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El embajador del cacique Ramón y Bustos. Desconfianzas del cacique. Quién era Bustos. Caniupán. Otra vez el embajador de Ramón y Bustos. Un bofetón a tiempo. Mari purrá wentrú. Recepción. Retrato de Ramón. Exigencia de Caniupán. ¡Lo mando al diablo! Conformidad.

Regresó el embajador de Ramón.

En lugar de dirigirse a mí, se dirigió a Bustos.

¿Qué le dijo? Ni lo supe, ni lo sé. Mi lenguaraz no tenía suficiente libertad para hablar conmigo, porque, a más de pertenecer a las tolderías de Ramón, cuyo cuñado estaba allí, a mi lado, rodeábanos muy de cerca muchísimos indios, que atentos y curiosos, no apartaban sus miradas de mí, como queriendo penetrar mis pensamientos.

Lo que no podía ocultárseme era que Bustos y el embajador no estaban acordes. El primero se expresaba con verbosidad, con calor y perceptible descontento.

Mora, aprovechando un instante de distracción de Bustos, me insinuó con aire significativo que Ramón desconfiaba y que Bustos me defendía.

No me había engañado. El hombre había simpatizado conmigo. Ya tenía un aliado. Traté, pues, de acabar de hacer su conquista, afectando la mayor tranquilidad, disimulando que conocía las desconfianzas de Ramón, y encontrando muy natural todo lo que hasta entonces había pasado.

El embajador partió de nuevo, y Bustos y yo seguimos conversando, dándome mala espina el que a cada rato me dijera, como queriendo justificar el extraño proceder de Ramón, que con toda astucia y disimulo me retenía en el camino:

-No tenga miedo, amigo.

-No, no hay cuidado -contestaba yo.

Y bajo la influencia de estas admoniciones, comencé a engendrar sospechas, inclinándome a creer que había andado muy ligero al hacerme la idea de que el hombre había simpatizado conmigo.

Estábamos platicando, habiéndome dicho que había nacido en el antiguo fuerte Federación, hoy Villa de Junín, que su madre fue india y su padre un vecino de Rojas, de apellido Bustos, que en un tiempo fue comandante de Guardia Nacional. Mi comitiva, asediada por los indios, que pedían cuanto sus ojos velan, repartía cigarros, yerba, fósforos, pañuelos, camisas, calzoncillos, corbatas, todo lo que cada uno llevaba encima y le era menos indispensable. De repente, sintiose un tropel, y envueltos en remolinos de polvo, llegaron unos treinta indios, sujetando los caballos tan encima de mí, que si hubieran dado un paso más me hubieran pisoteado.

Bustos no pudo prescindir de gritarles: ¡Eeeeeh!

Yo, sin moverme del sitio en que estaba, ni cambiar de postura, fruncí el ceño y clavé la mirada en el que venía haciendo cabeza, que encarándoseme y llevando la mano derecha al corazón, me dijo:

-¡Ese soy Caniupán! ¡Capitanejo Mariano Rosas! (y volviendo a señalarse a sí propio) ¡Ese indio guapo!

Seguí mirándolo con torvo ceño.

Junto con las palabras ¡winca! ¡winca! se oyeron algunas otras groseras, de calibre grueso.

Bustos me dijo:

-Montemos a caballo.

Lo tenía ahí cerca, y sin esperar otra insinuación, me levanté del suelo y monté.

Mora me dijo, al hacerlo:

-Caniupán quiere hablar con Ud., señor.

-Pues que hable lo que guste, dile.

Díjome por medio del lenguaraz:

Que Mariano Rosas mandaba saludarme con todos mis jefes y oficiales; que sentía muchísimo no poder recibirme ese día como yo lo merecía; que al día siguiente me recibiría; que tuviese a bien acampar donde me encontraba.

Contestele con la mayor política, resignándome a pasar la noche en Aillancó, y viendo ya que todas aquellas dilaciones eran calculadas.

Mientras el capitanejo y yo hablábamos, varios indios, particularmente uno chileno, nos interrumpían con sus gritos, echándome encima el caballo y metiéndome, por decirlo así, las manos en la cara.

Hasta donde era posible me daba por no apercibido de estas amabilidades, que llegaron a alarmarme seriamente, cuando vi que un indio lo atropelló al padre Marcos, pechándolo con el caballo, en medio de un grito estentóreo; cariño que el reverendo franciscano recibió con evangélica mansedumbre, a pesar de haber andado por las gavias, lo mismo que su compañero, el padre Moisés, que simultáneamente era objeto de otra demostración por el estilo.

El indio chileno vociferaba algo que debían ser amenazas de muerte.

Bustos, que no se separaba de mi lado, volvió a decirme:

-No tenga miedo, amigo.

Le contesté, con tono áspero y fuerte:

-Ud. me está fastidiando ya con su: No tenga miedo, amigo: -y echando un voto cambrónico, agregué:

-Dígame eso cuando me vea pálido.

Algunos indios que entendían el castellano, exclamaron a una: ¡Ese Coronel Mansilla, ese cristiano toro!

Caniupán me dijo con aire imperioso: Dame un caballo gordo para comer.

-¿Conque habías entendido la lengua? -le dije.

-Poquito -repuso el indio-, ¿dando caballo?

-Sí... en eso estoy pensando.

El capitanejo iba a contestar, cuando el embajador de Ramón se presentó por tercera vez.

Habló con Bustos, parando la oreja todos los indios que me rodeaban, porque lo hacía con aire misterioso.

Bustos contestaba con monosílabos que me parecían significar solamente sí y no. Dirigiéndose a los circunstantes, me dijo:

-Dice el cacique Ramón que Ud. no es el Coronel Mansilla, que el Coronel vendrá atrás con la demás gente.

Lo llamé a Mora y le dije:

-Vete al toldo de Ramón, asegúrale que yo soy el Coronel Mansilla, que mande algún indio de los que han estado en el Río Cuarto a reconocerme y quédate en rehenes.

Mora contestó:

-Le voy a decir que si lo engaño, me degüelle.

Y dirigiéndose a Bustos, al separarse de mi lado, añadió:

-Amigo, sepáremelo al Coronel, por si quiere conversar con alguno.

La resolución con que se separó Mora de mi lado, acompañado del embajador, produjo un efecto inesperado en los indios. Cesaron sus impertinencias, continuando, sin embargo, las de algunos cristianos.

A uno de mis soldados se le fue la mano y le plantificó un bofetón al más atrevido de ellos, diciéndole:

-¡Toma, chachino pícaro!

El cristiano quiso hacer barullo, pero los otros colegas no le ayudaron, y menos los indios.

El soldado era un diablo. Echó el bofetón a la risa, y esgrimiendo un chifle de aguardiente, gritaba encarándose con los que le parecían más capaces de una avería: Bebiendo, peñi (peñi quiere decir hermano).

Por algunos indios sueltos que llegaron, supe que el cacique Ramón no estaba en su toldo, sino que se hallaba allí cerca, dentro del monte; que Mora ya estaba con él, que se hacían los preparativos para recibirme.

Detrás de éstos llegó un propio, y después de hablar con Bustos, me dijo éste:

-Amigo, haga formar su gente y dígame cuántos son.

Llamé al Mayor Lemlenyi, y le di mis órdenes.

Cumplidas éstas, le dije a Bustos:

-Somos cuatro oficiales, once soldados, dos frailes y yo.

-Bueno, amigo, déjelos así formados en ala como están.

Y dirigiéndose al propio, le dijo: entre otras cosas, Mari purrá wentrú, palabras que comprendí y que querían decir dieciocho hombres.

Mientras mi gente permanecía formada, mis tropillas andaban solas. Yo estaba con el Jesús en la boca, viendo la hora en que me dejaban con los caballos montados.

Bustos despachó de regreso al propio.

Siguiendo sus insinuaciones al pie de la letra, primero, porque no había otro remedio; segundo... Aquí se me viene a las mientes un cuento de cierto personaje, que queriendo explicar por qué no había hecho una cosa, dijo:

«No lo hice, primero, porque no me dio la gana, segundo...». Al oír esta razón, uno de los presentes le interrumpió diciendo: «Después de haber oído lo primero, es excusado lo demás».

Iba a decir que siguiendo las insinuaciones de Bustos, me puse en marcha con mi falange formada en ala, yendo yo al frente, entre los dos frailes.

Anduvimos como unos mil metros, en dirección al monte donde se hallaba el cacique Ramón.

Llegó otro propio, habló con Bustos, y contramarchamos al punto de partida.

Esta evolución se repitió dos veces más.

Como se hiciera fastidiosa, le dije a Bustos, sin disimular mi mal humor.

-Amigo; ya me estoy cansando de que jueguen conmigo. Si sigue esta farsa mando al diablo a todos y me vuelvo a mi tierra.

-Tenga paciencia -me dijo-, son las costumbres. Ramón es buen hombre, ahora lo va a conocer.

Lo que hay es que están contando su gente bien.

Oyéronse toques de corneta.

Era el cacique Ramón que salía del bosque, como con ciento cincuenta indios.

A unos mil metros de donde yo estaba formado en ala, el grupo hizo alto; tocaron llamada, y se replegaron a él todos los otros que habían quedado a mi espalda, excepto el de Caniupán, que formó en ala, como cubriéndome la retaguardia.

Tocaron marcha, y formaron en batalla.

Serían como doscientos cincuenta. Un indio seguido de tres trompas que tocaban a degüello recorría la línea de un extremo a otro en un soberbio caballo picazo, proclamándola.

Era el cacique Ramón.

Llegaron dos indios y mi lenguaraz, diciéndome que avanzara. Y Bustos, haciendo que los franciscanos me siguieran como a ocho pasos, se puso a mi izquierda, diciéndome:

-Vamos,

Marchamos.

Llegamos a unos cien metros del centro de la línea de los indios, al frente de la cual se hallaba el cacique teniendo un trompa a cada lado, otro a retaguardia.

Caniupán me seguía como a doscientos metros.

Reinaba un profundo silencio.

Hicimos alto.

Oyose un solo grito prolongado que hizo estremecer la tierra, y convergiendo las dos alas de la línea que teníamos al frente, formando rápidamente un círculo, dentro, del cual quedamos encerrados, viendo brillar las dagas relucientes de las largas lanzas adornadas de pintados penachos, como cuando amenazan una carga a fondo.

Mi sangre se heló...

Estos bárbaros van a sacrificarnos, me dije...

Reaccioné de mi primera impresión, y mirando a los míos: Que nos maten matando -les hice comprender con la elocuencia muda del silencio.

Aquel instante fue solemnísimo.

Otro grito prolongado volvió a hacer retemblar la tierra.

Las cornetas tocaron a degüello...

No hubo nada.

Lo miré a Bustos como diciéndole:

-¿De qué se trata?

-Un momento -contestó.

Tocaron marcha.

Bustos me dijo:

-Salude a los indios primero, amigo, después saludará al cacique.

Y haciendo de cicerone, empezó la ceremonia por el primer indio del ala izquierda que había cerrado el círculo.

Consistía ésta en un fuerte apretón de manos, y en un grito, en una especie de hurra dado por cada uno de los indios que iba saludando, en medio de un coro de otros gritos que no se interrumpían, articulados abriendo la boca y golpeándosela con la palma de la mano.

Los frailes, los pobres franciscanos, y todo el resto de mi comitiva hacían lo mismo.

Aquello era una batahola infernal.

¡Imagínate, Santiago amigo, cómo estarían mis muñecas después de haber dado unos doscientos cincuenta apretones de mano!

Terminado el saludo de la turbamulta, saludé al cacique, dándole un apretón de manos y un abrazo, que recibió con visible desconfianza de una puñalada, pues, sacándome el cuerpo, se echó sobre el anca del caballo.

El abrazo fue saludado con gritos, dianas y vítores al Coronel Mansilla.

Yo contesté:

-¡Viva el Cacique Ramón! ¡Viva el Presidente de la República! ¡Vivan los indios argentinos!

Y el círculo de jinetes y de lanzas se quebró en todas partes, desparramándose los indios al son de las dianas que no cesaban, haciendo molinetes con las lanzas, dándose de pechadas los unos a los otros, cayendo aquí, levantándose allá, ostentando los más diestros su habilidad, rayando los corceles, hasta que jadeantes de fatiga les corría el sudor como espuma.

Los gritos de regocijo se perdían por los aires.

El cacique Ramón y yo rodeados de pedigüeños, tomamos el camino de Aillancó.

Llegamos...

Extendiendo ponchos bajo los árboles y formando rueda, nos pusimos a parlamentar entre mate y mate, entre trago y trago de aguardiente.

Hube de echar las entrañas por la boca.

No estaba en carácter, y no había más remedio que hacer bien mi papel.

Obsequié al cacique lo mejor que pude con lo poco que llevaba.

Tenía que armarle y encenderle yo mismo el cigarro, que probar primero que él el mate y la bebida para inspirarle confianza plena.

El cacique Ramón es hijo de indio y de una cristiana de la Villa de la Carlota.

Predomina en él el tipo de nuestra raza.

Es alto, fornido, tiene ojos pardos, cabello algo rubio, ancha frente y habla muy ligero.

Es en extremo aseado.

Viste como un paisano rico.

Quiere bien a los cristianos, teniendo muchos en sus tolderías y varios a su alrededor.

Tendrá cuarenta años.

Todo su aspecto es el de un hombre manso, y sólo en su mirada se sorprende a veces como un resplandor de fiereza.

Es de oficio platero; siembra mucho todos los años, haciendo grandes acopios para el invierno, y sus indios le imitan.

Su padre ha abdicado en él el gobierno de la tribu.

Charlamos duro y parejo.

Me agradeció con marcada expresión de sentimiento todo cuanto había hecho en el Río Cuarto por su hermano Linconao, a quien con mis cuidados salvé de las viruelas, preguntándome repetidas veces si siempre vivía en mi casa, que cuándo volvería a su tierra.

Contestele que estuviera tranquilo, que su hermano quedaba muy bien recomendado; que no le había traído conmigo porque estaba convaleciente, muy débil y que el caballo le habría hecho daño.

