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Una encuesta en los llanos orientales de Colombia

Manuel Alvar





A Luis Flórez

Por 1930, Karl Vossler dio en Madrid un curso de Metodología filológica. Sus palabras aún emocionan: «los lingüistas andarán nómadas en busca de los dialectos que se hablan por el mundo.» Para el gran maestro, dialectólogo y lingüista eran la misma cosa. Para él que nunca fue dialectólogo y sí -sólo Dios sabe hasta qué lejanas medidas- lingüista. Dialectólogos en busca de la información más segura para que la ciencia pueda sustentarse y no se cuartee. (Después vendrían otras modas y cada uno especularía sin demasiada firmeza. Todo iría envejeciendo muy de prisa y la mitología nos haría el regalo de un apólogo que nos viene como anillo al dedo: Procusto, famoso, bandido, tendía a sus víctimas en un lecho de hierro y les cortaba los pies, si les salían de la cama, o les estiraba las piernas con cordeles si las tenían cortas.)

Andar nómada significa convertirse en criatura arraigada. Quien siente latir la tierra conoce el temblor emocionado, del paisaje o ama al hombre, difícilmente querrá mezclar lo divino con lo humano. Cada cosa en su sitio y la paz con todos. Ahí están los hechos, variopintos y lagartones, como para que los atrapemos con fórmulas de rebotica sin sustancia y con no poco caldo de sesos. Y los lingüistas -perdón, dialectólogos, para estreñidos lectores de un solo artículo-, una vez más, iban a buscar su enraizamiento con la tierra y su pulso, acordado, con el hombre.

*  *  *

Había que bajar de la sabana, cruzar la sierra y llegar al llano. Sobre el mapa, las cosas son de una precisión casi exacta. Bajar, subir, cruzar y llegar. Pero el dios de los inviernos vació sus odres. Lluvias y más lluvias cayeron sobre la tierra; aguas y más aguas se llevaron los puentes; ríos y más ríos se salieron de madre. Y los dialectólogos, con su campero tenían que llegar hasta allá lejos. Villavicencio había quedado atrás, tan atrás como la historia aquella del candelabro y el anuncio de la Independencia. Y por delante aún estaban los largos caminos. ¿Caminos? Sobre el Ocoa, un puente caído:

«-Su merced, ¿quiere hacerme un favorcito? ¿Se puede pasar el río?» «-Aguadito viene.»



(El dialectólogo de habla escueta y sin arropes no se atreve a abrir el pico. ¿Qué querrá decir esto? En Colombia hay un regusto casi monjil por la música de la palabra. Los saludos infinitos retrasan el tintico mañanero o las felicidades para una buena noche acaban desvelando al somnoliento. Y el dialectólogo echa mano -¡Dios, qué lejos estaban!- de las lecciones de urbanidad que le enseñaron en la escuela y platica como si fuera una ursulina. Pero no, su habla no se parece a estos alfeñiques conventuales. Aquí la lengua es algo que se paladea con fruición, como si fuera un arequipe tomado a lentas cucharaditas. Hay por la Carrera 7.ª un salón de té elegante. Los dos dialectólogos se sientan: una muchacha los atiende:

«¿Son españoles?» «-¿En qué lo conoce?» «-¡Hablan tan sabroso!»



Sabrosa la lengua en una dulcería. Que Dios se lo pague. Y Dios, que todo lo paga, se había excedido en el arte de hacer ojos. Cuando su obra estuvo perfecta, la puso en la cara de aquella muchachita que encontraba sabroso el hablar de dos celtíberos. Siempre la misma historia.)

Sí, el Ocoa venía aguadito. A mitad del cauce, el campero no caminaba. El agua nos iba arrastrando. Cada dialectólogo pensó lo que pudo. Enfilar el volante contra el tajamar del puente, palpar el remojón de los inviernos, subirse a la baca para esperar. Desde la otra orilla dirigían el salvamento, pero el vehículo no resistía. El agua penetraba en el interior. Agua sucísima, turbia, en remolinos. Por fin, ya, doctor, a las piedras aquellas, ya, doctor, y a desandar el cauce, sí, doctor. Sobre el suelo barroso, Luis Flórez mira el reloj: «Hemos perdido veinte minutos». (Este Luis Flórez parece discípulo de Séneca.).

