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Una excursión a los indios ranqueles

Tomo II

Lucio Vicente Mansilla



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ArribaAbajo- XXXIII -

Retrato de Mariano Rosas.- Su política.- Cómo le tomaron prisionero los cristianos.- Rozas le hace peón de su estancia del Pino.- Su fuga.- Agradecimiento por su antiguo patrón.- Paralelo.- De pillo a pillo.- Voto de un indio.- Muerte de Painé.- Derecho hereditario, entre los indios.- Los refugiados políticos.- Mareo1.- Marino Rosas, quiere loncotear conmigo.- Apuros.- Una sombra.


El cacique general de las tribus Ranquelinas tendrá cuarenta y cinco años de edad.

Pertenece a la categoría de los hombres de talla mediana. Es delgado, pero tiene unos miembros de acero. Nadie bolea, ni piala, ni sujeta un potro del cabestro como él.

Una negra cabellera larga y lacia, nevada ya, cae sobre sus hombros y hermosea su frente despejada, surcada de arrugas horizontales. Unos grandes ojos rasgados, hundidos, garzos y chispeantes, que miran, con fijeza por entre largas y pobladas pestañas, cuya expresión habitual es la melancolía, pero que se animan gradualmente, revelando entonces orgullo, energía, y fiereza; una nariz   —4→   pequeña deprimida en la punta, de abiertas ventanas, signo de desconfianza, de líneas regulares y acentuadas; una boca de labios delgados que casi nunca muestra los dientes, marca de astucia y crueldad; una barba aguda, unos juanetes saltados, como si la piel estuviera disecada, manifestación de valor, y unas cejas vellosas, arqueadas, entre las cuales hay siempre unas rayas perpendiculares, señal inequívoca de irascibilidad, caracterizan su fisonomía, bronceada por naturaleza, requemada por las inclemencias del sol, del aire frío, seco y penetrante del desierto pampeano.

Mariano Rosas, es hijo del famoso cacique Painé.

Colocado estratégicamente en Leubucó, entre las tribus de los caciques Ramón y Baigorrita, es el jefe de una confederación. Apoyando unas veces a Ramón contra Baigorrita y otras a Baigorrita contra Ramón, su predominio sobre ambos es constante.

Dividir para reinar, es su divisa. Así Baigorrita y Ramón, que son bravos en la pelea, diestros en todos los ejercicios ecuestres, entendidos en todo género de faenas rurales, sin tenerle envidia a este Bismark ranquelino, ponderan la prudencia de sus consejos, su sesuda previsión, su carácter persistente y conciliador.

El año de 1834 fue hecho prisionero en la Laguna de Langhelo2, situada donde actualmente existe el fuerte «Gainza», cuyos primeros cimientos los puse yo, al avanzar hace ocho meses la frontera de Santa Fe.

Este paraje dista como de treinta leguas de Melincué.

Mariano Rosas, junto con varios indiecitos y alguna chusma se habían quedado allí, cuidando de la caballada de refresco, mientras su belicoso padre daba un malón, internándose muy adentro.

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Los cristianos encargados de la seguridad de la frontera Norte de Buenos Aires, maniobrando hábilmente se lanzaron al Sur, cuando sintieron la invasión, para salirles a los ladrones de adelante; ocuparon y se posesionaron de una de las aguadas principales por donde debían pasar con el botín, sorprendieron a los caballerizos, les quitaron toda la caballada y los cautivaron lo mismo que a la chusma.

Mariano Rosas y sus compañeros de infortunio fueron conducidos a los Santos Lugares. Allí permanecieron engrillados y presos, tratados con dureza, cerca de un año, según sus recuerdos.

Perdían la esperanza de mejorar de suerte. Mas como está de Dios que el hombre suba a la cumbre de la montaña cuando menos lo espera, cayendo en el abismo de la desgracia cuando todo sonríe a su alrededor, un día los llevaron a presencia del dictador don Juan Manuel de Rozas.

Interrogándolos minuciosamente supo éste, que Mariano, que se llamaba a la sazón como su padre, era hijo de un cacique principal de mucha nombradía. Le hizo bautizar, sirviéndole de padrino, le puso Mariano en la pila, le dio su apellido y le mandó con los otros de peón a su estancia del «Pino».

En ella pasaron algunos años trabajando duro, alojados al raso contra un corral de ñandubay, recibiendo lecciones útiles y provechosas sobre la manera de hacer las faenas de campo, sobre el modo de amansar debidamente un potro, aprendiendo a regentear un establecimiento en forma, tratados unas veces a rebencazos, sin haber faltado en nada, atendidos generalmente con cariño, recibiendo raciones y salario como uno de tantos trabajadores,   —6→   hasta que el amor de la familia, el recuerdo de las tolderías, el anhelo de una completa libertad, despertaron en ellos la idea de la fuga, a costa de cualquier riesgo.

Aprovechando una hermosa noche de luna y la confianza que en ellos tenían, echaron mano de una tropilla de caballos escogidos y alzándose, rumbearon al Occidente. Perdiéronse por los campos porque no eran baqueanos y porque temerosos de ser descubiertos y aprehendidos no querían acercarse a las estancias a preguntar dónde quedaba el Bragado, pueblito que conocían por haber andado maloqueando por allí, siendo muchachos.

Notada en el «Pino» su desaparición, fueron perseguidos según supieron después por una mujer que cautivaron; pero no los alcanzaron.

En el puente de Márquez hallaron una partida de policía. La engañaron diciendo que habían venido a comercio y que se volvían para Tierra Adentro. Llegaron a la Federación, hoy Junín, después de haber andado seis días por los campos sin rumbo determinado, descansando y ocultándose entre los cardales y pajonales, y allí los dejaron pasar, mediante un pretexto igual al anterior. Entonces había paz con algunas tribus que vivían por el Toai, de modo que la composición de lugar ideada, para escapar a la persecución, se concibe que surtiera efecto.

Esta es la referencia que el mismo Mariano Rosas me ha hecho. Si no te pareciese verosímil, recuerda aquello, Santiago amigo, de:


Y si lector dijerdes ser comento,
como me lo contaron te lo cuento.



Mariano Rosas conserva el más grato recuerdo de veneración por su padrino, habla de él con el mayor respeto,   —7→   dice que cuanto es y sabe se lo debe a él, que después de Dios no ha tenido otro padre mejor; que por él sabe cómo se arregla y compone un caballo parejero; cómo se cuida el ganado vacuno, yeguarizo y lanar, para que se aumente pronto y esté en buenas carnes en toda estación; que él le enseñó a enlazar, a pialar3 y bolear a lo gaucho.

Que a más de estos beneficios incomparables le debe el ser cristiano, lo que le ha valido ser muy afortunado en todas sus empresas.

Ya te he dicho que estos bárbaros respetan a los cristianos, reconociendo su superioridad moral, aunque les gusta vivir como indios, el dolce farniente, tener el mayor número posible de mujeres, tantas cuantas pueden mantener, en una palabra, ser evangelistas en cuanto esto presupone cierta virtud misteriosa para ser felices en la paz y en la guerra.

Verdad es que la civilización moderna hace lo mismo con cierto disimulo, y es por esto, sin duda, que alguien ha dicho, que nuestra pretendida civilización no es muchas veces más que un estado de barbarie refinada.

Por supuesto, que siendo yo sobrino carnal de Rozas, oyéndolo hablar al indio de su padrino y progenitor postizo, me hacía la ilusión de que lo más fácil del mundo para mí era catequizarlo. Al más ducho se le queman los libros en presencia de un hombre de estado, primitivo.

La vanidad y tontera humanas, ¿dónde no perciben su castigo? Ya veremos cómo la diplomacia es igual en todas partes, lo mismo en Londres que en Viena, en Buenos Aires que en Leubucó; que la cuña para ser buena ha de ser del mismo palo. Y lo que es más filosófico aún,   —8→   que la gratitud anda a caballo en casa de aquellos que creen merecérselo todo.

Al poco tiempo de estar Mariano Rosas en su tierra, su padrino, que no daba puntada sin nudo, viendo que el pájaro se le había escapado de la jaula, y que es bueno tener presente, que quien cría cuervos se expone a que estos le coman los ojos, le mandó un gran regalo.

Consistía en doscientas yeguas, cincuenta vacas y diez toros de un pelo, dos tropillas de overos negros con madrinas oscuras, un apero completo con muchas prendas de plata, algunas arrobas de yerba y azúcar, tabaco y papel, ropa fina, un uniforme de coronel y muchas divisas coloradas.

Con este regio presente iba una afectuosa misiva que Mariano conserva, concebida más o menos así:

«Mi querido ahijado: No crea usted, que estoy enojado por su partida, aunque debió habérmelo prevenido para evitarme el disgusto de no saber qué se había hecho. Nada más natural que usted quisiera ver a sus padres, sin embargo de que nunca me lo manifestó. Yo le habría ayudado en el viaje, haciéndolo acompañar. Dígale a Painé que tengo mucho cariño por él, que le deseo todo bien, lo mismo que a sus capitanejos e indiadas. Reciba ese pequeño obsequio que es cuanto por ahora le puedo mandar. Ocurra a mí siempre que esté pobre. No olvide mis consejos porque son los de un padrino cariñoso, y que Dios le dé mucha salud y larga vida. Su afectísimo Juan Manuel de Rozas».

Esta cartita meliflua y calculada, llevaba un apéndice insignificante al parecer:

«Post Data. Cuando se desocupe, véngase a visitarme con algunos amigos».

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Difícil y algo más que difícil, ardua cosa es desentrañar las intenciones del más inocente mortal.

Que cada cual comente a su manera la carta y la post data susodichas pues.

Yo, cuando se trata de los pensamientos del prójimo, siempre tengo presente el dicho de cierto moralista de nota, con el que lo confundió una vez a un hombre de Estado: la ley de Dios que prohíbe los juicios temerarios es no solamente ley de caridad, sino de justicia y buena lógica.

Mariano Rosas recibió la carta y el presente, deliberó qué debía hacer, y como la mejor suerte de los dados es no jugarlos o como diría Sancho, si de esta escapo y no muero no más bodas en el cielo, resolvió: agradecerle a su padrino la fineza y no visitarle.

Con este motivo y para que en ningún tiempo se dudara de sus sentimientos, después de consultar a las viejas agoreras, juró no moverse jamás de su tierra.

Vinculado por este voto solemne a su hogar, al terreno donde nació, a los bosques en que pasó su infancia, Mariano Rosas no ha pisado, después de su cautiverio, en tierra de cristianos y tiene la preocupación de que si viene personalmente a alguna invasión caerá prisionero.

Conozco este episodio de su vida, porque él mismo me lo ha contado.

Diciéndole que el general Arredondo me había encargado le manifestara los vivos deseos que tenía de conocerle y que cuando estuviera afianzada la paz era conveniente que le hiciera una visita en la Villa de Mercedes, me contestó:

-Eso no, hermano.

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-¿Por qué? -le pregunté.

Refiriome entonces con minuciosos detalles lo que llevo relatado, para que se vea que toda la ciencia de los indios, en su trato con los cristianos se reduce a un aforismo que nosotros practicamos todos los días: la desconfianza es madre de la seguridad.

He dicho que Mariano Rosas era hijo de Painé.

Painé murió trágicamente.

El general don Emilio Miire, para salvar su división en 1856, tuvo que dejar en el desierto la mayor parte de su material de guerra.

Llegó hasta Chamalcó y de allí contramarchó.

Los indios se vinieron sobre sus rastros.

Painé, cacique general entonces de las tribus ranquelinas, los acaudillaba. En los montes hallaron un armón de municiones.

Entre ellas había granadas.

Un accidente hizo reventar una.

El armón voló y con él Painé.

Así murió ese cacique mentado.

Su hijo mayor, Mariano Rosas, heredó entonces el gobierno y el poder.

Se cree generalmente que entre los indios, prevaleciendo el derecho del más fuerte, cualquiera puede hacerse cacique o capitanejo.

Pero no es así, ellos tienen sus costumbres, que son sus leyes.

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Aquellas jerarquías son hereditarias, existiendo hasta la abdicación del padre en favor del hijo mayor si es apto para el mando.

Por eso actualmente, viviendo el padre del cacique Ramón, es este quien gobierna las indiadas de Carrilobo.

Entre los indios, como en todas partes, hay revoluciones que derrocan a los que invisten el poder supremo. La regla, sin embargo, es la que dejo dicho; sólo sufre alteración cuando el cacique o capitanejo no tiene hijos ni hermanos que puedan heredar su puesto.

En este caso se hace un plebiscito y la mayoría dirime4 pacíficamente las cosas, ni más ni menos que como en un pueblo donde el sufragio universal campea por sus respetos.

Más revoluciones hemos hecho nosotros, víctimas hoy de una oclocracia, mañana de otra, quitando y poniendo gobernadores, que los indios por la ambición de gobernar.

Y es asunto que se presta a fecundas consideraciones, que los que aman la libertad racional se persigan unos a otros y se exterminen con implacable saña, conculcando las instituciones que ellos mismos han formulado, reconociendo y jurando que son salvadoras, por la satisfacción sensual del poder, y que los que sólo aman la libertad natural no quiebren lanzas en fratricidas guerras.

Pero ya caigo.

Es que los bárbaros no andan detrás de la mejor de las Repúblicas.

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Es que ellos creen una cosa de que nosotros no nos queremos convencer: que los principios son todo, los hombres nada; que no hay hombres necesarios; «que si César hubiese pensado como Catón, otros hubieran pensado como César, y que la República destinada a perecer habría sido arrastrada al precipicio por cualquier otra mano».

Mariano Rosas se viste como un gaucho, paquete, pero sin lujo.

A mí me recibió con camiseta de Crimea, mordoré, adornada de trencilla negra, pañuelo de seda al cuello, chiripá de poncho inglés, calzoncillo con fleco, bota de becerro, tirador con cuatro botones de plata y sombrero de castor fino, con ancha cinta colorada.

Como Leubucó es el asiento principal de todos los refugiados políticos, la santa federación está allí a la orden del día.

Y aunque parezca broma o exageración, debo decirlo, las noticias no escasean.

Todo cuanto sueñan los refugiados circula como noticia que ha venido de Mendoza o San Luis, de Córdoba o el Rosario,

Hoy es Urquiza quien se ha pronunciado contra los salvajes, mañana Sáa que ha invadido; al día siguiente Guayama, el bandolero de los llanos es el que ha sublevado la Rioja, después los Taboada han dado el grito contra el Gobierno.

Todas estas voces se discuten, se comentan, se prestan a mil conjeturas, se trata de saber cómo han llegado, quién las ha traído, y el tiempo corre y nada sucede, y el malón aplazado se realiza, porque el tiempo es oro y   —13→   es necesario no perderlo, ya que los amigos federales se duermen en las pajas. No hay idea de todas las quimeras que en aquellos mundos han mecido la imaginación con motivo de la guerra del Paraguay. Ha sido una comedia.

Pero, ahora que ya sabes el origen de Mariano Rosas, qué cara tiene, cómo se viste, de qué se ocupan los politicastros de Tierra Adentro y otras particularidades, reanudemos el hilo del relato empezado al terminar mi carta anterior.

Mariano me había hecho un yapaí. «Yo tenía el cuerno lleno de aguardiente en la mano.

-Yapaí, hermano -le dije, y me lo bebí de un sorbo para no tomarle el gusto, como si fuera una purga de aceite de castor.

Sentí como si me hubieran echado una brasa de fuego en el estómago. La erupción no se hizo esperar; mi boca era un albañal. Despedía a torrentes todo cuanto había comido y una revolución intestinal rugía dentro de mí. Oía el bullicio porque tenía orejas, no veía nada. Se me figuraba que no estaba en el suelo sino suspendido en el aire, dando vueltas a la manera de una rueda que se gira sobre un eje, aunque me parecía que la cabeza siempre quedaba para abajo, gravitando más que todo el resto de mi humanidad. Horribles ansias, nauseabundas arcadas, bascas agrias como vinagre, una desazón e inquietud imponderables me devoraban.

