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ArribaAbajoCarta sexta

El mismo al mismo


Cumpliendo con mi promesa, entro sin preámbulo alguno, por referirte la relación que me hizo mi tío.

«Cuatro años después de la visita que te referí del buen matrimonio, en el año 1800, estalló la epidemia que fue denominada la Grande. Mi padre había muerto, yo me había casado, y me refugié en Dos Hermanas, con mi familia, huyendo del azote.

Mi primer cuidado a mi llegada fue el ir a ver a la tía Juana.

Era ya de noche. Jamás, sobrino mío, olvidaré el encantador espectáculo que se ofreció a mi vista al llegar allí.

La tía Juana tenía sobre cada una de sus rodillas a sus nietecitas, casi en cueros, y las hacía rezar. Jamás Murillo pintó dos angelitos tan divinamente bellos. Eran parecidísimas: sus rizados cabellos negros caían sobre sus hombros, formando una orla a sus rosadas caras; levantaban sus grandes ojos negros para mirar a su abuela; y mientras que sus boquitas rojas repetían su oración, sus manitas estaban cruzadas sobre sus pechos redondos, y sus piececitos descalzos colgaban como unas bolas de hojas de rosa.

Cuando concluyeron de rezar por sus padres, la tía Juana prosiguió rezando en voz baja, mirando alternativamente, ya a las niñas, ya a una imagen de Nuestra Señora, bajo cuyo amparo parecía ponerlas.

En este entretanto, los ojos de las niñas se apagaron; sus largas y rizadas pestañas se abajaron; sus manitas se soltaron, y colgaron con gracioso abandono a su lado; sus cabezas cayeron sobre el pecho de su abuela. Estaban dormidas.

No podía apartar mi vista de aquel cuadro encantador; y desafío a las más felices y brillantes concepciones poéticas, a crear sobre el lienzo o en versos, un cuadro como el que se ofrecía a mi vista.

Tía Juana besó la frente de las niñas, y las llevó a la alcoba.

Yo entré.

-Acechaba a Vd., tía Juana, -le dije-; he oído a Vds. rezar.

-Espero, -respondió la buena mujer-, que Dios nos habrá oído también.

-¡Qué hermosísimas son las mellizas! ¡Qué cuadro formaban Vds.!

-Dos rosas en un tarro viejo de barro, respondió sonriéndose la tía Juana. Venga Vd. a verlas, prosiguió tomando el velón, y llevándome a la alcoba.

Como hacía calor, estaban echadas casi desnudas, se tenían abrazadas. Me quedé embelesado.

-¡Bendígalas Vd.!, -dijo la tía Juana-. Jamás se debe mirar un niño sin bendecirle. ¿Cuál será su suerte?, -prosiguió suspirando-; ¿heredarán la desventura así como han heredado el bien parecer de sus padres?

-¡Qué cavilación, tía Juana! ¿Por qué no ha de pensar Vd. que serán felices, como lo es Vd., y el tío Antonio?

-¡Cúmplase la voluntad de Dios!, -dijo la pobre anciana-; pero no las mire Vd. más. Dicen que el mirar mucho a un niño dormido, le hace mal.

-Te digo esto, sobrino, -añadió mi tío poniéndose el dedo sobre las narices-, porque cuando tanto se ha hablado de magnetismo, me he acordado muchas veces de esta creencia arraigada en las mujeres del pueblo.

El día siguiente, llevé a mi mujer a casa de tía Juana, para que conociese a sus encantadoras criaturas. Se llamaban Paz y Luz. Luz era más viva y despierta; Paz más suave y tímida.

Jamás he visto, -decía la tía Juana-, dos criaturas más parecidas de cara, y más distintas de genio. Cuando Luz ríe a carcajadas, Paz sólo sonríe; cuando Luz grita y patalea, Paz llora callando. Luz corre y canta; Paz no se mueve de su sitio y no se la oye. Luz siempre dice a la hermana: «¡anda!», Paz siempre responde: «¡aguarda!». Luz es un grano de pimienta; Paz una hoja de malva. Así es que su abuelo, que está bobo con ellas, las llama Luz del día y Paz del cielo.

Escuchaba a mi tío con el mayor interés, cuando éste fue desagradablemente distraído por un criado, que entró a decirme que un ministril estaba allí con orden del juez para que me llegase a su tribunal. Ya ves, querido amigo, que los relatos de mi tío tienen desgracia.

Cuando entré, me dijo el juez: «Creo a Vd. sabedor de un arresto que se hizo ayer, con motivo de una delación que me han hecho. Puede que conozca Vd. los sujetos. El acusado es un joven de Jerez llamado Pedro de Torres; goza de mala reputación, y ha sido ya anteriormente desterrado de Madrid. El delator es D. Judas Tadeo Barbo, labrador de Jerez, persona respetable y acaudalada.»

¡Me indigné!

-Desconfíe Vd., señor juez, -le dije-, de esa delación hecha por un bajo espíritu de venganza, y por un hombre que es demasiado nulo para tener una sola idea ni principio en política. Don Pedro de Torres pertenece a una de las primeras familias de Jerez, y le creo un loco poco peligroso.

-No obstante, -repuso el juez-, la acusación es explícita. Pedro de Torres no se contenta con hacer los discursos más subversivos e incendiarios en los cafés y otros sitios públicos, sino que tiene en su casa un club o junta revolucionaria. Que el mal se haga por maldad, o por locura, no por eso es menos mi deber impedirlo.

En este instante compareció Pedro de Torres. El juez había mandado también a D. Judas que concurriese.

La fisonomía de estos dos hombres era la misma de siempre.

La bajeza de su acción en nada disminuía la necia osadía de D. Judas; así como lo crítico de la situación de Pedro de Torres en nada alteraba su estúpida arrogancia, ni su imperturbable y desdeñosa calma.

-¿Qué voluntad despótica y arbitraria, -dijo dirigiéndose al juez-, me ha hecho arrestar? ¿Hemos llegado ya al despotismo musulmán y moscovita?

-Caballero, -dijo el juez-, aquí está Vd., no para interrogar, sino para ser interrogado; interrogatorio autorizado por las leyes vigentes y la Constitución que nos rige. Requiero a Vd. a que responda a los cargos que gravitan sobre Vd., tocante a hechos de que es el señor testigo.

El juez señaló a D. Judas.

¡Quisiera poderte pintar la mirada de altivo desdén que Pedro de Torres dejó caer sobre D. Judas!

No pudo, sin embargo, turbarle.

-¿Y qué dice ese hombre?, -preguntó.

Al oír la denominación de hombre, D. Judas brincó de indignación.

-El señor dice, -prosiguió el juez-, que Vd. amotina cuanto pillo y hombre perdido y vagamundo encuentra, contra el poder establecido, diciéndoles que el reinado de la igualdad es llegado, que tanto o más valen ellos que los que los gobiernan; que por lo tanto no deben obedecer, sino ponerse en el lugar de éstos, para que cada cual tenga su vez.

Es cierto, -dijo Pedro de Torres-, lo he dicho, no lo niego; que jamás mentí. Mis simpatías son por el pueblo, como lo son las de Fourier, Proudhon, y otros hombres grandes; de ello me glorío. Y si algo o alguien pudiera convencerme de que la plebe no debe salir de su lugar, sería ese hombre, -y señaló a don Judas con un movimiento de hombros.

-¿Qué quiere Vd. decir con eso?, -exclamó D. Judas-, temblando de ira.

-Quiero decir, -respondió de Torres sin salir de su calma-, que la esfera en que Vd. ha nacido, le conviene más que aquella en que se ha introducido.

-¿Qué significa esto?, -tartamudeó D. Judas-, sofocado de coraje.

-Significa, -contestó Pedro de Torres con la misma flema-, que su padre de Vd., que era arrumbador, no habló jamás al mío sino en pie y con sombrero en mano; y que Vd., porque se ha empinado sobre sus talegas, se atreve a ser el delator de su hijo.

-Señor, -repuso D. Judas, morado de ira-, preveo que en consecuencia de la conducta de Vd. y de la mía, sus hijos hablarán a los míos, como Vd. dice que mi padre habló al suyo.

-Mis hijos, -dijo Pedro de Torres-, tendrán bastante sangre noble en sus venas, y sentimientos de independencia en sus almas, para hablar a la Reina sentados y con la frente erguida. ¿Cómo quiere Vd. que se humillasen a un Barbo?

El juez intervino, y Pedro de Torres, convicto y confeso de los cargos que contra él gravaban, recibió orden de salir de Sevilla y de trasladarse a Huelva.

D. Judas le aguardaba a la salida.

-¡Buen viaje!, -le dijo con sorna-; ¡viento en popa, señor de Torres! Un ciudadano del globo no está nunca desterrado, pues su patria es en todas partes.

-Hasta más ver, D. Judas, esta vez Iscariote y no Tadeo, contestó Pedro de Torres sin inmutarse. Haga Vd. valer este otro mérito para que nuestro equitativo Gobierno le premie con otra cruz.




ArribaAbajoCarta séptima

Del mismo al mismo


Espero hoy, mi querido amigo, indemnizarte de las interrupciones continuas que sufre mi narración, y de las que te quejas de una manera tan amable. Haré, pues, todo lo posible para seguir, sin interrumpirlos, los recuerdos de mi tío.

Ayer fui a comer a su casa. El buen señor sacrificó valerosamente su siesta y volvió a tomar el hilo de su relato de esta suerte:

«Hacia el año de 1814 padecí una grave enfermedad. Un día que convaleciente ya, me hallaba sentado en mi poltrona al sol, pues era invierno, vi entrar a la tía Juana. Su vista me causó gran placer: nunca había dejado de mandar a saber de mí, y sabiéndome convaleciente, venía a cerciorarse por sus ojos de mi mejoría.

-Tía Juana, -la dije-, ¿cómo están vuestras preciosas mellizas?

-Luz, D. Justo, -contestó la abuela-, está hermosa y robusta; Dios la envía salud para dar y que le quede. Paz está delgada y endeblilla, aunque no se puede decir que tenga mal alguno; pero nuestro médico que sabe mucho... como que Vd. le conoce.