Me instó encarecidamente a visitarle en su toldería, ofreciéndome presentarme su familia. Le prometí hacerlo de regreso, y nos separamos ofreciéndome visita para el día siguiente.

Bustos se marchó con él, pidiéndome por supuesto una botellita de aguardiente.

Le di la última que quedaba.

Mora se quedó a mi lado, diciéndome Ramón que le conservara tanto cuanto le necesitara.

Apenas se alejaba Ramón, se presentó el capitanejo Caniupán, insistiendo en que le diera un caballo gordo para comer.

El pedido tenía todo el aire de una imposición.

Me negué redondamente.

Insistió chocándome, y le contesté que dónde había visto que un hombre gaucho diera sus caballos; que los necesitaba para volverme a mi tierra, que si creía que me iba a quedar toda la vida en la suya.

Me dijo algo picante.

Lo mandé al diablo.

Los que le seguían murmuraron algo que podía traer un conflicto.

Creí prudente aflojar un poco la cuerda, y como haciendo una transacción, ordené con muy mal modo que le dieran una yegua.

Llevaba dos gordas para cuando se nos acabara el charqui, lo que probablemente sucedería esa noche, si teníamos muchos huéspedes.

Le entregaron la yegua, la carnearon en un santiamén y se la comieron cruda, chupando hasta la sangre caliente del suelo.

En el sitio del banquete no quedaron más residuos que las panzas, en las que se cebaron después algunos caranchos famélicos.

La tarde se acercaba, y las visitas raleaban.

Llegó un hijo de Mariano Rosas, con unos cuantos. Mandábame saludar nuevamente su padre; quería saber cómo me había ido; recomendarme sobre todo, en todos los tonos, tuviera mucho cuidado con los caballos.

Contesté secamente.

Marchose el mensajero, se puso el sol, acomodáronse los caballos teniéndolos a ronda cerrada, se recogió bastante leña, se hizo un fogón, nos pusimos en torno, circuló el mate y comenzó la charla.

Discurriendo sobre lo que había pasado durante el día, cambiando ideas con Mora, no me quedó duda de que los indios temían un lazo. Iban, por consiguiente, a hacerme demorar en el camino con pretextos, hasta que regresasen sus descubiertas y se aseguraran y persuadieran de que tras de mí no venían fuerzas.

No debía impacientarme.

¡Gran virtud es la conformidad! Me resigné a mi suerte. Filosofábamos con los frailes, y como Dios es inmensamente bueno, nos inspiró confianza, y, concediéndonos un sueño reparador, nos permitió dormir en el suelo desigual, lo mismo que en un lecho de plumas y rosas.

Un cuerpo sano en alma sana. El mate. Un convidado de piedra. Pánico y desconfianzas de los indios. Historias. Un mensajero de Caniupán. Visitas. En marcha. Calcumuleu. Nuevo mensajero. La noche. Amonestaciones. Primer regalo. Unos bultos colorados.

Los franciscanos, como de costumbre, habían hecho sus camas muy cerca de mí.

Así dormíamos siempre.

Yo se los había recomendado.

La abnegación generosa de estos jóvenes misioneros, su paciente conformidad en los peligros, su carácter afable, su porte siempre comedido, sus mismas simpáticas fisonomías, todo, todo lo que constituye la persona física y moral, inspiraba hacia ellos una fuerte adhesión.

Se concibe, pues, que unido a estos sentimientos el deber que tenía de cuidarlos, tratara de tenerlos constantemente a mi .

Cuerpo sano en alma sana es roncador.

Los reverendos roncaban a dúo, haciendo el padre Moisés de tenor y el padre Marcos de bajo profundo.

Estuve tentado algunas veces de hacerles alguna broma, pero debían estar tan fatigados, que habría sido imperdonable arrancarles a un sueño que, si no era interesante, debía ser agradable y reparador.

No pude continuar durmiendo.

Me puse a soñar despierto, y después de hacer unos cuantos castillos en el aire, llamé un asistente y le ordené que hiciera fuego.

Cuando la vislumbre del fogón me anunció que mis órdenes estaban cumplidas, hube de levantarme.

Seguí morrongueando y contemplando las estrellas que tachonaban el firmamento, anunciando ya su trémula luz la proximidad del rey del día, hasta que sentí hervir el agua.

Levanteme, senteme al lado del fogón y mientras mi gente dormía como unos bienaventurados, yo apuraba la caldera, junto con Carmen, echándonos al coleto sendos mates de café.

Carmen había salvado un poco de azúcar, felizmente; y a propósito de esto, tuve que resignarme a escuchar su cariñoso reproche de que no diera tanto, porque pronto nos quedaríamos sin cosa alguna.

Yo estaba distraído, viendo arder la leña, carbonizarse, volverse ceniza y desaparecer la materia, por decirlo así, cuando Carmen exclamó:

-Ya viene el día.

-Pues despierta a Camilo -le dije-, que venga a tomar mate.

Dicho esto cambié de postura, me recosté sobre el brazo derecho y me quedé dormitando un momento.

Los buenos días de Camilo me hicieron abrir los ojos, y enderezarme perezosamente, haciendo con los brazos una especie de aleteo que duró tanto cuanto mi boca se abrió y cerró para bostezar.

Al sentarse Camilo le oí decir: ¡Buen día, amigo! Y como la salutación despertara en mí la curiosidad de saber a quién se dirigía, tendí la vista alrededor del fogón y vi un indio rotoso, sin sombrero, tiritando de frío, acurrucado como un mono al lado de la bolsa en que Carmen tenía el azúcar, chupándose los dedos de la mano derecha y metiendola izquierda con disimulo en aquélla.

-¿Cómo va, hermano? -le dije.

-Bueno, hermano -contestó fingiendo un estremecimiento, y añadió, llevando un puñado de azúcar a la boca:

-Mucho frío ese pobre indio.

Le hice dar un poncho calamaco que llevaba entre mis caronas.

Continué conversando, y supe que había pasado la mayor parte de la noche cerca de nosotros; que su toldo estaba inmediato; que cuando había vuelto a él, el día antes, después de haber andado con la gente de Ramón, se había encontrado sin su familia, la que junto con otras andaba huyendo por los montes, porque decían que los cristianos traían un gran malón; que el indio Blanco, que había llegado de Chile al mismo tiempo que yo, era el autor de la mala nueva, que todos estaban muy alarmados, que habían mandado tres grandes descubiertas para el norte, para el naciente y, para el poniente, por los caminos del Cuero, del Bagual y las Tres Lagunas, cada una de cincuenta hombres, y que la alarma duraría hasta que no viniese el parte sin novedad.

Era la confirmación de mis conjeturas.

¡Quién sabe lo que va a suceder -decía yo para mis adentros-, si las tales descubiertas avanzan demasiado sobre las fronteras de San Luis, Córdoba y sur de Santa Fe! Nada de extraño tiene que las sientan, que las tomen por una invasión, que las fuerzas se muevan y salgan al sur, y que los descubridores traigan un parte falso.

Los franciscanos me sacaron de estas reflexiones dándome los buenos días, y sentándose en la rueda del fogón, que convidaba con sus hermosas brasas.

Después de los padres, se levantaron y ocuparon su puesto los oficiales, y la conversación se hizo general, ponderando todos sin excepción alguna lo bien que habían dormido.

Los padres no necesitaban jurarlo.

El indio era muy ladino; nos entretuvo un rato contándonos una porción de historias; entre ellas nos habló de un pariente suyo que había vivido sin cabeza; de unos indios que dizque vivían en tierras muy lejanas, que se alimentaban con sólo el vapor del puchero: de otros que corren tan ligero como los avestruces, que tienen las pantorrillas adelante, pretendiendo hacernos creer que todo cuanto decía era verdad.

Yo no sé si él lo creía, pero parecía creerlo.

Varias veces le pregunté si él había visto esas cosas.

Me contestó que no, que su padre se las había contado.

Por supuesto, que éste tampoco las había visto: se las había contado el abuelo de nuestro interlocutor.

Pero, ¿qué tenía de extraño que un pobre indio creyese tales patrañas, cuando uno de mis ayudantes, el Mayor Lemlenyi, creía, porque se lo había contado no sé qué chusco, que en Patagones hay unos indios que tienen el rabo como de una cuarta, cuyos indios antes de sentarse en el suelo, hacen un pocito con el dedo, o con el mismo rabo, para meterlo en él y estar con más comodidad?

Las creederas de la humanidad suelen tener unas proporciones admirables.

Todo cabe dentro de ellas -la verdad lo mismo que la mentira.

Si me apurasen mucho, demostraría que es más común creer en la mentira que en la verdad.

Machiavelo dice que el que quiera engañar, encontrará siempre quien se deje engañar, lo que prueba que, si no hay quien mienta más, no es por la dificultad de encontrar quien crea, sino por la dificultad de encontrar quien se resuelva a mentir.

Amaneció.

Me trajeron el parte de que en las tropillas no había novedad. En cambio, la yegua que conservaba para comer había muerto envenenada por un yuyo malo.

Ibamos a estar frescos si esa tarde no llegaban las cargas.

Cuando salía el sol, se presentó un mensajero de Caniupán, y después de darme los buenos días con muchísima política, de preguntarme si había dormido bien, si no había habido novedad, si no había perdido algunos caballos, me notificó que el capitanejo vendría a visitarme al rato. Devolví los saludos y contesté que estaba pronto.

El mensajero pidió cigarros, aguardiente, yerba, achúcar, achúcar, se lo dieron y, se marchó.

Poco a poco fueron llegando Visitantes, o mejor dicho curiosos, porque no se bajaban del caballo, sino que, echados sobre el pescuezo, se quedaban largo rato así mirándonos, y luego se marchaban diciendo algunas veces: Adiós, amigo, pidiendo otras un cigarro.

La visita anunciada llegó a las dos horas. Le acompañaban veintitantos indios. Se apeó del caballo, después de saludar cortésmente, me dio un mensaje de Mariano Rosas y tomó asiento en el suelo, a mi lado, pidiéndome con la mayor familiaridad un cigarro.

Arméselo, encendilo yo mismo, y se lo puse en la boca por decirlo así.

Mariano Rosas me invitaba a cambiar de campamento, a avanzar una legua; y me pedía disculpas.

El comisionado le disculpaba por su cuenta confidencialmente diciéndome que estaba achumado (ebrio).

Mandé tomar caballos y ensillar, y como el terreno era muy quebrado, durante la operación se distrajeron los caballerizos y me robaron dos pingos.

Se lo dije a Caniupán, manifestándole con grosería que aquello era mal hecho, que Mariano Rosas estaba en el deber de tomar a los ladrones, para castigarlos y hacerles entregar mis caballos si no se los habían comido. Y quise hacer aquella comedia de enojo, porque entre bárbaros más vale pasar por brusco que por tonto.

Caniupán hizo la suya; me aseguró que los ladrones serían perseguidos, tomados y castigados, pero él sabía perfectamente bien que nadie lo había de hacer. Por supuesto que no lo hicieron. Perdí, pues, mis caballos, quedándome sólo la satisfacción de haber refunfuñado un rato con desahogo.

Avisáronme que todo estaba pronto para la marcha. Se lo previne a mi conductor y nos pusimos en viaje.

Los indios no andan jamás al tranco cuando toman el camino.

Al entrar en el que debíamos seguir, me dijo Caniupán, poniéndose al galope:

-Galope, amigo.

Yo, que no quería dejarme dominar ni en las cosas pequeñas, ni contesté, ni galopé.

-Galope, galope, amigo -me gritó el indio.

Si yo hubiera estado prisionero, no me habría hecho tan mal efecto aquella especie de imposición.

-No quiero galopar -le contesté.

Y como algunos de los míos que venían atrás, viendo el aire de la marcha de los indios, llegasen galopando:

-¡Despacio!, ¡despacio! -les grité.

Los indios se fueron adelante formando un grupo; los cristianos nos quedamos atrás, formando otro.

Sujetaron ellos para esperarnos. Yo seguí al tranco, y al ponerme a su altura piqué el caballo, le apliqué un fuerte rebencazo, y gritándoles a los míos: ¡al galope!, galopamos todos, y digo todos, hablando con propiedad, porque también los indios galoparon poniéndose Caniupán a la par mía.

El punto a donde nos dirigimos era en la Laguna de Calcumuleu, que quiere decir agua en que viven brujas. Distaba una legua larga de Aillancó y quedaba como a seiscientos metros de la orilla del monte de Leubucó.

De consiguiente, poco demoramos en llegar.

El lugar no presenta ninguna particularidad. Es una lagunita como hay muchas, reduciéndose su mérito a tener vertientes de agua potable casi siempre. Sus bordes son bajos; estaban adornados de tal cual arbusto.

Al llegar, Caniupán me dijo:

-Aquí es donde dice Mariano que puede parar.

-Está bien -le contesté, haciendo alto, echando pie a tierra, y ordenando que camparan.

El indio vio desensillar los caballos, sacar las tropillas a cierta distancia para que, comieran mejor, y cuando pareció no quedarle duda de que de allí no me movería, se despidió recomendándome unas cuantas veces el mayor cuidado con los caballos, y se fue, a Dios gracias, dejándome en paz, pero no sin que quedaran por ahí, dispersos, a manera de espías, unos cuantos de los mismos que yo había visto llegar con él, hacía un rato, a Alliancó.

Era hora de comer algo sólido. Se hizo fuego, se cebó mate, se intentó hacer algunos asados, pero el charqui había desaparecido. Fue menester apretarse la barriga, y seguir dándole a la yerba y al café.

Todo el resto de ese día pasaron incesantemente indios, del norte para el sur, del sur para el norte. Todos se detenían, se acercaban, nos miraban y luego proseguían su camino.

Algunos conversaban largo rato con mi gente. Los franciscanos eran siempre los más solícitos en dirigirles la palabra, y en ofrecerles un trago de un botellón de cominillo, que no sé cómo no había volado ya.

