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Una dramaturgia feminista para el siglo XVIII: las obras de María Rosa Gálvez de Cabrera en la comedia de costumbres ilustrada

Helena Establier Pérez





Durante las dos últimas décadas, hemos asistido a un desbordamiento del interés crítico por investigar la presencia de la mujer en la sociedad dieciochesca. De hecho, son numerosos los estudios que recogen, con mayor o menor profundidad de análisis, los cambios históricos, ideológicos y culturales de la Ilustración y su incidencia sobre las perspectivas de participación social de las mujeres de las clases acomodadas1. Convienen todos ellos en que la presencia femenina en los círculos que marcan la «sociabilidad» dieciochesca y el incipiente acceso de las mujeres al ámbito del saber, son consecuencia inevitable -aunque no exenta de límites- de la misma universalidad que se autoimpone el proyecto ilustrado. De hecho, la retórica del pensamiento ilustrado en materia de género se construye sobre una contradicción permanente entre la confianza pública en una razón universal no excluyente, por un lado, y la seguridad íntima del varón sobre el vínculo esencial que liga a la mujer a la naturaleza y que, por tanto, la exime de participar en esa misma razón universal, por otro.

Parece lógico que la consideración de este permanente pulso sobre la adscripción de la mujer a la universalidad de la razón, esté en la base de cualquier aproximación a la producción literaria femenina de este período. Precisamente en esta paradoja ilustrada descansa el techo de cristal de la escritora del XVIII, que vive en la esquizofrenia permanente entre su vocación literaria y los dictados de una razón ilustrada que consiente su relación con la pluma, pero que le recuerda constantemente la traición que contra su naturaleza femenina comete al empuñarla; conforme avanza el siglo XIX, la construcción de la subjetividad femenina se adecua cada vez más al estereotipo inaugurado en el siglo de las luces, y este doblegamiento femenino a la norma elimina muchas de las antiguas trabas para la generalización de la presencia de la mujer en el mundo cultural (Kirkpatrick «Construcción»); de este modo, es esperable que las autoras españolas que pertenecen por nacimiento al siglo XVIII pero que desarrollan su producción literaria a caballo entre los dos siglos, den voz, de manera más o menos subrepticia, a este conflicto íntimo aún sin resolver, y también lo es que sean leídas atendiendo a ello.

Si tenemos en cuenta que el feminismo es una creación ilustrada (Amorós «Feminismo» y Tiempo; Molina Petit), tanto desde el punto de vista teórico, con sus primeras reivindicaciones en nombre de la universalidad de la razón, como práctico, a través de los movimientos pioneros de mujeres en la Revolución Francesa, no parece en absoluto descabellado plantear una literatura y -en nuestro caso- una dramaturgia feministas para el siglo en cuestión. Tal como señala Celia Amorós, este movimiento emancipatorio se gesta en el siglo XVIII, cuando las mujeres se apropian de las claves de la razón ilustrada al intuir en ellas virtualidades críticas para deslegitimar el poder patriarcal, poder que fue interpelado y puesto en cuestión desde las mismas premisas ideológicas que habían estado en la base de la crítica a las estructuras del poder político instituido (Amorós «Presentación» 8). El feminismo, tal como surge en el siglo XVIII, bebe así en las fuentes de universalidad y humanismo de la Ilustración y, al mismo tiempo, radicaliza la razón ilustrada para exigirle coherencia interna y para iluminarla en sus puntos más oscuros (Molina Petit 302).

En virtud de esto, un mero análisis descriptivo de los textos de las autoras del cambio de siglo, sin enfoque de género, no puede hacer justicia a las interesantísimas tensiones íntimas que éstos muestran entre su voluntad autodisciplinada de adaptarse a la ortodoxia social y literaria, por un lado, y la heterodoxia que supone la novedosa inscripción de la voz femenina apropiándose de la razón ilustrada y cuestionando implícitamente el silencio impuesto por el poder patriarcal, por otro. Por ello, comprender adecuadamente los resortes que mueven el teatro femenino de esta época, requiere, en muchas ocasiones, una lectura palimpséstica de los textos de estas autoras, por mucho que ésta incomode a algunos estudiosos2.

En este sentido, es interesante -no sólo para el teatro de Gálvez, sino para el de todas sus contemporáneas- partir de un modo de lectura que inscriba la diferencia genérica, tratando de bucear en las formas en que, por debajo de una representación dramática de lo femenino que tiene como destinatario a un lector ideal masculino, se desliza subrepticiamente una interpretación mucho menos ortodoxa de la experiencia de ser mujer en el camino hacia la modernidad. La interpretación de lo femenino que veremos en las obras de María Rosa Gálvez tiene mucho de feminista, como voz de la conciencia de las propuestas emancipatorias de una Ilustración que, al mismo tiempo, quería ver en la mujer una representación clónica de la Sofía de Rousseau. A esa postura, a veces subversiva, de la autora, contribuyen los primeros indicios de una nueva mentalidad que, sin renunciar a sus raíces ilustradas, apuntaba ya en otras direcciones.


El teatro femenino en el cambio de siglo

Para comprender adecuadamente el teatro cómico de María Rosa Gálvez, conviene comenzar estableciendo las bases de la dramaturgia femenina en la época del cambio de siglo3. Aunque situado aún en la estela del pensamiento ilustrado, lo cierto es que el teatro escrito por mujeres a finales del XVIII y principios del XIX responde a influencias, propósitos, valores y normas estéticas no siempre coincidentes.