Pasó el mareo.

Los yapaí siguieron para reforzar la tranca, como decía cierto espiritual amigo sectario de Baco, cuando entraba al Club del Progreso, picado ya, y le pedía al mozo una copita de coñac.

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Hay situaciones que son como un incendio en alta mar, todas las probabilidades están en contra. Yo me hallaba en una de ellas.

Para remate de fiestas, Mariano quería loncotear conmigo, ¡loncotear a las tres de la mañana! Era nada lo del ojo y lo llevaba en la mano! Me defendí como pude. El indio no estaba para bromas. Viendo que loncotear era imposible, le dio por agarrarme de los hombros con entrambas manos sacudiéndome con sus fuerzas atléticas unas veces, empujándome para atrás otras. ¡Hermano! ¡hermano! -me decía con estridente voz, mimbreándose como una vara. Yo le contenía y le rechazaba con moderación. Un movimiento brusco mío podía hacerle dar un traspié. Y si se caía de narices, quién sabe si sus comensales no me hacían a mí lo que los arrieros a don Quijote.

Bien considerado el caso era peliagudo. Una de las veces que esforzándome en contenerlo tropezó, por poco no cae despatarrado5, despachurrándose.

Abrazose de mí con sus membrudos brazos. Temí algo. Le busqué el puñal, lo hallé, lo empuñé vigorosamente para que no pudiera hacer uso de él, y así permanecimos un rato, él pugnando por sacarme campo afuera, yo luchando por no retirarme de la enramada. Nos separábamos, nos volvíamos a abrazar. Tornábamos a separarnos y en cada atropellada que me hacía metíame las manos por la cara.

Yo estaba tentado de llamar a mis oficiales y asistentes, porque francamente, recelaba un desaguisado. Pero me daba no sé qué hacerlo. Cierto es que allí no había perros que me asustaran, mas es que tampoco había miriñaques que me alentaran. Aquel público, el instinto   —15→   que más despertaba en mí era el de la propia conservación.

De aguardiente no quedaba ya sino el olor.

La chusma quería rematarse.

-Dando más aguardiente, coronel -me decían.

-Otro poco hermano -me dijo Mariano.

Miguelito les habló en su lengua, y tirándome de un brazo:

-Vamos, mi coronel -me dijo.

Comprendí que quería sacarme de allí. Le seguí. Los indios se echaron en el suelo, unos sobre otros, todos revueltos.

Miguelito me llevaba en dirección a mi rancho. Iba a amanecer. El cielo se había cubierto de nubes. La luz de las estrellas apenas brillaba al través. Estábamos en tinieblas. Yo caminaba, no por mi voluntad sino arrastrado por mi guardián. Me bamboleaba perdiendo por momentos el equilibrio. Llegamos a la puerta de mi rancho, Miguelito alzó el cuero.

Entre y descanse, me dijo, mi Coronel. Yo voy a entretenerlos a aquellos.

Entré.

Detrás de mí entró una sombra.

A la luz moribunda del candil que había llevado Carmen, hacía un rato, me pareció ver una mujer.

Estas mujeres se le aparecen a uno en todas partes. Nos aman con abnegación.

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¡Y tan crueles que somos después con ellas!

Nos dan la vida, el placer, la felicidad...

¿Y para qué? Para que tarde o temprano en un arranque de hastío, exclamemos:

«Siempre igual, necias mujeres».



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ArribaAbajo - XXXIV -

Efectos del aguardiente.- Una mano femenil.- Mi comadre Carmen me cuenta lo sucedido.- Unas coplas.- La vida de un artista en acordión en dos palabras.- Preguntas y respuestas.- Las obras públicas de Leubucó.- Insistencia del organista.- Un baño.- Mariano Rosas en el corral.- Cómo matan los indios la res.


El candil ardía y se apagaba como un fuego fatuo.

Buscando mi cama, donde no estaba, porque los últimos humos del mareo me hacían ver todos los objetos trastornados, al revés, tropecé con la luz y la extinguí. Con los ojos de la imaginación veía el caos. Trataba de encontrar un punto de apoyo para no caerme. Mis brazos funcionaban como las aspas de un molino. Me caí. Me levanté. Volví a caerme encima de los compañeros de rancho.

Ni los frailes, ni los oficiales sintieron la mole que repetidas veces se desplomó sobre ellos.

Mi ronca voz, ahogándose en la garganta, llamaba un asistente.

Nadie me oía.

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Tanteando como un ciego perlático, cogí una cosa blanda, sedosa, suave, y, al mismo tiempo, percibí como en sueños un ruido de gallinas. Mi mano había asido de la rabadilla un gallo o pollo, despertando todo el gallinero de Mariano Rosas, que huyendo de la helada, sin duda, se había guarecido en nuestra morada, tomando posesión de mi lecho.

La sorpresa me hizo soltar la presa, abandonar el punto de apoyo y caer de boca, posándola sobre algo blando, hediondo y frío.

Creí asfixiarme, porque no podía cambiar de posición.

Mis piernas parecían dislocadas, como las de un muñeco. Haciendo un esfuerzo supremo, me enderecé. Describí dos semicírculos con los brazos. Hallé una mano pequeña, pulida, caliente que me sostuvo, arrastrándome poco a poco. Un brazo rodeó mi cuerpo. Recliné mi cabeza desvanecida sobre un seno palpitante y di unos cuantos pasos lo mismo que un herido, alzose el cuero de la puerta del rancho y penetró en él, hiriendo mis ojos medio abiertos, la luz crepuscular.

Confusamente percibí varias voces que decían:

-¿Dónde está ese coronel Mansilla?

-¡Dando más aguardiente!

Una voz contestó:

-No está aquí.

Y al mismo tiempo, cayendo el cuero de improviso, volvió a quedar el rancho envuelto en una completa oscuridad.

Oí como el murmullo de gente que refunfuña y ruido como el de pisadas que se alejan

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Sentí que una cosa áspera, como una tela de lana, repasaba mi rostro y que me empujaban hacia adelante.

Yo no era dueño de mí mismo. Obedecía, abría y cerraba los ojos.

Vi entrar de nuevo la luz del alba en el rancho. Después sentí frío. Caminaba a la par de otra persona que con cariño me sustentaba.

Me quedé dormido.

Al rato me desperté al lado de un gran fogón.

En torno de él estaban tres mujeres y tres hombres, cristianos todos. Me habían hecho una cama con jergas y cueros. A mi lado estaba una china.

-¿Qué quiere tomar -me dijo- mate o café?

Fijé con agradecimiento los ojos en ella y reconocí a mi comadre Carmen.

-Café, comadre -le contesté.

Y mientras lo preparaban, contome que cuando me separé de Mariano Rosas, ella estaba en la enramada, despierta, por si algo necesitaba; que se deslizó entre las sombras de la noche, ayudándole a Miguelito a llevarme a mi rancho; que al salir, varios indios habían acudido a preguntar por mí; que fingiendo voz de cristiano les había contestado que no estaba; y que para que no me incomodaran y me dejaran descansar, me había llevado a un toldo vecino en el que habitaban puros cristianos.

Me puse a tomar café. Gradualmente fueron desapareciendo los efectos narcóticos del aguardiente. La aurora color de rosa, entraba con sus rayos de fuego por entre las rendijas del toldo. Cantaban los gallos, cacareaban   —20→   las gallinas, relinchaban los caballos, bramaban los toros, oíase el balido de las ovejas, agitábase todo al despertar de la naturaleza.

Vibraron las notas de un mal tocado acordión, y una voz que me hizo crispar los nervios entonó unas coplas.


Señor coronel Mansilla,
permítame que le cante.



Iba a tronar contra el negro, porque era él en cuerpo y alma el de la música, cuando entró en el toldo, y plegando su instrumento y sellando sus labios, interrumpió las coplas para decirme:

-Buenos días, mi amo, ¿su mercé ha pasado bien la noche?

Me pereció mejor írmele a las buenas y así le contesté:

-Muy bien, hombre, gracias, siéntate. Pero con la condición que no has de tocar tu maldito acordión, ni has de cantar. Ya estoy harto.

Sentose.

Le pasaron un mate, y entre chupada y chupada, me refirió su vida en cuatro palabras.

-Mi amo -me dijo-, yo soy federal. Cuando cayó nuestro padre Rozas, que nos dio la libertad a los negros, estaba de baja. Me hicieron veterano otra vez. Estuve en el Azul con el general Rivas. De allí me deserté y me vine para acá. Y no he de salir de aquí, hasta que no vuelva el Restaurador, que ha de ser pronto, porque don Juan Sáa nos ha escrito que él lo va a mandar buscar. Yo he sido de los negros de Ravelo.

Y aquí interrumpió la historia de su vida, entonando, o mejor dicho, desentonando, esta canción:

  —21→  

Que viva la patria
libre de cadenas,
y viva el gran Rozas
para defenderla.



Le atajé el resuello, diciéndole:

-Hombre, ya te he dicho que no quiero oírte cantar.

Callose, y mirándome con cierta desconfianza, me preguntó:

-¿Usted es sobrino de Rozas?

-Sí.

-¿Federal?

-No.

-¿Salvaje?

-No.

-Y entonces, ¿qué es?

-¡Qué te importa!

El negro frunció la frente, y con voz y aire irrespetuoso:

-No me trate mal porque soy negro y pobre -me dijo.

-No seas insolente -le contesté.

-Aquí todos somos iguales -repuso, agregando algo indecente.

Agarré una astilla de leña enorme, levanté el brazo, y diciéndole: -ahora verás -iba a darle un garrotazo, cuando mi comadre Carmen me contuvo, diciéndome:

-No le haga caso, compadre, a ese negro borracho.

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Dirigiose a él, hablándole en araucano, y el negro, que se había puesto de pie, volvió a sentarse, diciéndome:

-Dispense su merced.

-Estás dispensado -le contesté-, ¡pero cuidado con volver a tratarme como me has tratado!

Intentó desplegar su acordión. Era en vano. Me hacía el efecto de una lima de acero, que raspa los dientes.

Tuvo que renunciar a su pasión filarmónica. Tomó la palabra, y siguió hablando de sus opiniones políticas, y de las delicias de aquella tierra.

-Aquí hay de todo, mi Coronel -me decía-. Al que es hombre de bien, lo tratan bien, y al que es pícaro, el general Mariano lo castiga, haciéndole trabajar en las obras públicas.

Solté una carcajada, amplia e ingenua.

-¿Las obras públicas?

-Sí, mi amo.

-¿Y qué obras públicas son esas?

-¡Ahhhhh! Los corrales del general.

En este momento entró, refregándose los ojos, el padre Marcos, atraído por la lumbre de nuestro hermoso fogón, buscando agua caliente para tomar un jarro de té.

Sentose en la rueda el buen franciscano y siguió la charla, sazonándola el negro con algunas agudezas, y rogándome de vez en cuando que le dejara tocar su acordión.

-No, no -le decía yo-, prefiero oír un cuerno a tu acordión.

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Su aire favorito era el muy popular de arrincónemela6, y esta tocata, recordándome a Buenos Aires, me entristecía.

Suplicaba.

Decididamente, el acordión era para él una necesidad, como el violín para Paganini, el piano para Gottschalk.

Yo me negaba inflexiblemente.

Y no sólo me negaba a que luciera su habilidad, sino que le amenazaba con hacerle perder la gracia de Mariano Rosas, si no tenía juicio, mandándole a éste a mi regreso al Río 4.º un organito de resorte.

-Entonces -le decía-, ya no serás un hombre necesario aquí.

Salió el sol; tenía necesidad de refrescar mi cuerpo. Recuerda, Santiago, amigo, que no he dormido ni me he lavado, desde que estábamos en Calcumuleu.

Pregunté si no había por allí cerca donde bañarse.

Me dijeron que sí, que a veinte cuadras de distancia había un gran jaguel, con piso de tosca, donde se bañaban de madrugada las chinas de Mariano y él mismo.

Le pedí a un cristiano que me lo enseñara.

Llamé a un asistente, hice traer un caballo, abandoné el fogón, salté en pelos y de una sentada estuve en el baño.

Hacía un frío glacial. Manuel Gazcón, que es un pato,   —24→   un hidrópata, por estudio y por convicción, se habría deleitado allí.

Las abluciones despejaron mis sentidos y retemplaron mi cuerpo, borrando hasta los rastros de la mala noche. Me sentí otro hombre.

Hice que mi asistente se bañara, y mientras él tiritaba de frío, dando diente con diente, por la falta de costumbre de zambullirse en el agua con el alba, yo me paseaba a largos trancos por la blanda arena, provocando la reacción. Se produjo, monté a caballo y tomé el camino de los toldos.

De regreso, vi mucha gente, y una gran polvareda cerca de la orilla del monte. Corrían dentro de un corral. Cambié de dirección y fui a ver qué hacían.

Habían enlazado una vaca gorda y se disponían a carnearla.

Mariano Rosas estaba allí, fresco como una lechuga. Se había bañado antes que yo. Nadie que no estuviera en el secreto habría sospechado la noche que había pasado. Los estragos hechos en su cuerpo por el aguardiente se descubrían, sin embargo, en la depresión de los párpados inferiores, cuyo tinte era violáceo.

En el instante de acercarme al corral, reboleaba el lazo para echar un piale. Lo recogió, y viniendo a mí con el mayor cariño y cortesía, me estiró la mano y me dio los buenos días, preguntándome cómo había pasado la noche, que si no me habían incomodado.

Estuve tan galante y afectuoso como él.

-Esa vaca gorda es para usted, hermano -me dijo.

Y súbito, reboleó el lazo y echó un piale maestro y   —25→   volviéndose a mí, haciendo pie con una destreza envidiable, me dijo.

-Esto se lo debo a su tío, hermano.

Enlazada y pialada la res, cayó en tierra.

Creí que iban a matarla como lo hacemos los cristianos, clavándole primero el cuchillo repetidas veces en el pecho, y degollándola enmedio de bramidos desgarradores, que hacen estremecer la tierra.

Hicieron otra cosa.

Un indio le dio un bolazo en la frente dejándola sin sentido.

Enseguida la degollaron.

-Para qué es ese bolazo, hermano -le pregunté a Mariano.

-Para que no brame, hermano -me contestó-. ¿No ve que da lástima matarla así?

Que la civilización haga sus comentarios y se conteste a sí misma, si bárbaros que tienen el sentimiento de la bondad para con los animales son susceptibles, o no, de una generosa redención.

Degollada la res, la abandonaron a las chinas. Ellas la desollaron, la descuartizaron y la despostaron, recogiendo hasta la sangre.

Mariano Rosas y yo nos volvimos juntos a su toldo, conversando por el camino como dos viejos camaradas. Ni él, ni yo, hicimos mención para nada de las escenas de la noche anterior.

Mariano montaba un caballo oscuro de su prodilección, aperado con sencillez.

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Era un animal vigoroso. Tenía la marca del general don Ángel Pacheco.

Llegamos a su toldo. Nos apeamos, nos sentamos y poco a poco comenzaron a llegar visitas, entrando y saliendo las gentes de la casa. Yo era objeto de todo género de atenciones. Me cebaron mate, me sirvieron un churrasco gordo, suculento, chorreando sangre, a la inglesa.

Me lo comí todo entero, quemándome los dedos y chupándomelos después, como se estila en la tierra. Donde no hay manteles ni servilletas, ¿qué otra cosa se ha de hacer?

Mariano me pidió permiso para dejarme solo un momento. Salió, desensilló el oscuro, lo soltó, ensilló un moro, y lo ató de la rienda en el palenque. Dio algunas órdenes y volvió a la enramada sobando una manea.

-Hermano -me dijo-, a mí me gusta hacer yo mismo mis cosas. Así salen mejor. Mi apero no lo maneja nadie, ni mis caballos tampoco. Mi padrino era lo mismo cuando yo lo conocí. A Dios gracias, soy hombre sano.

Después de esto cambiamos algunas palabras sin interés. Por último, me ofreció presentarme su familia.

