora venimos ante todo considerando-, sino que debe seguir actuando a lo largo de toda ella, so pena de esclerosis y, por tanto, de muerte de ésta. Yo creo que no se ha prestado la debida atención a este papel fundamental de la duda en la filosofía de Ortega -y me incluyo a mí entre los que no lo han hecho-, y me parece necesario aportar un examen más detenido y profundo de este tema si se quiere alcanzar una comprensión más completa de aquélla. Hay fuertes razones para ello, de las que me limitaré a señalar ahora una muy elemental: si la filosofía para Ortega es, como sabemos, metafísica, y ésta, a su vez, es -o debe ser- un trasunto teorético lo más fiel posible de la realidad radical o vida humana, es evidente que la estructura de una adecuada perspectiva intelectual habrá de «reproducir», en lo posible y a su peculiar manera, la de la vida misma en su concreción real. Ahora bien, la perspectiva intelectual es siempre, en algún grado, abstracta y, en esa medida, irreal. La única perspectiva concreta y, por tanto, absolutamente real es la vital, y esto quiere decir, tomado con rigor, la de mi propia vida. De ahí toda una serie de aporías básicas de la filosofía orteguiana y de requisitos metodológicos enderezados a superarlas, es decir, a lograr una coincidencia cada vez mayor entre ambas perspectivas, coincidencia que definiría la verdad de un modo literalmente casi idéntico a la definición tradicional -adaequatio intellectui et rei-, pero donde los tres términos que entran en ella han sufrido drásticos cambios de sentido. Esa coincidencia nunca será perfecta, ciertamente, pero precisamente la filosofía encontraría también en el permanente intento de lograrla una de sus mejores definiciones. Sería la filosofía la progresiva aproximación asintótica hacia esa coincidencia entre la perspectiva intelectual y la perspectiva vital. Y en ese empeño la teoría filosófica, trasunto intelectual de la vida, sin dejar de ser estrictamente «racional», deberá ser también de alguna manera viviente -porque, ¿cómo lo no viviente, el rígido concepto de la razón tradicional o pura, podría aprehender o reproducir en sí el perpetuum mobile, la esencial y permanente innovación que es la vida? (es el problema de Bergson, pero en clave histórica y con solución «racional»)-. La filosofía entera de Ortega, como filosofía de la «razón viviente» o «histórica», es la original respuesta a esta cardinal cuestión, que constituye para él «el tema de nuestro tiempo». Ahora bien, como uno de los atributos primarios de la vida humana es su esencial peligrosidad e inseguridad, la perspectiva intelectual -cuya misión fundamental, por otra parte, es proporcionar a la vida esa seguridad que le falta-, paradójicamente, si ha de ser efectivamente una teoría viva, tendrá que asumir en sí esa esencial condición de la vida, y ésta es, precisamente, la función que cumple en ella la duda: la de mantener a la teoría, a la filosofía, a la verdad viva, es decir, en constante peligro, en constante alerta, en un movimiento perpetuo, pues, de revalidación, de reevindenciación, de re-originación, mediante una también permanente toma de contacto con la sustancial problematicidad en que la realidad últimamente consiste (a ello responde su «reforma de la inteligencia», su exigencia de un pensar en perpetuo «modus ponendo tollens», su «método heraclitano», su visión «sub specie instantis», etc.). Por eso Ortega reclama una primacía completa -dentro de la perspectiva intelectual- de la «perspectiva de problemas» sobre la «perspectiva de soluciones» (lo que Zubiri, por cierto, traduce a su lenguaje diciendo que la filosofía es un «método de interrogación más que de resolución»). Sobre este punto, en efecto, Ortega ha expresado con toda claridad, sin embargo, la pretensión de su esfuerzo filosófico: con toda decisión ha declarado hasta qué punto y por qué era grave e ineludible para la filosofía -y para el hombre, por tanto, en la medida en que aquélla es decisiva en la vida de ésta- y no para el hombre en general, sino para el hombre de hoy en su concretísima situación crítica -el abordar resueltamente esos problemas apremiantes, el atreverse a plantearlos en ese nuevo nivel de hondura y de urgencia desde el que instan y apremian al hombre actual. Traeré, a este respecto, otras pocas citas -ahora de Sobre la razón histórica (1940)-, que complementan o ilustran las anteriormente aducidas. Subraya Ortega lo que llama «el terremoto de la razón» (183), y agrega: «en un tiempo tan fabulosamente difícil como va a ser este en que vamos a entrar, con un tipo de hombre así» (se refiere al actual, al que caracteriza como el del «decir irresponsable») «no es posible hacer nada y urge acometer denodadamente la reforma de sus vísceras mismas» (185). Describe luego, una vez más, nuestra situación de crisis total y de ignorancia integral: «...