Si por «teatro ilustrado» entendemos aquel que se rige por unas normas estéticas afines a las poéticas neoclásicas y que se erige en defensor de una ideología coincidente con el reformismo propio de las clases dirigentes «ilustradas», es más que evidente que no todo el teatro femenino que se escribe en tiempos de la Ilustración se puede englobar bajo dicha etiqueta. De hecho, la mayor parte de la producción dramática femenina de esta época, casi toda ella por cierto de finales del XVIII y de la primera década del XIX, queda fuera de los modelos ortodoxos de la comedia o de la tragedia neoclásicas, y se adecua mejor a la tradición popular, al modelo de la comedia barroca o a los nuevos cauces del género sentimental en boga en el cambio de siglo.

Varias circunstancias son relevantes a la hora de considerar esta escasa adscripción de la mujer a la producción literaria de impronta ilustrada:

1) Tengamos en cuenta, en primer lugar, que la práctica de los géneros «clásicos», esto es, la comedia y la tragedia, requería una instrucción considerable y un conocimiento siquiera mediano de las poéticas clásicas, fuera del alcance de la mayoría de las mujeres, por mucho que insista la crítica más optimista en los esfuerzos educativos del reformismo ilustrado (Ortega López; Sonnet; Palacios Fernández; Bolufer). Recordemos, a modo de ejemplo, que desde 1768 Olavide promueve en Sevilla un «Seminario para niñas Nobles», perfectamente planeado, que nunca se llegó a realizar, que la Sociedad Bascongada se interesó por él en 1774 y que, desde esas fechas, perseguía esta asociación la realización de un Seminario de Señoritas, aprobado por Floridablanca en 1786, que tampoco llegó a buen puerto. Por mucho que insistiera Josefa Amar y Borbón en 1790, desde la más genuina retórica ilustrada, en los beneficios públicos y privados de la educación de las mujeres4, si desde los puntos de mayor peso del pensamiento ilustrado no lograron cuajar los escasos proyectos de instituciones educativas femeninas, lo cierto es que la cuestión de la formación de las mujeres se perfila más como una entelequia ilustrada que como una voluntad firme. Así pues, no es de extrañar que estuviera fuera de las posibilidades reales de las mujeres, la mayoría siquiera sin alfabetizar, el cultivo de los altos géneros dramáticos.

2) Por otro lado, aun aquellas que excepcionalmente habían recibido una formación que les permitiera acceder al cultivo de las «bellas letras», eran conscientes del frío entusiasmo con el que la sociedad de su tiempo recibía a la mujer instruida que trataba de ganar un lugar en el mundo literario. Sabemos sobradamente que, más allá de episodios aislados -y por tanto anecdóticos- de concesión a la actividad pública femenina no decorativa en los años cimeros del pensamiento ilustrado, como el de la constitución de la Junta de Damas de la Matritense5, el siglo XVIII inaugura toda una retórica de la domesticidad y de la adecuación a la biología, que se va a hacer fuerte años más tarde en el conservadurismo decimonónico burgués. La literatura, como el resto de actividades intelectuales, fuera del divertimento esporádico de la intimidad del salón burgués, no son consideradas por la mentalidad ilustrada susceptibles de encajar en la tan traída y llevada «naturaleza» femenina, e incluso se entienden como un obstáculo para el correcto funcionamiento del universo doméstico cuya tutela se asigna a la mujer. Como parte de la política ilustrada de disuasión del cultivo incontrolado del intelecto femenino, la «bachillera» se convierte en un modelo ridículo, proclive a la mofa social, lo cual no favorece precisamente la afición a las letras por parte de las mujeres6.

3) Además de esta fría condescendencia, plagada de obstáculos, hacia el cultivo femenino de las letras, las mujeres que, habiendo recibido la formación adecuada, optaran por el arduo camino de la literatura, debían enfrentarse a un veto implícito que las alejaba de ciertos géneros por considerarlos poco adecuados a la concepción dieciochesca de la femineidad, virtuosa, sensible y modesta. En este sentido, ni la mayoría de las composiciones poéticas ni los géneros dramáticos prestigiados por las poéticas clásicas, se adecuaban a los temas considerados aptos, desde la perspectiva ilustrada, para las mujeres. El honor, la patria, el deber, la reflexión filosófica, la pasión erótica, los vicios sociales y morales, entre otros muchos temas que abarcan la poesía y el teatro de la Ilustración, no eran exactamente patrimonio del estereotipo femenino dieciochesco. Se opta, en consecuencia, por la práctica de la traducción (sobre todo de novelas aunque también de teatro), que exime a la traductora de responsabilidad directa sobre lo expresado en el texto, y, conforme nos acercamos al cambio de centuria, tenemos también ejemplos aislados de cultivo original de la novela, de contenido pedagógico y de tono sentimental (García Garrosa).

Parece sorprendente, ante tanto obstáculo, que alguna mujer se afanara en una tarea, la dramática, con tan pocos visos de reconocimiento social. Algunas escritoras lo hicieron, pero muchas de sus obras nunca fueron representadas, y aún menos impresas, de manera que sus nombres han quedado recogidos en los catálogos como mero testimonio de la presencia poco habitual de la mujer en el teatro de la época.

Además de las traductoras y adaptadoras de obras francesas7, y del teatro femenino religioso8, conviene establecer en el teatro «laico» la presencia de una práctica dramática claramente popular frente a otra que llamaremos «ilustrada» (y que, como he señalado anteriormente, se aviene con mayor o menor fidelidad a la estética y a la ideología propugnadas desde las altas instancias ilustradas), aunque lo cierto es que la mayor parte de las dramaturgas de la época practica un eclecticismo difícil de encasillar, que supone la mezcla de procedimientos, temas e influencias de diversa procedencia.

