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Una «esfinge de color de rosa»: Delmira Agustini, esta advenediza... ese resto

Eleonora Cróquer Pedrón



Como parte de una investigación sobre el paradójico lugar que parece corresponderles a esas tan reconocidas «poetisas» de entresiglos (De Ibarbourou, Mistral, Storni o De la Parra, por ejemplo), siempre a medio camino entre la imagen de sí y su trabajo sobre la palabra, entre la leyenda y la historia literaria, mi artículo propone un recorrido en torno a las fabulaciones que condicionan la inserción y permanencia de Delmira Agustini (1886-1914) en la máquina de la cultura uruguaya (y continental) a la cual pertenece. Apasionada portadora de versos cada vez más sexuales y joven asesinada a manos de un exmarido celoso en la obscenidad de un último encuentro clandestino, esta escritor (a)-con-escritura funciona desde temprano como un artefacto texto-visual: «Niña prodigio» o «Dama» entre los «Hombres de Letras» de la época, y «Reliquia» o resto enigmático de cierto imaginario hispánico más bien nostálgico, toda una «esfinge de color de rosa», como acierta en llamarla Dulce María Loynaz. Desde esta observación inicial, considero que el conjunto de representaciones que se (re)producen en torno a esta mujer-con-poesía traduce una doble mecánica de exhibición y control: juego de atribuciones simbólicas y usos imaginarios de una nueva subjetividad (la «artista» moderna) y su aún indefinida cuota de participación en la historia del continente; pero una mecánica moderna e intersubjetiva, asimismo, en la que participan tanto quienes fijan en ella su atención como quien asume ese lugar-de-objeto para ensayar desde allí una especificidad.





Autora tangencial de lo que Hugo Achugar define como respuesta-propuesta del «lirismo modernista canónico» al cambio modernizador impulsado por las políticas liberales del gobierno de Batlle (179 y ss.) -aunque siempre «presentada como un caso de originalidad y desconexión sistemática para con las instituciones académicas» (189)-. De una cada vez más convencida exploración en la gestualidad (corporal y discursiva) de un deseo que se autopostula como erótico y «femenino» -a pesar de que contenida en un molde correlativamente más «rosa»-. Y protagonista de una historia de pasiones «sumergidas» que, bajo la trivialidad de una vida ajustada a los valores conservadores de las clases medias emergentes de la época -una vida «normal» de señorita burguesa que toca el piano, pinta y pasea por las calles de la ciudad del brazo protector de sus padres- alcanzan su máxima expresión en el episodio final de un escandaloso crimen. Delmira Agustini (1886-1914) constituye, en efecto, toda una figura en el panorama de la cultura uruguaya y continental. Bien por su imagen física -de niña prodigio a mujer, una y otra vez reproducida-; bien por sus textos -más complacientes y tópicos al principio, casi explícitos hacia el final de su brevísima carrera literaria-; bien por el suceso truculento de su asesinato a manos del exesposo y amante -entre otras excentricidades-; o por la repetida puesta en escena de su «feminidad»/«sexualidad» que todo ello supone... un «milagro», una «curiosidad», un «caso».

De hecho, lo certifica Max Henríquez Ureña en su Breve historia del modernismo, donde después de referir algunos fragmentos de los muchas veces citados elogios del argentino Manuel Ugarte y de Rubén Darío («la espontaneidad salvaje y el fuego sensual de sus versos», dijo en su momento el primero; «un alma femenina en el orgullo de la verdad de su inocencia», el segundo), de enumerar los tres libros que la joven «excepcional» publicara en vida (El libro blanco, 1907; Cantos de la mañana, 1910; y Los cálices vacíos, 1913) y de atribuirle alguna cualidad a su escritura (menos estilística que fundacional, sin duda: con ella «se inicia un nuevo tipo de poesía femenina, en el que se hermanan sensualidad y espiritualidad»), el autor se detiene en un extenso -y suspicaz- regodeo en torno a las marcadas particularidades que aderezan -y casi parecen justificar- su mención entre los Autores (verdaderos = Hombres) del modernismo: su «belleza», su «inteligencia» y la incongruente circunstancia que la condujo al matrimonio, al divorcio y a las posteriores «citas ocultas» con Enrique Job Reyes (un «hombre sin relieve intelectual, pero que sentía por ella una pasión rayana en el delirio» [278-79]).

Así mismo lo manifiesta Enrique Anderson Imbert -aunque sin duda con mayor torpeza- en su Historia de la literatura hispanoamericana, quien la concibe «como una estrella fugaz» que «pasó» entre los grandes nombres del novecientos uruguayo («Reyles, Viana, Rodó, Sánchez, Quiroga, Carlos y María Eugenia Vaz Ferreira, Herrera y Reissig») y los poetas «nacidos después de 1885». Para sentenciar, a continuación, las razones de esa incierta inclusión que es el «pasar entre»: «La vida de una mujer de sexo encendido, siempre anhelante de brazos de hombre, no tendría importancia si se quedara en eso [...] Delmira Agustini fue así, como una orquídea húmeda y caliente [...] Trascendió su erotismo y el deleite de su cuerpo se convirtió en deleite estético. La belleza de sus deseos adquirió valor independiente, se hizo arte [...]» (66).