Mañana estaremos de recepción.



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ArribaAbajo - XXXV -

El toldo de Mariano Rosas visto de la enramada.- Preparativos para recibirme.- Un bufón en Leubucó.- De visita.- Descripción de un toldo.- La mesa.- El indio y el gaucho.- Paralelo afligente.- Reflexiones.- La comida.- Un incidente gaucho.


La puerta del toldo de Mariano Rosas, caía a la enramada.

Varias chinas y cautivas lo barrían con escobas de biznaga, regaban el suelo arrojando en él jarros de agua, que sacaban con una mano de un gran tiesto de madera que sostenían con otra; colocaban a derecha e izquierda asientos de cueros negros de carnero, muy lanudos; ponían todo en orden, haciendo líos de los aperos, tendiendo las camas, colgando en ganchos de madera, hechos de orquetas de chañar, lazos, bolas, riendas, maneadores y bozales.

Una cuadrilla de indiecitos, sacaba en cueros, arrastrados mediante una soga de lo mismo, los montones de basura e inmundicia que las chinas y cautivas iban haciendo   —28→   en simetría, revelando que aquella operación era hecha con frecuencia.

Un grupo de chinas de varias edades se peinaba con escobitas de paja brava, arreglando sus largos y lustrosos cabellos en dos trenzas de a tres gruesas guedejas cada una que remataban en una cinta pampa, y, para ajustarlas y alisarlas mejor, las humedecían con saliva, se pintaban unas a las otras, con carmín en polvo, los labios y los pómulos, se sombreaban los párpados y se ponían lunarcitos negros con el barro consabido; se ponían sarcillos, brazaletes, collares, se ceñían el cuerpo bien con una ancha faja de vivos colores, y, por último, se miraban en espejitos redondos de plomo de dos tapas, de unos que todo el mundo habrá visto en nuestros almacenes.

Yo veía todos estos preparativos, echando miradas furtivas al interior del toldo.

El negro del acordión se presentó, con su instrumento en mano. Estaban identificados por lo visto, no podían separarse; sin negro no había acordión, sin acordión no había negro.

Preludió un airecito y entonó unas coplas de su invención.

También era poeta, ya lo previne, aunque haciendo constar que sus baladas no recordaban las de Tirteo.


Señor don Mariano Rosas
la familia ya lo espera.



Cantó el maestro de ceremonias de Leubucó, fiel judío de la política, resuelto a esperar allí hasta la consumación de sus días, la venida del Mesías, el regreso del Restaurador.

  —29→  

Mariano le miró, con esa cara benévola, con esa sonrisa afectuosa, con que los hombres ensoberbecidos por el poder miran a sus palaciegos y aduladores.

El negro, que conocía su posición, hizo algunas piruetas y danzó.

Parecía un sátiro.

Tenía la mota parada como cuernos, los ojos saltados enrojecidos por el alcohol, unas narices anchas y chatas llenas de excrecencias, unos labios gordos y rosados como salchichas crudas.

Se le hizo bueno el partido y siguió tocando su acordión, mirándole picarescamente, como quien dice: ahora te tengo.

La buena crianza, no permitía manifestarme disgustado de las gracias coreográficas, ni de la habilidad musical de aquel valido predilecto y mimado del dueño de casa.

Al contrario, como Mariano Rosas me mirara, de cuando en cuando sonriéndose, tenía que sonreírme.

Los circunstantes festejaban las bufonadas del negro.

Estaba radiante de júbilo; se sentaba al lado del cacique, le palmeaba, le abrazaba y mirándole con admiración, exclamaba: ¡ah! ¡toro lindo! ¡Este es mi padre! ¡Yo doy por él la vida! ¿No es verdad mi amo?

Mariano, hacía un movimiento de aprobación con la cabeza y en voz baja me decía: es muy fiel.

¡Miserable condición humana!

El hombre es el mismo en todas partes, se inclina a los que lisonjean su necio orgullo, su amor propio, su vanidad;   —30→   huye y se aleja de los que se estiman lo bastante para no envilecerse con la mentira.

No en balde Dante ha colocado a los aduladores en el Malebolge -la fosa maldita-, hundidos hasta las narices en pestíferas letrinas.

Llegaron más visitas.

Todas fueron recibidas por Mariano con estudiada cortesía, observando estrictamente el ceremonial.

Ya sabemos que consiste en una serie monótona de preguntas y respuestas.

Para todo el mundo había asiento.

Después que terminaban los saludos, venía la presentación.

Yo tenía que levantarme, que dar la mano, que abrazar y que contestar con frases análogas, estas preguntas y salutaciones:

¡Me alegro de haberle conocido!

¿Cómo le ha ido de camino?

¿No ha perdido algunos caballos?

¡Estamos muy contentos de verlo aquí!

El negro tocaba, cantaba, bailaba y a quien mejor le parecía le adjudicaba una patochada. Para él era lo mismo que fuera un cacique, que un capitanejo; un indio que un cristiano. Tenía influencia en palacio y podía usar y abusar de sus festejadas gracias.

Llamé a los franciscanos para que los recién llegados les conocieran.

  —31→  

Vinieron. Con su aire dulce y manso saludaron a todos, siendo objeto de demostraciones de respeto. El sacerdote7 es para los indios algo de venerando.

Hay en ellos un germen fecundo que explotar en bien de la religión, de la civilización y de la humanidad.

¿Mientras tanto qué se ha hecho?

¿Cómo se llaman, pregunto yo, los mártires generosos, que han dado el noble ejemplo de ir a predicar el Evangelio entre los infieles de esa parte del continente americano?

¿Cuántas cruces ha regado la barbarie con sangre de misioneros propagadores de la fe?

¡Ah! Esta civilización nuestra puede jactarse de todo, hasta de ser cruel y exterminadora consigo misma. Hay, sin embargo, un título modesto que no puede revindicar todavía, es haber cumplido con los indígenas los deberes del más fuerte. Ni siquiera clementes hemos sido. Es el peor de los males.

La presencia de los franciscanos no fue un obstáculo para que siguiera funcionando el acordión.

Yo estaba impaciente por entrar en el toldo de Mariano y conocer su familia.

En una de las vueltas que el negro daba, sentándose acá y allá, se puso a mi lado.

-Mira -le dije al oído-, si sigues tocando, en cuanto llegue al Río 4.º mandaré lo que te dije, el organito para Mariano.

Me miró como diciéndome -por piedad no-, y haciendo callar el instrumento y dirigiéndose a Mariano, le dijo:

  —32→  

-Ya está todo pronto.

Mariano me invitó entonces a pasar al toldo, se puso de pie y me enseñó el camino.

Le seguí dejando a los franciscanos con las visitas en la enramada.

Entramos.

Sus mujeres que eran cinco, sus hijas que eran tres y sus hijos que eran Epumer, Waiquiner, Amunao, Lincoln, Duguinao y Piutrin, estaban sentados en rueda.

A cierta distancia había un grupo de cautivas.

Las chinas me saludaron con la cabeza, los varones se pusieron de pie, me dieron la mano y me abrazaron.

Las cautivas con la mirada. Me conmovieron.

¿Quién no se conmueve con la mirada triste y llorosa de una mujer?

Mariano me enseñó un asiento, me senté; él se puso a mi lado, dándome la izquierda.

Enfrente había otra fila de asientos. Entraron varios indios y los ocuparon. Eran indios predilectos de Mariano.

Las chinas se levantaron y se pusieron en movimiento. En el medio del toldo había tres fogones en línea y en cada uno de ellos humeaban grandes ollas de puchero y se tostaban gordos asados.

Un toldo, es un galpón de madera y cuero. Las cumbreras, horcones y costaneras son de madera; el techo y las paredes de cuero de potro cosido con vena de avestruz. El mojinete tiene una gran abertura; por allí sale el humo y entra la ventilación.

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Los indios no hacen nunca fuego al raso. Cuando van a malón tapan sus fogones. El fuego y el humo traicionan al hombre en la Pampa, son su enemigo. Se ven de lejos. El fuego es un faro. El humo una atalaya.

Todo toldo está dividido en dos secciones de nichos a derecha e izquierda, como los camarotes de un buque. En cada nicho hay un catre de madera, con colchones y almohadas de pieles de carnero; y unos sacos de cuero de potro colgados en los pilares de la cama. En ellos guardan los indios sus cosas.

En cada nicho pernocta una persona.

De las teorías de Balzac, sobre los lechos matrimoniales, los indios creen que la mejor para la conservación de la paz doméstica es la que aconseja cama separada.

Como ves, Santiago amigo, el espectáculo que presenta el toldo de un indio, es más consolador que el que presenta el rancho de un gaucho. Y no obstante, el gaucho es un hombre civilizado. ¿O son bárbaros? ¿Cuáles son los verdaderos caracteres de la barbarie?

En el toldo de un indio, hay divisiones para evitar la promiscuidad de los sexos: camas cómodas, asientos, ollas, platos, cubiertos, una porción de utensilios que revelan costumbres, necesidades.

En el rancho de un gaucho, falta todo. El marido, la mujer, los hijos, los hermanos, los parientes, los allegados, viven todos juntos, y duermen revueltos. ¡Qué escena aquella para la moral!

En el rancho del gaucho, no hay generalmente puerta.

Se sientan en el suelo, en duros pedazos de palo, o en cabezas de vaca disecadas, ¡No usan tenedores, ni cucharas,   —34→   ni platos. Rara vez hacen puchero, porque no tienen olla. Cuando lo hacen, beben el caldo en ella, pasándosela unos a otros. No tienen jarro, un cuerno de buey lo suple. A veces ni esto hay. Una caldera no falta jamás, porque hay que calentar agua para tomar mate. Nunca tiene tapa. Es un trabajo taparla y destaparla. La pereza se la arranca y la bota.

El asado se asa en un asador de fierro, o de palo, y se come con el mismo cuchillo con que se mata al prójimo, quemándose los dedos.

¿Qué triste y desconsolador es todo esto? Me parte el alma tener que decirlo. Pero para sacar de su ignorancia a nuestra orgullosa civilización, hay que obligarla a entablar comparaciones.

Así se replegará cuanto antes sobre sí misma, y comprenderá que la solución de los problemas sociales de esta tierra es apremiante.

La suerte de las instituciones libres, el porvenir de la democracia y de la libertad serán siempre inseguros mientras las masas populares permanezcan en la ignorancia y atraso.

El cabrio emisario de las leyes, tienen que ser las costumbres. Dadme una asociación de hombres cualquiera, con hábitos de trabajo, con necesidades, con decencia, y os prometo en poco tiempo un pueblo con leyes bien calculadas. El bien es una utopía cuando la semilla que debe producirlo no está sazonada. La aspiración de la libertad racional es una quimera, cuando los instrumentos que deben practicarla son corrompidos.

Dios ha ligado fatalmente los efectos a las causas. Ni los olmos dan peras, ni las instituciones sus frutos donde   —35→   las nociones del bien y del mal, de lo bueno y de lo malo no están universalmente encarnadas en todo pecho. Siguiendo la ruta que llevamos, elevaremos los andamios del templo; pero al levantar la bóveda, el edificio se desplomará con estrépito y aplastará con sus escombros a todos.

Los artífices desaparecerán y el desaliento de los que contemplaban su obra conducirá a la anarquía. Por eso el primer deber de los hombres de estado es conocer su país.

A los cinco minutos de estar en el toldo nos sirvieron de comer. A cada cual le pusieron delante un gran plato de madera con puchero abundante de choclos y zapallo, cubiertos -cuchara, tenedor, cuchillo-, y agua.

Las cautivas eran las sirvientas. Algunas vestían como indias y estaban pintadas como ellas. Otras ocultaban su desnudez en andrajosos y sucios vestidos.

¡Cómo me miraban estas pobres! ¡Qué mal disimulada resignación traicionaban sus rostros! La que más avenida parecía era la nodriza de la hija menor de Mariano; había sido criada en la casa de don Juan Manuel de Rozas. La cautivaron en Mulitas, en la famosa invasión que trajo el indio Cristo, en la época del gobierno de Urquiza, cuando lo que se robaba aquí se vendía en las fronteras de Córdoba y San Luis.

Yo no había comido más que un churrasquito, desde el día antes; el puchero estaba muy apetitoso y bien condimentado. Me puse pues a comer con tanta gana como anoche en el club del Progreso. Y como no habían olvidado los trapos, como olvidaron las servilletas allí, lo hice como un caballero.

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Terminado el puchero, trajeron asado, después sandías.

Estábamos en los postres cuando volvió a presentarse el negro con su inseparable acordión. Se sentó como en su casa al lado de Mariano y comenzó la música. Afortunadamente se había puesto muy ronco y no podía cantar. Que te dure la ronquera, decía yo para mis adentros, y lo miraba, haciéndole con la cabeza una especie de amenaza de mandar el organito ofrecido y temido por él. El sátrapa me miraba compasivamente. Lo dejé seguir.

Conversábamos como en un salón, cada uno con quien quería.

Los indios no dan cigarros a los cristianos que están de visita. Para fumar yo, tuve que regalar de los míos a todos.

Los indiecitos nos alcanzaban fuego, cuando se quedaban jugando o distraídos, Mariano los aventaba diciéndoles: -Salgan de ahí, no falten al respeto a sus mayores. Eran sus palabras casi textuales. Observé que eran en este sentido bien criados.

Mariano, queriendo ponderarme uno de sus hijos, me dijo:

-Este es muy gaucho.

Después me explicaron la frase. El indiecito ya robaba maneas y bozales. Más tarde completaría su educación robando ovejas, después vacas. Es la escala.

Enseguida me presentó otro.

Era un muchacho de trece años, no podía tener más. Y eso debía tener por la época en que me aseguraron había   —37→   nacido. Su mérito consistía en tener mujer ya. Su cara no carecía de atractivos; tenía bastante expresión. Revelaba excesos prematuros, un tísico en perspectiva.

Fumábamos y charlábamos alegremente, cuando se presentó Epumer, con mi capa colorada, la capa causante de tantos malos ratos y dolores de cabeza. Confieso que no me pareció tan fea.

Me saludó con política y me habló con cariño.

Pidió aguardiente, y Mariano le dijo en su lengua que no era hora de beber.

Sentose y tomó parte en la conversación.

Una cara, que yo no había visto desde que llegamos, cuya aparición por allí debía preocuparme, se mostró por una rendija del toldo y con disimulo me hizo una seña significativa.

Fingí un pretexto. Se lo comuniqué a mi huésped y le pedí permiso para retirarme, y me retiré diciéndome a mí mismo, lleno de curiosidad: ¿qué habrá?



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ArribaAbajo - XXXVI -8

Por qué se me presentaba Camilo Arias.- Caracteres de este hombre y de nuestros paisanos.- El indio Blanco.- Sus amenazas.- Le pido una entrevista a Mariano Rosas.- Me tranquiliza.- Costumbres de los indios.- No existe la prostitución de la mujer soltera.- Qué es cancancar.- El pudor entre las indias.- La mujer casada.- De cuántos modos se casan las indias.- Las viudas.- Escena con Rufino Pereira.- Igualdad.- Miguelito intercede por Rufino.


La cara era la de Camilo Arias.

Salí del toldo, entré en la enramada, eché una visual hacia el lado por donde me habían llamado la atención, y viendo que aquel se dirigía a mi rancho, haciendo un rodeo, me apresuré a entrar en él.

Entré luego.

Hice salir a los que estaban dentro; al capitán Rivadavía le ordené que estuviera en acecho de los espías que, según costumbre, debían observar mis movimientos y escuchar mis conversaciones; y a otro oficial, que con todo disimulo se acercara a Camilo y le dijera que podía entrar.

  —40→  

Mi fiel y adicto compañero de tantas correrías por la frontera no se hizo esperar.

Según mis instrucciones no se me había acercado desde el día que llegamos a Leubucó.

Algo grave, alarmante o que convenía que yo no ignorase acontecía, cuando se me presentaba.