Son muy escasas las autoras que practican en el siglo XVIII los géneros breves de cariz netamente popular. Joaquina Comella, hija del conocido dramaturgo popular, es autora de una tonadilla titulada La Anita (1794)9, en la que, bajo una forma absolutamente «desarreglada», y usando todas las estrategias de este tipo de teatro burlesco, plantea por lo demás una cuestión al orden del día tanto en la comedia neoclásica de costumbres como en la comedia sentimental popularizada, entre otros, por su propio padre: la libertad en los casamientos. También se decantan por el género breve de entretenimiento Amparo Zeballos, con el sainete El fandango del zapatero [s. f.], que no tiene otro interés que el de reunir todos los requisitos del género, y la actriz Mariana Cabañas que, haciendo uso del recurso sainetesco de unas cómicas que se representan a sí mismas, busca con mucha gracia en Las mujeres solas, puesta en escena hacia 1757, la complicidad de la cazuela para realizar una sátira divertida y juguetona de las costumbres masculinas. Por último, aunque cronológicamente está muy alejada de las anteriores y se incluye absolutamente en la estela de influencia posbarroca en la primera mitad del siglo XVIII, hay que incluir también a María Egual (1698-1735), autora de cuatro piezas de teatro breve recogidas en sus Poesías (Coloquio entre Nise y Laura, Coloquio de Don Juan y Lizardo, Baile de los trajes y una Loa compuesta en romance), todas ellas fuera de las líneas estéticas del teatro culto ilustrado y alejadas también del concepto neoclásico de verosimilitud.

Dejando aparte a María Rosa Gálvez, a la que trataré más adelante, sólo ha llegado a mi conocimiento una dramaturga que se atreve con la composición de tragedia original: María Martínez Abello, además de su adaptación en forma de comedia de La Laurette de Marmontel, es autora también de una tragedia neoclásica, La Estuarda [s. f.]. Resulta cuando menos sorprendente que Martínez Abello coincida, en el tema de esta obra, con el asunto histórico elegido por María Rosa Gálvez para su tragedia La delirante (1804): la rivalidad entre la Reina Isabel I de Inglaterra y la Reina María Estuardo de Escocia (que, en la de Gálvez es sustituida por su hija Leonor). Escrita en cuatro actos y en verso endecasílabo, la obra de Martínez Abello -como la de Gálvez- se encuadra perfectamente dentro de la normativa de la tragedia neoclásica y tampoco puede ocultar por cierto la influencia del teatro sentimental.

En general, y subrayando el carácter de excepcionalidad que tienen las tragedias de Martínez Abello y de Gálvez, la mayoría de las dramaturgas dieciochescas opta por la comedia, género que permite mejor llevar a escena muchos de los temas que preocupaban al público femenino, tales como el derecho a la educación o la libre elección de marido, aderezados con el tono sentimental en boga a finales del XVIII. No pocas de ellas se hallan aún en la estela de influencia de la comedia barroca y aprovechan los recursos de ésta (el honor como motor de la peripecia, la intriga y el enredo, las aventuras, los disfraces, las doncellas indefensas, etc.) para amoldarse finalmente con más o menos visos de rebeldía al mensaje ilustrado de adecuación a los valores establecidos (respeto a la moral cristiana, defensa del matrimonio, exaltación de la virtud, control de las pasiones...), todo ello con altas dosis de sentimiento que puede llegar en ocasiones hasta el patetismo. Es el caso, por ejemplo, de La dama misterio, capitán marino [s. f], de la actriz María de Laborda, El esclavo de su amor y el ofendido vengado [¿1750?], de María Antonia de Blancas, o Buen amante, buen amigo (1792) de Isabel María Morón. Las tres tienen una trama sentimental, las tres explotan los recursos más básicos de la comedia del Siglo de Oro para resolverla y las tres terminan con una boda que pone fin a los padecimientos de los protagonistas y reafirma el concepto ilustrado -pero fundamentalmente patriarcal- del premio a la virtud. En Catalín (1783), de Rita de Barrenechea, Condesa del Carpio10, el triunfo de la virtud y de los sentimientos de los protagonistas se consigue, por ejemplo, añadiendo a los elementos de la comedia lacrimosa el uso de lo folklórico y lo popular, como los cantos en euskera o el personaje del gracioso -encarnado, por cierto, en una mujer-, mientras que en Malo es contar los años a las mujeres (s. f), de María del Carmen Lanzarote, a pesar de la trivialidad del argumento basado en la falta de entendimiento de dos enamorados y de lo disparatado de algunas situaciones cómicas que denotan la influencia del teatro áureo, la reconciliación y la boda finales con su correspondiente moraleja permiten también establecer puntos de contacto con el orden moral preconizado por la corriente ilustrada.

Conviene recordar en este punto que la comedia sentimental española nace dentro de los esfuerzos teatrales del círculo ilustrado, acomodándose a su línea general del sapere aude y de respeto a las normas neoclásicas, pero que son los dramaturgos populares considerados «de segunda fila» (Comella, Valladares de Sotomayor, Rodríguez de Arellano, etc.), quienes, reduciendo la carga educativa y acentuando los momentos de anagnórisis tan del gusto popular, consiguen acercarla a los coliseos y darle la dimensión y el alcance que hoy le reconocemos. En deuda con esa filiación ilustrada, el teatro sentimental coincide en no pocos de sus temas con la llamada «comedia de costumbres», que identificamos hoy con la moratiniana, especialmente en la preocupación por el matrimonio y por la educación de las mujeres, aunque difieran -y no poco- en la presentación que de ellos se hace (Angulo). Así, la comedia de costumbres es más respetuosa con el concepto neoclásico de la «verosimilitud» y el «decoro», y su contenido didáctico es central en la obra, mientras que el teatro sentimental, más arraigado en lo popular, cede en el didactismo para privilegiar el sentimiento, a veces incluso desatado. Así, aunque la solución final de equilibrio moral es similar en ambas, la comedia sentimental llega a ella por medios generalmente menos verosímiles y decorosos que la de costumbres.

