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El palmar de Yataití. Sepulcro de un soldado. Su memoria. Sus últimos deseos cumplidos. El rancho del General Gelly y lo que allí pasó. Resurrección. Visión realizada. Fanatismo.

A inmediaciones de mi reducto estaba el palmar de Yataití, donde tantos y tan honrosos combates para las armas argentinas tuvieron lugar.

Allí fue enterrado el cabo Gómez, y sobre su sepulcro mandé colocar una tosca cruz de pino con esta inscripción:

«Manuel Gómez, cabo del 12 de línea».

Durante algunas horas, su memoria ocupó tristemente la imaginación de mis buenos soldados. Y, poco a poco, el olvido, el dulce olvido fue borrando las impresiones luctuosas de ese día. Al siguiente, si su nombre volvió a ser mentado, no fue ya a impulsos del dolor sufrido.

Así es la vida, y así es la humanidad. Todo pasa, felizmente, en una sucesión constante, pero interrumpida, de emociones tiernas o desagradables, profundas y superficiales. Ni el amor, ni el odio, ni el dolor, ni la alegría absorben por completo la existencia de ningún mortal. Sólo Dios es imperecedero.

La muchedumbre olvidó luego, como ves, el trágico fin del cabo.

Yo me dispuse a cumplir sus últimas voluntades.

Llamé al sargento primero de la compañía de Granaderos, y con esa preocupación fanática que nos hace cumplir estrictamente los caprichos póstumos de los muertos queridos, le pagué el peso que le debía el cabo.

Confieso que después de hacerlo, sentía un consuelo inefable.

¡Cuesta tanto a veces cumplir las pequeñeces!

Es por eso que el hombre debe ser observado y juzgado por sus obras chicas, no por sus obras grandes.

En el cumplimiento de las últimas, está interesado generalmente el honor o el crédito, el amor propio o el orgullo, el egoísmo o la ambición.

En el cumplimiento de las primeras no influye ninguno de esos poderosos resortes del alma humana, sino la conciencia.

Cancelada la deuda con el sargento, me quedaba por hacer la remisión prometida de los haberes devengados de Gómez a la Esquina.

Esperar el Comisario era un sueño. ¿Cuándo vendría éste? Y si venía, ¿estaría yo vivo, ¿Me entregaría, sobre todo, los sueldos del cabo? ¿El Estado no es el heredero infalible de nuestros soldados muertos en el campo de batalla, por él mismo, o por la libertad de la Patria, o por su honor ultrajado?

¿No es esa la consecuencia del odioso e imperfecto sistema administrativo militar que tenemos?

Gómez no era un soldado antiguo en mi batallón. Reservándome, pues, ver si recogía sus sueldos de Guardia Nacional, resolví mandarle a su hermana los seis u ocho que se le debían como soldado de línea.

Simbad, el corresponsal del Standard, a la sazón en el teatro de la guerra, era vecino de la Esquina y mi antiguo amigo.

Debo a él la iniciación en un mundo nuevo, la lectura del Cosmos, ese monumento imperecedero de la sapiencia del siglo XIX.

De Simbad iba a velarme para remitir a su destino la pequeña herencia.

Habrían pasado cincuenta y dos horas desde el instante en que el cabo Gómez, según dejo relatado, recibió en su pecho intrépido las balas de sus propios compañeros en cumplimiento de una orden y del más terrible de los deberes.

Yo había ido de mi reducto, según costumbre que tenía, al alojamiento del jefe de Estado Mayor.

Tenía éste dos puertas. Una que daba al naciente y otra al poniente. La última estaba abierta. El General Gelly escribía con una pausa metódica, que le es peculiar, en una mesita, cuya colocación variaba según las horas y la puerta por donde entraba el sol. Esta vez se hallaba colocada cerca de la puerta abierta. Yo estaba sentado en una silla de baqueta paraguaya, dándole la espalda.

¿En qué pensaba?

Probablemente, Santiago amigo, en lo mismo que aquel tipo de comedia de San Luis, que te ponderaba un día las delicias de su estancia.

-Aquí me lo paso, te decía cierta hermosa tarde de primavera desde el corredor, que dominaba una vasta campiña, pensando... pensando...

Y tú, interrumpiéndole, con tu sorna característica: -En qué... en qué...

Y el pobre hombre contestaba: -En nada... en nada...

El General era distraído de su escritura a cada paso, por oficiales que se presentaban con distintas solicitudes, dirigiéndole la palabra desde el dintel de la puerta.

Yo seguía pensando...

En el instante en que mi pensamiento se perdía, qué sé yo en qué nebulosa, un eco del otro mundo, con tonada correntina, resonó en mis oídos.

-Aquí te vengo a ver, V. E., para que...

Mi sangre se heló, mi respiración se interrumpió... quise dar vuelta, ¡imposible!

-Estoy ocupado -murmuró el General, y el ruido del rasguear de su pluma que no se interrumpió, produjo en mi cabeza un efecto nervioso semejante al que produce el rechinar estridoroso de los dientes de un moribundo.

-Háceme, ché, V. E., el favor...

-Estoy ocupado -repitió el General.

Yo sentí algo como cuando en sueños se nos figura que una fuerza invisible nos eleva de los cabellos hasta las alturas en que se ciernen las águilas.

Debía estar pálido, como la cera más blanca.

El General Gelly fijó casualmente su mirada en mí, y al ver la emoción misteriosa de que era presa, preguntome con inquietud:

-¿Qué tiene Ud.?

No contesté... Pero oí... El vértigo iba pasando ya.

El General estaba confuso. Yo debía parecer muerto y no enfermo.

-¡Mansilla! -dijo.

-General -repuse, y haciendo un esfuerzo supremo, di vuelta la cabeza y miré a la puerta.

Si hubiese sido mujer, habría lanzado un grito y me hubiera desmayado.

Mis labios callaron, pero como suspendido por un resorte y a la manera de esos maniquíes mortuorios que se levantan en las tablas de la escena teatral, fuime levantando poco a poco de la silla y como queriendo retroceder.

-Ché, V. E., hacé vos el favor -volvió a oírse.

El General Gelly se puso de pie, y dirigiéndose a la voz que venía de la puerta, contestó:

-¿Qué quieres?

Yo sentí un sudor frío por mi frente, y llevando mi mano a ella y como queriendo condensar todas mis ideas y recuerdos o hacerlos converger a un solo foco, miré al General y exclamé con pavor:

-¡El cabo Gómez!

Efectivamente, el cabo Gómez estaba ahí, en la puerta del rancho del General, con el mismo rostro que tenía la noche que le vi por última vez.

Sólo su traje había variado. No revestía ya el uniforme militar, sino un traje talar negro.

Mis ojos estuvieron fijos en él un instante, que me pareció una eternidad.

El General Gelly volvió a repetir:

-Vamos, ¿qué quieres? -Y dirigiéndose a mí: -¿Está usted enfermo?

La aparición contestó:

-Quiero que me dejes velar la crucecita de mi hermano.

-¿La crucecita de tu hermano? -repuso el General, con aire de no entender bien.

-Sí, pues, Manuel Gómez, que ya murió...

Y esto diciendo, echó a llorar, enjugando sus lágrimas con la punt del pañuelo negro que cubría sus hombros.

Mientras se cambiaron esas palabras, yo volví en mí.

-¿Y dónde está la crucecita de tu hermano? -dijo el General.

-En el cementerio de la Legión Paraguaya.

Entonces, tomando yo la palabra, como aquella desdichada mujer no podía dejar de interesarme, le dije:

-No, estás equivocada, la cruz de Gómez no está ahí.

-Yo sé -murmuró.

Queriendo convencerla, le dije:

-Yo soy el jefe del 12 de línea, que era el cuerpo de tu hermano.

-Yo sé -murmuró, retrocediendo con marcada impresión de espanto.

-Yo tengo los sueldos de tu hermano para ti, ven a mi batallón, que está en el reducto de la derecha, te los daré y te haré enseñar dónde está su cruz.

-Yo sé -murmuró.

Un largo diálogo se siguió. Yo pugnando porque la mujer fuera a mi reducto para darle los sueldos de su hermano e indicarle el sitio de su sepultura, y ella aferrada en que no, contestando sólo: Yo sé.

El General Gelly, picado por la curiosidad de aquel carácter tan tenaz, al parecer, la hizo varias preguntas:

-¿De dónde vienes?

-De la Esquina.

-¿Cuándo saliste de allí?

-Antes de ayer.

-¿Dónde supiste la muerte de tu hermano?

-En ninguna parte.

-¡Cómo en ninguna parte!

-En ninguna parte, pues.

-Te la han dado en Itapirú, o aquí en el campamento?

-En ninguna parte.

-¿Y entonces, cómo la has sabido?

La hermana de Gómez refirió entonces, con sencillez, que en sueños había visto a su hermano que lo llevaban a fusilar; que como sus sueños siempre le salían ciertos, había creído en la muerte de aquel, y que tomando el primer vapor que pasó por la Esquina, se había venido a velar su crucecita, que estaba en el cementerio de los paraguayos, idea que era fija en ella.

A las interpelaciones del General Gelly siguieron las mías.

El sueño de la hermana de Gómez había tenido lugar, precisamente en el momento en que éste estaba en capilla, recibiendo los auxilios espirituales.

Un hilo invisible y magnético une la existencia de los seres amantes que viven confundidos por los vínculos tiernísimos del corazón.

Y como ha dicho un gran poeta inglés: Hay más cosas en el cielo y en la tierra de las que ha soñado la filosofía.

Empeñeme con la mujer cuanto pude, a fin de que fuera a mi reducto, intentando seducirla con el halago de los sueldos de su hermano.

¡Fue en vano!

El General la despidió, diciéndole que podía velar la crucecita de su hermano.

Y después de cambiar algunas palabras conmigo sobre aquel extraño sueño realizado, filosofando sobre la vida y la muerte, a mis solas me volví a mi campo.

Mandé llamar a Garmendia en el acto, y le relaté todo lo sucedido.

Despachamos en seguida emisarios en busca de la hermana de Gómez.

Halláronla, pero fue inútil luchar contra su inquebrantable resolución de no verme, y menos convencerla de que la crucecita de su hermano no estaba en el cementerio que ella decía.

Esa noche hubo un velorio al que asistieron muchos soldados y mujeres de mi batallón prevenidos por mí.

Por ellos supe que la hermana de Gómez, siendo yo el jefe del 12, me achacaba a mí su muerte, y, asimismo, que en la Esquina tenía algunos medios de vivir, confirmando todos, por supuesto, que la noticia del fusilamiento se la dio Dios en sueños.

Al día siguiente del velorio la Mujer desapareció del ejército, sin que nadie pudiera darme de ella razón.

El único mérito que tiene este cuento de fogón, que aquí concluye, es ser cierto.

No todas las historias pueden reivindicar ese crédito.

¿Si será verdad que el público no se ha dormido leyéndolo?

A los del fogón les pasaron distintas cosas.

Cuando yo terminé, unos roncaban, otros (la mayor parte) dormían.

Se oían sonar los cencerros de las tropillas; la luna despedía ya alguna claridad.

-¡A caballo, cordobeses! -grité-, ¡se acabaron los cuentos!

Y todo el mundo se puso en movimiento, y un cuarto de hora después rumbeábamos en dirección a un oasis denominado Monte de la Vieja.

¡Buenas noches!, por no decir buenos días, o salud, lector paciente.

La Alegre. En qué rumbo salimos. ¿Los viajes son un placer? Por qué se viaja. Monte de la Vieja. El alpataco. El Zorro Colgado. Pollo-helo. Us-helo. Qué es aplastarse un caballo. Coli-Mula. La trasnochada. Precauciones.

La Alegre es una laguna de agua dulce, permanente, cuyo nombre le cuadra muy bien, como que está situada en un accidente del terreno de cierta elevación, circunvalada de médanos y arbustos, que suministran una excelente leña, y de abundante pasto.

Las cabalgaduras se dieron allí una buena panzada, que no se les indigestó. ¡Ojalá que a ti y al lector les sucediera lo mismo con el cuento del cabo Gómez! Si sucediese lo contrario, me vería en el caso de suprimir otros que deben venir a su tiempo.

Nos pusimos en marcha.

El rumbo, sur recto, o reuto, como dicen los paisanos.

El camino, o mejor dicho, la rastrillada, cruzaba por un campo lleno de chañaritos espinosos. La luna estaba en su descenso, el cielo nublado, la noche obscura, de modo que no pudiendo ver con facilidad los objetos, a cada paso rehuía el caballo la senda por no espinarse, espinándose el jinete y evitando el culebreo del animal que nos durmiéramos profundamente.

Todos los que viajan ponderan alguna maravilla, la que más ha llamado su atención, o tienen alguna anécdota favorita, algo que contar, en suma, aunque más no sea que han estado en París, barniz que no a todos se les conoce.

¿Dirás que no es cierto?

En lo que suelen estar divididas las opiniones de los tourist, y desde luego las opiniones de los que no han viajado, que es más fácil coincidir en pareceres cuando se conocen prácticamente las cosas, es sobre el capítulo: placer de los viajes.

Ni todos viajan del mismo modo, ni por las mismas razones, ni con el mismo resultado.

Se viaja por gastar el dinero, adquirir un porte y un aire chic, comer y beber bien.

Se viaja por lucir la mujer propia, y a veces la ajena.

Se viaja por instruirse.

Se viaja por hacerse notable.

Se viaja por economía.

Se viaja por huir de los acreedores.

Se viaja por olvidar.

Se viaja por no saber qué hacer.

Vamos, sería inacabable el enumerar todos los motivos por qué se viaja; como sería inacabable decir para qué se viaja.

