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Una introducción a la Comedia do Viuvo

Alonso Zamora Vicente



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  —[619]→  

Ha sido Dámaso Alonso quien ha ido develando ante nosotros la resonancia cálida de Gil Vicente. Fueron primero aquellos esfuerzos por entresacar de la producción del poeta las huellas de la poesía tradicional1. Y fue luego su edición de la Tragicomedia de Don Duardos, por vez primera impresa en tierras castellanas, verdadero aluvión de poesía trémula, fascinante2. Ahora, siguiendo de lejos los pasos del maestro, he intentado acercarme a la Comedia do Viuvo, para ver qué hay en ella de cercano a nosotros, qué ecos despierta la voz vicentina en el lector de hoy, tan saturado de complicación interna, de afanes tan encontrados.

La Comedia tiene, sin duda alguna, mucho más aguzado aún que el Don Duardos su encanto de primitivo. Un desmañado hilvanar, una larga, muy larga introducción, una aventura amorosa no muy decidida y orientada... La posible acción dramática, en un total de 1056 versos, no comienza hasta el 390, verso más, verso menos. Queda, pues, un total de menos de 700 versos para la auténtica vida de la Comedia, con lo cual, en el fondo, nos encontramos con la contextura de un auto tradicional de nuestro escritor3. Los versos anteriores a la verdadera dramatización, esos trescientos y pico anteriores, se gastan en explicar ante el auditorio, lenta y reiteradamente, la viudez del buen hombre de Burgos y las reacciones que su desgracia le produce. Mirando atentamente, con la mayor ingenuidad y desnudez posibles, esta larga introducción, vemos   —620→   que no podemos desasirnos de algo, que, insidioso, nos suena y resuena en los oídos como familiar. He aquí de qué se trata.


ArribaAbajo«...vino la muerte a llamar a mi puerta»

Al iniciarse la escena, el viudo (um homem mercador, que moraua em Burgos, e tinha ha muyto nobre dona por molher) está solo en las tablas. Y habla. Durante ochenta versos, el viudo, con la dulce cadencia de las coplas manriqueñas4, nos canta las excelencias de su mujer ya muerta:


... que perdí mujer tan bella
como estrella.



Es, primeramente, una exposición quejumbrosa del propio dolor por la desaparición de la fiel compañera, seguida, inmediatamente, por una larga evocación de las cualidades valiosas de la difunta:


Alegre con mi alegría;
con mi tristeza lloraba;
pronta a cuanto yo decía;
quería lo que yo quería;
amaba lo que yo amaba:
toda su casa mandaba
y castigaba
sin de nadie ser oída,
ni de persona nacida
profazaba.



Encontramos así a Gil Vicente bien instalado en una caudalosa corriente de literatura medieval, tradicional, ya lugar común en su tiempo: la poesía de la muerte. Toda una larga teoría de versificadores se ha entregado a este laborar, donde el ubi sunt? preside con una sombra de melancolía las ausencias definitivas. Esa poesía, estudiada en Europa por Italo Siciliano entre otros5 y en   —621→   España detalladamente por Pedro Salinas6, ha ido sufriendo a lo largo del siglo XV sucesivas depuraciones y adaptaciones. Pedro Salinas ha hecho ver cómo el sentido ordenador de Jorge Manrique, el gran último eslabón de una secular cadena, elimina (dexemos a los troyanos... dexemos a los romanos... vengamos a lo de ayer...) lo que el tópico encierra de ausente y de libresco, para recaer en lo que conserva un peso, una eficacia en la memoria de las gentes, y, así, se acuerda de los personajes cercanos, de ayer tan sólo, y de su mundo, lo que hace que sea evocado no tanto el muerto como la realidad vital en que estaba inserto, también desaparecida velozmente. Y por último, Jorge Manrique se abate sobre el padre, otro muerto ilustre, centro de todo el largo, doloroso evocar del poema.