-Sí, sí, -respondí-, D. Gaspar: ¿el que manda sangrar al que sueña que se cae?

-El mismo, D. Justo, porque dice que la impresión es la misma, y a veces aun mayor en sueños que en la realidad. Pues como iba diciendo, D. Gaspar opina que Paz está amenazada de una enfermedad de corazón. Ello es que la ha prohibido todo ejercicio y toda emoción violenta; no se la ha de incomodar ni contradecir en nada. La fortuna es que ella tiene el genio de un ángel, pues si no, ¡quién la aguantaba con tanto mimo! La tenemos como una joya entro algodones; no hace sino coser y bordar. Sobre Luz carga todo el trabajo; pero esa, en un santi-amén, todo lo tiene a la vela; es alta, robusta, sonrosada como la aurora.

-¿Y tienen novios?, -pregunté.

-¡Ay señor!, -contestó la tía Juana-. ¿Hay sol sin arreboles, ni muchacha sin amores? ¡Los tiene, don Justo!, ¡y es cosa que pesa sobre el corazón como una piedra de molino! Por enterarle a Vd., le contaré lo que ha pasado esta mañana.

La tía Juana me hizo una larga relación, que te repetiré con sus propias palabras, puesto que me hizo tanta gracia que jamás se me ha borrado.

Sabes que a media distancia de Sevilla a Dos Hermanas, el camino desciende a un pequeño valle, para beber en un arroyito que en invierno se pasea, pero que en verano se duerme sobre su lecho de guijarros, donde yace tan transparente y tranquilo, que sería su existencia ignorada, a no ser porque los rayos del sol, reflejándose en él, le hacen aparecer cual un incendio sin llamas. A la derecha se alza sobre una eminencia el castillo morisco de una hacienda que el rey D. Pedro donó a doña María de Padilla, la cual conservaba el nombre de doña María; al frente de este gran recuerdo histórico, en el fondo del valle, está una venta. El pasajero campesino halla allí cuanto su sobriedad necesita: agua, vino, pan; en invierno naranjas; en verano uvas.

Pasada la venta, el camino se alza sobre una cuesta arenosa, hasta llegar a Buena Vista, altura bien denominada, pues a su frente se extiende Sevilla en su llano, bañando sus pies en el río, recostada su cabeza en azahares, y levantando sus brazos al cielo. Subían esta cuesta aquella mañana tres seres, que hacía gran número de años formaban un todo, como los dedos forman la mano.

Era el primero un viejecito seco, enjuto y fuerte como una correa; el segundo, una viejecita ágil y viva como una ardilla; y el tercero, una burra anciana, lenta y pesada, pero vigorosa aún, caminando sin tropezar, con paso grave y uniforme como la péndola de un reloj: por lo que toca al trotar y galopar, las nociones que pudiera tener, eran recuerdos de juventud, confusos y casi borrados.

El día era tan hermoso, tan calmoso y tibio, que parecía impregnado de opio: ¡tales eran el bienestar y la calma que producía moral y físicamente!

La viejecita, sentada a ancas detrás de su marido, se había dormido, dejándose mecer por las ondulaciones lentas y uniformes del paso de su cabalgadura; cuando de repente fue despertada por estas palabras, que pronunció su marido con voz grave.

-¿Por lo visto creéis vosotras que Dios no me ha puesto los ojos en la cara sino para que me sirvan de adorno?

-No, por cierto; que no son bastante buenos para eso, -respondió la apostrofada.

-¿Pues entonces pensáis que no me los ha dado para nada?

-Te los dio para ver.

-¡Ah! ¡Bueno!, eso es lo que quiero que tengáis presente.

-¿Y a qué viene esa salida pie de banco, con la que tu voz me ha despertado de mi arrastradillo como lo hará la trompeta del día del juicio?

-Para advertirlo, Juana, que no se me escapa nada.

-No, nada se te escapa, sino las perdices y los conejos cuando vas de cacería.

-¡No te hagas la desentendida, camastrona! Lo que te digo y vuelvo a decirte, es que no se me escapa nada.

-¡Lo que a mí se me escapa es la paciencia! ¿Me querrás explicar el sentido de tus palabras preñadas, que, cuando más y mucho, vendrán a parir un ratón, como hizo el monte?

-Haces que no me entiendes; te haces la tontita, y eres capaz de contarle los pelos al diablo. Y ya que necesitas cuchara de bayeta, te diré que los paseos de Marcos Ruiz y la guitarrita de Manuel Díaz por mi calle, no me acomodan.

-¿Y yo qué le remedio, si pasean y tocan por la calle, que no es tuya, sino del rey?, ¿no tuviste tú tus veinte, y paseaste también la calle a las muchachas?

-No paseo más que la tuya, Juana; de sobra que lo sabes. Pero vosotras las mujeres hacéis la vista gorda a los enamorados, como el cura vinatero a los borrachos.

-Y bien, ¿por qué no la haría, si los muchachos se quieren?

-¿Y os parece que con mi venia no hay que contar?

-Ya se te pedirá cuando llegue el caso.

-¡Qué caso, ni que demonio! Desde ahora digo, y antes de que los muchachos se tornen voluntad, que no quiero.

-¿Y por qué no quieres?, ¿qué tacha hay que poner a Manuel Díaz, que es un muchacho de los pocos; que mantiene a su madre y hermanitos; que gana bien su pan?

-¡Sí!, ¿y qué va a buscar entre la cárcel y el presidio?; trata en contrabando, y anda el camino... No me acomoda.

-Vamos a ver, ¿y qué pecado mortal es hacer contrabando?

-Roba, mujer, roba; roba al Gobierno.

-¿Y el Gobierno acaso no nos roba a nosotros, con sus derechos y contribuciones? Ya sabes el refrán, que el que roba al ladrón, tiene cien años de perdón.

-No respondo a tus sutilezas. Vosotras las mujeres sois capaces de enredarle las ideas a un cristiano, como una madeja de seda. No digo sino una cosa: no quiero por yerno a un contrabandista; y con eso, basta.

-¿Y qué falta tendrías que ponerle a Marcos Ruiz, el arriero, que tiene los mejores burros de Dos Hermanas, y que gana su vida bien y honradamente a la faz del sol?

-Tengo que decir, que buenos son sus burros; pero que como no caso mi hija con los burros, sino con él, él es el que tiene que acomodarme y no me acomoda.

-¡Caramba, Antonio Ortega!, y ¿dónde entierras?, ¡vaya que ni un duque es más dificultoso! A ese paso ya puedes echar tus hijas en escabeche. ¿Y me querrás decir por qué no te acomoda Marcos Ruiz?

-No quiero emparentar con esas gentes que llaman Caínes, porque uno de sus abuelos mató a su hermano. Marcos es pendenciero y gasta navaja; no le quiero, y con eso Ite, missa est; no hablemos más. Sabes que soy tribunal sin apelación.

La tía Juana, aunque era viva y tenía despejo, estaba sumisa a las costumbres inviolables de su país, en donde el marido gobierna patriarcalmente y como amo absoluto. Así no pensó en contrariar un mandato definitivo: era además buena, dulce, quería a su marido con ternura; conocía que en parte tenía razón, y así se contentó con decirle:

-¡Vaya que estás hoy que se te pueden encender dos velas: más agrio estás que un limón verde! No se puede discutir contigo.

-Eso es cabalmente lo que quiero, -respondió tío Antonio.

Callaron.

Pero la tía Juana a quien la última frase había impacientado, se puso a canturrear a media voz:


Cuando Dios crió al erizo,
le crió de mala gana;
¡por eso el animalito
tiene tan suave la lana!



El tío Antonio, que estaba mal templado, y aún bajo la impresión de su triunfo, teniendo la última palabra, no se lo quiso dejar arrebatar, sino completarlo cantando la última copla, y con una voz cascada y temblona, se puso a canturrear:


De la costilla de Adán
crió Dios a la mujer,
para dar así a los hombres
ese hueso que roer.



Habiendo quedado absortos en sus pensamientos, no vieron del lado del río el cielo embozarse en nubes como en una capa; y sólo cuando se pusieron éstas debajo del sol como un toldo, y algunas gotas de agua les cayeron en la cara, fue cuando se apercibieron de que el tiempo había repentinamente cambiado. La tía Juana saltó ligeramente de la burra abajo, se tocó sus enaguas sobre la cabeza, y corrió hacia la venta de Guadaira, que estaba cerca. El viento que soplaba y la ayudaba a correr, la ceñía un zagalejo de bayeta amarilla, de modo que descubría más de lo regular sus piernas, para las cuales parecía haberse inventado la común denominación de palillos de tambor.

-¡Juana!, -la gritó el grave tío Antonio indignado-, ¿has echado la vergüenza atrás?, ¡mira que se te ven las piernas!... ¡Juana, mujer!

Es de advertir que ni un alma pasaba por el campo; y así tía Juana siguió corriendo sin hacer caso.

Tío Antonio, renunciando a inspirar a su mujer la debida compostura, hizo aligerar el paso a Fragata (que así se llamaba su burra, aunque nunca había visto la mar) dándola golpes vigorosos con los talones en la barriga. Recogió las alas de su sombrero, pasó por encima su pañuelo, que ató debajo de la barba, para que el viento no se lo llevase; cubriose con una manta, sacando la cabeza por la abertura que en medio tenía, y prosiguió paso entre paso su camino, murmurando: ¡mujer sin vergüenza!, ¡burra maldita!, ¡cada pata te pesa diez arrobas, y a tu ama no le pesan más que una pluma! ¡No sirves tú, Fragata del demonio, sino para cargar estiércol, y las dos sino para condenar a un cristiano!

Entretanto, la tía Juana había llegado a la venta, donde se hallaban varios caminantes, que el chubasco había forzado a guarecerse en ella. El primero que la tía Juana apercibió, fue un hombre de mediana edad, robusto y ágil; estaba toscamente vestido, mas cuanto llevaba era bueno y en extremo aseado, aunque ajeno de todo ese lujo bonito y elegante que ostenta el andaluz. Su cara bondadosa y jovial llevaba el sello de la hombría de bien; en su acento se conocía era gallego.