No olvidemos que estas dos proposiciones, aunque son muy parecidas, gramaticalmente no significan lo mismo. Ambas significan causa o fin: pero para responde más que por a la idea de afecto.

Por ejemplo:

¿No es común ir a Europa por instruirse para olvidar lo poco que se ha aprendido en la tierra?

¿No suele suceder hacer un viaje por curarse para morir en el camino?

Ir por lana para salir trasquilado.

Madame de Stäel dice, que viajar es, digan lo que quieran, un placer tristísimo.

Sea de esto lo que fuere, yo digo que viajando por los campos, en noche clara u obscura, es un placer dormir.

Por mi parte, al tranco, al trote o al galope, yo duermo perfectamente. Y no sólo duermo sino que sueño.

¡Cuántas veces un amigo que tengo en Córdoba, Eloy Avila, no sorprendió mis sueños, y yendo a la par mía, no me alzó el rebenque!

Sea de esto lo que fuere, el hecho es que el camino de la Laguna Alegre al Monte de la Vieja, no permitiendo dormir a gusto por el inconveniente de los arbustos, me pareció poco divertido.

Por fortuna, el terreno era mejor que el de la primera etapa. El guadal no nos amenazaba a cada paso, las mulas cargueras no caían y levantaban acá y acullá como antes de llegar a la Alegre.

Serían las tres y media de la mañana cuando llegamos al Monte de la Vieja.

Amanecía muy tarde, así fue que resolví pasar allí otro rato.

¡Desensillar y a la leña!, fue el grito de orden.

El fogón volvió a arder con8 una rapidez maravillosa.

Uno de los talentos del gaucho argentino consiste en la prontitud con que halla leña y en la asombrosa facilidad con que hace fuego.

Ellos hallan leña donde ningún otro la ve, y hacen fuego en el agua

Y a propósito de leña que no se ve, ¿conoces, Santiago, lo que es el algarrobo alpataco?

Es un arbustito, muy pequeño, cuyo desarrollo se hace subterráneamente, echando raíces gruesísimas, que aunque estén verdes, tienen tanta resina que arden como sebo.

Tú conoces el chañar. Pues así es el alpataco.

En los campos al sur de Río Cuarto, particularmente en los de Sampacho, y en algunos al sur del Río Quinto, abunda este arbustito, que más bien parece un algarrobo común naciente.

El ojo necesita estar ejercitado para distinguir el uno del otro.

¡Se puso un asado!

Mientras se hacía, habiendo calentado agua en un verbo, se cebaba mate y se daban sendas cabeceadas.

En este fogón no hubo cuentos. Hubo hambre y sueño y algunas órdenes para en cuanto amaneciera.

Cominos, dormimos, y cuando... iba a decir gorjeaban las avecillas del monte...

¡Pero qué, si en la Pampa no hay avecillas! -por casualidad se ven pájaros, tal cual carancho. Las aves, excepto las acuáticas, buscan la inmediación de los poblados.

Y luego, el Monte de la Vieja no es más que un pequeño grupo de árboles, no muy viejos, bajo cuyo destruido ramaje apenas pueden guarecerse unas cuantas personas.

La luz crepuscular venía anunciando el día en el momento en que, cumpliendo mis órdenes, se pusieron en juego todos los asistentes al llamado de Camilo Arias, un hombre de toda mi confianza, alférez de Guardia Nacional del Río Cuarto, cuya pintura no faltará ocasión de hacer.

Era completamente de día cuando dejábamos el Monte de la Vieja, dirigiéndonos a otro paraje, donde debía haber leña y agua sobre todo.

El rumbo era sur arriba, o sur con algunos grados de inclinación al oeste.

La noche había estado templada, así fue que la mañana no presentó ninguno de esos fenómenos meteorológicos que suele ofrecer la Pampa, cuando después de un rocío abundante o de una fuerte helada sale el sol caliente.

Marchábamos.

El terreno presenta pocos accidentes; cañadas y cañadones, que se van encadenando, montecitos de pequeños arbustos quemados aquí, creciendo o retoñando allí; salitrales que engañan a la distancia, con su superficie plateada como la del agua.

El objetivo a que me dirigía era el Zorro Colgado.

Por qué se llamaba así este lugar, es echarse a nadar buscando un objeto perdido. Probablemente el primer cristiano que llegó allí halló un zorro colgado por los indios en algún árbol.

Seis leguas representan, no andando con apuro, dos horas y media de camino; contemplando las cabalgaduras, como es debido en las correrías lejanas, un poco más.

Cuando llegamos al Zorro Colgado serían las diez de la mañana.

El campo recorrido es muy solo. No tiene bichos o aves, como le llaman los paisanos a los venados, peludos, mulitas, guanacos, etc.

El zorro colgado no estaba, por supuesto.

Aquel punto es un grupito de árboles, chañares viejos, más altos que corpulentos. Tiene una aguadita que se seca cuando el año no es lluvioso.

Allí paramos un rato, lo bastante para que las bestias de carga que se habían quedado atrás llegaran, y después de haber bebido bien seguimos caminando en el mismo rumbo, hasta llegar a Pollo-helo, que quiere decir, en lengua ranquelina, Laguna del Pollo, y cuya pronunciación debe hacerse nasal o gangosamente, verbigracia, como si la palabra estuviese escrita así y debieran sonar todas las letras: Pollonguelo.

Aquí variamos de rumbo un poco buscando el sur recto, y así seguimos como legua y media por un campo muy guadaloso y pesado, en el que caímos y levantamos varias veces, lo mismo que las mulas de carga, hasta llegar a Us-helo, donde hay otro grupo de árboles, una aguada semejante a la anterior y una lagunita de agua salobre, pero potable no habiendo seca.

Las cabalgaduras se habían aplastado algo con la legua y media de guadal.

Aplastarse es un término del país, que vale más que fatigarse y menos que cansarse, cuando se quiere expresar el estado de un caballo.

Hicimos alto, se hizo fuego, se hizo cama para una siesta, se descansó, se tomó mate, se durmió y a las cansadas llegaron las mulas de carga, que habiendo caído en una cañada mojaron las petacas de los padres franciscanos.

Serían las tres cuando nos movimos de aquí en dirección a Coli-Mula, que de la etapa anterior queda en rumbo sur.

Este trayecto es más variado que los demás; el terreno se quiebra acá y allá en grandes bajíos salitrosos y en grupos considerables de arbustos crecidos.

En un inmenso pajonal sembrado de grandes árboles diseminados, pillamos un caballo que hacía pocos días andaba por allí, pues no estaba alzado aún.

Cuando llegamos a Coli-Mula, que quiere decir mula colorada, habíamos andado tres leguas.

No sé por qué se llama así ese paraje. No hay árboles. Es una linda lagunita circular, de agua excelente y abundante que dura mucho.

Resolví descansar allí hasta las nueve de la noche, y adelantar dos hombres.

El cielo comenzaba a fruncir el ceño, una barra negra se dibujaba en el horizonte hacia el lado del poniente, el sol brillaba poco.

Íbamos a tener viento o agua.

Llamé al cabo Guzmán, magnífico tipo criollo, y al indio Angelito, escribí algunas cartas, les di mis instrucciones y los despaché, después de asegurarme de que habían entendido bien.

Llevaban encargo especial de llegar a las tolderías del cacique Ramón, que son las primeras, y de decirle que pasaría de largo por ellas, no sabiendo si al cacique Mariano le parecería bien que visitase primero a uno de sus subalternos, y que al regreso lo haría.

Partieron los chasquis.

Mientras yo tomaba las antedichas disposiciones, otros se ocupaban en hacer un buen fogón, preparándonos para la trasnochada.

Los chasquis no se habían perdido de vista aún, cuando frescas y recias ráfagas de viento comenzaron a augurar la inevitable proximidad de la tormenta.

El cielo se puso negro.

La experiencia nos dijo que debíamos renunciar al fogón y al asado y prepararnos para una noche toledana por no decir pampeana.

El viento arreció, gruesas gotas de agua comenzaron a caer, la noche avanzaba, o mejor dicho, se anticipaba con rapidez.

Pronto estuvimos envueltos en una completa obscuridad.

Llovía a cántaros, silbaba el viento, eléctricos fulgores resplandecían en el cielo a distancias inconmensurables, haciendo llegar hasta nuestros oídos el ruido sordo del rayo.

Las tropillas se habían agrupado, daban las ancas al viento y permanecían inmóviles.

Cada cual se había acurrucado lo mejor posible, y con maña procuraba mojarse lo menos posible.

No teníamos siquiera dónde hacer espalda, ni era posible conversar, porque el ruido de la lluvia, que caía a torrentes, ahogaba las palabras que salían de abajo de los ponchos o capotes con que estábamos cubiertos hasta la cabeza.

Durante dos horas llovió sin cesar, cayendo el agua a plomo.

Cuando las intermitencias del aguacero lo permitían, yo cambiaba algunas palabras con Camilo Arias, que estaba casi pegado a mi lado.

En una de esas pláticas diluvianas, le dije así:

-Puede ser que los indios me maten, es difícil; pero no lo es que quieran retenerme, con la ilusión de un gran rescate. En este caso es preciso que el General Arredondo lo sepa sin demora. Prevén a los muchachos -eran éstos cinco hombres especiales-, mis baquianos de confianza.

Será señal de que ando mal, que no tenga en el cuello este pañuelo.

Era un pañuelo de seda de la India colorado, que siempre uso en el campo debajo del sombrero por el sol y la tierra.

Puede, sin embargo, suceder que tenga que regalar el pañuelo. En este caso la señal será que me vean con la pera trenzada.

No comuniques esto más que a los muchachos. Y cuando lleguemos a las tolderías no te acerques a hablar conmigo jamás. Sírvete de un intermediario.

Camilo es como un árabe, habla poco; sabe que la palabra es plata y el silencio oro; contestó sólo:

-Está bien, señor.

Y yo me quedé seguro de que me había entendido y rumiando: algún mosquetero llegará a Londres y hablará con Buckingham.

Ya verás después qué caso extraordinario sucedió con mi pera. (Te prevengo que estoy hablando de la barba).

Y como sigue lloviendo y estoy mojado hasta la camisa, me despido hasta mañana.

No es posible seguir la marcha. Civilización y barbarie. En qué consiste la primera. Reflexiones sobre este tópico. En marcha. Manera de cambiar de perspectiva sin salir de un mismo lugar. Asombroso adelanto de estas tierras. Ralicó. Tremencó. Médano del Cuero. El Cuero. Sus campos.

El hombre propone y Dios dispone.

Fue imposible seguir la marcha a las nueve.

La lluvia cesó a las cuatro horas; pero el cielo quedó encapotado, amenazando volver a desplomarse, el aquilón continuó rugiendo y los relámpagos serpenteando en el cielo por los espacios sin fin.

Pensé en que la gente masticara. -¡Arriba!, grité, ¡vamos, pronto, hagan un buen fuego, pongan un asado y una pava de agua!

Los asistentes salieron de sus guaridas y un momento después chisporroteaba el verde y resinoso chañar.

El asado se hacía, el agua hervía, unos cuantos rodeaban el fuego, calentándose, secándose sus trapitos, mirando al cielo y haciendo cálculos sobre si volvería a llover o no.

El fogón estaba hecho y en regla, porque de su centro se elevaban grandes y relumbrosas llamaradas.

Era imposible resistirle. Más fácil habría sido que una mujer pasara por delante de un espejo sin darse la inefable satisfacción platónica de mirarse.

Abandoné la postura en que me había colocado y permanecido tanto rato, y me acerqué a él.

Me dieron un mate.

Los buenos franciscanos intentaban dormir, rendidos por la fatiga del día y de la noche anterior -que quien no está hecho a bragas, las costuras le hacen llagas.

Haciendo uso de la familiaridad y confianza que con ellos tenía, les obligué a levantarse y a que ocuparan un puesto en la rueda del fogón.

Apuramos el asado, desparramamos brasas, lo extendimos y no tardó en estar.

Mientras estuvo, nos secamos.

Comimos bien, hicimos camas con alguna dificultad; porque todo estaba anegado y las pilchas muy mojadas, y nos acostamos a dormir.

Dormimos perfectamente. ¡Qué bien se duerme en cualquier parte cuando el cuerpo está fatigado!

Si los que esa noche se revolvían en elástico y mullido lecho agitados por el insomnio, nos hubieran oído roncar en los albardones de Coli-Mula, ¡qué envidia no les hubiéramos dado!

Es indudable que la civilización tiene sus ventajas sobre la barbarie; pero no tantas como aseguran los que se dicen civilizados.

La civilización consiste, si yo me hago una idea exacta de ella, en varías cosas.

En usar cuellos de papel, que son los más económicos, botas de charol y guantes de cabritilla. En que haya muchos médicos y muchos enfermos, muchos abogados y muchos pleitos, muchos soldados y muchas guerras, muchos ricos y muchos pobres. En que se impriman muchos periódicos y circulen muchas mentiras. En que se edifiquen muchas casas9, con muchas piezas y muy pocas comodidades. En que funcione un gobierno compuesto de muchas personas como presidente, ministros, congresales, y en que se gobierne lo menos posible. En que haya muchísimos hoteles y todos muy malos y todos muy caros.

Verbigracia, como uno en que yo paré la última noche que dormí en el Rosario, que intenté dormir, para ser más verídico.

Son precisamente las camas de ese hotel, las que me han sugerido estas reflexiones tan vulgares.

¡Ah! En aquellas camas había de cuanto Dios creó, el quinto día, que si mal no recuerdo, fueron: los animales domésticos, según su especie y los reptiles de la tierra, según su especie.