Yo me propuse no hablar con nadie ese día, a no ser que viniera ex profeso, mandado por alguien; así fue que me lo llevé paseando por la costa de la laguna, leyendo a Beccaria a ratos, otras veces, un juicio crítico sobre las obras de Platón, de ese filósofo inmortal a quien podría tributársele el fanático homenaje de mandar quemar todo cuanto se ha escrito sobre filosofía, desde sus días hasta la fecha, sin que por eso las ciencias especulativas perdieran gran cosa.

Al caer la tarde, llegó un nuevo mensajero de Mariano Rosas, con una retahíla de preguntas y recomendaciones, que terminaban todas con esta recomendación sacramental: que tenga mucho cuidado con los caballos. Recibí y despedí secamente al mensajero, llamándome sobremanera la atención no tener hasta ese instante noticia alguna del capitán Rivadavia, que hacía dos meses se encontraba entre los indios, con motivo del tratado que desde el año pasado venía negociando yo con ellos.

Llegó la noche; se hizo un gran fogón, nos comimos una mula de las más gordas y algunos peludos, y repletos y contentos, se cantó, se contaron cuentos y se durmió hasta el amanecer del siguiente día.

Iba amaneciendo cuando me desperté; llamé a Camilo Arias, y, le pregunté si había habido alguna novedad. Contestome que no, aunque habíamos estado rodeados de espías. Me incorporé en el blando lecho de arena, dirigí la visual a derecha e izquierda; a la espalda y al frente, y en efecto, los que habían velado nuestro sueño estaban todavía por ahí.

Calentó el sol y empezaron a llegar visitantes y a incomodarnos con pedidos de todo género, tanto que tuve que enfadarme cariñosamente con mis ayudantes Rodríguez y Ozaprowski, porque al paso que iban, pronto se quedarían en calzoncillos.

-Bueno es dar -les dije-, mas es conveniente que estos bárbaros no vayan a imaginarse que les damos de miedo.

Estaba haciéndoles estas prudentes observaciones sobre la regla de conducta que debían observar, y como un indio me pidiera el pañuelo de seda que tenía al cuello, aproveché la ocasión para despedirlo con cajas destempladas.

Gruñó como un perro, refunfuñó perceptiblemente una desvergüenza, añadiendo: cristiano malo, y se fue.

Al rato vino, con cinco más, un nuevo mensajero de Mariano Rosas. Le recibí con mala cara.

-Manda decir el general que cómo está -me preguntó.

-Tirado en el campo, dígale -le contesté.

-Manda decir el general, que cómo le va -añadió.

-Dígale -repuse- que busque una bruja de las que viven en estas aguas que le conteste cómo le irá al que no teniendo qué comer se está comiendo las mulas que necesita para volverse a su tierra.

-Manda decir el general -continuó- si se le ofrece algo.

-Dígale al general -contesté, echando un voto tremendo- que es un bárbaro, que está desconfiando de un hombre de bien que se le entrega desarmado, y que otro día ha de creer en algún pícaro de mala fe que lo engañe.

El mensajero hizo un gesto de extrañeza al oír aquella contestación; advirtiéndolo yo, agregué:

-Y dígaselo, no tenga miedo.

Dicho esto, le di la espalda, y viendo él que yo no tenía ganas de seguir conversando, recogió el caballo y se dispuso a partir. Mas en ese momento llegó un grupo de indios del norte, y mezclándose con ellos, allí se quedaron hablando -según me dijo Mora después- de que no había novedad por el Cuero y que más allá no sabían.

Al rato, cuando ya se iban, uno de ellos fue a pasar por entre los dos franciscanos que estaban descansando en el suelo como a dos varas uno de otro.

Gritele con voz de trueno, saltando furioso sobre él para sofrenarle el caballo y empuñando mi revólver, dispuesto a todo:

-¡Eh! ¡No sea bárbaro! ¡No me pise a los padrecitos!

Y el hombre, que no había sido indio sino cristiano, sujetando de golpe el caballo, casi en medio de los padres, contestó:

-Yo también sé.

-¿Y si sabes, pícaro, por qué pasas por ahí?

-No les iba a hacer nada -repuso.

-¡Conque no les ibas a hacer nada, bandido!

Calló, dio vuelta, les habló a los indios en su lengua, siguiéronle éstos, y se alejaron todos, habiendo pasado los pobres padres un rato asaz amargo, pues creyeron hubiese habido una de pópulo bárbaro.

¡Extraños fenómenos del corazón humano!

Algunas horas después de esta escena, a la que nada notable se siguió, ese mismo hombre tan duramente tratado por mí, se presentó diciéndome:

-Mi Coronel, aquí le traigo este cordero y éstos choclos.

El hombre inculto había cedido, justo era que yo cediera a mi vez.

-Gracias, hijo -le contesté-; ¿para qué te has incomodado? Apéate, tomaremos un mate y me contarás tu vida.

Apeose del caballo, maneolo, sentose cerca de mí y después de algunas palabras de comedimiento dirigidas a los franciscanos, nos contó su historia.

En ese instante gritaron que se avistaban, saliendo del monte, unos bultos colorados.

Ya sabremos lo que era.

Historia de Crisóstomo. Quiénes eran los bultos colorados. El indio Villarreal y su familia. De noche.

Tomó la palabra Crisóstomo, y dijo:

-Mi Coronel, el hombre ha nacido para trabajar como el buey y padecer toda la vida.

Este introito en labios de un hombre inculto llamó la atención de los interlocutores.

Me acomodé lo mejor que pude en el suelo para escucharle con atención, convencido de que los dramas reales tienen más mérito que las novelas de la imaginación.

La otra noche se lo decía yo a Behetti, rogándole me hiciera el sacrificio de ciento cincuenta varas, vulgo, me acompañara una cuadra.

La historia de cualquier hombre de esos que nos estorban el paso, es más complicada e interesante que muchos romances ideales que todos los días leemos con avidez; así como hay más chistes y más gracia circulando en este momento en el más humilde café, que en esos libros forrados en marroquín dorado, con que especula el ingenio humano.

Behetti convino conmigo, y me hizo este cumplimiento:

-Ud. es célebre por sus dichos.

-Y por mis desgracias, como sir Walterio Raleigh -le contesté, diciendo para mi capote: -Así es el mundo, trabajamos por hacernos célebres en una cuerda y lo conseguimos por el lado del ridículo.

¡Nos cuesta tanto conocernos!

Crisóstomo continuó:

-Yo vivía en el valle del cerro de Intiguasi.

Este cerro está cerca de Achiras, y su nombre significa en quechua, si no ando desmemoriado en mis recuerdos etnográficos y filográficos, casa del sol. Diéronselo los incas en una de sus famosas expediciones por la parte oriental de la Cordillera. Inti, quiere decir sol, y guasi casa.

-Vivía con mis padres, cuidando unas manadas, una majada de ovejas pampas y otras de cabras.

También hacíamos quesos. No nos iba tan mal. Hubo una patriada, en la que salieron corridos los colorados con quienes yo me fui, porque me arrió don Felipe -se refería a Saa- anduve a monte mucho tiempo por San Luis, y cuando, las cosas se sosegaron, me volví a mi casa. Los colorados nos habían saqueado. Los pobres siempre se embroman. Cuando no son unos, son otros los que les caen. Por eso nunca adelantamos. Seguimos trabajando y aumentando lo poco que nos había quedado hasta que me desgracié...

Aquí frunció el ceño Crisóstomo, y un tinte de melancolía sombreó su cobriza tez, quemada por el aire y el sol.

-¿Y cómo fue eso? -le pregunté.

-¡Las mujeres! ¡Las mujeres, señor! que no sirven sino para perjuicio -repuso.

-¿Y ahora no tienes mujer?

- Sí tengo.

-¿Y cómo hablas tan mal de ellas?

-Es que así es el hombre, mi Coronel: vive quejándose de lo que le gusta más.

-Bueno, prosigue -le dije, y Crisóstomo tomó el hilo de su narración, que ya había predispuesto a todos en su favor despertando fuertemente la curiosidad.

-Cerca de casa vivía otra familia pobre. Eramos muy amigos; todos los días nos veíamos.

Tenían una hija muy donosa. Se llamaba Inés. Por las tardes cuando recogíamos las majadas, nos encontrábamos en el arroyo que nace de arriba del cerro. Y como la moza me gustaba, yo le tiraba la lengua y nos quedábamos mucho rato conversando. Un día le dije que la quería, que si ella me quería a mí. Me contestó callada que sí.

-¿Y cómo es eso de contestar callada?

-Bueno, mi Coronel, yo le conocí en la cara que puso que me quería.

-¿Y después?

-Seguimos viéndonos todos los días, saliendo lo más temprano que podíamos a recoger para poder platicar con holgura.

Nos sentábamos juntitos en la orilla del arroyo, en un lugar donde había unos sauces muy lindos; nos tomábamos las manos y así nos quedábamos horas enteras viendo correr el agua. Un día le pregunté si quería que nos casáramos. No me contestó, dio un suspiro, se le saltaron las lágrimas, lloró y me hizo llorar.

-¿A ti?

-A mí, pues, señor -contestó Crisóstomo, mirándome con un aire que parecía decir: ¿acaso no puedo llorar yo, porque vivo entre los indios?

Sentí el reproche y le contesté: -No te había entendido bien, sigue.

Prosiguió.

-Lo que se me pasó la tristeza le pregunté por qué lloraba, y me contestó que su padre quería casarla con un tal Zárate, que era tropero y hombre hacendado; y que la noche antes ya le había dicho que si andaba en muchas conversaciones conmigo le había de pegar unos buenos. Con la conversación no nos fijamos en que había llegado la oración, sin haber recogido las majadas.

Salimos juntos a campearlas. Nos tomó la noche, se puso muy obscuro, estaba por llover y nos perdimos, pasando toda la noche en el campo...

Al día siguiente, Inés no vino al arroyo.

Yo fui a su casa, el padre me recibió mal: quiso pelearme.

Inés estaba en el rancho y me miraba diciéndome con unos ojos muy tristes que no le contestara a su padre y que me fuera. Le obedecí. El viejo me insultó mucho, hasta que me perdí de vista; sufrí y no le contesté. A la noche vino la vieja y se pelearon con mi madre. Yo escuché todo de afuera. Más tarde, lo que nos quedamos solos, le conté a mi madre lo que me había pasado...

La pobre me quería mucho, me trató mal, lloró y por último me perdonó.

Pasaron varias lunas sin verse las familias.

Una noche ladraron los perros. Salí a ver qué era, y era una vecina que iba a casa de Inés, donde estaban muy apurados.

A los pocos días Inés se casó con Zárate y estuvieron de baile y beberaje en la casa. Para esto yo ya sabía lo que le había pasado a Inés la noche que ladraron los perros, porque la vecina, que era muy buena mujer, me lo había contado, preguntándome: ¿De quién será la hijita que ha tenido la Inés? Me dio mucha rabia oír los cohetes del casorio, que se había hecho en la capilla de San Bartolo, que está contrita de la sierra. Me fui a la casa. Pedí mi hija.

Me gritaron: ¡Borracho!

Hice un desparramo y salí hachado. Estuve mucho tiempo enfermo. Sané, busqué mi hija, no la hallé. Yo la quería muchísimo. No la había visto nunca. Una tarde sabiendo que la casa estaba sola, me fui a ver si la hallaba a Inés. La hallé. Me recibió como si no me conociera. ¡Le pedí mi hija, me contestó que estaba borracho! La hice acordar de la noche en que nos perdimos, Me contestó: ¡Borracho! Lloré no sé de qué, me echó de la casa llamándome borracho. Le pegué una puñalada...

Y esto diciendo, Crisóstomo se quedó pensativo.

Nosotros, nos quedamos aterrados.

-Y ¿después?, -dije yo, sacando a todos del abismo de reflexiones en que los había sumido la última frase del infortunado amante.

-Después -murmuró con amargura-, después he padecido mucho, mi Coronel.

-¿Qué hiciste?

-Me fui a mi casa, le confesé a mi madre lo que había hecho, y a mi padre también, me rogaron que me fuera para San Luis, me arreglaron unas alforjas, tomé dos buenos caballos y me dirigí a Chaján. Pero al pasar por el camino de los indios, me dio la tentación de rumbear al sur y me vine para acá.

-¿Y no has vuelto a ver a tus padres, o a Inés?

-Sí, mi Coronel, los he visto, varias veces que he ido a malón con los indios, porque el que vive aquí tiene que hacer eso, si no, no le dan de comer. A Inés la cautivamos en una invasión con su marido y sus padres. Por mí se salvó ella; lloró tanto y me rogó tanto que la dejara, que la perdonara, que me dio lástima, estaba embarazada y conseguí que la dejaran.

Al padre y la madre se los llevaron y los vendieron a los chilenos, por una carga de bebida, que son dos barrilitos de aguardiente. Y he oído decir que están en una estancia cerca de Mucum.

Y esto diciendo, Crisóstomo tomó resuello como para seguir su narración.

-¿Y has ido a maloquear (invadir) muchas veces?

-Sí, mi Coronel, ¡qué hemos de hacer! hay que buscarse la vida.

-¿Y tienes ganas de salir a los cristianos?

-Estoy casado con una china y tengo tres hijos -contestó, como leyéndose en sus ojos que sí tenía ganas de salir a los cristianos; pero que no lo haría sin su mujer y sus hijos.

Francamente, estos sentimientos paternales me hacían olvidar al hombre que le diera una puñalada a Inés.

¡Qué abismos insondables de ternura y de fiereza oculta en sus profundidades tempestuosas el corazón humano!

Me iba perdiendo en reflexiones, cuando se oyeron varias voces: ¡Ya vienen cerca los bultos colorados!

-No te vayas, Crisóstomo -le dije, y levantándome fui a posarme en un mogote del terreno para ver mejor los bultos.

-Son dos chinas -dijeron unos.

-Y viene un indio con ellas -otros.

Los bultos se acercaban a media rienda.

Llegaron, saludaron cortésmente en castellano y preguntaron por el Coronel Mansilla.

-Yo soy -les contesté-, echen pie a tierra.

El indio se apeó al punto. Las chinas recogieron el pretal de pintadas cuentas que les sirve de estribo y bajaron del caballo con cierta dificultad por la estrechez de la manta en que van envueltas.