Era éste Juan Mena, capataz de un rico hacendado de Dos Hermanas. Su amo había generosamente recompensado sus buenos y largos servicios; le había dado la mano, y Juan Mena había llegado a ser hombre bien acomodado, y sobre todo, bien quisto.

Cuando vio venir a la tía Juana, le salió al encuentro con mucha cordialidad. Todo el mundo quería y buscaba a la buena mujer, pues siempre la hallaba servicial, graciosa y parlera.

-¡Tía Juana!, -le gritó desde que la vio-, ¿cómo tan sola? ¿Y el tío Antonio?

-Ahí viene con su burra, -contestó ella-; parece que tanta prisa trae el uno como la otra. Mírelos Vd., ahí vienen: con las orejas, los ojos y las cabezas gachas, con facha de sauce llorón.

-Un vaso de licor, tía Juana, un vasito de anisete para el resfriado que hubiera Vd. podido coger, -dijo Juan Mena presentándole el vaso.

-Siempre he oído decir, -respondió la tía Juana, tomando el vaso que le ofrecían-, que es poco cortés rehusar el primero, y poco fino admitir el segundo.

En este momento llegaba el tío Antonio, mojado de malísimo humor.

-Tío Antonio, -le dijo Juan Mena (el cual, como todos sus paisanos, tenía una irresistible y desgraciada pasión por hacerse gracioso sin serlo, arremedando a los andaluces)-, ¡tío Antonio!, ¡vaya que está Vd. ahí, bajando la cabeza y las alas como una gallina mojada! ¿Es Vd. acaso de azúcar, para temerle tanto al agua?

-Vd., señor Juan Mena, que tiene una buena mula manchega, puede reírse; ¡pero ya se le quitarían las ganas, si caminara con una mujer y una burra viejas! Son capaces entre las dos de quemarle la sangre a San Paciencia. ¡No lo aguanta ni Job! ¡Me han desesperado tanto, que estoy por dar de cabeza contra aquella esquina!

-Cuidado, ventero, -dijo la tía Juana-; que va a echar a bajo la esquina; que no será de cierto tan dura como su cabeza.

-¡Dichoso Vd., señor Juan Mena!, -repuso el tío Antonio-, sacudiendo su empapado sombrero. ¡Dichoso Vd., que no tiene ni burra vieja, ni mujer, ni hijos!

-No sabe lo que se dice, señores, -dijo la tía Juana-; más envanecido y más ancho está con sus niñas, que el rey con su corona.

-¡Y a fe mía que tiene razón!, -repuso Juan Mena-; pues no tiene el cielo dos estrellas como ésas, ni hay rosal en que tales rosas florezcan. Como me llamo Juan Mena, que si alguna le pesa, que cargo con ella; y lo dicho, dicho, tío Antonio.

Tío Antonio y tía Juana abrieron los ojos tamaños, pues Juan Mena era una colocación como no hubieran podido esperarla para sus hijas.

Tío Antonio con sus ojos pequeños y apagados lanzó una mirada a la tía Juana, con la cual parecía decirle:

-¡Anda a paseo tú, con tu pendenciero de Caín, y tu contrabandista de mala muerte!

Iba a contestarle a Juan Mena, pero su mujer lo previno:

-Haga Vd., -dijo-, que quieran ellas. Por lo que toca al tío Antonio y yo, le damos un sí como una casa.

Había pasado el chubasco; los caminantes se volvieron a poner en camino.

Tío Antonio trató de persuadir a su mujer que era preciso se cuajase esa boda.

-No entres, -le dijo su mujer, echando la puerta abajo-; acuérdate que más vale maña que fuerza; dejar tiempo al tiempo. Déjame a mí; que más se hace con una cucharada de miel, que con una arroba de vinagre.

En este entretanto, habían llegado a Sevilla, en la que entraban por la puerta de San Fernando.

Según la costumbre andaluza, les decían una porción de dichos. Le era imposible a la locuacidad y viveza de la tía Juana, el no contestar; con lo que se desesperaba el serio y formal tío Antonio.

-Ahí están, -dijo una gitana-, Matusalén, su mujer, y la burra de Balaam, que se creían difuntos. La burra de Balaam hablaba, hija mía; ten tu lengua pues, si quieres dejarla a esta la gloria de la resurrección, -respondió la tía Juana.

-¡Vaya, -dijo un albañil-, una trinidad de nueva invención!

-Pero que no forma un todo como lo hacen lo feo, lo tonto y lo desvergonzado, para formarte a ti, hijo mío, -replicó la tía Juana.

-¿Habrase visto, -dijo tío Antonio-, vieja más chilindrinera, y que menos honre sus canas? ¿Vas tú, charlantina, a contestar a todas las sandeces que oigas?

-Y, ¿a qué tengo el uso de la palabra, -contestó su mujer-, uno de los más bellos dones del Señor, sino para servirme de él?

-¡Y el Señor sabe si abusas de sus dones!, -suspiró tío Antonio.

-Esa burra no puede con la carga, -dijo un estudiante-; lleva a saecula y saeculorum.

-¡El término de tu necedad, hijo mío!, -repuso la tía Juana.

Tío Antonio indignado dio un fuerte talonazo a la burra para hacerla andar más aprisa, el que acompañó de un varazo.

-No le pegue Vd. así a ese animal, D. Pedro el Cruel, -dijo el estudiante-; el animal no ha hecho nada.

-Y lo que es más, -saltó tía Juana-, nada ha dicho, ventaja que no tienen todos los burros.

-¡Maldita sea tu lengua, cotorra, parlanchina!, -exclamó tío Antonio exasperado.

-Vaya, no te enfades, Antonio; ya no chisto; tendré mi lengua más quieta que la burra su cola.

-¡Quién pudiera hacer ese trueque!, -suspiró tío Antonio.

Habían llegado a la catedral. Tía Juana se apeó; se puso un pañolón por la cabeza, y entró a rezar a la Virgen de los Reyes, que está en la hermosa capilla de San Fernando. Tío Antonio fue a llevar la burra a un mesón.

Cuando la tía Juana acabó sus devociones, se vino a verme. La pobre concluyó diciéndome estaba muy apurada, porque jamás había visto a su marido tan decidido, tan en sus trece, y tan de mal talante; y porque preveía la resistencia de sus nietas a la voluntad de su abuelo.

-Yo, -decía-, pondré todo de mi parte; pero, ¿qué razones convencen, ni qué argumentos hacen fuerza a dos cabecitas y dos corazoncitos de diez y ocho años enamorados? ¡Ay, D. Justo!, -prosiguió-, ya que se viene Vd. al lugar a convalecer, bien pudiera Vd., con ese piquito de oro, que convence a los jueces en la Audiencia, ver de traerlas a las buenas; pues su abuelo lleva razón, ¡vaya! Y aunque no la llevase... ¡si es su padre!

Poco después fuimos al campo.

No puedes pensar, sobrino, lo hermosas que se habían puesto las niñas. Luz era alta, y tenía las bellas formas de una Diana; sus ojos ostentaban la brillantez, y su mirada la firmeza del azabache. Sus labios de coral, dejaban entrever dos hileras de dientes, que brillaban como dos sartas de brillantes; su ademán era altivo, su andar garboso.

Paz era diminuta; su talle delgado se inclinaba adelante, como si estuviese cansada; inclinaba la cabeza a un lado, cual si la agobiase el peso de su hermosa cabellera; sus manos eran finas y blancas como jazmines; sus ojos tenían el negro apagado y la suavidad del terciopelo; sus labios finos, parecían dos hojas de rosa cubriendo unas perlas. Sin embargo de estas diferencias, ambas se parecían siempre, como el arroyo al torrente; como una estrella tranquila al sol brillante, como la viva y fuerte sonada que lanza el clarín, a su suave repetición que gime el eco.

Según lo había exigido tía Juana de mí, puse en juego toda mi elocuencia para persuadirlas a obedecer a sus padres. Luz me respondió con un gracioso gesto de desdén, que si Juan Mena, no encontraba otra que ella con quien casarse, que bien podría que dar soltero toda su vida. Paz lloró mucho, y me dijo que si se empeñaban en separarla de Manuel Díaz, se metería en un convento.

¿Lo ve Vd., D. Justo?, -me dijo la tía Juana-. ¿Ve Vd. esos pájaros que quieren volar, sin tener aún plumas? ¡Ésta es una potranca sin domar que necesita un buen freno! Ésta es una mojigatilla, que parece que no rompe un plato, y desobedece a su padre con el mayor descaro. Pero, ¡no hay cuidado, no! Yo no las pierdo de vista; y ¡hábil será la que a mí me la pegue!, ¡ya, ya! Cuando con sus novios hablen, ¡por mí la cuenta!

-No quieren, -dijo Luz-, que me case con Marcos Ruiz, porque uno de sus abuelos mató a su hermano; fue sin querer lo que hizo, D. Justo. Pero demos el caso que lo hiciera a sabiendas y fuese malo; ¿por qué su abuelo lo fue, lo había de ser Marcos, Dios mío? Mire Vd.: el padre de mi abuelo iba un día de camino, montado en un burro; llegó a un arroyo, en el que se puso el burro a beber. Su mercé miraba entre tanto al agua, en la que se reflejaba el sol, como en un espejo; dio la casualidad que en aquel instante se nublase. ¡Ay!, ¡Jesús, Jesús!, -dijo mi bisabuelo asustado-; mi burro se ha bebido el sol. Desde entonces le llamaron Bebe-sol; el mal nombre le quedó, y hoy día a mi abuelo le dicen Bebe-sol; a Vd., madre, la Bebe-sol, y a nosotras las Bebesolillas.

-No lo crea Vd., no lo crea Vd., D. Justo: es muchísima mentira; ¡habrá insolente!, ¡decir que su abuelo tiene mal nombre!

-De sobra que lo sabe Vd., ¡de sobra! Pues vamos a ver; porque mi bisabuelo fuese tonto, ¿seguirase de ahí que lo sea mi abuelo?