¿qué nos queda de firme, de incuestionable? ¿Qué...», «donde poder hacernos firmes, hincar los pies y desde ello intentar reconstruir nuestra seguridad y lograr nuevos esclarecimientos»? Y su respuesta: «Sólo nos queda esa impresión dramática de caer en el vacío», ese sentirse cada cual «"como un hombre que avanza sólo y en las tinieblas"» -citando a Descartes-, «es decir, le queda a cada cual su personal vivir, su estar viviendo la desazón de su perdimiento». Pero el nuestro es más profundo que el cartesiano, «nuestra situación es más difícil, más grave», ya no nos basta como punto de apoyo la cogitatio, ya no puede ser ella última instancia; «necesitamos retroceder aún más...», «buscar una base aún más firme, más amplia y con menos supuestos, esto es, nuestro nudo y mismo vivir, nuestra vida» (196). He ahí «el inevitable punto de partida para una filosofía que "es filosofía y no meramente lo fue"...», «todo lo demás es problemático, cuestionable, dudoso», empezando por el pensamiento mismo, que Ortega mostrará haber estado sometido a seculares «ocultaciones» y del que ahora descubrimos su auténtica condición como función de la vida. Así, pues, esa filosofía que es -la que reclama nuestro hoy-, si quiere de verdad serlo, no tiene más remedio que partir de la autobiografía. Lo demás es «momificación» filosófica, o «sonambulismo» intelectual: es no atreverse al enfrentamiento con los auténticos -y terribles- problemas actuales, fingir escrúpulos «epistemológicos», enmascararse en seudo-rigores seudo-científicos. «Pero los problemas de la filosofía son los problemas absolutos y son absolutos problemas, sin limitación alguna de su brío pavoroso, son los problemas feroces que acongojan y angustian la existencia humana, de que el hombre es portador y sufridor permanente y que no ofrecen garantía alguna de ser solubles, que acaso no lo son ni lo serán nunca». Por eso la filosofía, «aun siendo un perpetuo fracaso está perpetuamente justificada como humana ocupación», porque su fuerza, «a diferencia de los otros modos de conocimiento...», «no se funda en el acierto de las soluciones, sino en la inevitabilidad de los problemas» (210). De ahí que declare Ortega: «Mi propósito no es estudiar especialmente la nueva metodología que las ciencias particulares reclaman, sino precisamente construir los principios» (esto es -diríamos- elaborar una nueva «tectónica de los principios» o «arquitectónica») «de que esa nueva metodología (215) puede surgir; en suma, es elaborar una filosofía que al encontrarse con esos problemas más radicales que los jamás planteados, tiene ella misma que ser más radical que las pretéritas» (216). Es decir, que no tiene sentido ocuparse de los fundamentos de las ciencias -ocupación específicamente filosófica- sin haber puesto previamente orden en la propia casa, esto es, sin haber resuelto previamente el problema de los fundamentos de la filosofía misma. «Por eso» -dice Ortega- «si se me preguntase de qué en definitiva» ha de tratar hoy la filosofía, diría que «ciertamente de lo que pasa en los laboratorios de los físicos y en la meditación de lógicos y matemáticos, pero también de eso mismo de que se trata fuera de aquí, ahí, en las rúas y en las plazas, en las casas y en los casinos, en clubs, bares y tabernas (221), en las reuniones públicas y en las reuniones secretas de los gobiernos, en la soledad del hombre sobrecogido y en la exaltación de la muchedumbre conglomerada, en mar, tierra, aire y por debajo del mar, en el abismo, y por encima del aire, en la estratosfera. De eso, ¡de eso se trata!» -adviertan que esto lo decía Ortega en 1940-. Se trata, pues -resumimos nosotros-, de la vida misma. Pero la vida misma es hoy, más que nunca, sustancial problema, y la filosofía, correlativamente, también más que nunca, «el problema de sí misma».