Era el caballero Villarreal, hijo de india y de cristiano, casado con la hermana de mi comadre Carmen, que me mandaba saludar y algunos presentes -choclos y sandías.

La segunda china era hermana de mi comadre y de la mujer de Villarreal.

Es éste un hombre de regular estatura, de fisonomía dulce y expresiva, embellecida por unos grandes ojos negros llenos de fuego. Vestía como un gaucho lujoso. Habla bastante bien el castellano y se distingue por la pulcritud de su persona. Su padre, cuyo apellido lleva, fue vecino del Bragado. Tendrá treinta y cinco años. Ha estado en Buenos Aires en tiempo de Rosas, y conoce perfectamente las costumbres de los cristianos decentes. La mujer es una china magnífica, que también ha estado en Buenos Aires; me habló de Manuelita Rosas; tendrá treinta años. Su hermana tendrá dieciocho, y era soltera. Ambas vestían con lujo, llevando brazaletes de cuentas de muchos colores y de plata, collares de oro y plata, el colorado pilquén (la manta), prendida con un hermoso alfiler de plata como de una cuarta de diámetro, aros en forma de triángulo, muy grandes, y las piernas ceñidas a la altura del tobillo con anchas ligas de cuentas.

La cuñada de Villarreal es muy bonita y vestida con miriñaque y otras yerbas, sería una morocha como para dar dolor de cabeza a más de cuatro. Vestía con menos recato que su hermana, pues, al levantar los brazos, se veía la concavidad que forma el arranque del brazo cubierto de vello y agrandándose los pliegues de la camisa descubrían parte del seno.

Me entregaron los obsequios con mil disculpas de no haber traído más, por la premura del tiempo y los apuros de mi comadre.

Les agradecí la fineza, hice que les acomodaran los caballos, les invité a sentarse y entramos en conversación.

Al caer la tarde, les pregunté si venían con intención de pasar la noche conmigo; me contestaron que sí, si no incomodaban.

Mandé que desensillaran los caballos, se puso en el asador el cordero de Crisóstomo, y mientras se asaba, le pegamos al mate y al cominillo de los franciscanos.

Anochecía cuando llegó un enviado de Mariano Rosas, con el mensaje consabido: ¿cómo está, cómo le va, no se han perdido caballos?

Contesté que no había habido novedad, y despedí al embajador lo más pronto que pude, sin invitarle a que se apeara.

A Crisóstomo, le rogué que pasara la noche conmigo; tenía mis razones para querer conversar a solas con él.

Se quedó.

Nos sentamos alrededor del fogón, cenamos hasta saciarnos con choclos, que me parecieron bocado de cardenal, charlamos mucho, y, cuando ya fue tarde, tendimos las camas y como en los buenos viejos tiempos de los patriarcas, nos acostamos todos juntos, por decirlo así, teniendo por cortinas el limpio y azulado cielo coronado de luces.

No hubo ninguna novedad. Dormimos a las mil maravillas. El hombre es un animal de costumbres.

Conviene prevenir, por la malicia del lector, que los franciscanos, según estaba acordado, hicieron sus camas al lado de la mía.

El amanecer. Llegada de las cargas. El marchado de la mula. Achauentrú en el Río Cuarto. Un almuerzo en el fogón. Lo que hicieron las chinas en cuanto se levantaron. El cabo Mendoza y Wenchenao. Enojo fingido. Se presenta Caniupán.

Al día siguiente amaneció la atmósfera turbia y atornasolada.

Las ondulaciones del terreno arenoso, reverberando el sol, formaban caprichosos mirajes, los objetos cercanos se divisaban lejos creciendo sus proporciones.

Veíanse en lontananza grandes lagunas de superficie plateada y quieta: árboles colosales, que eran pequeños arbustos chamuscados por la quemazón; potros alzados que escarceaban y eran aves de rapiña, que aleteando alzaban el polvo sutil.

Una nubecilla de color terroso pardusco, llamaba hacía rato la atención de mi gente.

Yo estaba vacilando entre matar otra mula o mandar a Crisóstomo comprar una res, porque los choclos no bastaban para que almorzara toda mi gente, citando oí:

-¡Son indios!

-No, vienen muy despacio para ser indios.

-Son mulas.

-Deben ser las cargas.

La última frase, sacándome de la indecisión en que estaba, me hizo incorporar, ponerme de pie, echar la visual en dirección a los objetos que ocasionaban la contradicción y llamar a Camilo Arias, que tiene la vista de un lince, haciéndole una indicación con la mano:

-¿A ver, qué es aquello?

Camilo fijó en el horizonte sus brillantes ojos, cuya mirada hiere como un dardo, y después de un instante de reflexión, con su aplomo habitual y su aire de profunda certidumbre, me contestó:

-Son las cargas, señor.

-¿Estás cierto?

-Sí, mi Coronel.

-¡Arriba todos! -grité-. ¡A la leña todos! ¡Pronto, pronto un fogón, que ya llegan las cargas!

Los asistentes se pusieron en movimiento, desparramándose a todos los vientos; y cuando cada cual regresaba con su carga, la nubecilla que había ido avanzando sobre nosotros transparentaba claramente, a la vista del observador menos agudo, los tres hombres que quedaron atrás y las cuatro cargas con los ornatos sagrados pertenecientes a los franciscanos, la yerba, el azúcar, las bebidas y otras menudencias de poco valor, que eran los grandes presentes que yo destinaba a los caciques principales.

Venían andando a ese paso de la mula que ni es tranco, ni es trote, ni es galope; pero que es rápido y que en la jerga de la lengua de nuestra tierra se llama marchado.

Es una especie de trote inglés, una especie de sobrepaso, que al jinete le hace el efecto de que la mula, en lugar de caminar, se arrastra culebreando.

Todos los aires de marcha, el tranco, el trote, el galope, son cansadores, fatigan hasta postrar.

Sólo el marchado no deshace el cuerpo, ni produce dolores en las espaldas ni en la cintura, permitiendo dormir cómodamente sobre el lomo del macho o de la mula, como en veloz esquife, que, rápido, hiende las mansas aguas, dejando tras sí espumosa estela que, aunque parezca macarrónico, compararé al rastro que deja en el suelo blando el híbrido cuadrúpedo, cuya cola maniobra incesantemente a derecha e izquierda, a manera de timón cuando se mueve.

Llegaron, pues, las suspiradas cargas, y mientras se puso todo en tierra y se eligieron los pedazos de charqui más gordos, se hizo un gran fogón colocando en él una olla para cocinar un pucherete y cocer el resto de choclos que quedaba.

Los padres se ocuparon en abrir sus baúles, en sacar los ornamentos sagrados, que estaban húmedos, y en extenderlos con el mayor cuidado al sol.

Con una parte de los presentes para los caciques hubo que hacer lo mismo.

Las mulas se habían caído repetidas veces en los guadales del Cuero, y todo se había mojado, a pesar de haber sido retobados en cuero fresco, con la mayor prolijidad, en el fuerte Sarmiento.

Yo estaba contrariadísimo; ya sabía por experiencia cuán delicado el paladar de los indios, pues muchísimas veces se sentaron a mi mesa en el Río Cuarto, teniendo ocasión al mismo tiempo, de admirar la destreza con que esgrimían los utensilios gastronómicos, la cuchara y, el tenedor; lo bien que manejaban la punta del mantel para limpiarse la boca, el perfecto equilibrio con que llevaban la copa rebosando de vino a los labios.

Tengo muy presente un rasgo de buena crianza de Achauentrú, capitanejo de Mariano Rosas.

Comía en mi mesa; el asistente que le servía le pasó la azucarera, y como el indio viese que no tenía cuchara dentro, echó la vista al platillo de su taza de café y como viese que tampoco tenía cucharita miró al soldado, y lo mismo que lo habría hecho el caballero más cumplido, le dijo:

-¡Cuchara!

-Pronto, hombre, una cuchara para Achauentrú -le grité yo, cambiando miradas de inteligencia con todos los presentes, como diciendo: Positivamente, no es tan difícil civilizar a estos bárbaros.

Avisaron que el charqui estaba soasado y los choclos cocidos, pronto el pucherete.

-A comer -llamé.

Y sentándonos todos en rueda, comenzó el almuerzo, ocupando las visitas los asientos preferentes, que eran al lado de los franciscanos y de mí.

Las dos chinas estaban hermosísimas, su tez brillaba como bronce bruñido; sus largas trenzas negras como el ébano y adornadas de cintas pampas caían graciosamente sobre las espaldas; sus dientes cortos, iguales y limpios por naturaleza, parecían de marfil; sus manecitas de dedos cortos, torneados y afilados; sus piececitos con las uñas muy recortadas, estaban perfectamente aseados.

Esa mañana, en cuanto salió el sol, se habían ido a la costa de la laguna, se habían dado un corto baño, y recatándose un tanto de nosotros, se habían pintado las mejillas y el labio inferior, con carmín que les llevan los chilenos, vendiéndoselos a precio de oro.

María, la cuñada de Villarreal, más coqueta que su hermana la casada, se había puesto lunarcitos negros, adorno muy favorito de las chinas.

Para el efecto hacen una especie de tinta de un barro que sacan de la orilla de ciertas lagunas, barro de color plomizo, bastante compacto, como para cortarlo en panes y secarlo así al sol, o dándole la forma de un bollo.

El charqui estaba sabrosísimo -a buena gana no hay pan duro, dice el adagio viejo-, el pucherete suculento; los choclos dulces y tiernos como melcocha.

Los cristianos comimos bien; Villarreal y las chinas se saturaron con aguardiente.

Villarreal lo hizo hasta caldearse, término que, entre los indios, equivale a lo que en castellano castizo significa ponerse calamucano.

Llegó el turno del mate de café; no teniendo otro postre, y habiéndome apercibido de que nos rondaban algunos indios, recién llegados, los llamé, los convidé a tomar asiento en nuestra rueda y les di unos buenos tragos del alcohólico anisado.

Hice acuerdos en ese momento de que no me había informado del cabo conductor de las cargas de las novedades del camino; y que aquél, no habiendo sido interrogado, nada me había dicho al respecto.

Rumiaba si le llamaría o no en el acto, cuando ciertas palabras cambiadas entre mis ayudantes me hicieron colegir que algo curioso había ocurrido.

Me resolví al interrogatorio, diciendo incontinenti:

-¡Qué llamen al cabo Mendoza!

-¡Mendoza! ¡Mendoza!, lo llama el Coronel -oyose. Y acto continuo se presentó el cabo, cuadrándose militarmente.

-Y, ¿cómo ha ido por el camino? -le pregunté.

- Medio mal, mi Coronel -me contestó.

-¿Por qué no me habías dicho nada?

-Porque usía no me preguntó nada.

-Yo creía que no hubiera habido novedad, y tú debías haber pedido la venia para hablarme.

El cabo agachó la cabeza y no contestó.

-Bueno, pues, cuéntame lo que te ha sucedido.

-Señor, cuando íbamos llegando a un charco que está allicito no más, cerca del médano de la Verde, me salió un indio malazo, con cuatro más, diciéndome:

-Ese soy Wenchenao, ése mi toldo, ésa mi tierra. ¿Con permiso de quién pasando?

-Voy con el Coronel Mansilla.

-Ese Coronel Mansilla, ¿con permiso de quién pisando mi tierra?

-Eso no sé yo, amigo, déjeme seguir mi camino.

Los indios nos ponían las lanzas en el pecho y las hincaban a las mulas en el anca para hacerlas disparar.

-No siguiendo camino si no pagando.

-¿Y qué quiere que le pague, amigo? ¿nove que lo que llevamos es para el cacique Mariano?

-Entonces dando, mejor. Mariano teniendo mucho; padre Burela viniendo con mucho aguardiente.

Mientras estábamos en esa conversación, mi Coronel, uno de los indios descargó una mula, y llegaron unas chinas con unas pavas, las llenaron bien, echaron bastante azúcar, tabaco y papel en un poncho y se fueron.

Wenchenao nos dijo entonces:

-Bueno, amigo, siguiendo camino no más, pero dando camisa, pañuelo, calzoncillo.

Y hasta que no les dimos algo de eso, no nos quitaron las lanzas del pecho, ni nos dejaron pasar.

-Pues has hecho buena hazaña -le dije- ¿Conque tres hombres se han dejado saquear por unos cuantos indios rotosos?

-¿Y qué habíamos de hacer, mi Coronel? -contestó-, que por hacer pata ancha, nos hubieran quitado todo.

-Tienes razón -le dije-; retírate.

Dio media vuelta, hizo la venia y se alejó.

Aprovechando la presencia de Villarreal y de los otros indios, simulé el mayor enojo e indignación; me levanté de la rueda del fogón; paseándome de arriba abajo exclamaba a cada rato:

-¡Pícaros!, ¡ladrones! -rellenando estas palabras con imprecaciones por estilo de ésta-: ¡Ojalá me hagan algo a mí, para que se los lleve el diablo!

Los indios, sin excepción alguna, me oían fulminar rayos y centellas contra ellos, sin decir una palabra, sin moverse siquiera de su lugar.

Sólo cuando parecía calmado, Villarreal, medio entre San Juan y Mendoza, valiéndome de la metáfora de la tierra, se levantó y viniendo a mí con paso vacilante y aire receloso, me dijo:

-Tenga paciencia, mi Coronel.

-¿Qué paciencia quiere que tenga con esta canalla? -le contesté.

Siguió rogándome que me calmara, y yo contestando, y, después de escucharle una larga explicación sobre cómo eran los indios, la diferencia que había entre uno trabajador y uno ladrón, nos quedamos muy amigos.

Hecha la comedia, pedí más aguardiente, y volví a convidar a los indios del fogón.

Por supuesto que la señora de Villarreal y su hermana no dejaron de dirigirme algunas exhortaciones amables, que finalizaban todas con esta frase: tenga paciencia, señor.

Viendo que los huéspedes se iban caldeando, creí oportuno hacer cesar las libaciones.

-Dando, dando más, Coronel -me decían varios a la vez, ya caldeados, queriendo rematar.