-¿No le digo a Vd., D. Justo, que esta Marisabidilla es capaz de darle tres vueltas al diablo? ¡Qué descaro, María Santísima!, y ¡qué ingratitud! Porque sabía Vd., D. Justo, que nadie les dice en el lugar sino como su abuelo les dijo de chicas: Paz del cielo y Luz del día. ¡Bicho de luz debían decirle a esta rala! Desde que están enamoradas no parecen las mismas. ¡Luz, Luz!, ¡que me pican las manos por sacudirte el polvo!

-D. Justo, -dijo tímidamente Paz-; ¡no quieren que me case con Manuel Díaz, un muchacho tan bueno y que tanto me quiere!... ¡Y tan sólo porque hace un poco de contrabando!

-¡Como quien no dice nada!, -observó la tía Juana.

-Pues a mí me han dicho, D. Justo, -prosiguió Paz-, que en Madrid y otros pueblos grandes hay gente muy encopetada que hace contrabando, y muchos ricos y poderosos que al contrabando deben su fortuna.

-A eso te responderé, -le dijo su abuela-, lo que le respondió la manola de Madrid al que preguntaba que por qué llevaban a ahorcar a un reo que pasaba por allí: Porque robó poco. Sépaste, además, que para todo es preciso ser rico, hasta para robar. Y sobre todo, parlantinzuela, tu abuelo no duerme con la conciencia de nadie sino con la suya.

Aquella noche el tío Antonio se fue a una cacería que había de durar varios días. Después supe lo que aquella misma noche pasó.

Tía Juana, sentada a la copa con sus hijas, rezó el rosario. Concluido que fue, el suave calorcito del brasero la fue dando tan dulce sueño, que acabó por dormirse profundamente.

Un silbido agudo y fuerte resonó. Luz hizo un movimiento para levantarse; pero su abuela entreabrió los ojos, y dijo con grande oportunidad:

-Sicut erat in principio et nunc et semper.

Luz se volvió a quedar sentada, cerrando los ojos, cruzando los brazos.

De ahí a un rato una voz clara y sonora cantó:


A un alto pino lo troncho,
a un álamo lo blandeo,
a un toro bravo lo amanso;
¡y a ti, muchacha, no puedo!



Luz se levantó, y sobre la punta de los pies se fue a una de las ventanas, y la entreabrió sin ruido.

La luna dio de lleno en su rosada cara y en sus brillantes ojos. Un rápido diálogo se estableció entre ella y un hombre apoyado en la reja de la ventana.

Este hombre alto y esbelto, de cintura quebrada, de andar garboso y firme, de alta frente, mirada altiva, labio desdeñoso, era Marcos Ruiz el arriero.

-Ocho días ha que no sales a la reja.

-Mi padre no quiere.

-¿Y por qué? Oye: ¿tengo yo acaso un hierro en la cara, o la mula detrás de la puerta?3

-No; pero dice que gastas y tiras de la navaja.

-La navaja es el abanico de los hombres. ¿No hay más?

-Sí: dice que sois de mala sangre; que uno de tus abuelos mató a su hermano, y que por eso os llamáis Caínes.

-Tu abuelo chochea; es mentira lo que dice. Y si tenemos apodo, ¿no lo tiene su mercé como cada hijo de vecino?

-Yo bien lo sé; pero ¿qué hago?

-Lo que sí es cierto es que quiere que te cases con Juan Mena. ¿A qué andar con aquí la puse?, ¿es o no?

-Y si su merced lo quiere desear, ¿quién se lo impedirá?

-¿Y tú te casarás, falsa?

-¿Estás loco, o te burlas? ¡Yo, yo, con ese gallego!... ¡Fácil era!

-Es que si sucediese... ¡tú y él os habíais de acordar de Marcos Ruiz!

-¿Amenazas? Si te oyera mi padre, diría que razón le dabas.

-Es que te quiero, Luz; es que no quiero perderte; es que tengo celos; es que no quiero que seas de otro, sino mía.

-Y lo seré; lo seré porque quiero serlo, porque te tengo voluntad y no porque me amenazas, ¿estás?

Entretanto, Paz, que había quedado pensativa y con la cabeza baja al lado de su abuela dormida, había oído una voz clara, suave y triste, que cantaba con una tonada melancólica, esta conocida canción popular:



Me han dicho de que te casas,
así lo publica el tiempo,
   ¡ay de mí!
Dos cosas habrá en un día:
mi muerte y tu casamiento:
   ¡Ay de mí!

Primera amonestación
que la Iglesia te leyera,
   ¡ay de mí!,
ha de ser dolor de muerte
que a mi corazón se diera:
   ¡Ay de mí!

Segunda amonestación,
que te lo voy a advertir,
    ¡ay de mí!,
que tú te vas a casar,
y yo me voy a morir:
   ¡Ay de mí!

Tercera amonestación,
pásate por San Antonio,
   ¡ay de mí!,
por caridad, dile al cura
¡que me traiga el santo óleo!
   ¡Ay de mí!

El día que a ti te digan
«¿recibe usted por esposo?»,
   ¡ay de mí!,
a mí me estarán cantando
los clérigos el responso:
   ¡Ay de mí!

Aquel día te pondrán
tu vestido colorado,
   ¡ay de mí!,
mientras que a mí me pondrán
un hábito franciscano:
   ¡Ay de mí!

Te estarás todo aquel día
en compaña de tu gente,
   ¡ay de mí!,
a mí me acompañarán
¡cuatro cirios solamente!
   ¡Ay de mí!

A ti te estarán echando
ricas sábanas de olán,
   ¡ay de mí!,
a mí me estarán echando
unas espuertas de cal:
   ¡Ay de mí!

Irás a misa de novia,
con tu maridito al lado,
   ¡ay de mí!,
no serás para decir
«¡Dios le haya perdonado!»
   ¡Ay de mí!...

Tres años después de muerto
la tierra me preguntó,
   ¡ay de mí!,
que si te había olvidado
y yo le dije que no:
   ¡Ay de mí!

Si pasas por mi sepulcro
diez años después de muerto,
   ¡ay de mí!!!,
y me nombras por mi nombre,
te responderán mis huesos:
   ¡Ay de mí!!!



Al oír las primeras coplas, Paz lloró; al oír las que siguieron, se agitó y vaciló; al oír las últimas, abrió la ventana. La luz de la luna dio sobre su cara pálida y bañada de lágrimas, como sobre una azucena cubierta de rocío.

Un joven de persona fina y facciones delicadas, de gracioso y airoso porte, la aguardaba: era Manuel Díaz.

-¿No quieres ya hablarme, Paz?, -la dijo.

-Me lo han prohibido, Manuel.

-¡Prohibido!, ¿y por qué?

-Porque andas al contrabando.

-¡Válgame Dios!, y ¿qué delito es ése? ¿No sabe tu padre que es para mantener a mi madre y mis hermanos?

-Sí sabe; pero dice que la causa no justifica los medios, Manuel.

-Pues bien, Paz, dejaré de hacerlo. Pero no dejes de abrirme la ventana, que sin eso no puedo vivir.

-¡Qué!, ¿no harás más contrabando?, ¿jamás?... ¡Oh!, ¡quisiera creerlo! Pero padre dice que el contrabando es como el fuego, que engríe; y que una vez que se le toma el gusto, siempre se vuelve a las andadas.

-¿Tienes fe en mis palabras?..., pues te la doy. Con lo que llevo ganado, mercaré unos bueyes y una carreta, y así ganaré mi vida.

-¿De verdad, Manuel?, ¿desde hoy?

-Desde hoy no. Prometí al amo ayudarle a meter cuatro cargas de tabaco que tiene escondidas cerca de aquí, y cumpliré; no le dejaré plantado.

-¿Tabaco? ¡Dios mío! ¡Manuel, Manuel!, por la Virgen Santísima, ¡no vayas!

-Tengo que cumplir con lo prometido, Paz. Eso te probará que lo que ofrezco lo cumplo; y puedes descansar para de aquí en adelante. ¿Pues no dicen que Juan Mena te pretende?

-No sabe que te quiero,

-¿Y si se empeña?

-Yo no querré.

-¡Paz, Paz!, ¡tú eres tan suave, tan incapaz de resistencia!, ¡si te persuaden!, ¡si te vuelven!

-No lo temas; ¿tienen acaso otra razón que oponerme que tu contrabando?

Mientras las muchachas hablaban cada cual en su ventana, la tía Juana, a quien se le había entumecido el pescuezo, se despertó, se dio una friega en la nuca, y abrió los ojos tamaños, cuando al notar los asientos de sus nietas vacíos, alzó la vista y las vio cada una en una ventana, de rodillas en el poyete, la punta de un pie ligeramente apoyada en el suelo, el cuerpo echado adelante, y teniendo el postigo con la mano para poderlo cerrar a la menor señal de alarma.

Las madres del pueblo en España, tiernas, apasionadas, entusiastas en su cariño materno, tienen a pesar de eso, la idea de que no hay lección que aproveche, sino la graba en la memoria un golpe o un porrazo bien dado.

Así es que la tía Juana, después de haber mirado bien a una y otra, dijo: -¡Bien, bien!, ¡me gusta! ¡Ya os cogí, bribonas! Y levantándose, se acercó andando sobre las puntas de los pies, a Luz que no notó su llegada, sino por un buen porrazo que recibió en el hombro.

Luz cerró de golpe la ventana, se volvió hacia su abuela a quien llevaba una cabeza, cogió la mano que le pegaba, y dijo:

-Abuelita, se va Vd. a lastimar la mano: ¿por qué me pega Vd.?

-¡Y lo preguntas, pícara, cuando te cojo en la reja!

-Mirando la luna, madrecita, que parece un sol, mírela Vd., dijo abriendo la ventana de par en par.

Tía Juana metió las narices por las rejas; pero a nadie vio.

-Y ¿crees acaso engañarme, buena alhaja, porque Marcos Ruiz corre como un gamo?, -dijo a su nieta. Se volvió hacia Paz, pero ésta había oído a su abuela y se había vuelto a sentar en la copa bajando la cabeza.