Por todo lo dicho, se advertirá que uno de los rasgos más originales del peculiar «modo de pensar» orteguiano, y quizá el que confiere a su filosofía su máxima novedad y potencial fertilidad, es esa literalmente asombrosa eficacia para «poner en evidencia» (un nuevo modo de evidencia: la de la presencia de la vida a sí misma, la «evidencia del motivo», etc.) y elevar a conciencia y expresión intelectuales, los aspectos más recónditos, los supuestos más insospechados, desde los cuales se ha venido operando siempre la filosofía sin saberlo. Le bastó para ello aplicar su nueva óptica, colocar a la filosofía en la perspectiva de la vida, cosa que hasta él no se había podido hacer con esa plena eficacia, sencillamente, porque no se había descubierto -aunque se anduviese ya en los aledaños o entrevisiones de ese descubrimiento desde fines de siglo y comienzos del nuestro (Nietzsche, Bergson, Dilthey y después Simmel, los filósofos existenciales...)-, porque no constaba, por tanto, con conciencia clara y aparte, esa realidad que es la vida, sino que quedaba siempre actuando a tergo, a la espalda de la visión intelectual. Y le bastó, digo, a Ortega ese cambio de perspectiva para que inmediatamente comenzara a hacérsele patente, con la vida misma, toda esa rica colección de supuestos y «principios» a tergo que ella complicaba (el del propio perspectivismo, el de la justificación de la filosofía como principio interno suyo y parte del sistema, el de la «dualidad» de filosofías -el sistema de ideomas y el de draomas-, el del carácter vital-histórico de la razón, el de la dinamización de la verdad y el concepto, el de las ocultaciones del pensamiento, el del descubrimiento de la libertad como estructura metafísica básica de la vida humana y como ratio essendi de la verdad, el de la «irracionalidad de los principios», el de la insuficiencia de la ontología y la necesidad de su superación metafísica, el de la nueva idea de la dialéctica, etc., etc.). Esa sorprendente virtud aletheica del pensamiento orteguiano para volver las cosas de arriba abajo, para exhumar raíces ocultas, para hacer patente lo latente y elevar a expresión lo tácito; en fin, para liberar al pensamiento filosófico de las rémoras y ligaduras que le mantenían en muchos aspectos en una especie de milenario piétinement sur place, le hizo posible -es más, le condujo necesariamente- a someter a una agudísima inspectio todos los conceptos fundamentales de la filosofía tradicional y a encontrar, como resultado de ella, que estaban funcionando de un modo inercial -incluso como instancias intelectuales operativas- y que era menester, por tanto, detener su proceso degenerativo, regenerarlos, revivificarlos dotándolos de nuevo sentido que les confiere su referencia inmediata a la nueva realidad descubierta, la vida que resulta ser, además, fuente originaria de todo sentido.

Y creo que con esto basta -no hay tiempo para más, y aun ya me he excedido en el disponible- para justificar mi primera caracterización de la «perspectiva filosófica» de Ortega como una «filosofía de y para la crisis».

En los otros dos aspectos elegidos tendré que ser brevísimo, lo que en cierto modo nos lo facilitará el mayor espacio dedicado al primero, pues se hallan en directa conexión con él. En efecto, la profundización o radicalización de la perspectiva «crítica» tiene el sentido inmediato de una liberación y el sentido último -o, si se quiere, primario- de una salvación.

Veamos, pues, el segundo: Filosofía de y para la libertad.