Sea como una atipicidad, entonces, digna de ser reconocida por su rareza; sea como una «estrella fugaz»: ese solitario y único pedazo de materia que, al cruzar el umbral del afuera del cual adviene, irradia una breve y sugestiva luz sobre el firmamento. Toda una mujer de excepción -o una excepción, si se prefiere, hecha persona y palabra de mujer- capaz de despertar las fantasías del sujeto que la contempla casi tan de cerca que podría tocarla.

Como diría Barthes a propósito de la imagen cinematográfica (Lo obvio 353): una aparición, que ofrece su «parecer(se)» a la mirada que identifica en ella su propio deseo materializado. Y, en consecuencia, una impronta para siempre grabada en el recuerdo de quienes la hicieron «suya», de cara a la cual «es difícil, muy difícil, separar [...] la verdad de la leyenda; el poeta de la mujer; su priorato de la poesía femenina americana, de su aislado valor estético; el amor, del arte; la belleza física de la verbal; la imaginación, de la historia» (Sánchez 129). O, en otros términos: una suerte de doble significante bajo cuyo trazado la persona pública de la escritora y la escritura que ella «autentifica» más con su ser que con su firma no solo tienden a (con)fundirse en una misma escritor(a)-con-escritura -indisociables e indisociablemente sexuadas- sino a diluirse tras la amalgama de asociaciones -más o menos estéticas, más o menos fantasmáticas- que su presencia conjunta -o el recuerdo de esa presencia- despierta en críticos y apologetas. Y una imagen hiperconnotada, además, que tanto al interior de la Institución literaria como en el seno de cierto imaginario nacional no deja de traslucir ni el confuso lugar que parece corresponderle a quien es ante todo vista -y conservada- como una apasionada Mujer-que-escribe poesías, ni la confusión que ella genera en quienes la significan tal.

En este sentido, como han señalado algunas de las lecturas más recientes al respecto, raro es el texto que al abordar a Delmira no le dedique cuando menos un apartado a lo que ella significa como «persona» y a los dos problemas diferenciados que parecen coincidir en el diseño de esa significación. Por una parte, lo que Ivette López (261 y ss.) define atinadamente como una tendencia del campo cultural del novecientos a proyectar sobre la escritora una serie de «tropos de autoridad» que se ajustan, por supuesto, a los modelos de feminidad extendidos en las artes plásticas y la literatura del momento; o que Tina Escaja destaca como un sostenido -y falogocrático- mecanismo de «textualización»: «es decir, de conversión de la mujer escritora en conveniente objeto literario» (12). Por otra, lo que la misma Escaja distingue como una sucesiva «especulación biográfica» (13) -«autopsias» a partir de un cadáver inexplicable, según las piensa Tamara Kamenszain (17 y ss.)-, que pronto serán abiertamente ficciones.

Naturalmente, esto que se exhibe en las historias literarias latinoamericanas más difundidas -pero también en espacios discursivos menos sujetos a los «rigores» del pensamiento académico: antologías, libros escolares y de divulgación- y esto que se dice en un habla que podríamos definir como a veces más y a veces menos «plenaria, intransitiva, gestual, teatral»: el habla del mito -o de su equivalente positivista: el caso- y lo que postula, «la inmovilidad de la naturaleza», el deseo/necesidad de fijar y conservar en el tiempo [Barthes, Mitologías 245]) este objeto texto-visual Mujer que se muestra en «verso» y «reverso», responde a la asignación de un paradójico lugar autoral. El lugar de un Otro («excepcional» o «misterioso», «encantador» o «enigmático») seleccionado, envuelto en el marco que crea para él la mirada experta y dado a ver (casi pornográficamente) por la sola razón de ser visto1.

Un lugar que se desprende, por supuesto, del propio proceso de recepción e inserción cultural de quien fuera autor(a) (una excepción, a fin de cuentas, a la «naturaleza» masculina del término) en el marco de la cultura montevideana de entresiglos (todo un escenario, según la imagen propuesta por Carlos Real de Azúa, donde conviven en situación inestable «lo romántico, lo tradicional y lo burgués» con corrientes y pensamientos renovadores provenientes de los centros metropolitanos; un «ambiente intelectual caracterizado, como pocos, en la vida de la cultura, por el signo de lo controversial y lo caótico» [15]). O lo que es igual: del complejo mecanismo de desplazamientos e investiduras libidinales -metonímico y metafórico, al decir de Margarita Rojas, Flora Ovares y Sonia Mora- que media entre los agentes de un campo cultural, aunque heterogéneo básicamente «masculino», y el «objeto» que los «impresiona» con sus (in)esperadas «revelaciones» (que en el Fin-de-Siglo, recordemos, lo son de una tan sospechosa como fascinante «feminidad» hasta ese momento velada). Que los impresiona por todo, en definitiva; y a pesar de todo2.