Me he detenido en este aspecto de la poesía manriqueña de la muerte, porque, sin duda alguna, aquí está el antecedente más cercano de la elegía vicentina7. En el muy largo proceso de la poesía de la muerte, la obra vicentina se nos presenta como una última manifestación, depuradísima ya, adelgazada, donde todo el complicado aparato funeral se ha reducido al mínimo. Ya no hay un solo nombre ilustre, historiable, ni una sola comparación de la muerta con ninguna de las ilustres mujeres que la topística medieval puso en circulación (Penélope, Helena, Medea, Semíramis, Dido, Isolda)8, sino que el poeta se limita a elaborar exclusivamente el encomio de las cualidades de la desaparecida. Lo que en las Coplas manriqueñas se condensa en tres estrofas, de las cuales dos se destinan a comparar al maestre con personajes prototipos de determinadas cualidades, se ha convertido en Gil Vicente en una ampliación de aire intimista (a la vez que una eliminación total de elementos cultos), de crudo monólogo, que alcanza sesenta versos, iniciada por un directo evocar, herida memoria:



Que acordarme su nobleza,
su beldad, su perfección,
sus manas, su gentileza,
su tan medida franqueza,
quebrántame el corazón.
—622→
¡Oh, qué humilde condición,
a la razón,
cuán callada, cuán sufrida,
toda plantada e ingerida
en descrición!

Alegre con mi alegría;
con mi tristeza lloraba
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Amiga de mis amigos.



Vemos cómo no se trata del mero catálogo que P. Salinas ha puesto tan es evidencia, típico de los poetas del siglo XV, Gómez Manrique por ejemplo


(En las armas virtuoso,
en la corte buen galante,
a los amigos gracioso,
a los contrarios sañoso)9,



sino que cada cualidad se pone en vilo, funcionando en estrecho correlato con las del sobreviviente. Se canta no tanto la cualidad del muerto como su frío hueco en la sensibilidad del vivo:


Alegre con mi alegría;
con mi tristeza...
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
    a cuanto yo decía,
quería lo que yo quería,
amaba lo que yo amaba.



No, no se trata de un catálogo encomiástico, sino de destacar, llanamente, el cese de una armonía habitual, aún reciente y entera.

Es indudable que el manriqueño


¡Qué amigo de sus amigos!
¡Qué señor para criados
y parientes!



etc., está en la raíz de los versos siguientes del Viudo:


Amiga de mis amigos,
amparo de mis parientes;
—623→
muy humilde a mis castigos,
cruel a mis enemigos,
placentera a sus servientes.



Pero nuevamente vemos esa actualización de la pena, impuesta por el posesivo. No se canta en abstracto, elegíacamente, lo que tenía el muerto, sino la falta de una participación; ya no es sólo «amigo de sus amigos», sino de los míos. La elegía se hace así más estremecidamente verdadera.

Esta constante interferencia de la mujer desaparecida y la llaga producida por el violento desgarro de la separación, está bien patente, y expresada de forma realmente original, en el fin de la breve elegía:



Envidia ni parlería
jamás la sentí ni oí;
y si mal de alguien oía
desculpaba y respondía
como si fuera de sí.
Pues que tanto bien perdí,
¿por qué nací?
Oh, mujer, flor de las castas,
¿dónde estás, que tú te gastas,
y a mí?

En el punto que partiste
no debiera quedar yo;
porque la vida que es triste,
más muere quien la resiste
que el muerto que la dejó,



donde por vez primera nos encontramos con el ubi sunt?, utilizado, puesto, con indudable acierto, al final de la copiosa meditación como cima ya del desespero, unido también al vivo, como todo lo que venimos viendo, pero desprovisto, en la cúspide en que se nos aparece, de valor retórico; al contrario, surge bien lleno de sentido. Novedad que se complementa muy bien con la leve causa subsiguiente, donde se identifica la muerte con la inutilidad del vivir (otra forma de ir muriendo):


porque la vida que es triste,
más muere quien la resiste
que el muerto que la dejó.
A aquel Dios que la llevó
pido yo
—624→
muerte luego por vitoria;
pues la vida de mi gloria
ya pasó.



