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Una excursión a los indios ranqueles

Lucio Victorio Mansilla

[Nota preliminar: Obra cedida por la Biblioteca Nacional de la República Argentina. Digitalización realizada por Verónica Zumárraga.]

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Estas charlas se publicaron cotidianamente en la «Tribuna» de Buenos Aires, empezando el 20 de Mayo de 1870.


Para comprender el sentido de algunas de ellas, es menester estar al cabo de la vida política y social de la República.


El autor escribe con c y s, con s y c, con c, c o simplemente con *** palabras que otros escriben con x: y siempre con jota las sílabas je, ji.

DEDICATORIA1

Querido Orion:

Todos los escritores tienen una palabra favorita que los traiciona.

Esa palabra es como el metro para ciertos poetas.

En cuanto escribes, hay siempre, como piedras preciosas, incrustadas en el rico mosaico de tus producciones, palabras como estas: -«Aspiraciones nobles y generosas, amor purísimo, amistad constante, fraternidad universal».

Qué quiere decir esto?

Qué tú, si hubieras sido poeta, habrías cantado como Miguel de los Santos Álvarez: «Bueno es el mundo, bueno, bueno, bueno!»

Que tú sabes amar y estimar a los que aman.

Pues bien, a ti, querido ORION, mi amigo de tantos años, contra viento y marea, es a quien yo dedico mis cartas a Santiago Arcos, ya que te has empeñado en que haga de ellas un libro.

Decididamente alcanzamos unos tiempos raros, -realizamos todo menos lo que queremos.

Es un aviso a los caminantes que podría glosarse así:

En esta tierra los hombres son lo que quieren las circunstancias.

Les damos un consejo:

Lo mejor es vivir con el día.

¡Yo haciendo un libro, después de haber secado mi pluma hace dos años, con la firme resolución de no volver a las andadas; cuando prefiero galopar diez leguas a escribir una cuartilla de papel!

¿Por dónde saldrá el sol mañana, ORION?

Tú no lo sabes, ni yo tampoco, y es posible que si lo supiéramos y lo dijéramos nos creyeran engualichados.

A pesar de todo, de nuestro aire riente, de nuestras exterioridades frívolas, nosotros sabemos varias cosas, -«que con el mal tiempo desaparecen los falsos amigos y las moscas»; que si el presente es de los egoístas y de los apáticos, el porvenir es de los hombres de pensamiento y de labor.

Si lo primero es una triste experiencia, adquirida a fuerza de dejar en el espinoso camino de la vida, la mejor lana del vellón, -lo segundo es una esperanza y un consuelo.

Un grito de desaliento puede salir del pecho mejor templado. Pero hay energías recónditas que sostienen hasta el fin al más humilde de los mortales.

Como Béranger a su frac, terminó ORION diciéndote: Ne nous séparons pas!

L. V. M.

A Lucio V. Mansilla.

Amado hermano y cofrade:

Me dices que me has dedicado tu precioso libro, en el que como flores cogidas, al acaso, del ameno pensil de la República, para formar con ellas un ramo esmaltado, lleno de encanto y perfume, has coleccionado las cartas en que, peregrino fantástico de las soledades y el silencio, narras tu pintoresca excursión a los Indios Ranqueles.

Gracias por mí, querido Lucio, y gracias por la naciente, pero rica literatura Argentina.

Por mí, porque en esa espontánea dedicatoria hecha a un hombre sin títulos, sin posición, sin tener en los labios una de esas sonrisas, que los cortesanos toman por una promesa, o una esperanza, creo escuchar cómo el murmullo suave y cadencioso de una voz misteriosa, que me regala blandamente el oído, diciéndome: «el autor de este libro es un amigo que te quiere y que te abraza en el cielo del pensamiento, como te abrazó siempre en el santuario de la más pura amistad.»

Por la literatura argentina, porque me siento feliz de que tus cartas, publicadas día a día en esa hoja deleznable de papel llamada La Tribuna, no tengan la pobre e ignorada suerte de las producciones que sólo ven la luz en un diario, y en donde, como dice Castelar, «están condenadas a vivir lo que vive una rosa: una mañana».

La primera lectura de tus cartas ha encantado al pueblo argentino.

En un libro los va a saborear.

Fraternalmente colocadas bajo los auspicios de mi pobre nombre -rico para ti porque eres mi mejor amigo- yo estaba en el deber de emitir un juicio sobre esos trozos de literatura descriptiva, en que has hecho cruzar por el cielo de las letras argentinas, en brillante y turbulenta procesión, la majestad imponente de nuestras pampas y las costumbres primitivas de nuestros pobladores salvajes, enlazadas con las pompas brillantes del poeta, y las reflexiones severas del filósofo profundo.

Pero prefiero no hacerlo.

Al amor lo pintan ciego.

A la amistad, un diario de caricaturas la pintaba, hace ocho días, agitando en sus manos el incensiario.

Si yo dijese que este es uno de los más preciosos libros hasta ahora concebidos por el pensamiento argentino, escrito en un estilo florido y galano, útil y provechoso por los datos curiosos que en la armonía de su conjunto contiene, a la vez que seductor y poético por el lenguaje impregnado de luz en que está escrito, ¿se creería que emitía un juicio imparcial?

En una época en que los gobiernos pagan los servicios de sus leales amigos, destituyéndose brutalmente de los puestos en que supieron conquistarse fama y simpatía, ni todas las intenciones se aprecian, ni todos los sentimientos se comprenden.

Hoy hay una manía a cambiarlo y a modificarlo todo.

Una cosa, empero, tengo la certeza de que no ha de cambiar jamás: es la amistad pura y sincera que nos liga, y en cuyas corrientes, a manera de un puente levantado por invisible mano en mitad del camino de la Patria argentina, pasará modesto y silencioso este libro, en suyas páginas de oro se confunden misteriosamente los nombres de dos amigos que se quieren y que creen, con de Maistre, «que la amistad es el puerto sereno a que llega el alma fatigada, en sus días de infortunio.»

Orion

Dedicatoria. Aspiraciones de un tourist. Los gustos con el tiempo. Por qué se pelea un padre con un hijo. Quiénes son los ranqueles. Un tratado internacional con los indios. Teoría de los extremos. Dónde están las fronteras de Córdoba y campos entre los ríos Cuarto y Quinto. De dónde parte el camino del Cuero.

No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud.

Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón me dice que vives, creo que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la esperanza de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa.

A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir2 «Lugar del Tigre».

Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo; o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización.

A los veinticinco años, somos víctimas de un sinnúmero de superfluidades. No tener guantes blancos, frescos como una lechuga, es una gran contrariedad, y puede ser causa de que el mancebo más cumplido pierda casamiento. ¡Cuántos dejaron de comer muchas veces, y sacrificaron su estómago en aras del buen tono!

A los cuarenta años, cuando el cierzo y el hielo del invierno de la vida han comenzado a marchitar la tez y a blanquear los cabellos, las necesidades crecen, y por un bote de cold cream, o por un paquete de cosmético, ¿qué no se hace?

Más tarde, todo es lo mismo; con guantes o sin guantes, con retoques o sin ellos «la mona aunque se vista de seda mona se queda».

Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no se indigesta, que no irrita.

En otro orden de ideas, también se verifica el fenómeno. Hay razas y naciones creadoras, razas y naciones destructoras. Y, sin embargo, en el irresistible corso e ricorso de los tiempos y de la humanidad, el mundo marcha; y una inquietud febril mece incesantemente a los mortales de perspectiva en perspectiva, sin que el ideal jamás muera.

Pues, cortando aquí el exordio, te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano.

Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de envidia.

Ten presente que una vez me dijiste, censurando a tu padre, con quien estabas peleado:

-¿Sabes por qué razón el viejo está mal conmigo? Porque tiene envidia de que yo haya estado en el Paraguay, y él no.

Es el caso que mi estrella militar me ha deparado el mando de las fronteras de Córdoba, que eran las más asoladas por los ranqueles.

Ya sabes que los ranqueles son esas tribus de indios araucanos, que habiendo emigrado en distintas épocas de la falda occidental de la cordillera de los Andes a la oriental, y pasado los ríos Negro y Colorado, han venido a establecerse entre el Río Quinto y el Río Colorado, al naciente del Río Chalileo.

Últimamente celebré un tratado de paz con ellos, que el Presidente aprobó, con cargo de someterlo al Congreso.

Yo creía que siendo un acto administrativo no era necesario.

¿Qué sabe un pobre coronel de trotes constitucionales?

Aprobado el tratado en esa forma, surgieron ciertas dificultades relativas a su ejecución inmediata.

Esta circunstancia por un lado, por otro cierta inclinación a las correrías azarosas y lejanas; el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes -he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías, y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz.

Nuestro inolvidable amigo Emilio Quevedo, solía decirme cuando vivíamos juntos en el Paraguay, vistiendo el ligero traje de los criollos e imitándolos en cuanto nos lo permitían nuestra sencillez y facultades imitativas: -¡Lucio, después de París, la Asunción! Yo digo: -Santiago, después de una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club del Progreso, una de avestruz en el toldo de mi compadre el cacique Baigorrita.

Digan lo que quieran, si la felicidad existe, si la podemos concretar y definir, ella está en los extremos. Yo comprendo las satisfacciones del rico y las del pobre; las satisfacciones del amor y del odio; las satisfacciones de la oscuridad y las de la gloria. Pero ¿quién comprende las satisfacciones de los términos medios; las satisfacciones de la indiferencia; las satisfacciones de ser cualquier cosa?

Yo comprendo que haya quien diga: -Me gustaría ser Leonardo Pereira, potentado del dinero.

Pero que haya quien diga: -Me gustaría ser el almacenero de enfrente, D. Juan o D. Pedro, un nombre de pila cualquiera, sin apellido notorio -eso no.

Y comprendo que haya quien diga: -Yo quisiera ser limpiabotas o vendedor de billetes de lotería.

Yo comprendo el amor de Julieta y Romeo, como comprendo el odio de Silvia por Hernani, y comprendo también la grandeza del perdón.

Pero no comprendo esos sentimientos qué no responden a nada enérgico, ni fuerte, a nada terrible o tierno.

Yo comprendo que haya en esta tierra quien diga: -Yo quisiera ser Mitre, el hijo mimado de la fortuna y de la gloria, o sacristán de San Juan.

Pero que haya quien diga: -Yo quisiera ser el Coronel Mansilla -eso no lo entiendo, porque al fin, ese mozo ¿quién es?

Al General Arredondo, mi jefe inmediato entonces, le debo, querido Santiago, el placer inmenso de haber comido una tortilla de huevos de avestruz en Nagüel Mapo, de haber tocado los extremos una vez más. Si él me niega la licencia, me quedo con las ganas, y no te gano la delantera,

Siempre le agradeceré que haya tenido conmigo esa deferencia, y que me manifestara que creía muy arriesgada mi empresa, probándome así que mi suerte no le era indiferente. Sólo los que no son amigos pueden conformarse con que otro muera estérilmente... y en la oscuridad.

La nueva línea de fronteras de la Provincia de Córdoba no está ya donde tú la dejaste cuando pasaste para San Luis, en donde tuviste la fortuna de conocer aquel tipo que te decía un día en el Morro: -¡Yo no deseo, Sr. D. Santiago, visitar la Europa por conocer el Cristal Palais, ni el Buckingham Palace, ni las Tullerías, ni el London Tunnel, sino por ver ese Septentrión, ¡ese Septentrión!