En su Proceso intelectual del Uruguay y crítica de su literatura, por citar una de las lecturas más significativas, Alberto Zum Felde señala la «admiración» y el «estupor» que le produjo la publicación de El libro blanco -«admiración» y «estupor» frente a «versos de tal hondura mental, y dentro de tan magníficas formas imaginativas, como los de esa graciosa muchacha, de carne y alma en flor» (316; cursivas mías)- en el Montevideo de 1907. Y, desde la autoridad de su voz académica (que no desde la incondicional entrega que expresa hacia la autora en los textos que firma con el pseudónimo Aurelio del Hebrón, o el dolor casi personal que expone sin ambages en el «Prólogo» a sus Poesías completas de 1971), asegura:

En sus praderas de encendidas rosas... sopla un cálido viento huracanado, lleno del sacro horror que enloquecía a las bacantes. Y cuando el viento se acuesta, en el silencio hondo, sin fondo, más trágico que el clamor, se oye su voz, la voz apasionada y desolada de la poetisa...


En mi alcoba agrandada de soledad y miedo
taciturno a mi lado apareciste
como un hongo gigante, muerto y vivo,
brotado en los rincones de la noche
húmedos de silencio...

Esta «Visión», expresa y simboliza la poesía y la vida de Delmira Agustini. No nos referimos, precisamente, a la tragedia objetiva y cruenta que acabó con sus días breves sobre la tierra; sino a la otra, que vivió dentro de sí, y que fue, a la vez, su tormento y su gloria.

Tragedia de la carne total, quemada por ansias inmortales; tragedia de la criatura humana, condenada a sufrir la quimera ardiente de sus sueños; tragedia del sueño fúlgido aprisionado en la cárcel de la realidad cotidiana; tragedia del pobre cuerpo hecho de rosas efímeras, que debe contener la intensidad tremenda de un espíritu venido desde muy lejos, y cuyos ojos ven en esa sombra pavorosa de Dios que es venda piadosa para todos los ojos...


(321-22; cursivas mías)                


Ya al principio del comentario es explícita la doble (con)fusión: los versos del poema se corresponden con la vida de la escritora, al tiempo que en conjunto se desmaterializan tras una serie de referencias tan literarias como plásticas -posesa de «visiones extraordinarias y gritos de angustia», ella es «semejante a las antiguas pitonisas»; dueña de «praderas de encendidas rosas», la anima un «sacro horror» parecido al que «enloquecía a las bacantes»-. Más adelante, sin embargo, la objetividad del crítico cede y el ser imagen visual de lo referido delata la naturaleza pulsional -escópica- del mecanismo que lo moviliza: «Era una bella mujer de busto algo opulento, caudalosa cabellera de un rubio leonado y grandes ojos verdiazules [...] a los que la sombra violácea de sus ojeras envolvía en un misterio de crepúsculo. Y eran esos ojos, de un hondo y raro mirar, ojos que habían visto todos los misterios; lo único que podía denunciar, en la mujer, a la poetisa» (327; cursivas mías).

Y más de lo mismo podemos identificar en el recuerdo de una dos veces impactante Delmira-poetisa/Delmira-muerta que estructura la evocación de Raúl Montero Bustamante, de 1944. Medio «pitonisa», de nuevo; medio «posesa», para el reconocido crítico del Parnaso Oriental (1905), la autora fue una aparición más plástica que humana; una especie de imagen sinestésica. Y el retórico intento de distanciarse («quien esto escribe», «aquel que fui») no hace más que enfatizar el carácter «íntimo» de su experiencia autobiográfica:

Quien esto escribe tuvo ocasión de observar el fenómeno platónico. Una tarde del año 1906 le fue anunciada la visita de la poetisa a quien acompañaba su padre. La joven musa estaba en el esplendor de su juventud y de la belleza. Tenía en sus manos su primera colección de versos y sonreía tímidamente en silencio, mientras su padre exponía el caso de la niña prodigio que comenzaba a interesar a los hombres de letra de la época. Nada agregó ella, y luego de dejar la colección sobre la mesa, se fue, en silencio, como había llegado, mirando vagamente con sus ojos sonámbulos velados por el ensortijado cabello rubio que caía en ondas sobre su frente y le orlaba el rostro. Aquella pequeña Ofelia que pasó como una sombra por la sala, había dejado, sin embargo, una colección de carillas incandescentes, como si en ellas Eros y Safo hubieran escrito con sangre sus amores [...] Como dice Platón, esta mujer, poseída del furor poético, creaba y decía cosas que ella misma no entendía [...] ¡Dolorosa, terrible precocidad! Fuente de inenarrables sufrimientos y torturas, que en el caso de la poetisa oriental tuvieron epílogo en una oscura tragedia que la aproximó más al mundo antiguo regido por el Hado, de donde quizá surgió, y al que volvió, convertida en marmórea estatua crispada de pasión y envuelta en la túnica enrojecida por la sangre.


(385-86; cursivas mías)                


El tono afectado es aquí incuestionable, y lo que lo activa vuelve a ser una visión. Studium y punctum de un doble aparecer(se): la visión de la «niña prodigio» -pequeña Ofelia- de rostro contenido en el litoral marcado por el cabello, que trae versos entre las manos (versos «de sangre»), y que casi acto seguido será «marmórea estatua crispada de pasión [...] envuelta en la túnica enrojecida por la sangre».