Todo lo cual, según afirma el Génesis, el Supremo Hacedor vio que era bueno, aunque es cosa que no me entra a mí en la cabeza, que los animales domésticos del referido hotel del Rosario hayan jamás sido cosa buena; y menos la noche en que yo estuve en él, en que juraría, a fe de cristiano, que me parecieron algo más que cosa mala, cosa malísima, tan insoportable que me creo en la obligación de preguntar:

¿No tiene la civilización el deber de hacer que se supriman esas cosas, que pudieron ser buenas al principio del mundo, pero que pueden ser puestas en duda en un siglo en el que tenemos cosas tan buenas como las de Orión?.

¿Qué hacen los gobiernos, entonces?

¿No nos dice la civilización todos los días en grandes letras que el gobierno es para el pueblo?

¿Que en lugar de invertir los dineros públicos en torpes guerras debe aplicarlos a mejorar la condición del pueblo?

¿No hay inspectores de puentes y caminos, inspectores de aduanas, inspectores de fronteras, inspectores de escuelas, inspectores de todo, y así va ello?

¿Pues, y por qué no ha de haber inspectores de hoteles?

¿Acaso no se relacionan estos establecimientos muy íntimamente con la salud pública?

¿No se albergan en ellos el cólera, la fiebre amarilla y tantas otras cosas que Dios creó el quinto día, y que en su atraso inocente y primitivo, creyó que eran buenas y que así las legó en herencia a la desagradecida humanidad?

¿Se cree que faltarían inspectores de hoteles?

Provéase el cargo por oposición, previo examen de conocimientos, aptitudes, moralidad, estado fisiológico de los candidatos y se verá, sin tardanza, que sobra patriotismo en el país10.

No digo pagando bien el empleo, que es el modo más eficaz de salvar la moral administrativa, y el medio más seguro, sobre todo, de que abunden impetrantes.

Cualquier remuneración que se ofreciese bastaría.

Hay en el país, felizmente, el convencimiento de que todos deben tributarle a la patria abnegación, tiempo, sangre, alma y vida.

Esta gran conquista es debida a la educación oficial dada por los buenos gobiernos que hemos tenido a la Guardia Nacional.

Ella ha hecho todo: guerras interiores, guerras de frontera, guerras exteriores.

Decididamente la civilización es, de todas las invenciones modernas, una de las más útiles al bienestar y a los progresos del hombre.

Empero, mientras los gobiernos no pongan remedio a ciertos males, yo continuaré creyendo en nombre de mi escasa experiencia, que mejor se duerme en la calle o en la Pampa que en algunos hoteles.

Sonaban los cencerros de las tropillas; cada cual se preparaba para subir a caballo, habiendo olvidado sus penas alrededor del fogón:

Y en el oriente nubloso

La luz apenas rayando,

Iba el campo tapizando

Del claroscuro verdor


Galopábamos, aprovechando la fresca de la mañana, y a la derecha con lontananza se veían ya los primeros montes de Tierra Adentro.

Me proponía llegar al Cuero temprano.

Apenas salimos de Coli-Mula comprendí que no lo conseguiría.

El campo estaba cubierto de agua, y quebrándose en altos médanos, en cañadas profundas y guadalosas, nos obligaba a marchar despacio.

Los caballos hubieran soportado bien una marcha acelerada; las mulas no.

Y, sin embargo, por muy despacio que anduve se quedaron atrás, porque a cada rato se caían con las cargas y había que perder tiempo en enderezarlas.

Más allá de un lugar en el que hay agua y leña, y cuyo nombre es Ralicó, el terreno se dobla sensiblemente formando varios médanos elevados, y es de allí de donde se divisan ya los montes del Cuero.

Los campos comienzan a cambiar de fisonomía y la vista no se cansa tanto espaciándose por la sabana inmensa del desierto solitario, triste, imponente, pero monótona como el mar en calma.

Sin contrastes, hay existencia, no hay vida.

Vivir es sufrir y gozar, aborrecer y amar, creer y dudar, cambiar de perspectiva física y moral.

Esta necesidad es tan grande, que cuando yo estaba en el Paraguay, Santiago amigo, voy a decirte lo que solía hacer, cansado de contemplar desde mi reducto de Tuyutí todos los días la misma cosa: las mismas trincheras paraguayas, los mismos bosques, los mismos esteros, los mismos centinelas; ¿sabes lo que hacía?

Me subía al merlón de la batería, daba la espalda al enemigo, me abría de piernas, formaba una curva con el cuerpo y mirando al frente por entre aquéllas, me quedaba un instante contemplando los objetos al revés.

Es un efecto curioso para la visual, y un recurso al que te aconsejo recurras cuando te fastidies, o te canses de la igualdad de la vida, en esa vieja Europa que se cree joven, que se cree adelantada y vive en la ignorancia, siendo prueba incontestable de ello, como diría Teófilo Gautier, que todavía no ha podido inventar un nuevo gas para reemplazar el sol.

La América, o mejor dicho, los americanos (del Norte), la van a dejar atrás si se descuida.

Por lo pronto, nosotros vamos resolviendo los problemas sociales más difíciles -degollándonos- y las teorías y las cifras de Malthus sobre el crecimiento de la población no nos alarman un minuto.

Tenemos grandes empíricos de la política, que todos los días nos prueban que el dolor puede ser no sólo un anestésico, sino un remedio; que las tiranías y la guerra civil son necesarias, porque su consecuencia inevitable, fatal, es la libertad.

Esto te lo demuestran en cuatro palabras y con espantosa claridad, al extremo que nuestra juventud tiene ya sus axiomas políticos de los que no apea, creyendo en ellos a pie juntillas, y demostrándolos prematuramente a su vez por A. B.

Te asombrarías, si volvieses a estas tierras lejanas y vieras lo que hemos adelantado.

Buscarías inútilmente el molino de viento; el pino de la quinta de Guido se ha escapado por milagro. La civilización y la libertad han arrasado todo.

El Paraguay no existe. La última estadística después de la guerra arroja la cifra de ciento cuarenta mil mujeres y catorce mil hombres.

Esta grande obra la hemos realizado con el Brasil. Entre los dos lo hemos mandado a López a la difuntería11.

¿No te parece que no es tan poco hacer en tan poco tiempo?

Ahora la hemos emprendido con Entre Ríos, donde López Jordán se encargó de despacharlo a Urquiza.

Todos, todos han sentido su muerte muchísimo.

De esta guerrita, en la que nos ha metido la fatalidad histórica, nos consolamos, pensando en que se acabará pronto, y en que como el Entre Ríos estaba muy rico, le hacía falta conocer la pobreza.

La letra con sangre entra.

Es el principio del dolor fecundo.

Te hablo y te cuento estas cosas porque vienen a pelo. Y no tan a humo de paja, pues más adelante verás que ellas se relacionan bastante, más de lo que parece, con los indios.

¿No hay quien sostiene que es mejor exterminarlos, en vez de cristianizarlos y utilizar sus brazos para la industria, el trabajo y la defensa común, ya que tanto se grita de que estamos amenazados por el exceso de inmigración espontánea?

Sigamos caminando...

Pasando los médanos de Ralicó, se llega a la aguada de Tremencó. Son dos lagunas, una de agua dulce, la otra de agua salada. Ambas suelen secarse.

De Tremencó se pasa al Médano del Cuero.

De allí al Cuero mismo hay dos leguas.

Esta laguna tendrá unos cien metros de diámetro. Su agua es excelente, y durante las mayores secas allí pueden abrevar su sed muchísimos animales, sin más trabajo que cavar las vertientes del lado del sur.

En la Laguna del Cuero ha vivido mucho tiempo el famoso indio Blanco, azote de las fronteras de Córdoba y San Luis, terror de los caminantes, de los arrieros y troperos.

Ya te contaré cómo lo eché yo del Cuero con unos cuantos gauchos, sin cuya circunstancia me habría encontrado con él en sus antiguos dominios.

Este episodio tiene su interés social, y les hará conocer a muchos que no salen de los barrios cultos de Buenos Aires, lo que es nuestra Patria amada, en la que hay de todo y para todo; un negro que mate una familia entera por venganza y por amor, y un blanco que mate un gobernador también por amor a la libertad, después de haber sostenido con su brazo viril la tiranía.

Mientras tanto, te diré que los campos entre el Río Quinto y el Cuero son diferentes. Ricos pastos, abundantes y variados; gramilla, porotillo, trébol, cuanto se quiera. Agua inagotable, leña, montes inmensos.

Un estanciero entendido y laborioso allí haría fortuna en pocos años.

Pero del Cuero a Río Quinto hay treinta leguas.

Que le pongan cascabel12 al gato. De allí a los primeros toldos permanentes, hay otras treinta leguas, y los indios andan siempre boleando por el Cuero.

Estoy esperando las mulas que se han quedado atrás, y reflexionando en la costa de la laguna si el gran ferrocarril proyectado entre Buenos Aires y la Cordillera no sería mejor traerlo por aquí.

No vayas a creer que los indios ignoran este pensamiento.

También ellos reciben y leen La Tribuna.

¿Te ríes, Santiago?

Tiempo al tiempo.

¿Quién había andado por Ralicó? Los rastreadores. Talento de uno del 12 de línea. Se descubre quién había andado por Ralicó. Cuántos caminos salen del Cuero. El General Emilio Mitre no pudo llegar allí. Su error estratégico.

Debo a la fidelidad del relato consignar un detalle antes de proseguir

En Ralicó hallamos un rastro casi fresco. ¿Quién podía haber andado por allí a esas horas, con seis caballos, arreando cuatro, montando dos?

Solamente el cabo Guzmán y el indio Angelito, los chasquis, que yo adelanté acto continuo de llegar a Coli-Mula.

Los soldados no tardaron en tener la seguridad de ello. Fijando en las pisadas un instante su ojo experto, cuya penetración raya a veces en lo maravilloso, empezaron a decir con la mayor naturalidad, cómo nosotros cuando yendo con otros reconocemos a la distancia13 ciertos amigos: ché ahí va el gateado, ahí va el zarco, ahí va el obscuro chapino.

Los rastreadores más eximios son los sanjuaninos y los riojanos.

En el batallón 12 de línea hay uno de estos últimos, que fue rastreador del General Arredondo durante la guerra del Chacho, tan hábil, que no sólo reconoce por la pisada si el animal que la ha dejado es gordo o flaco, sino si es tuerto o no.

Era indudable que la tormenta había impedido que los chasquis continuaran su camino, que habían dormido en Ralicó, y que sólo me llevaban un par de horas de ventaja.

Si no se apuraban, o si por apurarse demasiado fatigaban los caballos íbamos a llegar a las tolderías del Rincón, que así se llaman las primeras: casi al mismo tiempo.

A cada criatura le ha dado Dios su instinto, su pensamiento, su acento, su alma, su carácter, por fin. Confieso que este incidente me contrarió sobremanera.

O les daba tiempo a los chasquis para que su comisión surtiera efecto, deteniéndome un día en el camino, o seguía mi viajé sin curarme de ellos, corriendo el riesgo de llegar primero.

Es de advertir que del Cuero salen dos caminos.

Uno va por Lonco-uaca -lonco quiere decir cabeza y uaca vaca-, y otro por Bayo-manco, que al ocuparme de la lengua ranquelina se verá lo que quiere decir.

Estos dos caminos se reúnen en Utatriquin, y de allí la rastrillada sigue sin bifurcarse hasta la Laguna Verde.

El camino de Lonco-uaca da una pequeña vuelta. Pero tiene sobre el de Bayo-manco la ventaja de que en él no falta jamás agua, mientras que en el otro no se halla sino cuando el año no está de seca.

Por cuál de los dos caminos habían tomado los chasquis, esa era la cuestión,

Los bañados del Cuero no permitirían saberlo; los hallaríamos anegados.

Disimulando mi contrariedad y pensando en lo que haría si mis conjeturas se realizaban, es decir, si no podíamos tomarles el rastro a los heraldos, llegué al Cuero.

Allí nos quedamos ayer esperando las mulas, Santiago amigo.

Te cumpliré, pues, cuanto antes mi oferta, para poder seguir viaje y llegar hoy siquiera a Laquinhan, que es donde me propongo dormir.

Estamos a orillas del Cuero, del famoso Cuero, a donde no pudo llegar el General Emilio Mitre, cuando su expedición, por ignorancia del terreno, costándole esto el desastre sufrido. Y sin embargo, llegó a Chamalcó, y de allí contramarchó dejando el Cuero seis leguas al norte.

Es verdad que el General buscaba también la Amarga en su marcha de retroceso, creyendo en las anotaciones de las malas cartas geográficas que circulan con la Amarga pintada como una gran laguna, siendo así que no es sino un inmenso cañadón.

Son los desagües del Río Quinto, ya sabes, y lo más parecido que puedo indicarte son los desagües del Río Cuarto, o sean los cañadones de Lobay.

Como tú eres uno de los amigos de la República Argentina que más se interesan en ella, que más se han preocupado de sus grandes problemas, estudiando la cuestión fronteras e indios con una constancia envidiable, te diré en lo que consistió el error estratégico principal del General Mitre.

El General llegó a Witalobo, lugar muy conocido donde he estado yo.

Son dos médanos que forman un portezuelo. Hay en ellos alfalfa, y de ahí vino la denominación, que entonces le dieron, de médano de la alfalfa, creyendo haber hecho un descubrimiento.

No puedo decirte con exactitud en qué latitud y longitud queda este punto.

Sin embargo, para que formes juicio más cabalmente, te diré que queda en la derecera sur de la Carlota.

El Cuero queda de Witalobo al poniente con una inclinación al sur, de pocos grados.

En Witalobo hay una encrucijada de caminos -uno de travesía que va al Cuero, raramente frecuentado por los indios- y otro conocido por camino de las Tres Lagunas, que va a las tolderías de Trenel14.