-¡Mire Vd., mire Vd. la mojigata, que parece no ha perdido la gracia del bautismo, y se la está pegando a su abuela!

Tía Juana, diciendo esto, levantó su manita; pero Paz cruzó las suyas, y le dijo:

-¡Madre, me ha dicho que no hará más contrabando!

Tía Juana dejó caer su mano, y contestó:

-¡Ea, bien!... pues eso, componlo allá con tu padre.

Al siguiente día de esta escena, vino al pueblo una partida; el oficial que la mandaba, fue alojado en la casa en que yo paraba.

-Yo mandé convidarlo a cenar aquella noche.

-He venido, -dijo el oficial-, por la denuncia que hicieron de un contrabando de tabaco.

Un presentimiento me advirtió que alguna desgracia había sucedido; y así fue que, fuertemente conmovido, pregunté al oficial si habían cogido el contrabando.

-No sólo el contrabando, sino a los contrabandistas, -respondió el oficial.

Volví a poner con mano trémula sobre la mesa la copa que iba a llevar a mis labios.

-Imposible es, -prosiguió el oficial-, acabar con el contrabando en un país en que los contrabandistas son hombres valientes hasta amar el peligro; entendidos, hábiles, incansables, aventurosos, que se rastrean y esconden por el país que conocen a palmos, como culebras, y en donde ninguna idea de ignominia se une al contrabando. No obstante, hay entre los presos un muchacho que me ha inspirado mucha compasión... Parece tener vergüenza y ser honrado; se conoce no es del oficio. Desde que le cogimos, bajó la cabeza, y no habló palabra. Apenas habíamos llegado a las casas capitulares, cuando entró una mujer con aire enfermizo, con los ojos desencajados, pecho latiente, y vino a caer a mis pies, arrancando de su corazón un grito que decía:

-¡Soy su madre!

Una niña de doce años y dos niños la seguían sollozando.

En cuanto al joven, en quien la vergüenza había contenido toda demostración de dolor, cuando vio a su madre, cayó al suelo, y el golpe de su cabeza sobre los ladrillos retumbó hondamente. Me apresuré a alejarme de un desastre que no podía aliviar.

-¿Y qué le espera?, -pregunté con angustia.

-Ocho o diez años de presidio, -respondió el oficial.

-¡Su existencia perdida!, -exclamé-, ¡su madre muerta de pena y miseria!, ¡sus hermanos mendigos o perdidos!...

-¿Y qué puedo yo hacerle, -respondió el oficial-, siendo las órdenes terminantes para llevar los presos a Sevilla?

-¡Oh señor!, -dije sin saber lo que me decía-; ¿no habrá algún medio?...

-¡Que yo haga un contrabando de otra especie, -contestó el oficial-, dejando fugar un preso! ¿No sabe Vd. que tendría para mí el mismo resultado que Vd. lamenta en el contrabandista?




ArribaAbajoCarta octava

El mismo al mismo


Mi última carta, querido amigo, era tan larga, y estaba tan cansado de escribir, que te la remití sin decirte nada de los nuevos pesares que me afligen; y ya que me dices que tanto te interesas en ellos, te los comunicaré antes de proseguir en la relación de mi tío.

Como me es imposible hablar con Casta todas las noches, entre dos luces paso por su calle. Como es verano y se habita lo bajo de la casa, Casta puede sentarse en la reja de su ventana baja. Al pasar, introduzco por entre las persianas una carta que enrollo en forma de bastoncito; ella, al mismo tiempo, deja caer una esquela que recojo al paso. Hay pocos días que al pasar, introduje mi carta por la celosía, como siempre; pero en vano busqué la carta de ella; y como no siempre le es posible escribirme, me persuadí que no había ninguna, y me alejé, sin parar la atención en un chiquillo que se había arrinconado debajo de la ventana, y que se echó a correr que bebía los vientos.

Una hora después, me fui, como siempre, a la tertulia.

Estaba yo muy abatido, tanto a causa de no haber tenido carta de Casta, como por la causa de la insufrible persistencia de D. Judas en perseguirla. No sé si el papel de media azul (bas-bleue como dicen Vds.) que había jugado Casta para alejarle, no ha bastado a vencer su obstinada inclinación o si persiste en su intento por amor propio, o por el gusto bajo de hacer mal tercio. Ello es que la persiste como su sombra, sufriendo los desdenes de ella con paciencia y sin retroceder un paso, ni desistir de sus pretensiones.

Estaba yo en un balcón, donde hallaba silencio y sombra que me ocultase.

Casta halló medio de acercarse, con pretexto de buscar sobre el piano, que estaba cerca, una cancioncita andaluza que está de moda, la Jaca de terciopelo. Mientras ojeaba los cuadernos de música, me dijo a media voz y sin mirarme:

-¿Mi esquela?

-No la he hallado.

-¡Dios mío! La eché al suelo como siempre.

-Corro a buscarla.

-Aguarda que me aleje.

En este momento entraba D. Judas con aire triunfal, cual un general romano, echando sillas al suelo, pisando el perrito faldero de la señora de la casa, y tropezando con los que se hallaban en su camino. Así llegó hasta el administrador, al que dijo, entregándole un papel, que se lo acababan de dar, que creía era una broma, y que pedía que lo leyese en voz alta.

-Apuesto cualquier cosa, -dijo el administrador-, a que es copia de algún programa de fiesta en Sanlúcar, en el Puerto o en Cádiz, en el cual los caballos y toros de Vd. serán puestos en las nubes; ¿Es eso? Veamos.

Se hizo un gran silencio, y el administrador leyó:

«Cuando se ama con constancia se sufre con firmeza. Jóvenes somos, y tenemos una eternidad delante; aguardemos. ¡Aguardar es tan dulce cuando lo que se aguarda es la felicidad! Crié un rosal que tardó en echar rosas: pero ¡cuánto gocé con cuidarlo, regarlo, ponerlo al sol! No temas, por Dios; el viejo grosero y malísimo... (aquí hay una inicial) me inspira el alejamiento y causa el horror de un sapo. Mi madre pronto se desengañará: el oro, ese vil metal, puede deslumbrarla, pero no engreírla; mi buena madre no quiere sino mi felicidad, y esa no existe para mí sino unida a ti.»

Mientras duró esta lectura, en la que sin duda habrás reconocido la esquela de Casta que yo no había podido hallar, y que aquel pilluelo, sin duda apostado allí por D. Judas, había arrebatado, Casta había ido a refugiarse al lado de su madre, y contenía a duras penas las lágrimas que se agolpaban a sus ojos. Yo sentía el frío de la palidez que cubría mi rostro, y destrozaba entre mis encrispados dedos mi pañuelo; pero ¿qué hacía? ¡Siempre las circunstancias ponían esposas a mis manos, mordaza a mis labios!

Por lo que toca a D. Judas, dejo a tu consideración graduar el cambio repentino que se hizo en su rostro, que resplandecía del innoble placer de una baja y necia venganza, cuando el administrador leyó el párrafo que indudablemente le concernía.

Aunque a nadie nombraba la esquela, la risita de D. Judas, y sus guiñadas señalando a Casta, hubiesen enterado a todos, aun cuando la situación de la pobre Casta no lo hubiese hecho. Al oír el epíteto viejo, se apagó su risa de repente; al oír grosero, abrió los ojos tamaños; y cuando se oyó apellidar sapo, exclamó involuntariamente: -¡Desvergonzada!

Al oírle, un murmullo confuso de risas sucedió al embarazado silencio que reinaba. Las señoras se cubrían la boca con sus pañuelos, y doña Mónica, que empezaba a enterarse, echaba a su hija miradas amenazadoras.

-Deme Vd. ese papel, -dijo D. Judas furioso al administrador.

-No haré tal, -respondió éste, acercando el papel a una bujía, cuya llama consumió en el acto la hojita.

-Hay nombres, y aunque me son desconocidos, algún otro podía conocerlos, y los suaves y tiernos desahogos del corazón esas flores de juventud, sinceros y exaltados como ella, necesitan el secreto, como la violeta la sombra, y se deben respetar como la inocencia.

-Es que no hay solamente, -repuso D. Judas-, suaves y tiernos desahogos, como Vd. dice; hay sendas desvergüenzas que no creo se deben respetar como la inocencia.

-Tanto más en mi abono, -dijo el administrador-; razón más para impedir que se sepa a quién son dirigidas. Crea Vd., señor D. Judas, que sí hubiese podido sospechar el contenido de la esquela, no la hubiera leído. Creí cuando Vd. me la entregó, que era una broma; pero no pensé que fuese una vergonzosa indiscreción. Mucho celebraría poder presentar a los interesados mis excusas sobre la parte involuntaria que en este vergonzoso lance he tenido.

¡Yo estaba fuera de mí! Mucho tiempo había ido mi indignación contra ese hombre odioso; pero ahora, la publicidad que había dado a su proceder me autorizaba a dar libre curso a mi resentimiento.

Le aguardé a la salida.

-Caballero, -le dije-, es Vd. un insolente botarate, un atrevido entremetido. Vd. sabía quién había escrito la esquela; Vd. sabía a quién era dirigida.

Don Judas volvió la cara a todos lados, y no viendo a nadie, se puso a temblar, y quiso disculparse, negando el haber sabido de quién era la esquela.

-Dé Vd. gracias a Dios, -le dije sacudiéndole por el hombro-, de que soy bastante moderado y caballero para no hacer pedazos mi bastón sobre las espaldas de un hombre, demasiado viejo para poder, demasiado torpe para saber, y demasiado cobarde para querer defenderse. Pero sepa Vd. que esta moderación cesará desde el instante en que sepa que la señorita Casta tiene en lo más mínimo que sufrir por causa de Vd.

-No hay cuidado, señor; no tema Vd. D. Javierito; mañana mismo me voy a Jerez. Usted comprenderá que renuncio a unirme con quien me designa el papel de sapo.

Al día siguiente, el señor Barbo partió en el vapor Rápido, el cual deseo que haga honor a su nombre, y que no afloje su carrera hasta llegar a los antípodas.