En lo que va dicho han surgido ya alguna vez los términos «libertad» y «liberación». En Sobre la razón histórica, Ortega nos recuerda, a propósito del carácter «deportivo», de la «teoría» o «filosofía» -su lado «jovial»-, que Platón (y en ello le sigue Aristóteles) «define formalmente» la filosofía como «la ciencia de los hombres libres», y que ése es el «estado de espíritu» -es decir, el temple- con que hay que tratar las ideas y la teoría. Este mismo tema resurge en el Leibniz, donde nos repite que ese temple filosófico (esto es, «la acertada colocación de la filosofía en el nivel de la tonalidad humoral humana que le es propia») es el de la «libertad de espíritu». Se trata, una vez más del «lado jovial» de la filosofía -hasta ahora nos hemos ocupado principalmente de su «lado dramático»-. Este es un primer sentido de la relación «filosofía-libertad»: para el juego serio que es la filosofía se requiere, pues, ese temple «alciónico» de la plena libertad de espíritu. (Por cierto, esto me recuerda uno de los mejores artículos que he leído con motivo del centenario: el de Manuel García Pelayo en La Vanguardia, donde, con enorme acierto, caracteriza a Ortega, precisamente, como «un espíritu libre»). Un segundo sentido lo encontramos en la concepción esencial de la filosofía como anábasis, regreso, «retirada» y, a la vez, «descenso» o «bajada». Porque ese movimiento -esencial, repito- de la filosofía tiene el sentido de un «regresar» siempre a los orígenes, de un «descender» por debajo de las opiniones y principios ya establecidos a otros propios y más firmes o radicales -ya lo hemos visto superabundantemente-, porque -dice Ortega- siendo el tema de la filosofía «el principio mismo...», «lo que ambiciona es tener hoy un principio mejor que el de ayer» (29) y, por tanto, distinto. Es así la filosofía un «estar comenzando siempre de nuevo» y consiste en «no aceptar ninguna opinión de las que hay en la conciencia pública o científica», para lo cual, evidentemente, tiene que empezar por liberarse de todas ellas, de los idola fori, como los llamaba Bacon, y de todos los demás idola. Y otra vez, a este propósito, nos trae Ortega a colación el ejemplo de su gran patrono Descartes y su «retirada», incluso física, y que resultó paradigmática, para liberarse no sólo de la opinión común, sino también de la docta -representada por la Sorbonne-. La historia de esa ejemplar y sistemática liberación es el Discurso del método, y su instrumento, precisamente, la «duda metódica». Pues bien, Ortega, con su «cartesianismo de la vida», encarna ese temple filosófico de la libertad de espíritu en una versión histórica nueva que, por su acendramiento y características de vocación personal y de concretísimas peculiaridades situacionales, «circunstanciales» y, por tanto, biográficas, bien puede calificarse de nuevo paradigma: la concurrencia en él de todos esos factores le permitieron, en efecto, instalarse y moverse es esa «perspectiva filosófica» de máxima libertad y también, con ello, de máxima originalidad. Pudo mantener, por ello, la rigurosa exigencia de una filosofía libre de toda clase de servidumbres: de la servidumbre académica, de la política, de la científica, de la epistemológica, incluso de la ontológica, todas las cuales afectan, en diversos modos y dosis, a las filosofías de nuestro tiempo. Ahora bien, cuando una filosofía logra consumar en sí misma todas esas catarsis, no puede ser más que metafísica. Y viceversa: en la coyuntura y nivel filosóficos de nuestro tiempo (y digo nuestro porque lo que era válido, a este respecto, en el tiempo de Ortega lo sigue siendo a potiori en el nuestro) una metafísica que cumpliese el requisito de estar liberada de todas esas servidumbres no podía ser más que la que fue: una filosofía de la vida, en el sentido precisamente orteguiano de la expresión. La filosofía, en efecto, cuando es auténtica, sólo reconoce una servidumbre, o, mejor dicho, un servicio: el servicio a la vida a través de la verdad. Pero tal servicio no tiene carácter ancilar; antes al contrario: es la cifra y signo de su máxima libertad. Hasta tal punto es así, que la verdad, en Ortega, tiene el carácter formal de una «liberación» -además de ser, también, una exigencia absoluta de la libertad como estructura metafísica radical, y a priori absoluto también, de la vida humana6-. Hace ya muchos años que publiqué un ensayo con este título: La verdad como liberación del hombre hacia sí mismo -que luego incorporé a mi libro Perspectiva y verdad-. De los dos aspectos que podemos distinguir en la idea orteguiana de la verdad entendida como alétheia: el de un «proceso de descubrimiento» y el del mismo como «revelación» subitánea, el primero -sin el cual el segundo no sería posible- consiste efectivamente en una «liberación del hombre hacia sí mismo», hacia su simismidad o autenticidad, y de lo que nos liberamos en él es de las interpretaciones ajenas, que como una o muchas capas sedimentarias de ideas y creencias, encubren la realidad; nos liberamos, pues, de los demás para buscar el camino de nosotros mismos, para enfrentarnos cara a cara, sin intermediarios, con la realidad desnuda -se entiende, desnuda de interpretaciones-, para quedarnos a solas con ella, única situación que la realidad admite para «revelársenos». Pero ese camino de la soledad es el de la autenticidad, que es el nombre de la verdad en su último y radical sentido: la verdad que se es, la verdad como plenitud de ser, o verdad de nuestra vida -Ortega la llama también «la verdad como coincidencia del hombre consigo mismo». La filosofía brota, pues, de la libertad, como todo lo que el hombre hace y como toda acción humana -y el pensamiento se compone de ellas- necesita justificación. Ortega quiso a toda costa que su filosofía estuviese justificada, no sólo por razones éticas y vitales, sino también por una imperiosa exigencia de rigor teorético interna a la filosofía misma que sólo se cumple en virtud de aquellas raíces -es la vertiente ética de la verdad: en ese punto filosofía y vida coinciden, y en esa coincidencia consiste la verdad plenaria, que sólo lo es cuando es, a la vez, verdad del pensamiento y verdad de la vida- la verdad fluye de la vida al pensamiento. Por eso Ortega hace de la justificación, no sólo un modo primario de intelección, un nexo evidencial último, sino también un principio fundamental de la filosofía -«su primer principio»-.