La interiorización de un tema añejo y manido es la obra de Gil Vicente, quien logra dar una resonancia nueva a los lamentos del viudo. Resonancia cercana, dolida. Hemos avanzado mucho más lejos en el camino que Jorge Manrique había trazado.

Lo verdaderamente claro, ilustrador, en esta introducción a la Comedia do Viuvo, es la falta, hasta ahora, de un valor dramático, strictu sensu. Es tan sólo un rico caudal de poesía, medieval, ya vieja, utilizada sin medida en todas partes, la poesía de la muerte, a la cual vemos resucitar, reelaborada con un aliento humanísimo, de ahilados matices, en la voz vicentina. Pero, ¿y la comedia? Sigue sin ocurrir nada. El buen viejo de Burgos sigue solo en el escenario, secándose sus lágrimas. Cuando, en esto, aparece un fraile (Vem hum ffrade a consolar ho viuuo, e diz).




ArribaAbajoUn viento nuevo

Aparece un fraile. Y habla. Como antes el viudo:


La gloria y consolación
daquel que es padre eternal
sea en vuestro corazón,
porque tenéis gran razón
de llorardes vuestro mal.



Este buen fraile pretende consolar al viudo en su caudalosa amargura. Y aquí nos encontramos con un fuerte esguince en la concepción poética de Gil Vicente. Nos habíamos acostumbrado, con el anterior planto encomioso del viudo, a vernos en un mundo viejo, interpretado con resonancias personalísimas, de una delgadez extraordinaria, pero viejo: el de la poesía medieval de la muerte. Hemos tenido la imprecisa sensación de sentirnos instalados en una añeja tradición, a la que Gil Vicente pone ecos nuevos y emocionados. Al tropezarnos con este fraile consolador, podíamos pensar que también un mundo de desengaño, de poesía llena de valores tradicionales (los de la topística al uso, los del sermonario y la vida religiosa en general) sería lo natural y esperable. Y sin embargo, no es así. Hay algo más. Este frailecito da un salto en el tiempo y se nos coloca, en agrio contraste con lo medieval heredado, en   —625→   el centro mismo de una actitud espiritual nueva, reformista, de un cristianismo interior. Casi cómodamente, falazmente, se acerca la palabra a los labios: un mundo espiritual muy afín al erasmista. Con gran asombro vemos crecer, apoyándose en lo antiguo, en el posible lugar común


(pensad cómo lo humano,
unos tarde, otros temprano,
nacimos para acabar;
y todo nuestro tardar,
a buen juzgar,
por más trabajo se cuenta,
pues no se excusa tormenta
neste mar),



una nueva actitud, alejada de la externa tradicional. Nada de pompas ni de extremos dolorosos, sino una llamada a la intimidad, al más escondido centro:


Quitad el luto de vos
y esos paños negregosos,
que cierto sabemos nos
negar los hechos de Dios10
todos los que están lutosos.
Que se muestran soberbiosos
de quejosos,
cargados de paños prietos
repugnando los secretos
gloriosos.



Esa llamada a la intimidad, a la aceptación de la muerte con arreglo a la creencia, se exalta aún más a continuación. Sí, no cabe duda; estamos pisando un terreno seguro, muy distinto del anterior, cuando el viudo lloraba su mujer:


Los que mueren por la ley
mueren con dulce vitoria
por su ley y por su rey.
Sólo con memento mei
son sus ánimas en gloria;
su muerte es tan notoria
de memoria,
que el luto desbarata;
—626→
mas antes la escarlata
es meritoria11.



¿De dónde, de dónde tan diversa postura? ¿Por qué la muerte medieval, de mil maneras cantada e invocada, ha de convertirse en:


a aquel dador de las vidas
dalde gracias infinitas
con placer?