La consecuente conclusión, entonces, es una metáfora aún más evidente del lugar social y cultural que, según el autor, le estaba predestinado a esta excepcional «Poetisa»: «Esta maravillosa corola humana abrió en ese misterioso país del sueño y mostró allí sus pétalos, y exhaló su perfume, y se deshojó luego, y dejó al descubierto su lívido cáliz, y se inclinó al fin sobre el tallo para morir como lo hacen las flores» (387; cursivas mías). Y la confesión no se hace esperar: «Se sale de la obra de Delmira Agustini con una vaga sensación de angustia y deslumbramiento» (389; cursivas mías). O, si se prefiere: se sale de la «obra de esta Mujer» -en quien «una singular violencia de vida [...] se revela en gritos y gestos de esperanza, en arrebatos de pasión, a veces en alaridos de salvaje alegría y de extrahumana dicha» (388-89; cursivas mías)- como si se saliera de una impactante, conmovedora, representación.

En cualquier caso, misteriosa y enigmática, excepcional producto de un milagro, incapaz de saber sobre eso de lo cual escribe; es decir, «rara» (como la pensarán los críticos más «escépticos») o «Elegida» (con mayúsculas, como la nombrarán los más «bohemios») para decir lo que nunca nadie había dicho... estas parecen ser las cualidades que delimitan el lugar reservado para Delmira Agustini en el «Parnaso» de la literatura uruguaya. Pero, asimismo, cuerpo de mujer que encuentra su palabra en la poesía, y palabra deseante que se sostiene sobre un cuerpo de mujer [...] este parece ser el fenómeno sobre el cual se cifra el «milagro» -o el «enigma»- de su «ser», por unos y otros apuntalado.

Un lugar y un fenómeno que, sin duda, se suceden en torno a quien es vista y (re)producida como una atractiva apariencia de escritor(a)-con-escritura: una silueta de Mujer-con-texto ante los ojos de los «Hombres de Letras» de su época, con quienes sí sostuvo un contacto intelectual -en la medida de sus posibilidades: desde el margen de la Institución literaria o de los cenáculos artísticos, desde el encierro doméstico- y de quienes sí obtuvo un reconocimiento -en los términos en que este le podía ser «otorgado» a una mujer-: entre complacido y custodio, aquiescente y sujeto a sus propias -y nunca del todo claras- motivaciones. Una mujer, en definitiva, susceptible de ser exhibida como parte del «moderno» y «afrancesado» novecientos uruguayo e hispanoamericano; y de «encarnar», al mismo tiempo, tanto sus más sublimes fantasías como sus más secretas perversiones.

En Escritores iberoamericanos de 1900 del argentino Manuel Ugarte, claro heredero del progresismo novecentista, esta serie de negociaciones entre quien otorga un lugar y quien lo asume como propio deviene evidente. Casi como un catálogo de «raros» de la América hispana, hermanados apenas por cierta precaria «contemporaneidad» y por la «adversidad» (relativa, puesto que no todos la vivieron en igual grado), el texto se presenta a sí mismo como el «anecdotario» de una «generación malograda, de una generación vencida...» (11): Delmira Agustini, Francisco Contreras, José Santos Chocano, Rubén Darío, Enrique Gómez Carrillo, José Ingenieros, Leopoldo Lugones, Amado Nervo, Belisario Roldán, Florencio Sánchez, Alfonsina Storni y José M. Vargas Vila (a los que se suman, citados en la introducción, Alcides Arguedas, Hugo Barbagelata, Juan Pablo Echagüe, Gabriela Mistral, José Vasconcelos, Rufino Blanco Fombona y el mismo autor, entre otros). De ellos ninguno, afirma Ugarte: «alcanzó lo que esperaba. La mayor parte murió prematuramente [...] Ninguno fue feliz, ninguno alcanzó la paz propicia que ayuda a emprender la obra verdaderamente durable [...] Sacrificados en la pira de una efervescencia caótica, todos sus componentes tuvieron existencias atormentadas y llegaron al término de la vida sin cumplir el propósito que floreció en la juventud» (11-24).

El carácter emblemático de estas «vidas de autores excéntricos», héroes modernos de una renovación cultural y víctimas de la incomprensión de su tiempo, es manifiesto. Precisamente, salvo la de Delmira (quien jamás tuvo problemas económicos, ni frecuentó cenáculos, ni vivió en Europa, ni viajó a Buenos Aires para otra cosa que no fuera visitar a la familia materna, ni publicó otras crónicas periodísticas que no fueran las notas de sociedad reunidas en la columna «Legión etérea»), cada una de estas «malogradas vidas» son un medio y no un fin en sí mismas: constituyen la demostración repetida de una tesis. Así, se trata en todo momento de artistas que, a pesar de todo, llevaron a cabo una labor intelectual valiosa y fecunda; y se trata, asimismo, de la actitud conservadora de la sociedad latinoamericana de entresiglos. La «timidez» de Darío, la soledad de Nervo, la jocosidad de Ingenieros, la petulancia de Vargas Vila aparecen apenas como los rasgos de una excentricidad en la cual se entrecruzan el carácter excepcional del «genio creador» y los cambiantes tiempos modernos. Y, al mismo tiempo, las referencias a trágicas muertes y a circunstancias adversas no se cierran en sí mismas, sino que funcionan ejemplarmente en la economía del doble discurso que las convoca. Esto es: son el índice de una coincidencia (el escritor moderno como «raro») y el objeto de una denuncia (el escritor moderno latinoamericano como «incomprendido»).