Está la nueva línea sobre el Río Quinto, es decir, que ha avanzado veinticinco leguas, y que al fin se puede cruzar del río Cuarto a Achiras sin hacer testamento y confesarse.

Muchos miles de leguas cuadradas se han conquistado.

¡Qué hermosos campos para cría de ganados son los que se hallan encerrados entre el Río Cuarto y Río Quinto!

La cebadilla, el porotillo, el trébol, la gramilla, crecen frescos y frondosos entre el pasto fuerte; grandes cañadas como la del Gato, arroyos caudalosos y de largo curso como Santa Catalina y Sampacho, lagunas inagotables y profundas como Chemeco, Tarapendá y Santo Tomé constituyen una fuente de riqueza de inestimable valor.

Tengo en borrador el croquis topográfico, levantado por mí, de ese territorio inmenso, desierto, que convida a la labor, y no tardaré en publicarlo, ofreciéndoselo con una memoria a la industria rural.

Más de seis mil leguas he galopado en año y medio para conocerlo y estudiarlo.

No hay un arroyo, no hay un manantial, no hay una laguna, no hay un monte, no hay un médano donde no haya estado personalmente para determinar yo mismo su posición aproximada y hacerme baquiano, comprendiendo que el primer deber de un soldado es conocer palmo a palmo el terreno donde algún día ha de tener necesidad de operar.

¿Puede haber papel más triste que el de un jefe con responsabilidad, librado a un pobre paisano, que lo guiará bien, pero que no le sugerirá pensamiento estratégico alguno?

La nueva frontera de Córdoba comienza en la raya de San Luis, casi en el meridiano que pasa por Achiras, situado en los últimos dobleces de la Sierra, y costeando el Río Quinto se prolonga hasta la Ramada Nueva, llamada así por mí, y por los ranqueles Trapalcó, que quiere decir agua de Totora, Trapal es Totora y co, agua.

La Ramada Nueva son los desagües del Río Quinto, vulgarmente denominados la Amarga.

De la Ramada Nueva, y buscando la derecha de la frontera sur de Santa Fe, sigue la línea por la Laguna Nº 7, llamada así por los cristianos, y por los ranqueles Potálauquen, es decir, laguna grande: potá es grande y Lauquen, laguna.

Siguiendo el juicioso plan de los españoles, yo establecí esta frontera colocando los fuertes principales en la banda sur del Río Quinto.

En una frontera internacional esto habría sido un error militar, pues los obstáculos deben siempre dejarse a vanguardia para que el enemigo sea quien los supere primero.

Pero en la guerra con los indios el problema cambia de aspecto, lo que hay que aumentarle a este enemigo no son los obstáculos para entrar, sino los obstáculos para salir.

El punto fuerte principal de la nueva línea de frontera sobre el Río Quinto se llama Sarmiento. De allí arranca el camino que por Laguna del Cuero, famosa para los cristianos, conduce a Leubucó, centro de las tolderías ranquelinas.

De allí emprendí mi marcha.

Mañana continuaré.

Hoy he perdido tiempo en ciertos detalles creyendo que para ti no carecerían de interés.

Si al público a quien le estoy mostrando mi carta le sucediese lo mismo, me podría acostar a dormir tranquilo y contento como un colegial que ha estudiado bien su lección y la sabe.

¿Cómo saberlo?

Tantas veces creemos hacer reír con un chiste y el auditorio no hace ni un gesto.

Por eso toda la sabiduría humana está encerrada en la inscripción del templo de Delfos.

Deseos de un viaje a los ranqueles. Una china y un bautismo. Peligros de la diplomacia militar con los indios. El indio Linconao. Mañas de los indios. Efectos del deber sobre el temperamento. ¿Qué es un parlamento? Desconfianza de los indios para beber y fumar. Sus preocupaciones al comer y beber. Un lenguaraz. Cuánto dura un parlamento y qué se hace en él. Linconao atacado de las viruelas. Efecto de la viruela en los indios. Gratitud de Linconao. Reserva de un fraile.

Hacía ya mucho tiempo que yo rumiaba él pensamiento de ir a Tierra Adentro.

El trato con los indios que iban y venían al Río Cuarto, con motivo de las negociaciones de paz entabladas, había despertado en mí una indecible curiosidad.

Es menester haber pasado por ciertas cosas, haberse hallado en ciertas posiciones, para comprender con qué vigor se apoderan ciertas ideas de ciertos hombres; para comprender que una misión a los ranqueles puede llegar a ser para un hombre como yo, medianamente civilizado, un deseo tan vehemente, como puede ser para cualquier ministril una secretaría en la embajada de París.

El tiempo, ese gran instrumento de las empresas buenas y malas, cuyo curso quisiéramos precipitar, anticipándonos a los sucesos para que éstos nos devoren o nos hundan, me había hecho contraer ya varias relaciones, que puedo llamar íntimas.

La china Carmen, mujer de veinticinco años, hermosa y astuta, adscrita a una comisión de las últimas que anduvieron en negociados conmigo, se había hecho mi confidente y amiga, estrechándose estos vínculos con el bautismo de una hijita mal habida que la acompañaba y cuya ceremonia se hizo en el Río Cuarto con toda pompa, asistiendo un gentío considerable y dejando entre los muchachos un recuerdo indeleble de mi magnificencia, a causa de unos veinte pesos bolivianos que cambiados en medios y reales arrojé a la manchancha esa noche inolvidable, al son de los infalibles gritos: ¡padrino pelado!

Sólo quien haya tenido ya el gusto de ser padrino, comprenderá que noches de ese género pueden ser realmente inolvidables para un triste mortal sin antecedentes históricos, sin títulos para que su nombre pase a la posteridad, grabándose con caracteres de fuego en el libro de oro de la historia.

¡Ah!, tú has sido padrino pelado alguna vez, y me comprenderás.

Carmen no fue agregada sin objeto a la comisión o embajada ranquelina en calidad de lenguaraz, que vale tanto como secretario de un ministro plenipotenciario.

Mariano Rosas ha estudiado bastante el corazón humano, como que no es un muchacho; conoce a fondo las inclinaciones y gustos de los cristianos, y por un instinto que es de los pueblos civilizados y de los salvajes, tiene mucha confianza en la acción de la mujer sobre el hombre, siquiera esté ésta reducida a una triste condición.

Carmen fue despachada, pues, con su pliego de instrucciones oficiales y confidenciales por el Talleyrand del desierto, y durante algún tiempo se ingenió con bastante habilidad y maña. Pero no con tanta que yo no me apercibiese, a pesar de mi natural candor, de lo complicado de su misión, que a haber dado con otro Hernán Cortés habría podido llegar a ser peligrosa y fatal para mí, desacreditando gravemente mi gobierno fronterizo.

Pasaré por alto una infinidad de detalles, que te probarían hasta la evidencia todas las seducciones a que está expuesta la diplomacia de un jefe de fronteras, teniendo que habérselas con secretarios como mi comadre; y te diré solamente que esta vez se le quemaron los libros de su experiencia a Mariano, siendo Carmen misma la que me inició en los secretos de su misión.

El hecho es que nos hicimos muy amigos, y que a sus buenos informes del compadre debo yo en parte el crédito de que llegué precedido cuando hice mi entrada triunfal en Leubucó.

Otra conexión íntima contraje también durante las últimas negociaciones.

El cacique Ramón, jefe de las indiadas del Rincón, me había enviado su hermano mayor, como muestra de su deseo de ser mi amigo.

Linconao, que así se llama, es un indiecito de unos veintidós años, alto, vigoroso, de rostro simpático, de continente airoso, de carácter dulce, y que se distingue de los demás indios en que no es pedigüeño.

Los indios viven entre los cristianos fingiendo pobrezas y necesidades, pidiendo todos los días; y con los mismos preámbulos y ceremonias piden una ración de sal, que un poncho fino o un par de espuelas de plata.

Tener que habérselas con una comisión de estos sujetos, para un jefe de frontera, presupone tener que perder todos los días unas cuatro horas en escucharles.

Yo, que por mi temperamento sanguíneo-bilioso no soy muy pacienzudo que digamos, he descubierto con este motivo que el deber puede modificar fundamentalmente la naturaleza humana.

En algunos parlamentos de los celebrados en el Río Cuarto, más de una vez derroté a mis interlocutores, cuyo exordio sacramental era: -Para tratar con los indios se necesita mucha paciencia, hermano.

No sé si tenéis idea de lo que es un parlamento en tierra de cristianos; y digo en tierra de cristianos, porque en tierra de indios el ritual es diferente.

Un parlamento es una conferencia diplomática.

La comisión se manda anunciar anticipadamente con el lenguaraz. Si la componen veinte individuos, los veinte se presentan.

Comienzan por dar la mano por turno de jerarquía, y en esa forma se sientan, con bastante aplomo, en las sillas o sofás que se les ofrecen.

El lenguaraz, es decir, el intérprete secretario, ocupa la derecha del que hace cabeza.

Habla éste y el lenguaraz traduce, siendo de advertir que aunque el plenipotenciario entienda el castellano y lo hable con facilidad, no se altera la regla.

Mientras se parlamenta hay que obsequiar a la comisión con licores y cigarros.

Los indios no rehúsan jamás beber, y cigarros, aunque no los fumen sobre tablas, reciben mientras les den.

Pero no beben, ni fuman cuando no tienen confianza plena en la buena fe del que les obsequia, hasta que éste no lo haya hecho primero.

Una vez que la confianza se ha establecido cesan las precauciones, y echan al estómago el vaso de licor que se les brinda, sin más preámbulos que el de sus preocupaciones.

Una de ellas estriba en no comer ni beber cosa alguna, sin antes ofrecerle las primicias al genio misterioso en que creen y al que adoran sin tributarle culto exterior.

Consiste esta costumbre en tomar con el índice y el pulgar un poco de la cosa que deben tragar o beber y en arrojarla a un lado, elevando la vista al cielo y exclamando: ¡Para Dios!

Es una especie de conjuro. Ellos creen que el diablo, Gualicho, está en todas partes, y que dándole lo primero a Dios, que puede más que aquél, se hace el exorcismo.

El parlamento se inicia con una serie inacabable de salutaciones y preguntas, como verbigracia: -¿Cómo está Ud.? ¿Cómo están sus jefes, oficiales y soldados? ¿Cómo le ha ido a Ud. desde la última vez que nos vimos? ¿No ha habido alguna novedad en la frontera? ¿No se le han perdido algunos caballos?

Después siguen los mensajes, como por ejemplo: -Mi hermano, o mi padre, o mi primo, me ha encargado le diga a Ud. que se alegrará que esté Ud. bueno en compañía de todos sus jefes, oficiales y soldados; que desea mucho conocerle; que tiene muy buenas noticias de Ud.; que ha sabido que desea Ud. la paz y que eso prueba que cree en Dios y que tiene un excelente corazón.

A veces cada interlocutor tiene su lenguaraz, otras es común.

El trabajo del lenguaraz es ímprobo en el parlamento más insignificante. Necesita tener una gran memoria, una garganta de privilegio y muchísima calma y paciencia.

¡Pues es nada antes de llegar al grano tener que repetir diez o veinte veces lo mismo!