Él no era hombre de alarmarse, ni de faltar a su consigna sin razón. Tenia toda la sangre fría, toda la astucia, toda la experiencia del mundo, que tan prematuramente adquieren nuestros paisanos; son condiciones características en ellos, que la vida errante y azarosa que llevan desarrolla en sumo grado.

Es cosa que pasma verlos desde chiquitos cruzar los campos solos, a toda hora del día y de la noche, en un mancarrón o picando una carreta; alejarse de las casas o de las poblaciones, a bolear avestruces, guanacos o gamas, a peludear o quirquinchar, dormir entre las pajas, desafiar las intemperies, casi desnudos, con el caballo de la rienda y precaverse contra todas las eventualidades, de los indios, de los cuatreros, de los ladrones.

Apenas entró Camilo en el rancho, le pregunté: ¿qué hay?

Miró a su alrededor, se cercioró de que no había nadie, y dudando aún del testimonio de sus sentidos, se me acercó al oído y me dijo:

-El indio Blanco9 ha venido.

-Y qué... -le contesté encogiéndome de hombros.

-Está en una pulpería y dice que si Mariano Rosas ha hecho la paz, él no la ha hecho.

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-¿Y quién está con él?

-Varios indios y cristianos.

-¿Y qué dicen?

-Lo mismo que él, que si Mariano Rosas ha hecho la paz, ellos no la han hecho.

-¿Nada más dicen?

-Sí, dicen más; dicen que ya lo veremos.

-¿Y cómo lo has sabido?

-Haciéndome el zonzo, el que no entendía, me allegué a ellos, y como algo entiendo su lengua he comprendido todo.

-Bien, retírate, cuidado esta noche con los caballos.

-No hay cuidado, señor.

Se marchó, y me quedé pensando qué haría. Después de un momento de reflexión resolví decirle a Mariano Rosas lo que ocurría.

Llamé al capitán Rivadavia y le ordené que le anunciara mi visita.

Me contestó que podía ir cuando gustase.

Volví a su toldo, despidió a las visitas y cuando nos quedamos solos le referí el caso.

Por más que quiso disimular le conocí que la conducta del indio Blanco le irritaba, porque desconocía su autoridad.

No tenga cuidado, hermano, me dijo, y le mandó a uno de sus hijos que llamara10 a Camargo.

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Mientras éste vino, me enteró de algunas costumbres de su tierra.

-Hermano -me dijo, más o menos-, aquí a mi toldo puede entrar a la hora que guste, con confianza, de día o de noche es lo mismo. Está en su casa. Los indios somos gente franca y sencilla, no hacemos ceremonia con los amigos, damos lo que tenemos, y cuando no tenemos pedimos.

No sabemos trabajar, porque no nos han enseñado. Si fuéramos como los cristianos, seríamos ricos; pero no somos como ellos y somos pobres. Ya ve cómo vivimos. Yo no he querido aceptar su ofrecimiento de hacerme una casa de ladrillo, no porque desconozca que es mejor vivir bajo de buen techo, que como vivo, sino porque ¿qué dirían los que no tuviesen las mismas comodidades que yo? Que ya no vivía como vivió mi padre, que me había hecho hombre delicado, que soy un flojo.

Era excusado refutar estas razones; me limitaba a escuchar con atención y manifiesto interés.

Siguió hablando y me explicó, que entre los indios no existe la prostitución de la mujer soltera. Esta se entrega al hombre de su predilección. El que quiere penetra en un toldo de noche, se acerca a la cama de la china que le gusta y le habla.

Ni el padre, ni la madre, ni los hermanos le dicen una palabra. No es asunto de ellos, sino de la china. Ella es dueña de su voluntad y de su cuerpo, puede hacer de él lo que quiera. Si cede, no se deshonra, no es ni criticada, ni mal mirada. Al contrario es una prueba de que algo vale; de otra manera no la habrían solicitado, o cancaneado.

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En lengua araucana el acto de penetrar en un toldo a deshoras de la noche se llama cancanear, y cancan, equivale a seducción.

Los filólogos franceses pueden averiguar si estos vocablos se los han tomado los indios a los gatos o estos a los indios.

Yo solo sé decir que es muy curioso que entre indios y franceses cancanear y cancan, respondan a ideas que se relacionan con Cupido y sus tentaciones,

Como se ve, la mujer soltera es libre como los pájaros para los placeres del amor entre los indios.

¿Se creerá por esto que la licencia es general entre ellos, que los Lovelace abundan y que no hay más que fijarse en una china para exclamar después: fui, vi y vencí?

-No tal.

La libertad, es un correctivo en todo. Como la lanza del guerrero antiguo, ella cura las mismas heridas que hace. Esta verdad es vieja en el mundo.

La libertad trae la licencia; pero la licencia tiene su antídoto en la licencia misma.

En cuanto a la libertad de la mujer esta observación social ha sido hecha ya no recuerdo por quién.

Las francesas se casan para ser libres; las inglesas para dejar de serlo. ¿Cuáles son los efectos? Que en Francia es mayor el número de mujeres solteras seducidas y en Inglaterra el de casadas.

Y, por regla general, los predestinados del matrimonio son los celosos. ¿Por qué? Porque el pudor es el mayor cancerbero de la mujer.

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Existe el pudor entre las indias, ¿se me preguntará quizá mañana por algunos curiosos?

Para ahorrarme contestaciones, anticiparé que en todas partes del mundo, así entre los pueblos civilizados como entre las tribus salvajes más atrasadas, la mujer tiene el instinto de saber, que el pudor aumenta el misterio del amor.

De lo contrario sería cosa de hacerse uno indio mañana mismo, de renunciar a la seguridad de las fronteras y dejarnos conquistar por los ranqueles.

Al lado de la mujer soltera, la mujer casada es una esclava, entre los indios.

La mujer soltera tiene una gran libertad de acción; sale cuando quiere, va donde quiere, habla con quien quiere, hace lo que quiere.

La mujer casada, depende de su marido para todo.

Nada puede hacer sin permiso de éste.

Tiene sobre ella derecho de vida o muerte.

Por una simple sospecha, por haberla visto hablando con otro hombre, puede matarla.

¡Así son de desgraciadas!

Y tanto más cuanto que quieran o no, tienen que casarse con quien las pueda comprar.

Hay tres modos de casarse.

El primero, es como en todas partes. Con consentimiento de los padres y por amor, con el apéndice de que hay que pagarles a aquellos. En este caso, si después de casada una china, se le escapa al marido y se refugia en   —45→   casa de sus padres, el tonto que se casó por amor pierde mujer y cuanto por ella dio.

El segundo consiste en rodear el toldo de la china que se quiere, acompañado de varios y en arrancarla a viva fuerza, con el beneplácito y ayuda de sus padres. En este otro caso, también hay que pagar; pero más que en el anterior. Si la mujer huye después y se refugia en el toldo paterno hay que entregarla.

El tercero es parecido al anterior; se rodea el toldo de la china, con el mayor número de amigos posible, y quiera ella o no, quieran los padres o no, se la arranca a viva fuerza. Pero en este, caso hay que pagar mucho más que en el otro. Si la mujer huye después y se refugia en el toldo paterno, la entregan o no. Si no la entregan los padres, en uso de su derecho, el marido pierde lo que pagó. Y el loco que se casó a la fuerza, por la pena es cuerdo.

No están tan mal dispuestas las cosas entre los indios, el amor y la violencia exponen a iguales riesgos.

Un indio puede casarse con dos o más mujeres; generalmente no tienen más que una, porque casarse es negocio serio, cuesta mucha plata.

Hay que tener muchos amigos que presten las prendas que deben darse en el primer caso, y en el segundo y tercero las prendas y el auxilio de la fuerza.

Sólo los caciques y los capitanejos tienen más de una mujer.

La más antigua es la que regentea el toldo; las demás tienen que obedecerle, aunque hay siempre una favorita que se sustrae a su dominio.

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Las viudas representan un gran papel entre los indios cuando son hermosas.

Son tan libres como las solteras en un sentido, en otro más, porque nadie puede obligarlas a casarse, ni robarlas.

De manera que las tales viudas, lo mismo entre los indios que entre los cristianos, son las criaturas más felices del mundo.

Con razón hay mujeres que corren el riesgo de casarse a ver si enviudan.

El cacique Epumer, está casado con una viuda y no tiene más que una mujer.

Yo la encontré muy hermosa11 e interesante, y en una visita que la hice me recibió con suma amabilidad y gracia.

Es una india cuyo porte y aseo sorprenden.

¡Viuda había de ser la que lograse dominar a un hombre como Epumer, bravío, impetuoso, tremendo!

Terminaba Mariano Rosas sus lecciones ranquelinas, cuando llegó su hijo con Camargo.

-Teniente -le dijo-, vaya dígale a Epumer que he sabido que Blanco ha llegado y que anda hablando lo que no debe; que lo cite para la junta que debe haber y que si no calla ya sabe.

Este ya sabe quería decir que lo matasen si era necesario si no obedecía.

  —47→  

Camargo obedeció y salió, volviendo al rato con la contestación de Epumer.

Decía este, que ya había sabido lo que andaba hablando Blanco y que le había hecho decir que se moderase.

Oyendo esto Mariano, me dijo:

-Ya ve, hermano, como no hay cuidado. No haga caso de ese indio. Yo he de hacer que se someta, y de no, que se vaya. Cuando oyó decir que nos iban a invadir, dejó el «Cuero» y sin mi permiso se fue para Chile con cuanto tenía. Y ahora que sabe que estamos de paz, que no hay temor de que nos invadan vuelve. Ése es amigo para los buenos tiempos. No ha de hacer nada, es pura boca.

Camargo confirmó todo cuanto dijo Mariano y agregó algunas observaciones muy de gaucho, como por ejemplo: yo sé dónde ese indio pícaro tiene la vida.

En estas pláticas estábamos y la hora de comer se acercaba, cuando entrando el capitán Rivadavia, me dijo que me esperaban con la comida pronta.

Saqué el reloj y haciéndoselo ver a Mariano, dije: -Las cuatro.

El indio lo miró, como dándome a entender que estaba familiarizado con el objeto y me dijo:

-Muy bueno, yo tengo uno de plata. Pero no lo uso. Aquí no hay necesidad.

-Es verdad -le contesté.

Y él repuso:

  —48→  

-Vaya no más, hermano, a comer, ya es un poco tarde.

Salí, pues, nuevamente del toldo, comí, y al entrarse el sol, volví a la enramada.

Mariano estaba sentado con unos cuantos indios, medio achumado como ellos.

Me ofrecieron asiento, lo acepté.

Bebían aguardiente.

Me hicieron un yapaí, acepté.

Me hicieron otro, acepté.

Me hicieron otro, acepté.

Felizmente para mis entrañas la copa en que echaban el aguardiente era un cuerno muy pequeñito, y la botella de aguardiente estaba ya por acabarse en los momentos que llegué.

Mariano se había quedado meditabundo con la vista fija en el suelo.

Los otros indios se iban durmiendo.

Yo me engolfaba no sé en qué pensamientos, cuando un hombre de mi séquito se presentó, manteniendo el equilibrio con dificultad y teniendo un cuchillo en una mano y una botella de aguardiente, en la otra.

Al verle la cólera paralizó la circulación de mi sangre.

-¡Retírate, Rufino! -le grité.

No me obedeció y siguió avanzando.

-¡Retírate! Volví a gritarle con más fuerza.

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No me obedeció tampoco y siguió avanzando, y ofreciéndole la botella a Mariano Rosas, le dijo:

-Tome, mi general.

Mariano la tomó.

Se la quité. Aquel momento era decisivo para mí. Si me dejaba faltar al respeto por uno de mis mismos soldados era hombre perdido.

Y quitándosela, eché mano al puñal y gritándole al gaucho, -¡Retírate! con más fuerza que antes, me abalancé sobre él, saltando por sobre varios indios.

Rufino obedeció recién y huyó. Volví sobre mis pasos y me senté agitadísimo, la bilis me ahogaba.

Mariano, que no se había movido de su sitio, me dijo con estudiosa calma y siniestra expresión:

-Aquí somos todos iguales, hermano.

-No, hermano -le contesté-. Usted será igual a sus indios. Yo no soy igual a mis soldados. Ese pícaro me ha faltado al respeto, viniendo ebrio a donde yo estoy y negándose a obedecerme a la primera intimación de que se retirara. Aquí más que en ninguna parte me deben respetar los míos.

El indio frunció el ceño, tomando su fisonomía una expresión en la que me pareció leer: este hombre es audaz.

Yo no calculé el efecto, aunque comprendí que si me dejaba dominar por el borracho me desprestigiaba a los ojos de aquel bárbaro.

Nos quedamos en silencio un largo rato.

Ni él ni yo queríamos hablar.

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Él12 murmuró de nuevo: «aquí todos somos iguales».

Mi contestación fue, viendo que Rufino armaba un alboroto en el fogón de mis asistentes, gritar, fingiéndome furioso, porque había recobrado la serenidad:

-Pónganle una mordaza.

El indio arrugó más la frente. Yo hice lo mismo y permanecimos mudos.

Miguelito nos sacó del abismo de nuestras reflexiones.

Venía a interceder por Rufino, ofreciéndome cuidarle él mismo.

Me pareció oportuno ceder.

Llévalo -le dije. ¡Pero cuidado!

Rufino oyó y contestó: -No hay cuidado, mi coronel -y comenzó a dar vivas al coronel Mansilla.

Le hice señas con el dedo que callara, obedeció.

Un momento después oíase en un toldo vecino, en el que había una pulpería, su voz tonante.

Mariano me dijo:

-Están alegres los mozos.

-Sí -le contesté secamente, y dándole las buenas tardes, le dejé solo.

La noche se acercaba, lo mandé traer a Rufino y le hice acostar a dormir.

Rufino tiene una historia.

Es un tipo de gaucho malo.



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ArribaAbajo - XXXVII -

El fogón al amanecer.- Quién era Rufino Pereira.- Su vida y compromisos conmigo.- Cómo consiguen los indios que los caballos de los cristianos adquieran más vigor.


Dormí muy bien, sin que nadie ni nada me interrumpiera.

El hombre se aviene a todo.

Mi cama desigual y dura, me pareció de plumas.

Si no me hubieran faltado algunas cobijas, podría decir que pasé una noche deliciosa.

Me levanté con el lucero del alba, gritando:

-¡Fuego! ¡fuego!

En un abrir y cerrar de ojos hice mi toilette, a la luz de un candil.

Salí del rancho.

El fogón ardía ya y el agua hervía en la caldera.

  —52→  

Me puse a matear, divirtiéndome en escuchar los dicharachos y los cuentos de los soldados.

Cada uno tenía una anécdota que referir.

A todos les había pasado algo con los indios.

El uno había tenido que dar hasta los cigarros; el otro las botas; éste el poncho; aquél la camisa.

Solo un Mendocino, muy agarrado, había tenido el talento de hacerse sordo y mudo. Los pedigüeños no habían podido con él.

Mientras amanecía, me puse a hacerles un curso sobre la conducta y el porte que debían observar; sobre los inconvenientes de que no fuesen moderados, de que no cuidasen y respetasen a sus superiores más que nunca.

Comprendían perfectamente mis razones, y las escuchaban con religiosa atención.

A Rufino le eché un sermón con aspereza.

Este Rufino era un gaucho de Villanueva, con quien nadie podía.

Azote de los campos, le tomaron y le destinaron al 12 de línea, junto con otros de su jaez, haciéndome el Comandante militar las mayores recomendaciones, previniéndome que tuviera con él muchísimo cuidado, porque era un hombre de avería.

Comprendiendo que el batallón 12 de línea sería un mal elemento, a los tres días de destinado le hice venir a mi presencia.

Le habían cortado su larga cabellera, le habían encasquetado ya el képi, plantificado la chaquetilla y la bombacha.

  —53→  

El gaucho había desaparecido bajo el exterior del recluta.

Era un hombre, alto, fornido, de grandes ojos negros, de fisonomía expresiva, de mirada inquieta, de movimientos fáciles, de aspecto resuelto, en suma.