¿Qué aporta Delmira a este cuadro de «malogrados» y «excéntricos»? ¿Qué criterios justifican su inclusión? Ugarte no solo señala la «importancia» literaria de Delmira (que es importancia de la mujer para la conformación de una América «moderna»), sino que sostiene además la necesidad de que las mujeres sigan su ejemplo y participen cada vez más activamente en los espacios culturales latinoamericanos. En este sentido, Delmira -esa especie de visión edulcorada de una posible Rachilde latinoamericana- representa una especie de Ideal:

Sobre Delmira Agustini, nuestra poetisa más grande -digo nuestra en la amplitud iberoamericana- parecieron dejar caer, al principio, las Hadas, todos sus tesoros; la belleza extraordinaria, la sensibilidad vibrante, el talento sin igual...

La espontaneidad salvaje y el fuego sensual de sus versos, levantaron enseguida en torno suyo una especie de barrera sanitaria. Las almas apocadas se alejaron de ella como de un foco de perdición. Hay que buscar el origen de la catástrofe en ese choque de un temperamento nervioso y audaz, con un medio cerrado y tímido...

Para definir a Delmira, diré que no tenía el gesto pudoroso de virtud irreductible, con que las feas se ofuscan ante una mirada. (El hombre pasó sin advertirlas y aun en el caso de haberlas notado, no se hubiera interesado nunca; pero las feas defienden, enloquecidas, el tesoro que nadie les pensó robar)... Delmira Agustini era, por el contrario, la rosa abierta que perfuma y reclama el homenaje. Había nacido para atraer...

Esa elevación abrió el camino a las mujeres que debían escribir versos en América...


(Ugarte 69-74; cursivas mías)                


Ideal de feminidad que es también ideario patrio y continental, pues; pero que no deja por ello de explicitar el mecanismo especular/espectacular en el cual se funda. Todo un personaje que, poco ajustado a los requerimientos de la historia literaria, parece estarlo (y mucho) a los intereses de cierta «ficción» nacional3.

En un desenfadado artículo de prensa, «La sangre de una poeta», acerca de las turbias circunstancias que envolvieron la muerte de Delmira Agustini -su cuerpo más íntimo, el pulsional, convertido en espectáculo truculento por las fotografías que circularon en las crónicas rojas del 7 de julio de 1914 a ambas orillas del Río de la Plata- Pablo Rocca se refiere a la proliferación de obras literarias a través de las cuales «los escritores uruguayos han intentado dar respuestas estéticas al compuesto de vida, poesía, muerte, erotismo y presunta esquizofrenia que se concentró en esta mujer» (1).

En su opinión, más allá del crimen pasional que acabó con su vida -y de los episodios que se tejieron a partir de él: los enfrentamientos entre la madre y el marido de la poeta, el abandono del hogar a los dos meses y medio del matrimonio y el regreso a la casa paterna, las amenazas de muerte y los celos de Reyes- otros elementos justifican en parte esta atención, que es incluso mayor a la que se le ha prestado a «los muy recurridos Horacio Quiroga, Roberto de las Carreras y Florencio Sánchez» (1). Aunque otros elementos, habría que añadir, que apuntan por igual al suceso de una mujer que hace público todo lo que de «La Mujer» había sido condenado a permanecer, hasta entonces, en el terreno de lo privado -sus deseos, sus pasiones, su sexualidad-:

Primero, la calidad de muchos poemas de Agustini y la carga sensual que contienen [...] Segundo [...] algunos datos sabrosos, como la amistad de Delmira y sus asedios al fino homosexual escritor francés André Giot de Badet. Por último, las investigaciones de Ofelia Machado divulgadas en su libro Delmira Agustini (Editorial Ceibo, 1944) y las subsiguientes incorporaciones de papeles secretos a los repositores oficiales, permitieron echar más leña al fuego. Circuló así una correspondencia privada que muestra a una mujer encendida, carnal, capaz de contestar provocativas cartas al ignorado N. Manino o de repartir las proyecciones de su deseo en varios hombres a la vez, aun en el día de su casamiento en el que confesó sus ardores por el esquivo Ugarte. Esa misma correspondencia desnuda una Delmira aniñada, en apariencia inmadura, balbuceante.


(2)                


En efecto, si reparamos en la cantidad de novelas y obras de teatro dedicadas a Delmira Agustini, podríamos llegar a pensar que ellas componen una suerte de «saga» dentro de la literatura uruguaya contemporánea, cuyo predecesor más lejano se remonta quizá a la breve nouvelle en clave del naturalista Vicente Salaverri, La mujer inmolada, sin fecha de impresión pero firmada 1914. Una saga sobre la muerte de Delmira, es verdad, toda vez que insiste en recorrer la intriga psicológica que condujo a la poeta al matrimonio, y la policial que la inscribió en la escena de un crimen. Pero una saga donde la muerte es apenas excusa para dejarse atrapar por la serie de «impresiones» su(per)puestas al cuerpo-con-texto de esta escritor(a)-con-escritura de leyenda. O, mejor, por la zona que del encuentro entre ambas deviene (con)fusión imaginaria, puro exceso de significaciones. Ese lugar donde conviven «contradictoriamente» la niña eterna con su balbuceante palabrería, el frívolo bijou de sociedad que insiste en redundar sobre otros que le son equivalentes, la posesa escritora de versos eróticos, la desenvuelta mujer moderna que hace alarde de neurastenia, el obsceno e inexplicable cadáver. Es decir: donde la imagen -multiplicada en poses y gestualidades heterogéneas- sobrepasa al ojo (masculino) que observa y se revierte hacia él como interpelación -como «mirada», en el sentido que le da Lacan al término: retorno distorsionado de una fantasía previamente proyectada sobre el objeto (75 y ss.)-.