En general, la dramaturgia femenina del cambio de siglo sigue la línea, menos ortodoxa, del teatro sentimental, lo cual no es de extrañar si reconsideramos los condicionantes ya citados que pesan sobre la mujer escritora de la época y su automática inclusión, por el mero hecho de serlo, en la heterodoxia absoluta. Las escritoras dieciochescas constituyen un ejemplo magnífico de cómo apuntar al centro desde los márgenes, un ejemplo del deseo voluntarioso de demostrar la pertenencia al sistema apuntalándolo desde su ortodoxia ideológica con los medios que se tienen al alcance. El teatro sentimental se convierte, así, en el medio permitido -permitido por su exaltación de la virtud y de la sensibilidad, patrimonio femenino por excelencia, y por sus soluciones morales y ordenadas que sustentan el estatus- a través del cual la dramaturga dieciochesca se pliega ante el sistema para ser reconocida por éste; el teatro sentimental es, para la escritora, un instrumento de afirmación de su lugar en el mundo literario y, por ende, en la esfera pública, pero esto sólo se puede conseguir desde la aquiescencia de los valores que emergen del poder. La parte más interesante del estudio de la dramaturgia femenina del XVIII es, precisamente, la investigación y búsqueda de las grietas por las cuales la marginalidad de la dramaturga, su heterodoxia, su diferencialidad como mujer escritora, se filtran en su creación y por un momento descomponen ese cuadro perfecto de orden moral y social que dibuja el teatro ilustrado.

Sólo las comedias de dos autoras pertenecientes al cambio de siglo, María Lorenza de los Ríos, marquesa de Fuerte-Híjar, y María Rosa Gálvez, se acercan con cierta fidelidad al modelo de lo que conocemos como «comedia de costumbres ilustrada» aunque en ambas, pero especialmente en la segunda, se dejan ver esas grietas inquietantes que amenazan la doctrina reformista ilustrada y que las revelan como producto de su tiempo. Ninguna de las dos desdeña la posibilidad de explotar algunos recursos propios de la comedia lacrimosa, pero, en mi opinión, se diferencian de las obras de otras escritoras citadas anteriormente en su voluntad de hacer prevalecer el tono crítico y reformista propio de la comedia ilustrada por encima del entretenimiento o de la intriga sentimental, y del resto de dramaturgos ilustrados (Moratín, Iriarte, el propio Comella en algunas de sus obras...) por hacerlo inscribiendo su diferencia genérica.

María Lorenza de los Ríos, marquesa de Fuerte-Híjar, personaje fuertemente vinculado al movimiento ilustrado de última ola, nos ha legado dos comedias ilustradas, El Eugenio, en prosa y en tres actos, y La sabia indiscreta, en versos octosílabos y en un solo acto11. La primera, El Eugenio, guarda más vínculos que la segunda con la comedia sentimental, desde el propio asunto, el matrimonio obstaculizado por el origen desconocido de uno de los contrayentes, hasta los recursos con los que se llega a la resolución de la trama, a base de momentos desbordantes de patetismo, de coincidencias asombrosas y de la escena final de «reconocimiento» en la que se descubre el parentesco entre algunos de los protagonistas y se facilita el matrimonio entre iguales como manda la moral, más que cristiana, ilustrada. Así, junto a los elementos propios de la comedia sentimental, encontramos otros que provienen directamente de la vertiente instructiva del teatro ilustrado: la importancia de la obediencia de los hijos equilibrada por el derecho básico de la mujer a elegir marido, la denuncia de la mala educación, la crítica de pequeños «vicios» sociales como la petimetría atrevida e ignorante, el matrimonio virtuoso, etc.

Algunos de estos contenidos aparecen también en La sabia indiscreta, que enlaza con el mismo hilo matrimonial de El Eugenio para plantear temas que la autora recoge de la tradición literaria española y europea desde el Siglo de Oro: la discreción femenina como fuente de felicidad individual y social y la relevancia del matrimonio para la completa realización personal de la mujer. La Marquesa dramatiza con mucha eficacia el conflicto entre dos hermanas: la sabia y discreta Laura, con notable afición al terreno intelectual y aversión al matrimonio, y la indiscreta -y por tanto no tan sabia- Matilde, superficial e imprudente, que quiere casarse con el hombre que ama a su vez a su hermana y desdeña en cambio al que la corteja. Por encima de este enredo amoroso, que por supuesto se resuelve en el doble casamiento de rigor, y de los dos grandes temas que articulan dicho enredo, se multiplican en el único acto de esta comedia los contenidos predilectos de los comediógrafos de la Ilustración: la crítica de actitudes sociales y personales poco edificantes, la denuncia de la presunción, de la vana erudición, la superficialidad, la petimetría, las modas, los peligros de los celos, la exaltación de la virtud, el control de las pasiones, etc. Sin embargo, lo más destacable y novedoso de la obra es el personaje de Laura, la lectora empedernida, que se destaca claramente de la tradición de «bachilleras» y «doctoras» ridículas que nos ofrece la literatura masculina -recordemos La mujer varonil, de Mor de Fuentes- y encarna la imagen positiva de la mujer cultivada y prudente que, pese a su rebeldía inicial ante el amor propia de la tradición de la «mujer esquiva», acaba reconociendo la importancia de éste y decidiendo corresponder a su pretendiente. Sin olvidar esta evidente -y necesaria- reafirmación final del mensaje ilustrado sobre la relevancia del matrimonio para la mujer12, el simple hecho de que Laura, siendo una mujer auténticamente volcada en las letras, consiga su felicidad al final de la obra, es -aunque esta felicidad no implique una afirmación de su individualidad por encima de las instituciones patriarcales- buena muestra de la capacidad de su autora para disentir sin aspavientos del lugar que le está reservado a la mujer en la sociedad ilustrada. Es posible preguntarse, en este sentido, si puede haber algún discurso femenino más auténtico, en pleno siglo de la razón patriarcal, que afirmar, como hace María Lorenza de los Ríos a través de La sabia indiscreta, que una mujer puede participar en esa misma razón que se le niega desde todas las instancias sin ser un espantajo social -al estilo de La mujer varonil- y conseguir además ser feliz.