Entablé con él el siguiente diálogo:

-¿Cómo te llamas?

-Rufino Pereira.

-¿De dónde eres?

-No sé.

-¿Dónde has nacido?

-No sé.

-¿Quiénes son tus padres?

-No sé.

-¿En qué trabajabas antes de ser soldado?

-En nada.

-¿Sabes por qué te han destinado?

-No sé.

-Dicen que eres ladrón, cuatrero y asesino.

-Así será.

-¿Pero tú qué crees?

-Yo no soy hombre malo.

-¿Qué eres, entonces?

-Soy hombre gaucho.

  —54→  

-Pero, por eso solamente no te han de haber destinado.

-Es que los Jueces no me quieren.

-No te habrás querido someter a su autoridad.

-No me ha gustado ser soldado; cuando he sabido que me buscaban, he andado a monte. He peleado algunas veces con la partida, y la he corrido.

-¿Es eso todo lo que has hecho?

-Todo.

-Pero me has dicho que no trabajabas en nada, y para vivir sin hacer daño al prójimo es menester trabajar en algo. Te vuelvo a preguntar ¿de qué vivías?

-Soy jugador.

-¿Pero cómo es posible que digan que eres ladrón, cuatrero y asesino, si no lo eres?

-Me han achacado las cosas de otros compañeros que no he querido delatar, y dirán que soy asesino, porque les he dado algunos tajos a los de la partida.

-¿Quieres que hagamos un trato?

-Como usted quiera, Coronel.

-¿Tienes palabra?

-Sí, señor.

-¿Tienes honor?

Rufino no contestó.

-¿Sabes lo que es el honor?

Volvió a guardar silencio.

  —55→  

-El honor consiste en cumplir uno siempre su palabra, aunque le cueste la vida. ¿Me entiendes ahora?

-Sí, Coronel.

-Bien, vas a ser mi asistente, vas a cuidar mis caballos, vas a ser mi hombre de confianza, y ahora mismo te voy a hacer poner en libertad.

El gaucho no contestó una palabra.

-¿Te animas a servirme bien? Yo no puedo darte la baja. Tienes que ser soldado; te ayudaré en tus necesidades. ¿Qué te parece? ¿Te animas?

-Sí, mi Coronel.

Recién el gaucho me dijo al contestarme: mi Coronel.

Di las órdenes en el cuerpo, y al rato andaba Rufino por Villanueva, como uno de tantos militares.

Vinieron a avisarme que se había desertado, y expliqué lo que había.

Me aseguraron que se iría, y contesté que lo dudaba.

Yo decía para mis adentros:

-Si el bandido se va, porque tiene la libertad de hacerlo, se irá solo, no llevará otros consigo.

Yo vivía en la casa de Belzor Moyano.

Allí vivía él.

Todo el mundo estaba asombrado, tal era el terror que Rufino Pereira inspiraba.

Una mañana estaba él en el zaguán, mientras yo hablaba   —56→   en la puerta de la calle con un sargento de la partida de Policía.

Entré con el sargento en mi cuarto que tenía puerta al zaguán, y detrás de mí, sin que yo lo viera, entró Rufino.

Cuando me apercibí de su presencia, estaba sentado en una silla.

El gaucho taimado quería pasarme la mano.

-¿Por qué no se acuesta, amigo, en la cama? -le dije con confianza.

Al oír esta irónica insinuación se puso de pie.

-Hola -le dije-, ¿con que sabías que no debías sentarte delante de tu jefe, ni entrar cuando él no te llamara?

Y esto diciendo le saqué de allí a fuertes empellones.

El gaucho hizo pie y se encrespó diciéndome con una tonada la más cordobesa, con tonada de la Sierra.

-Y si no sé, ¿por qué no me enseña, pues?

-Pues, por esa compadrada, toma -le dije, y le di algo que solemos dar los militares cuando queremos aventar un recluta que no tiene el instinto de la disciplina y del respeto a sus superiores.

Durante algunos días el gaucho anduvo con el ceño fruncido, mirándome de reojo, como viendo el lugar de mi cuerpo que más le convenía para acomodarme una puñalada.

No había más que un solo medio de dominarle, despreciarle e inspirarle confianza plena a la vez.

Llamelo y le dije:

  —57→  

-Mañana, en cuanto salga el lucero, ensillas mi zaino grande, empujas la puerta de mi cuarto, entras despacio, te acercas a mi cama, me llamas y si no me despierto, me mueves.

Preparé un rollo de cincuenta bolivianos y una carta para el comandante Racedo, del Batallón 12 de línea, que estaba de allí cinco leguas, diciéndole:

«Eso que lleva Rufino Pereira, es con el objeto de probarle, despáchele sin demora y anote la hora en que llega y la hora en que sale».

Yo tengo el sueño sumamente liviano.

A la hora consabida, sentí que abrían la puerta de mi cuarto, fingí que roncaba. Rufino entró, llegó hasta mi cama, caminando despacito, porque el cuarto estaba completamente a oscuras.

-Mi coronel -me dijo. No contesté. Volvió a llamarme. Hice lo mismo. Me llamó por tercera vez. Permanecí mudo. Me tocó y me movió. Entonces recién, contestando como quien despierta de un sueño profundo:

-¿Quién es? -pregunté.

-Yo, soy.

-Busca los fósforos que están ahí, en la silla, al lado de la cabecera, y prende la vela.

Rufino obedeció, y tanteando encontró los fósforos, sacó fuego y se hizo la luz.

Sin incorporarme siquiera metí la mano bajo de la cabecera, saqué el rollo de bolivianos y la carta, dándoselos «toma», le dije:

-¿Sabes dónde queda el arroyo de Cabral?

  —58→  

-Sí, mi coronel.

-¿Has ensillado el zaino?

-Sí, mi coronel.

-Llévale eso al comandante Racedo, y a las doce estás de vuelta. Son diez leguas. No tienes por qué apurarte. No me vayas a sobar el pingo.

-No -contestó. Se cuadró militarmente, hizo la venia, dio media vuelta y salió.

Apagué la luz y me quedé dormido. Me había acostado muy tarde. Esa noche había estado en un baile.

Dormía profundamente, sentí pisadas cerca de mi cama, me desperté, abrí los ojos, miré, Rufino Pereira estaba ahí, de vuelta, alargándome la mano con una carta.

La tomé, rompí la nema y leí:

Racedo me decía: «Entregó todo a las nueve y media y regresa».

Desde ese día seguí tratando a Rufino Pereira con la mayor confianza, y el gaucho me sirvió en todo honradamente hasta en cosas reservadas.

Nuestros campos están llenos de Rufinos Pereiras.

La raza de este ser desheredado que se llama Gaucho, digan lo que quieran, es excelente y como blanda cera, puede ser modelada para el bien; pero falta, triste es decirlo, la protección generosa, el cariño y la benevolencia. El hombre suele ser hijo del rigor, pero inclinado naturalmente al mal, hay que contrariar sus tendencias, despertando en él ideas nobles y elevadas, convenciéndonos de que más se hace con miel que con hiel.

Durante dos años, Rufino, el gaucho malo de Villanueva,   —59→   el bandido famoso, temido por todos, acusado de todo linaje de iniquidades, solo cometió un desliz, el que le hizo presentarse ebrio delante de Mariano Rosas y de mí.

Fiel a mi regla de conducta, a mis propósitos y a mis convicciones arraigadas, por el estudio que he hecho del corazón, de la humanidad, después del reto le di al gaucho una porción de consejos útiles, exhortándolo con cariño a que no los echase en saco roto.

Me prometió no volver a incurrir en la falta cometida y lo cumplió.

El licor se le iba a la cabeza fácilmente. Mientras estuvimos entre los indios no volvió a beber.

El disco de fuego del sol, resplandeciendo en el horizonte, lo teñía, con ricos colores de púrpura y mieles.

Hacía un rato que había amanecido.

Resolví ir a bañarme al jaguel. Me puse de pie, abandoné el fogón y tomé el camino del baño.

Había andado unos pocos pasos, cuando me encontré con Mariano Rosas. Venía del jaguel, sus mojadas melenas y la frescura de su tez lo revelaban.

Nos saludamos con cariño.

-Voy a bañarme, hermano -le dije.

-Yo acabo de hacer lo mismo -me contestó-, y ahora voy a varear mi caballo.

Marchamos en opuesto rumbo.

Yo regresaba del baño y él regresaba con su caballo cubierto de espumoso sudor.

  —60→  

Llegó, se apeó, lo desensilló, lo soltó y ensilló otro que estaba atado al palenque. Terminada la operación le puso el freno y lo volvió a atar de la rienda.

Los indios hacen esta operación todas las mañanas.

Cuando nos roban caballos, empiezan por soltarlos en los montes para que se aquerencien y tomen el pasto. Una vez conseguido esto, hoy ensillan un caballo, mañana otro, y así sucesivamente, y al salir el sol los galopean fuerte por el campo más quebrado, más arenoso, más lleno de médanos.

Nuestros caballos, mediante esa segunda educación, cobran un vigor extraordinario. Y como durante veinticuatro horas permanecen al palo, sin comer ni beber, con el freno puesto, resisten asombrosamente a las más largas privaciones.

De ahí la superioridad del indio en la guerra de fronteras.

Toda su estrategia estriba en huir, esquivando el combate. Son ladrones, no guerreros. Pelear es para ellos el recurso extremo. Su gloria consiste en que el malón sea pingüe y en volver de él con el menor número de indios sacrificados en aras del trabajo.

¡Cómo han de competir nuestros caballos con los de ellos! ¡Cómo hemos de darles alcance, cuando llevándonos algunas horas de ventaja salimos en su persecución!

Es como correr tras el viento.

Después que Mariano ató su caballo, nos sentamos bajo la enramada y convenimos en ocuparnos de asuntos oficiales.

Mañana tendremos la primer conferencia diplomática.



  —61→  

ArribaAbajo- XXXVIII -

Visita del cacique Ramón.- Un almuerzo y una conferencia en el toldo de Mariano Rosas.- Mi futura ahijada.- Ideas de Mariano Rosas sobre el gobierno de los indios comparado con el de los cristianos.- Reflexiones al caso.- Explico lo que es Presupuesto, Presidente y Constitución.- El pueblo comprenderá siempre mejor lo que es la vara de la ley, que la ley13.


Al día siguiente recibí la visita del cacique Ramón, que llegó con una numerosa comitiva.

Charlamos duro y parejo, como se dice en la tierra; bebimos sendos tragos a la usanza araucana, y quedamos apalabrados para vernos en la raya de las tierras de Baigorrita, el día de la junta, que no tardaría en tener lugar.

Bustos, el mestizo que tan buena voluntad me manifestó en Aillancó, venía con él.

Le di algo de lo poco que me había quedado, y al cacique le regalé mi revólver de veinte tiros, enseñándole el modo de servirse de él, cómo se armaba y desarmaba. No pareció muy contento del arma, «Es linda -me dijo-; pero   —62→   aquí no nos sirven las cosas así, porque cuando se nos acaban las balas no tenemos de dónde sacarlas».

Le prometí surtirlo de ellas, si teníamos la fortuna de observar fiel y estrictamente la paz celebrada.

Me contestó, que por su parte no omitiría esfuerzo en ese sentido, apelando al testimonio de Bustos para probarme que él era muy amigo de los cristianos. En la Carlota, tengo parientes; mi madre era de allí, me repitió varias veces, agregando siempre: ¡cómo no he de querer a los cristianos si tengo su sangre!

Después que se marchó, mandé ver con el capitán Rivadavia si Mariano Rosas estaba en disposición de que habláramos de nuestro asunto, el Tratado de paz.

Mi viaje tenía por objeto orillar ciertas dificultades que surgían de la forma en que había sido aceptado.

Me contestó que estaba a mis órdenes, que fuera a su toldo cuando gustara.

No le hice esperar.

Entré en el toldo.

El hombre almorzaba rodeado de sus hijos y mujeres.

Se pusieron de pie todos, me saludaron atenta y respetuosamente y antes de que hubiera tenido tiempo de acomodarme en el asiento que me designaron, me pusieron por delante un gran plato de madera con mazamorra de leche muy bien hecha.

Me preguntaron si me gustaba así o con azúcar.

Contesté que del último modo, y volando la trajeron en una bolsita de tela pampa.

  —63→  

No había almorzado aún. Comí pues el plato de mazamorra, sin ceremonias.

Me ofrecieron más y acepté.

Mis aires francos, mis posturas primitivas, mis bromas con los indiecitos y las chinas le hacían el mejor efecto al cacique.

-Usted ha de dispensar, hermano -me decía a cada momento.

Cuando le miraba fijamente, bajaba la cara, y cuando creía que yo no le veía, me miraba de hito en hito.

Hablamos de una porción de cosas insignificantes, mientras duró la mazamorra, que a eso sólo se redujo el almuerzo.

Meses antes, por cartas me había invitado para que nos hiciéramos compadres.

Me presentó a mi futura ahijada.

Era una chinita, como de siete años, hija de cristiana.

Más predominaba en ella el tipo español que el araucano.

La senté en mis rodillas y la acaricié, no era huraña.

Por fin, entramos a hablar de las paces como se dice allí.

Mariano fue quien tomó la palabra.

Yo, hermano, quiero la paz porque sé trabajar y tengo lo bastante para mi familia cuidándolo. Algunos no la han querido; pero les he hecho entender que nos conviene.   —64→   Si me he tardado tanto en aceptar lo que usted me proponía, ha sido, porque tenía muchas voluntades que consultar.

En esta tierra, el que gobierna no es como entre los cristianos.

Allí manda el que manda y todos obedecen.

Aquí, hay que arreglarse primero con los otros caciques, con los capitanejos, con los hombres antiguos. Todos son libres y todos son iguales.

Como se ve, para Mariano Rosas, nosotros vivimos en plena dictadura, y los indios en plena democracia.

No creí necesaria corregir sus ideas.

Por otra parte, me hubiera visto un tanto atado para demostrarle y probarle que el Gobierno, la autoridad, el poder, la fuerza disciplinada y organizada no son omnipotentes en nuestra turbulenta república.

Aquí donde todos los días declamamos sobre la necesidad de prestigiar, robustecer y rodear al poder, siendo así que el hecho histórico persistente, enseña a todos los que tienen ojos y quieren ver, que la mayor parte de nuestras desgracias proviene del abuso de autoridad.

Recién vamos adquiriendo conciencia de nuestra personalidad; recién va encarnándose en las muchedumbres, cuya aspiración ardiente es14 conquistar y afianzar la libertad racional sobre los inamovibles quicios de la eterna justicia; recién vamos convenciéndonos de que lo que se llama soberanía popular es el ejercicio y la práctica del santo derecho; recién vamos entendiendo que el pueblo es todo, y que así como nadie puede revindicar el   —65→   honroso título de caballero si deja que se juegue con su dignidad personal, así también la entidad colectiva no puede enorgullecerse de sus conquistas morales, de sus progresos, de su civilización si dócil y sumisa, irresoluta y cobarde se deja uncir al carro del poder para arrastrarlo, según su capricho.

Por más entendido que fuera Mariano Rosas, ¿a qué había de perder tiempo en disertaciones políticas con él?

Como yo era en aquellos momentos un embajador, (sic) y como siendo uno embajador debe tomar las cosas a lo serio, después de algunas palabras encomiando su conducta entré a explicar, que el Tratado de paz debiendo ser sometido a la aprobación del Congreso, no podía ser puesto en ejercicio inmediatamente.

Me valí para que el indio comprendiera lo que es Poder Ejecutivo, Parlamento, Presupuesto y otras yerbas, de figuras de retórica campesinas. Y sea que estuve inspirado, cosa que no me suele suceder -no recuerdo haberlo estado más que una vez, cuando renuncié a estudiar la guitarra, convencido de la depresión frenológica que puede notarse, observando en mi cráneo el órgano de los tonos-, y sea que estuve inspirado, decía, el hecho es que Mariano Rosas se edificó.

Me convencieron de ello sus bostezos.