La otra mitad de Carlos Martínez Moreno (1966), Delmira y otras rupturas de Milton Schinca (1977), Un amor imprudente de Pedro Orgambide (1994), Fiera de amor. La otra muerte de Delmira Agustini de Guillermo Giucci (1995), Delmira de Omar Prego (1996) o la más reciente Tan extraña, tan querida de Raquel Minoli (2000) son apenas algunas de las ficciones que insisten en volver a reunir los retazos de una vida-con-palabra que, a pesar de su brevedad y de su convencional desarrollo -solo la escritura (poética, periodística o epistolar) y la muerte sucedieron en ella: no hubo acción social ni gestión cultural ni experiencia vital reseñable- se han ido armando gracias a un trabajo conjunto de prolongada conservación y regodeo exhibitorio. Y algunas de las que, muy «sustentadas» pero siempre a partir de las mismas fuentes -semblanzas e historias literarias, tanto como biografías y «documentos» más familiares que históricos- traman su precario soporte narrativo en torno a una pequeña serie de tópicos fijos.

Como si se tratara de una visita al álbum más propiamente «íntimo» de la nación -o a una sala, sería más acertado decir, donde se retransmiten sus más viejas y rudimentarias películas- página a página van apareciendo tanto la belleza especial de Delmira y la conciencia precoz de su «espíritu aristocrático», como la doble vida de quien durante el día no era más que una niña burguesa y en la noche escribía poseída por el misterio de la inspiración, el erotismo confuso de sus versos, la doble firma en la correspondencia privada (era la «Nena» para su novio y «Delmira» para los intelectuales prestigiosos con los que intercambiaba sus ejercicios de escritura o las tribulaciones de su «neurastenia»), doña María Murfeldt de Triaca (asfixiante, obesa y sospechosa madre), la admiración de sus contemporáneos, la incomprensión de la burguesía montevideana, su amor secreto por el ensayista argentino Manuel Ugarte, los consejos sobre indecorosos métodos anticonceptivos que doña María le diera al joven esposo el día de su boda con Delmira, los encuentros clandestinos con él en la calle Andes al 1206, los disparos, la carta de Reyes, la impúdica fotografía de su rostro deforme por los efectos del disparo que circulara en periódicos de la época: La vida, pues, re-presentada de «La Poetisa».

Poco queda, sin duda, por saber acerca de esta mujer-con-texto. Y, aun así, las novelas insisten en formularse como una labor de ocultamientos y revelaciones. Poco queda por saber y nada se sabe, en realidad: «especial», «precoz», «doble», «misterio», «confuso», «sorpresa», «incomprensión», «secreto», «indecoroso» son todos términos que remiten al territorio de lo incierto (con lo que ese territorio implica, además, de interpenetraciones entre la «naturaleza» misma del objeto y el «efecto» que su sola presencia desencadena en el espectador).

De hecho, «¿quién era Delmira Agustini?» es la fantasmática pregunta que persigue al narrador de la Delmira de Omar Prego Gadea quien, al cabo de una minuciosa (aunque evidentemente inútil) pesquisa, se abandona al nostálgico placer de la posesión de un enigma que le permite volver sobre aquella época lejana y para siempre perdida: un fetiche del 900 uruguayo -como bien ilustra la vieja muñeca de Delmira, doble espectral de la autora, elegida como portada de la novela (el parecido entre Delmira y su muñeca sirve aquí para presentar lo que, en principio, aparece como una atípica trama policial: se investiga una muerte, toda vez que el crimen ha sido desde el principio develado... O se fija, mejor, esa muerte fetichistamente recorrida). Un enigmático fragmento del haber patrio que no tiene «sentido», como parece significar la sonrisa del personaje cuando sale del asilo en el que conversa con la única testigo viva del asesinato: «Me quedé mirándola hasta que se perdió de vista en el interior de la casona, junto con los demás internados. Metí el sobre en el bolsillo, sin mirarlo, y salí. El Miguelete me pareció menos sucio que el día anterior, tal vez porque esa noche había llovido y la corriente debió arrastrar parte de los desperdicios. Me detuve de nuevo en medio del puente y sin saber porqué saqué el sobre del bolsillo, lo convertí en una pelotita y lo dejé caer en el agua turbia. Lo seguí con la vista, entre los demás despojos, hasta que desapareció para siempre en un recodo» (257-58).