Libre ya de aquí en adelante, de este ente odioso, podré proseguir con más sosiego los relatos de mi tío, que con tantas instancias me pides. Continuolos así:

«En el año 1822, fui a cazar unos días a Dos Hermanas.

Ocho años habían pasado y traído considerables cambios en la familia cuyas desgracias te refiero.

La suave Paz, después de haber amargamente llorado su perdido amor, había cedido a las instancias de sus padres, casándose con Juan Mena.

Luz, contra la voluntad de sus padres, había sido sacada por la Iglesia, y era mujer de Marcos Ruiz el arriero.

Tía Juana y tío Antonio hacían la segunda edición, corregida y aumentada, de Filemón y Baucis. Fui a verlos a todos.

Paz, siempre suave y modesta, siempre endeble y caída, vivía en una especie de lujo campesino con el que la rodeaba su marido, que se miraba en ella como en un espejo.

Tenía una casa grande y buena, cuyo patio rebosaba de flores y enredaderas. Su sala en nada se diferenciaba de la de los demás habitantes acomodados del lugar, sino en su excesivo aseo. Los ladrillos del suelo parecían tener barniz a fuerza de aljofijados; las paredes tenían el blanco inmaculado de la nieve reciente; las cortinas de los huecos no desdecían de las paredes; sillas bastas de paja las rodeaban. En el testero, frente a la ventana, había una mesita de caoba, sobre la cual se hallaba una imagen de la Virgen con su pedestal de cabecitas de ángeles; a su lado, dos vasos grandes de cristal llenos de flores.

Paz, sencillamente vestida con un traje listado violeta y blanco, y al cuello un pañuelo de muselina bordado por ella, estaba sentada en una silla baja cerca de la ventana entornada, y cosía.

Al verme, se sonrojó; pues en su tranquilo interior había adelantado tan poco en la vida, que había quedado la suave y sencilla joven que conocí.

Me habló de su marido con una ternura en la que se mezclaban veneración y gratitud.

En el curso de la conversación me arriesgué a decirla: ¿Y Manuel Díaz?, ¿se acuerda Vd. de él?

Un ligero sonrosado se extendió despacio y suavemente sobre su blanca cara, cual se ve sobre una concha a la que extraen la perla que en su seno abriga, y respondió:

-Me acuerdo para rezar por él, y tan sólo en la iglesia.

-¿Ha muerto?, -pregunté.

-¡Para mí, sí!, -contestó.

De ahí a un rato añadió:

-¿Puede Vd. creer, D. Justo, que le dijeron al infeliz antes de partir, que era mi pobre marido el que había dado el soplo? ¿Mi pobre Juan, que mantuvo a su madre, y que costeó el entierro y la enfermedad de que murió, cuando condenaron a su hijo? Pero fue uno de los contrabandistas quién dio el soplo, y se lo achacó a mi marido.

-¡Qué infamia!, -exclamé.

En este instante entró Juan Mena con su hijo.

-Aquí tiene Vd. a mi Diego, -me dijo después de saludarme cordialmente, y presentándome un hermoso muchacho de seis a siete años.

-Se parece a su madre, ¿no es verdad? Hace bien; porque yo no soy bonito.

-¡Oh!, no, -exclamó Paz-, debe parecerse a su padre en todo. En todo, ¿lo oyes, Diego?

El niño se sonrió. Bajó la cabeza en señal de asentimiento, y luego miró a su padre con una indecible expresión de ternura.

Era dulce el ver este niño colocado así y apareciendo iluminado de esos dos cariños: el de su padre, activo y fuerte como la luz del sol; el de su madre, suave y tranquilo como la luz de la luna.

-No tenemos más que un pesar, prosiguió Juan Mena, y es el que nos causa la situación de nuestra pobre hermana Luz. Marcos Ruiz siempre la hizo la vida amarga con sus celos; pero, en fin, ganaba su vida; y su mujer y sus hijos no sufrían hambre. Mas desde que cegó...

-¿Qué, cegó?, -exclamé.

-¡Ay!, sí señor, y de gota serena, que no tiene cura. Desde entonces, ¡sólo Dios sabe lo que están pasando! Sus celos son ya una pasión de mimo, que devoran el corazón como la gangrena. Hacemos lo que podemos por ellos. Pero Luz, que es más orgullosa que una reina, no quiere tomar nada de mí. Dios sabe las tretas de que se tiene que valer Paz para socorrerlos; y sólo por medio de madre Juana se logra. Pero ¡admire Vd. su fuerza y su valor! Todos los días, que llueva, que ventee, que se asen los pájaros en el aire, va a los Palacios, a dos leguas de aquí, y trae tabaco que revende con corta ganancia. ¡Y hasta este único recurso su marido se lo quiere quitar por celos! Cada noche a su vuelta la arma una pendencia, ¡que ya...! Esto lo sabemos por los vecinos; porque lo que es ella, nada dice ni hecha trizas. Ésta es su vida.

-¡No, su purgatorio!, -dijo Paz secándose los ojos.

-Algunas veces, -prosiguió Juan Mena-, se la pegamos; ¿no es verdad, Diego? Nada menos que ayer: yo y Diego fuimos a ver las cabras, y le dije al cabrerizo: lléname ese cántaro de leche, harás menos quesos hoy. Cuando llegamos a casa le dije a la moza: anda, toma, y veme por arroz y azúcar, y con esa leche hazme una fuente de arroz con leche como para un regimiento. En seguida va Diego por sus primos; yo me traigo a madre Juana que tenía allá los dos más chicos, y que es su merced golosa como todas las viejas. Cuando estuvieron ahí, les di a cada uno su cuchara de palo; puse la fuente sobre una mesilla baja, y les dije: -Ea, hijos míos, en nombre de Dios, ¡comed!, y cuidado con dejar la fuente vacía. ¡Qué felices estaban!, ¿no es verdad, Diego?

-Y nosotros, ¡qué contentos!, ¿no es verdad, padre?

-Fui entonces a buscar a Paz; pero mi mujercita se me echó a llorar, cuando vio el ansia con que los angelitos se engullían el arroz. Porque es más buena mi Paz, ¡mi Paz del cielo, que así ha entrado y así permanece en esta casa!... y la quiero..., ¡la quiero, D. Justo, que me parece que el aire la ofende! Quisiera meterla en un relicario de oro como una reliquia! Y vea Vd. que por tal que ella y mi Diego comiesen bizcocho, comería yo pan negro toda mi vida!

Al alejarme de este suave cuadro de felicidad y virtudes domésticas, me fui a casa de Luz. Vi a Marcos. Sus grandes ojos negros estaban abiertos y muertos como los de las figuras de cera. Su vista, que no se esparcía a fuera, se concentraba adentro, a fijar todo aquello que su imaginación cavilosa y desconfiada creaba: quimeras y fantasmas y visiones, tan lejanas de la verdad como de la razón; ¡era una vista destrozadora!

-¿Conque nada veis?, -le dije.

-No señor, -me respondió con voz sorda-, no hay para mí sino noche! ¿Hay aún luz del día? ¡Oh!, la hay; ¡pero yo no la veo!

-¿No sois feliz?, -la dije a Luz cuando vino a acompañarme hasta el umbral.

-¿Es posible serlo, -respondió-, viendo a un hombre, de poco más de treinta años, en quien Dios paró la vida, sin darle el descanso de la tumba?

-¿Os atormenta, Luz? ¿Es celoso?

-¿Quién ha dicho eso?, -exclamó echándome una mirada altiva y enojada. Me callé.

Estas dos mujeres jóvenes y hermosas habían formado según su naturaleza, carácter y suerte, dos tipos igualmente marcados y admirables.

Paz, tan blanca, suave, delicada y retirada, parecía una de esas lánguidas y aéreas castellanas de la Edad Media, guardadas entre terciopelo y piel de cisne, en sus castillos inaccesibles, como los pintores de la patria de Ossian las dibujan sobre el arrasado papel de sus Keepsakes. Mientras que Luz, con las carnes doradas al sol y endurecidas por el ejercicio, que andaba con paso firme y ágil, con la cabeza erguida y frente altiva que no doblaba la miseria, era el tipo de una de esas estatuas de amazona, fundidas en bronce dorado, por un escultor del carácter y fuerza de Benvenuto Cellini.

Un día que yo estaba sentado en el patio de la hacienda, mirando en su fachada una parra que la cubría, y que podada por el jardinero, formaba alrededor de las ventanas esos arabescos de troncos y ramas secas que hacen hoy día los dibujantes con una gracia tan original, oí a mi criado (que acababa de llegar de Sevilla, donde le había yo enviado), decir al capataz:

-Es verdad, señor Miguel, que he venido hoy más tarde que otros días; pero es porque en la venta de Guadaira he tenido un encuentro que me detuvo.

-¿Qué encuentro?

-Un hombre, que con una ensarta de preguntas me ha detenido.

-¿Y qué clase de sujeto era?

-Un hombre de pobres trazas; sus vestidos eran viejos y estaban desgarrados; una de sus piernas tenía una señal colorada alrededor; pero era joven y bien parecido.

-¿Y qué te decía?

-Principió por preguntarme si venía a Dos Hermanas. Le dije que sí.

-¿Conoce Vd. las gentes de allí?

-Sí conozco, que vengo a menudo.

-¿Conoce Vd. a la gente de tía Juana Ortega?

-¡Como mis manos!

-¿Se casó una de las hijas con Marcos Ruiz?

Sí, y la otra con Juan Mena el capataz.

El hombre dio un brinco sobre el banco en que estaba sentado, como si le hubiese picado una víbora.

-¡Es cierto, pues, por eso me delató!, -murmuró entre dientes.

Al oír estas palabras, -prosiguió mi tío-, mi sangre se cuajó en mis venas. ¡No me quedaba duda! El hombre que había hablado con mi criado, era Manuel Díaz. Manuel Díaz que acababa de llegar de presidio, después de cumplir su condena; Manuel Díaz bajo la influencia de una falsa convicción, ¡creyendo a Juan Mena su delator! ¡Desgraciado!, que por ocho años había reprimido su ira y sus celos; que por ocho años arrastró la cadena, la ignominia y el trabajo, teniendo siempre ante sus ojos la impunidad de su bajo enemigo y la dicha de su competidor; que al llegar, lo primero que veía era la confirmación de sus sospechas, y que se convencía de que la que amó, fue el premio así como el motivo de una delación, de la cual él había sido la víctima! ¡Me estremecí!