Podía quedarse dormido si continuaba haciendo gala de mis talentos oratorios, de mis conocimientos en la ciencia del derecho constitucional, de las seducciones que el hombre civilizado cree siempre tener para el bárbaro.

Me resolví, pues, a hacerle esta interpelación:

  —66→  

-¿Y qué le parece hermano, lo que le he dicho?

-Qué me ha de parecer, que estando firmado el Tratado por el Presidente, que es el que manda, nos costará mucho hacerles entender a los otros indios eso que usted me ha estado explicando. Haremos -continuó-, una junta grande, y en ella entre usted y yo, diremos lo que hay.

-Mientras tanto, hermano, cuente conmigo para ayudarlo en todo.

-Yo cuento con usted, porque veo que si no quisiera a los indios no habría venido a esta tierra.

Le contesté, como era de esperarse, asegurándole que el presidente de la República era un hombre muy bueno; que se había envejecido trabajando porque se educaran todos los niños chicos de mi tierra; que no les había de abandonar a su ignorancia, que por carácter y por tendencias era hombre manso, que no amaba la guerra; y que por otra parte, la Constitución le mandaba al Congreso conservar el trato pacífico con los indios y promover la conversión de ellos al catolicismo; que el Congreso le había de dar al Presidente toda la plata que necesitase para esas cosas, y que como eran muy amigos no se habían de pelear si pensaban de distinto modo, porque los dos juntos gobernaban el país.

-Y dígame hermano -me preguntó-; ¿cómo se llama el Presidente?

-Domingo F. Sarmiento.

-¿Y es amigo suyo?

-Muy amigo.

  —67→  

-Y si dejan de ser amigos, ¿cómo andarán las paces con nosotros que ha hecho usted?

-Pero, bien, no mas hermano, porque yo no puedo pelearme con el Presidente, aunque me castigue. Yo no soy más que un triste coronel y mi obligación es obedecer.

El Presidente tiene mucho poder, él manda todo el ejército. Además, si yo me voy, vendrá otro jefe, y ese jefe tendrá que hacer lo que le mande el general Arredondo, que es de quien dependo yo.

-¿Y Arredondo es amigo del Presidente?

-Muy amigo.

-¿Más amigo que usted?

-Eso no le puedo decir, hermano, porque, como usted sabe, la amistad no se mide, se prueba.

-Y dígame, hermano, ¿cómo se llama la Constitución?

Aquí se me quemaron los libros. Y sin embargo, si el Presidente podía llamarse D. F. Sarmiento, ¿por qué, para aquel bárbaro, la Constitución, no se había de llamar de algún otro modo también?

Me vi en figuillas.

-La Constitución, hermano... La Constitución... se llama así no más, pues, Constitución.

-Entonces, ¿no tiene nombre?

-Ése es el nombre.

-¿Entonces no tiene más que un nombre, y el Presidente tiene dos?

-Sí.

  —68→  

-¿Y es buena o mala la Constitución?

-Hermano, los unos dicen que sí, y los otros dicen que no.

-¿Y usted es amigo de la Constitución?

-Muy amigo, por supuesto.

-¿Y Arredondo?

-También.

-¿Y cuál de los dos es más amigo de la Constitución?

-Los dos somos muy amigos de ella.

-Y el Congreso, ¿cómo se llama?

-El Congreso... el Congreso... se llama Congreso.

-¿Entonces no tiene más que un solo nombre, lo mismo que la otra?

-Uno solo, sí.

-¿Y es bueno o es malo el Congreso?

-(¡Hum!)

Confieso que esta pregunta me dejó perplejo. Pero había que contestar. Hice mis cálculos para responder en conciencia, y cuando iba a hacerlo, dos perros que andaban por allí se echaron sobre un hueso y armaron una singuizarra infernal interrumpiendo el diálogo.

Mariano se levantó para espantarlos, gritando «¡fuera! ¡fuera!».

Yo aproveché la coyuntura para retirarme.

Entré en mi rancho, me senté en la cama, apoyé los codos en los muslos, la cara en las manos, y me quedé por largo rato sumido en profunda meditación.

  —69→  

«He perdido el tiempo -me decía-, con los ecos del espíritu. No es tan fácil explicar lo que es una Constitución, lo que es un Congreso».

Mariano Rosas, había entendido perfectamente lo que es un Presidente, primero, porque tenía otro nombre, porque se llamaba Domingo lo mismo que habría podido llamarse Bartolo, segundo, porque mandaba el ejército.

Por consiguiente, resulta de mi estudio sobre las entendederas de un indio, que el pueblo comprenderá siempre mejor lo que es la vara de la ley, que la ley.

Los símbolos impresionan más la imaginación de las multitudes que las alegorías.

De ahí, que en todas las partes del mundo donde hay una Constitución y un Congreso, le teman más al Presidente.

Algunas horas después volví a verme con Mariano.

Viéndole festivo, aproveché sus buenas disposiciones y le pedí permiso para decir una misa, al día siguiente, manifestándole el vehemente deseo de oírla que tenían muchos de los cristianos cautivos y refugiados en Tierra Adentro.

Lleveles la buena nueva a mis franciscanos, y, como verdaderos apóstoles de Jesucristo, la recibieron con júbilo.

Resolvimos decirla, si el tiempo estaba bueno, si no había viento o tierra, en campo raso, apoyando el altar sagrado en el viejo tronco de un chañar inmenso, cuyos gajos corpulentos lo servirían de bóveda.

Mañana estaremos de misa.



  —[70]→     —71→  

ArribaAbajo- XXXIX -

Camargo y José de visita en los momentos de recogerme.- Me llevaban una música.- Horresco referens.- Fisonomía de Camargo.- Zalamerías de José.- Por qué lo respetan los indios a Camargo.- Vida de Camargo contada por él mismo.- Por qué produce esta tierra tipos como el de Camargo.


Arreglaba mi cama para recogerme, después de haber cenado y convenido con los franciscanos que la misa se diría al día siguiente, de ocho a nueve, cuando una visita inesperada se presentó en mi rancho.

Mi futuro compadre Camargo, con uno de los lenguaraces de Mariano Rosas, llamado José, nativo de Mendoza, casado entre los indios, cuyos hábitos y costumbres ha adoptado hasta el extremo de hacer dudar sea cristiano. Es hombre que tiene algo, porque, como se dice allí, ha trabajado bien, y en quien depositan la mayor confianza, tanta cuanta depositarían en un capitanejo.

José está vinculado por el amor, la familia y la riqueza al desierto.

  —72→  

Los indios, que conocen el corazón humano, lo mismo que cualquier hijo de vecino, lo saben perfectamente bien.

Le miran, pues, como a uno de ellos.

Ambos venían con los instrumentos del placer en la mano, con una botella de aguardiente.

Les ofrecí asiento, y haciendo grandísimos esfuerzos para disimular su estado, lo aceptaron, invitándome a saborear con ellos el alcohólico brebaje, usando, por supuesto, de la fórmula consagrada.

Tuve que aceptar el yapaí.

Pero como estábamos solos, entre puros nosotros, como dicen los paisanos, me creí eximido de ser tan deferente como en otras ocasiones.

No lo llevaron a mal.

Mis fueros de Coronel, por una parte, por otra la comunidad de religión y de origen, circunstancia que en todas las situaciones de la vida establece fácilmente cierta cordialidad entre los hombres, ponían a mis huéspedes en el caso de no abusar de mi hospitalidad.

Además, ellos se consideraban honrados de ser admitidos a horas incompetentes en mi rancho; les bastaba fraternizar conmigo y beber solos con mi permiso.

Me lo pidieron con toda la picardía gauchesca, diciéndome:

-Dispénsenos, mi coronel, si no estamos muy buenos; queremos acabar esta botellita aquí, en su rancho; si le parece mal, si le incomodamos, nos retiraremos.

-Estén a gusto -les contesté-, yo no soy hombre etiquetero.

  —73→  

-Ya lo sabemos -contestaron a dúo-, por eso hemos venido.

Y esto diciendo, José, que era muy zalamero, que había sido muy obsequiado por mí en el Río 4.º, me abrazaba, diciéndole a Camargo:

-Este es mi padre -y mirándome significativamente-: Ya sabe, mi Coronel, quién es José.

Quedo enterado, decía yo para mis adentros, sabiendo mejor que él a lo que me debía atener.

Declaraciones de beodos son lo mismo que promesas de mujer.

¡Necio de aquel que se chupa el dedo!

Necio de aquel que al entregarles su corazón, sus esperanzas y sus ilusiones, olvida el dicho de Ninon de Lanclos:

Tout passe o tout passe, tout lasse.



Ser amable no es pecado.

Al contrario, es un deber cuya práctica nos hace simpáticos a los ojos del mundo.

Yo era, pues, tan amable con mis visitas, como el tiempo y el lugar lo permitían.

Todos los días le doy gracias a Dios por haberme concedido bastante flexibilidad de carácter para encontrarme a gusto, alegre y contento, lo mismo en los suntuosos salones del rico, que en el desmantelado rancho del pobre paisano; lo mismo cuando me siento en elásticas poltronas, que cuando me acomodo alrededor del flamante fogón del humilde y paciente soldado.

  —74→  

Las botellas, que no tenían la magia de ser inagotables, espichaban ya; José, estaba completamente en las viñas del Señor.

Camargo, más fuerte, se mantenía en completa posesión de sus sentidos.

-¿Sabe, mi Coronel, que le traemos una música, con su permiso?

-Muchas gracias, hombre, ¿para qué se han incomodado?

Camargo se levantó, apoyándose en los horcones del rancho, se asomó a la puerta, dijo algo, volvió a sentarse, y acto continuo se presentó -horresco referens-, el negro del acordión.

-¡Uff! -hice-, eso no, Camargo -le dije-. Denme todas las músicas que quieran. Pero con el acordión, no, no. Estoy harto de la facha de ese demonio.

Y dirigiéndome al negro, proseguí en estos términos:

-¡Vete! ¡vete!

El negro no obedeció.

-Como pegado al suelo describía con su cuerpo curvas a derecha e izquierda, adelante y atrás.

Estaba ebrio como una cabra.

-¡Vete! ¡vete! lejos de aquí -volví a decir.

Y Camargo, viendo que el negro me revolvía la bilis, se levantó, y tomándole de un brazo le enseñó el portante.

Libre de aquella bestia, verdaderamente negra, resollé dando un resoplido como cuando en día canicular, jadeantes   —75→   de fatiga, nos tendemos a nuestras anchas sobre cómodo sofá, habiendo escapado a las garras de alguno de esos soleros cuya vida es contar sus pleitos o sus cuitas, con la autoridad.

José se había quedado dormido.

Camargo se sentó, y bajo la influencia del aguardiente cayó en una especie de letargo.

Examiné su fisonomía.

Es lo que se llama un gaucho lindo.

Tiene una larga melena negra, gruesa como cerda, unos grandes ojos, rasgados, brillantes y vivos, como los de un caballo brioso; unas cejas y unas pestañas largas, sedosas y pobladas, una gran nariz algo aguileña; una boca un tanto deprimida, y el labio inferior bastante grueso.

Es blanco como un hombre de raza fina, tiene algunos hoyos en la cara y poca barba.

Es alto, delgado y musculoso.

Su frente achatada y espaciosa, sus pómulos saltados, su barba aguda, sus anchas espaldas, su pecho en forma de bóveda y sus manos siempre húmedas y descarnadas, revelan la audacia, el vigor, la rigidez susceptible de rayar en la crueldad.

Camargo es uno de esos hombres por cuyo lado no se pasa, yendo uno solo, sin sentir algo parecido al temor de una agresión.

Los indios le respetan, porque ellos respetan todo lo que es fuerte y varonil, al que desprecia la vida.

Y Camargo se cura poco de ella.

  —76→  

Pruébanlo bien las cicatrices de cuchilladas que tiene en las manos, su existencia agitada, turbulenta, azarosa, que se consume entre el aguardiente y las reyertas de incesantes saturnales, entre el estrépito de los malones y de las montoneras, como que hoy está entre los indios, mañana en los llanos de la Rioja con Elizondo y Guayama, volviendo después de la derrota a su guarida de Tierra Adentro, sobre el lomo del veloz e indómito potro.

Este gaucho, séame permitido decirlo, revindica en los casos heroicos el honor de los cristianos. Cuando le place, lo mismo cara a cara que por detrás, cuerpo a cuerpo, que entre varios, apostrofa a los indios de «bárbaros» Yo le oí decir muchas veces a voz en cuello.

«A mí, que no me anden con vueltas estos, porque yo los conozco bien, y al que le acomode una puñalada se la ha de ir a curar al otro mundo».

Después que examiné detenidamente aquel tipo de férrea estructura, en el que los caracteres semíticos de la persistencia estaban estampados, le dirigí la palabra, sacándole del silencio indeliberado en que había caído.

-¿Cómo te hallas aquí? -le pregunté.

Habla con mucha vivacidad, pero esta vez contra su costumbre habitual, en lugar de contestarme, dio un suspiro, y se envolvió en las nieblas de sus recuerdos dolorosos.

-Vamos, hombre -le dije-, cuéntame tu vida.

-Señor -me contestó-. Mi vida es corta y no tiene nada de particular. No soy mal hombre, pero he sido muy desgraciado.

Yo soy de San Luis, de allá por Renca; mis padres han   —77→   sido gente honrada y de posibles. Me querían mucho y me dieron buena educación.

Sé leer y escribir, y también sé cuentas. Desde chiquito era medio soberbio. Cuando me hice hombrecito, se me figuraba que nadie podía ser más que yo. Cuando oía decir que había un gaucho guapo, lo buscaba a ver si me decía algo.

Me gustaba ser militar, y soñaba con ser general. No había hecho mal a nadie, aunque tenía bastante mala cabeza.

Siempre andaba en parrandas, jugadas y peleas; pero nadie dirá que le pegué de atrás.

Me enamoré de la hija del comandante N... La muchacha me quería. Yo era joven, pues aquí donde me ve no tengo más que veinte y cuatro años (parecía tener treinta y dos).

A más de eso, como mis padres tenían alguna platita, yo andaba siempre aviao. El comandante N... sabía mis amores con su hija, no le gustaban. Un día me atropelló en las carreras, y vino a darme una pechada; yo le enderecé mi caballo y lo puse patas arriba con flete y todo. Era muy fantástico y no me lo perdonó.

Desde esa vez, decía siempre que me había de matar. Yo estaba en guardia. Me achacaron varias cosas, nada me probaron. Hubo una bulla de revolución.

Me fueron a prender. Eran cuatro de la partida. ¡Qué me habían de tomar!15 Sabía bien que me iba en la parada el número uno. Hice un desparramo y me fui a los montoneros.

Le interrumpí, preguntándole:

  —78→  

-¿Y qué opinión tenías?

-¿Opinión? Yo no tenía más opinión que ser hombre alegre y divertirme. Las carreras y las mujeres eran toda mi opinión.

-¿Y qué hiciste con la montonera?

-Hicimos el diablo. Anduve una porción de tiempo con el Chacho, que era un bárbaro. Después que lo mataron anduve a monte. Cuando vino don Juan Sáa, con otros nos juntamos a su gente. Nos derrotó en San Ignacio el general Arredondo, me vine con los indios de Baigorrita para acá.

-Y después de eso, ¿qué has hecho, qué vida has llevado?

-Me fui para San Luis, de oculto, traje mi mujer, mis hijos y algunos parientes, y aquí están todos.

-¿Y has andado en las invasiones con los indios?

-En algunas, señor.

-¿Y es cierto que tú has tenido la culpa de que los indios matasen una porción de cristianos?

-Es falso.

He estado en las casas de algunos pícaros, pero me he opuesto a que los degüellen. ¡Así no hubiera sido por mí! Habría unos cuantos diantres menos en este mundo.

Por aquí íbamos de nuestro coloquio cuando el negro del acordión preludió una tocata, del lado de afuera.