Poco queda por saber, además, y sin embargo ese no-saber es uno de los encantos para seguir mostrando -o para volver a ver- eso que no se podrá saber-comprender jamás, como sugiere la efusiva confesión tras la cual la narradora-protagonista de Tan extraña, tan querida justifica su relato: «Quiero recuperar el Montevideo de 1890 largos, un Montevideo tan distinto pero en algunas cosas igual al de hoy: el Montevideo de los Triaca. Y de Delmira. Sobre todo eso. Quiero volver atrás y traer a Delmira. Traerla» (Minoli 12).

Tampoco en este caso se trata de conseguir una respuesta. Haber presenciado el excesivo espectáculo de las intimidades de esta mujer, haberlas visto de cerca, parece ser el deseo que se satisface aquí con la escritura. Como si en sí mismo se tratara de un melodrama -esa suerte de pornografía de los sentimientos y de las pasiones capaz, por otra parte, de formar sólidos vínculos nacionales- lo que este desencadena es la compensatoria «necesidad» de presenciarlo una y otra vez.

Por esta razón, si lo que estas novelas repiten son los tópicos de la leyenda, lo que parece sostenerlas vuelve a ser el regodeo escópico en las imágenes que del cuerpo y la palabra maleables de Delmira se desprenden. Como si una suerte de pulso garantizara su pervivencia en el tiempo. Como si un intercambio de deseos, de fuerzas, la impulsara: un deseo de capturar y su impotente rendición -su fascinación- frente al objeto de la captura. Y quizá por esta razón, entonces, habría que reformular la propuesta de Pablo Rocca y volver sobre la gran cantidad de textos -a veces presentados bajo formas literarias y a veces tras el semblante de la «veracidad» académica- a través de los cuales algunos sectores del campo intelectual uruguayo y latinoamericano han trazado -y sostenido durante casi un siglo- la ficción del milagro/enigma Delmira Agustini como parte de un espacio discursivo mayor: el regodeo en la imagen que ha sido y es en sí misma, como escritor(a)-con-escritura. Regodeo que reconocemos tras la actitud nostálgica y evocativa de las semblanzas, recuerdos y reconocimientos que se multiplican después de su muerte en artículos de prensa, prólogos a las varias reimpresiones de su poesía, bio-bibliografías y hasta programas radiales de amplia difusión. Pero que, de igual modo, nos remite a la posición tan misógina como seducida desde la cual los «Hombres de Letras» del novecientos le conceden un espacio de participación en la escena cultural de entresiglos, que lo es de básicamente de visibilidad: primero, a raíz de la publicación de poemas infantiles -foto-poemas, en realidad, puesto que la impronta de la poeta fotografiada acompaña al texto poético en todo momento- en Rojo y blanco o La alborada; y, más adelante, de sus tres poemarios -El libro blanco, Cantos de la mañana y Los cálices vacíos-. Regodeo que, en definitiva, hace del cuerpo sobreexpuesto de una mujer histórica y de su palabra una misma superficie especular y, por ende, espectacularizable: un topos sobre el cual pueden proyectarse y desde el cual es posible «retransmitir» los diversos tropos acuñados para definir su, a todas luces conflictiva e inasible, subjetividad. O una mercancía privilegiada por el deseo masculino de aquel fin de siglo, que sobrevive bizarramente en este; y quizá porque no es a la vida -y ni siquiera a la muerte- sino a la imagen a lo que se le rinde culto en este caso desde el principio.

Algunos apuntes al respecto: a raíz de la publicación de Los cálices vacíos, el 16 de mayo de 1913, el semanario argentino Fray Mocho le dedica una página entera. Tres fotografías de la escritora (del tipo «Mujer moderna» que usa con naturalidad el espacio público -tanto el parque que la imagen muestra, como la página en que ese uso del parque aparece impreso-) y la cita completa del «Pórtico» de Darío al mencionado libro son el centro de la representación; es decir, la escritor(a)-con-escritura orlada por la mirada del «Padre» del Modernismo y el correspondiente apunte que clausura cualquier posible ambigüedad: «La república Oriental del Uruguay, puede competir con las naciones centroamericanas en la abundancia selecta de sus escritoras» (24). Por otra parte, el 26 de diciembre del mismo año, aparece en este mismo semanario el célebre poema «Serpentina» ilustrado -traducido, reabsorbido por los trazos maniqueos de una metáfora esquemática- con un paradójico dibujo de «Friedich», que ancla la voz del texto en la silueta de una suerte de Lolita/Carmen de turbia mirada e ilícita compañía. Aunque, más importante aún: es en la prensa donde se publica el primer foto-poema de la niña angelical-que-escribía-versos; y, en la prensa, donde se muestran las fotografías «inenarrables» de la escandalosa muerte -de todas sus apariciones, no solo las más impactantes sino también las que la encierran en una misma, y absolutamente coherente, estructura narrativa-.