Después que pasan los saludos, cumplimientos y mensajes, se entra a ventilar los negocios de importancia, y una vez terminados éstos, entra el capítulo quejas y pedidos, que es el más fecundo.

Cualquier parlamento dura un par de horas, y suele suceder al rato de estar en él, que varios de los interlocutores están roncando. Como el único que tiene responsabilidad en lo que se ventila es el que hace cabeza, después que cada uno de los que le acompañan ha sacado su piltrafa, ya la cosa ni le interesa ni le importa y, no pudiendo retirarse, comienza a bostezar y acaba por dormirse, hasta que el plenipotenciario, apercibiéndose del ridículo, pide permiso para terminar y retirarse, prometiendo volver muy pronto, pues tiene muchas cosas más que decir aún.

Linconao fue atacado fuertemente de las viruelas, al mismo tiempo que otros indios.

Trajéronme el aviso, y siendo un indio de importancia, que me estaba muy recomendado y que por sus prendas y carácter me había caído en gracia, fuime en el acto a verle.

Los indios habían acampado en tiendas de campaña que yo les había dado, sobre la costa de un lindo arroyo tributario del Río Cuarto.

En un albardón verde y fresco, pintado de flores silvestres, estaban colocadas las tiendas en dos filas, blanqueando risueñamente sobre el campestre tapete.

Todos ellos me esperaban mustios, silenciosos y aterrados, contrastando el cuadro humano con el de la riente naturaleza y la galanura del paisaje.

Linconao y otros indios yacían en sus tiendas revolcándose en el suelo con la desesperación de la fiebre; sus compañeros permanecían a la distancia, en un grupo, sin ser osados a acercarse a los virulentos y mucho menos a tocarles.

Detrás de mí iba una carretilla ex profeso.

Acerqueme primero a Linconao y después a los otros enfermos; hableles a todos animándolos, llamé algunos de sus compañeros para que me ayudaran a subirlo al carro; pero ninguno de ellos obedeció, y tuve que hacerlo yo mismo con el soldado que lo tiraba.

Linconao estaba desnudo y su cuerpo invadido de la peste con una virulencia horrible.

Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que conmueve la frágil y cobarde naturaleza cuando acometemos un peligro cualquiera.

Aquella piel granulenta al ponerse en contacto con mis manos, me hizo el efecto de una lima envenenada.

Pero el primer paso estaba dado y no era noble, ni digno, ni humano, ni cristiano, retroceder, y Linconao fue alzado a la carretilla por mí, rozando su cuerpo mi cara.

Aquel fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie; del cristianismo sobre la idolatría.

Los indios quedaron profundamente impresionados; se hicieron lenguas alabando mi audacia y llamáronme su padre.

Ellos tienen un verdadero terror pánico a la viruela, que sea por circunstancia cutáneas o por la clase de su sangre, los ataca con furia mortífera.

Cuando en Tierra Adentro aparece la viruela, los toldos se mudan de un lado a otro, huyendo las familias despavoridas a largas distancias de los lugares infestados.

El padre, el hijo, la madre, las personas más queridas son abandonadas a su triste suerte, sin hacer más en favor de ellas que ponerles alrededor del lecho agua y alimentos para muchos días.

Los pobres salvajes ven en la viruela un azote del cielo, que Dios les manda por sus pecados.

He visto numerosos casos y son rarísimos los que se han salvado, a pesar de los esfuerzos de un excelente facultativo, el Dr. Michaut, cirujano de mi División.

Linconao fue asistido en mi casa, cuidándolo una enfermera muy paciente y cariñosa, interesándose todos en su salvación, que felizmente conseguimos.

El cacique Ramón me ha manifestado el más ardiente agradecimiento por los cuidados tributados a su hermano, y éste dice que después de Dios, su padre soy yo, porque a mí me debe la vida.

Todas estas circunstancias, pues, agregadas a las consideraciones mentadas en mi carta anterior, me empujaban al desierto.

Cuando resolví mi expedición, guardé el mayor sigilo sobre ella.

Todos vieron los preparativos, todos hacían conjeturas, nadie acertó.

Sólo un fraile amigo conocía mi secreto.

Y esta vez no sucedió lo que debiera haber sucedido a ser cierto el dicho del moralista: Lo que uno no quiere que se sepa no debe decirse.

Es que la humanidad, por más que digan, tiene muchas buenas cualidades, entre ellas, la reserva y la lealtad.

Supongo que serás de mi opinión, y con esto me despido hasta mañana.

Quién conocía mi secreto. El Río Quinto. El paso del Lechuzo. Defecto de un fraile. Compromiso recíproco. Preparativos para la marcha. Resistencia de los gauchos. Cambio de opiniones sobre la fatalidad histórica de las razas humanas. Sorpresa de Achauentrú al saber que me iba a los indios. Pensamiento que me preocupaba. Ofrecimientos y pedidos de Achauentrú. Fray Moisés Álvarez. Temores de los indios. Seguridades que les di. Efectos de la digestión sobre el humor. Las mujeres del fuerte Sarmiento. Un simulacro.

Sólo el franciscano Fray Marcos Donatti, mi amigo íntimo, conocía mi secreto.

Se lo había comunicado yendo con él del fuerte Sarmiento al «Tres de Febrero», otro fuerte de la extrema derecha de la línea de frontera sobre el Río Quinto.

Este sacerdote, que a sus virtudes evangélicas reúne un carácter dulcísimo, recorría las dos fronteras de mi mando, diciendo misa en improvisados altares, bautizando y haciendo escuchar con agrado su palabra a las pobres mujeres de los pobres soldados. La que le oía se confesaba.

Era una noche hermosa, de esas en que el mundo estelar brilla con todo el esplendor de su magnificencia. La luna no se ocultaba tras ningún celaje, y de vez en cuando al acercanos a las barrancas del Río Quinto, que corre tortuoso costeándolo el camino, la veíamos retratarse radiante en el espejo móvil de ese río, que nace en las cumbres de la sierra de la Carolina, y que, corriendo en una curva de poniente a naciente, fecunda con sus aguas, ricas como las del Segundo de Córdoba, los grandes potreros de la villa de Mercedes, hasta perderse en las impasables cañadas de la Amarga.

Llegábamos al paso del Lechuzo, famoso por ser uno de los más frecuentados por los indios en la época tristemente memorable de sus depredaciones.

Hay allí un montoncito de árboles, corpulentos y tupidos, que tendrá como una media milla de ancho y que de noche el fantástico caminante se apresura a cruzar por un instinto racional que nos inclina a acortar el peligro.

El paso del Lechuzo, con su nombre de mal agüero, es una excelente emboscada y cuentan sobre él las más extrañas historias de fechorías hechas allí por los indios.

Lo cruzamos al trote, azotando las ramas caballos y jinetes; al salir de la espesura, piqué yo el mío con las espuelas, y diciéndole a Fray Marcos -Oiga, padre-, me puse al galope seguido por el buen franciscano, que no tenía entonces, como no tiene ahora, para mí más defecto que haberme maltratado un excelente caballo moro que le presté.

El ayudante y los tres soldados que me acompañaban quedáronse un poco atrás y nada pudieron oír de nuestra conversación.

El padre tenía su imaginación llena de las ideas de los gauchos que han solido ir a los indios por su gusto o vivir cautivos entre ellos.

Consideraba mi empresa la más arriesgada, no tanto por el peligro de la vida, sino por la fe púnica de los indígenas. Me hizo sobre el particular las más benévolas reflexiones, y por último, dándome una muestra de cariño, me dijo: «Bien, Coronel: pero cuando Ud. se vaya, no me deje a mí, Ud. sabe que soy misionero».

Yo he cumplido mi promesa y él su palabra.

Los preparativos para la marcha se hicieron en el fuerte Sarmiento, donde a la sazón se hallaba una comisión de indios presidida por Achauentrú, diplomático de monta entre los ranqueles, y cuyos servicios me han sido relatados por él mismo.

Ya calcularás que los preparativos debían reducirse a muy poca cosa. En las correrías por la Pampa lo esencial son los caballos. Yendo uno bien montado, se tiene todo; porque jamás faltan bichos que bolear, avestruces, gamas, guanacos, liebres, gatos monteses, o peludos, o mulitas, o piches o matacos que cazar.

Eso es tener todo andando por los campos: tener que comer.

A pesar de esto yo hice preparativos más formales. Tuve que arreglar dos cargas de regalos y otra de charqui riquísimo, azúcar, sal, yerba y café. Si alguien llevó otras golosinas debió comérselas en la primera jornada, porque no se vieron.

Los demás aprestos consistieron en arreglar debidamente las monturas y arreos de todos los que debían acompañarme para que a nadie le faltara maneador, bozal con cabestro, manea y demás útiles indispensables, y en preparar los caballos, componiéndoles los vasos con la mayor prolijidad.

Cuando yo me dispongo a una correría sólo una cosa me preocupa grandemente: los caballos.

De lo demás, se ocupa el que quiere de los acompañantes.

Por supuesto, que un par de buenos chifles no han de faltarle a ninguno que quiera tener paz conmigo. Y con razón, el agua suele ser escasa en la Pampa y nada desalienta y desmoraliza más que la sed. Yo he resistido setenta y dos horas sin comer, pero sin beber no he podido estar sino treinta y dos. Nuestros paisanos, los acostumbrados a cierto género de vida, tienen al respecto una resistencia pasmosa. Verdad que, ¡qué fatiga no resisten ellos!

Sufren todas las intemperies, lo mismo el sol que la lluvia, el calor que el frío, sin que jamás se les oiga una murmuración, una queja. Cuando más tristes parecen, entonan un airecito cualquiera.

Somos una raza privilegiada, sana y sólida, susceptible de todas las enseñanzas útiles y de todos los progresos adaptables a nuestro genio y a nuestra índole.

Sobre este tópico, Santiago amigo, mis opiniones han cambiado mucho desde la época en que con tanto furor discutíamos, a tres mil leguas, la unidad de la especie humana y la fatalidad histórica de las razas.

Yo creía entonces que los pueblos greco-latinos no habían venido al mundo para practicar la libertad y enseñarla con sus instituciones, su literatura y sus progresos en las ciencias y en las artes, sino para batallar perpetuamente por ella. Y, si mal no recuerdo, te citaba a la noble España luchando desde el tiempo de los romanos por ser libre de la dominación extranjera unas veces, por darse instituciones libres otras.

Hoy pienso de distinta manera. Creo en la unidad de la especie humana y en la influencia de los malos gobiernos. La política cría y modifica insensiblemente las costumbres, es un resorte poderoso de las acciones de los hombres, prepara y consuma las grandes revoluciones que levantan el edificio con cimientos perdurables o lo minan por su base. Las fuerzas morales dominan constantemente las físicas y dan la explicación y la clave de los fenómenos sociales.

Terminados los aprestos, recién anuncié a los que formaban mi comitiva que al día siguiente partiríamos para el sur, por el camino del Cuero, y que no era difícil fuéramos a sujetar el pingo en Leubucó.

Más tarde hice llamar al indio Achauentrú y le comuniqué mi idea.

Manifestose muy sorprendido de mi resolución, preguntome si la había transmitido de antemano a Mariano Rosas y pretendió disuadirme, diciéndome que podía sucederme algo, que los indios eran muy buenos, que me querían mucho, pero que cuando se embriagaban no respetaban a nadie.