El criado prosiguió:

-Yo le dije: -¿qué estáis allí gruñendo de delación, amigo?

-Nada.

-Y luego prosiguió:

-¿Conoce Vd. a la familia de Manuel Díaz?

-¿El presidiario?

El hombre hizo otro movimiento tan brusco, que meneó la mesa y los bancos, y dijo:

-Sí. ¿Su madre?

-Muerta.

El hombre se inmutó, y se puso como de cera. Pensé que le había dado algo y le dije:

-¿Está Vd. malo?

-No, -respondió-; un mareo; esto pasará. Pero... responda Vd. ¿Y su hermana?

-¿Su hermana?, -me eché a reír.

-¡Su hermana!, -gritó aquel hombre, cogiéndome por el hombro, y sacudiéndome con fuerzas de loco.

-¡Eh!, -le grité-, ¿qué perro rabioso os ha mordido, o que yerba venenosa ha pisado Vd.? ¿Qué derecho tiene Vd. de preguntarme, ni yo qué obligación de contestarle, mucho más cuando me viene preguntando por mozuelas perdidas y sin vergüenza?

El hombre me soltó, y se puso cárdeno; sus labios temblaron, rugió como un toro, dio una vuelta, en derredor como un trompo, y se salió.

El ventero y yo nos miramos.

-¿Está borracho?, -le dije.

-¡O loco!, -contestó el ventero.

Un momento después volvió a entrar; parecía más sosegado.

-Yo, que lo que quería era largarme, me iba a salir; pero me detuvo.

-Por el amor de Dios, -me dijo-, contésteme Vd. ¿Y sus hermanos?

El uno salió soldado, el otro se desapareció; no se sabe de él.

-¡Gracias!, -me dijo con voz sorda.

-¿Va Vd. a Dos Hermanas?, -le pregunté.

-Sí, -dijo-, voy a pagar una deuda que tengo allí.

Pidió al ventero su escopeta, y le dejó en rehenes un relicario de plata. El ventero le dio un fusil, pues comprendió que tenía miedo le robaran el dinero que llevaba para pagar la deuda.

Algún tiempo caminamos juntos; a medio camino me preguntó si Juan Mena tenía todavía sus viñas junto al Hoyo del Negro.

-Y otra junto, que ha comprado, -le dije-; todos los días va a ellas.

Se separó de mí, según me dijo, para correr tras de una liebre que se metió en un olivar. Yo me pienso que ese hombre está tocado.

-¡Oh, Dios mío!, haced que llegue yo a tiempo, -exclamó arrojándome fuera y corriendo a casa de Paz.

La halló tranquila como siempre, sentada en su silla baja cerca de la ventana.

-¿Y Juan Mena?, -le grité.

-En su viña, D. Justo, -respondió con su dulce y baja voz.

-Voy a la viña, Paz; tengo que hablarle en este mismo instante. ¿Hay un mulo en la cuadra?

Paz levantó la cabeza y me miró con sorpresa.

-Juan ya vendrá, -me dijo-, ya es hora.

-¡Un mulo, un caballo!, ¡pronto, pronto!, es preciso que le hable.

-¡Dios mío!, -dijo Paz, con su calma-; ¿qué priesa trae Vd., D. Justo?

-¡Paz!, -exclamé-, hay ocho años que Manuel Díaz fue a presidio. Un hombre ha llegado hoy; ese hombre ha preguntado por Juan Mena, a quien llama su delator; ese hombre, Paz, lleva una escopeta.

-¡Oh, Virgen Santísima de las Misericordias!, -gritó Paz-; id, id, D. Justo, voy con Vd.

Quiso levantarse; pero a la infeliz le faltaron las fuerzas, y volvió a caer sobre su silla, pálida como una mortaja.

En aquel instante la puerta se abrió; varios hombres entraron; llevaban en brazos y pusieron en el suelo a un niño cubierto de sangre.

-¡Jesús María!, -exclamó Paz cayendo de rodillas ante el niño-, esa sangre...

-¡Es la sangre de mi padre!, -dijo el niño con voz sorda y pausada.

-¿Y tu padre?

-¡Muerto!

-¿Por quién?

-No sé; un hombre que salió detrás de un vallado, le dijo: «Juan Mena, no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague!...» ¡Levantó la escopeta!...

-¡No mates a mi hijo!, exclamó mi padre; el tiro salió...

La infeliz mujer cayó de cara contra el suelo, con un grito penetrante y agudo.

-¿No conociste a ese hombre?, -pregunté al niño.

-¡No!, -me respondió-. Pero de aquí a cien años, entre cien asesinos, reconoceré al de mi padre. Y le encontraré; sí, ¡le encontraré! Porque él lo ha dicho: «no hay plazo que no se cumpla, ni deuda que no se pague!»

-Y el estupor en que el espanto y el horror habían sumido al niño, disipándose por grados y sucediéndoles el dolor, sus miembros temblaron, su oprimido pecho lanzó gritos, y en ademanes desesperados se arrancaba a tiras la camisa, gritando: ¡Ved, ved!, ¡ésa es la sangre de mi padre! ¡La sangre de mi padre!, de mi padre... ¡de mi padre!

Paz sobrevivió poco a una catástrofe que no tuvo fuerzas físicas ni morales suficientes para resistir.»

Al recuerdo de esta escena, mi tío se halló tan profundamente conmovido, que no pudo proseguir, y me hizo seña de dejarle solo.




ArribaAbajoCarta novena

El mismo al mismo


¡Más de un mes he estado sin escribirte! Las reconvenciones que sobre esto me haces, lisonjean tanto al amigo, por el interés que tomas en mi desgraciada situación, cuanto al narrador, por el interés que te inspiran mis relatos. No he tenido humor para nada; y ¿me creerás cuando te diga que Casta se fue! La época de los baños se acerca, y su madre se la ha llevado a Cádiz. ¿Te diré acaso que Sevilla, que ha poco me parecía la reina de las ciudades, coronada de azahares y olivas, me parece hoy una triste viuda coronada de cipreses? Te sonreirás con lastimoso desdén, desde la roca de tu indiferencia, pues no se comprenden las penas del amor y de la ausencia, sino amando y ausente uno mismo.

Además, mi buena tía ha estado mala, y mi tío ha sido entretanto su inseparable e incansable enfermero. No puedes pensar cuánto se quieren. Podrás observar que España, donde todos los casamientos se hacen por amor, es el país en donde se ven los más felices matrimonios. Aquí son raros los divorcios, aunque son autorizados en ciertos casos por las leyes del Estado y de la Iglesia. Aquí no se estilan habitaciones separadas, ni aun en la extrema vejez. Aquí no hay cuentas ni intereses separados; el mío y el tuyo no existen. Aquí, en el caso de una infidelidad (caso raro) se prefiere casi siempre el perdón al escándalo, porque parece que con la bendición nupcial, la religión que la da, impregna un cariño que santifica con su fuerza y la pureza de los cariños de la sangre.

Vas a decirme que soy tan entusiasta del matrimonio porque amo a Casta. Puede. Y es cierto que si me la dieran por querida, la rehusaría. Sólo llamándola mi mujer, mi compañera ante Dios y los hombres, la estrecharía sobre mi corazón y me atrevería a llamarla mía.

Pero es fatigar bastante tu atención con mis penas y mis propios asuntos. Vengo a mi tío.

Éste volvió a coger el hilo de su narración de esta suerte:

«Pienso, hijo mío, que lo que te cuento está de tal manera lleno de eventos trágicos, que se van enlazando como una cadena, cuyos eslabones fuesen cada cual una calavera; pienso, digo, que podría parecerte un cuento inventado a placer. ¡Pluguiera a Dios que así fuese! Pero créeme, hijo mío, en punto a desgracias y sufrimientos, la realidad sobrepuja a veces a la invención; y el destino tiene complicaciones y acasos, que no podría crear la imaginación más activa. Para que lo que te voy refiriendo sea cierto y posible, es preciso toda la energía de los pueblos del Mediodía; es necesario que el hombre no haya aún entibiado sus pasiones, buenas y malas, por la civilización social; es preciso que un instinto primitivo le sugiera y grite que es su derecho hacerse justicia por sí mismo; es indispensable que una fuerza de carácter que el tiempo no pueda debilitar, ni la razón calmar, grabe la injuria, como la marca de un hierro ardiente, imborrablemente sobre su corazón, y que creyendo en Dios y en su justicia, sacrifique su eternidad, así como sacrifica su existencia, (esto es, con indómita premeditación), a la necesidad imperativa de hacerse justicia. Por desgracia, las leyes no juzgan sino el delito; yo quisiera que se juzgasen también las causas que lo hacen cometer.

Pero esto es una digresión hijo mío, que si bien es necesaria para aclararte o hacerte comprender la continuación de esta historia, podría parecerse a uno de esos modernos panegíricos en favor de los criminales y de la clase pobre, que no son sino una nueva arma, o semilla revolucionaria que llevará sus frutos como las otras. Prefiero con mucho, mi querido Javier, el maravedí de la viuda, a esas vocingleras filantropías, que en lugar de esparcir buenos sentimientos de moderación, paz y conformidad en el pueblo, no esparcen sino una mala levadura, que rebela al pobre contra su situación, sin mejorarla. Ten presente igualmente, que los eventos que te refiero, lejos de seguirse uno tras otro, han tenido entre sí largos intervalos, tan dilatados que han llenado mi larga vida. Ahora, pues, prosigo:

Algún tiempo después, un día que salía para la Audiencia, al llegar a la puerta de la calle, oí gritos, gemidos, aullidos tan atroces, que me quedé parado y absorto; porque jamás, seguramente, habían llegado a oídos humanos tales sonidos.