Había pasado el invierno, pero debía ser casi otoño. Aún llovía. El campero estaba como un ecce homo; quiero decir, lastimado en todo lo que tenía lastimable: el tubo de escape metido en el tanque de la gasolina; echaba humo por todos los bornes de la batería; se había roto una transmisión. Aquello era un cuento de don Juan Manuel: entre todos a hacer caminar al burro, digo al carro. Hasta que se compadeció un camionero -que también entre los camioneros hay ánimas benditas- y con suaves palpos, nos fue echuchando hasta donde podía trabajarse en verano, ¿por lo caliente?

Entonces el dialectólogo se dio cuenta de la grandeza del paisaje llanero. El yerbazal cubría kilómetros y kilómetros. Sobre los matorrales verdes, aquí y allí unas palmeras perdidas o las motoras de tallo esbelto y liviano. Para deleite de los ojos, el verde más cambiante y lujurioso: guayabos claros, mangos de hojas oscuras, samanes copudos, ceibas gigantescas, cedros caóticamente dispersos y palos de platanera, con su bellota violeta y sus grandes hojas rasgadas en garepas. Por la llanada, los dedos de Dios habían trazado surcos a los arroyos, como esos hileros de marea que marcan las corrientes sobre las aguas quietas. Todo había adquirido grandeza genesíaca: las cunetas eran arroyos; la llanura, mares; el hombre, una pequeña criatura en desamparo. ¿Qué palabra podría medir las magnitudes? (Otro río grande, con su violento remormor; con sus aguas avanzando en tropel desacompasado, con su cruel violencia. «Por favor, ¿cómo sé llama este río?» -«No es río, es el caño Metica.»)

Andábamos de nuevo. Contra nosotros manadas de reses: Blanquísimos cebúes y ganado cruzado. Sobre los caballos unas figuras legendarias: los vaqueros. Sombreros de ala vuelta, nazarenas en las botas y un abrigo encauchado -amarillo, naranja, negruzco- bajo la lluvia. El ganado ocupa el camino de tierra, o, asustado, se voltea hacia las. empalizadas de espino: en la piel blanca, los rasgones borbotan sangre y muestran la violencia contra el alambre. Desde el campero, vemos pasar a los jinetes sobre sus caballos: gritos, brazos alzados, lazos en el cielo plomizo, y los cuernos -como liras- de la vacada. A nuestra derecha, una potranca muerta alza hacia las nubes una pata, rígida, enhiesta, ad monitoria, y los gallinazos dan vueltas para desgarrar la carne muerta. (El dialectólogo, lo ha dicho, ha aprendido a amar a las cosas, aunque estén muertas. Esta chirringa le ha hecho pensar en otra escena que vio en Jandía; en su muy amada isla de Fuerteventura: allí marcan a los animales y los dejan sueltos. Al año recogen las hembras con sus crías. Pero no hay agua, ni pasto, ni gente. Cuando nace un baifo, los guirres rodean a la cría: descienden sobre ella; la sacan los ojos y le arrancan la lengua; después la devoran hecha piltrafas.)

A veces hay alguna choza. Sobre la tierra roja se destaca un chafarrinón negro. Paredes de tapial y cobertizo de chapa. El agua golpea implacable sobre la techumbre. Durante el día, el cinc, o lo que sea, abrasa y hace inhabitable la vivienda . Cuando hace frío, lo conserva como un tesoro. El tugurio vende unas cuantas miserias y una carne cortada a lascas, con moscas y zancudos que la recubren. Pero, ¿quién puede comer esta carne? (Dicen que un 6 por 100 de los colombianos come carne alguna vez, Allá se las entiendan con las estadísticas,) Los niños la contemplan: unos niños flaquísimos, amarillentos, barrigones. Descalzos y desnudos. A lo mejor las paredes de la chabola están pintadas con esas letras que sirven de panacea para todo: «Abajo la subida de precios». Otro, día, entre los indios coloradoros, en Ecuador, el dialectólogo vio gentes desnudas; los indios fofos y borrachos; las indias moviendo unos pechos fláccidos, como perras sin cría. Y el cartel que servía para liberarlos: «Gringos fuera del Vietnam». Contra la miseria y el hambre, el dialectólogo quisiera tener poderes. Sólo siente tristeza por una gente con la que se solidariza y asco por quienes -tirios y troyanos- manejan la necesidad ajena y no saben o no quieren remediarla. Cada uno lleva dentro de sí su propio, gringo, insolidario, codicioso. Y son gringos todos los gobiernos que no quieren saber de miserias y de pobreza. El mundo -aún- no está dividido con una fácil dicotomía. Un viejo fraile español del siglo XVII -Ambrosio Bautista- lo sabía muy bien; lo dijo con una fórmula que todavía no ha perdido validez:

No es decente, Fabio, a los ojos cristianos hacer diferencia de naciones, sino de obras [...] No hay más que una nación, y ésa es Cristianos. [...] El francés que ama a Dios es mi español. El español que le enoja es mi francés.



Y esto se escribía cuando franceses y españoles polemizaban sobre la Guerra de los Treinta Años.

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Puerto López es municipio desde 1936. Allí había un par de familias -los Fundadores- y uno de los hijos nos ayudó en la encuesta. Después han ido viniendo gentes del Tolima, de Boyacá, de Caldas o de Cundinamarca. Trabajar en Puerto López es enfrentarse con mil problemas de lingüística institucional y, a vueltas de ella, aspiración de s implosiva y conservación de una predorsal muy tensa, neutralización ll/y y oposición fonológica de ambas realizaciones; nasalización tendida sobre toda la palabra o vocalismo muy claro. Pero todo es un violento contraste, en una serie de consideraciones polimórficas en un mismo sujeto. El pueblo es también un hacerse caótico. La selva se ha talado para labrar calles anchas; alrededor de una ceiba empieza a nacer una plaza; chozas dispersas anuncian que allí surgirá un camino. El pie del hombre trilla todos los pastos y vence todas las adversidades; aunque, sin huella, sus días se hayan ido quedando a túrdigas entre cortezas ásperas y cardos punzantes; aunque sobre una canoa enteriza se hayan amortecido muchas horas de vida. Los dialectólogos recogen el testimonio. Años después de que ellos hayan pasado habrá unas palabras que les sobrevivirán. Ellos, tan nada en esta augusta naturaleza, están dando fe de la presencia del hombre. Ellos, levantando el acta notarial de lo que ya existe. «-¿Por qué hablan estos niños con zeta?» «-Sí, es mejor. Yo se la enseño.» «-¿Pero usted la enseña?» «-Sí, les hago distinguir ese de zeta, y zeta de ce.». «-¿De verdad?» La profesora tiene un hermosísimo color negro. Es lista. Tiene ideas claras de las cosas: «Quiero seguir estudiando expresión corporal.» «-¡Ah!» «Y me ayudo aquí. Vine del Chocó. Me quieren mucho.» «-Pero y las ces, las zetas, las eses.» «-Sí; verá es muy fácil: lo hago con mucho énfasis y, a la vez, señalo con el dedo. Nunca se equivocan.» «-¡Ah! » La profesora había pronunciado lo que ella llamaba zeta y ese y ce. El dialectólogo es un pedante y ahora escribe su arrepentimiento. Aquella maestra sabía muchas cosas: «-Yo no sé de hablas, pero usted es español porque su tipo étnico es inconfundible.» Mas, ¡ah! Y uno se acuerda de sus antepasados los colonos alemanes de la Carolina, pero ¿no eran suizos o alemanes los Siete Niños de Écija o Jaime Ostos, el torero? ¿Por qué no puede ser uno un tipo étnico puro de algo? Aquella maestra era un portento; a brazo partido luchaba por enseñar. A unos chiquillos cimarrones, venciendo su propio y fermosísimo color negro, «-Pues hay a quien no le gusta», venciendo su penuria. «-Gano mil quinientos pesos y muchos meses nos declaramos en huelga para poder cobrar», venciendo su soledad. Pasaban unos muchachitos y le sonreían. ¿Qué importan la ce, la zeta o la ese? En honor suyo, escribo estas líneas que ella nunca verá; en honor suyo -¿cómo se llamaría?- no puedo estampar su nombre. Pero por unos pocos pesos, entre selva y malaria, una mujer joven se dejaba la vida a retazos -«ya hace dos años que estoy aquí»- para que unos niños colombianos aprendan -sí, hasta la zeta- y no sean gamines o salteadores y para que ella -negra hermosísima- pueda aprender un día expresión corporal.