Ahora bien, cautiva en esta dinámica de atribuciones simbólicas y usos imaginarios, ¿qué puede decirnos sobre sí misma, sobre su época y sobre lo que de ella y de esa época todavía nos compromete, esa advenediza a la esfera «masculina» de la producción literaria; publicada (y publicitada) en primera «persona» -foto, blasón, biografía y chisme indiscriminados- junto a sus textos; cubierta por la «orla» de la excepción (la advertencia, el prólogo, el biografema, la semblanza la apuntala en todo momento, la aísla y objetualiza), de entre las muchas otras que proliferan indistintas en revistas y magazines de consumo principalmente femenino; archivada luego en la trastienda del haber patrio como una suerte de resto enigmático e inoperante (no se sabe bien por qué, para qué o en calidad de qué); y reciclada aún más tarde en el siglo por cierto tipo de imaginación media y alcance local: anecdotarios radiales, álbumes y retrospectivas hagiográficas, biografías noveladas y novelas, obras de teatro y psicodramas televisados? O, incluso más: ¿qué podemos hacer por y con su presencia repetida a lo largo de un siglo de escrituras y reescrituras no tanto «críticas» como «fabuladas»?

Más allá del marco que la circunscribe y convierte en objeto para ser mirado, esta mujer (como otras equivalentes del continente) es autora. Representante de un tipo de subjetividad emergente que, gracias a la disposición escoptofílica (y voyerista) de su época, no solo realiza el evidente deseo de escribir y -sobre todo- de ser reconocida como escritora que la moviliza (hacerse dueña de un «estilo»; de una «originalidad» en el sentido más baudelaireano del término), sino que descubre un «modo de significar(se)» como sujeto (de actuar -con mayor o menor ironía- la diferencia que se le supone, y de dejar constancia -con mayor o menor violencia- de su propio posicionamiento al respecto [Deleuze, Conversaciones 163]).

En efecto, con una astuta duplicidad semejante a la que describiera en su momento Josefina Ludmer sobre las «tretas del débil» operadas por Sor Juana en su famosa carta al Obispo de Puebla, aunque con procedimientos más bien parecidos a los que Georges Didi-Huberman reconoce en las famosas histéricas de la Salpêtrière -dadas a representar los rasgos de la enfermedad-sexualidad «femenina» tal y como el médico-espectador la desea, a cambio de mejores condiciones de vida- o a los que desplegarán poco tiempo después a gran escala las primeras estrellas del firmamento cinematográfico, esta mujer que (a)parece Pandora presta la pantalla-espejo de su cuerpo-con-texto al espacio de visibilidad que se les otorga. (¿De qué otra forma podrían trascender, si no, quien -por «naturaleza»- parece incapaz de fecundar -con su «falsa» pluma: «virgen»- el terreno «verdadero» -es decir, varón- de la «Cultura»?).

En este sentido, tan interpretada en función de los estereotipos femeninos que decoran la atmósfera intelectual de su época (imágenes de la misoginia, como las define Bram Dijkstra, que se desprenden de la cada vez mayor incorporación de las mujeres a los espacios de dominio supuestamente masculino, y que pueden reducirse más o menos a dos: la mujer frágil y la femme fatale), como atravesada por su propia búsqueda de una cierta presencia -que es, a la vez, marca de distinción y alternativa al encierro doméstico- en el ámbito montevideano, deja de ser solo un objeto exhibido para devenir objeto que se exhibe en las poses de su cuerpo-texto dado a ver en/al público. (¿No es esta, a fin de cuentas, la alternativa que comparten el «arte» y el «artista» con la «Mujer» en el entresiglos? ¿No es ello lo que ensayan tanto Baudelaire como Darío?).

Como una «divina» Sarah Bernhardt que encarna los apasionados excesos de Salomé, Delmira Agustini dio a ver a través de sus poemas (de un exhibicionismo cada vez más explícito) las extremas contorsiones del cuerpo de una primera persona-mujer (siluetas, superficies, texturas, fluidos y deseos). No es casual, de hecho, que poemas como «Serpentina» o «Fiera de amor» o «Lo inefable» sean de los más mencionados en antologías y lecturas críticas. Y como una enloquecida Augustine frente a la lente curiosa de Charcot, dio a ver su propio cuerpo multiplicado en una variedad de poses cada vez más abiertamente estereotipadas: infantil, pura, hierática, desenvuelta, seductora y lívida, muchas son las fotos y múltiple la imagen que comunican.

Incluso más: se dio a ver como «artista»; o sea, tanto en la distribución de sus libros (que, en lo que eran -foto-poemas- envió a personalidades reconocidas de la época -periodistas, intelectuales y poetas, desde Samuel Blixen hasta Miguel de Unamuno y Herrera y Reissig-), como a través de los medios que para ese momento convocaban un gran público lector: poemas suyos y reportajes sobre su «persona» aparecieron en los semanarios de más amplia recepción en América Latina (El Cojo Ilustrado, Fray Mocho, Caras y Caretas, Apolo). Tan es así que hasta forzó su participación en una de las tantas «polémicas» derivadas de las riñas y disputas intestinas entre los poetas «sensitivos» que decoraban el novecientos, respondiendo con indignación a un relativamente «galante» artículo de Alejandro Sux (Rocca, Polémicas 9).

En lugar de cancelarse las unas a las otras, todas estas imágenes tienden a contaminarse; y es en esa contaminación donde mejor se verifica esa suerte de tableau vivant que es Delmira Agustini: puesta en acto de una Idea (nunca del todo homogénea) de lo femenino -una actuación, por ende- para el público montevideano e hispánico -más o menos intelectual- que puede mirarlo, admirarlo y reconocerse en él; pero que se ve obligado, asimismo, a recordarlo4.






Obras citadas

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