No hubo tutía.

Viéndome firme, fueron despejando el campo uno tras de otro.

Villarreal y sus chinas me pidieron los caballos para retirarse.

Me daban un solo sobre el modo de tratar a los indios, sobre las relevantes prendas del carácter de Ramón, su cacique inmediato, en los momentos que se presentó un precursor de Caniupán, diciéndome que éste no tardaría en llegar; que en Leubucó se hacían grandes preparativos para recibirme, ponderando con tales aspavientos la indiada que se había reunido, los cohetes que se quemarían, que era cosa de chuparse los dedos de gusto, pensando en la imperial recepción que me aguardaba.

Presentose por fin Caniupán con unos cuarenta individuos vestidos de parada, es decir, montando briosos corceles enjaezados con todo el lujo pampeano, con grandes testeras, coleras, pretales, estribos y cabezadas de plata, todo ello de gusto chileno.

Los jinetes se habían puesto sus mejores ponchos y sombreros, llevando algunos bota fuerte, otros de potro y muchos la espuela sobre el pie pelado.

Levanté el campamento; me despedí de las visitas, y escoltado por Caniupán, tomé el camino de Leubucó.

Mañana haré mi entrada triunfal allí.

El camino de Calcumuleu a Leubucó. Los indios en el campo. Su modo de marchar. Cómo descansan a caballo. Qué es tomar caballos a mano. No había novedad. Cruzando un monte. Se divisa Leubucó. Primer parlamento. Cada razón son diez razones.

El camino de Calcumuleu a Leubucó corría en línea paralela con el bosque que teníamos hacia el naciente, buscando una abra, que formaba una gran ensenada. De trecho en trecho se bifurcaba, saliendo ramales de rastrilladas para las diversas tolderías. Reinaba mucho movimiento en el desierto.

De todos lados asomaban indios, al gran galope siempre, sin curarse de los obstáculos naturales del terreno, donde caballos educados como los nuestros o los ingleses habrían caído postrados de fatiga a los diez minutos por vigorosos que hubieran sido. Subían rápidos a la cumbre de los médanos de movediza arena y bajaban con la celeridad del rayo; se perdían entre los montecillos de chañar, apareciendo al punto; se hundían en las blandas sinuosidades y se alzaban luego; se tendían a la derecha, evitando un precipicio, después a la izquierda rehuyendo otro, y así ora en el horizonte, ora fuera de la vista del plano accidentado, cuando menos pensábamos brotaban a nuestro lado, por decirlo así, incorporándose a mi comitiva.

Ibamos formados a ratos, yendo yo con Caniupán adelante, sus indios atrás y después de éstos mi gente; otras veces en dispersión.

Andando con indios no es posible marchar unidos.

Ellos le aflojan la rienda al caballo para que todo lo que puede, sin apurarlo nunca; de modo que los jinetes cuyo caballo tiene el galope corto se quedan atrás y los otros se van adelante.

Toda marcha de indios se inicia en orden; al rato se han desparramado como moscas, salvo en los casos de guerra. En ésta, pelean unidos o en dispersión, a pie unos, a caballo otros, interpolados todos según las circunstancias.

En un combate que mis fuerzas tuvieron con ellos en los Pozos Cavados, pelearon interpolados.

Mi gente, siendo inferior en número, había echado pie a tierra. Le llevaron tres cargas, que fueron rechazadas a balazos, y al dar vuelta caras, los pedestres se agarraban de las colas de los caballos, y ayudados por el impulso de éstos, se ponían en un verbo fuera del alcance de las balas.

En marcha que no es militar, los indios no reconocen jerarquías.

Lo mismo es para ellos la derecha que la izquierda, ir adelante que atrás: -el capitanejo, el cacique menor o mayor, todo es igual al último indio. El terreno, el aire de la marcha y el caballo deciden del puesto que lleva cada uno. ¿Va bien montado el cacique? Se le verá adelante, muy adelante. ¿Va mal montado? Se quedará rezagado. Y el lujo consiste en tener el caballo de galope más largo, de más bríos y de mayor resistencia.

Ya veremos cómo los mismos caballos que nos roban a nosotros, pues ellos no tienen crías ni razas especiales, sometidos a un régimen peculiar y severo, cuadruplican sus fuerzas, reduciéndonos muchas veces en la guerra a una impotente desesperación.

Al llegar a la entrada del bosque, viendo que mi gente marchaba formando una chorrera y que mis caballos no podían resistir a un galope largo sostenido por la arena, que se enterraban hasta las rodillas no obstante que seguíamos las sendas de la rastrillada, le dije a Caniupán:

-Hagamos alto un rato, los padrecitos vienen muy cansados.

Era un pretexto como cualquier otro.

Caniupán sujetó de golpe su caballo, yo el mío, los que nos seguían unos después de otros; lo mismo hicieron los indios que nos precedían, cuando se apercibieron de que estábamos parados, y poco después formábamos dos grupos, envueltos en una nube25 de arena.

Para ganar tiempo y dar más alivio a mis cabalgaduras, mandé mudarlas. Los indios no echaron pie a tierra. Tienen ellos la costumbre de descansar sobre el lomo del caballo. Se echan como en una cama, haciendo cabecera del pescuezo del animal, y extendiendo las piernas cruzadas en las ancas, así permanecen largo rato, horas enteras a veces. Ni para dar de beber se apean; sin desmontarse sacan el freno y lo ponen. El caballo del indio, además de ser fortísimo, es mansísimo. ¿Duerme el indio?, no se mueve. ¿Está ebrio?, le acompaña a guardar el equilibrio. ¿Se apea y le baja la rienda?, allí se queda. ¿Cuánto tiempo?, todo el día. Si no lo hace es castigado de modo que entienda por qué. Es raro hallar un indio que use manea, traba, bozal y cabestro. Si alguno de estos útiles lleva de seguro que anda redomoneando un potro, o en un caballo arisco, o enseñando uno que ha robado en el último malón.

El indio vive sobre el caballo, como el pescador en su barca: su elemento es la Pampa, como el elemento de aquél es el mar.

¿Adónde va un indio que no ensille, que no salte en pelo? ¿Al toldo vecino que dista cuadras? Irá a caballo. ¿Al arroyo, a la laguna, al jagüel, que están cerca a su misma morada? Irá a caballo. Todo puede faltar en el toldo de un indio. Será pobre como Adán. Hay una cosa que jamás falta. De día, de noche, brille espléndido el sol o llueva a cántaros, en el palenque hay siempre enfrenado y atado de la rienda un caballo.

A horse ¡A horse! ¡My kingdom for a horse!

Todo, todo cuanto tiene dará el indio en un momento crítico, por un caballo.

Mudábamos, tomando a mano.

Es una operación campestre entretenida, no haciéndola torpemente, es decir, enlazando.

Cada grupo de mi gente rodeaba su tropilla. La madrina estaba maneada. Los animales remolineaban a su alrededor. Entre varios tenían dos o más lazos formando un círculo a manera de corral. Entraban en él, uno después de otro, por turno de numeración, los que iban a mudar. El encargado de la tropilla elegía un caballo de los menos sobados, lo designaba diciendo verbigracia: el oscuro overo, para el número 4; y el individuo determinado así, con el freno y el bozal en la siniestra, se acercaba a aquél con maña, con cuidado de no asustarlo, buscándole la vuelta, echándole de lejos sobre el lomo, si no era manso, la punta de la rienda o del cabestro, a cuyo contacto se queda casi siempre quieto el manso y dócil corcel.

La operación de mudar tomando a lazo en el medio del campo, a más del riesgo de que los caballos menos asustadizos se espanten, disparen y se alcen, es sumamente morosa, requiere gran destreza y ofrece peligros; de todos los ejercicios del gaucho, del paisano, el más fuerte, el más difícil y el más expuesto de todos es el del lazo. Cualquiera maneja en poco tiempo regularmente las boleadoras. Ni ser muy de a caballo se requiere: siquiera mucha fuerza. El manejo del lazo al contrario, demanda completa posesión del caballo, vigor varonil y agilidad.

Mientras mudábamos, llegaron varios indios del norte, de afuera, como dicen ellos. Nosotros le llamamos así al sur.

Viendo sus caballos tan trasijados, le pregunté a Caniupán:

-¿De dónde vienen éstos?

-Esos viniendo de afuera, boleando -me contestó.

Eran las últimas descubiertas que regresaban, pero Caniupán no quería confesarlo.

-¿Qué habiendo por los campos, hermano? -le agregué.

-Muy silencio estando Cuero, Bagual y Tres Lagunas.

-¿Entonces, indios no desconfiando ya de mí? -proseguí.

Camilo Arias interrumpía el diálogo, avisándome que estábamos prontos.

-¡A caballo! -grité, montamos, nos pusimos en marcha, y pocos minutos después entrábamos en el monte de Leubucó.

Sendas y rastrilladas grandes y pequeñas, lo cruzaban como una red, en todas direcciones.

Galopábamos a la desbandada. Los corpulentos algarrobos, chañares y caldenes, de fecha inmemorial; los mil arbustos nacientes desviaban la línea recta del camino, obligándonos a llevar el caballo sobre la rienda para no tropezar con ellos, o enredarnos en sus vástagos espinosos y traicioneros,

Nuestros caballos no estaban acostumbrados a correr por entre bosques. Teníamos que detenernos constantemente por ellos, expuestos a rodar, y por nosotros mismos, expuestos a quedarnos colgados de un gajo como arrebatados por un garfio.

La torpeza nuestra era sólo comparable a la habilidad de los indios; mientras nosotros, a cada paso, hallábamos una barrera que nos obligaba a abreviar el aire de la marcha, a ir al trote y al tranco, hacer alto y proseguir, ellos seguían imperturbables su camino, veloces como el viento. Pronto, pues, salieron ellos del bosque, quedándonos nosotros atrás. Yo no podía perder de vista que conmigo iban los franciscanos, y no era cosa de dejarlos en el camino, ni de exponerlos a columpiarse contra su gusto en un algarrobo. Demasiada paciencia habíamos tenido ya, para perderla cuando llegábamos, Dios mediante, al término de la jornada.

Los indios me esperaban en una aguadita al salir del bosque; en un gran descampado, sucesión de médanos pelados, tristes, solitarios.

A lo lejos, como una faja negra, se divisaba en el horizonte la ceja de un monte.

-Allí es Leubucó -me dijeron, señalándome la faja negra.

Fijé la vista, y, lo confieso, la fijé como si después de una larga peregrinación por las vastas y desoladas llanuras de la Tartaria, al acercarme a la raya de la China, me hubieran dicho: ¡allí es la gran muralla!

Voy a penetrar, al fin, en el recinto vedado.

Los ecos de la civilización van a resonar pacíficamente por primera vez, donde jamás asentara su planta un hombre del coturno mío.

Grandes y generosos pensamientos me traen; nobles y elevadas ideas me dominan; mi misión es digna de un soldado, de un hombre, de un cristiano -me decía; y veía ya la hora en que reducidos y cristianizados aquellos bárbaros, utilizados sus brazos para el trabajo, rendían pleito homenaje a la civilización por el esfuerzo del más humilde de sus servidores.

Aspiraciones del espíritu despierto, que se realizan con más dificultad que las mismas visiones del sueño, ¡apartaos!

El hombre no es razonable cuando discurre, sino cuando acierta.

Vivimos en los tiempos del éxito.

Nadie lucha contra los que tienen treinta legiones aunque la conciencia pueda más que todas las legiones del mundo.

Alguien habrá que lo intente algún día. Y no con el desaliento del gladiador, que anticipándose a su destino y mirando al César encumbrado sobre las más altas gradas del circo, exclamaba: «Los que van a morir os saludan», sino como el fuerte y viril republicano:

«Primero muerto que deshonrado»

Donde los indios me esperaban, hicimos alto: mandé aflojar las cinchas, dar un descanso a los caballos y de beber después.

Hecho esto, en dos grupos unidos que no tardaron en deshacerse, nos pusimos en marcha al galope, con la mirada fija en la faja negra.

Galopábamos en alas de la impaciencia y de la curiosidad.

No había sido fácil empresa llegar hasta la morada de Mariano Rosas. ¡Hasta los bárbaros saben rodearse de aparato teatral para deslumbrar o embaucar a la multitud!

De repente hizo alto un grupo de indios que nos precedía.

-Hay alguna novedad -me dijo Mora-, porque si no aquéllos no se habrían parado.

-¿Y qué será?

-Cuando menos han avistado algún parlamento.

-¿De quién?

-Del General Mariano.

-¿Y cuántos tendremos que encontrar antes de llegar a Leubucó?

-Quién sabe, señor; eso depende de los honores que el General le quiera hacer.

Un indio venía a media rienda hacia nosotros, destacado del grupo que acababa de hacer alto, en busca de Caniupán.

Sujetamos.

Habló con él en su lengua y luego, partió a escape, contramarchando. Caniupán me dijo:

-Viniendo parlamento.

-Me alegro mucho.

-Topando con él, galope.

-Bueno, topando al galope.

Y esto diciendo, nos pusimos al gran galope sin reparar en nada.

Yo echaba de cuando en cuando la vista atrás, y veía a mis franciscanos, expuestos sin remisión a dar una furiosa rodada, y contenía un tanto la carrera de mi caballo para, que aquéllos se me incorporan, pues Caniupán me decía a cada momento: Poniendo padre a tu lado.

Así íbamos ganando terreno, levantando torbellinos de arena26, rodando más de cuatro en pocos instantes y viendo una nube que transparentaba diversos colores, avanzar sobre nosotros.

Coronamos el dorso de un médano y distinguimos claramente un grupo como de cincuenta jinetes.

-Ese son, poquito galope -dijo Caniupán recogiendo su caballo.

-Bueno, amigo -le contesté, igualando mi caballo con el suyo.

Así seguimos un momento, hasta que hallándonos como a seiscientos metros:

-¡Ese son hermano, topando! -dijo Caniupán y se lanzó violento. Le seguí y mi gente me imitó.

Los franciscanos no se quedaron atrás.