La disidencia ideológica: Las obras de María Rosa Gálvez de Cabrera en la comedia ilustrada de costumbres

Es esta misma subversión sutil del mensaje ilustrado desde sus propias instancias la que vamos a encontrar también en las comedias de María Rosa Gálvez de Cabrera, mujer de vida singular y sin duda poco ortodoxa para la época en la que se obstinó en ser dramaturga. Nacida a finales del año 1868 -o quizá a principios del año siguiente-, no tuvo una vida muy larga, ya que falleció en 1806 a la edad de treinta y ocho años, dejando, eso sí, una lista asombrosa -por el número y la variedad- de obras dramáticas, que no iguala ninguna otra autora de su tiempo. Sabemos de María Rosa Gálvez que fue hija adoptiva en el hogar de los Gálvez, ilustre familia andaluza de políticos y militares, siendo posiblemente su padre adoptivo también su padre biológico; sabemos también que contrajo matrimonio en 1789 con un Teniente de Infantería aficionado al juego que le proporcionó no pocos sinsabores personales y económicos y de quien se separó en diversas ocasiones hasta 1803, fecha en que él marchó como agregado a la secretaría del Ministerio español en los Estados Unidos de donde fue expulsado por falsificación de cheques en 1805. Sabemos también que murió sin descendencia, y que tuvo una única hija que falleció en plena infancia. Aunque es posible reconstruir sus avatares económicos y matrimoniales por los documentos legales y notariales de los que se dispone, no contamos apenas con información sobre sus años de formación13, pero parece posible suponer, a la vista de su producción literaria, que tuvo una instrucción adecuada para una joven de buena familia, que ella complementó con una notable inspiración dramática, una más que notable voluntad de trabajo y un afán de gloria desbordante, que destaca poderosamente sobre la humildad acostumbrada en las escritoras de su tiempo.

Mujer sola en una España que pretendía a toda costa salvaguardar la institución matrimonial, tanto por la vía ilustrada como por la religiosa, prolífica en su escritura y deseosa a toda costa de ganar sustento y fama con su pluma, María Rosa Gálvez brilla con unas cualidades que la hacen destacar notablemente por encima de las colegas de su género y que la vuelven por lo visto muy sospechosa a los ojos de la crítica. De hecho, la escritora es conocida por una leyenda negra inaugurada por Guillén Robles (681) en el siglo XIX, que sitúa a la autora leyendo sonetos a Godoy a la hora matutina del chocolate. Esta leyenda, no confirmada por ninguna otra fuente, es retomada inmediatamente por Serrano y Sanz en sus Apuntes (445), que añade que los versos en cuestión eran «lozanos y verdes» aunque nos previene contra la maledicencia que podría «haber exagerado notablemente los hechos», y es enriquecida posteriormente por Ezquerra del Bayo, Margarita Nelken, Paloma Fernández Quintanilla, entre otros, y repetida, como hacemos hoy, por todos los que nos hemos referido a María Rosa Gálvez con el afán de poner sobre el tapete los prejuicios que una mujer, de vida y obra poco ortodoxas como las suyas, podía generar. En cualquier caso, y al margen de la invención Guillén Robles, exitosa por el morbo innegable que destila esa imagen -con un grabado de Fragonard, la compara Nelken (182)- de María Rosa Gálvez leyendo versos al Príncipe de la Paz en deshabillé mientras éste disfruta de su chocolate, es cierto que la escritora contó con el apoyo de Godoy, a quien solicitó en diferentes momentos prebendas relacionadas con pagos y exenciones de los mismos con motivo de la impresión de sus obras.

En general, la valoración que la crítica ha realizado sobre su obra es desconcertante por su falta de acuerdo14. Es, por tanto, necesario insistir en la originalidad y la excepcionalidad de esta escritora, en la valoración de cuya obra deben entrar criterios que vayan más allá de su adecuación o no a la dramaturgia neoclásica, o su mayor o menor capacidad dramática para construir obras que alcancen el nivel de perfección artística que se les atribuye a las que configuran el «canon» de la comedia y de la tragedia neoclásicas. Conviene tener presente, en cualquier caso, que las obras de Gálvez se inscriben en un período -el de entresiglos- en el que la rigidez del esquema dramático «neoclásico» va cediendo a las nuevas exigencias sentimentales de tipo romántico, dando lugar, por un lado, a la comedia burguesa de desenlace feliz con una sensibilidad romántica en estado embrional y, por otro, a una nueva concepción de la tragedia contagiada del espíritu de la filosofía sensualista imperante, que permite prefigurar en cierta medida el drama histórico del Romanticismo. Es precisamente esta «ambigüedad» propia del momento de transición en el que se desarrolla su actividad dramática, la que nos debe servir para comprender la posible falta de adecuación de las obras de Gálvez a nuestras expectativas de la comedia y tragedia neoclásicas, permitiéndonos una valoración más ajustada del significado que alcanzan no sólo en el teatro de su tiempo sino en nuestra perspectiva actual sobre éste15.