Camargo se levantó, salió, y por ciertos16 vocablos con que rellenaba su intimación de que se alejara, calculé que el desgraciado Orfeo de Leubucó no era tratado como   —79→   los artistas pretenden generalmente que se les trate, aunque sean malos.

Música y negro se fueron a otra parte. Camargo volvió, y, sin entrar, me dijo de la puerta del rancho: «Buenas noches, mi coronel, y dispense».

Era hora de pensar en dormir. Mis ayudantes Lemlenyi, Rodríguez, Ozarowsky y los dos benditos franciscanos, que habían asistido a la visita y confidencias de Camargo, bostezaban a todo trapo.

Desperté a José, llamé dos asistentes, y lo hice llevar a un toldo vecino.

Y en tanto me aprestaba para pasar una noche toledana, porque soplaba viento muy fresco, y la tierra entraba al toldo como en su casa, por cuanto resquicio tenía, meditaba sobre esas existencias argentinas, sobre esos tipos crudos medio primitivos, que tanto abundan en nuestro país, que se sacrifican o mueren por una opinión prestada. Porque nos sobran instituciones y leyes, y nos falta la eterna justicia, la justicia que, cual genio tutelar, lo mismo debe velar el hogar del desvalido que la mansión suntuosa del rico potentado.

Bajo estas impresiones tuve un sueño, yo soy tan soñador: I had a dream, which was not all a dream17.

¡Soñaba!...

¡Si en este país hay quien ahorque a un hombre que tiene diez millones de pesos!



  —[80]→     —81→  

ArribaAbajo- XL -

Noche de hielo.- Donde es realmente triste la vida.- Preparativos para la misa.- Resuena por primera vez en el desierto el Confiteor Deo Omnipotente.- Recuerdo de mi madre.- Trabajos de Mariano Rosas, preparando los ánimos para la junta.- Como y duermo.- Conferencia diplomática.- El archivo de Mariano Rosas.- En Leubucó reciben la «Tribuna».- Imperturbabilidad de Mariano Rosas.- Mi comadre Carmen en el fogón.


La noche fue de hielo, larga y fastidiosa.

La arena entraba en el rancho por todas partes, como zarandeada.

Cuando la luz del día alumbró el cuadro que formaban mis oficiales y los frailes, acostados en el suelo, y yo, sobre mis tantas veces mentada cama, miré por una abertura que a guisa de respiradero había formado con las cobijas.

Mis compañeros habían desaparecido, cubiertos por una capa amarillenta, que presentaba el aspecto sinuoso de un medanito, cuya superficie se movía apenas al compás del resuello de los que yacían bajo su leve peso, durmiendo tranquilos el sueño de la vida.

  —82→  

¡Qué pensamiento tirano podía preocuparlos en aquellas alturas!

La existencia no es realmente triste, agitada y difícil sino en los grandes centros de población; allí donde todas las necesidades que excitan las pasiones nos condenan sin apelación a la dura ley del trabajo, verdadera rueda de Ixión, que, mal de nuestro grado, tenemos que mover, hasta que llegando el instante supremo tantas veces ansiado como temido, les damos un eterno adiós a las eternas vanidades, que eternamente nos corroen, nos subyugan y nos dominan, gastando los resortes de acero de las almas mejor templadas.

Sacudimos la pereza, la enervante y dulce pereza, de la que lo mismo se goza cuando los miembros están fatigados, reclinándose en el frío y duro umbral de una puerta de calle, que en elástica y confortable otomana cubierta de terciopelo.

Una vez en pie, nos pusimos en movimiento.

Los franciscanos sacaron afuera el baúl que contenía los ornamentos sagrados, preparándolos enseguida para la ceremonia de la misa.

Yo, después de bañarme en el jagüel, y de un ligero desayuno de mate con yerba y café, fui a examinar el sitio donde debía hacerse el altar si el viento calmaba.

El cielo estaba límpido, el sol brillaba espléndido.

Las horas se deslizaron sin sentir, arreglando lo que se necesitaba.

Se avisó a los cristianos circunvecinos, y viendo que no era posible celebrar los oficios divinos en campo raso, como yo lo deseaba, se buscó un rancho.

  —83→  

Todos estábamos muy contrariados.

El mismo sentimiento nos dominaba.

Como verdaderos creyentes, reconocíamos que a la inmensa majestad de Dios le cuadraba adorarla bajo las vastas cúpulas azuladas del firmamento, o bajo las bóvedas macizas de las soberbias basílicas, cuyas torres audaces empinándose a grandes alturas parecen querer tocar las nubes, y hacer llegar al cielo los cánticos sagrados.

Allí donde el hombre eleva su espíritu al Ser Supremo, debe procurarse que la grandeza del espectáculo le inspire recogimiento.

La mística plegaria es más ferviente cuando la imaginación sufre las influencias poéticas del mundo exterior.

El viento no cesaba.

Tuvimos que resignarnos a recurrir al rancho de un sargento de la gente de Ayala.

Lo asearon lo mejor posible, y en un momento los franciscanos improvisaron el altar.

Poco a poco fueron llegando hombres y mujeres, y ocupando sus puestos.

Los pobres se habían vestido con la mejor ropita que tenían. Hincados, sentados, o de pie, esperaban con respetuoso silencio la aparición de los sacerdotes.

Miré el reloj, marcaba las nueve. «Es la hora, Padres» -les dije, y me dirigí con ellos, acompañado de mis oficiales a la capilla.

No podía ser más modesta.

Me consolé, recordando que aquel cuyo sacrificio íbamos a honrar había nacido en un establo, durmiendo en pajas.

  —84→  

Con ponchos y mantas los franciscanos habían tapizado el suelo y las paredes del rancho.

El viento no incomodaba, las velas ardían iluminando un crucifijo de madera, en el que se destacaba, salpicada de sangre, la demacrada y tétrica faz de Cristo; el altar brillaba cubierto de encajes y de brocado pintado de doradas flores, resaltando en él la reluciente custodia y las vinajeras plateadas.

Todo estaba muy bonito, incitaba a rezar.

El padre Marcos debía oficiar, ayudándole el padre Moisés y yo, aunque de mi latín de sacristía no me habían quedado sino recuerdos confusos y vagos.

Pero mi deber era dar el ejemplo en todo.

Lo revestimos al padre Marcos, y los oficios empezaron.

Grupos de indios curiosos nos acechaban.

Reinaba un profundo silencio.

La metálica campanilla vibró, invitando a hacer acto de contrición por la sangre del redentor.

Era la primera vez que en aquellas soledades, que entre aquellos bárbaros, resonaban los ecos del humilde, Confiteor Deo Omnipotenti.

Los cristianos oraban con intensa devoción.

Yo los miraba cada vez que la ceremonia me permitía darle el flanco al altar.

Entre ellos había varios indios.

En algunas mujeres sorprendí lágrimas de arrepentimiento o de dolor; en otras vagaba por su fisonomía algo parecido a un destello de esperanza.

  —85→  

Todos parecían estar íntimamente satisfechos de haberse reconciliado con Dios, elevando su espíritu a él en presencia de la cruz y del altar.

Mientras duraron los oficios sagrados, yo pensé constantemente en mi madre.

Recordaba los martirios infantiles por que me había hecho pasar, llevándome todos los domingos a la iglesia de San Juan, para que ayudara a misa bajo su vigilante mirada.

-¡Pobre mi madre! -me decía-, ¡qué lejos estás!

Rogaba a Dios por ella y por todos los que amaba; y le daba gracias por esos martirios, porque debido a ellos me era permitido experimentar el placer de prestigiar la religión entre los infieles, tomando parte en la celebración de la augusta ceremonia que allí nos congregaba.

Después que se acabó todo, que los padres repartieron sus bendiciones, se deshizo el altar, se arrancaron los ponchos y mantas, y la capilla volvió a quedar convertida en lo que era, en un miserable rancho.

Se guardaron los ornamentos, se puso el baúl en mi rancho, y enseguida nos fuimos con los franciscanos a darle las gracias a Mariano Rosas.

Estaba lleno de visitas y almorzaban. Cada cual tenía delante de sí un plato de abundante puchero con choclos y zapallo.

El cacique nos recibió como siempre, cortésmente, se puso de pie, nos dio la mano, hizo que nos sentáramos, y nos presentó a todos los circunstantes.

Estaba ocupado en algo muy grave.

Preparaba los ánimos para la gran junta que debía tener   —86→   lugar, para que se vea que entre los indios, lo mismo que entre los cristianos, el éxito de los negocios de Estado es siempre dudoso, si no se recurre a la tarea de la persuasión previa.

Los franciscanos se retiraron y me dejaron solo.

Mariano Rosas hablaba unas veces en general, otras en particular; su palabra es fácil, calculada e insinuante, generalmente sus discursos eran templados, pero a veces se exaltaba levantando la voz, fijando su mirada en el indio a quien le contestaba, y accionando con los brazos, contra su costumbre.

Me trajeron de comer y comí.

La conferencia iba larga.

Me retiré, pues, conviniendo en que más tarde fijaríamos el día de la junta.

Yo quería saberlo con alguna anticipación, porque me proponía pasar hasta las tierras de Baigorrita.

Dormí una buena siesta.

El capitán Rivadavia me hizo interrumpirla.

Mariano Rosas se había quedado solo, estaba en la enramada y me invitaba a pasar a ella.

Acudí a su llamado.

Entrábamos en materia cuando el negro del acordión, haciendo cabriolas y dándole duro a su instrumento salió del toldo.

Aquel diablo me hacía el efecto de un gettatore.

Pero allí no había más remedio que aguantarle.

  —87→  

Ya he dicho que el dueño de casa gozaba inmensamente con él.

Mientras el negro estuvo ahí, fue excusado hablar de cosas serias.

El cacique no estaba sino para bromas.

Me hizo una larga serie de preguntas, referentes todas a Buenos Aires y a la familia de Rozas. Sus recuerdos eran indelebles.

Me parecía que su objeto se reducía a cerciorarse de si efectivamente yo era sobrino del Dictador, cuyo retrato me pidió, diciéndome que era el único que no tenía en su colección.

Y efectivamente, así era.

Díjole al negro que trajera los retratos.

Entró éste al toldo y volvió con una cajita de cartón muy sucia, en la que había una porción de fotografías: la de Urquiza, la de Mitre, la de Juan Sáa, la del general18 Pedernera, la de Juan Pablo López, la de Varela, el caudillo Catamarqueño y otras.

Devolviole al negro la cajita para que la pusiera en su lugar.

El favorito la llevó y felizmente se quedó en el toldo.

Entramos en materia.

Todo estaba arreglado con los notables del desierto.

La junta se haría a los cuatro días, porque había que hacer citaciones.

  —88→  

No habría novedad.

Yo expondría en ella los objetos de mi viaje, y Mariano me apoyaría en todo.

Sólo había un punto dudoso:

Por qué insistía yo tanto en comprar la posesión de la tierra.

Mariano me dijo:

-Ya sabe, hermano, que los indios son muy desconfiados.

-Ya lo sé; pero del actual Presidente de la República, con cuya autorización he hecho estas paces, no deben ustedes desconfiar -le contesté.

-¿Usted me asegura que es buen hombre? -me preguntó.

-Sí, hermano, se lo aseguro -repuse.

-¿Y para qué quieren tanta tierra cuando al Sur del Río 5.º entre Langhelo y Melincué, entre Ancaló y el Chañar hay tantos campos despoblados?

Le expliqué que para la seguridad de la frontera y para el buen resultado del Tratado de paz, era conveniente que a retaguardia de la línea hubiera por lo menos quince leguas de desierto, y a vanguardia otras tantas en las que los indios renunciasen a establecerse y a hacer boleadas cuando les diera la gana sin pasaporte.

Me arguyó que la tierra era de ellos.

Le expliqué que la tierra no era sino de los que la hacían productiva; que el Gobierno les compraba, no el derecho a ella, sino la posesión, reconociendo que en alguna parte habían de vivir.

  —89→  

Me arguyó con el pasado, diciéndome que en otros tiempos los indios habían vivido entre el Río 4.º y el Río 5.º, y que todos esos campos eran de ellos.

Le expliqué que el hecho de vivir o haber vivido en un lugar no constituía dominio sobre él.

Me arguyó que si yo fuera a establecerme entre los indios, el pedazo de tierra que ocupara sería mío.

Le contesté que si podía venderlo a quien me diera la gana.

No le gustó la pregunta, porque era embarazosa la contestación, y disimulando mal su contrariedad, me dijo:

-Mire, hermano, ¿por qué no me habla la verdad?

-Le he dicho a usted la verdad -le contesté.

-Ahora va a ver, hermano.

Y esto diciendo, se levantó, entró en el toldo y volvió trayendo un cajón de pino, con tapa corrediza.

Lo abrió y sacó de él una porción de bolsas de zaraza con jareta.

Era su archivo.

Cada bolsita contenía notas oficiales, cartas, borradores, periódicos.

Él19 conocía cada papel perfectamente.

Podía apuntar con el dedo el párrafo a que quería referirse.

Revolvió su archivo, tomó una bolsita, descorrió la jareta   —90→   y sacó de ella un impreso muy doblado y arrugado, revelando que había sido manoseado muchas veces.

Era La Tribuna de Buenos Aires.

En ella había marcado un artículo sobre el gran ferrocarril interoceánico.

Me lo indicó, diciéndome:

-Lea, hermano.

Conocía el artículo y le dije:

-Ya sé, hermano, de lo que trata.

-Y entonces, ¿por qué no es franco?

-¿Cómo franco?

-Sí, usted no me ha dicho que nos quieren comprar las tierras para que pase por el Cuero un ferrocarril.

Aquí me vi sumamente embarazado.

Hubiera previsto todo, menos un argumento como el que se me acababa de hacer.

-Hermano -le dije-, eso no se ha de hacer nunca, y si se hace, ¿qué daño les resultará a los indios de eso?

-¿Qué daño, hermano?

-Sí, ¿qué daño?

-Que después que hagan el ferrocarril, dirán los cristianos que necesitan más campos al sud, y querrán echarnos de aquí, y tendremos que irnos al sud del Río Negro, a tierras ajenas, porque entre estos campos y el Río Colorado o el Río Negro no hay buenos lugares para vivir.

  —91→  

Doblando el diario y dándoselo, le contesté:

-Eso no ha de suceder, hermano, si ustedes observan honradamente la paz.

-No, hermano, si los cristianos dicen que es mejor acabar con nosotros.

-Algunos creen eso, otros piensan como yo, que ustedes merecen nuestra protección, que no hay inconveniente en que sigan viviendo donde viven, si cumplen sus compromisos.

El indio suspiró, como diciendo: «Ojalá fuera así», y me dijo:

-Hermano, en usted yo tengo confianza, ya se lo he dicho, arregle las cosas como quiera.

No le contesté, le eché una mirada escrutadora, y nada descubrí, su fisonomía tenía la expresión habitual. Mariano Rosas, como todos los hombres acostumbrados al mando, tiene un gran dominio sobre sí mismo.

Es excusado querer leer en su cara la sinceridad o la falsía de sus palabras, dice lo que quiere; lo que siente, lo reserva en los repliegues de su corazón.

Se puso a acomodar su archivo y lo que estuvo en orden, cerró el cajón, y llamó, diciendo: «¡negro, negro!»

Me estremecí.

Tomé un pretexto por no verle la cara, y me despedí. La hora de comer se acercaba. En el fogón había gordos asados extendidos ya sobre brasas. Despedían un tufo incitante y no era cosa de dejar que se chamuscaran.

-A comer, caballeros -grité.

Se hizo la rueda y empezó la comilona.

  —92→  

Mi comadre Carmen anduvo por allí. Le ofrecí asiento, sentose, y nos entretuvo un largo rato contándonos su vida y enterándonos de algunas particularidades de los usos y costumbres ranquelinas.

A Mariano Rosas le llegaron vespertinas visitas, que pasaron la noche con él, entregadas a los placeres de la charla y del vino.