Yo no sé cómo hicieron; pero el hecho es que llegaron junto conmigo hasta el punto en que diciendo y haciendo, Caniupán gritó:

-¡Parando, hermano!

Los dos grupos, el que iba y el que venía, sujetamos al mismo tiempo, quedando como a veinte pasos uno de otro.

Del que venía salió un indio.

Del nuestro salió otro.

Se colocaron equidistantes de sus respectivos grupos y mirando el uno para el norte y el otro para el sur, tomó la palabra el que venía de Leubucó.

¿Cuánto tiempo habló?

Hablaría seguido, sin interrupción alguna, sin tragar la saliva, como cinco minutos.

¿Qué dijo?

Lo sabremos después.

Le contestó el otro en la misma forma y modo.

¿Qué dijo?

Lo sabremos también después.

Tres preguntas y respuestas se hicieron.

Le pregunté a Mora qué habían conversado.

Me contestó que el uno me había saludado, y el otro había contestado por mí; que el uno representaba a Mariano Rosas y el otro me representaba a mí, según orden de Caniupán que acababa de recibir.

-Pero, hombre -le observé-, ¿tanto ha hablado sólo para saludarme?

-Sí, mi Coronel, es que los dos son buenos lenguaraces -oradores quería decir.

-Pero, hombre -insistí-, si han hablado un cuarto de hora, ¿cómo no han de haber hecho más que saludarme?

-Mi Coronel, es que las razones que traía el parlamento de Mariano las ha hecho muchas más, y el de Ud. ha hecho lo mismo para no quedar mal.

-Y ¿cuántas razones traía el de Mariano?

-¡Tres razones no más!

-¿Y qué decían?

-Que cómo está usía, que cómo le ha ido de viaje, que si no ha perdido caballos, porque en los campos solos siempre suceden desgracias.

-¿Y para decir eso ha charlado tanto, hombre?

-Sí, mi Coronel; no ve que cada razón la han hecho diez razones.

¿Y qué es eso, hombre?

Es, mi Coronel...

Decía esto Mora, cuando Caniupán nos interrumpió, proponiéndome que saludara a la comisión que acababa de llegar.

Deferí a su indicación y comenzó el saludo.

Tendrás paciencia, hasta mañana, Santiago amigo, y el paciente lector contigo.

La paciencia es una virtud que conviene ejercitar en las cosas pequeñas, que en las grandes yo opino como Romeo, por boca de Shakespeare.

En qué consiste el arte de hacer de una razón varias, razones. De cuántos modos conversan los indios. Sus oradores. Sus rodeos para pedir. Precauciones de los caciques antes de celebrar una junta. Numeración y manera de contar de los ranqueles.

Aprovechando una parada, interrogué a Mora, que tomó la palabra para explicarme en qué consiste el arte de hacer de una razón, dos o más razones.

A su modo me hizo un curso de retórica completo. Ya he dicho que es un hombre perspicaz y si no lo he dicho, viene aquí a pelo decirlo.

Los indios ranqueles tienen tres modos y formas de conversar.

La conversación familiar.

La conversación en parlamento.

La conversación en junta.

La conversación familiar es como la nuestra, llana, fácil, sin ceremonias, sin figuras, con interrupciones del o de los interlocutores, animada, vehemente, según el tópico o las pasiones excitadas.

La conversación en parlamento está sujeta a ciertas reglas; es metódica, los interlocutores no pueden, ni deben interrumpirse; es en forma de preguntas y respuestas.

Tiene un tono, un compás determinado, su estribillo y actitudes académicas, por decirlo así.

El tono y el compás pueden sólo compararse a lo que en las festividades religiosas se canta con el nombre de villancico.

Es algo cadencioso, uniforme, monótono, como el murmullo de la corriente del agua.

Yo no conozco suficientemente la lengua araucana para consignar una frase.

Pero al penetrante lector, y tú, Santiago, que a este respecto te pierdes de vista, haciendo un pequeño esfuerzo, me comprenderán,

Voy a estampar sonidos cuya eufonía remeda la de los vocablos araucanos.

Por ejemplo:

Epú, bicú, mucú, picú, tanqué, locó, paine, bucó, có, rotó, clá, aimé, purrá, cuerró, tucá, claó, tremen, leuquen, pichun, mincun, bitooooooon!

Supongamos que los sonidos enumerados hayan sido pronunciados con énfasis, muy ligero, sin marcar casi las comas, y que el último haya sido pronunciado tal cual está escrito a manera de una interjección prolongada hasta donde el aliento lo permite.

Supongamos, algo más, que esos sonidos imitativos representando palabras bien hilvanadas, quisieran decir:

Manda preguntar Mariano Rosas, que ¿cómo le ha ido anoche por el campo con todos sus jefes y oficiales?

O, en los términos de Mora, supongamos que esa interrogación sea una razón.

Pues bien, convertir una razón en dos, en cuatro o más razones, quiere decir, dar vuelta la frase por activa y por pasiva, poner lo de atrás adelante, lo del medio al principio, o al fin; en dos palabras, dar vuelta la frase de todos lados.

El mérito del interlocutor en parlamento, su habilidad, su talento, consiste en el mayor número de veces que da vuelta cada una de sus frases o razones; ya sea valiéndose de los mismos vocablos o de otros; sin alterar el sentido claro y preciso de aquéllas.

De modo que los oradores de la pampa son tan fuertes en retórica, como el maestro de gramática de Moliére, que instado por el Bourgeois gentil-homme, le escribió a una dama este billete: «Madame, vos bells yeux, me font mourir d'amour». Y no quedando satisfecho el interesado: «Vos bells yeux, madame, me font mourir d'amour». Y no gustándole esto: D'amour, madame, vos bells yeux me font mourir». Y no queriendo lo último: «Me font mourir d'amour vos bells yeux, madame». Con lo cual el Bourgeois se dio por satisfecho.

La gracia consiste en la más perfecta uniformidad en la entonación de las voces. Y, sobre todo, en la mayor prolongación de la última sílaba de la palabra final.

Una cantante que aprendiera el araucano, haría furor entre los indios por su extensión de voz, si la tenía, y por otros motivos, de que se hablará a su tiempo. No es posible poner todo en la olla de una vez.

Esa última sílaba prolongada, no es una mera fioritura oratoria. Hace en la oración los oficios del punto final: así es que en cuanto uno de los interlocutores la inicia, el otro rumia su frase, se prepara, toma la actitud y el gesto de la réplica, todo lo cual consiste en agachar la cabeza y en clavar la vista en el suelo.

Hay oradores que se distinguen por su facundia; otros por su facilidad en dar vuelta una razón: éstos, por la igualdad cronométrica de su dicción, aquéllos por la entonación cadenciosa; la generalidad por el poder de sus pulmones para sostener, lo mismo que si fuera una nota de música, la sílaba que remata el discurso.

Mientras dos oradores parlamentan, los circunstantes les escuchan y atienden en el más profundo silencio, pesando el primer concepto o razón, comparándolo con el segundo, éste con el tercero, y así sucesivamente, aprobando y desaprobando con simples movimientos de cabeza.

Terminado el parlamento, vienen los juicios y discusiones sobre las dotes de los que han sostenido el diálogo.

La conversación en parlamento, tiene siempre un carácter oficial. Se la usa en los casos como el mío, o cuando se reciben visitas de etiqueta.

No hay idea de lo cómico y ceremonioso que son estos bárbaros. Si el cacique recibe durante el día veinte capitanejos, con los veinte cambia las mismas preguntas y respuestas, empezando por preguntarles por el abuelo, por el padre, por la abuela, por la madre, por los hijos, por todos los deudos, en fin.

Después de esta serie de preguntas sacramentales, inevitables, infalibles, vienen otras de un orden secundario, que completan el ritual, referentes a las novedades ocurridas en los campos y en la marcha, haciendo siempre los caballos un papel principal.

Los indios se ocupan de éstos a propósito de todo. Para ellos los caballos son lo que para nuestros comerciantes el precio de los fondos públicos. Tener muchos y buenos caballos; es como entre nosotros tener muchas y buenas fincas. La importancia de un indio se mide por el número y la calidad de sus caballos. Así, cuando quieren dar la medida de lo que un indio vale, de lo que representa y significa, no empieza por decir: tiene tantos o cuantos rodeos de vacas, tantas o cuantas manadas de yeguas, tantas o cuantas majadas de ovejas y cabras, sino tiene tantas tropillas de obscuros, de overos, de bayos, de tordillos, de gateados, de alazanes, de cebrunos, y resumiendo, pueden cabalgar tantos o cuantos indios; lo que quiere decir, que en caso de malón podrá poner en armas muchos, y que si el malón es coronado por la victoria, tendrá participación en el botín con arreglo al número de caballos que haya suministrado, según lo veremos cuando llegue el caso de platicar sobre la constitución social, militar y gubernativa de estas tribus.

Mariano Rosas tiene la fama de un orador de nota. Cuando lleguemos a su toldo, penetremos en el recinto de su hogar, cuente sus costumbres, su vida, sus medios de gobierno y de acción, será ocasión de comprobarlo con ejemplos palmarios, probando a la vez que hasta entre los bárbaros la elocuencia unida a la prudencia puede disputarle la palma con éxito completo al valor y a la espada.

Tomando el hilo de mi interrumpido relato sobre los diferentes modos de conversar de los ranqueles, agregaré, que en pos de las interrogaciones y contestaciones sobre la salud de la familia y las novedades de los campos, vienen otras sin importancia real, y que después de muchas idas y venidas, vueltas y revueltas, recién se llega al grano.

Un indio, cuando va de visita con el objeto de pedir algo, no descubre su pensamiento a dos tirones. Saluda, averigua todo cuanto puede serle agradable al dueño de casa, devolviendo los cumplimientos con cumplimientos, las ofertas y promesas con ofertas y promesas; se despide: parece que va a irse sin pedir nada; pero en el último momento desembucha su entripado; y no de golpe, sino poco a poco. Primero pedirá yerba. ¿Se la dan? Pedirá azúcar. ¿Se la dan? Pedirá tabaco. ¿Se lo dan? Pedirá papel. Y mientras le vayan concediendo o dando, irá pidiendo, y habrá pedido lo que fue buscando, que era aguardiente. El golpe de gracia viene entonces, pide por fin lo que más le interesa y si no le niegan contestará: no dando lo más; pero dando aguardiente.

Esta táctica socarrona no la emplea el indio solamente en sus relaciones con los cristianos. Disimulado y desconfiado por carácter y por educación, así procede en todas las circunstancias de su vida. Tiene mil reservas en todo y mil cosas reservadas. No hay indio que no sea poseedor de uno o unos cuantos secretos, sin importancia, quizá, pero que no descubrirá sino por interés. Este conoce él solo una laguna, aquél un médano, el otro una cañada; éste una yerba medicinal, aquél un pasto venenoso ; el otro una senda extraviada por el bosque. Y así dicen, no como los cristianos: -Yo conozco una laguna, una yerba, una senda que nadie conoce; sino: -Yo tengo una laguna, y una yerba, una senda que nadie conoce, que nadie ha visto, por donde nadie ha andado.

Decididamente, hoy estoy fatal para las digresiones. Tomé el hilo más arriba y me apercibo que lo he vuelto a dejar. Para dejarlo del todo, me falta decir lo que es la conversación en junta.

Es un acto muy grave y muy solemne. Es una cosa muy parecida al parlamento de un pueblo libre, a nuestro congreso, por ejemplo. La civilización y la barbarie se dan la mano; la humanidad se salvará porque los extremos se tocan. Y por más que digan que los extremos son viciosos, Yo sostengo que eso depende de la clase de extremos. Seria malo, irritante, odioso ser en extremo avaro; pero ¿quién puede tachar a un caballero por ser en extremo generoso? Será una calamidad para una mujer ser en extremo fea. Pero ¿qué mujer sostendrá que es una desgraciada ser en extremo hermosa?

¡Cuándo he dicho que estoy fatal para las digresiones!

Volvamos a la junta, a ver si se parece o no a lo que he dicho.

Reúnese ésta, nómbrase un orador, una especie de miembro informante, que expone y defiende contra uno contra dos, o contra más, ciertas y determinadas proposiciones. El que quiere le ayuda.

El miembro informante suele ser el cacique. El discurso se lleva estudiado, el tono y las formas son semejantes al tono y las formas de la conversación en parlamento, con la diferencia de que en la junta se admiten las interrupciones, los silbidos, los gritos, las burlas de todo género. Hay juntas muy ruidosas pero todas excepto algunas memorables que acabaron a capazos, tienen el mismo desenlace. Después de mucho hablar, triunfa la mayoría aunque no tenga razón Y aquí es el caso de hacer notar que el resultado de una junta se sabe siempre de antemano, porque el cacique, principal tiene buen cuidado de catequizar con tiempo a los indios y capitanejos más influyentes en la tribu.

Todo lo cual prueba que la máquina constitucional llamada por la libertad Poder Legislativo, no es una invención moderna extraordinaria; que en algo nos parecemos a los indios, o, como diría Fray Gerundio: que en todas partes se cuecen habas.

Como las explicaciones de Mora interesasen, prolongué la parada hasta que no quedó ya nada que saber en materia de conversaciones pampeanas.

-¡Vamos! -le dije a Caniupán, y diciendo y haciendo seguimos el camino de Leubucó. Los indios se tendieron al galope. Por no recibir su polvo los imité.

Hacia el sur se alzaba en el horizonte una nube que parecía de arena.

-Son jinetes -dijeron algunos.

Yo fijé un instante la vista en ella, no descubrí nada.

Tenía interés en aprender a contar en lengua araucana. Me dirigí, pues, a Mora, aprovechando el tiempo, ya que por algunos momentos me veía libre de embajadores, mensajeros y parlamentarios, y le pregunté:

-¿Cómo se llaman los números en la lengua de los indios?

Mora no entendió bien la pregunta. Él sabía perfectamente bien lo que quería decir cuatro, pero ignoraba qué era número.