No se me oculta la dificultad que encierra el volver, por una raíz erasmista para estos versos. La autoridad inmensa de Marcel Bataillon parece negar erasmismo a Gil Vicente, y lo mismo algún otro investigador12. Sin embargo, me atrevo a llamar la atención sobre este trozo. Creo que, desde luego, no se trata de la crítica anticlerical cotidiana, y tan certeramente señalada por Marcel Bataillon. Esta sátira contra los clérigos se ve en la Comedia do Viuvo con diáfana precisión más adelante: cuando el disfrazado don Rosvel expone a las hermanas Paula y Melicia sus quehaceres en su imaginaria aldea:

PAULA
¿Y tu madre?
ROSVEL
Acá quedó.
Con un fraile está a soldada
muy valiente;
luego la vestió y le dio
una faja colorada
de presente.
Cuando retozan la fiesta,
es mi madre tan aguda
—627→
y tan garrida,
siempre ella urde la siesta,
de sesuda13.


Y aún, versos más adelante, se reitera, machaconamente, la actitud anticlerical

VIUDO
       ¿Qué lugar
es el tuyo?
ROSVEL
No es mío, que es de un crigo,
y no tengo de negar
que no es suyo.


Es evidente que en los versos consoladores del religioso que tan fugazmente aparece en el Viudo trasciende no una crítica contra el clero y sus flaquezas, sino una actitud espiritual. La actitud erasmiana de, sin condenar las costumbres piadosas ni las ceremonias visibles, sí considerarlas inferiores al sacrificio espiritual, me parece trasparente en el trozo:


Y los que mueren honrados,
como acá vuestra mujer,
contritos y confesados,
¿qué hace luto menester?
Lo que, hermano, habéis de hacer,
ha de ser:
a aquel dador de las vidas
dalde gracias infinitas
con placer.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Inclinaos a toda cosa
virtuosa,
ternéis vida descansada,
que sin esto es la pasada
peligrosa.



Todo el repetido insistir sobre la necesidad de una piedad interior, tan celosamente expuesta en el final de la Regla V del Enquiridion (la suprimida precisamente por el Expurgatorio de Amberes, 1571) nos acude a la memoria. Tanto más cuanto que también la repetida acusación erasmista de judaísmo, aplicada   —628→   a las fórmulas externas, se nos presenta en las palabras del fraile de nuestra Comedia:


Tristeza, fuerza es tenella,
y lo al son desvaríos;
y algunos bien sin ella
publican la su querella
en hábito de judíos;
son unos usos vazíos
y muy fríos,
y yerra quien los
consiente que quedó de la semiente
de gentíos.



Si la Comedia do Viuvo data de 152414, como parece haber establecido la crítica más ponderada, es muy probable que Gil Vicente conociese por algún procedimiento el texto del Enquiridion, que corría por Europa desde 150315. Son los años en que Erasmo -y concretamente el Enquiridion- alcanza su máxima popularidad en Europa. (Incluso antes del Viudo ya se había traducido al español la Querela Pacis, Sevilla, 1520). Las observaciones de Carolina Michaëlis no se oponen a una lectura del texto latino por Gil Vicente16. Es verdad,   —629→   y totalmente clara, que el erasmismo no produce alteración alguna sobre el mundo dramático de Gil Vicente, pero creo que esta breve intervención del religioso en las tablas supone, por lo menos, un reflejo de determinada actitud espiritual, que ha de ser tenida en cuenta, siquiera sea como una manifestación de pulso histórico. No se trata de bromear con más o menos agudeza sobre las bulas, los jubileos, la cruzada, los hábitos de los cardenales, de los frailes o del Papa. Son unos concisos versos clamantes por una radical verdad íntima. Entre todos los frágiles puntos de semejanza señalados en las Obras de devaçam por Marques Braga (refutados por M. Bataillon) y el texto del Viudo, hay una clara, nítida diferencia17.