En lugar de tomar este último camino que rumbea al sur, el General tomó otro, y abandonado a un mal baquiano y sin nociones gráficas ni ideales del terreno, no pudo corregir sus equivocaciones.

En Chamalcó se notan aún los rastros, y vestigios dejados por la columna expedicionaria.

La Laguna del Cuero está situada en un gran bajo. A pocas15 cuadras de allí el terreno se dobla ex abrupto, y sobre médanos elevados comienzan los grandes bosques del desierto, o lo que propiamente hablando se llama Tierra Adentro.

Los que han hecho la pintura de la Pampa, suponiéndola en toda su inmensidad una vasta llanura, ¡en qué errores16 descriptivos han incurrido!

Poetas y hombres de ciencia, todos se han equivocado. El paisaje ideal de la Pampa, que yo llamaría, para ser más exacto, pampas, en plural, y el paisaje real, son dos perspectivas completamente distintas.

Vivimos en la ignorancia hasta de la fisonomía de nuestra Patria.

Poetas distinguidos, historiadores, han cantado al ombú y al cardo de la Pampa.

¿Qué ombúes hay en la Pampa, qué cardales hay en la Pampa?

¿Son acaso oriundos de América, de estas zonas?

¿Quién que haya vivido algún tiempo en el campo, hablando mejor, quién que haya recorrido los campos con espíritu observador, no ha notado que el ombú indica siempre una casa habitada, o una población que fue; que el cardo no se halla sino en ciertos lugares, como que fue sembrado por los jesuitas, habiéndose propagado después?

Estos montes del Cuero se extienden por muchísimas leguas de norte a sur y de naciente a poniente; llegan al río Chalileo, lo cruzan, y con estas interrupciones van a dar hasta el pie de la cordillera de los Andes.

A la orilla de ellos vivía el indio Blanco, que no es ni cacique, ni capitanejo, sino lo que los indios llaman un indio gaucho. Es decir, un indio sin ley ni sujeción a nadie, a ningún cacique mayor, ni menos a ningún capitanejo; que campea por sus respetos; que es aliado unas veces de los otros, otras enemigo; que unas veces anda a monte, que otras se arrima a la toldería de un cacique: que unas anda por los campos maloqueando, invadiendo, meses enteros seguidos17; otras por Chile comerciando, como ha sucedido últimamente.

Toda la fuerza de este indio, temido como ninguno en las fronteras de Córdoba y de San Luis, y tan baquiano de ellas como de las demás, se componía en la época a que voy a referirme, de unos ocho o diez, compañeros de averías.

Con ellos invadía generalmente, agregándose algunas veces a los grandes malones.

Como en aquel entonces los campos al sur del Río Quinto y el Río Cuarto eran una misma cosa -dominio de los indios-, las invasiones se sucedían semanalmente, día de por medio, y hasta diariamente.

El héroe de estas hazañas era, por lo común, el indio Blanco.

El camino del Río Cuarto a Achiras fue cien veces campo de sus robos y crueldades.

A mi llegada al Río Cuarto era imposible dejar de hablar del indio Blanco; porque, ¿a dónde se iba que no oyera uno mentar los estragos de sus depredaciones?

¿Quién no lamentaba sus ganados robados, lloraba algún deudo muerto o cautivo?

El tal indio tenía un prestigio terrible.

Yo era, de consiguiente, su rival.

Me propuse, antes de avanzar la frontera, desalojarlo del Cuero, incomodarlo, alarmarlo, robarlo, cualquier cosa por el estilo.

Pero no quería hacer esta campaña con soldados. La disciplina suele tener los inconvenientes de sus ventajas.

Busqué un contrafuego acordándome de la máxima de los grandes capitanes: al enemigo batirlo con sus mismas armas.

Le escribí a mi amigo D. Pastor Hernández, Comandante militar del Departamento del Río Cuarto, hombre tan penetrante como laborioso y constante, que necesitaba conchabar media docena de pícaros, siendo de advertir que prefería la destreza a la audacia, en una palabra, ladrones.

Hernández no se hizo esperar. A los pocos días presentáronse seis conciudadanos de la falda de la Sierra, con una carta, y encabezándolos uno, denominado el Cautivo.

Los fariseos que crucificaron a Cristo no podían tener una fachas de forajidos más completas.

Sus vestidos eran andrajosos, sus caras torvas, todos encogidos y con la pata en el suelo; necesitábase estar animado del sentimiento del bien público para resolverse a tratar con ellos.

Entraron donde yo estaba.

Queriendo hacer un estudio social les ofrecí asiento. Me costó conseguir que lo aceptaran; pero instando conseguí que se sentaran.

Lo hicieron poniendo cada cual su sombrero en el suelo al lado de la silla.

Agacharon todos la cabeza.

Inicié la conferencia con ciertas preguntas como: -¿Cómo te llamas, de dónde eres, en qué trabajas, has sido soldado, cuántas muertes has hecho?

Y luego que la confianza se estableció, proseguí:

-Conque, ¿quieren ustedes conchabarse?

-Cómo úsia quiéra (contestó el Cautivo, con esa tonada cordobesa que consiste en un pequeño secreto -como lo puede ver el curioso lector o lectora-: en cargar la pronunciación sobre las letras acentuadas y prolongar lo más posible la vocal o primera sílaba).

En haciendo esto ya es uno cordobés. No hay más que ensayarlo.

-Ustedes son hombres gauchos, por supuesto.

-Cómo nó, séñor.

-¿Entienden de todo trabajo?

-De cuánto quiéra.

-¿Y cuánto ganan?

-A sígun úsia.

-¿Ganan más de ocho pesos mensuales?

-No, séñor.

-Pues yo les voy a pagar diez; les voy a dar comida, ropa y caballos.

-Como úsia guste.

-Sí, pero es que yo los conchabo para robar.

-Y cómo há de ser, pues.

-Iremos ánde nos mánde (dijeron varios a una).

-¡Hum! ¿Y se animarán?

-Y cómo nó, séñor úsia.

-Bueno; es para robarles a los indios.

¡Nadie contestó!

Y ahí está el país, la causa de la montonera y otras yerbas.

El Coronel los conchababa para robar; para robarle al lucero del alba que fuera. No había inconveniente. Estaban prontos y resueltos a todo, a derramar su sangre, a jugar la vida. Lo mismo había sido ofrecerles diez pesos y todo lo demás, que lo que ganaban honradamente.

Obedecían a una predisposición, a una educación, a las seducciones del caudillaje bárbaro y turbulento. Quizá se decían interiormente: Este sí que es un Coronel, ¡y lindo!

Mas se trató de los indios, de los mismos que no hacía muchos meses asolaban su propio hogar, y las disposiciones cambiaron con la rapidez del relámpago.

¿Era miedo? ¿Qué era?

No, no era miedo.

Nuestra raza es valiente y resuelta; no es el temor de la muerte lo que contiene al gaucho a veces.

Yo he visto a uno de ellos discurrir como un filósofo en el momento de llevarlo a fusilar.

Era un sargento: el sacerdote le instaba a confesarse, no quería hacerlo.

-¿Qué, no temes a la muerte?

-Padre -contestó con marcada expresión-, la muerte es un salto que uno da a oscuras sin saber dónde va a caer.

Fue esto en Chascomús.

¿Y qué detenía entonces a los Voluntarios de la Pampa, que así se llamaron al fin; qué los arredraba?

¡Ah! Es triste decirlo. ¡Pero es verdad, y hay que decirlo, para enseñanza de las jóvenes generaciones en cuyas manos está el porvenir, las que nos salvarán a nosotros, aspirantes de la intolerancia y del odio, enanos del patriotismo que recompensa bien, héroes del siglo de oro!

Era la ausencia completa del sentimiento del deber, el horror de toda disciplina.

Ellos tenían bastante sagacidad para comprender que yendo a robarle a cualquiera, por mi orden, yo me hacía su cómplice.

Yendo a robarles a los indios, el juego cambiaba de aspecto; tenían que ir como soldados. Llegaron tal vez a imaginarse que era una jugada mía para reclutarlos.

Lo comprendí así.

Estuve dispuesto a despacharlos. Pero ya estaban allí.

Les hice entender que eran hombres libres; que podían conchabarse o no; que nadie les obligaba; que podían retirarse si querían.

Se convencieron de que no había en el conchabo más riesgo que el de la vida, y se arregló todo.

Les di buenos caballos, los vestí, les di carabinas de las que hicieron recortados y una lata de caballería para llevar entre las caronas.

Y partieron...

Mis órdenes eran robarle al indio Blanco.

El Cautivo era baquiano del Cuero.

Lo que trabajasen sería para ellos.

Volvieron con algo. No se trabaja y se expone el cuero sin provecho, discurren los menos calculadores.

Se repitió la excursión, tres veces más, hasta que el indio Blanco se alejó. El no podía calcular, detrás de los Voluntarios de la Pampa, cuántos más iban.

Confieso que al mandar aquellos diablos a una carrería tan azarosa, me hice esta reflexión: si los pescan o los matan poco se pierde.

Fue una de las causas que me hizo no recurrir a los pobres soldados.

Los Voluntarios de la Pampa acabaron por hacerme a mí un robo.

Los tomé y por todo castigo les dije, devolviéndoselos18 a Hernández:

-¿Qué les he de hacer? Ya sabía que eran ustedes ladrones.

No se juega mucho tiempo con fuego sin quemarse.

Han llegado las mulas.

Es cosa resuelta que hoy no duermo donde quería.

Llegaremos mañana.

Por dónde habían ido los chasquis. Entrada a los montes. Derechos de piso y agua. Recomendaciones. Despacho de algunas tropillas para el Río Quinto. Los montes. Impresiones filosóficas. Utatriquin. El cuento del arriero.

Antes de ponerme en marcha resolví dejar las mulas atrás. Caminaban sumamente despacio por lo mucho que había llovido y era un martirio para los franciscanos seguirlas al tranco; el padre Moisés no es tan maturrango, pero el padre Marcos no hallaba postura cómoda.

Contra mis cálculos, tomamos el rastro de los chasquis.

Habían seguido el camino de Lonco-uaca.

Mi lenguaraz, mestizo, chileno, hijo de cristiano y de india araucana, hombre muy baquiano, de cuyas confidencias soy depositario no por él sino por otros, lo que me permitirá contar sus aventuras amorosas de Tierra Adentro, creyó oportuno hacerme algunas indicaciones.

Eran muy juiciosas y sensatas; y como entre ellas entrase la posibilidad de que los chasquis se extraviaran en razón de que ni Guzmán ni Angelito conocían prácticamente el camino que habían tomado, me pareció prudente hacer yo a mi turno mis recomendaciones.

Ibamos a entrar ya en los montes; a tener que marchar en dispersión, sin vernos unos a los otros; por sendas tortuosas, que se borraban de improviso unas veces, que otras se bifurcaban en cuatro, seis o más caminos, conduciendo todas a la espesura.

Era lo más fácil perder la verdadera rastrillada, y también muy probable que no tardáramos en ser descubiertos por los indios.

Un tal Peñaloza suele ser el primero que se presenta a los indios o cristianos que pasean por esas tierras, alegando ser suyas y tener derecho a exigir se le pague el piso y el agua.

No hay más remedio que pagar, porque el señor Peñaloza se guarda muy bien de salir a sacar contribución alguna cuando los caminantes son más numerosos que los de su toldo o van mejor armados.

Más adelante hay otros señores dueños de la tierra, del agua, de los árboles, de los bichos del campo, de todo, en fin, lo que puede ser un pretexto para vivir a costillas del prójimo.

Estos derechos inter territoriales se cobran en la forma más política y cumplida, suplicando casi y demostrándoles a los contribuyentes ecuestres la pobreza en que se vive por allí, lo escaso que anda el trabajo.

Si los expedientes pacíficos surten efecto, no hay novedad; si los transeúntes no se enternecen, se recurre a las amenazas, y si éstas son inútiles, a la violencia.

Es ser bastante parlamentario, para vivir tan lejos de los centros de la civilización moderna.

Recomendé a mi gente cómo habían de marchar; prohibí terminantemente que bajo pretexto de componer la montura se quedará alguien atrás, advirtiendo que cada cuarto de hora haría una parada de dos minutos para que pudiéramos ir lo más juntos posible; describí la aguada de Chamalcó donde me demoraría un rato, lo bastante para mudar caballos, por si alguien llegaba a ella extraviado; y a los franciscanos les supliqué me siguiesen de cerca, no fuera el diablo a darme el mal rato de que se perdieran.

Finalmente hice notar que, hallándome ya en donde podía haber peligro cuando menos lo esperábamos, quería, puesto que no estábamos bien armados, que todos y cada uno nos condujéramos con moderación y astucia, con sangre fría sobre todo, que como ha dicho muy bien Pelletan, es el valor que juzga.

Hecho esto, mandé que dos soldados, con dos tropillas que no me hacían falta, se volviesen al Río Quinto, caminando despacio.

Escribí con lápiz, cuatro palabras para el General Arredondo y algunos subalternos amigos de mis fronteras, avisándoles que había llegado con felicidad al Cuero, y entramos en los montes.

Hermosos, seculares algarrobos, caldenes, chañares, espinillos, bajo cuya sombra inaccesible a los rayos del sol crece frondosa y fresca la verdosa gramilla, constituyen estos montes, que no tienen la belleza de los de Corrientes, del Chaco o Paraguay.