Como autora de teatro original16, resulta sorprendente su versatilidad a la hora de participar en diferentes géneros, con mayor o menor incidencia de elementos populares. Creo que, para ser adecuadamente comprendida, esta capacidad para ensayar diversos géneros debe ser puesta en relación con la tensión que experimenta la autora entre la necesidad de convertir el teatro en medio de vida -que se trasluce perfectamente de las cartas que escribe solicitando prebendas económicas (Bordiga Rosa trágica 147, 158)- y su deseo de labrarse un hueco como mujer escritora en la cumbre del Parnaso17, afán de gloria que mal puede esconder por debajo del preceptivo recurso de modestia del que hace gala en la «Advertencia» al segundo volumen de sus Obras Poéticas18.

Sabedora de que calzarse el coturno trágico a la manera clásica -o, mejor dicho, neoclásica- no era la vía más adecuada para que sus obras accediesen a ser representadas por las compañías más relevantes, María Rosa Gálvez vio en la comedia un género idóneo para que sus obras llegaran a representarse en los coliseos de Madrid con cierta afluencia de público. De hecho, de las cinco comedias que conocemos, tres se representaron e incluso se repusieron con mayor o menor fortuna -Un loco hace ciento, La familia a la moda y Las esclavas amazonas-, mientras que, de las ocho obras que componen su teatro trágico, sólo lo consiguió con Alí-Bek y Safo.

De sus cinco comedias, tres se acercan al modelo de la «comedia de costumbres» al que he hecho referencia anteriormente (Un loco hace ciento19, La familia a la moda20 y Los figurones literarios21), mientras que en El egoísta22 sigue el modelo de la comedia lacrimosa seria y Las esclavas amazonas23 resulta una mezcla algo chocante de comedia sentimental exótica de aventuras con evidentes resabios del teatro áureo. Creo que las cuatro primeras pueden estudiarse en conjunto, a pesar de la orientación menos costumbrista y más sentimentaloide de El egoísta. Éstos son, en líneas generales, los rasgos fundamentales que han de ser resaltados en sus comedias:

1) Todas están animadas por un didactismo similar, tendente a la crítica de determinadas actitudes y vicios sociales que están en el punto de mira permanente de la comedia ilustrada. Las tres primeras se centran en la denuncia de los excesos extranjerizantes, de la vanidad pretenciosa y de los desórdenes familiares de toda índole. El egoísta comparte con ellas esta última preocupación y añade el tema del egoísmo masculino como elemento clave en la disolución de la familia y como causa de diversos males sociales24.

2) Todas ellas contemplan, desde diferentes puntos de vista, el tema matrimonial: en las tres primeras tenemos matrimonios concertados contra la voluntad de los jóvenes, que finalmente se deshacen para que triunfe el amor; en La familia a la moda se nos presenta además un ejemplo -negativo, evidentemente- de matrimonio «moderno» en el que se admite con complacencia el cortejo de la dama y las vidas desencontradas de los dos cónyuges, y en El egoísta asistimos a un matrimonio deshecho por la vida disoluta del marido que acaba nada menos que en anuncio de divorcio y en encarcelamiento merecido del egoísta libertino y envenenador.

3) En este sentido, todas presentan desenlaces que se adecuan en gran medida a la ortodoxia del pensamiento ilustrado: triunfa el amor y también la voluntad de los jóvenes sin desafiar la conveniencia, los personajes alejados temporalmente de la razón recobran su buen juicio, las familias vuelven a ser ejemplo de orden y rectitud, y -en el caso más dramático de El egoísta- el marido libertino recibe su castigo ejemplar.

4) Finalmente, las cuatro incluyen la presencia de elementos de gusto y tradición popular, lo que las diferencia de la comedia de costumbres moratiniana, mucho más contenida y más respetuosa del «buen gusto» neoclásico25. Así, por ejemplo, las tres primeras utilizan procedimientos sainetescos -como las artimañas de que se valen los protagonistas para conseguir sus fines o el desparpajo que muestran las heroínas- y presentan personajes que parecen extraídos de una comedia de figurón (la vieja tía mandona que viene de la montaña con un elevado concepto del honor y de la decencia en La familia a la moda, los dos hermanos montañeses y el pretendiente afrancesado de Un loco hace ciento, y prácticamente la totalidad de los ridículos personajes de Los figurones literarios). Más acorde con el tono de comedia seria que pretende El egoísta, en ella se ponen en juego los procedimientos de la comedia lacrimosa y, aunque la autora, siempre atenta a mantenerse en los límites de la contención ilustrada, no se permite los excesos de patetismo habituales en otras obras de su tiempo, la historia del marido infiel y padre desnaturalizado que trata de envenenar a su amante esposa da para escenas que, de haberse estrenado la obra, hubieran hecho correr las lágrimas de la cazuela.

