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Una heroína española. Mariana Pineda

Estudio dedicado a la honrada y laboriosa colonia española residente en Puebla.

Concepción Gimeno de Flaquer





La fastuosa mansión de Al-Hamar, poética morada de los Califas, Abencerrajes y Zegríes, la bella ciudad de los torneos, las serenatas, las fantásticas leyendas y las aventuras galantes; preciado trofeo de Fernando e Isabel; encanto de los Felipes; perdido tesoro de Boabdil; espejo que reflejó entre las claras ondas del áureo Darro y el florido Genil los hechiceros rostros de Fátima, Aija, Zoraida, Zulima Lindaraja y Zaida; la ciudad de las mil torres tiene también sus heroínas. ¿Cómo no tenerlas, si la sangre de Musa-Ben-Nasser enardeció el temple de los andaluces?

Los hijos de la ciudad oriental heredaron de los árabes la cortesía y el valor. El heroísmo y el genio no tienen sexo, por eso son heroicas tantas mujeres.

No consiste el heroísmo únicamente en la serenidad o el arrojo necesarios para colocarse ante un cañón, hay heroísmos de otro orden muy elevado, nos referimos a esos heroísmos que se denominan, con gran acierto, heroísmos morales. A este género pertenece el heroísmo de Mariana Pineda.

Entre los mártires de las ideas grandes, nobles y justas, debe registrarse el nombre de esta mártir de la libertad. Su heroísmo es para los que afirman que la mujer no sabe callar un secreto, el mayor mentís.

La muerte de la inolvidable andaluza ha debido pesar terriblemente sobre la conciencia de los que la inmolaron.

Esta interesante mujer de contextura delicada, de cabello rubio, como Ceres, de cutis níveo y aterciopelado cual el nardo, era uno de esos seres sobre los cuales parece grabado el estigma del infortunio. ¡Cruel fue el destino con ella: hasta las alegrías de la infancia le fueron negadas!

Su padre, Mariano Pineda y Ramírez, capitán de navío de la armada española y descendiente de una noble familia de Guatemala, perdió la vida cuando nuestra granadina se hallaba en los albores de la niñez; pronto le siguió al sepulcro su esposa María Muñoz, encantadora cordobesa, dejando a Mariana en la más triste orfandad, bajo la tutela de un tío suyo, que tenía la desventura de ser ciego. Delegó este desgraciado la tutoría de la niña en Úrsula de la Presa y José Mesa, cónyuges que daban con su vida ejemplo de moralidad, y ambos resolvieron concederle paternal adopción.

Poco más de quince años vivió Mariana al cuidado de los esposos Mesa, y solo dejó este hogar para formarse otro con el elegido de su corazón, el apreciable joven Manuel Peralta y Valle.

¡La triste huérfana había nacido destinada al dolor! Cuando acababa de sentir los dulces goces de la maternidad, cuando el ángel del amor le sonreía batiendo sobre su hogar sus rosadas alas, cuando una aurora de felicidad rasgaba las densas nieblas de su infancia, la muerte, implacable otra vez con Mariana, le arrebató a su esposo, rompiendo cruelmente la florida cadena que enlazaba dos corazones palpitantes de pasión.

¡Triste destino el de Mariana! Complaciose en rodearla de sombras, legándole la tristeza, el vacío, el aislamiento, la soledad.

Consagrada a sus hijos y alejada de todas las frivolidades sociales, el objetivo de su vida fue la práctica del bien. El amor maternal llenó por completo aquel alma gigante; pero este amor no se limitó a sus hijos, se hizo extensivo a la humanidad.

En los corazones de cierto temple no tienen dique los grandes sentimientos: salen de su cauce, se desbordan para inundar a todos los seres, como las copiosas aguas del Nilo inundan los yertos páramos, fecundizándolos. La caridad fue el sentimiento que brilló con más fulgidez en el vehemente corazón de la joven viuda.

Mil ocasiones se le presentaron de practicarla en distinta forma, dando lugar a la dramática escena que vamos a referir.

En los tiempos de tiranía en que vivió Mariana Pineda, muchas personas gemían en lóbregas mazmorras, acusadas de conspirar contra el severo régimen político, establecido a la sazón. Hallábanse entre ellas don Pedro de la Serrana y don Fernando Álvarez de Sotomayor, el arrojado capitán que lanzó el primer grito de libertad en 1820, parientes ambos de la gloriosa hija de la ciudad morisca.