Las esbeltas palmeras, empinándose como fantasmas en la noche umbría: la vegetación pujante renovándose siempre por la humedad; los naranjeros, que por doquier brindan su dorada fruta; las enmarañadas enredaderas, vistiendo los árboles más encumbrados hasta la cima y sus flores inmortales todo el año; fresco musgo tapizando los robustos troncos; el liquen pegajoso, que con el rocío matinal brilla, como esmaltado de piedras preciosas; las espadañas, que se columpian graciosas, agitando al viento sus blancos y sedosos penachos; las flores del aire, que viven de las auras purísimas, embalsamando la atmósfera, cual pebeteros de la riente natura; las aves pintadas de mil colores, cantando alegres a todas horas; los abigarrados reptiles serpenteando en todas direcciones: los millones de insectos que murmuran en incesante coro diurno y nocturno; el agua siempre abundante para consuelo del sediento viajero, y tantas, y tantas otras cosas que revelan la eternal grandeza de Dios, ¿dónde están aquí?, me preguntaba yo, soliloqueando por entre los carbonizados y carcomidos algarrobos.

Y como siempre que bajo ciertas impresiones levantamos nuestro espíritu, la visión de la Patria se presenta, pensé un instante en el porvenir de la República Argentina el día en que la civilización, que vendrá con la libertad, con la paz, con la riqueza, invada aquellas comarcas desiertas, destituidas de belleza, sin interés artístico, pero adecuadas a la cría de ganados y a la agricultura.

Allí hay pastos abundantes, leña para toda la vida, y agua la que se quiera sin gran trabajo, como que inagotables corrientes artesianas surcan las Pampas convidando a la labor.

Cada médano es una gran esponja absorbente: cavando un poco en sus valles, el agua mana con facilidad.

La mente de los hombres de Estado se precipita demasiado, a mi juicio, citando en su anhelo de ligar los mares, el Atlántico con el Pacífico, quieren llevar el ferrocarril por el Río Quinto.

La línea del Cuero es la que se debe seguir. Sus bosques ofrecen durmientes para los rieles, cuantos se quieran; combustible para las voraces hornallas de la impetuosa locomotora.

Son iguales a los de Yuca, cuya explotación ha hecho y sigue haciendo la empresa del Gran Central Argentino.

Estos campos son mejores que aquéllos.

Y si un ferrocarril, a más de las ventajas del terreno, de la línea recta, de las necesidades del presente y del porvenir, debe consultar la estrategia nacional, ¿qué trayecto mejor calculado para conquistar el desierto que el que indico?

La impaciencia patriótica puede hacernos incurrir en grandes errores; el estudio paciente hará que no caigamos en la equivocación.

No puedo hablar como un sabio: hablo como un hombre observador. Tengo la carta de la República en la imaginación y me falta el teodolito y el compás.

Los peligros para el trabajo son más imaginarios que reales. Oportunamente podría ocuparme de este tópico. Por el momento me atreveré a avanzar que yo con cien hombres armados y organizados de cierta manera, respondería de la vida y del éxito de los trabajadores.

Incito a meditar sobre este gran problema del comercio y de la civilización.

No he visto jamás en mis correrías por la India, por África, por Europa, por América, nada más solitario que estos montes del Cuero.

Leguas y leguas de árboles secos, abrasados por la quemazón; de cenizas que envueltas en la arena, se alzan al menor soplo de viento; cielo y tierra; he ahí el espectáculo.

Aquello entenebrecía el alma. Las cabalgaduras iban ya sedientas. Chamalcó estaba cerca.

Llegamos.

El peligro estrecha, vincula, confunde, la unión es un instinto del hombre en las horas solemnes de la vida.

Nadie se había quedado atrás. Según los cálculos del baquiano, Chamalcó tenía agua.

Esperamos un buen rato antes de dejar beber los animales.

Se reposaron y bebieron.

Nosotros hallamos un manantial al pie de un árbol magnífico de robustez y frondosidad.

Cambiamos caballos y seguimos, saliendo a un gran descampado.

Respiré con expansión.

El europeo ama la montaña, el argentino la llanura.

Esto caracteriza dos tendencias.

Desde las alturas físicas, se contemplan mejor las alturas morales.

Los pueblos más libres y felices del mundo son los que viven en los picos de la Tierra.

Ved la Suiza.

A poco andar volvimos a entrar en el monte. Aquí era más ralo. Podíamos galopar y era menester hacerlo para llegar con luz a Utatriquin -otra aguada-, porque la noche sería sin luna, salía recién a la madrugada.

Me apuré, cuando la arboleda lo permitía, y llegamos a la etapa apetecida.

Era la tarde, y la hora

En que el sol la cresta dora

De los Andes...


Esta aguada es un inmenso charco de agua revuelta y sucia, apenas potable para las bestias.

En previsión de que no estuviera buena, habíamos llenado los chifles en Chamalcó.

Había marchado muy bien, ganando más terreno del que esperaba; no tenía por qué apurarme ya.

Podía descansar un buen rato, lo que les haría mucho bien a los caballos19 y a mis queridos franciscanos.

Mandé desensillar.

El padre Marcos me miró como diciendo: ¡Loado sea Dios!, que si en estos berenjenales me mete también me ayuda.

Había un corral abandonado; cerca de él campamos.

Ordené que se redoblara la vigilancia de los caballerizos, entusiasmé a los asistentes, con algunas palabras de cariño y un rato después ardió flamígero el atrayente fogón.

Comenzó la charla de unos con otros, sin distinción de personas.

Ya lo he dicho: el fogón es la tribuna democrática de nuestro ejército.

El fogón argentino no es como el fogón de otras naciones. Es un fogón especial.

Estábamos tomando mate de café, de postre; la noche había extendido hacía rato su negro sudario.

Una voz murmuró, como para que yo oyera:

-Si contara algún cuento el Coronel.

Era mi asistente Calixto Oyarzábal, de quien ya hablé en una de mis anteriores; buen muchacho; ocurrente y de esos que no hay más que darle el pie para que se tomen la mano.

¡Sí, sí! -dijeron los franciscanos al oírle, los oficiales y demás adláteres-, ¡qué cuente un cuento al Coronel!

Me hice rogar y cedí.

Es costumbre que los hombres tomamos de las mujeres.

¿Y sabes, Santiago, qué cuento conté?

Uno de los tuyos.

El del arriero.

Vamos, ¡a qué te has olvidado!

Voy a contártelo a tres mil leguas.

El respetable público que asiste a este coloquio me dispensará.

-Fíjense bien -dije antes de empezar-, que este cuento es bueno tenerlo presente cuando se viaja por entre montes tupidos.

Todos estrecharon la rueda del fogón, uno atizó el fuego, los ojos brillaron de curiosidad y me miraron, como diciendo: ya somos puras orejas, empiece usted, pues.

Tomé la palabra y hablé así:

-Era éste un arriero, hombre que había corrido muchas tierras; que se había metido con la montonera en tiempos de Quiroga y a quien perseguía la justicia.

Yendo un día por los Llanos de la Rioja, le salió una partida de cuatro. Quisieron prenderlo, se resistió, quisieron tomarlo a viva fuerza, y se defendió. Mató a uno, hirió a otro, e hizo disparar a tres.

En esos momentos se avistó otra partida: prevenida ésta por los derrotados, apuraron el paso. El arriero huyó y se internó en un monte.

Montaba una mula zaina, medio bellaca. Corría por entre el monte, cuando se le fue la cincha a las verijas.

Írsele y agacharse la bestia a corcovear, fue todo uno.

El arriero era gaucho y jinete.

Descomponiéndose y componiéndose sobre el recado, anduvo mucho rato, hasta que en una de ésas, como tenía las mechas del pelo muy largas y porrudas se enganchó en el gajo de un algarrobo.

La mula siguió bellaqueando, se le salió de entre las piernas y él quedose colgado.

Permaneció así como un judas, largo rato, esperando que alguien le ayudase a salir del aprieto; pero en vano.

Llegó la noche.

Los que le seguían, aciertan a pasar por allí.

El arriero, con la rapidez del pensamiento, concibió una estratagema.

Dejó que la partida se aproximara, poniendo la cara lánguida, y cuando al resplandor de la luna vinieron a verle, dijo con voz cavernosa:

¡Viva Quiroga!

La partida, al oír hablar un muerto, huyó, poseída de terror pánico, sujetando los pingos quién sabe dónde.

El arriero se salvó así.

Pero aquella actitud no podía prolongarse demasiado.

Era incómoda.

Procuró salir de ella. Buscó su cuchillo; con los corcovos de la mula lo había perdido.

Era una verdadera fatalidad. No tenía con qué cortarse los cabellos, y como eran muy largos, no alcanzaba con la mano a desasirlos del gajo en que estaban enredados.

Un hombre como él, acostumbrado a todas las fatigas, podía resistir el peso de su propio cuerpo, si no había otro remedio, no digo un día, muchos días, teniendo qué comer. Es claro. La necesidad tiene cara de hereje.

Pero no tenía nada. Todo se lo había llevado la mula en las alforjas. Felizmente, tenía un pedazo de queso en los bolsillos, yesquero, tabaco y papel.

Agua era lo de menos para un arriero.

Se comió el pedazo de queso.

Sacó después su chuspa y armó un cigarro, luego sacó fuego y fumó.

Nadie pasaba por allí, a pesar de la voz que debieron esparcir los de la partida, despertando la curiosidad popular.

El arriero fumaba, fumaba, y en lugar de otras cosas cuando tenía necesidad echaba humo y humo.

Y así pasó muchos días, hasta que de hambre se comió la camisa y se murió de una indigestión.

Y entré por un caminito y salí por otro.

No sé si al público le gustará este cuento: en el fogón fui aplaudido.

Yo soy porteño, del barrio San Juan y nadie es profeta en su tierra.

Por eso Sarmiento, siendo de San Juan, es Presidente, habiéndose cumplido con él una de mis profecías del Paraguay.

Cuando llegaba al fin de mi cuento, serían las ocho.

Di mis órdenes, encerraron en el corral los caballos, se tomó y ensilló en un abrir y cerrar de ojos, montamos, nos pusimos en camino y esa noche sucedieron cosas raras...

Basta de cuentos.

Martes es mal día. Trece es mal número. Los quatorzième. Marcha nocturna. Pensamientos. Sueño ecuestre. Un latigazo. Historia de un soldado y de Antonio. Alto. Una visión y una mulita.

Ayer fue martes; mal día para embarcarse, casarse, presentar solicitudes, pedir dinero a réditos y suicidarse.

A más de ser martes, esta carta debía llevar, como lleva, el número trece, número de mal agüero, misterioso, enigmático, simbólico, profético, fatídico, en una palabra, cabalístico.

Las cosas que son trece salen siempre malas. Entre trece suceden siempre desgracias. Cuando trece comen juntos; a la corta o a la larga alguno de ellos es ahorcado, muere de repente, desaparece sin saberse cómo, es robado, naufraga, se arruina, es herido en duelo. Finalmente, lo más común es que entre trece haya siempre un traidor.

Es un hecho que viene sucediéndose sin jamás fallar desde la famosa cena aquella en que Judas le dio el pérfido beso a Jesús.

Es por esa razón que en Francia, nación cultísima, hay una industria, que no tardará en introducirse en Buenos Aires, donde todas las plagas de la civilización nos invaden día a día con aterrante rapidez. El cólera, la fiebre amarilla y la epizootia le quitan ya a la antigua y noble ciudad, el derecho de llamarse como siempre. Pestes de todo género y auras purísimas; es una incongruencia.

Debiera quitarse nombre y apellido, como hacen los brasileros, en cuyos diarios suelen leerse avisos así:

«De hoy en adelante, Juan Antonio Alves, Pintos, Bracamonte y Costa, se llamará Miguel da Silva, da Fonseca e Toro. Tome buena nota el respetable público»

Es una excelente costumbre que prueba los adelantos del Imperio. Porque mediante ella, los pillos hacen sus evoluciones sociales con más celeridad. En un país semejante, Luengo20 no tendría más que poner un aviso para ser Moreira, persona muy decente.

La industria de que hablaba toma su nombre de los que la ejercen, llamados le quatorzième (decimocuarto).

Le quatorzième, no puede ser cualquiera. Se requiere ser joven, no pasar de treinta y cinco años, tener un porte simpático, maneras finas, vestir bien, hablar varios idiomas y estar al cabo de todas las novedades de la época y del día.

Cuando alguien ha convidado a varios amigos a comer en su casa, en el restaurant o en el hotel, y resulta que por falta de uno o más no hay reunidos sino trece y que se ha pasado el cuarto de hora de gracia concedido a los inexactos, se recurre al quatorzième.

¡Cómo han de comer trece, exponiéndose a que bajo la influencia de malos presentimientos, la digestión se haga con dificultad!

Se envía, pues, un lacayo en el acto, por el quatorzième. En todos los barrios hay uno, así es que no tarda en llegar; es como el médico.

Entra y saluda, haciendo una genuflexión, que es contestada desdeñosamente, y acto continuo se abre la puerta que cae al comedor, o no se abre, porque los convidados pueden estar en él o por cualquier otra razón, y se oye: monsieur est servi!

Siéntanse los convidados. ¡Qué felicidad! ¡La sopa humea de caliente, no se ha enfriado! La alegría reina en todos los semblantes. Han comenzado a sonar los platos, a chocarse las copas. De repente óyese un grito del anfitrión:

-¡Ahí está al fin! Siéntese usted donde quiera, que los demás no vendrán ya.

Y Monsieur de la Tomassière (en un tipo de este apellido, Paul de Kock ha personificado el tipo de esos amigos fastidiosos que siempre llegan tarde), se presenta y se sienta, pidiendo disculpas a todos y protestando que es la primera vez que tal cosa le sucede.