-Se acercaban; y tal era mi asombro que me paralizó, y no pude ni proseguir, ni retroceder.

Entonces vi llegar a una mujer a la que otras seguían, que no podían o no se atrevían a alcanzar. Esta mujer, lívida, con los ojos desencajados, cuyos cabellos blancos pendían en desorden, que se desgarraba con sus uñas el pecho, tan pronto levantaba los brazos y los ojos al cielo como pidiéndole auxilio, tan pronto los dejaba caer hacia el suelo, como implorándole se abriese bajo sus pasos para sepultarla. Esta terrificante imagen de un dolor que no podía tener semejante, pasó por junto de mí, cuando ya su voz quebrada no podía formar sino el hipo o estertor del moribundo. Una muchedumbre compasiva la en silencio taciturno, con el que involuntariamente respeta aún la hez del pueblo un gran infortunio.

-¿Qué es eso?, -preguntó la criada que se había asomado a la puerta.

Una de las mujeres que seguían llorando a la infeliz, contestó:

-¡Acaban de condenar a su hijo a muerte!

Volví a entrar en mi casa; aquel horrible espectáculo me había trastornado.

Pero, ¡cuál sería mi sorpresa al verse formar grupos ante mi puerta y penetrar en casa, trayendo a su cabeza al alcalde de Dos Hermanas!

-¿Qué se les ofrece a Vds., señores, -les dije-, y en qué puedo servirles?

-Venimos, señor D. Justo, -contestaron-, a pedir a Vd. nos haga una representación, que firmaremos todos para presentarla al tribunal...

-¿Y qué piden Vds.?

-Que la ejecución que han decretado los jueces, con cláusula de que se haga allí mismo donde se hizo el delito, no se lleve a efecto... No queremos justicias en Dos Hermanas; es una ignominia... ¡quedaría el pueblo deshonrado!... Ponga Vd. que no hemos de pagar justos por pecadores; y añada Vd. que estamos resueltos a irnos todos del lugar si esto se lleva a cabo.

-¿Pero quién va a ser ajusticiado?, -pregunté-; ¿qué delito se ha cometido?

-¿No lo sabe Vd., no vio Vd. pasar a esa infeliz?

-¿Qué infeliz?

-¡Su madre!

-¿De quién?

-De Marcos Ruiz.

-¿Qué ha hecho, justo cielo?

-¡Él es el reo... el asesino...!

-¿De quién... de quién?...

-¡De su mujer, de la pobre Luz!

Caí anonadado sobre una silla cubriéndome la cara con ambas manos.

Por una de esas ojeadas lúcidas que en un momento de angustia y de dolor parecen atravesar e iluminar lo pasado con la claridad y rapidez del rayo, vi a aquellas dos desgraciadas criaturas nacidas con igual belleza, para sufrir igual infortunio; ¡ambas, víctimas del hombre que habían amado!...

Las vi de edad de cuatro años, bellos ángeles que dormían y rezaban, entre las dos espantosas catástrofes, la de su nacimiento y la de su muerte. Las vi a los diez y ocho años, jóvenes, mellizas en hermosura y suerte; amando y creyendo en la felicidad, confiando en aquellos hombres que las amaban, ¡y que habían de ser sus verdugos!

En el fondo de este cuadro, la pobre tía Juana; cuyo carácter parecía formado por un vivo y alegre rayo de sol y por un claro y puro chorro de agua, para atravesar sin obstáculo un tranquilo y florido valle; ¡la pobre tía Juana, que había extendido la mano a la vida como a una amiga, y que la vida había quebrantado y deshecho con su pie de hierro!

Después de haberme sosegado un poco, inquirí los pormenores de esta desgracia; y esto supe:

Los celos, que como volcán subterráneo, abrasaban y consumían a Marcos Ruiz, no sólo le volvieron misántropo y cruel, sino que acabaron por hacerle insensato, porque este hombre tenía treinta años, amaba con pasión a su mujer que era soberanamente hermosa, y dudaba de todo, pues la convicción no podía llegar a él, ¡porque los celos cegaban su alma, y la sus ojos! Era poderoso en fuerza, en voluntad, este vigor y energía, encadenados y concentrados, ¡le ahogaban!

Había dicho a su mujer: «No quiero que vayas a los Palacios.»

Su mujer se encogió de hombros y dijo:

-¿Y os he de dejar morir de hambre?

Fue.

Aquel día los vecinos vieron a Marcos afilar un cuchillo.

A la noche su mujer volvió.

Dio de cenar a sus hijos y se acostó. Estaba tan cansada, que no tardó en dormirse.

¡Su marido no dormía!

A media noche, Marcos sacó el cuchillo que había escondido debajo de la almohada.

Se acercó a su mujer para cerciorarse de que dormía.

-¡No volverás a los Palacios!, -dijo con voz sorda-, y clavando con mano firme y segura el cuchillo en su pecho.

-¡No se gozarán en mirar tu hermosura, ni aun después de muerta!, -prosiguió partiendo aquel hermoso rostro de arriba hasta abajo.

Ella no se movió, ni profirió una queja, pues Marcos Ruiz tenía la mano segura. El golpe había sido bien dado. La muerte de Luz fue como sus demás sufrimientos; aislada, silenciosa y secreta.

Marcos Ruiz se sentó a la cabecera de la cama y aguardó.

Llegada la mañana, los niños se levantaron y se pusieron a jugar en camisa a la puerta de la calle. Los vecinos hablaban, cantaban, reían.

Marcos Ruiz impasible no se movió.

-¡Chiquillos!, -dijo la tía Juana llegando a la puerta-. ¡Hijos míos! Aquí traigo un pan tamaño como un melón, y un melón tamaño como vosotros. Vamos a almorzar. ¿Y vuestra madre?

-En el aposento.

-¿Qué? ¿No está levantada? ¡Luz! ¡Luz! Pues a ti no se te suelen pegar las sábanas.

-¿Y Luz?, -dijo la pobre madre a Marcos, a quien halló tranquilamente sentado.

-¡Apagada como la de mis ojos!, -respondió con voz firme Marcos.

Tía Juana se precipitó a la cama y gritó:

-«¡Misericordia! ¡Misericordia!», cayendo al suelo murmurando:

-«¡Caín! ¡Caín!»

No necesito añadir, hijo mío, -prosiguió mi tío después de un rato de silencio, que ni quise ni pude interrumpir-, que Marcos Ruiz fue preso y condenado a muerte. Ni tampoco que la pobre anciana, la tierna madre, fue llevada a su casa,¡ella también herida de muerte! ¡Me es penoso, aun después de tantos años, fijarme en tan terribles recuerdos! No obstante, antes de morir la excelente mujer, me escribió una carta que he conservado siempre, como la expresión de su alma suave y cristiana, y el resumen de aquella pura y desgraciada existencia. Llévatela y léela; pero con la expresa condición de volvérmela a traer mañana, porque la conservo como reliquia, y no quiero separarme de ella!

-Te incluyo, mi querido Paul, la copia de esa carta.

Señor D. Justo:

Esta carta que me escribe el sacristán, Dios se lo pague, se dirige a Vd., (a quien siempre he hallado propicio a servirme) para pedirle el último favor, y es, que con los seis reales que le envío, me mande a decir una misa al Señor de los Desamparados, que está en el Salvador, para que me de su Divina Majestad una buena muerte. Quisiera que se dijese el viernes, día de su gloriosa muerte, en cuyo día tengo esperanza me lleve al eterno descanso.

Quiero también, señor D. Justo, dar a Vd. gracias por tantos favores como le he merecido y decirle mi último adiós, el primero que le digo con gusto.

Por más que me hice corcho, D. Justo, para no ir a fondo en este mar de sangre y lágrimas que ha sido mi vida, ¡no he podido! Este golpe me hundió: ¡el asesinato de mi Luz me abre la sepultura! Desde que murió mi Antonio, no he vuelto nunca a reír, D. Justo; pero vivía llorando y rezando. ¡Pobre Antonio! Desde que la vista y el pulso le faltaron, y no podía ir a cazar, se entristeció como un pájaro del campo en una jaula; se apagó tan despacio y sin sentir, como la luz del día cuando se acerca la noche. Si Su Majestad no hubiese venido por su infinita misericordia a mi pobre morada, nadie hubiese sabido que un cristiano iba a comparecer ante el tribunal supremo. Antes de morir me dijo: «Juana, ya ves lo que ha sucedido; y verás lo que aún sucederá con estos dos hombres, a los que me opuse desde que se acercaron a nuestras niñas! Eso te enseñará, mujer, que en la voluntad de un padre, aun dado caso que tenga menos alcances que los que le deben obediencia, hay la inspiración del cielo y la sanción de Dios.»

Me eché a sollozar.

-No llores, Juana, -me dijo-, sino reza. Yo rogaré allá arriba por ti. El rezar es el lazo que une a vivos y muertos.

Después de decirme esto, se durmió para no despertar sino en el seno de Dios...

Me he quedado, pues, la última y ¡sola! No tengo a nadie de los míos para llevarme a la tierra... ¡Una mano extraña me echará la cal que ha de consumir mi cuerpo! Voy a rogar a Dios por aquellos que tanto mal me han hecho; y no por eso olvidaré a mis bienhechores, sobre todo, a Vd., D. Justo; que agradecer es aun más dulce que perdonar.

Viva Vd. muchos años, D. Justo. La vida es buena, aunque por mí no quisiera volverla a empezar. La muerte con un padre a la cabecera y un crucifijo en la mano, no espanta; créalo Vd., sobre todo cuando los propios se fueron por delante, no se quiere uno quedar atrás.

Dígale Vd. a la señora, que se quede con Dios, y me encomiende a la Virgen de los Reyes, de quien tan devota he sido, y que tantas veces me secó las lágrimas con una mirada. ¡Madre mía!, ¡también quedó sola!

Ya Vd. ve, D. Justo, que soy una parlanchina, como decía mi Antonio, y que charlo aun teniendo ya un pie en la sepultura.

El sacristán ya no tiene más papel.

Acuérdese Vd. alguna vez, y récele a la pobre vieja,

TÍA JUANA ORTEGA.



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