Le hice mis observaciones, le pinté la necesidad de hablar yo mismo sobre la paz con los caciques y el bien inmenso que podía resultar de darles una muestra de confianza tan clásica como la que les iba a dar.

Sobre todos los pensamientos el que más me dominaba era este: probarles a los indios con un acto de arrojo, que los cristianos somos más audaces que ellos, y más confiados cuando hemos empeñado nuestro honor.

Los indios nos acusan de ser gentes de muy mala fe, y es inacabable el capítulo de cuentos con que pretenden demostrar que vivimos desconfiando de ellos y engañándolos.

Achauentrú es entendido, y comprendió no sólo que mi resolución era irrevocable, que decididamente me iba al día siguiente, sino algunos de los motivos que le expuse.

Entonces, me ofreció muchas cartas de recomendación, y como favor especial me pidió que del Cuero adelantara un chasqui avisando mi ida; primero para que no se alarmasen los indios y segundo para que me recibieran como era debido.

Le pedí para el efecto un indio, y me dio uno llamado Angelito, sin tener nada de tal. Positivamente los nombres no son el hombre.

Después de hablar Achauentrú conmigo, fuese a conversar con el padre Marcos y su compañero fray Moisés Álvarez, joven franciscano natural de Córdoba, lleno de bellas prendas, que respeto por su carácter y quiero por su buen corazón.

Al rato vinieron todos muy alarmados, diciéndome que los indios todos, lo mismo que los lenguaraces, conceptuaban mi expedición muy atrevida, erizada de inconvenientes y de peligros, y que lo que más atormentaba su imaginación era lo que sería de ellos si por alguna casualidad me trataban mal en Tierra Adentro o no me dejaban salir.

Híceles decir, porque quedaban en rehenes, que no tuvieran cuidado, que si los indios me trataban mal, ellos no serían maltratados; que si me mataban, ellos no serían sacrificados; que sólo en el caso de que no me dejasen volver, ellos no regresarían tampoco a su tierra, quedando en cambio mío, de mis oficiales y soldados. Ellos eran unos ocho, me parece, y los que íbamos a internarnos diecinueve.

Y les pedí encarecidamente a los padres, les hicieran comprender que aquellas ideas eran justas y morales.

Tranquilizáronse; después de muchos meses de estar en negocios conmigo, no habiéndolos engañado jamás ni tratado con disimulo, sino así tal cual Dios me ha hecho: bien unas veces, mal otras, porque mi humor depende de mi estómago y de mis digestiones, habían adquirido una confianza plena en mi palabra.

¡Cuántas veces no llegaron a mis oídos en el Río Cuarto estas palabras proferidas por los indios en sus conversaciones de pulpería! : «Ese Coronel Mansilla, bueno, no mintiendo, no engañando nunca pobre indio».

Llegó por fin el día y el momento de partir. El fuerte Sarmiento estaba en revolución. Soldados y mujeres rodeaban mi casa, para darme un adiós, sans adieu!, y desearme feliz viaje. Ellas creían quizá interiormente que no volvería. El cariño, la simpatía, el respeto exageran el peligro que corren o deben correr las personas que no nos son indiferentes. Hay más miedo en la imaginación que en las cosas que deben suceder.

Cuando todos esperaban ver arrimar mis tropillas y las mulas para tomar caballos, aparejar las cargas y que me pusiera en marcha, oyose un toque de corneta inusitado a esa hora: llamada redoblada.

En el acto cundió la voz: ¡los indios!

Y una agitación momentánea era visible en todos los semblantes.

Los soldados corrían con sus armas a las cuadras.

Poco tardó en oírse el toque de tropa, y poco también en estar todas las fuerzas de la guarnición formadas, el batallón 12 de línea montado en sus hermosas mulas, y el 7 de caballería de línea en buenos caballos, con el de tiro correspondiente.

Al mismo tiempo que la tropa había estado aprestándose para formar, los vivanderos recibieron orden de armarse, las mujeres de reconcentrarse al club «El Progreso en la Pampa»3, que estaban edificando los jefes y oficiales de la guarnición, que tiene su hermoso billar y otras comodidades. A los indios se les ordenó no se movieran del rancho en que estaban alojados y a los vivanderos que sirvieran de custodia de unos y otras.

Mientras esto pasaba en el recinto del fuerte, en sus alrededores reinaba también grande animación: las caballadas, el ganado, todo, todo cuanto tenía cuatro patas era sacado de sus comederos habituales y reconcentrado.

Decididamente los indios han invadido por alguna parte, eran las conjeturas. Achauentrú estaba estupefacto, vacilando entre si era una invasión que venía o una que iba.

Cuando todo estaba listo, mi segundo jefe recibió orden de salir con las fuerzas, de marchar una legua rumbo al sur y se pasó allí una revista general.

Yo quise antes de marcharme ver en cuánto tiempo se aprestaba la guarnición, fingiendo una alarma y reírme un poco de los indios, que tuvieron un rato de verdadera amargura, no sabiendo ni lo que pasaba, ni qué creer.

Y tuve la satisfacción militar de que todo se hiciera con calma y prontitud, sea dicho en elogio de cuantos guarnecían el fuerte Sarmiento en aquel entonces.

¡Que Dios ayude mientras estoy lejos a mis compañeros de armas, esos hermanos del peligro, del sacrificio y de la gloria; lo mismo que deseo te ayude a ti, Santiago amigo, conservándote siempre con un humor placentero, y un estómago como los desea Brillat-Savarin!

Idea a que no nos resignamos. La partida. Lenguaje de los paisanos. Qué es una rastrillada. El público sabe muchas mentiras e ignora muchas verdades. Qué es un guadal. El caballo y la mula. Una despedida militar. La Laguna Alegre.

A las cinco de la tarde estaba todo listo, y mi gente recibió orden de entregar sus armas, excepto el sable, que sin vaina debía ser colocado entre las caronas. Mis ayudantes y yo llevábamos revólvers y una escopeta. Por más grande que fuese mi deseo de presentarme ante los indígenas sin aparato, ni ostentación, no pude resolverme a hacerlo completamente desarmado. Podía llegar el caso de tener que perder la vida, y era menester ir preparado a venderla cara. Hay una idea a la que el hombre no se resigna sino cuando es santo, y es a morir sacrificado con la mansedumbre de un cordero.

Entregadas las armas, hice arrimar las tropillas y las mulas; formé cuatro pelotones de la gente, dile a cada uno una tropilla, dejando otra de reserva; mandé ensillar y aparejar, y a la media hora, cuando el sol del último día de marzo se perdía radiante en el lejano horizonte, puse pie en el estribo.

Varios jefes y oficiales habían ensillado para acompañarme hasta cierta distancia.

Salí del fuerte entre las salutaciones cariñosas y las sonrisas amables y expresivas de los soldados, dejando a todos inquietos, particularmente a Achauentrú, que, al subir a caballo, vino a darme un abrazo, a hacerme su retahíla de recomendaciones, y a repetirme por la milésima vez, que no dejara de adelantar un chasqui anunciando mi ida.

El camino del Cuero pasa por el mismo fuerte Sarmiento que le ha robado su nombre al antiguo y conocido Paso de las Arganas.

Este camino consiste en una gran rastrillada, y su rumbo es sudeste, o lo que en lenguaje comprensivo de los paisanos de Córdoba llamamos sudabajo.

Ellos tienen un modo peculiar de denominar ciertas cosas y sólo en la práctica se comprende la ventaja de la sustitución.

Al oeste le llaman arriba. Al este, abajo. Estos dos vocablos sustituidos a los vientos cardinales, permiten expresarse con más facilidad y más claridad, en razón de la similitud de las palabras este y oeste y de su composición vocal.

Un ejemplo lo demostrará.

Si queriendo ir del punto A al punto B o, para ser más claro, de la Villa del Río Cuartó al fuerte Sarmiento, cortando el campo, se ocurriese a un baquiano por las señas, las darían así:

Miraría al sur, y haciendo una indicación con la mano derecha diría: se sale en estas dereceras, sur, y se camina rumbeando medio abajo; pero muy poco abajo.

Con estas señas, el que tiene la costumbre de andar por los campos, va derecho como un huso a su destino.

Si queriendo ir de la Villa del Río Cuarto a las Achiras, en el mes de noviembre, verbigracia, en que el sol se pone inclinándose al sur, se preguntasen las señas, la contestación sería:

-Salga derecho arriba, medio rumbeando al lado en que se pone el sol y ahí, en aquella punta de sierra, ahí está Achiras.

Con esas señas cualquiera va derecho.

De esta costumbre cordobesa de llamarle abajo al naciente y arriba al poniente, viene la denominación de Provincias de arriba y de abajo; la de arribeños y abajeños.

A las facilidades que este modo de expresarse ofrece, reúne una circunstancia que responde a un hecho geográfico.

Ir de Córdoba para el poniente o para el naciente es, en efecto, ir para arriba o para abajo, porque el nivel de la tierra es más elevado que el del mar a medida que se camina del Litoral de nuestra patria para la Cordillera; la tierra se dobla visiblemente, de manera que el que va sube y el que viene baja.

He dicho que el camino del Cuero consiste en una gran rastrillada, y voy a explicar lo que significa esta palabra, que en buen castellano tiene una significación distinta de la que le damos en la jerga de la tierra.

Si en lugar de estar conversando contigo públicamente lo hiciera en reserva, no me detendría en estos detalles y explicaciones. Todos los que hemos sido público alguna vez sabemos que este monstruo de múltiple cabeza, sabe muchas cosas que debiera ignorar e ignora muchas otras que debiera saber. -¿Quién sabe, por ejemplo, más mentiras que el público?

Pero preguntadle algo sobre las cosas de la tierra, sobre el estado moral y político de nuestros moradores fronterizos de La Rioja o de Santiago del Estero, y ya veréis lo que sabe.

Preguntadle dónde queda el Río Chalileo o el cerro Nevado, y ya veréis qué sabe el respetable público sobre las cosas que pueden interesarle mañana, distraído como vive por las cosas de actualidad.

Hasta cierto punto yo le hallo razón. ¿No paga su dinero para que cotidianamente le den noticias de las cinco partes del mundo, le enteren de la política internacional de las naciones, le tengan al cabo de los descubrimientos científicos, de los progresos del vapor, de la electricidad y de la pesca de la ballena?

Pues entonces ¿por qué se ha de afanar tanto?

Una rastrillada, son los surcos paralelos y tortuosos que con sus constantes idas y venidas han dejado los indios en los campos.

Estos surcos, parecidos a la huella que hace una carreta la primera vez que cruza por un terreno virgen, suelen ser profundos y constituyen un verdadero camino ancho y sólido.

En plena Pampa, no hay más caminos. Apartarse de ellos un palmo, salirse de la senda, es muchas veces un peligro real; porque no es difícil que ahí mismo, al lado de la rastrillada, haya un guadal en el que se entierren caballo y jinete enteros.

Guadal se llama un terreno blando y movedizo que no habiendo sido pisado con frecuencia, no ha podido solidificarse.

Es una palabra que no está en el diccionario de la lengua castellana, aunque la hemos tomado de nuestros antepasados, que viene del árabe y significa agua o río.

La Pampa está llena de estos obstáculos.

¡Cuántas veces en una operación militar, yendo en persecución de los indios, una columna entera no ha desaparecido en medio del ímpetu de la carrera!