Mientras tanto, le quatorzième ha visto una seña del dueño de la casa, que en todas partes del mundo quiere decir: retírese usted, y sin decir oste ni moste se ha eclipsado. Iba quizá a probar la sopa, cuando Mr. de la Tomassière se presentó.

Al llegar a la puerta de la calle de donde vive, se halla con un necesitado que le espera. En otro banquete le aguardan con impaciencia. Han buscado varios quatorzième, no hay ninguno. Esa noche dan muchas comidas, hay muchos inexactos o un exceso de previsión y la demanda de quatorzième es grande desde temprano.

El quatorzième marcha; llega, igual escena a la anterior. Tiene que desalojar su puesto antes de haber probado un plato siquiera de cosa alguna.

Al volver a llegar a la puerta de su pobre mansión, otro necesitado. Le sigue con éxito semejante al de los pasados convites.

Hay noches en que las idas y venidas del pobre quatorzième exceden toda ponderación.

Ha ganado bien su dinero, porque cada viaje se paga, pero ha pasado por el suplicio de Tántalo.

La civilización de Buenos Aires debe pensar seriamente en esto. No soy un alarmista. Pero sostengo que así como estamos amenazados de muchas pestes por falta de policía municipal, hace muchos años que la educación se descuida inculcar en los niños esta idea: uno de los mayores defectos sociales es hacer esperar,

Tan es así, que me acuerdo yo de un andaluz que vivió once años de huésped en casa de una tía mía. Un día anunció que se iba a su tierra. ¡Ya era tiempo! Su despedida consistió en esto:

Señora, usted no puede tener queja de mí, siempre he estado presente a la hora fija de almorzar y comer.

Con lo cual se marchó, habiendo dicho no poco, que él que no ha esperado jamás gente a comer, porque nunca ha dado comidas, habiéndose limitado a comerlas, no sabe lo que es esperar a un huésped o a un convidado.

Indudablemente, debe haber una enfermedad que los médicos no conocen, proveniente de la impaciencia de esperar gente a comer.

La ciencia no tardará en descubrirla y en agregarla a la nomenclatura patológica.

Creo haberte explicado suficientemente, Santiago amigo, que si esta decimotercia carta no se publicó ayer, ha sido porque fue martes y porque su número es fatal.

Cuando me moví de Utatriquin,

The bright sun was extinguish'd and the stars

Did wander darkling, in the eternal space.


La noche estaba bastante obscura. El monte era muy espeso y en las sendas de la rastrillada había muchos troncos de árbol y pequeños arbustos. Era sumamente incómodo para el caballo y para el jinete. Teníamos que andar muy despacio. Nos dormíamos... De vez en cuando una rama de algarrobo o de chañar azotaba la faz del caminante y le sacaba de su sopor.

La lentitud del aire de la marcha hacía que mi comitiva no fuera en tanta dispersión como otras ocasiones.

Yo iba mustio y callado, como la misma noche.

Pensaba en el instante inesperado que marca más tarde o más temprano en el cuadrante de la vida, el pasaje de lo conocido a lo desconocido, de la triste realidad a un quién sabe más triste aún; a un estado inconsciente21, al vacío, a la nada; pensaba en lo que serían mis días hasta ese instante solemne en que extinguiéndose mi vista, mi voz, con el último soplo de vida, me quede todavía aliento para reunir todas las fuerzas de mi espíritu y decirme a mí mismo: ¡Me muero!

Y pensando en esto, me engolfé en otras reflexiones, y cuando la duda horrible y desgarradora me asaltó, recordé a Hamlet:

... To die, - to sleep...

To sleep! perchance to dream.


Me quedé como soñando... Veía todos los objetos envueltos en una bruma finísima de transparencia opaca; los árboles me parecían de inconmensurable altura, vi desfilar confusas muchedumbres, ciudades tenebrosas, el cielo y la tierra eran una misma cosa, no había espacio...

Un latigazo aplicado a mi rostro por el gaje de un espinillo, en cuyas espinas quedó enganchado mi sombrero, obligándome a detenerme, me sacó del fantástico fantaseo en que me sumía la somnolencia producida por la monotonía de la marcha.

Varios soldados me seguían de cerca conversando. Parece que hacía rato se contaban por turno sus aventuras. El que hablaba cuando mi atención se fijó en el grupo, decía así:

-Pues, amigo, a mí me echaron a las tropas de línea sin razón.

- ¡Cuándo no! -le dije-, ya saliste con una de las tuyas. Nunca hay razón para castigarlos a Uds.

-Sí, mi Coronel -repuso-, créame.

-¿Cómo fue eso?

-Yo tenía un amigo muy diablo a quien quería mucho, y a quien le contaba todo lo que me pasaba.

Se llamaba Antonio.

Al mismo tiempo tenía amores con una muchacha de Renca, que me quería bastante, cuyo padre era rico y se oponía a que la visitara.

Mi intención era buena.

Yo me habría casado con la Petrona, ése era su nombre.

Pero no basta que el hombre tenga buena intención si no tiene suerte, si es pobre.

Tanto y tanto nos apuraba el amor, que al fin resolvimos irnos para Mendoza, casarnos allí y volver cuando Dios quisiera.

En eso andábamos, viéndonos de paso con mucha dificultad; porqué siempre nos espiaban los padres y el juez, que era viudo y medio viejo, que quería casarse con la Petrona, y cuya hija menor tenía tratos con Antonio, de quien era muy enemigo, siempre lo amenazaba con que lo había de hacer veterano.

Un día arreglamos al fin, después de mucho trabajo, cómo habíamos de fugar.

Yo debía sacar a la Petrona de su casa en la noche.

Antonio me acompañaría para cuidar la ventana, que era por donde había de entrar. No podíamos descuidarnos con el juez.

La ventana caía al cuarto del padre de Petrona, que era jugador, muy jugador, lo mismo que Antonio. En ese tiempo había hecho una gran ganancia. A Antonio le había ganado todas sus prendas y éste le andaba con ganas.

Petrona dejó apretada la ventana. Una tía la acompañaba y dormía junto con ella, en el mismo cuarto. Doña Romualda, la madre, andaba por el puesto.

Esa noche era muy linda ocasión, porque el padre de Petrona estaba de tertulia.

Tempranito estuvo Antonio en ella y vino a avisarme que el hombre ganaba ya mucho, diciéndome que si no nos apurábamos erraríamos el golpe.

Aunque la hora convenida con Petrona era cuando le diesen las cabritas, me resolví a ir un poco más temprano.

Todo estaba pronto, caballos y con qué comprar algo por el camino. Yo tenía algunos reales.

Salimos de casa con Antonio, llegamos a la ventana de Petrona, la empujamos despacito y salté yo sin hacer ruido, dejándola abierta. Cuando estuve en el cuarto, oí roncar. Era el padre de Petrona, que según los cálculos de Antonio, se había retirado de su tertulia antes de la hora acostumbrada.

Antonio sintió los ronquidos y me dijo en voz baja: Vámonos, ché; hoy no se puede.

No quise obedecerle, y por toda contestación le dije: -¡Chit!

El cuarto estaba obscuro; tenía que caminar en puntas de pie, con mucho cuidado para no hacer ruido, hasta acercarme a la cama de Petrona.

Ella me había sentido. Lo mismo que yo, contenía la respiración. Si se despertaba el padre, teníamos mal pleito. Ella no se escapaba de una soba, yo de una puñalada, porque era malísimo.

Me acercaba a la cama de Petrona sin sentir que detrás de mí había entrado Antonio.

Le había ya tomado la mano y ella iba a levantarse, cuando oímos ruido de plata y un grito:

-¡Ah, pícaro!

Era la voz del padre de Petrona.

Antonio tuvo la tentación de robarle, él lo sintió y le agarró del poncho.

Yo no podía salir sino por donde había entrado; esconderme bajo la cama era peligroso.

El padre de Petrona gritaba con todas sus fuerzas: -¡Ladrones! ¡Ladrones!

La tía se levantó. Yo intenté escaparme. Pero no pude: delante de mí salía Antonio, me obstruyó el paso, y el padre de Petrona me agarró.

Luché con él un rato inútilmente.

La hermana le ayudaba.

Petrona estaba medio muerta. El padre, furioso, porque ella también no venía en su ayuda, encendiendo luz pronto. La amenazó con matarla si no lo hacía. Tuvo que hacerlo.

Para esto, Antonio se había ido con la plata.

Entre el padre de Petrona y la hermana, me amarraron bien.

A los gritos vinieron dos de la partida de policía, que estaba cerca de allí, y me llevaron preso. Me pusieron en el cepo para que dijese dónde estaba la plata, y contesté siempre que no sabía, que yo no la había robado.

Me preguntaron que si tenía cómplices, teniéndome siempre en el cepo, y contesté que no.

-¿Y por qué no decías que Antonio era el ladrón?

-¿Y cómo lo había de descubrir a mi amigo? ¿Y cómo la había de perder a Petrona cuando la quería tantísimo? Yo prefería pagar por ladrón a ser delator de mi amigo; yo prefería pasar por ladrón y no que dijeran que Petrona era mi querida. Yo prefería ser soldado a todo eso.

Además, como todas las mujeres son iguales, falsas como la plata boliviana, supe esos días no más, antes que me echaran a las tropas de línea, que Petrona decía, para salvarse del castigo de su padre, que algo andaba maliciando que yo era un pícaro que la había solicitado a ella de mala fe, con sólo la intención de hacer el robo que había hecho.

Quién sabe si no hubiera sido eso, si no declaro al fin, atormentado por el cepo, que Antonio era el ladrón; éste ya se había ido para la sierra de Córdoba, y ¡cuándo lo pescaban siendo, como era, un muchacho tan diantre! Era mozo muy gaucho y alentado.

-¿Y, te acuerdas todavía de Petrona, Macario?

-¡Ay!, mi Coronel, si las mujeres cuanto más malas son, más tardamos en olvidarlas.

-¿Y nunca hubo nada con ella?

-Mi Coronel, Ud. sabe lo que son esas cosas de amor, cuando uno menos piensa...

-La ocasión hace al ladrón -dijo Juan Díaz, uno de mis baquianos, muy ocurrente.

En esos momentos el bosque se abría formando un hermoso descampado; la nítida y blanca luna se levantaba, y las estrellas centelleaban trémulamente en la azulada esfera.

Detuve mi caballo, que no obedecía como un rato antes a la espuela, y dirigiéndome a los franciscanos, que no se separaban de mí, les consulté si tenían ganas de descansar un rato.

-Con mucho gusto -contestaron. Los buenos misioneros iban molidos; nada fatiga tanto como una marcha de trasnochada.

El pasto estaba lindísimo, la noche templada, pararnos no les haría sino bien a los animales.

Pasé la voz de que descansaríamos una hora.

Se manearon las madrinas de las tropillas, cesó el ruido de los cencerros, único que interrumpía el silencio sepulcral de aquellas soledades, y nos echamos sobre la blanda hierba.

Yo coloqué mi cabeza en una pequeña eminencia, poniendo encima un poncho doblado a guisa de almohada, y me dormí profundamente.

Tuve un sueño y una visión envuelta en estas estrofas de Manzoni, a manera de guirnalda o de aureola luminosa:

Tutto ei provó; la gloria

Maggior dopo il periglio,

La fuga, e la vittoria,

La reggia, e il triste esiglio.

Due volte nella polvere,

Due volte sugli altar.


Me creía un conquistador, un Napoleón chiquito.

De improviso sentí, como si la cabeza se me escapara; hice fuerzas con la cabeza, endureciendo el pescuezo; la tierra se movía; yo no estaba del todo despierto, ni del todo dormido. La cabecera seguía escapándoseme, creí que soñaba, fui a darme vuelta y un objeto con cuatro patas, negro y peludo, corrió... Había hecho cabecera de una mulita.

Los héroes como yo tienen sus visiones así, sobre reptiles, y las páginas de nuestra historia no pueden terminar sino poniendo al fin de cada capítulo, el terrible22, lasciate ogni speranza.

Dejemos dormir a mi gente un rato, mientras yo compongo mi cabecera.

Sueño fantástico. En marcha. Calixto Oyarzábal y sus cuentos. Cómo se busca de noche un camino en la Pampa. Campamento. Los primeros toldos. Se avistan chinas. Algarrobo. Indios.

Después que arreglé mi nueva cabecera, me volví a quedar dormido, hasta que Camilo, el exacto y valiente Camilo se acercó a mí, y diciéndome al oído: -Mi coronel-, me despertó.

Tenía en ese momento un sueño que era como la perspectiva confusa del pintado caleidoscopio.

Estaba en dos puntos distantes al mismo tiempo, en el suelo y en el aire. Yo era yo, y a la vez el soldado, el paisano ése, lleno de amor y abnegación, cuya triste aventura acababa de ser relatada por sus propios labios, con el acento inimitable de la verdad. Yo me decía, discurriendo como él: -¡Qué ingrata y qué mala fue Petrona! -y discurriendo como yo mismo-: Byron, tan calumniado, tiene razón; en todo clima, el corazón de la mujer es tierra fértil en afectos generosos; ellas, en cualquier circunstancia de la vida, saben, como la Samaritana, prodigar el óleo y el vino-. De repente, yo era Antonio, el ladrón del padre de Petrona, ora el juez celoso, ya el cabo Gómez, resucitado en Tierra Adentro. En el instante mismo en que me desperté, el desorden, la perturbación, la incompatibilidad de las imágenes del delirio, llegaban al colmo. Había vuelto a tomar el hilo del sueño anterior -no sé si al lector le suele suceder esto-, y montado, no ya en la mulita que se me escapara de la cabecera, sino en un enorme gliptodonte, que era yo mismo, y persistiendo mi espíritu en alcanzar la visión de la gloria, cabalgando reptiles, discurría por esos campos de Dios, murmurando:

Dall'Alpi alle Piramide

Dall'Mansanare al Reno,

........................................