Sentenciado a muerte Álvarez de Sotomayor, y queriendo Mariana disputarle al verdugo tan inocente víctima, tramó uno de esos atrevidos planes que solo concibe la generosa audacia de un corazón inflamado en el amor al bien. Mandó hacer un hábito de fraile capuchino, adquirió en un teatro unas barbas postizas, buscó ingenioso medio de hacer llegar a poder de su primo el disfraz, y gracias a él pudo abandonar el horrible calabozo, librándose de la muerte Fernando Álvarez de Sotomayor. Favoreciole la circunstancia de entrar y salir constantemente frailes en las prisiones, para prestar a los reos los últimos consuelos de la religión.

La débil mano de una mujer taladró espesos muros de piedra, derribó tres rastrillos, abrió férreas verjas, descorrió gruesos cerrojos, burlando la vigilancia de los centinelas.

¡Oh poder de la caridad! Tú escalas las más inexpugnables fortalezas, tú alientas al débil, tú das vigor al tímido.

Sotomayor salvó su vida gracias a la filantrópica iniciativa de Mariana Pineda.

Llegose a sospechar que era ella la autora del astuto ardid, y desde tal momento no cesó de ser espiada.

Pronto encontraron sus enemigos ocasión de delatarte; el alcalde del crimen, Ramón Pedrosa, muy antipático a los granadinos, manifestó haber recibido secretas confidencias, en las que le daban cuenta de que en casa de Mariana Pineda se estaba bordando una bandera que ostentaba estas alarmantes palabras: «Ley, Libertad, Igualdad»; dicha bandera debía ser la enseña bajo la cual se preparaba el alzamiento de los oprimidos.

El odioso Pedrosa que se complació en presenciar el escrutinio verificado en casa de Mariana Pineda, triunfó: por fin la bandera fue hallada, condenose a oscuro calabozo a la interesante viuda, dando a sus carceleros la orden de tratarla brutalmente.

¡No hubo injuria que no le infiriesen aquellos desalmados! El propósito de los jueces era debilitar sus fuerzas físicas y su valor moral por medio de los más atroces sufrimientos, para que revelase los nombres de los conspiradores. Ni una sola vez vaciló la heroína española; ofreciéronle que si revelaba los nombres de los culpables obtendría el perdón, mas ella prefirió dar su vida por salvar a sus amigos.

Esta entereza de carácter es digna de aquella griega llamada Leena, la cual se hizo célebre por el valor con que se negó a revelar a Hipias los nombres de sus compañeros de conspiración, y por miedo de que el tormento la obligase a cometer alguna flaqueza, se cortó la lengua. Los atenienses honraron su memoria, situando a la entrada del Acrópolis la estatua en bronce de una leona sin lengua.

El heroísmo de Mariana Pineda era calificado de estúpida terquedad por algunos cobardes, que no hubieran sabido guardar su leal silencio.

Leyósele la sentencia de muerte, que la ilustre granadina escuchó con cristiana resignación vertiendo lágrimas únicamente cuando escribió a sus queridos hijos, enviándoles conmovedora despedida.

El infame Pedrosa la hizo proposiciones que atentaban a su honra, diciéndole que, si satisfacía sus deseos podría salvarla; mas no pensó aquel hombre vulgar, abrasado en sensuales deseos, que la mujer que moría por no delatar a sus correligionarios, tenía que ser, cual lo fue, una heroína del honor.

El inicuo fallo quedó confirmado, y al divulgarse la noticia del trágico fin que esperaba a aquella virtuosa y bella mujer, la indignación general estalló hasta el punto de tener que tomar el gobierno serias medidas para contenerla.

Llegado el día de su ejecución, la hermosa ciudad de los altos alminares y las caladas ojivas, la ciudad de las flores semejaba un cementerio. Las casas fueron abandonadas por sus habitantes, que no quisieron sancionar con su permanencia en ellas la ejecución del horrible crimen. Por todas partes parecía respirarse hálito de muerte.

El confesor de aquella noble víctima no podía resignarse a verla morir: llegó a suplicarla revelase los nombres de los conspiradores para alcanzar el perdón, pero Mariana Pineda, más fuerte que cuantos la rodeaban, subió al cadalso fiel a su secreto, mostrando la serenidad de una Roland.

¡Qué ejemplo para la historia!

La Iglesia ha canonizado a muchas mujeres inferiores en mérito a nuestra heroína. Todos los pueblos dedican homenajes a personas menos ilustres que ella, y en España no existe un monumento digno de su memoria.

Mariana Pineda nació en septiembre de 1804 y subió al cadalso; con gran valentía, en el mes de mayo de 1831.

¡Gloria inmortal a la heroína española!

México, octubre de 1886.





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