¡Cuántas veces un trecho de pocas varas ha sido causa de que jefes muy intrépidos se viesen burlados por el enemigo, en esas Pampas sin fin!

¡Cuántas veces los mismos indios no han perecido bajo el filo del sable de nuestros valientes soldados fronterizos por haber caído en un guadal!

Las Pampas son tan vastas, que los hombres más conocedores de los campos se pierden a veces en ellas.

El caballo de los indios es una especialidad en las Pampas.

Corre por los campos guadalosos, cayendo y levantando, y resiste a esa fatiga hercúlea asombrosamente, como que está educado al efecto y acostumbrado a ello.

El guadal suele ser húmedo y suele ser seco, pantanoso y pegajoso, o simplemente arenoso4.

Es necesario que el ojo esté sumamente acostumbrado para conocer el terreno guadaloso. Unas veces el pasto, otras veces el color de la tierra son indicios seguros. Las más el guadal es una emboscada para indios y cristianos.

Los caballos que entran en él, cuando no están acostumbrados, pugnan un instante por salir, y el esfuerzo que hacen es tan grande, que en los días más fríos no tardan en cubrirse de sudor y en caer postrados, sin que haya espuela ni rebenque que los haga levantar. Y llegan a acobardarse tanto, que a veces no hay poder que los haga dar un paso adelante cuando pisan el borde movedizo de la tierra. Y eso que es de todos los cuadrúpedos destinados al servicio del hombre el más valiente. Picado con las espuelas parte como el rayo y salva el mayor precipicio.

¡Cuán diferente de la mula!

Jamás pierde ella su sangre fría.

Ora vaya por los caminos pampeanos o por las laderas vertiginosas de la Cordillera, el híbrido animal es siempre cauteloso. El caballo se lanza como el rayo; la mula tantea antes de ir adelante. Saca una mano, después otra, y es tan precavida, que en donde puso éstas, pone las patas. Cuando hay peligro no hay que advertirla; a nada obedece, ni a la rienda, ni al rebenque, ni a la espuela. Sólo su instinto de conservación la mueve. Es excusado querer dirigirla. Ella va por donde quiere. Morirá despeñada; pero no ciegamente como el caballo, sino por haberse equivocado.

Estando los campos cubiertos de agua, es más necesario que nunca seguir rectamente la dirección de la rastrillada; porque reblandecida la tierra por la humedad, el peligro del guadal es inminente a cada paso.

Cuando salimos de Sarmiento había llovido mucho. A una media legua de allí el terreno tiene un doblez y se cae a una cañada muy guadalosa; así fue que allí hice alto, me despedí y separé de los camaradas que me acompañaban, y después de algunas prevenciones generales a los que me seguían, tomé la dirección llevando el baquiano a mi izquierda, yendo él por una huella, por otra yo.

¡Con qué pena se despidieron de mí mis leales compañeros! Yo lo leí en sus caras, por más que con afables sonrisas y afectuosos apretones de manos, quisieran disimularlo.

¡Ah!, sólo los que somos soldados, sabemos lo que es ver partir a los amigos al peligro en que se cae o se muere, y quedarnos... ¡ Y sólo los que somos soldados, sabemos lo que es ver volver5 del combate, sanos e ilesos, a los hermanos cuya suerte no hemos compartido ese día!

Hay tales misterios en el corazón humano; abismos tan profundos, de amor, de abnegación, de generosidad, que la palabra no conseguirá jamás explicarlos.

Hay que sentir y callar. Por eso una mirada, un abrazo, un ademán con la mano, dicen más que todo cuanto la pluma más hábilmente manejada pueda describir.

La noche nos sorprendió sin haber alcanzado a cruzar la cañada.

La luna salía tarde, el cielo estaba cubierto de nubes, no se veían las estrellas. Durante un largo rato caminamos, pues, en medio de una completa obscuridad, cayendo y levantando, porque en cuanto nos desviábamos de las rastrilladas pisábamos el borde del guadal.

Las mulas que llevaban las cargas de charqui y regalos para los caciques daban muchísimo trabajo. Por huir del peligro caían a cada paso en él. Una de ellas llevaba los ornamentos sagrados de mis amigos los franciscanos, y ellos y yo íbamos con el jesús en la boca, esperando el momento en que gritaran: -Cayó la mula de los padrecitos, que así llaman los Paisanos cordobeses a los frailes.

Fue menester ponerles a todas bozal y llevarlas tirando del cabestro.

Perdiose tiempo en esta operación, así fue que era tarde cuando llegamos a la Laguna Alegre.

Estaban las cabalgaduras tan fatigadas de cuatro leguas más o menos de marcha nocturna por la obscuridad y entre el agua, que resolvía hacer una parada esperando que se despeje el cielo o saliera la luna.

Campamos... Y el fogón no tardó en brillar, haciéndose una rueda, en torno de él, de todos los que me acompañaban.

Entre mate y mate cada cual contó una historia más o menos soporífera.

En todo pensábamos, menos en los indios.

Yo conté la mía, y un cabo Gómez, muerto en la gloriosa guerra del Paraguay fue el asunto de mi cuento.

Tiene algo de fantástico y maravilloso.

Si estoy de humor mañana y no te vas fastidiando de las digresiones y no te urge llegar a Leubucó, te la contaré.

El fogón. Calixto Oyarzábal. El cabo Cómez. De qué fue a la guerra del Paraguay. Por qué lo hicieron soldado de línea. José Ignacio Garmendia y Maximio Alcorta. Predisposiciones mías en favor de Gómez. Su conducta en el batallón 12 de línea. Primera entrevista con él. Su figura en el asalto de Curupaití. La lista después del combate. El cabo Gómez muerto.

El fogón es la delicia del pobre soldado, después de la fatiga. Alrededor de sus resplandores desaparecen las jerarquías militares. Jefes superiores y oficiales subalternos conversan fraternalmente y ríen a sus anchas. Y hasta los asistentes que cocinan el puchero y el asado, y los que ceban el mate, meten, de vez en cuando, su cucharada en la charla general, apoyando o contradiciendo a sus jefes y oficiales, diciendo alguna agudeza o alguna patochada.

Cuando Calixto Oyarzábal, mi asistente, dejó la palabra, con sentimiento de los que le escuchaban, pues es un pillo de siete suelas, capaz de hacer reír a carcajadas a un inglés, pidiéronme mis circunstantes mi cuentito.

Yo estaba de buen humor, así fue que después de dirigirle algunas bromas a Calixto, que con su aire de zonzo estudiado, ha hecho ya una revolución en las Provincias, para que veas lo que es el país, tomé a mi turno la palabra.

Y este cuento me permitirás que se lo dedique a un mi amigo que ha hecho la guerra en el Paraguay como oficial de un batallón de Guardia Nacional.

Se llama Eduardo Dimet, y como le quiero, me permitirás no te haga la pintura de su carácter y cualidades; porque los colores de la paleta del cariño son siempre lisonjeros y sospechosos.

Voy a mi cuento.

El cabo Gómez, era un correntino que se quedó en Buenos Aires cuando la primera invasión de Urquiza, que dio en tierra con la dictadura de Rosas.

Tendría Gómez así como unos treinta y cinco años; era alto, fornido, y columpiábase con cierta gracia al caminar; su tez era entre blanca y amarilla, tenía ese tinte peculiar a las razas tropicales; hablaba con la tonada guaranítica, mezclando, como es costumbre entre los correntinos y entre los paraguayos vulgares, la segunda y la tercera persona; en una palabra, era un tipo varonil simpático.

Marchó Gómez a la guerra del Paraguay, en el Primer Batallón del Primer Regimiento de G. N. que salió de Buenos Aires bajo las órdenes del Comandante Cobo, si mal no recuerdo, y perteneció a la compañía de granaderos.

El capitán de ésta era otro amigo mío, José Ignacio Garmendia, que después de haber hecho con distinción toda la campaña del Paraguay, anda ahora por Entre Ríos al mando de un batallón.

Un día leíase en la Orden General del 2º Cuerpo de Ejército del Paraguay, al que yo pertenecía: «Destínase por insubordinación, por el término de cuatro años, a un cuerpo de línea al soldado de G. N. Manuel Gómez».

Más tarde presentase un oficial en el reducto que yo mandaba, que lo guarnecía el batallón 12 de línea, creado y disciplinado por mí, con esta orden: «Vengo a entregar a usted una alta personal».

Llamé a un ayudante y la alta personal fue recibida y conducida a la Guardia de Prevención.

Luego que me desocupé de ciertos quehaceres, hice traer a mi presencia al nuevo destinado para conocerle e interrogarle sobre su falta, amonestarle, cartabonearle y ver a qué compañía había de ir.

Era Gómez, y por su talla esbelta fue a la compañía de granaderos.

José Ignacio Garmendia comía frecuentemente conmigo en el Paraguay, así era que después de la lista de tarde casi siempre se le hallaba en mi reducto, junto con otro amigo muy querido de él y mío, Maximio Alcorta, aunque este excelente camarada, que lo mismo se apasiona del sexo hermoso que feo, tiene el raro y desgraciado talento de recomendar de vez en cuando a las personas que más estima, unos tipos que no tardan en mostrar sus malas mañas.

¡Cosas de Maximio Alcorta!

La misma tarde que destinaron a Gómez, Garmendia comió conmigo.

Durante la charla de la mesa -ya que en campaña a un tronco de yatay se llama así- me dijo que Gómez había sido cabo de su compañía: que era un buen hombre, de carácter humilde, subordinado, y que su falta era efecto de una borrachera.

Me añadió que cuando Gómez se embriagaba, perdía la cabeza, hasta el extremo de ponerse frenético si le contradecían, y que en ese estado lo mejor era tratarlo con dulzura, que así lo había hecho él, siempre con el mejor éxito.

En una palabra. Garmendia me lo recomendó con esa vehemencia propia de los corazones calientes, que así es el suyo, y por eso cuantos le tratan con intimidad le quieren.

La varonil figura de Gómez y las recomendaciones de Garmendia predispusieron desde luego mi ánimo en favor del nuevo destinado.

A mi turno, pues, se lo recomendé al capitán de la compañía de granaderos, diciéndole todo lo que me había prevenido Garmendia.

El tiempo corrió...

Gómez cumplía estrictamente sus obligaciones, circunspecto y callado, con nadie se metía, a nadie incomodaba. Los oficiales le estimaban y los soldados le respetaban por su porte. De vez en cuando le buscaban para tirarle la lengua y arrancarle tal cual agudeza correntina.

En ese tiempo yo era mayor y jefe interino del batallón 12 de línea. Todos los sábados pasaba personalmente una revista general.

Me parece que lo estoy viendo a Gómez, en las filas, cuadrado a plomo, inmóvil como una estatua, serio, melancólico, con su fusil reluciente, con su correaje lustroso, con todo su equipo tan aseado que daba gusto,

Gómez no tardó en volver a ser cabo.

Habrían pasado cinco meses.

Un día, paseábame yo a lo largo de la sombra que proyectaba mi alojamiento, que era una hermosa carreta.

Esto era en el célebre campamento de Tuyutí, allá por el mes de agosto.