ArribaAbajoOtra vez la tradición

Pero volvamos a nuestra comedia. Lo cierto es que sigue sin pasar nada, no ocurre, aún, conflicto dramático alguno. El buen viejo de Burgos sigue solo en medio de las tablas, tras la retirada del fraile consolador. El ánimo, sosegado; el silencio, más vivo; la curiosidad, naciendo. En este momento (y ya estamos en el verso 165) aparecen las hijas del viudo, Paula y Melicia. Aparición aún tímida, puesto que tan sólo la primera de ellas (y la mayor), Paula, dice unas palabras. Y cuando todo hace suponer que va a comenzar «a ocurrir algo», a desenvolverse una trama, he aquí que de nuevo una persona llega al escenario, evitando la lamentación del viudo, que ya parecía reanudarse. Se trata de un buen hombre, un compadre (Vem hum seu Compadre visitá-lo, e diz), al que desde sus primeras palabras, presentimos propenso a la chocarrería y a la facecia18:

COMPADRE
¿Qué haces, compadre amigo?   —630→  


El viudo, naturalmente, vuelve por su pena:

Lo que quiere la tristura,
sin mujer y sin abrigo.


¿Continuarán los loores de la muerta? ¿Vamos a oír un nuevo encomio de sus virtudes personales? Nada de eso: el recién llegado va a pronunciar, volcándose en incontenible torrente, una larga y divertida serie de invectivas contra su propia mujer:

Bien trocara yo contigo,
si supiera tu ventura;
que tengo mujer tan dura
de natura,
que se da la vida en ella
mejor que en Sierra de Estrella
la verdura.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
gran invidia te he, compadre,
sin medida.


El auditorio se siente, súbitamente, trasladado a un mundo diferente. Un mundo que ya es familiar, que ya tiene una larga memoria en la literatura medieval: la poesía contra mujeres. Estamos otra vez frente a una interpretación personal, tardía, de un tema heredado. Nadie, en 1524, aparte de la viva tradición medieval, podía ignorar el Maldezir de mujeres, de Pere Torrellas, varias veces editado19. Toda esta recreación literaria, muchas veces falta de   —631→   auténtica verdad, llenó copiosamente la literatura española del siglo XV, y llega al XVI, donde se le puede poner punto final importante con el Diálogo de mujeres, de Cristóbal de Castillejo. (Venecia, 1544)20. En esa corriente están las afirmaciones de nuestro compadre cuando dice:

Dejemos su parecer
escaecer
y vengamos a lo al.
No estará sin decir mal
o lo hacer.
    Ella, por dame esa paja,
mete la calle en revuelta;
seso, ni sola migaja;
dueña que se volvió graja
y anda en el aire suelta;
hállola muy desenvuelta
en dar vuelta
dende lo bueno a lo malo:
lleva infinito palo
nesta envuelta.
    Si algo estoy de placer,
dice qué yerba he pisado.
Si triste, quiéreme comer.
Yo no me puedo valer,
así me trae asombrado.
Yo si trayo a mi cuñado
convidado,
muéstrame un ceño tamaño
que me hace andar un año
reñegado.
    Miente que es cosa espantosa;
¡oh, cuántas mentiras pega,
muy porfiada y temosa!
Soberbia, invidiosa,
siempre urde, siempre trasfiega;
su lengua siempre navega
como pega,
para todo mal ardida;
—632→
si se halla comprehendida,
luego niega.


Inútiles las ligeras intervenciones del viudo y de sus hijas para calmar semejante inundación de dicterios. Adivinamos el irrefrenable regocijo de los espectadores ante esta larga retahíla del malhumorado marido:

       Porque es plaga,
que desque la recebí,
bien pueden decir por mí
el marido de la draga.
No hay quien me deshaga
tan gran llaga
de toda paz enemiga.
Por Dios, que no sé qué diga,
ni qué haga.
    Yo no la puedo trocar,
yo no la puedo vender,
yo no la puedo amansar,
yo no la puedo dejar,
yo no la puedo esconder,
yo no la puedo hacer
entender,
sino que ella es una rosa,
y que está muy desdichosa
en mi poder.
    Y con todas sus traviesas
está tan llena de vida,
que con dos bombardas gruesas,
ni con lanzadas espesas
será en vano combatida.