Dall'uno all'altro mare.


Pronto estuvimos otra vez en camino con cabalgaduras frescas.

La noche tenía una majestad sombría; soplaba un vientecito del sur y hacía un poco de frío. Medio entumecido como me había levantado de mi gramíneo lecho, temí dormirme sobre el caballo, y era indispensable tener muchísimo cuidado, pues en cuanto salimos del descampado y entramos de nuevo en el bosque, comenzaron a azotarnos sin piedad las ramas de los árboles. La penumbra de la luna eclipsada a cada momento por nubes cenicientas que corrían veloces por el vacío de los cielos, hacía muy difícil apreciar la distancia de los objetos; así fue que más de una vez apartamos ramas imaginarias y más de una vez recibimos latigazos formidables en el instante mismo en que más lejos del peligro nos creíamos.

¿No sucede en el sendero de la vida -de la política, de la milicia, del comercio, del amor-, lo mismo que cuando en nublada noche atravesamos las sendas de un monte tupido?

Cuando creemos llegar a la cumbre de la montaña con la piedra nos derrumbamos a medio camino. Nos creemos al borde de la playa apetecida y nos envuelve la vorágine irritada. Esperamos ansiosos la tierna y amorosa confidencia y nos llega en perfumado y pérfido billete un ¡olvidadme! Ofrecemos una puñalada, y somos capaces de humillarnos a la primera mirada compasiva.

¡Cuán cierto es que el hombre no alcanza a ver más allá de su nariz!

Llamé, para no dormirme, a Francisco, mi lenguaraz, y de pregunta en pregunta, llegué a asegurarme de que no tardaríamos muchas horas en hallarnos entre las primeras tolderías.

Díjome que poco antes de llegar a donde íbamos a parar se apartaban varios caminos, que debíamos ir con mucho cuidado para no tomar uno por otro; que él era baquiano, pero que podía perderse, haciendo mucho tiempo que no había andado por allí:

-Pues entonces no conversemos; no vayas a distraerte con la conversación y nos extraviemos -le contesté.

Y esto diciendo, sujeté de golpe el caballo, esperé a que toda la comitiva estuviese junta, y previne que de un momento a otro íbamos a llegar a donde se apartaban varios caminos, no tardando en encontrarnos entre las primeras tolderías; que tuvieran cuidado, que quien primero notara otros caminos o toldos, avisara.

Marchamos un rato en silencio, oíase de cuando en cuando el relincho, de los caballos, y constantemente el cencerro de las madrinas.

De repente oyose una carcajada.

Era Calixto, mi jocoso asistente, el revolucionario de marras, que, según su costumbre, iba contando cuentos y que acababa23 de echarles a los compañeros una mentira de a folio.

-¿Qué hay? -pregunté.

-Nada, mi Coronel -contestó Juan Díaz-; es Calixto, que nos quiere hacer comulgar con ruedas de carreta.

El muy mentiroso acababa de jurar, por todos los santos del cielo, que una mujer de la Sierra había parido un fenómeno macho -así dijo él-, con dos cabezas.

Hasta aquí el hecho no tenía nada de inverosímil. Lo gordo era que Calixto agregaba que el muchacho -por no decir los muchachos tenía los más extraños caprichos; que con una boca bebía leche de vaca y con la otra de cabra; que con una decía sí y con otra no; que con una lloraba y con la otra cantaba, armando mediante ese dualismo unas disputas y camorras infernales, que eran muy entretenidas.

-Eres un gran embustero -le dije.

-Mi Coronel -contestó-, embustera será la gaceta en que yo lo he leído.

-¿Y en qué gaceta has leído eso?

-En un pedazo de gaceta en que me envolvieron días pasados una libra de azúcar que me vendió D. Pedro en el fuerte Sarmiento. Allí lo leímos en la cuadra del 7 de caballería; el amigo Carmen se ha de acordar.

Y Carmen, otro de mis asistentes, dio testimonio del hecho, corrigiendo solamente algunos detalles.

- A lo cual Calixto observó:

-Bueno, yo me habré olvidado de algo; pero lo más es verdad, es verdad.

-¿Cómo, que eso ha sucedido en la Sierra, que es donde se consuman todas las maravillas para un cordobés?

De eso no me acuerdo bien.

-Padre Marcos, cuando lleguemos a Leubucó, confiéseme ese mentiroso.

-Con mucho gusto -contestó el buen franciscano, siempre dulce, atento y amable en su trato.

Y cuando aquí llegábamos, una voz gritó:

-¡Acá va el camino!

Me detuve, y conmigo todos los que me seguían de cerca; los demás fueron llegando uno tras otro.

-Debemos estar por llegar -dijo Mora-; voy a ver, mi Coronel.

Esperé un rato.

Volvió diciendo que estaba muy obscuro, que no podía reconocer la rastrillada más traqueada, que era la que debíamos tomar.

En efecto, un nubarrón pardusco eclipsaba totalmente la luna menguante y las estrellas apenas despedían su vacilante luz por entre la tenue bruma que se levantaba en toda la redondez del horizonte.

Habíamos llegado a otro gran descampado, cuyos límites no se columbraban por la obscuridad.

Ordené que cortaran paja.

Rápidos y ágiles se desmontaron los asistentes y obedecieron.

En un verbo tuvimos hermosas antorchas, y buscando al resplandor de ellas el camino que debíamos seguir, no tardamos en hallarlo.

Iba por él el rastro de Angelito y del cabo Guzmán.

-Han pasado no hace mucho rato -afirmaron los rastreadores- y van con los caballos aplastados y sólo con el montado.

-Angelito va en el picazo -dijo uno.

-Che, y el cabo Guzmán -agregó otro- en el moro clinudo.

Tomamos el camino.

Debíamos estar a una legua. Los primeros toldos no se veían por la lobreguez de la noche.

Llegamos... Era un charco de agua entre dos medanitos. Campamos... Mandé asegurar bien las tropillas y me acosté, no exclamando como el poeta:

Whithout a hope in life.


Al contrario, esperanzado en el favor de Dios que hasta allí me había llevado con felicidad.

Era singular que los indios no nos hubieran sentido todavía; ellos, que son tan andariegos, que se acuestan tan temprano y se levantan con estrellas.

La luz crepuscular anunciaba la proximidad de un nuevo día.

Durmamos...

¡Es fácil conciliar el sueño cuando la civilización no nos incomoda, no nos irrita con sus inacabables inconvenientes, cuando no tiene uno más que echarse, cuando no hay ni el temor de desvelarse, quitándose la ropa, o pensando en lo que la justicia y la generosidad humanas acaban de hacernos o se proponen hacernos!

Lo confieso, en nombre de las cosas más santas. Yo no he dormido jamás mejor ni más tranquilamente que en las arenas de la Pampa, sobre mi recado.

Mi lecho, el lecho blando y mullido del hombre civilizado, me parece ahora, comparado con aquél, un lecho de Procusto.

Viviendo entre salvajes he comprendido por qué ha sido siempre más fácil pasar de la civilización a la barbarie que de la barbarie a la civilización.

Somos muy orgullosos. Y sin embargo, es más fácil hacer de Orión o de Carlos Keen un cacique, que de Calfucurá o de Mariano Rosas un Orión o un Carlos Keen.

¿Hay quien lo ponga en duda?

Me desperté al ruido de los soldados que señalaban toldos acá y acullá.

La curiosidad me puso de pie en un abrir y cerrar de ojos.

Los franciscanos y los oficiales hicieron lo mismo.

Ya no se pensó en dormir, sino en las novedades que sin duda, ocurrirían.

El toldo más próximo estaría distante de nosotros unos mil metros.

Divisábamos algo colorado.

Los soldados, con ese ojo de águila que tienen, tan bueno como el mejor anteojo, decían si eran indios o chinas, los contaban y se reían a carcajadas.

Estaban en sus coloquios cuando uno de ellos dijo:

-De aquel toldo salen tres chinas enancadas... y vienen para acá.

En efecto, no tardamos en verlas llegar, como deteniéndose a cien metros de nuestro volante campamento.

Mandé que el lenguaraz les hablara; díjoles que era yo, el Coronel Mansilla, que iba de paces, que se acercaran.

Las chinas castigaron el flaco mancarrón que montaban enhorquetadas como hombres, medio acurrucadas, y vinieron hacia mí.

Me acerqué a ellas.

Las tres eran jóvenes, dos bien parecidas, una así así.

Vestían su traje habitual, que después tendré ocasión de describir, y cada una de ellas traía una sandía. Era un regalo, por si teníamos sed. El agua de la lagunita era impotable, ellas lo sabían.

Acepté el obsequio y les di doce reales bolivianos, azúcar, yerba, tabaco, papel, todo cuanto pudimos: llevábamos bien poca cosa, habiendo quedado los cargueros atrás.

Les pregunté por sus maridos: y contestaron que hacía días andaban boleando.

Que cómo no habían tenido recelo de acercarse, y contestaron que hacía poco acababan de saber por Angelito que iba llegando a su tierra un cristiano muy bueno; que qué miedo habían de tener, siendo además mujeres.

¡Estas mujeres, señor, en todas partes se creen seguras!, y mientras tanto, ¡en dónde no corren riesgo!

No he visto nada más confiado que las tales mujeres (para ciertas cosas, por supuesto).

Era indudable que ya nos habían sentido los indios.

Mandé ensillar, para llegar a la Verde y esperar un rato allí, donde hallaríamos buen pasto y excelente agua.

Mi lenguaraz se fue con las chinas al toldo, se cercioró de que no había indios en él y volvió con una ponchada de algarrobo.

Es un entretenimiento muy agradable ir a caballo masticando chupando esa fruta.

Así fue que en tanto caminábamos funcionaban las mandíbulas.

Ya no íbamos por entre montes, quedando éstos al naciente, al Poniente y al frente en lejanía.

Habíamos llegado a un campo que quebrándose en médanos bastante escarpados, semejaba el paisaje a las soledades del desierto de Arabia.

La vegetación era escasa y pobre. El guadal profundo. Los caballos caminaban con dificultad.

La mañana estaba lindísima.

Veíamos toldos en todas direcciones, lejos; pero indios, jinetes, ninguno.

Y era lo que más deseaban todos.

-Ver indios, indios, eso es lo que quisiera -decían los franciscanos; y yo les replicaba: -Tengan paciencia, padres, que quién sabe si no es para un susto.

De médano en médano, de ilusión en ilusión, de esperanza en esperanza, llegamos a la Verde.

Serían las diez de la mañana.

Es una laguna como de trescientos metros de diámetro, profunda, adornada de árboles y escondida en la hoya de un médano que tendrá setenta pies de elevación.

Mandé desensillar y mudar caballos.

Yo, aunque sea esto un detalle que no le interesa mucho al lector, me desnudé y echéme al agua.

Quería inspirar confianza a los que me seguían, y más que a éstos, a los indios si me descubrían en aquel lugar.

Ya debían estar prevenidos. Y aquí me detengo hoy. Mañana te contaré los percances del resto del día, en que los franciscanos queridos no ganaron para sustos.

La laguna Verde. Sorpresa. Inspiraciones del gaucho. Encuentros. Grupos de indios. Sus caballos y sus trajes. Bustos. Amenazas. Resolución.

Después que me bañé, que comieron, descansaron y se refrescaron las cabalgaduras en las profundas aguas de La Verde, mandé ensillar, y continuó la marcha.

Estábamos tan cerca ya de Leubucó, que era en verdad sorprendente no se hiciera ver ningún indio.

Angelito y el cabo Guzmán debían estar a esas horas descansando en el toldo de cacique Mariano Rosas, y éste prevenido de que yo llegada de un momento a otro.

Íbamos con mi lenguaraz haciendo conjeturas y atravesando siempre un terreno guadaloso, sumamente pesado, tanto que los caballos no resistían al trote, cuando al coronar los últimos pliegues de la sucesión de médanos que forman el gran médano de La Verde, divisamos, viniendo al galope, a un indio armado de lanza.

Mi lenguaraz se alarmó...; lo conocí en cierta expresión de sorpresa que vagó por su cara.

-¿Qué hay -le dije- que te llama así la atención?

-Señor -repuso-, los indios no tienen costumbre de andar armados en Tierra Adentro.

-¿Y qué será?

Se encogió de hombros, vaciló un instante y por fin contestó:

-Deben estar asustados.

-Pero, ¿asustados de qué, cuando le he escrito a Mariano, y tú mismo le has traducido y explicado bien a Angelito mi mensaje para Ramón, para él y Baigorrita?

-¡Ah! señor, los indios son muy desconfiados.

El indio avanzaba hacia nosotros, haciendo molinetes con su larga lanza, adornada de un gran penacho encarnado de plumas de flamenco.

Tuve la intención de detenerme. Pero en la disyuntiva de que el indio creyera que lo hacía por recelo de él, y aumentar sus sospechas, si venía a reconocerme, preferí lo último, aun exponiéndome a que por no dejarlo acercarse bastante, no me reconociera bien.

Entre asustarse y asustar, la elección no es nunca dudosa. Un gran capitán ha dicho que una batalla son dos ejércitos que se encuentran y quieren meterse miedo. En efecto, las batallas se ganan, no por el número de los que mueren gloriosamente, luchando como bravos, sino por el número de los que huyen o pierden, toda iniciativa, aterrorizados por el estruendo del cañón, por el silbido de las balas, por el choque de las relucientes armas y el espectáculo imponente de la sangre, de los heridos y de los cadáveres.

El indio sujetó su caballo, y con la destreza de un acróbata se puso, de pie sobre él, sirviéndole de apoyo la lanza.