Le dirigí la interpelación en otra forma, y el resultado fue que mis lectores mañana, y tú después, Santiago amigo, sabrán contar en una lengua más:

  • Uno -quiñé.
  • Dos -epú.
  • Tres -clá.
  • Cuatro -meli.
  • Cinco -quehú.
  • Seis -caiú.
  • Siete -relgué.
  • Ocho -purrá.
  • Nueve -ailliá.
  • Diez -marí.
  • Cien -pataca.
  • Mil -barranca.

Ahora, cincuenta se dice quehú-marí; doscientos, epú-pataca; ocho mil, purrá-barranca; y cien mil, pataca-barranca.

Y esto prueba dos cosas:

1º Que teniendo la noción abstracta del número comprensivo de infinitas unidades, como un millón, que en su lengua se dice mari-pataca-barranca, estos bárbaros no son tan bárbaros ni tan obtusos como muchas personas creen.

2º Que su sistema de numeración es igual al teutónico, según se ve por el ejemplo de quehú-marí que vale tanto como cincuenta, pero que gramaticalmente es cinco-diez.

Si hay quien se haya afligido porque nuestro sistema parlamentario se parece al de los ranqueles, ¡consuélese, pues!

Los alemanes, justamente orgullosos de ser paisanos de Schiller y de Goethe, se parecen también a ellos. Bismarck, el gran hombre de Estado, contaría las águilas de las legiones vencedoras en Sadowa, lo mismo que el indio Mariano Rosas cuenta sus lanzas al regresar del malón.

Pero la nube de arena avanza...

Una nube de arena. Cálculos. El ojo del indio. Segundo parlamento. Se avista el toldo de Mariano Rosas. Frente a él.

La nube de arena había llamado mi atención antes de empezar el diálogo con Mora, se movía y avanzaba sobre nosotros, se alejaba, giraba hacia el poniente, luego, hacia el naciente, se achicaba, se agrandaba, volvía a achicarse y a agrandarse, se levantaba, descendía, volvía a levantarse y a descender; a veces tenía una forma, a veces otra, ya era una masa esférica, ya una espiral, ora se condensaba, ora se esparcía, se dilataba, se difundía, ora volvía a condensarse haciéndose más visible, manteniendo el equilibrio sobre la columna de aire hasta una inmensa altura, ya reflejaba unos colores, ya otros, ya parecía el polvo de cien ráfagas de viento errantes, otras el polvo de un rodeo de ganado vacuno jinetes, ya el de potros alzados, unas veces polvo levantado por las que remolinea; creíamos acercarnos al fenómeno y nos alejábamos, creíamos alejarnos y nos acercábamos, creíamos descubrir visiblemente en su seno objetos y nada veíamos, creíamos juguetes de la óptica la imagen de algo que se movía velozmente de un lado a otro, de arriba abajo, que iba y venía, que de repente se detenía partiendo súbito luego: íbamos a llegar y no llegábamos, porque el terreno se doblaba en médanos abruptos, subíamos, bajábamos, galopábamos, trotábamos con la imaginación sobreexcitada, creyendo llegar en breve a una distancia que despejara la incógnita de nuestra curiosidad; pero nada, la nube se apartaba del camino como huyendo de nosotros, sin cesar sus variadas y caprichosas evoluciones, burlando el ojo experto de los más prácticos, dando lugar a conjeturas sin cuento, a apuestas y disputas infinitas.

Así seguíamos nuestro camino, derrotados por aquella nube extraña, cuando divisamos en dirección a Leubucó unos polvos que momentáneamente fijaron nuestra atención, apartándola de lo que la traía preocupada en tan alto grado.

No tardamos en cerciorarnos de que los polvos eran de un grupo bastante crecido de indios que al gran galope se dirigían hacia nosotros. Tienen ellos un modo tan peculiar de andar por los campos que no era fácil confundirlos con otra cosa.

Volvimos, pues, a fijar la vista en la nube aquella que nos había ganado el flanco izquierdo y que ya afectaba un aspecto más conocido, transparentando formas movibles de seres animados. En ese momento los polvos se tendieron hacia el oriente, formando un círculo inmenso, y como queriendo envolver dentro de él todo cuanto andaba por los campos. Al mismo tiempo divisamos otros polvos en el rumbo que llevábamos y oyéronse varias:

-¡Aquéllos andan boleando!

-¡Aquéllos vienen para acá!

Mora me dijo:

-Esos polvos, señor, que tenemos al frente, han de ser de otro parlamento que viene a saludarlo.

Para mis adentros exclamé: ¡Si se acabarán algún día los cumplidos!

Caniupán me dijo:

-Ese comisión grande viniendo a topar.

-Bueno -le contesté, y señalándole a la izquierda, preguntele: -¿Qué es aquello?

El indio fijó sus ojos en el espacio, recorrió rápidamente el horizonte y luego me contestó:

-Boleando guanacos.

Efectivamente, la nube que por tanto tiempo había preocupado nuestra atención, estaba ya casi encima de nosotros envolviendo en sus entrañas una masa enorme de guanacos que estrechada poco a poco por los boleadores, venía a llevarnos por delante.

-¡Cuidado con las tropillas! -grité, Y haciendo alto las rodeamos, porque la masa de guanacos podía arrebatarlas.

La tierra se estremecía como cuando la sacude el trueno, oíanse alaridos en todas direcciones, sentíase un ruido sordo..., la masa enorme de guanacos, rompiendo la resistencia del aire, pasó como un torbellino, dejándonos envueltos en tinieblas de arena. Detrás pasaron los indios revoleando las boleadoras, convergiendo todos hacia el mismo punto, que parecía ser una planicie que quedaba a nuestra derecha.

Cuando aquel aluvión de cuadrúpedos desfiló y disipándose las tinieblas de arena, se hizo la luz, volvimos a ponernos al galope.

Según lo había calculado Mora, los polvos últimos que se avistaron eran otro parlamento que venía.

Esta vez no fue un indio el que se destacó de él: destacáronse tres.

Al verlos Caniupán destacó otros tres.

Cruzáronse éstos a cierta altura con los otros, hablaron no sé qué y ambos grupos prosiguieron su camino.

Llegaron a nosotros los tres que venían, y después que hablaron con Caniupán, díjome éste:

-Formando gente, hermano, ese comisión.

Hice alto, di mis órdenes y formamos en batalla cubriéndome la retaguardia los indios de Caniupán.

Púsose éste a mi lado derecho y por indicación suya coloqué los dos franciscanos a mi izquierda, Mora se puso detrás de mí.

Una vez formados nos pusimos al galope. Galopamos un rato, y cuando la comisión que venía se dibujó claramente sobre una pequeña eminencia del terreno, como a unos dos mil metros de nosotros, Caniupán me dijo:

-Ese comisión lindo, hermano, ahora no más topando.

-Cuando guste, hermano, topando no más.

Los que venían hicieron alto; regresaron los tres indios de Caniupán y los otros tres volvieron a los suyos.

Caniupán me dijo:

-Poquito parando, hermano.

-Bueno, hermano -le contesté, sujetando.

Destacó un indio sobre los que venían diciéndole no sé qué. Los otros hicieron lo mismo.

Llegó el heraldo, habló con Caniupán y éste me dijo:

-Ahora topando, hermano.

-Cuando quiera topando, hermano.

Y esto diciendo nos pusimos al gran galope.

Los otros nos imitaron; venían formados en orden de batalla, haciendo flamear tres grandes banderas coloradas, colocadas en largas cañas, que ocupaban los extremos y el centro de la línea.

Marchamos así hasta quedar distantes unos de otros como cuatrocientos metros.

Caniupán me dijo:

-Cerquita ya, topando.

-Topando -le contesté.

El se lanzó a toda brida, yo le seguí, y los buenos franciscanos, haciendo de tripas corazón, imitaron mi ejemplo.

Cuando íbamos materialmente a toparnos, sujetamos simultáneamente unos y otros, quedando distantes veinte pasos.

El que presidía el parlamento destacó su orador.

Caniupán destacó el suyo.

Colocáronse equidistantes de sus respectivos grupos, mirando el uno al oriente y el otro al occidente, y comenzó el parlamento.

Duró lo bastante para fastidiar a un santo.

Hablaba por los codos, prolongaba la última sílaba de la palabra final, como si su garganta fuera un instrumento de viento, y tenía el arte de hacer de una razón quince razones.

El orador que Caniupán nombró para que me representara, no le iba en zaga.

Así fue que no me valió acortar mis contestaciones.

Mi representante se dio maña para multiplicar mis razones, tanto como su interlocutor multiplicaba las suyas.

Mariano Rosas me mandaba decir:

Que se alegraba mucho que fuera llegando a su toldo (1ª razón).

Que cómo me había ido de viaje (2ª razón).

Que si no había perdido algunos caballos (3ª razón).

Que cómo estaba yo y todos mis jefes, oficiales y soldados (4ª razón).

A estas cuatro razones, yo contesté con otras cuatro.

Pero como el orador de Mariano hizo las suyas sesenta razones, el mío hizo lo mismo con las mías.

Después que estos interesantes saludos pasaron, tuve que dar la mano a todos. Eran unos ochenta, entre ellos había muchos cristianos.

A cada apretón de manos, a cada abrazo, me aturdían los oídos con hurras y vítores.

Con los abrazos y los apretones de mano cesaron los alaridos.

Mezcláronse los indios que habían venido con los de Caniupán, y formando un solo grupo y marchando todos en orden, proseguimos nuestro camino, avistando a poco andar otros polvos.

-Ese, otro comisión-, me dijo Caniupán, señalándomelos.

-Me alegro mucho-, le contesté, diciendo interiormente: A este paso no llegaremos en todo el día a Leubucó.

Subíamos a la falda de un medanito, y Mora me dijo:

-Allí es Leubucó.

Miré en la dirección que me indicaba, y distinguí confusamente a la orilla de un bosque los aduares del cacique general de las tribus ranquelinas, las tolderías de Mariano Rosas.

Los polvos se acercaban velozmente. Llegó un indio: habló con Caniupán y éste destacó otro. Después llegaron tres y Caniupán destacó igual número. Enseguida llegaron seis y Caniupán destacó seis también.

Así, recibiendo y despachando mensajes y mensajeros, ganábamos terreno rápidamente, de modo que no tardamos en avistar la nueva serie de embajadores en cuyas garras íbamos a caer:

Caniupán me dijo:

-Ese comisión, lindo grandote.

-Ya veo que es linda -le contesté.

Y tenía razón en lo de grandote, porque, en efecto, formaban un grupo considerable.

Caniupán me dijo:

-Topando fuerte, hermano.

-Topando como guste -le contesté.

-Mandando hacer alto, hermano -agregó.

Hice alto.

-Formando gente, hermano -me dijo.

Llené sus indicaciones, y mi comitiva formó en batalla, poniéndome yo con los frailes al frente en el orden de antes. Los indios de Caniupán me cubrieron la retaguardia y los otros, haciendo dos alas, se colocaron a derecha e izquierda de mí. Las tres banderas ocuparon el centro de la línea que formábamos, como a veinte pasos a vanguardia. Caniupán iba a mi lado.

Formados en esa disposición, rompimos la marcha al galope.

Los que venían avanzaron también al galope.

Oyéronse toques de corneta.

Caniupán me dijo:

-Ese comisión ahorita topando.

-Ya lo veo -le contesté.

Galopamos algunos minutos -hicimos alto viendo que los que venían se habían parado- y después que hablaron con Caniupán, trayendo y llevando mensajes varios indios, continuamos la marcha.

A una indicación de corneta, Caniupán me dijo:

-Ahora topando ya, hermano.

Y como de costumbre, lanzose a media rienda, dándome el ejemplo.

Esta vez íbamos a toparnos a todo correr en medio de una espantosa algazara que hacían los indios golpeándose la boca abierta con la palma de la mano.

El terreno salpicado de pequeños arbustos, blando y desigual, exponía a todos a una tremenda rodada. No podíamos marchar en formación. Nos desbandábamos y nos uníamos alternativamente. Los pobres frailes, encomendando su alma a Dios, me seguían lo más cerca posible. Muchos rodaron, apretándolos enteros el caballo, y eran jinetes de primer orden. ¡Sarcasmo de la vida! uno de los frailes rodó y salió parado.

Las dos comitivas avanzaban, íbamos materialmente a toparnos ya, cuando a una indicación de corneta sujetaron los que venían y nosotros también.

Siguiose una escena igual a la anterior, entre dos oradores que se ocuparon una media hora de mi salud y de mis caballos. Pero esta vez todo fue más soportable, porque mientras los oradores multiplicaban sus razones con elocuente encarnizamiento, yo conversaba con el capitán Rivadavia que había salido a mi encuentro.

Este valiente y resuelto oficial, prudente y paciente, me representaba hacía tres meses entre los indios.

Le abracé con efusión, y uno de los momentos más gratos de mi vida ha sido aquél. Quien haya alguna vez encontrado un compatriota, un amigo en extranjera playa o en regiones apartadas y desconocidas, desiertas e inhabitadas, después de haber expuesto su vida unas cuantas veces, podrá sólo comprender mis impresiones.

Terminados los saludos, que eran seis razones, las que fueron convertidas en sesenta de una parte y otra, llegó el turno de los abrazos y apretones de mano. Esta vez no hubo más alteración en el ceremonial que toques de corneta. Di unos ciento y tantos abrazos y apretones de mano; y cuando ya no me quedaba costilla ni nervio en la muñeca que no me doliera, comenzaron los alaridos de regocijo y los vivas, atronando los aires. Todo el mundo, excepto mi gente, se desparramó gritando, escaramuceando, rayando los caballos, ostentando el mérito de éstos y su destreza. Aquello era una verdadera fiesta, una fantasía a lo árabe.

Así desparramados, dispersos, jineteando, marchamos un largo rato, viendo darse de pechadas mortales a unos, rodar a otros, haciendo éstos bailar los caballos, tirándose los unos al suelo en medio de la carrera y subiendo ágiles, corriendo los unos de rodillas sobre el lomo de su caballo y los otros de pie, en una palabra, haciendo cada cual alguna pirueta.

A un toque de corneta se reunieron todos, y formamos como antes lo expliqué, aumentando las alas los recién llegados.