¡En qué pensaba, cómo saberlo ahora! Pensaría en lo que amaba o en la gloria, que son los dos grandes pensamientos que dominan al soldado. Recuerdo tan sólo que en una de las vueltas que di una voz conocida me sacó de la abstracción en que estaba sumergido.

Di media vuelta, y como a unos seis pasos a retaguardia, vi al cabo Gómez, cuadrado, haciendo la venia militar, doblándose para adelante, para atrás, a derecha e izquierda así como amenazando perder su centro de gravedad.

Sus ojos brillaban con un fuego que no les había visto jamás.

En el acto conocí que estaba ebrio.

Era la primera vez desde que había entrado en el batallón.

Por cariño y por las prevenciones que me había hecho Garmendia, le dirigí la palabra así:

-¿Qué quiere, amigo?

-Aquí te vengo a ver, ché Comandante, pa que me des licencia usted.

-¿Y para qué quieres licencia?

-Para ir a Itapirú a visitar a una hermanita que me vino de la Esquina.

-Pero hijo, si no estás bueno de la cabeza.

-No, ché Comandante, no tengo nada.

-Bien, entonces, dentro de un rato, te daré la licencia, ¿no te parece?

- Sí, sí.

Y esto diciendo, y haciendo un gran esfuerzo para dar militarmente la media vuelta y hacer como era debido la venia, Gómez giró sobre los talones y se retiró.

Pasó ese día, o mejor dicho llegó la tarde, y junto con ella Garmendia.

Contele que Gómez se había embriagado por primera vez, y me dijo que debía haberlo hecho para perder el miedo de hablar con el jefe, que cuando estaba en su batallón así solía hacer algunas veces.

Como él y yo nos interesábamos en el hombre, sobre tablas entramos a averiguar cuánto tiempo hacía que estaba ebrio cuando habló conmigo.

Llamé al capitán de granaderos, le hicimos varias preguntas y de ellas resultó exactamente lo que me acababa de decir Garmendia: que Gómez había tomado para atreverse a llegar hasta mí.

Empezando por el sargento primero de su compañía y acabando por el capitán, a todos los que debía les había pedido la venia para hablar conmigo, estando en perfecto estado; de lo contrario, no se la habrían concedido.

Al otro día de este incidente, Gómez estaba ya bueno de la cabeza.

Iba a llamarlo, mas entraba de guardia, según vi al formar la parada, y no quise hacerlo.

Terminado su servicio, le llamé, y recordándole que tres días antes me había pedido una licencia, le pregunté si ya no la quería.

Su contestación fue callarse y ponerse rojo de vergüenza.

-¿Por cuántos días quiere Ud. licencia, cabo?

-Por dos días, mi Comandante.

-Está bien; vaya Ud., y pasado mañana, al toque de asamblea, está Ud. aquí.

-Está bien, mi Comandante.

Y esto diciendo, saludó respetuosamente, y más tarde se puso en marcha para Itapirú, y a los dos días, cuando tocaban asamblea, la alegre asamblea, el cabo Gómez entraba en el reducto, de regreso de visitar a su hermana, bastante picado de aguardiente, cargado de tortas, queso y cigarros que no tardó en repartir con sus hermanos de armas.

Yo también tuve mi parte, tocándome un excelente queso de Goya, que me mandaba su hermana, a quien no conocía.

¡En el mundo no, hay nada más bueno, más puro, más generoso que un soldado!

El tiempo siguió corriendo.

Marchamos de los campos de Tuyutí a los de Curuzú para dar el famoso asalto de Curupaití.

Llegó el memorable día, y tarde ya, mi batallón recibió orden de avanzar sobre las trincheras.

Se cumplió con lo ordenado.

Aquello era un infierno de fuego. El que no caía muerto, caía herido y el que sobrevivía a sus compañeros contaba por minutos la vida. De todas partes llovían balas. Y lo que completaba la grandeza de aquel cuadro solemne y terrible de sangre, era que estábamos como envueltos en un trueno prolongado, porque las detonaciones del cañón no cesaban.

A los cinco minutos de estar mi batallón en el fuego sus pérdidas eran ya serias: muchos muertos y heridos yacían envueltos en su sangre, intrépidamente derramada por la bandera de la patria.

Recorriendo de un extremo a otro hallé al cabo Gómez, herido en una rodilla, pero haciendo fuego hincado.

-Retírese, cabo -le dije.

-No, mi Comandante -me contestó-, todavía estoy bueno -y siguió cargando su fusil y yo mi camino.

Al regresar de la extrema derecha del batallón a la izquierda, volví a pasar por donde estaba Gómez.

Ya no hacía fuego hincado, sino echado de barriga, porque acababa de recibir otro balazo en la otra pierna.

-Pero, cabo, retírese, hombre, se lo ordeno -le dije.

-Cuando Ud. se retire, mi Comandante, me retiraré -repuso, y echando un voto, agregó: -¡paraguayos, ahora verán!

Y ebrio con el olor de la pólvora y de la sangre, hacía fuego y cargaba su fusil con la rapidez del rayo, como si estuviese ileso.

Aquel hombre era bravo y sereno como un león.

Ordené a algunos heridos leves que se retiraban que le sacaran de allí, y seguí para la izquierda.

El asalto se prolongaba...

Yendo yo con una orden, recibí un casco de, metralla en un hombro, y no volví al fuego de la trinchera.

Pocos minutos después, el ejército se retiraba salpicado con la sangre de sus héroes, pero cubierto de gloria.

Para pasar el parte, fue menester averiguar la suerte que le había cabido a cada uno de los compañeros.

Esta ceremonia militar es una de las más tristes.

Es una revista en la que los vivos contestan por los muertos, los sanos por los heridos.

¿Quién no ha sentido oprimirse su pecho después de un combate, durante ese acto solemne?

-¡Juan Paredes!

-¡ Presente!...

-¡Pedro Torres!

-¡Herido!...

¡Luis Corro!

-¡Muerto!...

¡Ah! ese «¡muerto!» hace un efecto que es necesario sentirlo para comprender toda su amargura.

Según la revista que se pasó en el 12 de línea por el teniente primero D. Juan Pencienati que fue el oficial más caracterizado que regresó sano y salvo del asalto de Curupaití, y según otras averiguaciones que se tomaron, conforme a la práctica, resultó que el cabo Gómez había muerto y por muerto se le dio.

En la visita que se mandó pasar a los hospitales de sangre no se halló al cabo Gómez.

Para mí no cabía duda de que Gómez, si no había muerto, había caído prisionero herido.

Los soldados decían: -No, señor, el cabo Gómez ha muerto. Nosotros le hemos visto echado boca abajo al retirarnos de la trinchera con la bandera.

Yo sentía la muerte de todos mis soldados como se siente la separación eterna de objetos queridos.

Pero, lo confieso, sobre todos los soldados que sucumbieron en esa jornada de recuerdo imperecedero, el que más echaba de menos era el cabo Gómez.

La actitud de ese hombre obscuro, tendido de barriga, herido en las dos piernas y haciendo fuego con el ardor sagrado del guerrero, estaba impresa en mí con indelebles caracteres.

Esta visión no se borrará jamás de mi memoria. Perderé el recuerdo de ella cuando los años me hayan hecho olvidar todo.

Y por hoy termino aquí, y mañana proseguiré mi cuento.

Hoy te he narrado sencillamente la muerte de un vivo. Mañana te contaré la vida de un muerto.

Si lo de hoy te ha interesado, lo de mañana también te interesará.

A los del fogón que me escucharon les sucedió así.

Regreso de Curupaití. Resurrección del cabo Gómez. Cómo se salvó. Sencillo relato. Posibilidad de que un pensamiento se realice. Dos escuelas filosóficas. Un asesinato que nadie había visto. Sospechas.

El ejército volvió a ocupar sus posiciones de Tuyutí: mi batallón su antiguo reducto.

Durante algún tiempo fue pan de cada día conversar del asalto de Curupaití, ora para hacer su crítica, ora para recordar los héroes que cayeron mortalmente heridos aquel día de luto.

La sucesión del tiempo, nuevos combates, otros peligros, iban haciendo olvidar las nobles víctimas.

Sólo persistía en el espíritu el recuerdo de los predilectos; de esos predilectos del corazón, cuya imagen querida no desvanecen ni el dolor ni la alegría.

De cuando en cuando, los hospitales de Itapirú, de Corrientes y de Buenos Aires, nos remitían pelotones de valientes curados de sus gloriosas y mortales heridas.

La humanidad y la ciencia hacían en esa época de lucha diaria y cruenta, verdaderos milagros.

¡Cuántos que salieron horriblemente mutilados del campo de batalla, no volvieron a los pocos días a empuñar con mano vigorosa el acero vengador!

Los que mandaban cuerpos, enviaban de tiempo en tiempo oficiales de confianza a revisar los hospitales, tomar buena nota de sus enfermos o heridos respectivos y socorrerles en cuanto cabía.

Yo tenía frecuentes noticias de los hospitales de Itapirú y de Corrientes. Los enfermos seguían bien. Día a día esperaba algunas altas.

Pensaba en esto quizá, cierta mañana, paseándome, según mi costumbre, por el parapeto de la batería, cuyos cañones tenían constantemente dirigidas sus elocuentes y fatídicas bocas al montecito de Yataytí-Corá, cuando un ayudante vino a anunciarme:

-Señor, una alta del hospital.

Su fisonomía traicionaba una sorpresa.

-¿Y quién, hombre?

-Un muerto.

-¿Cuál de ellos?

-El cabo Gómez.

Al oírle salté impaciente y alegre del parapeto a la explanada, corriendo en dirección al rancho de la Mayoría.

La noticia de la aparición del cabo Gómez, ya había cundido por las cuadras.

Cuando llegué a la puerta de la Mayoría, un grupo de curiosos la obstruía.

Me abrieron paso y entré.

El cabo Gómez estaba de pie, apoyado en su fusil y llevaba la mochila terciada. Sus vestiduras estaban destrozadas, su rostro pálido, habíase adelgazado mucho y costaba reconocerle.

Realmente, parecía un resucitado.

Le di un abrazo, y ordené en el acto que prepararan un baile para celebrar esa noche la resurrección de un compañero y el regreso del primer herido.

El batallón era un barullo. Todos querían ver a un tiempo al cabo; los unos le hacían señas con la cabeza, los otros con las manos, los que no podían verle bien, se trepaban sobre el mojinete de los ranchos; nadie se atrevía a dirigirle la palabra interrumpiéndome a mí.

-¿Y cómo te ha ido, hombre?

-Bien, mi Comandante.

-¿Dónde está la alta? -pregunté al oficial encargado de la Mayoría.

Diómela, y notando que era de un hospital brasilero, me dirigí al cabo.

-¿Qué, has estado en un hospital brasilero?

-Sí, mi Comandante.

-¿Y cómo te salvaste de Curupaití? Cuando yo te ordené salieras de la trinchera ya estabas herido de las dos piernas, no te podías mover6.

-Mi Comandante, cuando los demás se retiraron con la bandera, viendo yo que nadie me recogía, porque no me oían o no me veían, me arrastré como pude, y me escondí en unas pajas a ver si en la noche me podía escapar.

-¿Y cómo te escapaste?