Venía del Sur. Ese era mi rumbo. Seguía avanzando, aunque acortando algo el paso.

El indio continuó inmóvil,

Estaríamos como a tiro de fusil de él, cuando cayendo a plomo sobre el lomo de su caballo, partió a toda rienda en mi dirección, pero visiblemente con el intento de que no nos encontráramos.

Hay aptitudes que no pueden explicarse; sólo la práctica da el conocimiento de ellas: es una especie de adivinación.

Nuestros paisanos tienen a este respecto inspiraciones que pasman.

A mí me ha sucedido ir por los campos, y decirme Camilo Arias: allí debe hacer animales alzados y han de ser baguales, por el modo como corre ese venado, y en efecto, no tardar muchos minutos en descubrir los ariscos animales, flotando al viento sus largas crines y corriendo impetuosos. ¡Qué hermoso es un potro visto así en los campos!

Destaqué mi lenguaraz sobre el indio, sin detenerme, con la orden de que lo hiciera venir a mí.

Como ni el indio ni yo nos detuviésemos, llegamos a encontrarnos a la misma altura, pero en distintas direcciones. Hubiérase dicho que nos habíamos pasado la palabra, al vernos hacer alto simultáneamente.

Mi lenguaraz se puso al habla con el indio. Habló un momento con él, y volvió diciéndome que quería reconocerme.

Piqué mi caballo, y ordenándole a mi gente que nadie me siguiese, partí a media rienda sobre el indio, que me esperaba con el caballo recogido y la lanza enristrada. A los veinte pasos de él, sujeté, diciéndole: ¡Buenos días, amigo!, ¡Buenos días!, contestó. Cambiamos algunas palabras más, por medio del lenguaraz, tendientes todas a tranquilizarlo, y él dio vuelta rumbeando al sur a todo escape, y yo, reuniéndome con mi gente, seguí ganando terreno paso a paso.

Mora, mi lenguaraz, parecía de mal talante, y, en efecto, lo estaba, pues habiéndole interrogado, me manifestó las más serias inquietudes.

Hablábamos de las leguas que todavía teníamos que hacer para llegar a Leubucó, discurriendo sobre si seguiríamos por el camino de Garrilobo, que pasa por los toldos del cacique Ramón, o por el de la derecha, que pasa por la lagunita de Calcumulculeu que debíamos encontrar por momentos, cuando avistamos dos indios ocultos en un pliegue del terreno.

No podía saber si alguno de ellos era el mismo con quien acababa de hablar.

Le consulté a Mora.

Fijó su vista, observó un instante, y contestó con aplomo:

-Son otros, el pelo del caballo del primero era gateado.

Los dos indios avanzaron sobre mí resueltamente.

Como el anterior, venían armados.

No tardamos en estar muy cerca.

Estos no trataban, como el primero, de buscarme el flanco.

-¡Vienen a toparnos! -decía Mora- ¡vienen a toparnos! Y vienen en buenos pingos.

-Pues vamos a toparlos, vamos a toparlos -agregaba yo, y esto diciendo, castigué con fuerza el caballo y ordenándole a mi gente que no apuraran el paso, me lancé a escape.

Con la rapidez del relámpago nos hubiéramos topado, si unos y otros no hubiéramos sujetado a unos cincuenta pasos, avanzando después poco a poco, hasta quedar casi a tiro de lanzada.

-Buenos días, amigos, ¿cómo les va? -les dije.

-Buenos días, ché amigo -contestaron ellos.

Y como estuvieran con las lanzas enristradas le observé a mi lenguaraz se los hiciera notar, diciéndoles quién era yo, que iba de paces, y que no traía más gente que la se veía allí cerca.

Los indios recogieron las lanzas a la primera indicación de Mora, y cuando éste acabó de hablarles, llamando especialmente su atención sobre que yo no llevaba armas, me insinuaron con un ademán el deseo de darme la mano.

No vacilé un punto; piqué el caballo, me acerqué a ellos y nos dimos la mano con verdadera cordialidad.

Les ofrecí cigarros, que aceptaron con marcada satisfacción, y quedándome solo con ellos, hice que Mora fuese donde estaba mi gente, en busca de un chifle de aguardiente.

Mientras fue y volvió, nos hicimos algunas preguntas sin importancia, porque ni ellos entendían bien el castellano, ni yo podía hacerme entender en lengua araucana.

Sin embargo, saqué en limpio que el cacique principal, Mariano Rosas, con otros caciques y muchos capitanejos estaban entregados a Baco; el padre Burela había llegado el día antes de Mendoza, con un gran cargamento de bebidas.

Volvió Mora, tomaron mis interlocutores unos buenos tragos, y despidiéndose alegremente, siguieron ellos su camino, que era la dirección de las tolderías de Ramón, y yo el mío.

Mora seguía cabizbajo, a pesar del aire franco de los dos indios. No las tenía todas consigo ¡Quién sabe qué va a suceder!, decía a cada paso, y luego murmuraba: ¡son tan desconfiados estos indios!

De cálculo en cálculo, de sospecha en sospecha, de esperanza en esperanza, mi caravana se movía pesadamente, envuelta en una inmensa nube de polvo.

Mora decía: Los indios van a creer que somos muchos.

Yo seguía tranquilo; un secreto presentimiento me decía que no había .

Hay situaciones en que la tranquilidad no puede ser el resultado de la reflexión. Debe nacer del alma.

El campo se quebraba otra vez en médanos vestidos de pequeños arbustos, espinillos, algarrobos y chañares.

Nos aproximábamos a una ceja de monte.

Todos, todos los que me acompañaban, paseaban la vista con avidez por el horizonte, procurando descubrir algo.

Marchábamos en alas de la impaciencia, subiendo a la cumbre de los médanos, descendiendo a sus bajíos guadalosos, esquivando los arbustos espinosos, bajo los rayos del sol, que estaba en el cenit, alargándose la distancia cada vez más, por ciertas equivocaciones de Mora, cuando casi al mismo tiempo, varias voces exclamaron: ¡Indios! ¡Indios!

Con efecto, fijando la vista al frente y estando prevenida la imaginación, descubrí varios pelotones de indios armados.

-Parémonos, señor -me dijo Mora.

-No, sigamos -repuse-, pueden creer que tenemos miedo, o desconfiar. Adelantémonos, más bien.

Dejé mi comitiva atrás, aunque mi caballo iba bastante fatigado, y apartándome del camino, que ya habíamos encontrado, y poniéndome al galope, me dirigí al grupo más numeroso de indios.

Tendiendo la vista en ese momento a mi alrededor, vi que me hallaba circulado de enemigos o de curiosos. Poco iba a tardar en saber lo que eran.

Vinieron a decirme que estábamos rodeados.

-Que avancen al tranco -contesté, y seguí al galope.

Rápidos como una exhalación, varios pelotones de indios estuvieron encima de mí.

Es indescriptible el asombro que se pintaba en sus fisonomías.

Montaban todos caballos gordos y buenos. Vestían trajes los más caprichosos, los unos tenían sombrero, los otros la cabeza atada con un pañuelo limpio o sucio. Estos, vinchas de tejido pampa, aquéllos, ponchos, algunos, apenas se cubrían como nuestro primer padre Adán, con una jerga; muchos estaban ebrios; la mayor parte tenían la cara pintada de colorado, los pómulos y el labio inferior, todos hablaban al mismo tiempo, resonando la palabra: ¡winca! ¡winca! es decir: ¡cristiano! ¡cristiano! y tal cual desvergüenza, dicha en el mejor castellano del mundo.

Yo fingía no entender nada.

-¡Buen día, amigo!

-Buen día, hermano -era toda mi elocuencia, mientras mi lenguaraz apuraba la suya, explicando quién era yo, y el objeto de mi viaje.

Hubo un momento en que los indios me habían estrechado tan de cerca, mirándome como un objeto raro, que no podía mover mi caballo. Algunos me agarraban la manga del chaquetón que vestía, y como quien reconoce por primera vez una cosa nunca vista, decían: ¡Ese Coronel Mansilla, ese Coronel Mansilla!

-Sí, sí -contestaba yo, y repartía cigarros a diestro y siniestro, y hacía circular el chifle de aguardiente.

Notando que mi comitiva, siguiendo el camino, se alejaba demasiado de mí, resolví terminar aquella escena. Se lo dije a Mora, habló éste, y abriéndome calle los indios, marchamos todos juntos al galope, a incorporarnos a mi gente.

Pronto formamos un solo grupo, y confundidos, indios y cristianos, nos acercábamos a un medanito, al pie del cual hay un pequeño bosque. Llámase Aillancó.

Mis oficiales y soldados no sabían qué hacerse con los indios; dábanles Cigarros, yerba y tragos de aguardiente.

Achúcar -Pedían ellos. Pero el azúcar se había acabado, la reserva venía en las cargas, y no había cómo complacerlos.

Nuevos grupos de indios llegaban unos tras otros.

Con cada uno de ellos tenía lugar una escena análoga a la que dejo descrita, siendo remarcable las buenas disposiciones que denotaban todos los indios, y la mala voluntad de los cristianos cautivos o refugiados entre ellos. La afabilidad, por decirlo así, de los unos, contrastaba singularmente con la desvergüenza de los otros. Cuando ésa subió de punto, hablé fuerte, insulté groseramente, a mi vez, y así conseguí imponerles respeto a aquellos desgraciados o pillos, a quienes, viéndonos casi desarmados, se les iba haciendo el campo orégano.

Llegamos a Aillancó, y como allí hay una lagunita de agua excelente, hice alto, eché pie a tierra y mandé mudar caballos.

Mudando estábamos, cuando llegó un grupo de veintiséis indios, encabezados por un hombre blanco, en mangas de camisa, de larga melena, atada con una vincha; de aspecto varonil, un tanto antipático, montando un magnífico caballo overo negro, perfectamente ensillado, con ricos estribos de plata y chapeado, que haciendo sonar unas grandes espuelas, también de Plata, y blandiendo una larguísima lanza, y dirigiéndose a mí y sofrenando de golpe el caballo, me dijo: Yo soy Bustos.

-Me alegro de saberlo -le contesté con disimulada arrogancia.

-Soy cuñado del cacique Ramón -añadió, cruzando la pierna derecha sobre el pescuezo de su caballo.

-Soy el Coronel Mansilla -repuse, imitando su postura, y añadiendo: -¿Cómo está el cacique Ramón?

Contestome que estaba bueno, que mandaba saludarme con todos mis jefes y oficiales, y a saber por qué razón habiendo llegado a sus tierras, pasaba de largo por ellas.

Le dije agradeciéndole el saludo: que no pasaba de largo por sus tierras, callado la boca; que el día antes había adelantado al indio Angelito y al cabo Guzmán con un mensaje.

Me dijo que precisamente de ahí nacía la sorpresa de Ramón, que ellos habían dicho que antes de llegar a las tolderías del cacique Mariano, yo pasaría por las de Ramón.

Seguimos cambiando palabras sobre este tópico, y no tardé en apercibirme de que el cacique Ramón hacía una mistificación ex profeso del mensaje que recibiera.

Ni el indio Angelito ni el cabo Guzmán podían haberse equivocado. Era sumamente difícil. Yo me aseguré antes de despacharlos de Coli-Mula, de que me habían entendido perfectamente bien.

Por otra parte, mi carta al cacique Mariano era terminante, y las tolderías de éste no distan tanto de las de Ramón, como para que no hubiera tenido tiempo de prevenirlo,

Mi diálogo con el caballero Bustos, se prolongó bastante, porque él hablaba castellano lo mismo que yo.

Me avisaron que los caballos estaban prontos, preguntándome si quería mudar el mío.

Contesté que sí, que me tomaran otro; y ofreciéndole a Bustos un cigarro, eché pie a tierra, y convidándole a hacer lo mismo, le dije que pensaba llegar en un rato al toldo de Mariano Rosas.

Mientras me mudaban el caballo, hice extender un poncho bajo un árbol, y sentados en él nos pusimos a platicar como dos viejos conocidos.

Me trajeron el caballo, y cuando ponía el pie en el estribo despidiéndome de Bustos, a quien conocí le había caído en gracia, llegaron simultáneamente por dos rumbos distintos dos grupos de indios.

El uno venía de los toldos de Ramón, y el otro de los toldos de Mariano.

El de Mariano lo encabezaba un capitanejo, hombre de malas pulgas, como se verá después.

El otro, un indio cualquiera.

Mariano mandaba saludarme; Ramón a decirme que ya salía a encontrarme.

Despedí al primero con mis agradecimientos, y me dispuse a esperar a Ramón.

Esperándolo estaba, conversando con Bustos, mi comitiva charlaba y se entretenía con los demás indios y con unas chinas que acababan de llegar enancadas de a tres, cuando fuimos acometidos por unos cuantos indios, que, lanza en ristre, y viniendo hacia mí gritaban: ¡winca! ¡winca! ¡matando! ¡matando, winca!

Eché una mirada a mi alrededor, y vi que mi gente estaba resuelta a todo, y con disimulada irritación, le dije a Bustos: ¿Pensarán éstos hacer alguna barbaridad?

Los bárbaros estaban ya encima. Habloles Bustos y mi lenguaraz en su lengua, y echándose sobre ellos las chinas, sin temor de ser pisoteadas por los caballos, y asiéndose vigorosamente de sus lanzas se las arrancaron de las manos. Los indios bramaban de coraje. Felizmente, el incidente no pasó de ahí.

Los augurios y temores de mi lenguaraz amenazaban confirmarse. Pero ya estábamos en las astas del toro, y no era cosa de retroceder.

Volvió el embajador del cacique Ramón.

¿Con qué embajada? Mañana lo sabrás.