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Puerto López debe su nombre aun presidente y, como su nombre indica, a no tener puerto. El río es sucísimo. Tierras removidas, partículas en suspensión, millones de amebas en cada litro de agua. Por sus orillas -nos dijeron- viven un as 8.000 almas; acaso 20.000 por todo el municipio. De ellos; la mayoría es católica, pero también hay adventistas y testigos de Jehová. En época de verano -la sequía de diciembre a marzo- un camino sin asfaltar llega hasta Venezuela; en el invierno -las lluvias del resto del año- el camino desaparece. Las embarcaciones fluviales tardan seis u ocho días en llegar a Puerto Carreño, en la confluencia del Meta con el Orinoco; si trafican, tardan un mes en hacer el camino de ida y vuelta. Llevan arroz, maíz, algodón, víveres; traen ganado y pieles de babilla. Kilómetros y kilómetros de selva en el comercio del menudeo; se comen las provisiones cargadas y los peces que se capturan. Embarcaciones insignificantes, con dos o tres hombres de dotación, arriesgan largas y penosas travesías. Es la voluntad de esa criatura indefensa a la que llamamos hombre. Hombre contra el hombre y contra la naturaleza. Hombre, seis letras que apenas si duran en una línea y que -ahí erguido- desafía al medio hostil.