-Cuando los nuestros se retiraron, los paraguayos salieron de la trinchera y comenzaron a desnudar los heridos y los muertos. Yo estaba vivo; pero muy mal herido, y como vi que mataban a algunos que estaban penando, me acabé de hacer el muerto a ver si me dejaban. No me tocaron, anduvieron dando vueltas cerca de mí y no me vieron. Luego que la noche se puso obscura, hice fuerzas para levantarme y me levanté y caminé agarrándome del fusil, que es este mismo, mi Comandante.

Un silencio profundo reinaba en aquel momento. Todos contenían hasta la respiración, para no perder una palabra de las del cabo.

-¿Y por dónde saliste?

-Esa noche no pude salir, porque no era baquiano, y me perdí varias veces, y me costaba mucho caminar, porque me dolían los balazos. Pero así que vino la mañanita, ya supe dónde debía de ir, porque oí la diana de los brasileros. Seguí el rumbo y el humo de un vapor, y salí a Curuzú. Allí había muchos heridos, que estaban embarcando7; a mí me embarcaron con ellos y me llevaron a Corrientes, y allí he estado en el hospital, y ya estoy muy mejor, mi Comandante, y me he venido porque ya no podía aguantar las ganas de ver el batallón.

-¡Viva el cabo Gómez, muchachos! -grité yo.

-¡Viva! -contestaron los muy bribones, que nunca son más felices que cuando se les incita al desorden y se les deja la libertad de retozar.

Y se lo llevaron al cabo Gómez en triunfo, dándole mil bromas, y siendo su venida inesperada un motivo de general animación y contento durante muchas horas.

Estas escenas de la vida militar, aunque frecuentes, son indescriptibles.

Garmendia vino esa tarde a compartir mi pucherete, mi asado flaco y mi fariña, sabiendo ya por uno de los asistentes que el cabo Gómez había resucitado.

Garmendia tiene fibra de soldado y estaba infantilmente alegre del suceso; así fue que la primera cosa que me dijo al verme, fue:

-Conque el cabo Gómez no había muerto en Curupaití, ¡cuánto me alegro! ¿Y dónde está, llámelo, vamos a preguntarle cómo se escapó?

Contele entonces todo lo que acababa de referirme el cabo, pero como se empeñase en verle la cara, le hice venir.

Interrogado por Garmendia, repitió lo que ya sabemos, con algunos agregados, como por ejemplo, que la noche que estuvo oculto, él mismo se ligó las heridas, haciendo hilas y vendas de la ropa de un muerto.

Contonos también que estaba muy triste y avergonzado, porque en los primeros momentos del fuego, el día de Curupaití, el alférez Guevara le había pegado un bofetón, creyendo que estaba asustado y diciéndole:

-¡Eh!, haga fuego, déjese de mirar el oído del fusil.

Que él no había estado asustado ese día, que cuando el alférez le pegó, estaba limpiando la chimenea de su arma, que recién se asustó un poco cuando los paraguayos salieron de sus posiciones desnudando y matando, porque no tenía fuerzas para defenderse, y le dio miedo que lo ultimaran sin poder hacerles cara.

Y todo esto era dicho con una ingenuidad que cautivaba, dando la medida del temple de ese corazón de acero.

Garmendia gozaba como en el día de sus primeras revelaciones. Yo me sentía orgulloso de contar en mis filas un nene como aquél.

Confieso que le amaba.

Esa misma noche, y con motivo de las interminables preguntas de Garmendia, supe que Gómez había padecido en otro tiempo de alucinaciones.

Expliconos en su media lengua, lo mejor que pudo, que en Buenos Aires, siendo más joven, había tenido una querida. Que esta mujer le había sido infiel y que había estado preso por una puñalada que le diera.

Al recordarla, una especie de celaje sombrío envolvió su rostro, al mismo tiempo que cierta sonrisa tierna vagó por sus labios.

La curiosidad aumentaba el interés de este tipo, crudo, enérgico y fuerte, tan común en nuestro país.

Inquiriendo las causas que armaron el brazo de este Otelo correntino, sacamos en limpio que su querida no había faltado a los compromisos contraídos o a la fe jurada.

Que en sueños, mientras dormían juntos, la había visto en brazos de un rival, que él aborrecía mucho, que cuando se despertó, el hombre no estaba allí, pero que él lo veía patente; que lo hirió en el corazón, y que, a un grito de su querida, volvió en sí, despertándose del todo, y viendo recién que estaban los dos solos y que su cuchillo se había clavado en el pecho de su bien amada.

Este relato debe conservarse indeleble en la memoria de Garmendia, porque esa noche, después, me dijo varias veces que si no pensaba escribir aquello.

Yo entonces tenía mi espíritu en otra línea de tendencia y no lo hice nunca.

A no ser mi excursión a Tierra Adentro, la historia de Gómez queda inédita, en el archivo de mis recuerdos.

Creerán algunos que a medida que corre la pluma voy fraguando cosas imaginarias, por llenar papel y aumentar el efecto artificial de estas mal zurcidas cartas.

Y sin embargo todo es cierto.

Los abismos entre el mundo real y el mundo imaginario no son tan profundos.

La visión puede convertirse en una amable o en una espantosa realidad.

Las ideas son precursoras de hechos.

Hay más posibilidad de que lo que yo pienso sea que seguridad de que un acontecimiento cualquiera se repita.

Las viejas escuelas filosóficas discurrían al revés.

El pasado no prueba nada. Puede servir de ejemplo, de enseñanza no.

Pero me echo por esos trigales de la pedantería y temo perderme en ellos.

Gómez nos hizo pasar una noche amena.

Al día siguiente otras impresiones sirvieron de pasto a la conversación; sin duda alguna que nada hay tan fecundo para la cabeza y para el corazón como dos ejércitos que se acechan, que se tirotean y se cañonean desde que sale el sol hasta que se pone.

Gómez dejó de ocupar por algún tiempo la atención de Garmendia y la mía.

¡Qué persistencia de personalidad!

Una mañana, regresando a caballo a mi reducto, pasé como de costumbre por el campamento del viejo querido Mateo J. Martínez.

Jamás lo hacía sin recibir o dar alguna broma.

Este viejo en prospecto, para que no enfade, si desconoce su actualidad, tiene la facilidad difícil de hacerse querer de cuantos le tratan con intimidad.

Iba a decir, que al pasar por el alojamiento de don Mateo, supe por él que en mi batallón había tenido lugar un suceso desagradable.

-¿Ud. paseando, amigo, y en su reducto matando vivanderos?

-¡No embrome, viejo!

-¿Que no embrome? Vaya y verá.

Piqué el caballo y lleno de ansiedad y confusión partí al galope, llegando en un momento a mi reducto,

No tuve necesidad de interrogar a nadie. Un hombre maniatado que rugía como una fiera en la guardia de prevención me descorrió el velo de misterio.

- ¡Desaten ese hombre! -grité con inexplicable mezcla de coraje y tristeza

Y en el acto el hombre fue desatado, y los rugidos cesaron, oyéndose sólo:

-Quiero hablar con mi Comandante.

Vino el Comandante de campo, y en dos palabras me explicó lo acontecido.

-¡Han asesinado a un vivandero que estaba de visita en el rancho del alférez Guevara!

-¿Quién?

-El cabo Gómez.

-¿Y quién lo ha visto?

-Nadie, señor; pero se sospecha sea él, porque está ebrio, y murmura entre dientes: -Había jurado matarlo, ¡un botefón a mí!...

¡Me quedé aterrado!

Pasé el parte sin mentar a Gómez.

Y aquí termino hoy.

Lo que no tiene interés en sí mismo, puede llegar a picar la curiosidad del amigo y de los lectores, según el método que se siga al hacer la relación.

El cabo Gómez queda preso.

Presentimientos de la multitud. Un asesino sin saberlo. Deseos de salvarle. Averiguaciones. Un fiscal confuso. Juicios contradictorios. Agustín Mariño, auditor del Ejército Argentino. Consejo de guerra. Dudas. Sentencia del cabo Gómez. Se confirma la pena de muerte. Preparativos. La ejecución. Una aparición.

Un hombre había sido asesinado en pleno día, durante la luz meridiana, en un recinto estrecho, de cien varas cuadradas, en medio de cuatrocientos seres humanos, con ojos y oídos; el cadáver estaba ahí encharcado en su sangre humeante, sin que nadie le hubiera tocado aún cuando yo penetré en el reducto, y nadie, nadie, absolutamente nadie, podía decir, apoyándose en el testimonio inequívoco de sus sentidos: el asesino es fulano.

Y sin embargo, todo el mundo tenía el presentimiento de que había sido el cabo Gómez y algunos lo afirmaban, sin atreverse a jurar que lo fuera.

¡Qué extraño y profético instinto el de las multitudes!

Inmediatamente que pasé el parte, que se redujo a dar cuenta del hecho y a pedir permiso para levantar una sumaria, traté de averiguar lo acontecido.

Cuando vino la contestación correspondiente, yo estaba convencido ya de que el asesino era el cabo Gómez.

El hombre que viendo al extranjero amenazar su tierra marcha cantando a las fronteras de la Patria; que cruza ríos y montañas, que no le detienen murallas, ni cañones, que todo lo sacrifica, tiempo, voluntad, afecciones, y hasta la misma vida, que si se le grita ¡arriba! se levanta, ¡adelante! marcha, ¡muere ahí!, ahí muere, en el momento quizá más dulce de la existencia, cuando acaba de recibir tiernas cartas, de su madre y de su prometida que esperanzadas en la bondad inmensa de Dios, le hablan del pronto regreso al hogar, ¿ese hombre no merece que en un instante solemne de la vida se haga algo por él?

Eso hice yo. Y para que no me quedase la menor duda de que el asesino era el indicado, le hice comparecer ante mí, e interrogándole con esa autoridad paternal y despótica del jefe, me hice la ilusión de arrancarle sin dificultad el terrible secreto.

El cabo estaba aún bajo la influencia deletérea del alcohol; pero bastante fresco para contestar con precisión a todas mis preguntas.

-Gómez -le dije afectuosamente-, quiero salvarte, pero para conseguirlo necesito saber si eres tú el que ha muerto al hombre ese que estaba de visita en el rancho del alférez Guevara.

El cabo no respondió, clavándose sus ojos en los míos y haciendo un gesto de esos que dicen: Dejadme meditar y recordar.

Dile tiempo, y cuando me pareció que el recuerdo le asaltaba, proseguí:

-Vamos, hijo, dime la verdad.

-Mi Comandante -repuso con el aire y el tono de la más perfecta ingenuidad-, yo no he muerto ese hombre.

-Cabo -agregué, fingiendo enojo-, ¿por qué me engañas?, ¿a mí me mientes?

-No, mi Comandante.

-Júralo, por Dios.

-Lo juro, mi Comandante,

Esta escena pasaba lejos de todo testigo. La última contestación del cabo me dejó sin réplica y caí en meditación, apoyando mi nublada frente en la mano izquierda como pidiéndole una idea.

No se me ocurrió nada.

Le ordené al cabo que se retirara.

Hizo la venia, dio media vuelta y salió de mi presencia, sin haber cambiado el gesto que hizo cuando le dirigí mi primera pregunta.

A pocos pasos de allí le esperaban dos custodias que lo volvieron a la guardia de prevención.

Yo llamé un ayudante y dicté una orden, para que el alférez D. Juan Álvarez Río procediese sin dilación a levantar la sumaria debida.