  —93→  

ArribaAbajo- XLI -

Creencias de los indios.- Son uniteístas y antropomorfistas.- Gaulicho.- Respeto por los muertos.- Plata enterrada.- Será cierto que la civilización corrompe.- Crueldad de Bargas, bandido Cordobés.- Triste condición de los cautivos entre los indios.- Heroicidad de algunas mujeres.- Unas con otras.- Modos de vender.- Eufonía de la lengua araucana.- ¿La carne de yegua puede ser un antídoto para la tisis?


Mi comadre Carmen vivía en Carrilobo, cerca del toldo de Villareal, el casado con su hermana, y había venido a visitarme trayéndome mi ahijada.

Escuchándola pasamos un rato muy entretenido. Habla con facilidad el castellano y posee bastante caudal de expresiones para manifestar sus sentimientos e ideas y hacerse entender.

Sobre las creencias de los indios me dio las siguientes nociones.

No se congregan jamás para adorar a Dios; le adoran a solas, ocultándose en los bosques.

  —94→  

No es ni el sol, ni la luna, ni las estrellas, ni la universalidad de los seres vivientes.

Por manera que no son idólatras, ni panteístas.

Son uniteístas y antropomorfitas.

Dios, Cuchauentrú, el Hombre grande, o Chachao, el Padre de todos, tiene la forma humana y está en todas partes; es invisible e indivisible; es inmensamente bueno y hay que quererle.

A quien hay que temerle es al Diablo, Gualicho.

Este caballero a quien nosotros pintamos con cola y cuernos, desnudo y echando fuego por la boca, no tiene para ellos forma alguna. Gualicho, es divisible e invisible y está en todas partes, lo mismo que Cuchauentrú. Pero mientras el uno no piensa en hacerle mal a nadie, el otro anda siempre pensando en el mal del prójimo.

Gualicho, ocasiona los malones desgraciados, las invasiones de cristianos, las enfermedades y la muerte, todas las pestes y calamidades que afligen a la humanidad.

Gualicho, está en la laguna, cuyas aguas son malsanas; en la fruta y en la yerba venenosa; en la punta de la lanza que mata; en el cañón de la pistola que intimida; en las tinieblas de la noche pavorosa; en el reloj que indica las horas; en la aguja de marear que marca el norte, en una palabra, en todo lo que es incomprensible o misterioso.

Con Gualicho hay que andar bien; Gualicho se mete en todo, en el vientre y da dolores de barriga; en la cabeza y la hace doler; en las piernas y produce la parálisis; en los ojos y deja ciego, en los oídos y deja sordo; en la lengua y hace enmudecer.

  —95→  

Gualicho es en extremo ambicioso. Conviene hacerle el gusto en todo. Es menester sacrificar de tiempo en tiempo yeguas, caballos, vacas, cabras y ovejas; por lo menos una vez cada año, una vez cada doce lunas, que es como los indios computan el tiempo.

Gualicho, es muy enemigo de las viejas, sobre todo de las viejas feas: se les introduce quién sabe por dónde y en dónde y las maleficia.

¡Ay de aquella que está engualichada!

La matan.

Es la manera de conjurar el espíritu maligno.

Las pobres viejas sufren extraordinariamente por esta causa.

Cuando no están sentenciadas, andan por sentenciarlas.

Basta que en el toldo donde vive una suceda algo, que se enferme un indio, o se muera un caballo, la vieja tiene la culpa, le ha hecho daño, Gualicho no se irá de la casa hasta que la infeliz no muera.

Estos sacrificios20 no se hacen públicamente, ni con ceremonias. El indio que tiene dominio sobre la vieja la inmola a la sordina.

En cuanto a los muertos tienen por ellos el más profundo respeto. Una sepultura es lo más sagrado. No hay herejía comparable al hecho de desenterrar un cadáver.

Como los hindúes, los egipcios y los pitagóricos, creen en la metempsicosis -que el alma abandona la carne después de la muerte, trasmigrando en un tiempo, más   —96→   o menos largo a otros países y dándoles vida a otros cuerpos racionales o irracionales.

Los ricos resucitan generalmente al sur del Río Negro, y de allí han de volver, aunque no hay memoria de que hasta ahora haya vuelto ninguno.

Por esta razón los entierran junto con el mejor caballo y las prendas de plata más valiosas que tuvieron; y alrededor de la sepultura les sacrifican caballos, vacas, yeguas, cabras y ovejas, según la riqueza que dejan, o la que poseen sus deudos o amigos.

El caballo y las prendas enterradas son para que tengan en qué andar en la tierra esa, donde deben resucitar; los demás animales son para que tengan que comer durante el viaje de ida y vuelta.

Las mujeres, también resucitan, no se crea que no.

Pretenden algunos que han vivido mucho tiempo, entre los indios, que a consecuencia de estas costumbres, debe haber mucha plata labrada enterrada en el Desierto. Por mi parte creo, que los cristianos, que ni le tienen tanto miedo a Gualicho, ni son pitagóricos, se han encargado de desenterrarla.

Lo cierto es, que según las noticias que mi comadre me daba, las honras fúnebres no se hacen ahora con tanta pompa como antes.

Queriendo explicar el porqué del hecho, decía: «Yo no sé si será porque los cristianos han solido registrar las sepulturas, o porque ahora la plata vale más».

Yo me inclino a creer que las dos causas combinadas van haciendo que los entierros sean menos lujosos.

En efecto, los indios tienen ahora muchas necesidades,   —97→   les gusta mucho beber, tomar mate dulce, fumar, vestirse con ropa fina; y fácilmente se comprende que muriendo un deudo querido honren su memoria con sacrificios de caballos, vacas, yeguas, cabras y ovejas y que la plata se la guarden.

Mi comadre, aseguró que mientras no hubo cristianos entre los indios no hubo ejemplo de que se violaran las tumbas sagradas.

¿Será cierto que la civilización es corruptora?

A pesar de lo dicho, los indios no son sanguinarios ni feroces, prueba de ello es que jamás sacrifican a los manes de sus muertos21 víctimas humanas.

Matan a las viejas, es cierto; pero lo hacen porque las creen poseídas de Satanás. Y al fin del cuento, ¡no es tanto lo que se pierde, dirán algunos!

Hablando seriamente, hay una verdad desconsoladora que consignar, que ciertos cristianos refugiados entre los indios son peores que ellos.

Conozco uno que queriendo sobresalir por su ferocidad, tuvo la barbarie de hacer un sacrificio humano en holocausto a un miembro de su familia.

Referiré el hecho.

Bargas, es un bandido cordobés, vive en Tierra Adentro, no sé por qué crímenes, está casado con varias mujeres y su vida es la de un indio por no decir peor.

Murió uno de sus hijos. Pues bien, este malvado, fingiendo que participaba de la preocupación vulgar, de la creencia que hace enterrar al muerto con su caballo de predilección, para que en la tierra donde resucite tenga en que andar, le inmoló a su hijo un cuativito de ocho   —98→   años, enterrándolo vivo con él, para que tuviese quien le sirviera de peón.

Por lo que dejo relatado se ve que los cautivos son considerados entre los indios como cosas.

Calcúlese cuál será su condición.

La más triste y desgraciada.

Lo mismo es el adulto, que el adolescente, el niño que la niña, el blanco que el negro; todos son iguales los primeros tiempos, hasta que inspirando confianza plena se hacen querer.

Con rarísimas excepciones, los primeros tiempos que pasan entre los bárbaros son una verdadera via crucis de mortificaciones y dolores.

Deben lavar, cocinar, cortar leña en el bosque con las manos, hacer corrales, domar los potros, cuidar los ganados y servir de instrumento para los placeres brutales de la concupiscencia.

¡Ay de los que resisten!

Los matan a azotes o a balazos.

La humildad y la resignación es el único recurso que les queda.

Y sin embargo, yo he conocido mujeres heroicas que se negaron a dejarse envilecer, cuyo cuerpo prefirió el martirio a entregarse de buena voluntad.

A una de ellas la habían cubierto de cicatrices; pero no había cedido a los furores eróticos de su señor.

Esta pobre me decía, contándome su vida con un candor   —99→   angelical: «Había jurado no entregarme sino a un indio que me gustara y no encontraba ninguno».

Era de San Luis, tengo su nombre apuntado en el Río 4.º No lo recuerdo ahora. La pobre no está ya entre los indios. Tuve la fortuna de rescatarla y la mandé a su tierra.

En aquellos mundos de barbarie pasan dramas terribles.

Cuantas más cautivas hay en un toldo, más frecuentes son las escenas que despiertan y desencadenan las pasiones, que empequeñecen y degradan a la humanidad.

Las cautivas nuevas, viejas o jóvenes, feas o bonitas tienen que sufrir no sólo las asechanzas de los indios, sino, lo que es peor aún, el odio y las intrigas de las cautivas que les han precedido, el odio y las intrigas de las mujeres del dueño de casa, el odio y las intrigas de las chinas sirvientas y agregadas.

Los celos y la envidia; todo cuanto hiela y enardece el corazón a la vez se conjura contra las desgraciadas.

Mientras dura el temor de que la recién llegada conquiste el amor o el favor del indio, la persecución no cesa.

Las mujeres son siempre implacables con las mujeres.

Frecuentemente sucede que los indios, condoliéndose de las cautivas nuevas, las protegen contra las antiguas y las chinas. Pero esto no hace sino empeorar su situación, a no ser que las tomen por concubinas.

Una cautiva a quien yo le averiguaba su vida, preguntándole cómo le iba, me contestó:

-Antes, cuando el indio me quería, me iba muy mal,   —100→   porque las demás mujeres y las chinas me mortificaban mucho, en el monte22 me agarraban entre todas y me pegaban. Ahora que ya el indio no me quiere, me va muy bien, todas son muy amigas mías.

Estas palabras sencillas resumen toda la existencia de una cautiva.

Agregaré que cuando el indio se cansa, o tiene necesidad o se le antoja, la vende o la regala a quien quiere.

Sucediendo esto, la cautiva entra en un nuevo período de sufrimientos, hasta que el tiempo o la muerte ponen término a sus males.

Poco antes de salir de Leubucó, conocí por casualidad un cristiano que hacía diligencias por comprarle a un indio una cautiva, nada más que por hacerle a esta un servicio, por humanidad.

La desdichada decía: «El indio es muy bueno y me venderá si no me han de llevar a otra parte. Pero las chinas son malazas».

A propósito de llevar a otra parte esto, requiere una explicación.

Hay dos modos de vender, el uno consiste en cambiar simplemente de dueño, el otro en la redención. El último es el más caro.

Ya comprenderás, Santiago amigo, que todo lo que dejo dicho en esta carta no me lo contó mi comadre Carmen. Una parte se lo debo a ella, el resto a otros y a mis propias observaciones.

Lo que sigue, sí, se lo debo a ella exclusivamente.

La noche estaba templada y clara, incitaba a conversar y se podía leer sin más luz que la de las estrellas.

  —101→  

Aprovechándola tomé una lección de lengua araucana.

Entonces vine a saber recién lo que querían decir ciertas palabras, cuyo significado buscaba hacia tiempo, como indios picunches, puelches y pehuenches.

Ché es un vocablo que significa, según el lugar que tiene en la dicción, yo, hombre o habitante.

Los cuatro vientos cardinales se denominan: Norte, puel; Sur, cuerró; Este, picú; Oeste, muluto.

Así, pues, picunche23 quiere decir habitante del este, que es como se denominan los indios que viven en cierta parte de la Cordillera Puelche; habitante del norte; pehuenche, siguiendo la misma regla, significa habitante de los pinos, que es como se denominan los indios que viven entre los pinales que crecen colosales en los valles de la falda occidental de la Cordillera de los Andes.

Como se ve, los indios se parecen a los ingleses en la manera de construir sus frases, el genitivo o régimen directo consiste en posponer un substantivo a otro.

Para dar una idea de la eufonía de esta lengua que se asimila, alterándolas ligeramente, todas las palabras de otras, verbigracia, llamándole waca a la vaca, y cauallo al caballo, enumeraré algunas palabras que me enseñó mi comadre, y que copio de mi vademécum24.

Yo -enché, tú o vos -eimí, nosotros -inchin, vieja -cucé, joven -elchá, linda -comé, fea -uedá, madre -nuqué, hijo de padre -botom, hijo madre -piñem, grande -uchaima, chico -pichicai, mucho -entren, poco -pichin, blanco   —102→   -lieu, negro -currü, cielo -ueno, sol -anti, luna -quién, tierra -truquen, mujer -curré, hombre -uentru, su -maí, así es -pipi, (modismo muy usual), no -müe, agua -, fuego -quitral, viento -cürrüf, frío -utré, calor del sol -comoteanti, calor sin sol -comote arreün, pronto -matu, despacio -ñochi, sueño -umau, amigo -weni, hermano -peñi, pasto -cachu, ceniza -emtruquen, sal -chadileubú (de aquí, Río Salado se dice chadileubú), monte -mamil, árbol -quiñemamil, (quiñe quiere decir uno), cara -angé, ojos -ñé, boca -ün, orejas -pilun, nariz -iu, mano -cui, brazo -lipan, barba -payun, pecho -rucú, piernas -chaan, pies -mamom, dedo -chang-il, frente -tol, pelo -loncó (de aquí loncotear -tirarse del pelo), pescuezo -pel, cortar -catril, bailar -pürrun, morir -lai, se murió -lai-pi, risa -aien, rabia -yarquen.

Poco más sé de la lengua araucana, no porque no haya tenido tiempo de profundizar mis estudios, sino por las dificultades con que tropezaba a cada paso, cuando hacía una pregunta para aclarar alguna dada.

-No pude saber nada respecto a la conjugación de los verbos.

Lo mismo digo de los géneros.

Por ejemplo, vieja es cucé, viejo -butá, y, sin embargo en ciertos adjetivos, como overo, la terminación es la que indica el género.

La lengua es muy elíptica. Así, por ejemplo, yegua overa manca, se dice: overa manca, simplemente, y caballo overo, manco, overo manco. En los dos casos se suprime el sustantivo, porque los adjetivos, overa manca u overo manco no pueden calificar sino un caballo o una yegua, y deben sobrentenderse.

Para que comprendas las dificultades con que tenía que   —103→   luchar para salvar ciertas dudas, bastará repetir lo que decía mi comadre, cuando la apuraba demasiado. «Yo no sé bien la lengua, se necesita vivir mucho para aprenderla; aquí no cualquiera la sabe».

Terminada la lección de araucano, le pedí a mi maestra -que aunque tenía hijos no era casada ni viuda-, me contara su vida; y como la cosa más sencilla del mundo nos refirió sus aventuras con cierto mancebo padre de mi ahijada.

Es una página verde que en cualquier parte pasaría por una seducción. Entre los indios es un accidente de la vida que no significa nada.

La especie humana está sujeta a la ley de la reproducción. ¡Nada de extraño tiene que siendo la mujer libre se entregue a quien le place, y que de la noche a la mañana resulte con hijos!

No es más que una dificultad para casarse; porque generalmente nadie quiere cargar con hijos ajenos, aun cuando provengan de matrimonio legítimo.

Para concluir esta, y a propósito de mujeres que resultan con hijos de la noche a la mañana, ¡qué curiosa es la farmacopea de los indios!

Toda ella se reduce a yerbas astringentes y purgantes y agua fría.

Lo último es un remedio por excelencia.

¿Pare una china? Pues en el acto, ella y el fruto de sus entrañas se meten en una laguna, sea invierno o verano.

Una palabra más, antes de que me retire del fogón, en que estoy, y me meta en la cama.

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Es una observación ajena que puede interesarle al mundo médico.

Mi condiscípulo el doctor don Jorge Macías, que ha pasado dos años entre los ranqueles, y que entre ellos estaría a no ser por mí, pretende que allí no hay tísicos, y lo atribuye al alimento de la carne de yegua.

Si la observación fuese exacta y la causa la consignada, de hoy en adelante podríamos exclamar: no más tísicos.

No me atrevo a decir si la cosa vale la pena de ser averiguada, aunque recuerdo que no hace mucho tiempo más de un galeno se reía cuando las curanderas recetaban buche de avestruz.



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