He dejado voluntariamente aparte la última de las comedias -y de toda la producción literaria- de Gálvez, Las esclavas amazonas, obra que se representó en más ocasiones incluso después de su muerte, lo cual no deja de ser una ironía si consideramos que es la que menos, por no decir nada, encaja en el modelo trágico por el que esperaba la autora la gloria póstuma, tal y como confiesa en la ya citada «Advertencia» al segundo volumen de sus Obras Poéticas. Aunque se ha especulado sobre la posibilidad de que fuese una traducción, parece ya fuera de duda que se trata de una obra original que se disfrazó de traducción para su estreno en 1806 con el propósito de facilitar su buena acogida entre los actores, como señala la propia autora en la respuesta a la crítica demoledora que le hizo el Memorial literario (Bordiga Rosa trágica 164-166). Las esclavas amazonas es una historia sin pies ni cabeza, ambientada en Siam y protagonizada por unas europeas convertidas en amazonas y esclavas del monarca siamés -¿habrase visto cosa más contradictoria?-, y rescatadas por unos representantes del gobierno francés, que resultan ser en última instancia sus hermanos perdidos. La obra se debate entre sus deudas con el teatro del Siglo de Oro, a base de imitar a Moreto en El desdén con el desdén, y las nuevas adquisiciones de la comedia sentimental, con final matrimonial de lo más convencional y reconocimientos varios entre los personajes. Se trata sin duda de una obra singular dentro de la trayectoria dramática de la autora, que no nos tiene acostumbrados a obras de puro entretenimiento sin contenido ideológico. El hecho de que la autora no la reclamara como propia hasta leer la critica del Memorial Literario, demuestra que se trata de una obra «de subsistencia», por la que cobró por cierto 900 reales, y con cuya redacción, posiblemente, se divirtió mucho. A nadie se le ocurriría pensar que una autora capaz de producir una obra literaria como la de María Rosa Gálvez, que comprende poesía, cuatro comedias y ocho obras trágicas, con el grado además de compromiso ideológico que éstas demuestran, podía no ser consciente del tremendo disparate que estaba escribiendo y que arranca del propio título de la comedia. Dejaremos por tanto esta obra en el lugar que le corresponde.

Hasta este punto, y dejando a un lado Las esclavas amazonas por su excepcionalidad ya señalada e incluso El egoísta, único ensayo de la autora en el camino de la comedia patética, podría afirmarse que las comedias de Gálvez se inscriben en la línea costumbrista que lidera indiscutiblemente Moratín y a la que no parecen aportar más que un toque popular que, intensificando el elemento cómico, rebaja un tanto la contención neoclásica y las hace más atractivas para el espectador de principios del XIX. Y, sin embargo, una lectura cuidadosa de las comedias nos muestra que, más allá de las coincidencias temáticas y de las diferencias formales o estilísticas con la comedia de costumbres, las obras de Gálvez muestran una divergencia ideológica que las convierte en una variante muy singular del género. Creo que dicha divergencia ideológica proviene de la inscripción del género de la autora en su obra y, como consecuencia de ésta, de su voluntad por hacer de su obra dramática un catálogo de la experiencia femenina en el cambio de siglo y de construir también un proyecto de futuro para la mujer de su tiempo.

En este sentido, sus comedias están articuladas alrededor de las figuras femeninas, que no desempeñan -como en otras comedias de costumbres- un papel pasivo, sino que conducen las riendas de la acción dramática y encarnan la autoridad que les usurpan a los varones. En dos de estas comedias, Un loco hace ciento y Los figurones literarios, Inés e Isabel, las jóvenes protagonistas cuyas bodas ha sido concertadas con pretendientes de los que no están enamoradas, demuestran un desparpajo y una desenvoltura envidiables en unas jóvenes de buena familia de principios del XIX; no estamos habituados, por cierto, en la comedia de costumbres, a que las jóvenes sean francas y digan lo que piensan sin rodeos, y mucho menos a que tomen esta actitud desenvuelta como seña de identidad, como hace Isabel en Los figurones literarios.

Pues sería muy gracioso
Que en mi juventud pensara
En soltar de quando en quando
Solamente una palabra
Como no tengo museo
Ni tengo entre las medallas
Del Señor Don Epitafio
Mi alegría sepultada
Digo lo que se me ocurre
Claro.

(252)                


Tampoco estamos habituados a oírlas, como hace Isabel, emitir juicios sobre el buen sentido o la preparación literaria de sus mayores26, ni a verlas leyendo libros de viajes, ni mucho menos a escuchar de sus bocas reivindicaciones anticonyugales como la siguiente:

Y también dice un adagio
Que no tenemos en nuestra
Vida un día más feliz
Que aquel en que come tierra
Un marido.

(Los figurones 327)                


Tampoco nos es habitual en la comedia de costumbres que, frente a la sumisión a las que nos tienen acostumbrados las hijas de Moratín, sean ellas -Inés e Isabel- quienes planeen el ardid que las conducirá al matrimonio deseado y que convencerá al padre y tío respectivos de la falta de sentido y de sensibilidad que se esconde tras la práctica del concierto matrimonial.