Todo esto no hace, en realidad, más que destacar, por elemental contraste, la ausencia de la muerta, crecida en prestigio y verdad ante las violencias del compadre:

¡Oh, mi mujer tan querida,
fallecida,
toda paz, sin nunca guerra,
no debieras de la tierra
ser comida!
—633→
Yo me voy hora a rezar
sobre aquella tierra dura,
la cual no puedo olvidar,
hasta mi muerte acabar
este dolor sin ventura.


Sí, poesía contra mujeres, pero ¡qué lejos del abstracto insulto, de la polémica docta y esquemática que llena los Cancioneros! Se repite otra vez la extrema derivación y concretización que señalé se lograba en la poesía, también vieja, de la muerte. Ya no se trata de «hablar mal de mujeres», sino de «una mujer», de «mi mujer». Y de toda la larga enumeración medieval de defectos, solamente se destacan aquellos que pueden tener un valor de caricatura jovial, cercana, inteligible por todos. Lo grotesco ha desterrado a lo doctoral. La tradicional adoración femenina se ha convertido en deseos de muerte y en cultos grotescos:

Y le hiciera rezar
las horas de los dragones
y le hiciera cantar
las misas so el altar
alumbradas con tizones,
ofertadas con melones
badiehones,
todos llenos de cebada,
por incienso una ahumada
de bayones21.


De igual manera se exagera el tradicional elogio de la hermosura femenina, conduciéndolo al extremo del ridículo:

Cuando con ella casé,
hallé, norabuena sea,
en ella lo que os diré:
cuando bien, bien la miré,
vile un rostro de lamprea,
una habla a fuer de aldea,
y de Guinea
el aire de su meneo;
cuanto más se pon de arreo,
está más fea.


  —634→  

Siempre en Gil Vicente ese directo evocar, ese trasplantar a voz de primera persona, experiente y dolida, cualquier herencia literaria. Imposible colocar estas coplas dentro de la tradicional división de profeministas y misóginos, capítulo forzado en los finales del siglo XV. Gil Vicente sabe dar a todo un giro de indudable poesía.




ArribaY para terminar

Y una vez concluida, tan súbita como empezó, la alocada intervención del compadre, las dos hermanas, en un breve diálogo, saturado de exquisita melancolía, nos vuelven a poner ante los ojos las Coplas manriqueñas. Volvemos a oír el «cuando más ardía el fuego / echaste agua»:

Ahora que mi madre estaba
más alegre y descansada,
cuando mucho sana andaba
y más recia se hallaba,
¡cuán presto fue salteada!
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
A la muerte no hay guarida
conocida;
y quien mejor se guarece
no escusa, me parece,
la partida.


Y hemos llegado al verso 390. Va a aparecer en escena don Rosvel, el disfrazado príncipe, que se va a enamorar de las dos hermanas a la vez. Es decir, va a comenzar la acción. Hemos pasado un largo rato escuchando unos monólogos, recreadores de temas literarios viejos o nuevos, que suponen, sin embargo, una actitud espiritual, una decisión de vida frente a la circunstancia. Poesía de la muerte, ideas reformadoras, partidarias de un cristianismo interior, poesía contra mujeres. Todo zurcido cuidadosamente, como introducción a una confusa complicación amorosa22, pero todo vivo, fluyente, cordial. Gil Vicente se nos presenta de nuevo en su virginal inocencia, con su andadura de primitivo, realmente domeñador por su sincero balbuceo.

A. ZAMORA VICENTE







 
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