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El dialectólogo se fue a trabajar a un tugurio con visos de venta. ¿Miscelánea? ¿Abacería? ¿Taberna? ¿Lonja de pescado? Era todo o nada. Era mucho más que eso. Era algo que sólo puede darse en los Puertos. López que Dios sembró en el ancho mundo. «Aquí está en su casa. Yo le traigo gente. Espere que me ponga la camisa.» El buda tripudo y de ombligo redondísimo hizo los honores. «-Aquí trabaje usted.» «-Gracias.» «-¿Sabe que un toro ha matado a Camino?» «-Vaya.» «-Usted no sabe mucho de estas cosas.» «-No, la verdad, no.» «-¿Y a qué espera?» «-Pues ya ve.» «-¿Y a usted por qué le dicen doctor sus amigos?» «-Pues no sé, por pasar el rato.» «-Pues es una vaina.» «-Sí, y a veces un poco de verraquera, pero...» «-Bueno, bueno, pues siéntese ahí.» «-Gracias.» «-¿Usted me dejará que me quite la camisa?» «-Sí, sí; está usted en su casa.» Y el buda de abdomen abacial y ombligo redondo colgó su camisa en una cabuya sostenida por un canalete. Gotas -benditas- de sudor caían desde la camisa sobre el dialectólogo que aguaitaba a su primera víctima. «-Espere, no tenga prisa. Esto son sopas de leche para mi gallo.» «-Pues. sí que lo cuida.» «-Es un gallo fino; dos mil pesos me dan por él y yo, ni modo. Ya ha ganado nueve peleas; mire, mire -y le acercaba un dedazo contra el que se engrifaba el gallo de pelea-. Es criollo. Los españoles son más ligeros, pero se cansan antes.» «-¡Ah!» «-Aquí le traigo a éste. Es un burro; no sabe nada de nada, pero cómo usted es así, a lo mejor le sirve.» (El llamado burro tenía unos ojos dulces, era amable y sabía muy bien todo lo que se le preguntaba. Pero se pasó el día haciendo vainas: que si la guía, que si el peso, que si cobrar el pescado, que si cargar los camiones.) Al dialectólogo le habían dicho que en Colombia las encuestas se hacen con paciencia. Los perros venían a sacudirse las pulgas junto al dialectólogo, que agradecía con muy buenos modales la fineza. Los zancudos querían chupar sangre de dialectólogo, que debía ser una presa poco frecuente. El dialectólogo no tenía tiempo para aburrirse. «-Oiga, doctor, ¿usted sabe de medicina?» «-No, nada; como de ríos y caños, como de gallos finos y criollos, como...» «-Pues tendrá, que ir aprendiendo.» «-Sí, eso veo.» (Una mujer joven temblaba en una silla; tenía frío y calor; ojos desorbitados y opacos, lloraba. Sí, uno era un doctor de... Bueno, el dialectólogo a veces es muy fino hablando y, sobre todo, escribiendo. Por eso no dice qué le parecía aquel doctor con que no dejaban de nombrarle. ¿Qué hacía allí mientras la mujer sufría? Mientras un niñito amarilleaba de -¿qué?- hambre, enfermedad, fiebre, ¿de qué estaría el niño tan amarillo? Los tres hombres que habían traído la carga, la contemplaban compadecidos. Y el dialectólogo sólo supo medir el dolor por horas de sufrimiento: «-¿Vienen de lejos?» «-Ocho horas de canoa y los doctores no están todavía en el hospital.» «-Si usted no entiende, yo curaré a los dos hasta que venga otro doctor.» Y el buda de ombligo redondo y abdomen abacial dispuso sus órdenes: «-Usted se toma dos botellas enteras de soda y ambas aspirinas:» (La mujer temblaba y en su hipo engurgitó la aspirina y la soda.) «Con esto se cura en seguida.» «-Y al chino, eso se le pasa cuando maten una res, la vacían y en el buche meten al niño. Y sano.» (El dialectólogo ya no sabía nada de las mamaderas de gallo de su oficio. Hubiera querido saber a quién rezar para que las medicaciones tuvieran resultado. Pero uno está totalmente adulterado por lo que hemos dado en llamar ciencia. Por su mente pasó una palabreja odiosa: empirismo. ¿Pero no tienen experiencia de que con soda no se cura el paludismo? ¿De que la malaria no se remedia en el buche caliente de una vaca recién sacrificada? Pero, ¿de qué me sirve aquí a orillas del Meticael rehilamiento de la ye, si hay dos seres que sufren? Acaso sí; sin esas pendejadas, el dialectólogo nunca hubiera aprendido el dolor de las gentes perdidas en la selva; ni hubiera sabido que su amor podía ayudar a dos pobres seres que sufrían, mientras nada hablaban quienes estaban endurecidos por el padecimiento cotidiano.)

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Los oídos del dialectólogo iban sintiendo palabras mil veces escuchadas. Ahora sonaban con música nueva, recién creadas en las aguas del Metica, recién nacidas de la cópula de la selva y el llano: canoa, bote de carga, chalana y, a su lado, palabras que se arrullaban con remilgo virginal: gongo. Y el burro de ojos claros iba definiendo. El dialectólogo, que es -ya lo hemos dicho- un pedante, pensaba en el Diario de Colón y en Pedro Mártir de Anglería («es canoa porque es de un palo enterizo; cala de diez a quince arrobas y transporta pescado y carga»). «-¿Y el gongo?» «-Es igual, pero carga de cinco o seis toneladas, la llevan dos hombres: el marinero que va a proa dirigiendo con la pértiga y el motorista que va con el motor. Transporta carga, víveres y ganado.» Y salían a relucir el calafate que fabrica falcas con martillo, maseta, patacabra, estopa y brea; que coloca el casco sobre los burros y va disponiendo los maderos de plan y de banda; las tablas de aforro hechas de sasafrás, de cachicamo, de cedro amargo, de cedro macho, de saladillo y de trompillo. De la misma madera siempre, aunque todas se dan por aquí. Y seguían las palabras amigas: proba, coera, culo pato, canalete, cabo, muerto, piola.