Las filosofías tienen su destino. He dicho alguna vez que el gran descubrimiento metafísico de Ortega le estaba reservado por la historia precisamente a él, justamente por la «excentricidad» de su oriundez filosófica. Un Ortega inglés, francés o alemán es apenas concebible, porque el filósofo de estos países está inserto en sus grandes tradiciones filosóficas y, por tanto, de algún modo prisionero de ellas. Pero en España no existía tal tradición, o era tan tenue que apenas contaba. Y Ortega hizo pie precisamente en esa carencia, en esa necesidad de una gran filosofía -hizo, pues, literalmente, de necesidad virtud-. Y cuando, en su iniciación filosófica alemana, llega a la conclusión de que su destino «era completamente el opuesto al del Gelehrte alemán», por encontrar en éste, «junto a sus espléndidas virtudes, un grave error, una desviación de la alta higiene vital»: precisamente esa «despreocupación de su contorno inmediato, esa tendencia a vivir en el "ninguna parte" de la ciencia, como si la ciencia por sí constituyese una tierra, un paisaje donde el esfuerzo intelectual pudiera hundir sus raíces», Ortega queda en franquía para ser él mismo, esto es, para encarnar, como lo hizo -insisto en ello-, un nuevo paradigma filosófico en el que la máxima libertad del pensamiento es garantía de su máxima responsabilidad. Y esto nos conecta ya con el tercer aspecto: Filosofía de y para la salvación.

La «salvación» aparece ya, liminarmente, en el primer libro de Ortega -las Meditaciones del Quijote- en la famosa fórmula que él mismo ha llamado también «el primer principio de mi filosofía»7, «que condensa en volumen todo mi pensamiento»: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo». De esta frase se suele citar sólo la primera proposición, sin advertir que tan esencial como ella es la segunda. Descubrir que la realidad primaria o radical es esa infrangible unidad dual -valga la paradoja- de yo y mi circunstancia no es un descubrimiento completo -es más, no es un descubrimiento posible- si simultáneamente no se descubre, como primer atributo de esa realidad, la interna necesidad de salvación que la constituye, y que será el rasgo que más esencialmente la diferencia de la tradicional concepción del ser, que se caracterizaba por su suficiencia y sustancialidad. (Llamo la atención, de paso y entre paréntesis, sobre esta anticipación de doce o catorce años a la Geworfenheit o «arrojamiento» heideggerianos, anticipación que es a la vez superación, puesto que aquí no se trata del Dasein, del hombre, sino de la vida). Este nuevo «ser», pues (que, por supuesto, empieza por no ser «ser»), que es el vivir o «ser ejecutivo» -como le llama también Ortega- se caracteriza al revés, por su radical indigencia. Es una realidad que consiste, por lo pronto, en pura necesidad de hacerse a sí misma: es, sí, el «dato radical» que la filosofía buscaba, pero es un dato que no está dado, un hecho que no está hecho (factum), sino por hacer (faciendum), algo que consiste en que hay que hacerlo, por tanto, que consiste, por lo pronto, en inconsistir, en ser puro problema; que no es, pues, substancia, sino instancia, que no es ser -repito-, sino aspiración a ser; que es, en suma, puro impulso sotérico, necesidad y ejercicio de salvación. Pero, teniendo en cuenta que yo no soy nada sin mi circunstancia concreta -ni, viceversa, ésta es nada sin mí-, es evidente que esa salvación de la vida tendrá que ser estricta y esencialmente solidaria: si no salvo mi circunstancia, no puedo salvarme yo8. Mas, ¿qué quiere decir aquí «salvación», especialmente cuando el término se refiere a la «circunstancia»? Es sabido que Ortega propone para sus «meditaciones», en la introducción a su libro, varios nombres, entre ellos el de «salvaciones» -los otros son «ensayos de amor intelectual» y «modi res considerandi», es decir, «posibles maneras nuevas de mirar las cosas». Una elemental exégesis de los tres títulos nos daría como precipitado la definición esencial de la filosofía para Ortega: salvar la circunstancia, «las cosas mudas que están en nuestro próximo derredor», consiste en «llevarlas por el camino más corto a la plenitud de su significado». «Hay dentro de toda cosa la indicación de una posible plenitud» y se trata de «auxiliarla para que logre esa su plenitud. Esto es amor -el amor a la perfección de lo amado». Y esto se consigue colocándolas «en postura tal que dé en ellas el sol innumerables reverberaciones», para lo cual, «lo importante es que el tema sea puesto en relación inmediata con las corrientes elementales del espíritu, con los temas clásicos de la humana preocupación. Una vez entretejido con ellos queda transfigurado, transubstanciado, salvado» (Meditaciones). Ahora bien, esto equivale a buscar su conexión universal, o sea, a insertarlo en una perspectiva filosófica: «buscar», pues, «a nuestra circunstancia, tal y como ella es, precisamente en lo que tiene de limitación, de peculiaridad, el lugar acertado en la inmensa perspectiva del mundo». «En suma -concluye Ortega-: la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre» (ibid.). Lo importante es, pues, acertar en esa colocación de cada cosa dentro de una perspectiva universal, es decir, metafísica; situarla, dentro de ella, en el plano y en el lugar jerárquico que le corresponde; establecer, pues, su «conexión universal» manteniendo siempre el más estricto respeto al ordo amoris, al propio punto de vista y a la esencial, permanente, movilidad de éste y de la realidad misma: «mobilis in mobile». Ninguna filosofía contemporánea ha respondido con mayor decisión y lucidez que la de Ortega a la arenga filosófica de nuestra época: «¡A las cosas mismas!». Porque ninguna como la suya ha sabido liberar su visión de la realidad de velos ocultadores, «salvarla» por reducción a su auténtico ser actual -«verdad es lo que ahora es verdad»-, recibir la lección que la realidad en cada instante nos brinda -«es la cosa el maestro del hombre» (fundamento de su método de las series dialécticas)-, tomar tan aguda conciencia de su radical naufragio y reaccionar a ella sin perder el temple alciónico de la serenidad, que es el de mantenerse fiel, con los ojos bien abiertos al orden real de la perspectiva y a su incesante movimiento, aunque éste pueda adquirir a veces caracteres cataclismales. En suma, ningún filósofo contemporáneo ha advertido como él que, precisamente por la hondura y amplitud de la crisis, hay que hacer un esfuerzo máximo para evitar que la perspectiva que a ella corresponde pueda convertirse en la perspectiva de la desesperación, como ha acontecido otras veces en la historia, porque hoy las consecuencias serían incalculablemente más graves. Y esta necesidad se refleja en la «perspectiva filosófica» sólo de una manera: haciendo de ella una perspectiva metafísica, es decir, aceptando que es ésta la que la hora reclama. Pero, por ello mismo, esta metafísica tiene que ser innovadora, inaugurar un nuevo «modo de pensar»: es el que Ortega no sólo ha postulado, sino practicado a lo largo de su vida intelectual. Con ello ha abierto una nueva vía para un caminar filosófico «a la altura de los tiempos». Podríamos resumir el sentido de toda su esforzada empresa en una paráfrasis del título de la más conocida obra de Boecio y hablar no ya de la «consolación», sino «de la salvación por la filosofía». Y no pudiendo ser esa filosofía salvadora y liberadora más que metafísica, rematarlo con otra paráfrasis -ésta, de un conocido texto patrístico-: hoy, filosóficamente hablando, «fuera de la metafísica no hay salvación».





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