Pero, aunque todo lo anterior sea una pieza discordante en el modelo moratiniano de la comedia de costumbres, no sorprende en cualquier caso el carácter desenvuelto y dispuesto al engaño de las protagonistas de Gálvez, que, como bien ve Andioc en su edición de La familia a la moda (86), siguen el patrón de las heroínas del teatro popular y practican sus mismas estrategias para conseguir sus fines matrimoniales. Los Comella, por ejemplo, padre e hija, son maestros en este tipo de procedimientos alternativos del teatro popular para restaurar la justicia amorosa, obstaculizada por un concepto de autoridad un tanto caduco ya en este tránsito de siglo. De hecho, en La Anita, la tonadilla de Joaquina Comella que mencioné anteriormente, la protagonista muestra un comportamiento de lo menos ortodoxo, enviando notitas a escondidas al novio, urdiendo engaños y firmando compromisos matrimoniales por su cuenta y riesgo. No es de extrañar, por tanto, que las heroínas de las comedias de Gálvez, cuyo parentesco con el teatro popular ya he señalado, se inserten en esta corriente de jovencitas un tanto rebeldes y bastante apañadas del teatro sentimental, que, por debajo de su aparente conformidad con la autoridad paterna, utilizan todo su ingenio para volverla en su beneficio sin soliviantar al auditorio.

Por el contrario, lo que sí llama poderosamente la atención en una comedia de esta índole es que estas hijas expresen, con una claridad rayana a veces en la grosería, su frontal oposición a la autoridad masculina27 y que además lo declaren con tanto sentido común y tan escaso sentimentalismo como hacen las protagonistas de Gálvez28. Sorprende también, y no poco, que sean ellas las portadoras de la ideología que la obra trasmite, y que se permitan ser, además de listillas y un poquitín hipócritas -rasgos que, por otro lado, han ido en el estereotipo patriarcal históricamente ligados a lo femenino-, ejemplo y mensajeras del buen sentido, de la adecuación a la razón y de los principios que sostienen el buen orden social. Sorprende, al final de Los figurones literarios, que sea Isabel la que le recomiende a su tío cejar en sus ridículos empeños de erudición universal y que sea ella también la que cierre la obra y nos dé el mensaje de prudencia social y concordia familiar que es habitual en las obras ilustradas.

Quiero que de mis vivezas
Me perdoneis, y que unidos
En la amorosa cadena
Que para nuestros placeres
Formó la naturaleza,
Para elegir los amigos
Usemos de más reserva:
Pues hombres de bien y sabios
Son pocos los que se encuentran.

(367)                


Sorprende, también, en La familia a la moda, que sea la tía Guiomar el personaje más sensato de la comedia, y que su buen criterio y su defensa de las inclinaciones naturales brillen por encima de la estupidez de su hermano, el cabeza de familia, y sean los que consigan llevar a la sobrina, absolutamente plegada a los deseos maternos, a no arruinar su vida con un matrimonio absurdo.

Parece evidente que María Rosa Gálvez traza en sus comedias unos personajes femeninos que, sin complejidad psicológica ninguna, consiguen poner su inteligencia y su buen sentido al servicio de la felicidad propia y, por ende, de la general. Es el hecho de que las mujeres se conviertan en exponentes de la razón, y no sólo en modelos de virtud y sumisión, el que se perfila como novedad dentro del modelo de la comedia ilustrada, ceñida por lo general al concepto masculino de autoridad y poco proclive a ir más allá de la «escuela de esposas» (Kish) para mostrar personajes femeninos inteligentes y sensatos.

No se nos escapa el carácter profundamente subversivo de esta galería de mujeres pensantes sin cuya labor, nos indica sutilmente Gálvez, reinaría el desorden familiar y, por tanto, el social. Pero lo más interesante es que ese desplazamiento de las cualidades positivas a los personajes femeninos se concibe siempre como garantía de la salvaguarda de los principios morales y sociales de su tiempo, y, de este modo, la posible heterodoxia de su doctrina sobre el papel de la mujer en la sociedad se neutraliza de cara a la galería y se justifica en una mejora generalizada del funcionamiento social, que es, al fin y al cabo, un objetivo fundamental del afán reformador del teatro ilustrado.

Desde el punto de vista ideológico, el teatro cómico de María Rosa Gálvez es mucho menos convencional y bastante más disidente de lo que parece, aunque consigue moverse con cierta holgura dentro de los límites de la ortodoxia ilustrada. En cualquier caso, La familia a la moda, que no puede estar más en la línea de las directrices ideológicas del reformismo ilustrado, fue censurada por el Tribunal eclesiástico por inmoral y por «ser escuela de la corrupción y el libertinage (sic)» (Bordiga Rosa trágica 163), lo cual sorprende no poco a la propia autora y nos obliga a reflexionar sobre cuáles serían esos contenidos poco ortodoxos que escapan a una primera lectura de la obra y que escandalizaron de tal modo al censor.

Me pregunto, para terminar, si esa afición de Gálvez a divulgar en sus comedias una nueva imagen de la feminidad y convertir a la mujer en salvaguarda, ya no moral sino racional, del orden social, podría, por muy oculta que estuviera bajo el disfraz del reformismo ilustrado, no haber pasado desapercibida a los censores y ser el motivo último de esas extrañas reticencias sobre sus comedias.

Es evidente que queda mucho camino por recorrer en el estudio del teatro femenino de esta época, pero tengo la impresión de que el análisis detallado de muchas de las obras escritas por mujeres en este período nos llevaría por esta misma senda para mostrarnos la visión en femenino de un mundo que hasta hace poco sólo hemos contemplado en masculino. Es necesario también un estudio de conjunto que, desde una perspectiva crítica de género y haciendo uso de los instrumentos de análisis que nos proporciona la teoría literaria feminista, plantee la visión de lo femenino que emerge de las obras de estas autoras y nos revele las estrategias a través de las cuales ésta se superpone a la visión, también de lo femenino, de la producción teatral masculina. Entre tanto, la labor dramática de las heterodoxas dieciochescas y su particular forma de disidencia descansan, con algunas excepciones como la de Gálvez, veladas por la contundencia del discurso oficial de nuestra Ilustración.








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