Después el anzuelo con la plomada, la boya, de pala de empatar, la lengüeta y la tarraya -no, chinchorro ya no se usa-, la maya (como el trasmayo, pero de un solo paño y sin piolas ni plomo). Y el pescado en cardume (volvían los recuerdos: a Juan de Castellanos, a Gaspar de Villagrá) y en bola y los nombres exóticos, que al dialectólogo nada le decían: apuy, yaque, yamú, mapuro, sepuara, cajaro. Y otros que sí le decían, pero Dios sabe qué querían decir: amarillo, blanco pobre, dorao, paletón, baboso, cherna, tigrito... Peces, a veces, gigantescos, pescados con anzuelo y colgados can una cabuya_ de la romana. Peces de cabeza aplastadísima, de tanto bregar con la corriente del río; de ojos menudos y esmerilados, de tanto no ver en las aguas turbias; de bigotes y bargas larguísimos, de tanto quererse orientar en los fondos. Peces amarillos y negros, blancos listados, moteados; peces de color laureado o azulito, de escama o de cuero. Larga teoría llena de expresivas connotaciones.

Un camión esperaba. Sobre el lecho de la caja, amplias hojas de plátano; en ellas ordenaban camadas de peces grandes, que cubrían con nuevas hojas frescas. Unas cadenas impedían que los pescados se descubrieran y se llenaran de polvo. Hacia Villavicencio partía el camión. Sobre el suelo quedaban unos cuantos peces que al tacto o al golpe parecían pichos o bombos. El burro de ojos claros, terminada la vaina, seguía contestando. El río estaba en silencio. Y las chicharras, las ranas, los sapos, organizaban su algarabía. Co-quí; co-quí; co-quí.

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Un día -nuestra Santa Madre la Filología quiera, que sea pronto- en el Atlas de Colombia habrá un puntito con un número: rojo, naranja, gris, ¿qué más da? Allí, en el Departamento del Meta, estará Puerto López. Tal vez no figuren ni el río ni los Llanos. Acaso un estudioso se inclinará sobre las hojas, extraerá un dato y cerrará el álbum. Será todo. Nadie sabrá lo que ese punto significa, lo que unos hombres trabajaron, sufrieron y se emocionaron para que aquel punto exista. Acaso -y Dios lo ampare- alguien que no habrá saludado ni de lejos el campo sacará a colación la suficiencia. Desearía que ese tal no leyera nunca estas líneas, pero que supiera -¿osará tanto su desprecio?- que Valle Inclán le dedicó estas palabras.: «El crítico tiene ante el autor el mismo resentimiento que el eunuco ante el don Juan.»

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Estas líneas las empecé en Bogotá, horas después de mi regreso de los Llanos Orientales. Las escribo a retazos en un avión que me lleva a España. Hace veinticuatro horas acabé otra encuesta -en Restrepo-. Por el camino quedaron mis amigos los dialectólogos colombianos y, mientras vuelo, a miles y miles de kilómetros -en San Martín- se estará entornando otra puerta en el trabajo. Nunca he escrito impresiones de mis encuestas. ¿Cuántas, ya, en servicio de mi lengua? He aprendido a no hacer caso ni de Zoilos ni de babosas. El trabajo sólo cuenta. Un día, en Florencia, hablé de las encuestas del Atlas de Andalucía a los directores -franceses, italianos, rumanos- de obras como la mía. ¿Creyeron lo que contaba? Si esto era entre gentes de nuestro quehacer, ¿qué sería con los otros? El dialectólogo tiene obligación de saber que Jaberg, Dámaso Alonso o Elcok habían escrito bellas páginas sobre nuestra tarea. Su ejemplo -acaso, sin querer- me ha servido de estímulo. Luis Flórez me pidió que contara lo que he visto. Son estas páginas. He querido reflejar la verdad. La literatura no es ni siquiera cobertura. El lingüista -sí, aunque a los lingüistas se les olvide- debe saber que es humanista y que -¿quién se acuerda?- su obligación es manejar ese sutil instrumento llamado lengua. Acaso, también esto, produzca malestar. Hay cosas sin remedio. He escrito para quienes querrán entenderme y para aquellos compañeros que dejé en los llanos Orientales. Es todo. Y mi verdad.

[Bogotá. Sobre el Atlántico. 9-VII-1973.]





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