Álvarez era el fiscal menos aparente para descubrir o probar lo acaecido; por eso me fijé en él. No porque fuera negado, al contrario, sino porque es uno de esos hombres de imaginación impresionable, inclinados a creer en todo lo que reviste caracteres extraordinarios o maravillosos.

A pesar del juramento del cabo yo tenía mis dudas, y estaba resuelto a salvarle aunque resultasen vehementes indicios contra él de lo que Álvarez inquiriese.

Volví, pues, a tomar nuevas averiguaciones con el doble objeto de saber la verdad y de mistificar la imaginación de Álvarez, previniendo mañosamente el ánimo de algunos.

Por su parte, Álvarez se puso en el acto en juego, no habiéndoselas visto jamás más gordas.

Empezó por el reconocimiento médico del cadáver, registro, etc., y luego que se llenaron las primeras formalidades, vino a mí para hacerme saber que en los bolsillos del muerto se había hallado algún dinero, creo que doce libras esterlinas, y consultarme qué haría con ellas.

Díjele lo que debía hacer, y así como quien no quiere la cosa, agregué: -¿No le decía a Ud. que Gómez no podía ser el asesino? ; se habría robado el dinero.

Esta vulgaridad surtió todo el efecto deseado, porque Álvarez me contestó: -Eso es lo que yo digo, aquí hay algo.

Más tarde volvió a decirme que se había encontrado un cuchillo ensangrentado cerca del lugar del crimen; pero que habiendo muchos iguales no se podía saber si era el del cabo Gómez o no; que después lo sabría y me lo diría, porque era claro que si Gómez tenía el suyo, el asesino no podía ser él.

Aunque era cierto que la desaparición del cuchillo de Gómez podría probar algo, también podría no probar nada. Era, sin embargo, mejor que resultase que el cabo tenía el suyo.

Otro cabo, Irrazábal, hombre de toda mi confianza, que había sido mi asistente mucho tiempo, fue de quien me valí para saber si Gómez tenía o no su cuchillo.

Irrazábal estaba de guardia, de manera que no tardé en salir de mi curiosidad.

Gómez tenía su cuchillo, y en la cintura nada menos.

Quedeme perplejo al saberlo.

Voy a pasar por alto una infinidad de detalles. Sería cosa de nunca acabar.

Álvarez siguió fiscalizando los hechos, enredándose más a medida que tomaba nuevas declaraciones; lo que sobre todo acabó de hacerle perder su latín, fue la declaración de Gómez, que negó rotundamente haber asesinado a nadie.

Unas cuantas manchas de sangre que tenía en la manga de la camisa, cerca del puño, dijo que debían ser de la carneada.

Efectivamente, esa mañana había estado en el matadero del ejército, con un pelotón de su compañía que salió de fajina.

Y para mayor confusión, resulta que se había dado un pequeño tajo en el pulgar de la mano izquierda, con el cuchillo de otro soldado.

No obstante, la conciencia del batallón -sin que nadie hubiese afirmado terminantemente cosa alguna contra Gómez- seguía siendo la conciencia del primer momento: Gómez es el asesino.

Al fin, acabó por haber dos partidos: uno de los oficiales y de los soldados más letrados; otro de los menos avisados, que era el partido de la gran mayoría.

La minoría sostenía que Gómez no era el asesino del vivandero, y hasta llegó a susurrarse que éste y el alférez Guevara habían tenido una disputa muy acalorada, insinuando otros con malicia que Guevara le debía mucho dinero.

Álvarez estaba desesperado de tanta versión y opinión contradictoria, y sobre todo, lo que más le trabucaba era la opinión mía, favorable en todas las emergencias que sobrevenían a la causa de Gómez.

Los oficiales más diablos le tenían aterrado zumbándole al oído que sería severamente castigado si nada probaba, y con mucha más razón si sin pruebas ponía una vista contra Gómez.

El pobre alférez iba y venía en busca de mi inspiración y salía siempre cabizbajo con esta reflexión mía:

-¡Cuántas veces no pagan justos por pecadores!

Como era natural, la sumaria no tardó en estar lista. En campaña el término es limitadísimo para estos procedimientos.

Fue elevada, y sobre la marcha se ordenó que el cabo Gómez fuera juzgado en Consejo de Guerra ordinario.

El auditor del Ejército, joven español lleno de corazón y de talento, que sirvió como un bravo, que luchó como un hombre templado a la antigua, contra el cólera dos veces, contra la fiebre intermitente, contra todas las demás plagas del Paraguay, y que ha muerto en el olvido, que así suele pagar la patria la abnegación, era mi particular amigo; yo le había colocado al lado del General Emilio Mitre cuando dejé de ser su secretario militar.

Por él supe lo que contenía la causa de Gómez, que Álvarez, a pesar de su notoria inhabilidad, algo había descubierto, que arrojaba sospechas de que Gómez era el verdadero autor del crimen.

Nombrado el consejo y prevenido yo por Mariño procuré con el mayor empeño hacer atmósfera en pro de mi protegido, viendo a los vocales, conversándoles del suceso y diciéndoles qué clase de hombre era el acusado, sus servicios, su valor heroico y el amor que por esas razones le tenía.

Reuniose el consejo el día y hora indicado, y Gómez fue llevado ante él, con todas las formalidades y aparato militar, que son imponentes.

La opinión del batallón se había hecho mientras tanto unánime contra Gómez. Sólo había disputas sobre su suerte. Los unos creían que sería fusilado; los otros que no, que sería recargado, porque el General en jefe, en presencia de sus méritos y servicios, que yo haría constar, le conmutaría la pena, dado el caso que el consejo le sentenciara a muerte.

Yo era el único que no tenía opinión fija.

Parecíame a veces que Gómez era el asesino, otras dudaba, y lo único que sabía positivamente era que no omitiría esfuerzo por salvarle la vida.

A fin de no perder tiempo, asistí como espectador al juicio, mas viendo que el ánimo de algunos era contrario a mi ahijado, me disgusté sobremanera y me volví a mi campo sumamente contrariado.

Se leyó la causa, y cuando llegó el momento de votar, el consejo se encontró atado. En conciencia, ninguno de los vocales se atrevía a fallar condenando o absolviendo.

Entonces, guiado el consejo por un sentimiento de rectitud y de justicia, hizo una cosa indebida.

Remitieron los autos y resolvieron esperar. Y volviendo éstos sin tardanza, el Consejo Ordinario se convirtió en Consejo de Guerra verbal, teniendo el acusado que contestar a una porción de preguntas sugestivas, cuyo resultado fue la condenación del cabo.

Los que presenciaron el interrogatorio, me dijeron que el valiente de Curupaití no desmintió un minuto siquiera su serenidad, que a todas las preguntas contestó con aplomo.

Antes de que el cabo estuviera de regreso del consejo, ya sabía yo cuál había sido su suerte en él.

Púseme en movimiento, pero fue en vano. Nada conseguí. El superior confirmó la sentencia del consejo, y al día siguiente en la Orden General del Ejército salió la orden terrible mandando que Gómez fuera pasado por las armas al frente de su batallón, con todas las formalidades de estilo.

No había que discutir ni que pensar en otra cosa, sino en los últimos momentos de aquel valiente infortunado.

¡La clemencia es caprichosa!

Los preparativos consistieron en ponerle en capilla y en hacer llamar al confesor.

Todos habían acusado a Gómez y todos sentían su muerte.

El cabo oyó leer su sentencia, sin pestañear, cayendo después en una especie de letargo. Yo me acerqué varias veces a la carpa en que se le había confinado, hablé en voz alta con el centinela y no conseguí que levantara la cabeza.

El confesor llegó; era el padre Lima.

Gómez era cristiano y le recibió con esa resignación consoladora que en la hora angustiosa de la muerte da valor.

El padre estuvo un largo rato con el reo, y dejándole otro solo como para que replegase su alma sobre sí misma, vino donde yo estaba encantado de la grandeza de aquel humilde soldado.

Quise preguntarle si le había confesado algo del crimen que se le imputaba, y me detuve ante esa interrogación tremenda, por un movimiento propio y una admonición discreta del sacerdote, que sin duda conoció mi intención y me dijo: -Queda preparándose.

Yo pasé la noche en vela junto con el padre. Él por sus deberes, y yo por mi dolor, que era intenso, verdadero, imponderable; no podíamos dormir.

Quería y no quería hablar por última vez con el cabo.

Me decidí a hacerlo.

¡Pobre Gómez! Cuando me vio entrar agachándome en la carpa, intentó incorporarse y saludarme militarmente. Era imposible por la estrechez.

-No te muevas, hijo -le dije.

Permaneció inmóvil.

-Mi Comandante -murmuró.

Al oír aquel mi Comandante, me pareció escuchar este reproche amargo: -Ud. me deja fusilar.

-He hecho todo lo posible por salvarte, hijo.

-Ya lo sé, mi Comandante -repuso, y sus ojos se arrasaron en lágrimas, y los míos también, abrazándonos.

Dominando mi emoción le pregunté:

-¿Cómo hiciste eso?

-Borracho, mi Comandante.

-¿Y cómo me lo negaste el primer día?

-Ud. me preguntó por un vivandero, y yo creía haber muerto al alférez Guevara.

-¿Esa fue tu intención?

-Sí, mi Comandante; me había dado un bofetón el día del asalto de Curupaití, sin razón alguna.

-¿Y qué has confesado en el Consejo?

-Mi Comandante, no lo sé. Yo he creído que el muerto era el alférez. Me han preguntado tantas cosas que me he perdido.

Salí de allí...

Hablé con el padre y le rogué le preguntara a Gómez qué quería.

Contestó que nada.

Le hice preguntar si no tenía nada que encargarme, que con mucho gusto lo haría.

Contestó, que cuando viniese el Comisario, le recogiese sus sueldos: que le pagase un peso que le debía al sargento primero de su compañía y que el resto se lo mandara a su hermana, que vivía en la Esquina, villorrio de Corrientes rayano de Entre Ríos.

Pasó la noche tristemente y con lentitud.

El día amaneció hermoso, el batallón sombrío.

Nadie hablaba. Todos se aprestaban en sepulcral silencio para las ocho. Era la hora funesta y fatal.

La orden, que yo presidiera la ejecución.

No lo hice, porque no podía hacerlo. Estaba enfermo.

Mi segundo salió con el batallón y mandó el cuadro.

Yo me quedé en mi carreta. La caja batía marcha lúgubremente.

Yo me tapé los oídos con entrambas manos.

No quería oír la fatídica detonación.

Después me refirieron cómo murió Gómez.

Desfiló marcialmente por delante del batallón repitiendo el rezo del sacerdote.

Se arrodilló delante de la bandera, que no flameaba sin duda de tristeza. Le leyeron la sentencia, y dirigiéndose con aire sombrío a sus camaradas, dijo con voz firme, cuyo eco repercutió con amargura:

-¡Compañeros: así paga la Patria a los que saben morir por ella! Textuales palabras, oídas por infinitos testigos que no me desmentirán. Quisieron vendarle los ojos y no quiso.

Se hincó... -Un resplandor brilló... los fusiles que apuntaron... oyose un solo estampido... Gómez había pasado al otro mundo.

El batallón volvió a sus cuadras y los demás piquetes del ejército a las suyas, impresionados con el terrible ejemplo, pero llorando todos al cabo Gómez.

A los pocos días yo tuve una aparición. Decididamente hay vidas inmortales.

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