Acababa de llegar un enviado de Mariano Rosas.

Su toldo estaba ahí cerca. Penetrar en él era cuestión de minutos, al fin.

Regresó el mensajero y Caniupán me dijo:

-Caminando poquito, hermano -dicho lo cual recogió su caballo y se puso al tranco.

Tuve que conformarme a su indicación. Recogí mi caballo e igualé el paso del suyo.

Llegó otro mensajero de Mariano Rosas, habló con Caniupán, y después me dijo éste:

-Parando, hermano.

Le habló a Mora en su lengua y éste me tradujo: que debíamos echar pie a tierra y esperar órdenes.

El lector juzgará si había motivo para rabiar un rato.

Yo, que en esta excursión a los indios he aprendido una virtud que no tenía, que por modestia callo, repito lo que antes he dicho: que no es tan fácil penetrar en el toldo del Sr. General D. Mariano Rosas, como le llaman los suyos.

Y con esto termino aquí previniendo una cosa... No, no quiero prevenirla.

Épocas buenas y malas. En qué cosas cree el autor. La cadena del mundo moral. ¿Será cierto que los padres saben más que los hijos? El Capitán Rivadavia, Hilarión Nicolai. Camargo. Dilaciones.

Con la última parada se me quemaron los libros. Es verdad que hace mucho tiempo que en mis cálculos entra todo, menos lo principal.

El hombre suele tener épocas de graves errores, de imperdonables desaciertos y tristes equivocaciones.

Como todo el que se ha lanzado sin preparación en la corriente de la vida lo sabe, hay años buenos y malos, meses propicios y fatales, días color de rosa, días negros como el hollín de una chimenea.

Años, meses y días en que a todo acertamos, en que nuestro espíritu parece tener su geometría, en que todo nos halaga y nos sonríe.

Y, a la inversa, años, meses y días en que todo nos sale al revés.

Si amamos, nos olvidan; si vamos a la guerra, nos hieren o nos postergan; si somos candidatos al parlamento, nos derrotan; si jugamos, perdemos; si tomamos comidas con aceite, se nos indigestan; si compramos billetes de lotería, ni cerca le andamos a la suerte; finalmente, hay temporadas aciagas en que ni por chiripa andamos bien. O, como dicen los andaluces, temporadas en que nuestro estado normal es andar en la mala.

Esto debe consistir en algo.

Yo he pensado mucho en la justicia de Dios con motivo de ciertos percances propios y ajenos, pues un hombre discreto debe estudiar el mundo y sus vicisitudes, en cabeza propia y en cabeza ajena.

Y, francamente, hay momentos en que me dan tentaciones de creer que nuestro bello planeta no está bien organizado.

¡Quién sabe si no entramos en un período de desequilibrio moral!

He de buscar algún amigo ducho en trotes de ciencia y conciencia que me indique si hay algún tratado de mecánica terrenal, por el estilo del de Laplace.

Por lo pronto me he refugiado en un tratadito cuyo título es: «La moral aplicada a la política, o el arte de esperar».

Debe ser muy bueno; es un libro chico y anónimo; hace tiempo vengo observando que los mejores libros son los manuales, cuyo autor se ignora.

La razón creo hallarla en la modestia, sentimiento que anda generalmente a caballo.

En este tratadito pienso hallar la solución de muchas de mis dudas.

Yo tengo creencias y convicciones arraigadas, que las he sacado no sé de dónde -hay cosas que no tienen filiación- y no quisiera perderlas o que se embrollaran mucho en los archivos de mi imaginación.

Yo creo en Dios, por ejemplo, cosa en la que sin duda cree el respetable público -aunque hay un refrán maldito que dice: Fíate en Dios y no corras.

Yo creo en la justicia y que las almas nobles deben hacérsela aun a aquellos mismos que se la niegan a ellos; sin embargo, todos los días veo gente desesperada por la calle, quejándose de que no hay justicia en la tierra.

Y hasta ahora les he oído decir a los que tienen y ganan pleitos: ¡Qué bien anda la justicia!

¡Los mismos abogados no hacen otra cosa que gritar contra la justicia!

Dos alegatos distintos de bien probado sobre lo mismo, ¿qué implican?

Yo creo en la caridad, y mientras tanto, todo el día oigo hablar mal del prójimo, y veo gente conducida al cementerio que no tiene tras de qué caerse muerta.

Yo creo en la religión; creo que el patriotismo, el honor, la probidad, el amor del prójimo, son cuestiones de religión.

Mientras tanto, el otro día he leído en un libro italiano -estos italianos pierden la cabeza cuando se ocupan de religión- que todas las religiones quieren hacerse ricas.

Yo creo en la Constitución y en las leyes; y un viejo muy lleno de experiencia que me suele dar consejos, me dice: Todos gobiernan lo mismo, no es Rosas el que no puede.

Yo creo en el pueblo, y si mañana lo convocan a elecciones, resulta que no hay quien sufrague.

Yo creo en el libre albedrío, y todos los días veo gentes que se dejan llevar de las narices por otros; y mi noción de la responsabilidad humana se conmueve hasta en sus más sólidos fundamentos.

Como se ve, yo creo en una porción de cosas muy buenas, muy morales y muy útiles.

El pulpero de enfrente no cree ni entiende nada de eso.

Pero lo pasa bien.

Tiene buena salud, una renta fija, una clientela segura: nadie le inquieta, ni le amenaza, ni le fulmina. Es un desconocido; pero es una potencia.

La suerte debe entrar por mucho; porque de balde no han inventado el refrán: «Suerte te dé Dios, hijo, que el saber poco te vale».

Y el apellido ha de influir también algo.

Es muy raro hallar un hombre que aborrezca a otro que no sabe cómo se llama.

Por eso, sin duda, los brasileños se mudan el nombre.

El otro día no se me ocurrió esto.

Cuando acabe de leer mi tratadito, he de estar ya en estado de curarme de todas mis supersticiones.

Dentro de poco voy a ser un hombre completo, moralmente, bien entendido.

Entonces sí, ¿a que todo cuanto emprenda me sale a las mil maravillas?

¿A que si entablo un pleito gano?

¿A que si emprendo un viaje no naufrago?

¿A que si compro billetes de lotería me saco una suerte mayor?

¿A que si hago una campaña me dan un premio?

¿A que si vuelvo a los indios no me sucede lo que me ha sucedido, que me hagan esperar tanto en el camino?

¿Será cierto que la experiencia es la madre de la ciencia?

Sin duda, por eso dicen que el diablo no sabe tanto por diablo, cuanto por ser viejo.

Se me había olvidado anotar, al enumerar mis creencias, que también creo en este caballero. Le he visto varias veces.

¿Será cierto que mi anciano padre tiene razón en los consejos que me ha dado y me da, consejos que en mi petulancia moderna jamás he querido seguir, tanto que, para saber cómo piensa él, no hay más que averiguar cómo pienso yo?

¿Será cierto que la cadena del mundo moral se forma así vinculando la amarga experiencia de ayer con los desencantos de hoy, metodizando y conformando nuestra vida según los preceptos de los que han vivido y visto más que nosotros, orgullos filósofos de papel?

¿Será cierto que el muchacho más instruido, más aventajado, más sabio, al lado de su padre será siempre un niño de teta, un pigmeo?

¡Santiago amigo! ¿Será cierto que tu padre sabe más que tú?

¿Que el General Guido sabía más que Carlos, que es un mozo de sabiduría?

¿Que don Florencio Varela sabía más que Héctor, que sabe tantas cosas -más que Mariano?, lo dudo.

¿Que mi padre sabe más que yo, que no soy muy atrasado que digamos, particularmente en estudios sociales?

A mí me da por ahí. Mi fuerte es el conocimiento de los hombres.

¡Pero éstos me reservan unos desengaños!

Es con lo que pienso argüir al mocoso de mi hijo, cuando se me levante con el santo y la limosna, que no tardará en suceder.

Ya ha empezado a hacer actos espontáneos, calculados para desprestigiar mi autoridad paternal, a gastar más de lo que debe, siendo objeto de privadas murmuraciones en la familia, y metiéndose a estudiar medicina contra mis consejos.

¡Estudiar medicina sin mi consentimiento! ¡Pues es disparate!

Sólo puedo comparar semejante aberración, en un siglo como éste, en que yo le curo homeopáticamente un panadizo al que lo tenga, con una expedición a los indios ranqueles.

En efecto, querido Santiago, mirando con sangre fría mi viaje a los toldos, ¿no te parece que ha sido perder tiempo?

¿No te parece que las demoras que me ha hecho sufrir Mariano Rosas, antes de dejarme penetrar en su morada, las he merecido por mi extravagancia?

¡Cuánto mejor hubiera sido que mi jefe inmediato me negara la licencia!

Si lo hace, cuando menos me atufo, que así somos -¡desconocemos la mano que nos desea el bien y se la damos a quien nos quiere mal!

Pero acerquémonos a Leubucó, saliendo de donde nos detuvimos ayer.

Viendo que la parada se prolongaba y que mis cabalgaduras estaban muy sudadas, mandé mudar, para hacer la entrada en regla.

Era temprano aún y quién sabe cuánto tiempo íbamos a permanecer todavía sobre el caballo.

Mientras mudaban, el capitán Rivadavia me presentó varios personajes políticos refugiados en Tierra Adentro -siendo los dos más notables, un mayor Hilarión Nicolai y un teniente Camargo.

Ambos han pertenecido a la gente de Saa, y ganaron los indios después de la sableada de San Ignacio, llegando un puñado de soldados.

Muy mal me habían hablado de estos hombres.

Yo iba sumamente prevenido contra ellos, temiendo ser objeto de alguna maldad, aunque reflexionando me parecía que el hecho de ser cristianos debía mirarlo como una garantía.

Dígase lo que se quiera, la cabra siempre tira al monte.

Más tarde veremos si yo discurría mal en medio de las preocupaciones de mi ánimo. Y mi ejemplo podrá serles útil a los que juzguen a los hombres por las reglas vulgares, apasionadas, iracundas, cuando la gran ley de la vida y de Dios es la caridad.

Ni el viejo Hilarión, ni el bandido Camargo me hicieron el efecto que yo esperaba, ni me saludaron como me lo temía. Hilarión con todas sus mañas y Camargo con todas sus bellaquerías son dos hombres atentos y educados, especialmente Hilarión. Camargo es un tipo más crudo.

El primero tendrá cincuenta y cinco años, el segundo veintiocho. El uno tiene larga barba, blanca como la nieve; el otro un lindo bigote negro como azabache.

El uno parece un inglés, el otro tiene todo el sello del hijo de la tierra.

Hilarión es una especie de gauchi-político. Camargo es un compadre neto, que sabe leer y escribir perfectamente, valiente, osado, orgulloso y desprendido. Hilarión contemporiza con los indios, no habla su lengua. Camargo al contrario, habla el araucano, dice lo que siente, no le teme a la muerte y al más pintado le acomoda una puñalada.

Y sin embargo, Camargo es un ser susceptible de enmienda, según lo veremos cuando llegue el momento de referir su vida, sus desgracias, las causas porque se hizo federal, debidas en gran parte a una mujer.

Las tales mujeres tienen el poder diabólico de hacer todo cuanto quieren, y por eso ha de ser que los franceses dicen ce que femme veut Dieu le veut. De un federal son capaces de hacer un unitario y viceversa, que es cuanto se puede decir. Por supuesto que de cualquiera hacen un tonto.

La presencia de mis nuevos conocidos, la charla con ellos, la operación de mudar caballos, hicieron más soportable la imprevista antesala que me obligaron a hacer.

Yo disimulaba mal, sin duda, mi destemplado humor, porque todos a una, los que parecían más racionales y conocedores de los usos y costumbres de los indios, me decían: -Tenga paciencia, señor; así es esta tierra; el General es buen hombre, lo quiere recibir en forma.

No había más recurso que esperar hasta que se acabaran los preparativos. Aquello iba a estar espléndido, según el tiempo que se empleaba en los arreglos. Ni la pirámide de la plaza de la Victoria, cuando se viste de gala, gastando más en traje de lienzo y cartón que en un forro de mármol eterno, emplea tanto tiempo en adornarse como todo un cacique de las tribus ranquelinas.

Me daban una lección sobre el ceremonial decretado para mi recepción, cuando llegó un indiecito muy apuesto, cargado de prendas de plata y montando un flete en regla.

Le seguía una pequeña escolta.

Era el hijo mayor de Mariano Rosas, que por orden de su padre venía a recibirme y saludarme.

La salutación consistió en un rosario de preguntas -todas referentes a lo que ya sabemos, al estado fisiológico de mi persona, a los caballos y novedades de la marcha.

A todo contesté políticamente, con la sonrisa en los labios y una tempestad de impaciencia en el corazón.

Esta vez, a más de las preguntas indicadas, me hicieron otra: que cuántos hombres me acompañaban y qué armas llevaba.

Satisfice cumplidamente la curiosidad.

Ya sabe el lector cuántos éramos al llegar a la tierra de Ramón.

El número no se había aumentado ni disminuido por fortuna; ninguna desgracia había ocurrido. En cuanto a las armas, consistían en cuchillos, sables sin vaina entre las caronas y cinco revólveres, de los cuales dos eran míos.

El hijo de Mariano Rosas regresó a dar cuenta de su misión. Más tarde vino otro enviado y con él la orden de que nos moviéramos.

Una indicación de corneta se hizo oír.

Reuniéronse todos los que andaban desparramados: formamos como lo describí ayer y nos movimos.

Ya estábamos a la vista del mismo Mariano Rosas y no podía distinguir perfectamente los rasgos de su fisonomía, contar uno por uno los que constituían su corte pedestre, su séquito, los grandes personajes de su tribu, ya íbamos a echar pie a tierra, cuando, ¡sorpresa inesperada!, fuimos notificados de que aún había que esperar.

Esperamos, pues...

Habiendo esperado yo tanto; ¿por qué no han de esperar Uds. hasta mañana o pasado?

La curiosidad aumenta el placer de las cosas vedadas difíciles de conseguir.